Terry
Scambray[*]
Pruebas
contra pruebas:
El nuevo libro de Meyer desvela la irracionalidad de la evolución
New Oxford Review

Una reseña de Signature in the Cell: DNA and the Evidence for
Intelligent Design por Stephen C. Meyer. Harper One, 2009.
En una escena que parece sacada directamente
de una novela
de Henry James, Stephen Meyer, en aquellos entonces un estudiante
americano de
postgrado en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, metió lo
que se dice la
pata. Cuando un prestigioso profesor visitante estaba en el turno de
preguntas
después de dar una conferencia,
Meyer le
pidió algunas fuentes acerca del tema que se trataba. El
profesor le respondió
con cortesía, pero Meyer se quedó con una extraña
sensación de que había algo
que no estaba bien. Después, Meyer fue tomado aparte por uno de
los catedráticos
de Cambridge. En su sofisticado acento de Oxbridge, el amable
catedrático le
dijo a Meyer que admitir ignorancia podría estar bien en
América, pero que era
mala educación en Cambridge. En palabras del catedrático:
«Aquí todo el mundo
se dedica al bluf, y si quieres triunfar, tienes que aprender la
técnica del
bluf también».
Este libro es un testimonio de que,
afortunadamente, este
consejo nunca arraigó en Meyer. Porque después de
abandonar su vida de
geofísico en busca de petróleo para Atlantic Richfield, y
después de conseguir
un doctorado en Cambridge, continuó haciendo preguntas al
comenzar de forma
humilde pero resuelta su nueva búsqueda: tratar de comprender el
origen y la
base de la vida.
Nauralmente, esta es una antigua
búsqueda. Y desde entonces
y hasta ahora, la mayoría de las personas han creído que
el sublime orden que
vemos en la naturaleza tiene que ser producto de un diseño. Pero
Charles Darwin
argumentó que el diseño deliberado es un espejismo. La
naturaleza por sí sola,
mediante un proceso accidental de prueba y error, llamado
selección natural,
había producido durante largas eras esta inefable armonía.
Sin embargo, a pesar de sus batallones de
seguidores
militantes y de su aceptación por parte de la mayoría de
las personas educadas,
la teoría de Darwin, desde el principio, se sostenía
sobre unos débiles apoyos.
Consiguió aceptación principalmente debido a razones
culturales. Las ideas
progresistas habían conseguido llegar a ser dominantes durante
el siglo 19, y
de forma correspondiente las instituciones tradicionales eran objeto de
ataque,
principalmente la religión. En este contexto, las
críticas de Darwin fueron
atacadas como retrógradas y como religiosamente motivadas, a
pesar de su
objetividad científica y su rigor. Esta traicionera forma de
polémica prosigue
hasta el día de hoy.
En
este sentido, el
amplio y completo compendio del doctor Meyer constituye un asalto final
y
devastador contra el pueblo de Potemkin darwinista. Y que este
extraordinario
tratado se publicase en 2009, que fue a la vez el 200 aniversario del
nacimiento de Darwin y el 150 aniversario de la publicación de El
Origen de
las Especies, añade un carácter de clausura a este
destructivo episodio
darwinista en la historia occidental.
Viajar a lugares extraños y
exóticos influyó profundamente
en las perspectivas tanto de Darwin como de Meyer. Darwin a
América del Sur, y
Meyer al interior de la célula orgánica. Aunque en sus
aventuras Darwin vio la
gran prolijidad de la vida, no tenía ni idea de la complejidad
microscópica en
el interior de cada célula, de las que tenemos billones en
nuestros cuerpos.
Para él, las células eran meros grumos de protoplasma,
toscos instrumentos como
componentes constructivos. Pero para Meyer, como para la ciencia
moderna, las
células son abrumadoramente complicadas y proporcionan la base
para la vida.
Meyer comenzó su viaje cuando las
circunstancias le llevaron
a una conferencia sobre el tema del origen de la vida. Esta conferencia
le
llevó a la conciencia de cuán perpleja se siente la
ciencia acerca de cómo
comenzó la vida. Luego Meyer se dio cuenta de que la
teoría de Darwin
presentaba un inmenso vacío al no proporcionar ninguna
explicación para la
transición desde la materia inerte hasta la vida.
Los darwinistas coetáneos ignoran
este vacío cuando les
conviene. Sin embargo, cuando hablan a sus fieles, pronostican
confiados que la
selección natural cubrirá este vacío, y que con
ello se proporcionará una
explicación naturalista global para la aparición de la
vida.
El doctor Meyer cuenta una historia
más precisa acerca de
los tanteos para intentar comprender la estructura fundamental de la
vida.
Los primeros discípulos progresistas
de Darwin pensaban que
como el agua procede de una mezcla de hidrógeno y
oxígeno, siendo ambos
diferentes del agua, quizá entonces la vida podría
también emerger de alguna
combinación de sustancias químicas simples. Aquel
período, en el que se conocía
mucho menos tanto acerca de la historia de la tierra como de la
complejidad de
la vida, fue un último y fugaz tiempo en el que esta ingenuidad
fue posible.
Sin embargo, hacia la década de 1920, un destacado pionero en
los estudios
acerca del origen de la vida, el ruso Aleksandr Oparin,
escribió: «El problema
de la naturaleza de la vida y el problema de su origen se han hecho
inseparables». Esta observación infundió confianza
a Meyer acerca de la dirección
que su búsqueda estaba tomando.
Durante la primera mitad del siglo 20, a
pesar del bombo
publicitario que se daba a la promesa de simular la vida en el
laboratorio, los
científicos se veían crecientemente frustrados por sus
fracasos. Cosa irónica,
o quizá no tan irónica, al mismo tiempo iban
acumulándose los avances en
biología molecular y en la comprensión de la herencia
genética.
Retrotrayéndonos a la década
de 1860, Gregor Mendel,
experimentando con sus icónicos guisantes, realizó el
descubrimiento original
de los rasgos hereditarios característicos. Los conocimientos
que él aportó
junto con la ayuda de modernas tecnologías como los rayos X y
ultrasonidos en
el siglo 20 posibilitaron imágenes crecientemente más
nítidas del interior de
la célula. Y el paisaje en el interior de la célula
involucra toda una variedad
de moléculas, estructuras proteínicas como las
mioglobinas, configuraciones
contorsionadas, extrañas, tridimensionales recordando a Jackson
Pollock. Hay
también centrosomas, orgánulos y una asombrosa
batería de otras estructuras
bioquímicas.
En 1953, Watson y Crick descubrieron la
estructura en hélice
de la molécula de ADN que reside en el núcleo de la
célula. En palabras de
Meyer: «Las secuencias de bases de nucleótidos en el ADN y
las secuencias de
los aminoácidos en las proteínas son sumamente
improbables, y por ello tienen una
gran capacidad de almacenamiento de información», Esto es,
cuanto más largas y
más complicadas sean estas cadenas bioquímicas, tanta
más información llevan;
y, correspondientemente, se hace menos probable que estas cadenas
bioquímicas
funcionales llegaran a existir por azar.
Además, el doctor Meyer nos informa
que la construcción de
una célula funcional demanda más que sólo la
información genética que se acaba
de mencionar aquí. «También hubiera necesitado,
como mínimo imprescindible, de
un conjunto de proteínas y moléculas de ARN preexistentes
—polimerasas, ARNs de
transferencia» y muchos otros ingredientes.
Además, la construcción de la
arquitectura de una célula
«hubiera exigido otros componentes preexistentes».
Meyer calcula que «las probabilidades
de conseguir siquiera
una sola proteína funcional de longitud modesta (150
aminoácidos) por azar de
una sopa prebiótica no son superiores a 1 en 10164».
Cuando consideramos que en el universo
conocido hay 1080
partículas, parece que las probabilidades para la
construcción al azar de una proteína
son prácticamente cero. Su trabajo como geofísico
familiarizó a Meyer con las
computadoras y la nanotecnología de sus capacidades de
almacenamiento de
información codificada digital. Esta experiencia lo abrió
a la realidad de que
estos procesos existen dentro de la arquitectura microscópica de
la célula,
donde la información genética también se
transfiere, indexa y almacena para un
uso posterior.
La tesis de Meyer es que el azar no es capaz
de producir
estas moléculas bioquímicas con una organización
funcional tan armónica. Esta
disposición tan improbable la designa como «complejidad
especificada», un
concepto que toma prestado del matemático y filósofo
William Dembski.
Sin embargo, los materialistas darwinistas
arguyen que
fuerzas naturales como el viento y la erosión han producido
accidentalmente la
majestuosa arquitectura del Gran Cañón, de modo que,
¿por qué no pueden fuerzas
naturales de alguna clase producir la arquitectura de la célula?
Cierto, unas fuerzas naturales y carentes de
inteligencia
produjeron el Gran Cañón. Pero son incapaces de producir
las armonías
orquestadas, especificadas y complejas de La Suite del Gran
Cañón de
Ferde Grofé. O bien, para ofrecer una comparación
más cercana en lenguaje,
comparemos el Dr. Seuss y Finnegans Wake. Mientras
que la
primera obra es repetitiva y predecible, la segunda está
abundantemente repleta
de contexto lleno de sentido, aunque superficialmente pueda parecer
desorganizada.
Este conocimiento llevó a
Meyer a plantear la pregunta fundamental:
«¿Cuál es el mejor candidato
como principio explicativo fundamental, aquello de lo que procede en
último
término la complejidad especificada o información?
¿La mente, o la materia?»
Meyer responde: «Nuestra experiencia
uniforme constata que
las mentes tienen la capacidad para producir información
especificada». Los
procesos materiales no inteligentes no tienen tal capacidad. Por tanto,
el
diseño inteligente «constituye una inferencia a la mejor
explicación».
En una encantadora sección titulada
«Cambridge, moderno y
antiguo», Meyer visita los lugares en Cambridge donde trabajaron
científicos
pioneros. Destacado entre estos estaba Isaac Newton, que planteaba esta
cuestión: «¿Cómo llegaron a ser los cuerpos
de animales inventados con tanto
artificio? ... ¿Fue acaso el ojo
inventado sin conocimiento de la óptica, y el oído sin
conocimiento de los
sonidos?» Meyer se hace eco de estos sentimientos al preguntar:
¿Cómo pudieron sobrevivir
los genes y las proteínas, y mucho menos reproducirse, antes que
llegase a
existir «el extraordinariamente complejo contexto
organísmico cuando parece que
sólo pueden funcionar en el seno del mismo?»
Teorías materialistas como la
evolución no pueden ni empezar
a explicar esta planificación tan de arriba abajo. Una vez
más, la única causa
conocida de estos sistemas de información tan dependientes de un
contexto es
una mente con conocimiento y previsión.
De hecho, en el Cambridge antiguo, la idea
de que la
naturaleza es producto de una mente con propósito
proporcionó el crisol en el
que se desarrolló la ciencia. Pero, a lo largo de los
últimos 200 años, este
punto de vista ha sido resistido por los pensadores del Cambridge
moderno.
Insisten en que, por cuanto el «designio» es una mera
creencia religiosa, no es
susceptible de falsación; por tanto, es acientífica.
Aunque, inmediatamente
después de pronunciar esta sentencia, estos críticos
comenzaron a acumular
argumentos en un intento de falsar el concepto del designio.
Uno de estos argumentos gira en torno a la
idea de que el
diseño inteligente sugiere una
interdicción, una «carga frontal» de la
naturaleza que viola la
regularidad de las leyes naturales. Y, según se desarrolla el
argumento, si
Dios o alguna entidad es responsable de tal violación, esto
meramente nos lleva
a la pregunta de «¿Quién hizo a Dios?»
De nuevo rechazando el consejo que le
habían dado en
Cambridge de recurrir al bluf, Meyer responde a todas estas cuestiones
de forma
transparente y exhaustiva.
La primera cuestión la resuelve
argumentando que las
explicaciones científicas se apoyan con frecuencia en la
discontinuidad de las
leyes naturales a fin de explicar algo que se observa en la actualidad.
Por
ejemplo, Meyer observa que la altura excepcional del Himalaya es
resultado de
unos factores excepcionales, no observados en ninguna otra parte en
tales
episodios geológicos. El origen materialista de la vida
también recurre a un
suceso singular, no a una ley general, para explicar cómo se
formó la primera
célula viviente.
La pregunta «¿Quién hizo
a Dios?» es también refutada por Meyer.
Observa Meyer que las explicaciones materialistas mismas tienen
finalmente que
descansar sobre suposiciones. Por ejemplo, ¿quién o
qué hizo la gravedad junto
con las sustancias químicas, las partículas y sus
afinidades sobre las que
descansan las explicaciones materialistas?
Como concluye Meyer: «Todas las
explicaciones causales
tienen que finalizar en último término con entidades
explicativas que no
requieren ellas mismas explicación por referencia a nada
más fundamental o
primario».
Aceptar supuestos materialistas y luego
rechazar supuestos de
designio constituye una forma de razonamiento especioso, como observa
Meyer
Stephen Meyer ha escrito un libro seminal que trata acerca
de temas complejos de una forma sumamente atractiva. Construido en
forma de una
búsqueda científica, el libro acompaña al lector
mientras Meyer va gradualmente
dándose cuenta de adónde esto le está llevando.
Así, por mucho que se
compliquen las cosas, esta es una gran historia, repleta de
anécdotas
iluminadoras, y también de muchos dibujos para facilitar la
comprensión de
esta, la más trascendental de todas las búsquedas.
*
Terry Scambray vive y escribe en Fresno, California.