John Nelson Darby
SOBRE LA FORMACIÓN
DE LAS IGLESIAS
Las circunstancias han llevado a muchos cristianos a considerar
últimamente la cuestión de la competencia de los
creyentes, en nuestros días, para formar iglesias según
el supuesto modelo de las iglesias primitivas, y también a
demandar si la constitución de tales cuerpos está
actualmente en conformidad con la voluntad de Dios. Algunos queridos
y respetados hermanos insisten en que la formación y
organización de iglesias es en la voluntad de Dios la
única forma de encontrar bendición en medio de toda la
confusión que se reconoce que existe en la Cristiandad. Otros
consideran que este intento es un mero producto del esfuerzo humano,
y que por tanto carece de la primera condición necesaria para
que reciba la plena bendición divina, la cual se encuentra
sólo en una plena dependencia de Dios, aunque desde luego
puede tener la bendición de Dios hasta cierto punto, conforme
a la sinceridad de propósito y piedad de aquellos que hayan
tomado parte en esta acción.
El escritor de estas páginas, que se siente atado por los
lazos más fuertes de afecto y amor en Cristo a muchos que
pertenecen a cuerpos que asumen el título de Iglesia de
Dios,
ha evitado cuidadosamente toda identificación con el
criterio de sus hermanos en esta materia, aunque ha dialogado a
menudo con ellos acerca de estas cuestiones. No ha hecho más
que apartarse de las cosas que halló entre ellos cuando tales
cosas divergían de la Palabra de Dios, buscando
solícitamente guardar «la unidad del Espíritu en
el vínculo de la paz», y recordando aquella palabra:
«Si entresacares lo precioso de lo vil, serás como mi
boca» (Jer 15:9b); ésta es una instrucción de un
valor indescriptible en medio de la actual confusión. Pero su
afecto no ha disminuido ni se ha interrumpido ni menoscabado su
lealtad.
Hay dos consideraciones que impelen de manera especial a quien
escribe estas líneas a exponer lo que él mismo ha
reconocido como la instrucción de las Escrituras acerca del
tema que nos ocupa: el deber hacia el Señor (y el bien de Su
Iglesia es la mayor de todas las consideraciones) y el amor a los
hermanos — un amor que ha de ser guiado por la fidelidad al
Señor. El autor escribe estas páginas debido a que el
proyecto de hacer iglesias es uno de los obstáculos al
cumplimiento de lo que todos desean, que es la unión de los
santos en un solo cuerpo: primero, porque en aquellos que lo han
intentado, habiendo ido más allá del poder que les
había sido dado por el Espíritu, se ha levantado la
carne. En segundo lugar, porque los que se han quedado fatigados de
la iniquidad de los sistemas nacionales, al verse en la necesidad de
escoger entre aquella iniquidad o lo que satisfacía el punto
de vista de ellos como congregaciones disidentes, permanecen a menudo
donde se encuentran, desesperando de hallar algo mejor. En la
condición actual de las cosas sería una extravagancia
afirmar que estas iglesias puedan realizar la deseada unión,
pero no voy a insistir en ello para no entristecer a algunos de mis
lectores. En lugar de ello, es mi intención poner en primer
término los puntos en los que estamos de acuerdo, puntos que a
la vez nos ayudarán a formarnos una idea justa y cierta de
algunos sistemas que nos rodean —sistemas que, siendo incapaces en
sí mismos de dar el buen resultado deseado por muchos
hermanos, dejan a sus partidarios, como único consuelo y
excusa, el pensamiento que los demás no pueden hacer
más que ellos para alcanzar la meta propuesta.
Es el deseo de nuestros corazones, y, según creemos, la
voluntad de Dios en esta dispensación, que todos los hijos de
Dios deberían estar reunidos como tales, y, consiguientemente,
como no de este mundo. El Señor se ha dado a Sí
mismo «no solamente por la nación (judía), sino
también para congregar en uno
a los hijos de Dios que
estaban dispersos». Esta reunión de todos en uno fue,
por tanto, el motivo inmediato, en la tierra, de la muerte de Cristo.
La salvación de los elegidos era tan cierta antes de Su venida
—aunque fue cumplida por medio de ella— como después. La
dispensación judaica que precedió a Su venida en este
mundo tenía como objeto no reunir a la iglesia sobre la
tierra, sino exhibir el gobierno de Dios por medio de una
nación elegida. En la actual dispensación, el
propósito del Señor es reunir lo mismo que
salvar, realizar la unidad no sólo en los cielos, donde
desde luego se cumplirán los propósitos de Dios, sino
aquí en la tierra, por medio del Un Espíritu enviado
del cielo. Por el Un Espíritu somos todos bautizados en un
cuerpo. Esta es la innegable verdad respecto a la iglesia, tal como
la Palabra nos la presenta. Muchos pueden ir aquí y
allá demostrando que en la iglesia se han introducido
hipócritas y malvados, pero no se puede negar la inferencia de
que existe una iglesia en la que éstos se han introducido. La
congregación en uno de todos los hijos de Dios en un cuerpo
está claramente de acuerdo con el pensamiento de Dios en la
Palabra.
En cuanto a los llamados sistemas nacionales, su
existencia no se puede remontar más allá del
período de la Reforma. Ni su misma idea parece haber existido
antes de este período. Lo único que podemos encontrar
que sea mínimamente paralelo —los privilegios de la Iglesia
Galicana y la práctica de votar por naciones en ciertos
concilios generales— son cosas tan ampliamente diferentes que no se
puede pensar que precise de discusión alguna. El
nacionalismo, en otras palabras, la división de la
iglesia en cuerpos de tal y tal nación, es una novedad que no
tiene más allá de tres siglos,1 aunque
en estos cuerpos se encuentran muchos amados hijos de Dios. La
Reforma no tocó directamente la cuestión del verdadero
carácter de la iglesia de Dios. No hizo nada tendiendo
directamente a restaurarla a su estado primitivo. Hizo algo
más importante: expuso la verdad de Dios tocante a la gran
doctrina mediante la que las almas son salvas, y ello con mucha mayor
claridad y con un efecto mucho más poderoso que el moderno
avivamiento. Pero no restableció la iglesia en sus primitivos
poderes. Al contrario, la puso generalmente en sujeción al
estado para librarla de la sujeción al Papa, porque
consideraba peligrosa la autoridad papal y contemplaba como
cristianos a todos los súbditos del país.
Para escapar de esta anomalía, ha habido
creyentes que han tratado de hallar refugio en la distinción
entre una iglesia visible y una iglesia invisible. Pero leamos la
Escritura: «Vosotros sois la luz del mundo.»
¿Qué utilidad tiene una luz invisible? «Una ciudad
asentada sobre un monte no se puede esconder.» Decir que la
verdadera iglesia ha sido reducida a la condición de invisible
es decidir la cuestión; con ello se afirma que la iglesia ha
perdido totalmente su posición original y esencial, y que se
ha apartado del propósito de Dios y de la constitución
que recibió de Él: porque Dios no encendió una
lámpara para ponerla bajo un almud, sino para ponerla sobre el
portalámparas para dar luz a los que están en la casa.
Si se ha hecho invisible, ha dejado de responder al propósito
para el que fue constituida.2 Y ésta es la
posición actual de la Cristiandad, por su propia
admisión.
Estamos de acuerdo (¿no es así?) en que la
reunión en uno de todos los hijos de Dios es conforme a la
voluntad de Dios expresada en Su Palabra. Pero mi pregunta, antes de
seguir, es: ¿Puede alguien creer que las congregaciones
disidentes, tal como las vemos en este y en otros países, han
conseguido este objetivo, o que lleven en absoluto el camino de
alcanzarlo?
Esta verdad de la reunión en uno de los hijos de Dios se ve
en la Escritura llevada a cabo en varias localidades, y en cada
localidad central los cristianos allí residentes
constituían un solo cuerpo: la Escritura está bien
clara acerca de esto. Desde luego, se ha presentado la
objeción de que una unión así es imposible, pero
sin evidencia de la Palabra de Dios para apoyar tal postura. Se dice:
¿Cómo podría ser esto posible en Londres o en
París? Bien, pues ello era practicable en Jerusalén, y
allí había más de cinco mil creyentes. Y aunque
se reuniesen en casas privadas y en aposentos altos, los cristianos
eran sin embargo un solo cuerpo, bajo la conducción de un
Espíritu, con una regla de gobierno y en una comunión,
y así se reconocía acerca de ellos. Así, tanto
en Corinto como en otros lugares, una carta dirigida a la iglesia de
Dios habría encontrado su destino en un cuerpo conocido. E
iré más allá, y añadiré que es
claramente nuestro deber desear pastores y maestros que asuman el
cuidado de tales congregaciones, y que Dios desde luego los
suscitó en la iglesia tal como la vemos en la Palabra.
Habiendo reconocido plenamente estas verdades de peso, esto es,
(1) la unión de todos los hijos de Dios; (2) la unión
de todos los hijos de Dios en cada localidad; habiendo además
reconocido que así se les contempla en la Palabra de Dios,
parecería que la cuestión está resuelta. Pero
aquí debemos hacer una pausa.
Es desde luego innegable que este estado de cosas que aparece en
la Palabra de Dios (y se trata de un hecho, no de una
teoría) ha dejado de existir, y la cuestión a resolver
no es otra que ésta: ¿Cómo debería el
cristiano juzgar y actuar cuando ha dejado de existir una
condición de cosas que la Palabra de Dios nos pone delante? Me
dirás que lo que el cristiano debe hacer es restaurarla. Pero
tu respuesta es una prueba del mal existente. Supone que tenemos
poder en nosotros mismos para ello. Yo más bien diría:
Escuchemos la Palabra y obedezcámosla, por cuanto es de
aplicación a este estado de decadencia. Tu respuesta presupone
dos cosas: primero, que está de acuerdo con la voluntad de
Dios restablecer la economía o dispensación a su estado
original después que ha fracasado; segundo, que
tú a la vez posees la capacidad y autorización
para restaurarla. ¿Tiene esto una base escrituraria?
Supongamos un caso: Dios hizo al hombre recto — Dios dio Su ley
al hombre. Todos los cristianos admitirán que el pecado es un
mal, y que es nuestro deber no cometer pecado. Supongamos que alguien
convencido de esta verdad emprende cumplir la ley y ser recto, para
agradar a Dios de esta manera. En el acto me dirás:
está actuando en base de su propia justicia y confía en
sus propias fuerzas, y no comprende la Palabra de Dios. Así,
volver del mal existente a aquello que Dios estableció al
principio no es siempre una prueba de que hemos comprendido Su
Palabra y voluntad. Sin embargo, juzgaremos con rectitud y verdad que
lo que Él estableció al principio era bueno y que nos
hemos apartado de ello.
Apliquemos esto a la iglesia. Todos reconocemos (porque es
sólo a los tales a los que escribo) que Dios estableció
iglesias. Confesamos que los cristianos (en una palabra, la iglesia
en general) se han apartado tristemente de esta institución
original de Dios, y que por ello somos culpables. La empresa de
restablecerla totalmente en su condición original es (o, en
todo caso, podría ser) un efecto de la operación de
aquel mismo espíritu que lleva a uno a querer establecer de
nuevo su propia justicia cuando la ha perdido.
Antes de poder acceder a tus pretensiones he de ver no sólo
que la iglesia era así al principio, sino también que
es conforme a la voluntad de Dios que sea restaurada a su primitiva
gloria, ahora que el pecado del hombre ha empañado aquella
gloria y se ha apartado de ella, y más aún, que una
unión voluntaria de «dos o tres» o de dos o tres
y veinte, o de varios de estos cuerpos, tenga derecho, en cualquier
localidad, a asumir el nombre de la iglesia de Dios, cuando la
iglesia era originalmente el conjunto de todos los creyentes
en cualquier localidad determinada. Además, me tendrás
que demostrar, si pretendes tal posición, que has tenido tal
éxito mediante el don y poder de Dios en reunir a los
creyentes, que puedes tratar con justicia a los que rehúsen
seguir a tu llamamiento como cismáticos, condenados a
sí mismos, y extraños a la iglesia de Dios.
Y permite
aquí que me extienda en una consideración de la mayor
importancia, que aquellos que están empeñados en hacer
iglesias han pasado por alto. Tenían sus pensamientos tan
dedicados a sus iglesias que casi han perdido de vista a la iglesia.
Según la Escritura, la suma total de las iglesias aquí
en la tierra3 constituye la iglesia, al menos la
iglesia sobre la tierra; y la iglesia en cualquier lugar determinado
no era otra cosa que la asociación regular de todos aquellos
que formasen parte del entero cuerpo de la iglesia, es decir, del
cuerpo completo de Cristo aquí en la tierra; y aquel
que no fuese miembro de la iglesia en el lugar donde viviese no era
miembro en absoluto de la iglesia de Cristo; y aquel que dice que no
soy un miembro de la iglesia de Dios en Rolle4 no
tiene derecho a reconocerme en absoluto como miembro de la iglesia de
Dios. No había idea de tales distinciones entre las
pequeñas iglesias de Dios en cualquier localidad determinada y
la iglesia como un todo. Cada uno era de alguna iglesia, si
existía una donde él estaba, y por tanto
pertenecía a la iglesia, pero nadie se imaginaba pertenecer a
la iglesia si estaba separado de la iglesia en el lugar donde
vivía. La práctica de establecer iglesias es la que ha
llevado a la separación de ambas cosas, y casi ha eliminado el
concepto de la iglesia de Dios, al establecer iglesias parciales y
voluntarias en diferentes lugares.5
Vuelvo al caso de la persona que ya hemos supuesto. Supongamos que
ha actuado su conciencia y que ha recibido vida por el
Espíritu de Dios. ¿Cuál será el efecto? En
primer lugar, reconocerá su estado de perdición a
consecuencia del pecado, y la ausencia de cualquier recurso en
ninguna inocencia o justicia propia. El siguiente resultado
será un sentimiento de total dependencia de Dios y el
sometimiento de corazón al juicio de Dios sobre un tal estado.
Apliquemos esto a la iglesia y a la dispensación como un todo.
Mientras los hombres dormían, el enemigo ha sembrado
cizaña. La iglesia está en estado de ruina, sumergida y
enterrada en el mundo —invisible, si se quiere decir
así, a pesar de que debería estar manteniendo, como un
candelero, la luz de Dios. Si el cuerpo profesante no está en
un estado de ruina, entonces pregunto a nuestros hermanos disidentes:
¿Por qué la habéis dejado? Si lo está,
entonces confesemos esta ruina —esta apostasía— este
apartamiento de su condición primitiva. ¡Ay! La realidad
es demasiado evidente. Abraham puede estar recibiendo siervos,
criadas, vacas, camellos, asnas, ovejas, pero su esposa
está en casa de Faraón.
¿Cómo, pues, obrará ahora el Espíritu?
¿Cuál será la actuación de la fe de esta
persona? La de reconocer la ruina; la de tenerla presente ante su
conciencia y, en consecuencia, humillarse. ¿Y pretenderemos
nosotros, que somos culpables de este estado de cosas, que
sólo tenemos que poner manos a la obra y remediarlo? No. Este
intento demostraría que no estamos humillados por ello.
Más bien, busquemos con humildad lo que Dios nos dice en Su
Palabra para este estado de cosas. Y no actuemos como unos
niños sin conocimiento que han roto un vaso de gran precio,
tratando de juntar los trozos rotos y pegarlos con la esperanza de
esconder el estropicio de la vista de los demás.
Insto con este argumento a los que están tratando de
organizar iglesias. Si existen iglesias verdaderas, estas personas no
están llamadas a crearlas. Si, como dicen ellos,
existían al principio pero han dejado de existir, en este caso
esta dispensación está en ruinas y en una
condición de total apartamiento de su condición
original. Y en consecuencia, emprenden la tarea de volver a
establecerla. Y es este intento el que han de justificar. En caso
contrario, no hay nada que lo justifique. Se objetará que la
iglesia no puede fracasar, y que Dios ha dado a la iglesia una
promesa de que las puertas del infierno no prevalecerán contra
ella. Esto lo reconozco, si entendemos por ello que la
salvación de los escogidos es segura, que la gloria de la
iglesia en la resurrección triunfará sobre
Satanás y que Dios asegurará el mantenimiento de la
confesión de Jesús sobre la tierra hasta que la iglesia
sea quitada. Pero no es de esto de lo que se trata. La
salvación de los escogidos era cierta antes que hubiese una
iglesia congregada. Por otra parte, si con lo anterior se quiere
afirmar que la actual dispensación no puede fracasar, entonces
se está proponiendo un error grave y pernicioso. Si fuese esto
verdad, ¿por qué os habéis separado del estado en
que se encontraba? Si sigue subsistiendo en su condición
original la economía o dispensación de Dios respecto a
la congregación de la iglesia en la tierra, ¿cómo
es que estáis haciendo nuevas iglesias? Éste es un
punto en el que sólo el Papado es consecuente.
Pero, ¿qué dice la Palabra? Que la apostasía ha
de introducirse antes del juicio; que en los últimos
días vendrán tiempos peligrosos; que habrá
apariencia de piedad, pero sin eficacia. Y añade: «A
estos evita.» Y el pensamiento de que la dispensación
de la iglesia no puede caer es tratado en Romanos 11 como una
presunción fatal y que lleva a la Iglesia Gentil a su ruina.
El Espíritu Santo pasa veredicto sobre los que tienen este
pensamiento de que son sabios delante sus propios ojos, y nos
enseña al contrario, que Dios actuará para con la
actual dispensación como lo ha hecho con las anteriores; que
si continuaba en la bondad de Dios, seguiría en esta bondad;
en caso contrario, la dispensación sería cortada. De
esta forma, la Palabra nos revela el cortamiento y no la
restauración de la dispensación, en caso de que no se
mantuviese fiel. Y dedicarse a rehacer la iglesia y las iglesias en
la condición en que estaban al principio es reconocer el hecho
del fracaso existente sin someternos al testimonio de Dios, respecto
a Sus propósitos tocantes a tal estado de ruina. Es actuar en
base de nuestros propios pensamientos y confiar en nuestro propio
poder, para llevar a cabo nuestro proyecto. ¿Y cuál ha
sido el resultado?
La cuestión que tenemos ante nosotros no es si estas
iglesias existían en el período en que fue escrita la
Palabra de Dios. Es si aquellos que se arrogan el oficio
apostólico de restablecer las iglesias en su condición
original, y con ello de restablecer toda la dispensación,
están actuando en conformidad con la voluntad divina, y si han
sido dotados de poder para emprender tal tarea, después que
aquellas iglesias han dejado de existir por causa del pecado del
hombre y después que los creyentes han sido dispersados (y
estos son hechos cuya realidad se admite). Se trata de dos cosas
totalmente diferentes. No puedo creer que nadie, ni la persona
más llena de celo entre ellas, que, con un deseo cuya
sinceridad reconozco plenamente, han intentado volver a establecer la
dispensación caída (y David también era sincero
en su deseo de edificar el templo, aunque no era la voluntad de Dios
que lo hiciera), estén en la condición de poderlo
hacer, o que tengan el derecho de imponer sobre mi fe, como iglesias
de Dios, las pequeñas estructuras que han levantado. Con todo,
está bien lejos de mí creer que no ha habido iglesias
en el tiempo pasado, cuando Dios envió a Sus apóstoles
a establecerlas. Y en mi opinión, el que no puede discernir la
diferencia entre el estado en el que estaba la iglesia en aquellos
tiempos y su actual condición, no tiene un criterio muy claro
en las cosas de Dios.
Se dirá que siguen permaneciendo en la iglesia la Palabra y
el Espíritu. Y es una magna verdad. Bendito sea Dios por esto.
Ésta es toda la base de mi confianza. Lo que la iglesia
necesita es aprender a apoyarse en esto. Es por eso que estoy
indagando qué es lo que dicen la Palabra y el Espíritu
acerca del estado de la iglesia caída, en lugar de arrogarme
una competencia para llevar a cabo aquello que el Espíritu ha
referido acerca de la primera condición de la iglesia. De lo
que me quejo es de que se hayan seguido pensamientos humanos, y de
que se haya imitado aquello que el Espíritu ha registrado de
lo que existió en la iglesia primitiva, en lugar de buscar
aquello que la palabra y el Espíritu han declarado acerca de
nuestra actual condición. La misma palabra y el mismo
Espíritu que habló por Isaías diciendo a los
moradores de Jerusalén que estuviesen quedos y que Dios los
preservaría de los asirios, dijo por boca de Jeremías
que el que saliese y se entregase a los caldeos salvaría la
vida. La fe y la obediencia en el primer caso era nada menos que
presunción y desobediencia en el otro caso. Algunos
dirán que esto tiene la tendencia de causar confusión
en las mentes sencillas. La obediencia a la Palabra con una mente
humilde nunca conduce a la confusión. Quiero añadir que
aquellos que están dedicados a restaurar toda la iglesia
deberían estar bien instruidos en la Palabra y abstenerse de
hacer nada bajo el pretexto de la simplicidad. La humildad que siente
de manera genuina la verdadera condición de la iglesia nos
preserva de pretensiones que nos llevan a actividades no autorizadas
por la Palabra. La realidad es que las Escrituras, incluso las que
han sido ya citadas, demuestran que la condición de la
dispensación al llegar a su fin será justamente la
inversa de la que era al comenzar. Y el texto citado de Romanos
(11:22) es decisivo acerca de este punto, de que Dios cortaría
la dispensación en lugar de restaurarla, si no continuaba en
la bondad de Dios.
El pasaje: «Mi Espíritu estará en medio de
vosotros, no temáis», contiene un principio sumamente
seguro y de gran valor. La presencia del Espíritu Santo es la
clave de todas nuestras esperanzas. Pero esta alentadora
profecía de Hageo no condujo a Nehemías, que era fiel a
Dios, a dedicarse, cuando Israel volvió del cautiverio, a
llevar a cabo la tarea que había sido asignada a
Moisés, quien había sido fiel en toda su casa al
comienzo de la dispensación. No, sino que confiesa, de la
manera más llana y triste la caída condición de
Israel, y que estaban «en gran aflicción». Le
vemos llevando a cabo lo que le autorizaba la Palabra, en las
circunstancias en las que él se encontraba; pero nunca
emprendió hacer un arca del pacto, como la había hecho
Moisés y debido a que Moisés la había hecho —ni
a imitar de alguna manera la Shekiná, que sólo Dios
podía hacer, ni el Urim y el Tumim, ni poner en orden las
genealogías mientras ni hubiese Urim y Tumim. Pero se nos dice
en la Palabra que él tuvo bendición como no la
había habido «desde los días de
Josué», porque fue fiel a Dios en las circunstancias en
las que se encontraba, sin pretender hacer nuevamente lo que
Moisés había hecho y había quedado destruido por
el pecado de Israel. Si hubiese emprendido tal cosa, se habría
tratado de un acto de presunción, no de obediencia. En tales
circunstancias, nuestro deber es la obediencia, no la
imitación de los apóstoles. Claro, es mucho más
mortificante; pero al menos es más humilde y seguro. Y esto es
todo lo que yo pido o deseo, que la iglesia sea más humilde.
No es obediencia quedarse satisfecho con los males actuales, como si
no pudiésemos hacer nada; pero tampoco es obediencia imitar
las acciones de los apóstoles. La conciencia de la presencia
del Espíritu Santo nos libera a la vez del mal pensamiento de
sentirnos obligados a permanecer en aquello que es malo, y de la
pretensión de hacer más de lo que el Espíritu
Santo está haciendo a la vez — o de considerar que cualquiera
de estos dos estados sea conforme al orden divino.
Quizá alguien me pregunte: —¿Es que tenemos que
cruzarnos de brazos y quedarnos pasivos hasta que tengamos
apóstoles? No, no se trata de esto en absoluto. Sólo
que dudo de que sea la voluntad de Dios que hagas lo que hicieron los
apóstoles. Y añado que Dios ha dejado suficientes
instrucciones a los cristianos fieles para el estado de cosas en el
que se encuentra la iglesia ahora. Seguir estas instrucciones es
obedecer más fielmente que si nos dedicamos a imitar a los
apóstoles; y el Espíritu de Dios está siempre
con nosotros para fortalecernos en este camino de verdadera
obediencia.
El
Espíritu de Dios, previendo todo lo que sucedería
en la iglesia, nos ha dado advertencias en la Palabra, y al mismo
tiempo la ayuda necesaria. Si Él nos dice que en los
últimos tiempos vendrán días peligrosos, y si
nos describe a los hombres de aquel tiempo, añade: «a
estos evita». Si dice: «No os juntéis en yugo
desigual con los infieles» (2 Co 6:14), y ciertamente esta
advertencia vale para todas las edades; si dice que somos todos
«un cuerpo», y que por ello participamos de un pan; y
si sin embargo yo no veo tal unión de los santos, él me
dice al mismo tiempo que donde hay dos o tres reunidos al nombre del
Señor Jesús, Él está en medio de ellos.
Pero Sus instrucciones son aún más precisas que esto.
Tengo para mi consolación en todo tiempo que el Señor
conoce a los Suyos, pero para mi propia instrucción tengo que
aquel que invoca el nombre de Cristo ha de apartarse de iniquidad.
Allí donde la encuentre establecida, tengo que apartarme de
ella. Pero hay más: aprendo que en una casa grande, como la
que ha llegado a ser la iglesia profesante, hay vasos para deshonra,
y que si alguien se limpia de estos, vendrá a ser un vaso de
honra, útil para los usos del Señor. Y se exhorta al
hombre de Dios a que siga la justicia, la fe, el amor y la paz con
los que invocan al Señor de puro corazón.
Los que se han estado esforzando por formar iglesias, con toda su
buena intención, parecen haber olvidado nuestra necesidad de
poder, así como de instrucción. Cuando se
nos dice que las instrucciones dadas a las iglesias son para todo
tiempo y lugar, me aventuro a preguntar si son para tiempos y lugares
en los que no existan iglesias. Y de nuevo volvemos a la
indagación: Si la dispensación está en ruinas,
¿quién debe establecer iglesias? Una vez más, yo
preguntaría: Las instrucciones del apóstol respecto al
uso de las lenguas, ¿es para nuestros tiempos? Desde luego,
si es que tenemos el don; pero esta condición es
ciertamente una modificación de lo más importante a
esta norma, y el mismo punto de inflexión en la
discusión que tenemos entre ambas posturas.
Los que se adhieren con tanto afecto a la práctica de
formar y organizar iglesias citan las epístolas a Timoteo y a
Tito con la más firme confianza, como sirviendo de guía
a la iglesia en todas las edades, cuando la realidad es que no fueron
dirigidas a ninguna iglesias. Se puede observar que las citas de la
Palabra de Dios en los temas de mayor peso para los que están
dedicados a establecer iglesias, como la elección de ancianos,
diáconos, etc., sólo se pueden derivar de estas
epístolas —y lo más destacable es que aquellos
compañeros del apóstol que gozaban de su confianza
fueron dejados en las iglesias, o enviados a ellas cuando ya
existían, para seleccionar a los dichos ancianos cuando el
apóstol no lo había hecho por sí mismo —lo que
es una prueba evidente de que el apóstol no podía
conferir a las iglesias la capacidad de escoger a sus ancianos,
incluso cuando las iglesias que él mismo había formado
todavía existían. A pesar de todo esto, vemos que todo
esto se presenta como instrucciones a las iglesias en tiempos
posteriores. La designación oficial es una arrogación
de autoridad apostólica contraria al orden y a los principios
en base de los que tenía lugar entonces. Sin embargo, los
santos no quedan sin recursos cuando Dios obra en gracia. Los
pastores, maestros y evangelistas son dones que tienen su lugar en la
unidad del cuerpo, y tienen su justo ejercicio siempre que Dios los
da en gracia; y en 1 Corintios 16:15, 16 encuentro que el
Espíritu Santo dirige a la obediencia a todos aquellos que de
corazón devoto se han dado a una verdadera obra en el
Señor. También 1 Tesalonicenses 5:12 y Hebreos 13:17
enseñan esta misma piadosa sumisión a los que hacen la
obra, y de esta manera toman el papel de guías en la obra del
Señor.
Entonces, ¿qué propósito me lleva a escribir
estas páginas? ¿El de que los cristianos no hagan nada?
¡De ninguna manera! He escrito con el deseo de que haya menos
presunción y más modestia en lo que emprendamos; y que
lleguemos a ser tanto más conscientes de la situación
de ruina a la que hemos reducido a la Iglesia.
Si me dices: «Me he separado del mal que mi conciencia
rechaza, que se enfrenta con la Palabra» —muy bien. Si
insistes en que la Palabra de Dios demanda que los santos sean uno y
unidos; que nos dice que donde hay dos o tres reunidos, Jesús
está en medio de ellos, y que por ello os «reunís», de nuevo digo que muy bien. Pero si
seguís diciendo que habéis organizado una iglesia, o
que os habéis combinado con otros para ello; que habéis
escogido a un presidente o pastor, y que habiendo hecho esto, ahora
sois una iglesia, o la Iglesia de Dios en el lugar donde
estáis —os pregunto—: Amigos míos, ¿quién
os ha comisionado para ello? Incluso en base de vuestro principio de
la imitación (aunque imitar poder es algo absurdo: y el reino
de Dios es «con poder»), ¿dónde encuentras
todo esto en la Palabra? En ella no veo ni rastro de que las iglesias
eligiesen presidentes o pastores. Me dirás que ha de ser
así para mantener el orden. Mi respuesta es que no puedo
abandonar el terreno de la Palabra —«El que conmigo no
recoge, desparrama.» Decir que se actúa así por
necesidad es razonar de forma meramente humana. Tu orden, constituido
por la voluntad humana, pronto será visto como desorden a la
vista de Dios. Si hay tan solo dos o tres que se reúnen al
nombre de Jesús, Él estará allí. Si Dios
suscita pastores entre vosotros, u os los envía, muy bien, es
una bendición. Pero desde el día en que el
Espíritu Santo constituyó la iglesia, no tenemos
registro alguno en la Palabra de que la iglesia los haya escogido.
Entonces surge la pregunta: ¿Qué debemos hacer? Pues
debemos hacer lo que siempre hace la fe — reconocer nuestra
debilidad y tomar el puesto de dependencia de Dios. En todas las
edades, Dios es suficiente para Su iglesia. Es de la mayor
importancia que nuestra fe se aferre a la verdad, que sea cual sea la
ruina de la iglesia en la tierra, encontramos siempre en Cristo toda
la gracia, fidelidad y poder necesarios para las circunstancias en
las que la iglesia se encuentre. Él nunca falla. Si sois tan
sólo «dos o tres» que tenéis fe para
ello, reuníos. Descubriréis que Cristo está con
vosotros. Invocadle. Él puede suscitar todo lo necesario para
la bendición de los santos, y no dudéis que lo
hará. No nos aseguraremos la bendición por medio de una
pretensión nuestra de ser algo cuando nada somos. ¿En
cuántos lugares no se ha estorbado la bendición de los
santos por esta elección de presidentes y pastores? ¿En
cuántos lugares no se habrían podido reunir los santos
con gozo en la fuerza de esta promesa hecha por Cristo a los «dos o tres», si no se hubiesen sentido atemorizados
por esta pretendida necesidad de organización y por
acusaciones de desorden (como si el hombre fuese más sabio que
Dios), y si sus temores al desorden no les hubiesen persuadido a
continuar un estado de cosas que ellos mismos confiesan que
está mal? Tampoco sirve la constitución de estos
cuerpos organizados para refrenar el dominio por parte de una sola
persona ni la lucha entre varias. Más bien tiende a producir
ambas cosas.
Lo que la iglesia necesita de manera especial es un profundo
sentir de su ruina y necesidad, un sentir que se vuelva a Dios para
refugiarse en Él —con confesión, y que se
separe de todo mal conocido— que reconozca la autoridad de Cristo
como Aquel que gobierna como Hijo sobre Su casa, y al Espíritu
de Dios como el único poder en la iglesia; y que con ello
recibe a cada uno a quien Él envía, según el don
que el tal haya recibido, y ello con acción de gracias a Aquel
que por este don constituye a tal hermano como siervo de todos bajo
la autoridad de la gran Cabeza, del gran Pastor de las ovejas. Tanto
la pretensión de que el mundo sea la iglesia como la de
restaurarla son dos cosas igualmente condenadas y no autorizadas por
la Palabra.
Si me preguntas, ¿qué hemos de hacer entonces?, te
responderé: ¿Por qué estás siempre pensando
en hacer algo? La posición, humilde, cierto, pero
bendecida plenamente por Dios, es confesar el pecado que nos ha
traído a donde estamos, humillarnos bajo el Señor, y
separarnos de toda iniquidad conocida, descansando en Aquel que es
poderoso para hacer todo lo necesario para nuestra bendición,
sin arrogarnos el hacer más, por nosotros mismos, que lo que
la Palabra nos autoriza.
Un punto de la máxima importancia, y que aquellos que
desean organizar iglesias parecen haber perdido totalmente de vista,
es que existe el poder, y que sólo el Espíritu Santo
tiene poder para reunir y edificar la iglesia. Ellos parecen
creer que tan pronto tienen unos ciertos pasajes de la Escritura, no
tienen más que hacer que actuar en base de ellos; pero por
debajo de la cubierta de la fidelidad se agazapa en esto un error
capital: que se deja a un lado la presencia y el poder del
Espíritu Santo. Sólo podemos actuar en base de la
Palabra de Dios por el poder de Dios. Pero la constitución de
la iglesia fue un efecto directo del poder del Espíritu
Santo. Nos engañamos a nosotros mismos de una manera muy
extraña si dejamos a un lado este poder, y mantenemos con todo
la pretensión de imitar a la iglesia primitiva en lo que
emanaba de aquel poder. Debo precisar que allá donde se trata
de un acto directo de obediencia, el cristiano no debe esperar a
tener poder: la gracia constante de Cristo es su poder para obedecer
a la Palabra. En lo que precede me he estado refiriendo al poder para
llevar a cabo una obra divina en la Iglesia.
Sé que aquellos que consideran que estas pequeñas
organizaciones son iglesias de Dios no ven más que meras
reuniones humanas en toda otra reunión de hijos de Dios. Hay
una respuesta muy sencilla en lo que a esto atañe. Estos
hermanos no tienen promesa alguna que les autorice a establecer de
nuevo las iglesias de Dios cuando las tales han caído,
mientras que sí hay una promesa positiva de que allí
donde hay dos o tres congregados al nombre de Jesús,
Él está en medio de ellos. De modo que no hay promesa
alguna en favor del sistema por el que los hombres organizan
iglesias, mientras que sí hay una promesa para este «reunirse congregados» que tantos hijos de Dios
menosprecian.
¿Y qué consecuencia vemos de las pretensiones de estos
cuerpos? Aquellos que comparan la pretensión con la realidad,
quedan desazonados y se sienten repelidos; por otra parte se
constituyen una multitud de ellos separados entre sí; y de
esta manera queda estorbado el objetivo deseado, que es la
unión de los hijos de Dios. Aquí y allí los
dones de uno u otro pastor pueden producir mucho efecto; o puede que
todos los cristianos puedan vivir en unidad y haber mucho gozo; pero
el resultado habría sido el mismo aunque no se hubiese dado la
pretensión de ser la iglesia de Dios.
Concluyo con unas pocas proposiciones:—
1. El objetivo deseado es la congregación de
todos los hijos de Dios.
2. Tan sólo el poder del Espíritu Santo puede llevar
esto a cabo.
3. Ningún grupo de creyentes tiene necesidad de esperar
hasta que este poder efectúe la unión de todos (siempre
y cuando actúen en el espíritu de unidad que, si se
llevase a cabo, uniría a todo el cuerpo de Cristo), porque
tienen la promesa de que allí donde hay dos o tres congregados
en nombre del Señor, Él está allí en
medio de ellos, y dos o tres pueden actuar en base de esta promesa.
4. En ninguna parte del Nuevo Testamento aparece la necesidad de
ninguna ordenación para la administración de la Cena, y
está claro que el propósito para el que se
reunían los cristianos el primer día de la semana (el
domingo) era para partir el pan (Hch 20:7; 1 Co 11:20, 23).
5. En el Nuevo Testamento se desconoce totalmente toda
comisión humana para predicar el evangelio.
6. Tampoco tiene justificación alguna en el Nuevo
Testamento la elección de presidentes ni de pastores. La
elección de un presidente es un mero acto humano, totalmente
sin autorización. Es una mera intervención de nuestra
voluntariedad en lo que concierne a la iglesia de Dios, y es una
acción repleta de malas consecuencias. La elección de
pastores es una usurpación de la autoridad del Espíritu
Santo, que distribuye los dones según Su voluntad. Gran
pérdida tiene aquel que no recibe provecho del don que Dios da
a otro. Allí donde se establecieron ancianos, ello fue bien
por acción de los apóstoles, bien por los enviados de
los apóstoles a las iglesias. Si la iglesia está en
ruinas, Dios es suficiente incluso para este estado de ruina; Dios
guiará y conducirá a Sus hijos, si andan en humildad y
obediencia, sin pretender una obra a la que Dios no los ha llamado.
7. Es evidentemente el deber de un creyente separarse de toda
acción que ve que no es conforme a la Palabra, aunque
soportando a aquel que en ignorancia actúe mal. Y su deber le
demanda esto, aunque su fidelidad le tenga que llevar a mantenerse en
solitario, y aunque, como Abraham, se vea obligado a salir sin saber
a donde va.
Mi propósito, en estas pocas páginas, no ha sido el
de manifestar ni la condición arruinada de la iglesia, ni
siquiera que la actual dispensación pueda volver a ser
establecida, sino más bien proponer una cuestión que es
generalmente mal entendida por los que acometen la tarea de organizar
iglesias. La ruina de esta dispensación ha sido brevemente
considerada en un tratado acerca de la apostasía de la
presente dispensación; pero por cuanto un hermano al que le
fueron leídas estas páginas pensaba que esta
cuestión de la ruina de la dispensación se suscitaba en
su mente y consideró bueno ofrecer alguna prueba para dar
satisfacción a los que tuviesen esta misma inquietud,
añado unos pocos párrafos.
1. La parábola de la cizaña en el campo
es la sentencia del Señor acerca de esta cuestión: Que
el mal introducido por Satanás en el campo donde se
había sembrado la buena semilla no se remediaría, sino
que proseguiría hasta la siega. Se debe tener en cuenta que
esta parábola no tiene nada que ver con la cuestión de
la disciplina entre los hijos de Dios, sino que se relaciona con el
tema de si hay algún remedio para el mal introducido por
Satanás en la dispensación como tal «mientras
dormían los hombres», y con la restauración de
la dispensación a su condición original. Esta
cuestión la decide el Señor de manera sumaria y
autoritativa en sentido negativo, porque nos dice Él
que a lo largo de la duración de la dispensación no se
aplicará remedio para el mal; que el acto de la siega, en
otras palabras el juicio, lo extirpará, y que hasta este
momento el mal continuará. Recordemos aquí que nuestra
separación del mal y nuestro goce de la presencia de Cristo
con los «dos o tres» es algo totalmente diferente de la
pretensión de establecer otra vez la dispensación,
ahora que ha entrado el mal. Lo primero es a la vez un deber y un
privilegio; lo segundo es el fruto del orgullo y de la negligencia
respecto a las instrucciones de la Palabra.
2. El capítulo 11 de Romanos, ya citado, nos dice de manera
expresa que la actual dispensación será tratada como la
que le precedió, y que si no continuaba en la bondad de Dios,
sería cortada — no restaurada.
3. El segundo capítulo de la segunda Epístola a los
Tesalonicenses nos enseña que el «misterio de la
iniquidad» estaba ya obrando; que cuando fuese quitado de en
medio un obstáculo que entonces existía, se
revelaría aquel «inicuo», y que el Señor
lo consumiría «con el espíritu de Su
boca» y que lo destruiría «con el resplandor de
Su venida». De este modo, el mal que se había
introducido ya en los días de los apóstoles
proseguiría y maduraría, hasta manifestarse y ser
consumido por la venida del Señor.
El tercer capítulo de la segunda Epístola a Timoteo
expone lo mismo, es decir, la ruina de la dispensación, y no
su restauración. Dice que en los postreros días «habrá tiempos peligrosos,» que los hombres
serán «amadores de sí mismos» (y el
espíritu añade, «a los tales evita», y
que «los malos hombres y los engañadores irán de
mal en peor, engañando y siendo engañados».
Judas nos muestra también que el mal que ya se había
infiltrado en la iglesia sería objeto del juicio a la venida
del Señor. (Comparar versículos 4 y 14). Y esta
terrible verdad queda confirmada por la analogía de todos los
caminos de Dios con los hombres, es decir, que el hombre ha
pervertido y corrompido lo que Dios le ha dado para su
bendición; y que Dios nunca ha reparado el mal, sino que ha
introducido algo mejor después de juzgar la iniquidad. Y esta
cosa mejor ha sido a su vez corrompida, hasta que al final se
introducirá la bendición eterna. Cuando la
dispensación fue una revelación positiva, como lo fue
el caso bajo la ley, Dios reunió a un débil remanente
de creyentes de entre los incrédulos, y los introdujo a
aquella nueva bendición que Él había establecido
en lugar de la que había quedado corrompida, transplantando el
residuo de los judíos dentro de la iglesia. En el pasaje de
Romanos 11, el Espíritu Santo nos instruye en el sentido de
que el Señor tratará la actual dispensación del
mismo modo.
Lo mismo vemos en el Apocalipsis. Tan pronto como llegan a su fin
«las cosas que son» (esto es, las siete iglesias), el
profeta es llevado al cielo, y todo lo que sigue tiene que ver no con
nada reconocido como una iglesia, sino con la providencia de Dios en
el mundo.
No he hecho más que citar unos pocos pasajes concretos;
pero cuanto más estudiemos la Palabra de Dios, tanto
más encontramos confirmada esta solemne verdad. En resumen:
hagamos todo lo que nos sea dado hacer; pero no pretendamos conseguir
objetivos que estén del todo más allá de lo que
el Señor nos ha dado hacer; y de esta manera no daremos paso a
las pretensiones y debilidades de la carne. La humildad de
corazón y de alma es la manera segura de no encontrarnos
luchando contra la verdad, porque Dios da gracia a los humildes. Que
siempre sea alabado Su nombre de gracia y misericordia.
Fuente: «On the Formation of
Churches», por J. N. Darby en The Collected Writings of J. N. Darby, ed. W. Kelly, vol. I, págs.
138-155.
Traducido del inglés por Santiago Escuain.
© Santiago Escuain 1974 por la
traducción.
Bibliografía
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REFERENCIAS
1 Recuérdese que este ensayo fue escrito
alrededor de 1840. Volver al texto
2 «Mas no ruego solamente por éstos,
sino también por los que han de creer en mí por la
palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre,
en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en
nosotros; para que el mundo crea que tú me
enviaste.» (Juan 17:21.) Volver al texto
3 O, mejor dicho, los cristianos de que
éstas se componen. La iglesia sobre la tierra no es un mero
agregado de iglesias locales, sino de todos los miembros. La
iglesia local, en el NT, no es más que la
representación de toda la iglesia en aquella localidad, debido
a la imposibilidad geográfica de que todos se puedan
reunir todos en un mismo lugar. Volver al
texto
4 El principal defensor de las iglesias
disidentes, un hombre excelente, estaba en este lugar.
Volver al texto
5 El lardonismo y otros grupos de carácter
análogo son los únicos que mantienen un curso coherente
a este respecto, y por ello están en un error absoluto. Por
una feliz inconsecuencia en los que están constituyendo
pequeñas iglesias de Dios en diversos lugares, ellos sin
embargo consideran a los creyentes que no forman parte de sus grupos
como perteneciendo en el sentido más pleno a la iglesia de
Dios. Volver al texto
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