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||||||||||   Apartado 2002 - 08200 SABADELL (Barcelona) ESPAÑA | SPAIN   ||||||||


F. W. Grant

El Reino del Rey ausente

(MATEO XIII)


Índice

   I. LOS «MISTERIOS DEL REINO»

  II. LA SIEMBRA DE LA SIMIENTE

 III. LA CIZAÑA ENTRE EL TRIGO

 IV. EL TIEMPO DE LA SIEGA

  V. EL PODER SECULAR Y «LA VOZ DE LA IGLESIA»

 VI. EL CONSEJO Y EL PROPÓSITO DIVINOS

VII. EL «EVANGELIO ETERNO»

NOTAS


I. LOS «MISTERIOS DEL REINO»

«¿Luego, eres tú rey?»
«Tú dices que yo soy rey»

Y sin embargo, mientras entre los cristianos no hay, ni puede haber, discusión en cuanto a esto, con respecto a la naturaleza y manera de este reino ha habido muy grande debate. Es con esto que debemos ocuparnos, antes de examinar los detalles de las parábolas que están ante nosotros en este capítulo 13 del evangelio de Mateo.

Ante todo, permitidme que os refiera a un versículo de Apocalipsis, la consideración del cual, creo que respondería a muchas de las cuestiones, pondría fin a mucha de la duda que tienen tantos con respecto a este asunto. Está en la promesa para el que venciere, en la carta a Laodicea. «Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono» (Ap 3:21).

Es el Señor Jesús quien habla, como bien sabemos; y Él habla claramente de los tronos donde se sienta. En el uno ya está sentado, la autoridad que de éste le pertenece ya la ejerce. En el otro, parece dar a entender que no se sienta todavía, y enseguida veremos que ésta es la verdad actual; es un trono que Él aguarda, no ocupado aún.

El uno es el trono de su Padre, el asiento de la omnipotencia y autoridad Divinas, y aunque como hombre, y como el que ha vencido en el poderoso conflicto en que ha estado ocupado, Él está sentado allí. Sin embargo, solamente como Uno que es un ser Divino pudo hacerlo así. Ninguna criatura podía ocupar o participar del trono de Dios mismo.

Mas hay otro trono que Él puede compartir con otros. A éste llama Él aquí «MI TRONO», un trono que ocupa como hombre, distinto al trono de Dios. En este sentido habla el Salmo ocho, citado y explicado en Hebreos 2: «Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero, acerca del cual estamos hablando; pero alguien testificó en cierto lugar, diciendo: ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, o el hijo del hombre, para que le visites? Le hiciste un poco menor que los ángeles, le coronaste de gloria y de honra, y le pusiste sobre las obras de tus manos; todo lo sujetaste bajo sus pies». Éste es pues, inequívocamente, hombre, según testifica el apóstol, puesto sobre el mundo que está por venir. ¿Y en quién tiene este maravilloso lenguaje su cumplimiento? Pues, según él lo explica más adelante, en el Señor Jesús, al ocupar ese trono que Él espera: «Pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas. Pero vemos a Aquél que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y honra, a causa del padecimiento de la muerte». Él es a quien se refiere todo esto. Él está coronado de gloria y de honra, y sentado en el trono de su Padre. Es decir, como hombre, no tiene puestas todas las cosas bajo Él, mas eso será en el mundo venidero.

En este sentido, la Escritura es abundantemente clara y precisa, y es en todas partes consistente: Que Cristo es ahora un Rey, que tiene actualmente un reino, que lo sostiene donde quiera; pero ese reino al cual estamos trasladados es el «reino de su amado Hijo» (Col 1:13), mientras que Aquel que será establecido sobre la tierra en los días venideros, uniformemente es llamado el «reino del Hijo del hombre», una referencia clara a la visión de Dn 7:13-14 y a la del Salmo ocho, anteriormente citado.

El término usado en este capítulo 13 de Mateo, «El reino de los cielos», es también tomado del libro de Daniel (5:26), y allí se aplica al gobierno que Dios ejerce sobre la tierra en todo tiempo. No obstante, no es de ese constante gobierno ejercido siempre por el Altísimo sobre los negocios de los hombres del que se habla aquí en Mateo, sino de un reino celestial en las manos de Cristo como rey. Así lo proclamó Juan el Bautista como que «se acerca» un reino por venir, mas no venido. De igual modo, también fue proclamado más tarde por el Señor Jesús. No fue sino hasta después de terminada su obra, y que resucitó de la muerte, que Él asumió abiertamente el poder de él (el reino), cuando dijo: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra» (Mt 28:18). Él había vencido, por lo cual se había sentado en el trono del reino.

El reino de los cielos abarca ambos reinos ya mencionados: Ese que el Señor Jesús se sienta como rey en el trono de su Padre, y aquel que está por venir, en el cual ocupará el trono como el Hijo del hombre, y lo compartirá con los vencedores del tiempo presente. Haciendo otra aplicación bíblica de estas cosas, vemos que ella incluye también ambos, «el reino y paciencia de Jesucristo (Ap 1:9), y también su reino y gloria (1 Ts 2:12)». En el primer caso el rey está ausente de nosotros, y sufrimos. En el otro, aquellos que han sufrido reinarán con Él (2 Ti 2:12).

Esto nos guiará a la expresión: «LOS MISTERIOS DEL REINO DE LOS CIELOS». Las parábolas de Mateo 13, dadas por nuestro Señor, tratan de estos misterios. Y lo que eso significa nos es explicado inmediatamente por el evangelista, donde dice: «Todo esto habló Jesús por parábolas a la gente, y sin parábolas no les hablaba; para que se cumpliese lo dicho por el profeta, cuando dijo: Abriré en parábolas mi boca; Declararé cosas escondidas desde la fundación del mundo» (Mt 13: 34-35). Estas cosas escondidas hasta entonces, manifestadas en estas parábolas, son, por consiguiente, los misterios del reino de los cielos.

No quería decir que el reino en sí mismo fuese un misterio. No había sido escondido que Cristo reinaría. Todos los profetas habían dado testimonio de eso. Mas si habían hablado de ello, no fue, sin embargo, sino de una parte de él que ellos habían hablado. Fue del reino y de la gloria solamente, y no del reino y de la paciencia. Fue del reino triunfante y manifestado, no de aquel de un Rey ausente, donde los verdaderos súbditos sufrieron, y los más verdaderos sufrieron más. En una palabra, fue del reino del futuro (milenio) del cual ellos hablaron, y no del presente.

En ese reino del futuro, el reino del Hijo del hombre, han de ser cumplidas todas las esperanzas y promesas de Israel. Y cuando, bajo el cetro de paz de Aquel que tiene derecho a él, sean congregadas todas las naciones en el nombre del Señor, será en Jerusalén donde se congregarán. «En aquel tiempo llamarán a Jerusalén: Trono de Jehová, y todas las naciones vendrán a ella en el nombre de Jehová en Jerusalén; ni andarán más tras la dureza de su malvado corazón. En aquellos tiempos irán de la casa de Judá a la casa de Israel, y vendrán juntamente de la tierra del norte a la tierra que hice heredar a vuestros padres» (Jer 3:17-18).

Palabras que apenas pudieran ser más claras y decisivas. ¿Han sido ellas cumplidas en alguna época o período del pasado? No, seguramente. Ellas aguardan su cumplimiento en el futuro. Pues mientras tanto, y durante la completa proclamación del Evangelio, «En cuanto al Evangelio, son enemigos» (Ro 11:28). Tal es, pues, la porción de todo Israel, hasta que la actual siembra de la simiente del Evangelio se concluya, y el tiempo de la siega, que es de la que habla la segunda parábola en Mt 13, tenga que venir.

El principio del evangelio de Mateo nos da la razón de la condición de Israel en el tiempo presente. El capítulo segundo en el cual los gentiles anuncian el rey de los judíos en Jerusalén, y toda Jerusalén se turba con las nuevas, está lleno de significado. Después, en el capítulo tercero, el Bautista proclama la aproximación del reino, e invita al pueblo a preparar el camino del Señor, ya listo para aparecer entre ellos. Viene Él, y recibe el testimonio como el Hijo de Dios; declara el carácter de aquellos bienaventurados a quienes el reino pertenece (Caps. 5-7); y finalmente se manifiesta Él mismo como Aquel en quien habita todo el poder necesario para traer la plena bendición para el hombre el completo libramiento de todo aquello que lo agobia y oprime. La enfermedad es ahuyentada con un tocamiento o una palabra; los diablos son arrojados fuera; las olas y los vientos sujetados; allí está Él para salir al encuentro al pecado mismo, causa de todas las tristezas por doquier el Hijo del hombre tiene poder para perdonar pecados. Allí está el Rey, el Rey venido de Dios, presente conforme a la promesa y a la profecía de siglos pasados. El reino de los cielos indudablemente está cerca.

Y el hombre pobre criado y cautivo de Satanás ligado con la cadena de sus propios pecados en las manos de Satanás, ¿cómo dará la bienvenida a la liberación? ¿con qué alegría y gratitud de corazón saludará al Libertador? ¡Ay!, demasiado bien sabemos cómo lo hizo. Y de este modo, juntamente con este desarrollo de poder y gracia sin iguales, estos dos capítulos (Mt. 8 y 9) nos ofrecen la repulsión que hizo el hombre del Príncipe y Salvador nombrado por Dios. Mientras más se despliega la gloria de su persona, más enfática es esa repulsión. «Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza» (Lc 9:58). Las gentes le ruegan que se retire de sus costas. Y cuando les da la prueba manifiesta de ser Él el que necesitan, el que podría ministrar la única ayuda efectiva, perdonando el pecado mismo, dicen en sus corazones: «Éste blasfema» (Mt 9:3).

El principio del fin ha llegado al allí. Desde entonces, aunque ni su amor fue detenido ni contradicho su propósito, la senda del hijo del hombre—

Sin terrenal sonrisa consolada,
Es su senda tan solo a la cruz guiada.

A despecho de todo, Él será misericordioso; llamará al publicano para que le siga, y se sentará abiertamente con publicanos y pecadores. Y si el nuevo vino no queda bien en los viejos odres del judaísmo, Él debe tener otros odres.

En el capítulo 10 se da formal llamamiento a la nación para prepararse para el reino cercano. Israel es convocado; no los samaritanos ni los gentiles. Mas Él previene a sus mensajeros, como quien todo lo prevé, de lo que podían esperar de las manos de los hombres. Pues los envía como a corderos en medio de lobos; y el Príncipe de paz había traído espada. Esa era la porción que les correspondía como sus seguidores, porque el discípulo no es más que su Maestro, ni el siervo más que su Señor. Y el Jefe de la casa ya había sido llamado Beelzebub.

Y ahora los hijos de reino tienen que ser echados fuera. En los capítulos 11 y 12, tenemos la repulsión del pueblo por su incredulidad. El Bautista había venido en el camino de justicia y los había llamado al arrepentimiento. El mismo Jesús había venido en el camino de la gracia, con nuevas de gozo y de libertad. Ellos no lamentaron cuando el uno endechó (el Bautista), ni entraron al gozo y alegría del otro (Jesús). Los publicanos y pecadores, los pobres y despreciados del pueblo, habían dado solamente la bienvenida ya a uno, ya al otro.

De esta manera los más altos privilegios se tornan para ellos en su más profunda condenación. Fue ¡ay! para Corazín, ¡ay! para Bethsaida; y Capernaum levantada hasta el cielo, hasta los infiernos sería abatida. Sería más tolerable el castigo en el día del juicio para Tiro y para Sidón que para ellas.

En el capítulo 12, Él continúa el mismo estilo de juicio, interrumpido sin duda de una manera característica, por la frecuente vuelta hacía la misericordia, la cual Él ama mucho más. Mas ellos no tendrían ahora ninguna señal sino la señal de Jonás el profeta, porque el Hijo del hombre debía morir. Pero mientras Nínive se arrepintió a la predicación de Jonás, ellos no lo hacían a la de uno más grande que éste. Y sería con ellos, de quienes el antiguo espíritu de idolatría había salido, semejante a una casa adornada y barrida, mas desocupada de habitantes, lista para que volviese el Diablo y tomase posesión de ella otra vez con más poder que antes. Así sería en aquella generación malvada.

Mientras Él estaba hablando aún a la multitud, tuvo lugar aquello que dio más significación a sus palabras preventivas. Su madre y sus hermanos estaban fuera procurando hablar con Él. Mas cuando uno de la muchedumbre le dio aviso, respondiendo Él, le dijo: «¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre» (Mt 12:48-50).

Palabras significativas que contiene el germen de mucho de lo que ha sido desarrollado desde entonces. El Cristianismo, haciendo abstracción de las distinciones nacionales del judaísmo, fue el primero en reunir efectivamente el mundo, esta hermandad de sus discípulos.

El poderoso cambio que amenazaba está, por tanto, predicho aquí. Él es el que, en cuanto a la carne, vino de Israel, desconociendo ese parentesco carnal. Solamente aquel que era espiritual había de ser reconocido.

De consiguiente el reino, si iba a ser establecido ahora, debía tomar otro aspecto de aquel que tomó a los ojos de los profetas de la antigüedad. Había misterios que revelar acerca de él: cosas escondidas desde la fundación del mundo; parábolas, sin duda para los judíos ciegos judicialmente, mas llenas de profundo significado y valor para aquellos de quienes Él pudo decir: «Pero bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen. Porque de cierto os digo, que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron» (Mt 13:16-17). Qué profundo interés debieran producirnos palabras como estas en la boca de Nuestro Señor, en estos descubrimientos de cosas por tanto tiempo ocultas—tan llenas de bendición en su designio para aquellos a quienes ha sido dado el privilegio de oírlas!

Estos misterios del reino son las cosas concernientes a él según se encuentra establecido en el tiempo actual, habiendo rechazado Israel a su Rey, siendo (por el presente) rechazados ellos mismos; la Palabra del Evangelio llevada por todas partes para sembrar nuevos campos fuera del aprisco judaico, el cual indudablemente está devastado, su cercado quitado y su muro derribado (Isaías 5:5). El campo es, pues, el mundo (Mt 13:38); la siembra de la simiente no está restringida por ningún límite de pueblo o de país. La Palabra es la Palabra del reino, y donde quiera que ella brote, está el reino. Mas el Rey está ausente. Cristo ha muerto, resucitado, e ido hacia Dios. El mundo no lo ha conocido; y los príncipes de él han crucificado al Señor de la gloria. Satanás, su príncipe (Jn 12:31; 14:30; 16:11) y dios (2 Co 4:4) demostrado, está todavía sobre todos. De modo que la Palabra del reino es sembrada en un terreno desfavorable, y brota bajo el ojo de enemigos vigilantes. No está puesto abiertamente el poder contra ellos (los enemigos), ya que ahora es el reino y la paciencia; todavía no es el reino y la gloria. De aquí la extraña y variada lucha del mal con el bien, hasta que el Hijo del hombre envíe a sus ángeles, y «recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad» (Mt 13:41). Con esto terminan los misterios del reino. Muchos profetas han hablado la historia de los días que sucederán entonces, cuando, al fin, Aquel cuyo es el derecho, tomará para sí su gran poder y reino.

 

II. LA SIEMBRA DE LA SIMIENTE Y SUS RESULTADOS

El Señor, pues, ha anunciado su muerte y su resurrección. Él debe ser el antitipo de Jonás: «en el corazón de la tierra tres días y tres noches» (Mt 12:40). Y en consecuencia, sigue la predicción de lo que ocurriría a aquella perversa generación que lo había rechazado (12:41-45); mientras la nueva comunión del Hijo del hombre, resucitado, sería con los hacedores de la voluntad de su Padre, y con estos solamente (12:46-50). Esto excluiría manifiestamente a la nación de Israel en su incredulidad, mientras incluiría a cualquiera y a todos los gentiles creyentes. El judaísmo, por consiguiente, con sus estrechas restricciones, había concluido.

Otra acción significativa del Señor, da introducción a estas parábolas del capítulo trece. Él sale de la casa para sentarse junto al mar. Compare cualquiera la figura de la mujer que está sentada junto a las aguas en Ap 17:1, y hallará el significado de esto. El ángel nos la interpreta en ese capítulo: «Las aguas que has visto donde la ramera se sienta, son pueblos, muchedumbres, naciones y lenguas» (Ap 17:15). De modo que aquí el Señor deja la casa, el lugar de comunión reconocida, para tomar el lugar, como en efecto fue, en el camino real del comercio del mundo, el cual es la mar. Y allí en la playa, empieza su parábola para la multitud, con: «He aquí, el sembrador salió a sembrar».

Todos nosotros estamos familiarizados con esta parábola en cierto sentido. Todos reconocemos en el Señor mismo a ese sembrador. Él se representa a sí mismo como uno que salió a sembrar la Palabra del reino, ya declarada en Israel por ambos, el Bautista y Él mismo, y rechazada por aquellos, para conseguir fruto con ella para sí en el campo de toda la extensión del mundo. Estamos frente a frente desde luego, con aquello que ha acontecido durante todo el tiempo de la historia del Cristianismo. Los resultados, según el Señor los da aquí, están ante nuestros ojos.

La simiente es la Palabra del reino, la declaración de la autoridad y poder del rechazado y crucificado Rey de los judíos. Resucitado de los muertos por la gloria del Padre, está sentado en el trono de Este; y toda la autoridad en el cielo y en la tierra le es dada a Él, quien está exaltado para ser al mismo tiempo Príncipe y Salvador. Esta es la simiente que Él siembra, pues la siembra es siempre suya, aunque pudiera usar a otros como sus instrumentos. La forma que el reino tiene por tanto, es una aun no establecida por el poder Omnipotente, al cual deben necesariamente rendirse y ceder todas las cosas; mas es una forma ofrecida, sin embargo, para que el hombre la acepte. La fe debe todavía preparar el camino del Señor, y, ¡ay!, no todos los hombres tienen fe. De aquí que hay un contraste manifiesto entre el reino presente de Cristo y el futuro milenario. Entonces una vara de hierro abatirá toda oposición. Aquí le es permitido ostentarse a sí misma (la simiente); y desde luego la veremos en sus tres formas del diablo, la carne y el mundo. Tres partes de la simiente resultarán infructuosas. Las gentes reciben la Palabra, y así vienen a ser súbditos, mas se engañan a sí mismos. De esta manera el mundo que nos rodea de los que profesan ser cristianos, está retratado en alguna de sus grandes apariencias.

La primera clase que nos es representada aquí, está figurada en el oyente de junto al camino. En Él está manifestado el poder del diablo. Es solemne aun leer de uno semejante, en el que la Palabra fue sembrada en su corazón. Eso no es conversión. No entiende siquiera, y su retrato es el de junto al camino: terreno duro, hollado, en el cual no penetra la simiente, sino que queda expuesta a las aves del cielo, tentando, por decirlo así, al tentador, para que sea arrebatada. Sin embargo, fue sembrada en el corazón. Pues donde quiera que la Palabra de Dios habla, lleva consigo su propia autoridad divina. El hombre interior del corazón es hecho sabedor de aquello que trae consigo su propia evidencia y derecho. No obstante, la luz del conocimiento está allí, en el alma que se aleja de la Palabra; pero se aleja porque el conocimiento es luz, y ama más bien las tinieblas, porque sus hechos son malos. ¿Puede ser extraño a esta convicción pasajera aquel que alguna vez ha escuchado la Palabra? Ni se sigue que la Palabra sea entendida en un sentido propio. Ella cae como luz, descubriendo los pensamientos e intentos del corazón; y aquel que la siente y se aleja de ella porque la siente, cae bajo el poder del diablo. La impresión causada pronto es removida. La simiente sembrada es arrebatado. El pobre crédulo de Satanás aprende tal vez aun a reírse de la convicción momentánea, y a congratularse de la sabiduría de su actual indiferencia.

En la siguiente clase de oyentes, el terreno pedregoso ilustra la oposición de la carne. Está representada aquí, no en lo peor de ella, sino en lo mejor. Este hombre «oye la Palabra, y al momento la recibe con gozo; pero no tiene raíz en sí». Aquí no está el rechazamiento de la Palabra por el hombre natural, sino la recepción que hace de ella; sin embargo, no hay fruto más verdadero que en el primer caso. La simiente ha crecido rápidamente, formándole una especie de capa natural caliente, el suelo pedregoso, de modo que brota violentamente, con abundantes promesas. Pero la misma cosa que favorece este pronto desarrollo, impide su permanencia. La simiente no puede enraizar en la roca, y el sol la marchita.

Es fácil ver lo que falta aquí, y que la descripción es la del corazón de piedra de la incredulidad, es decir, el corazón inconverso, rehusando la entrada a la Palabra, donde parecía ser bien recibida. Hay muchos casos semejantes donde el evangelio es aparentemente recibido desde luego, y con gozo, pero ese gozo inmediato es precisamente la señal de la obra superficial y vana en el fondo. En el tal nunca ha hecho huella la reja del arado de la convicción para que penetre la simiente. La obra es mental y de emoción, no en la conciencia. No ha habido arrepentimiento ni humillación hasta el polvo, con el conocimiento íntimo de una condición perdida, sin auxilio, arruinada, a la cual nada sino la sangre y la gracia de Cristo pueden hacerle frente. No ha habido desprendimiento de sí mismo —de la propia justicia y suficiencia, para entregarse a Él. Así pues, no hay raíz en el hombre mismo, Cristo no es su verdadera y grande necesidad. De consiguiente, «al venir la aflicción o la persecución por causa de la Palabra, luego tropieza». Esta es la religión de la carne, de sentimiento, de la imaginación; y su fin es este: carece del sello y de la señal de una obra verdaderamente divina —la permanencia; «Sino que es de corta duración».

 «He entendido que todo lo que Dios hace será perpetuo» (Ec 3:14).

Debiera amonestar a cada obrero que sale con esta preciosa simiente de la Palabra de Dios, la lección que nuestro Señor enseña aquí es que tal brotamiento apresurado de la Palabra que lleva, no debe cautivarle, ni debe regocijarse en ello, sino al contrario. Es dar un paso fácil al gozo y a la paz, sin ninguna convicción profunda, sin haber tomado verdaderamente el lugar de un pecador perdido delante de Dios. No son estas las experiencias que deben predicarse, o en las que las almas deben confiar para la paz. Cristo solamente es ese, con toda seguridad. En cambio, debiéramos ser amonestados, que si Cristo «vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» —y eso es Evangelio, buenas nuevas— los hombres deben saber que están perdidos, antes de que entiendan realmente, o reciban para salvación, este mensaje evangélico. Esta es la verdad de la Escritura y la necesidad de arrepentimiento; y este es su lugar: «arrepentíos y creed en el evangelio».

Ahora venimos a la tercera clase de estos oyentes: «el que fue sembrado entre espinos». El Señor mismo interpreta lo que se representa aquí como la oposición del mundo: «el afán de este siglo y el engaño de la riquezas ahogan la Palabra, y se hace infructuosa». Es una prevención más solemne, quizá, que cualquiera de las otras. Porque aquí, la Palabra parece alcanzar más profunda raíz y no es el asalto violento de la persecución lo que destruye esta fe, sino, en una u otra forma, la influencia pacífica de las cosas que nos rodean a todos. Tal vez, nada más que las pruebas (en mayor o menor grado), como la ocupación con lo necesario y con las cosas legales, tienden a ser un afán que mina dentro de nosotros la vida de todo aquello que es de Dios. Todos nosotros sentimos la tendencia; ¿y quién no recuerda casos semejantes a este, de aquellos en que la simiente de la Palabra brotó aparentemente, y dónde, no por asalto repentino, o por la opresión de la tentación, sino justamente en el curso ordinario de la vida —quizá en compañía de la influencia no sospechosa de la llamada prosperidad, semejante a la simiente entre espinas— fue ahogada la promesa del fruto?

Mas en todos estos tres casos, debemos notar que como quiera que sea de favorable la apariencia, nunca hubo ningún fruto. Era fe que, no teniendo obras, fue muerta estando sola. No obró nada efectivo para Dios en las almas que la tuvieron. No efectuó ningún juicio del pecado ni quebrantamiento del corazón, ni vuelta hacia Dios, pues donde esto existe hay fruto, fe verdadera y vida eterna. Los tales nunca perecerán, ni nadie los arrebatará de la mano de aquel en quien han creído.

Solamente el de la cuarta clase se declara que «oye y entiende la Palabra». Este es el carácter de aquel en quien la simiente fue sembrada «en buena tierra». Esta comprensión de la Palabra es por tanto el gran punto aquí. Y lo que nos pone en condición de entender el Evangelio es exactamente el conocimiento de nosotros mismos. Nuestra culpabilidad, nuestra impotencia, nuestra absoluta necesidad en toda su realidad, comprendida por el alma, abre el camino para comprender la idoneidad y beatitud del mensaje del Evangelio. Si yo soy un pecador, y sin poder para conseguir salir de ese lugar por ningún esfuerzo propio, cuan grato y puro es el que Jesús murió por los pecadores, y que Dios por medio de Él «justifica al impío». Si yo no puedo hacer nada, ¡cómo brillan para mi alma aquellas palabras: «mas al que no obra, sino cree»! Yo entiendo eso. Eso me conviene; es digno de Dios. No hay buena tierra preparada para recibir la verdad del Evangelio, excepto aquella que ha sido abierta por la reja del arado de la convicción, no simplemente del pecado, sino del desamparo. «Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos» (Ro 5:6).

 

III. LA CIZAÑA ENTRE EL TRIGO

Siendo así, está claro que el reino en su forma presente no ha de ser universal. Se distingue ampliamente de lo que describen los profetas del Antiguo Testamento. Dejado a la espontánea acogida del hombre, y no impuesto por la mano del poder, es recibido por algunos, rechazado por muchos, y aun donde es exteriormente recibido, en muchos casos el resultado no es el fruto efectivo hacia Dios. En consecuencia hay hijos del reino que al fin, semejantes a aquellos de entre los de Israel, son arrojados afuera. Y no por que hay falta en la simiente o en el sembrador de ella, sino que la falta está enteramente en la naturaleza del suelo en que fue sembrada.

Mas esa no es toda la figura de ninguna manera. Debemos ver ahora, no simplemente el mal éxito de la buena simiente, sino el resultado de la introducción de la semilla de otro carácter, y sembrada por otra mano —la siembra positiva del enemigo mismo y no solamente su oposición a lo que es sembrado por otro—. «El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue» (Mt 13:024-25). De modo que, precisamente en medio de lo que la primera parábola nos ha enseñado que está brotando (la buena simiente, aunque pueden haber muchos oídos estériles y anublados), el enemigo siembra, no trigo, sino cizaña. En este caso está claro que no es la Palabra de Cristo la que se siembra, sino la corrupción de ella por Satanás. El nacimiento de la buena simiente no podía producir cizaña, ni el padre de la mentira puede predicar la verdad. Por consiguiente, la prueba de si lo que habla un hombre es producido por buen o mal espíritu, puede ser: «Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios; y este es el espíritu del anticristo» (1 Jn 4:2). El enemigo de Cristo, aun como ángel de luz, simulará a Cristo, porque él sabe demasiado bien lo que es Cristo para las almas. Por otra parte, cuando Cristo fue predicado, aun por contención y envidia, el apóstol pudo regocijarse por la misma razón (Fil 1:15-18). Mas aquí no es sembrado el grano de trigo (Jn 12:24), que produciría trigo si brotase, sino que es sembrada cizaña; y nada más que cizaña nacerá. La Palabra sembrada en imitación, y aún en real oposición a la verdad, produce bajo el nombre y ropaje cristianos una legión de verdaderos enemigos de la verdad y de Cristo. Produce hijos del malo, no solamente hijos de la naturaleza de cualquier manera caída, sino hijos propios del diablo: engendrados por su Palabra, a modo de hijos de Dios engendrados por la de Él.

Y aquí, ¡ay!, no leemos de ningún obstáculo, ninguna oposición de terreno duro y hollado, o de roca subyacente, ni de arrebato de las aves del cielo, ni ahogamiento por las espinas.

Todas las circunstancias favorecen esta simiente y su crecimiento. No necesita del cultivo; se desarrollará en medio de los cuidados de este siglo, y crecerá en compañía con el engaño de las riquezas. Está en casa por doquier, y el suelo todo le es connatural, porque su sabiduría no es «Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios» (1 Co 1:24), «no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, animal, diabólica» (Stg 3:15).

Así es como prospera. Y aún los hijos de Dios, no los siervos (Mt 13:27), son tardos para discernir la verdadera naturaleza de lo que se está sembrando y creciendo entre ellos. Triste y solemne es ver cuan ligeramente pensamos acerca del error; lo cual es nada más que otra manera de decir cuan ligeramente apreciamos la verdad. No obstante, somos engendrados por la Palabra de verdad (Stg 1:18), y por la verdad somos santificados (Jn 17:17). Esta Palabra es, solamente, por la cual nos conocemos a nosotros mismos, o conocemos a Dios. De la perversión de esta es de la que el apóstol dice: «Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gá 1:8); palabras que repite enfáticamente para que estemos seguros de que no era un celo mal reprimido lo que lo movía, sino la verdadera inspiración del Espíritu de Cristo.

La simiente brota, pues, y ahora hay cizaña entre el trigo. ¡Cuan pronto principió eso en la iglesia profesante! Judaísmo, legalismo, ritualismo, y aun la negación de la resurrección misma, clave de la doctrina cristiana, se pueden hallar entre las iglesias de los días apostólicos; y qué solemnes amonestaciones tenemos en la infalible Palabra de Dios en cuanto al futuro —un futuro que hace mucho tiempo es presente. «Así ahora han surgido muchos anticristos», escribió el último de los apóstoles, «por esto conocemos que es el último tiempo» (1 Jn 2:18).

Mas son responsables de la siembra de esta cizaña, aquellos a quienes ha sido confiado el campo. «Pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo» (Mt 13:25). Ahí estuvo la falta. En el caso dado en la primera parábola, ellos no tenían poder para evitar el mal éxito de la Palabra de verdad —o la falsedad de una profesión externa de la verdad— en los corazones de los hombres; la cual Palabra no tenía raíz a propósito en el hombre que hizo la profesión. Todos los que recibieron con gusto la Palabra, el día de Pentecostés, fueron bautizados el mismo día. No hubo espera para ver si, cuando la tribulación viniese, soportarían; sin embargo esa fue la verdadera prueba para el oyente de terreno pedregoso. Los tales recibieron luego con gozo la Palabra, así como el bautismo, y fueron añadidos a los discípulos. No hubo falta, si la hubo, de parte de los bautizantes, porque ellos no podían leer el corazón. Allí cada hombre estuvo bajo su propia responsabilidad ante Dios.

Pero fue diferente cuando aquello que no era la Palabra, sino la corrupción de ella por Satanás, empezó a ser sembrada en medio de los discípulos. Y una vez más digo: cuan pronto empezó eso a tener lugar; y cuan pronto fue necesario escribir aun a los niñitos, acerca del anticristo; y exhortar a los hombres a que contendiesen «ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos»; y eso porque «algunos hombres han entrado encubiertamente, ... hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios, y niegan a Dios el único soberano, y a nuestro Señor Jesucristo» (Jud 3-4). De este modo fue ya manifestada la cizaña. Los hijos del malo estaban allí. Cristo fue negado en su propio reino. Se levantó la cuestión de su actual soberanía, y Él debe venir en soberanía y en juicio, para decidir esa cuestión. Los siervos no son competentes para decidirla. «Y los siervos le dijeron: ¿quieres, pues, que vayamos y la arranquemos? El les dijo: no, no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo» (Mt 13:28-29).

Es esta una lección solemne, de la cual, si queremos, podemos aprender mucho; aunque no enseña lo que muchos parecen estar dispuestos a aprender de ella. Pues está claro que la comunión en la mesa del Señor no es la cuestión aquí; y no es más que una ceguedad absolutamente voluntaria el persistir en esta aplicación de ella a la luz de muchas Escrituras que contradicen dicha aplicación. ¿Qué significado podrán tener aquellas palabras dirigidas a la iglesia de Corinto: «quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros» (1 Co 5:13), para aquellos que aprenden aquí de los labios del Señor mismo, según ellos dicen, que la cizaña y el trigo deben crecer juntos en la iglesia, y que es vano y erróneo intentar cualquier tipo de separación? ¿Y qué significan sus mismos débiles esfuerzos para poner afuera a algunos ofensores notorios, si esto debe ser así? Si esto es coger las cizaña, ¿por qué intentarlo aun en el peor de los casos, cuando el principio que ellos sostienen es no hacerlo para nada?

En el otro sentido, este pasaje nos enseña, que una cosa es conocer y denunciar el mal que se ha introducido, y otra enteramente diferente el tener autoridad o poder para arreglar las cosas enseguida. Los hombres se durmieron y la cizaña fue sembrada. Ninguna vigilancia o celo posteriores podían reparar el perjuicio. La recolección debe dejarse a las manos de los ángeles en el día de la siega. «Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega; y al tiempo de la siega yo diré a los segadores: recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla; pero recoged el trigo en mi granero» (Mt 13:30).

El remedio de Judas para tal estado cosas es exactamente el mismo. De los impíos, de quienes él habla como habiéndose introducido encubiertamente, dice: «De éstos también profetizó Enoc, séptimo desde Adán, diciendo: He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos han hablado contra Él» (Jud 14-15). Así, pues, sólo en el trigal del cristianismo, está efectuada la separación del mal y del bien. Es una cosa enteramente diferente el limpiarnos nosotros mismos, conforme a las palabras del apóstol a Timoteo (2 Ti 2:20-21), de los vasos de deshonra que hay en la casa; y esto estamos obligados a hacerlo. La limpieza de la casa misma, el Señor solamente lo hará o lo puede hacer.

Entre tanto la cizaña y el trigo crecen juntos. El deshonor hecho a Cristo en el cristianismo no quiere decir que nosotros podamos alguna vez destruir o enmendar. No, ni siquiera la predicación más celosa del Evangelio, como quiera que sea bendecido el resultado de ella, convertirá la cizaña del Universalismo, Unitarismo, Papismo, la doctrina del aniquilamiento del alma, y lo que no es nada de esto, en trigo bueno para el granero de Dios. Ni podemos escaparnos de que sean contados con nosotros como cristianos en la profesión común del día. Si los encontrásemos en la mesa del Señor, como si no nos importase o no pudiésemos evitarlo, nos declararíamos un pan, un cuerpo con ellos (1 Co 10:17); porque un pan es que muchos somos un cuerpo, «pues todos participamos de aquel mismo pan». Pero mientras que rehusamos unirnos con ellos en el deshonor de nuestro Señor y Maestro, al mismo tiempo no podemos ponernos a nosotros mismos fuera de la profesión común de la cristiandad para evitar la sociedad con ellos allí. Ni aunque tuviésemos poder, no tenemos habilidad para separar infaliblemente al pueblo del Señor, muchos miembros del cual se hallan mezclados con la mayoría de las varias formas de error. «Conoce el Señor a los que son suyos» (2 Ti 2:19), es solamente nuestro consuelo. Él no hará ningún equívoco. Y «El Señor viene» (1 Co 16:22), es el único remedio eficaz que la fe busca para el estado de cosas en general.

 

IV. EL TIEMPO DE LA SIEGA

La separación para la cual las manos de los hombres están, pues, declaradas incompetentes, queda para las manos de los ángeles en el día de la siega del cristianismo. Ellos son, entonces, los segadores. El campo tiene que ser desocupado del trigo y de la cizaña igualmente; y en un momento se ordenará juntar ambos, la cizaña en manojos para quemarla, y el trigo en el granero. Así termina solemnemente el día del cristianismo profesante. Pero veamos un poco más de cerca el orden y la manera de esto, lo cual es de la más grande importancia a fin de entenderlo correctamente.

 «Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla» (Mt 13:30). No hay todavía incendio inmediato; no hay remoción del campo (el mundo). Es una separación de la cizaña en el campo, para dejar así el trigo distinto y listo para la cosecha. Debiéramos refrenarnos de conjeturas; si será efectuada gradual o repentinamente, no lo sabemos. Sin embargo, la separación será hecha, los del pueblo del Señor estarán en su propia y distinta compañía al fin, cuando ese día venga. Entonces no habrá una remoción de la cizaña, sino del trigo. La cizaña se dejará en manojos en el campo; el trigo debe ser recogido en el granero.

Nosotros sabemos muy bien lo que significa eso; y cuántas esperanzas de gozo están acumuladas en esa corta sentencia. La escena está representada en 1 Ts 4:13-18. El descenso del Señor en el aire; la aclamación; la voz del arcángel, y la trompeta de Dios; la resurrección de los muertos en Cristo, las miriadas de los que durmieron en Él durante los largos siglos del pasado; la transformación de los santos vivos en toda la tierra; el levantamiento de esa gloriosa compañía; la reunión y la bienvenida; el «estaremos siempre con el Señor». Todas estas son las varias partes y apariencias de lo que nos representan estas palabras: «recoged el trigo en mi granero». Sabemos que esto será repentinamente. «En un momento, en un abrir y cerrar de ojos» (1 Co 15:52), se efectuará este cambio; cada uno de los santos vivos será recogido de lo largo y de lo ancho del Reino cristiano[1] ; y será dejado un campo de cizaña únicamente, con la cizaña reunida y atada en manojos, lista para el fuego.

¿Y dónde están los oídos estériles y anieblados de la falsa profesión? ¿Dónde está el del terreno pedregoso? ¿Dónde el hombre en quien la buena simiente de la palabra fue ahogada por los afanes de este siglo, y los engaños de las riquezas, y que no produjo ningún fruto para la perfección? Hemos visto que la cizaña no son simplemente estos, sino el fruto de la perversión de la Palabra por Satanás. Esta perversión no son aquellos de quienes habla el apóstol Pablo «que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella» (2 Ti 3:5); sino más bien la forman aquellos enseñadores o enseñados, a quienes otro apóstol aplica las palabras concernientes a los «falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras, y aun negarán al Señor que los rescató[2] ... Y muchos seguirán sus disoluciones, por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado» (2 P 2:1-2). Estos son la cizaña de la siembra del diablo, y es importante distinguirlos de los meros formalistas y estériles profesantes de la verdad. Es por causa de estos que ambos, Pedro y Judas, nos dicen que el juicio pronto y terrible que dará fin a todos viene. «De estos también profetizó Enoc, séptimo desde Adán, diciendo: He aquí vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos» (Jud 14-15).

Y sin embargo, el formalista, el hombre de mera profesión no escapará. En el juicio de la muerte ante el Gran Trono Blanco, seguramente que ellos recibirán conforme a sus obras, como cualquier otro, pero eso es mucho después de la escena que está ante nosotros en esta parábola. Aquí es una simple cuestión de trigo bueno para el granero, o cizaña para el fuego. Absolutamente nada más hay en el campo. No hay clase media ni infructuosos profesantes ortodoxos; todos parecen haber tomado su lado antes de la llegada solemne del tiempo de la siega, ya sea manifiestamente por Cristo, o bien manifiestamente contra Él. ¿Es esto realmente así? ¿Tenemos garantía para tal interpretación del lenguaje de la parábola?

La respuesta a esto es una muy solemne; y la hallaremos en la 2(a) carta a los Tesalonicenses. En la primera epístola, el apóstol Pablo ha hablado de la venida del Señor Jesucristo y de nuestra reunión con Él. Él les había asegurado que aun los santos que hubiesen dormido serían traídos con Cristo cuando viniese otra vez (1 Ts 4:14); y que a fin de acompañarle en su regreso a la tierra, serían resucitados de la muerte, y reunidos con todos los vivos de ese día, para ser arrebatados y encontrar al Señor en el aire. Así que, cuando Él aparezca para juzgar al mundo, ellos aparecerán con Él en gloria (Col 3:4). El apóstol podía, por tanto, en esta segunda epístola, encarecer a los cristianos tesalonicenses, por el conocimiento que tenían de esta venida, y de esta reunión, que no se dejasen mover de su forma de pensar, suponiendo o siendo persuadidos que el día del Señor había venido ya. Ese día (como todos los profetas testifican) es el día del Señor, en el cual ha de quitar la tierra de debajo de la mano del hombre para tomarla bajo la suya propia; el tiempo en el cual se han de ejercer sus juicios sobre la tierra, y los habitantes del mundo han de aprender justicia. El apóstol les asegura que ese día «no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto» (2 Ts 2:3-4).

Ahora bien, mi objeto no es hacer alguna aplicación o interpretación especial de esto. Es manifiesto que este hombre de pecado, quien quiera que pueda ser, es uno que encabeza una, o más bien la apostasía de los últimos días. El mal, el misterio de iniquidad, ya estaba en marcha aun en los días de los apóstoles (2 Ts 2:7). Había, sin embargo, una sujeción temporal sobre él. Cuando esa fuese quitada, el inicuo se manifestaría, el cual sería destruido solamente, notadlo, por la venida del Señor (2 Ts 2:8).

Por consiguiente, estamos evidentemente a la vista del mismo período como el que se contempla en la parábola que está delante de nosotros, así como del juicio del cual Judas nos previene. El pasaje en Tesalonicenses, no obstante, exhibe al hombre de pecado como la cabeza y guía precisa de la apostasía de los postreros días, y además nos declara cuán lejos se extenderá esta apostasía. Se declara que la venida del inicuo será con un terrible poder de engaño, el cual llevará cautivas a las masas de inconversos entre los que profesan ser cristianos, hasta que no quede ninguno de esa clase media o neutral. Aquel «inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia» (2 Ts 2:9-12).

De esta forma tan terrible terminará la historia del Reino Cristiano. Una vez sacados de él los verdaderos santos, las puertas de la gracia se cerrarán para siempre sobre aquellos que la rechazaron. Ellos serán entregados para venir a ser, y de forma apresurada, de incrédulos de la verdad a creyentes de la mentira. Así que habiendo sido recogido el trigo del campo, sólo se hallará en él cizaña.

El incendio efectivo de la cizaña no se halla en la parábola misma, sino en la interpretación de ella, la cual el Señor da después a sus discípulos. «De manera que como se arranca la cizaña, y se quema en el fuego, así será el fin de este siglo. Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13:40-43).

Esto es cuando el Señor viene como Hijo del Hombre para tomar aquel trono que ha prometido participar con su pueblo. Entonces, cuando el tiempo de la paciencia halla terminado, y la vara de hierro halla roto en piezas toda resistencia para con el Rey de reyes, el juicio —largo tiempo separado de Aquél— será vuelto a justicia, y la tierra será libertada del yugo de la opresión y de la esclavitud de la corrupción. Este es el tiempo del cual habla el Salmo 37 cuando «los malignos serán destruidos, pero los que esperan en Jehová, ellos heredarán la tierra. Pues de aquí a poco no existirá el malo; observarás su lugar, y no estará allí. Pero los mansos heredarán la tierra, y se recrearán con abundancia de paz» (Sal 37:9-11).

Algún tiempo antes habrá tenido lugar la reunión (arrebatamiento) para el cielo, y los santos habrán encontrado al Señor, según hemos visto. Ahora, en este día del juicio, el cual prepara el camino para la bendición de la tierra, a los santos se les ve en sus lugares en el cielo. «Entonces los justos resplandecerán como el sol». Palabras benditas que hablan de la asociación de ellos con su Señor en otros sentidos más elevados que simplemente como participantes de su gobierno con la vara de hierro. «Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación», dice la Palabra por Malaquías a Israel, (Mal 4:2). Quién lleva ese nombre, nosotros lo sabemos; y cómo habla Él de que el tiempo de la noche de la tierra ha pasado. Mas «cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con Él en gloria» (Col 3:4). Así, como el Sol, brillarán los justos en el reino de su Padre. Brillarán con Cristo, como Él; súbditos ellos mismos en una esfera, aunque gobernantes en otra; no obstante, súbditos con toda la profunda devoción del corazón, donde el servicio es la más completa libertad, sirviendo como hijos Aquel que ellos llaman al mismo tiempo Dios y Padre.

 

V. EL PODER SECULAR Y «LA VOZ DE LA IGLESIA»

Hemos tratado, pues, toda la historia del reino del ausente Rey hasta su clausura en el juicio, a la venida de Él. Las dos parábolas que están ahora ante nosotros, nos llevan hacia atrás para contemplar la misma escena bajo otros aspectos.

Y las dos parábolas, aunque diferentes por otra parte, tienen de común esto (en lo cual difieren de las dos anteriores), que hablan, no de individuos, sino de la masa como tal. Ellas nos dan la forma exterior así como la realidad espiritual interior de lo que el Cristianismo viene a ser como un todo, —de lo que ha venido a ser, pudiéramos muy sencillamente decir, pues los hechos están bastante claros para todos, ya sea que los hombres duden o no de la aplicación de las parábolas a esos hechos.

 «Otra parábola les refirió, diciendo: El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo; el cual a la verdad es la más pequeña de todas las semillas; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas» (Mt 13:31-32).

El Señor no nos da ninguna interpretación directa de esta parábola. No obstante está declarado que es otra semejanza del mismo reino del que han hablado las anteriores. Y como la Escritura debe ser su propio intérprete, y como indudablemente estamos tratando de entender las palabras del Señor aquí, podemos confiar en que la clave para la inteligibilidad de ellas no está lejos. Lea cualquiera el siguiente pasaje del libro de Daniel, y diga si él no le proporciona desde luego la clave: —las palabras son las del rey de Babilonia: «Estas fueron las visiones de mi cabeza mientras estaba en mi cama: Me parecía ver en medio de la tierra un árbol, cuya altura era grande. Crecía este árbol, y se hacía fuerte, y su copa llegaba hasta el cielo, y se alcanzaba a ver desde todos los confines de la tierra. Su follaje era hermoso y su fruto abundante, y había en él alimento para todos. Debajo de él se ponían a la sombra todos las bestias del campo, y en sus ramas hacían moradas las aves del cielo, y se mantenía de él toda carne» (Dn 4:10-12).

ésto es interpretado refiriéndose al rey mismo: «tu mismo eres, oh rey, que creciste y te hiciste fuerte» (Dn 4:22). La figura, por lo tanto —que tenemos por doquier, y siempre con el mismo significado, como Ez 7:5; 31:3-6—, es la del poder y la grandeza mundanos. Mas lo extraño en Mateo 13 es que «la más pequeña de todas las semillas» creciera como un árbol semejante. Pues la simiente, aquí como donde quiera, es «la palabra del reino» (Mt 13:19). Y ya hemos visto cómo los hombres trataron esa palabra. El reino del Crucificado no pudo tener sino poca atracción para los hijos de los hombres que le crucificaron. Los corazones humanos probablemente están demasiado tristes por eso. ¿Cómo podía entonces venir un gran poder mundano de la siembra del Evangelio en el mundo?

Concedido que esto ha venido a ser así, ¿es esto una señal para bien o viceversa ? ¿Cómo podrían con esto adaptarse las palabras «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18:36)? ¿Y qué dominio conveniente de este mundo pudiera haber—qué vencimiento de su maldad con el bien divino, donde tres partes de los discípulos que profesaban serlo eran, conforme a la primera parábola, simplemente oyentes infructuosos, Y, conforme a la segunda, la cizaña de Satanás había sido sembrada esparciéndola entre el trigo?

Pero si queremos las palabras claras en cuanto a esto, podemos hallarlas en abundancia; y si por una parte sabemos, por lo que nos rodea, que la cristiandad profesante ha venido a constituir un poder en el mundo, podemos saber por la otra, tanto por experiencia práctica como por la segura Palabra de Dios, que ha venido a ser tal por sus relaciones mutuas de conveniencia con el mundo. Ha comprado la antigua e inherente enemistad del mundo, a costa del deshonor de su Señor, por el sacrificio de sus propios principios divinos y no mundanos. El que está en la carrera puede leer acerca de los tiempos peligrosos de los postreros días, escritos para estos días presentes (2 Ti 3:1-5).

Si, la pequeña simiente ha venido a ser indudablemente un árbol, pero... las aves del cielo están en sus ramas. Satanás mismo ha conseguido alojamiento y abrigo precisamente en medio del árbol del Cristianismo. El mundo Cristiano es el mundo todavía; y «el mundo entero está bajo el maligno» (1 Jn 5:19). La oposición hacia Cristo y su verdad es ahora de adentro, en lugar de ser desde fuera; y no es la más pequeña, bajo ningún concepto, sino la más mortal.

Roma es la más estrepitosa defensora de esta pretensión de poder en el mundo, y, ¿qué no ha hecho Roma para mantener su pretensión? Su retrato está en Apocalipsis 17 y 18. Sucesora del árbol semejante a poder de la antigua Babel, es llamada «Babilonia la Grande». Y es juzgada culpable al haber hecho alianza con las naciones de la tierra mientras profesa ser la esposa de Cristo: «Porque todas las naciones han bebido del vino del furor de su fornicación; y los reyes de la tierra han fornicado con ella, y los mercaderes de la tierra se han enriquecido de la potencia de sus deleites» (Ap 18:3). Y, ¡ay!, con el poder del enemigo de Israel, ella ha heredado también la antigua antipatía hacia el pueblo de Dios: «Vi a la mujer ebria de la sangre de los santos, y de la sangre de los mártires de Jesús; y cuando la vi quedé asombrado con gran asombro» (Ap 17:6).

Este es el pleno resultado ya sazonado. El principio de él se ha visto ya en Corinto aun en los días del Apóstol: «Ya estáis saciados, ya estáis ricos, sin nosotros reináis. ¡Y ojalá reinaseis, para que nosotros reinásemos también juntamente con vosotros! ... Nosotros somos insensatos por amor de Cristo, mas vosotros prudentes en Cristo; nosotros débiles, mas vosotros fuertes; vosotros honorables, mas nosotros despreciados» (1 Co 4:8,10).

Tan temprano fue el desarrollo de la pequeña simiente; tan prontamente la Cristiandad aun de los tiempos apostólicos, divergió de la de los apóstoles. Pablo vivió para decir de sus primitivos y más prósperos trabajos: «me abandonaron todos los que están en Asia» (2 Ti 1:15). Tan extendida estaba la divergencia ya. Los que nos citan la Cristiandad de cien o doscientos años de ese tiempo, tendrían necesidad de detenerse y preguntarse a sí mismos qué tipo de ella están siguiendo, si aquel degenerado de Asia, o si el noble, mundano de Corinto, o cuál otro.

Esa es, pues, la vista exterior que esta parábola presenta del estado del reino durante la ausencia del Rey. Había echado sus raíces profundamente y había florecido. Tal poder es el Cristianismo hoy en el mundo. Bajo su amplia capa de profesión respetable, ha reunido dentro de sí al hipócrita, al formalista, al infructuoso, —en resumen, al mundo; y los enemigos más mortales de Cristo y de su cruz son aquellos criados en su propio seno.

Mas seguimos con la otra parábola para obtener una vista más profunda e íntima:

 «Otra parábola les dijo: El reino de los cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer, y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo fue leudado» (Mt 13:33).

Ahora bien, ¿qué es levadura? Es una figura no rara vez usada en la Escritura, y no será difícil reunir los ejemplos en que se aplica y explica en el Nuevo Testamento. Seguramente no podemos ir errados al consentir que éste sea para nosotros el intérprete de sí mismo, en lugar de seguir nuestras propias conjeturas.

Los siguientes, pues, son todos los pasajes del Nuevo Testamento en que aparece esta figura (levadura): «Jesús les dijo: Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos» (Mt 16:6). En el versículo doce está explicado esto: «Entonces entendieron que no les había dicho que se guardasen de la levadura del pan, sino de la doctrina de los fariseos y de los saduceos» (Mt 16:12).

Los pasajes en Marcos y Lucas son semejantes (Mr 8:15 y Lc 12:1).

En 1 Co 5, el apóstol los censura por su tolerancia allí de ese perverso. «¿No sabéis que un poco de levadura leuda toda la masa? Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois; porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad» (1 Co 5:6-8).

Allí la levadura es mal moral, así como en el Evangelio era mal doctrinal. En Gá 5 (único pasaje que queda) es otra vez doctrinal. «De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis ... corríais bien; ¿quién os estorbó para no obedecer a la verdad? Esta persuasión no procede de aquel que os llama. Un poco de levadura leuda toda la masa» (Gá 5:4,7-9).

Si tomamos la Escritura, pues, como intérprete de sí misma, debe admitirse que la levadura es siempre una figura de mal, moral o doctrinal, nunca de bien. Pero es posible definir su significado y el de la parábola más claramente todavía.

Es Levítico 2 el que nos suministra la clave en este caso. Entre las ofrendas con que este libro se abre (de las cuales apenas necesito decir que hablan de Cristo), la ofrenda de comida (o alimento) es la única en la cual no hay vida tomada, ni sangre derramada. Es una ofrenda de flor de harina, —Cristo, por tanto, no en la gracia de su muerte expiatoria, sino en su perfección y elevado valor moral personal como el pan de vida ofrecido a Dios, sin duda, y primero que todo satisfaciéndolo a Él; pero a la vez, alimento del hombre también. Según Él declaró: «el que me come, él también vivirá por mí» (Jn 6:57).

Ahora bien, es con esta ofrenda de comida con la cual está estrictamente prohibido mezclar esa levadura: «Ninguna ofrenda que ofreciereis a Jehová será con levadura» (Lv 2:11). Fiel a su uso constante en la Escritura como una figura de mal (la levadura), aquello que fue un tipo del Señor mismo (el pan sin levadura de Lv 2:11) se guardó celosamente de mezclarlo con ella. Ahora en la parábola, las tres medidas de harina son exactamente esta flor de harina de la ofrenda. Las palabras son idénticas en significado. La harina es claramente el alimento del hombre, en cuanto a lo que se refiere a la ofrenda, e interpretado espiritualmente puede aplicarse únicamente a Cristo. Mas aquí la mujer está haciendo precisamente lo que la ley de las ofrendas prohibía; ella está mezclando la levadura con la flor de harina. Está corrompiendo el pan de vida puro, con el mal y el error.

¿Y quién es esta mujer en sí? Hay sin duda, significado en la figura. Y el que recuerda simplemente Efesios 5, no necesita prueba de que esa figura es a menudo la de la Iglesia, la esposa de Cristo, y sujeta a Él mismo. Puede ser también, según hemos visto ya, la figura del mero cuerpo profesante, como la mujer es Babilonia la Grande. En este sentido toda la parábola en sí es sencilla. Es el complemento más adecuado de lo que la ha precedido: es ella quien ha mezclado de drogas la copa en Apocalipsis 17, para engañar a las naciones, adulterando también aquí, el pan. La levadura de los fariseos —legalidad y superstición; la levadura de los saduceos —infidelidad y racionalismo; la levadura de Herodes —cortesía solapando las pasiones del mundo. Cosas todas, no del pasado simplemente, sino de la historia corriente, que han sido mezcladas con la verdad de Dios y la han corrompido. Todos deben reconocer esto cualquiera que sea su punto de vista peculiar. Los Romanistas dirán: «los Protestantes han hecho así»; los Protestantes a su vez acusarán a Roma; las miles de sectas que riñen se harán cargos la una a la otra; los paganos dirán a una y a todas: «Nosotros no sabemos a cuál de vosotras creer, cada una contradice y se opone a la otra; id y arreglad primero vuestras diferencias, y entonces venid, si queréis, a nosotros».

La levadura está leudando toda la masa. El mal no está disminuyendo de ninguna manera, sino empeorando. No hay duda que Dios está obrando. Y no hay duda de que mientras el Señor tenga un pueblo en medio del Cristianismo, no se permitirá que las cosas lleguen al punto extremo. Pero la tendencia está inclinada hacia allá; y una vez que sea removido el impedimento (el Espíritu Santo), la apostasía (que hemos visto que la Escritura predice) tendrá que venir entonces.

Mas a los hombres no les agrada pensar en esto. Y estoy preparado para la pregunta (una que la gente ha puesto a menudo donde estas cosas se han declarado). ¿Cómo puede ser el reino de los cielos semejante a la levadura, si la levadura es siempre mala? ¿No debe tener la figura aquí, un significado diferente de aquel que vosotros le habéis dado? ¿No debe ser una figura de la secreta pero poderosa influencia del evangelio, penetrando y transformando el mundo?

A lo cual contesto:—

1. Esto es contrario al testimonio de la Escritura, la cual nos asegura que, en lugar de que la Cristiandad obrase una verdadera transformación espiritual del mundo en general, al contrario el misterio de iniquidad estaba ya obrando en ella en los días de los apóstoles, y que seguirá obrando (aunque bajo restricción por cierto tiempo) hasta la apostasía general y la manifestación del hombre de pecado (2 Ts 2:3).

2. Es contrario al testimonio de estas mismas parábolas, las cuales ya nos han mostrado, desde el principio de ellas, cuán poco universal sería la recepción de la verdad: tres partes de cuatro de la simiente desparramada dejan de dar fruto.

3. El lenguaje de donde se arguye esto: el reino de los cielos es semejante a; no significa meramente que es en sí mismo semejante a la levadura, como lo exponen, sino semejante a la levadura leudando tres medidas de harina. Toda la parábola es la semejanza del reino en tal estado, no simplemente su semejanza a la levadura.

Compare cualquiera el lenguaje de la segunda parábola con el de ésta, y no dejará de ver la verdad de esto:—

¿No está claro que el reino no es más comparado a la levadura del versículo 33, que lo es al hombre del versículo 24? En cada caso, la semejanza del reino es a la totalidad de la parábola.

Que la levadura sea mala, no implica que el reino sea malo, ni que la levadura sea buena porque el reino es bueno. Y representando el reino en su forma presente, el mal puede y, ¡ay!, debe entrar, o de otra manera, ¿para qué se necesitaría el juicio para hacerlo recto?

Hay verdaderamente una muy clara consistencia en el cuadro que estas parábolas nos presentan el reino: una progresión uniforme de mal y no de bien. Primero, el mal éxito de la buena simiente en la primera parábola; después la introducción y crecimiento de la mala simiente, en la segunda. Después cambia la forma y el aspecto total del reino en la forma y aspecto de uno que representa los reinos del mundo. Esta es la cautividad Babilónica de la Iglesia. Y al fin, el alimento mismo de los hijos de Dios es alterado y corrompido, hasta que la completa apostasía de la fe sucede. Cristo se pierde totalmente y viene el Anticristo.

Aquí, gracias a Dios, las tinieblas tienen su límite; y en las últimas tres parábolas del capítulo tenemos que ver las cosas bajo otro aspecto, y seguir las huellas de esa obra de Dios que nunca cesa en medio de todas las tinieblas; de Aquél de quien

Cada acto bendición purísima es;
Su senda, de inmaculada luz.
 
VI. EL CONSEJO Y EL PROPÓSITO DIVINOS

Las tres parábolas que quedan por considerar han hallado interpretaciones más variadas y opuestas que las precedentes, y requieren, por tanto, un examen proporcionalmente más cuidadoso. Las anteriores todas fueron habladas (con excepción de la interpretación de la segunda) en presencia de toda la multitud, y se refieren a una condición de cosas de las cuales el mundo en general es testigo en nuestros días. Pero «Entonces», leemos después de que fueron dirigidas estas cuatro parábolas, «despedida la gente, entró Jesús en la casa; y acercándose a Él sus discípulos...» (Mt 13:36). Únicamente a estos dice las parábolas que siguen, porque ellas no contienen meramente historia exterior, sino la mente divina cumpliéndose en medio de toda esta confusión y ruina exteriores, de lo cual las parábolas anteriores han mostrado que Él, quien lo había predicho desde el principio, no estaba ignorante.[3]

No será necesario hacer referencia a las diferentes opiniones que prevalecen en cuanto al significado de las parábolas que están ante nosotros, sino solamente procurar mostrar por la Escritura misma, tan plenamente como sea posible, las bases para aquel que se considerará aquí como el verdadero.

Las dos primeras parábolas (la del tesoro y la de la de la perla) las pondremos juntas, puesto que invitan a la comparación por su evidente semejanza entre sí:—

 «Además, el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo» (Mt 13:44). «También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas, que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró» (Mt 13:45-46).

Las parábolas son semejantes en esto: que ambas nos presentan la acción de un hombre que compra lo que tiene valor a costo de todo lo que tiene. La cuestión es, ¿quién está representado aquí? La común voz contesta que es el hombre en busca de salvación o de Cristo, —aquí tenemos la historia de los esfuerzos individuales en pos de la cosa necesaria, arrojando a un lado todas las demás cosas con el fin de obtenerla. Pero, ¿es esto consistente con la constante exposición de la Escritura, o con los hechos mismos? ¿Compramos, pues, a Cristo a costa de todo lo que tenemos? Es verdad que tenemos en el profeta la exhortación para comprar (Is 55:1), donde el vino y la leche son sin duda la figura de la substancia espiritual. Pero allí (que no halla equívoco en tal asunto) la compra se dice que debe ser sin dinero y sin precio. El hombre nunca está representado buscando la salvación con la riqueza en la mano para comprarla. El pródigo busca, pero sólo cuando está pereciendo de hambre. Reducido a la mendicidad, arrastrado por la necesidad, y solamente así. Y todo aquel que alguna vez ha vuelto realmente al Padre, sabe que esta es la verdadera representación del asunto.

Por el contrario, el verdadero Buscador, Hallador y Comprador, en cualquier parte de la Escritura, es el Señor Jesucristo. La figura en ambas parábolas es evidentemente la de Él. En cada una se representa la misma persona, y la misma obra también, aunque bajo diferentes aspectos.

En la primera parábola es el tesoro escondido en el campo el que constituye el objeto del Comprador. El campo, se nos dice en la interpretación de la parábola de la cizaña, es el mundo. De modo que hay un objeto en el mundo, un objeto terrenal, que es buscado con ansia para obtenerlo. Así que, en esta parábola, Él está representado como comprando ese campo, comprando el mundo. Él compra el campo para obtener el tesoro. Lo más cierto es que ningún hombre jamás ha comprado el mundo para obtener a Cristo. Por consiguiente, el creyente no es el hombre representado en la parábola.

¿Compró, pues, Cristo al mundo con sus sufrimientos? Dirigíos al último capítulo de este evangelio y oídle decir, ya resucitado de la muerte: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra» (Mt 28:18). Él tiene derecho sobre todo, y eso como el Resucitado. «Pídeme, es el lenguaje de Jehová para con el Hijo engendrado sobre la tierra, y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra» (Sal 2:8). Así tomó Él el trono en el día de su aparición y de su reino. Es por causa de ese maravilloso descendimiento de Él, en la forma de Dios, a las profundidades insondables de la «muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil 2:8-11). Esto es lo que explica, y que hace vacilar a algunos, el que Pedro pueda hablar de aquellos que «negarán al Señor que los rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina» (2 P 2:1). Estos no son de ninguna manera redimidos, pero son rescatados, porque todos los hombres y todo el mundo le pertenecen como el fruto de sus sufrimientos, —de esa cruz donde Él, por causa de aquello que ante sus ojos tenía hermosura, vendió todo lo que tenía.

Así, concibo que es incuestionable, que es Cristo mismo quien constituye la figura central en estas dos parábolas. Podemos ahora comparar los dos lados de su obra presentada en ellas. En la del tesoro hemos visto que es el campo del mundo el que es comprado por amor del tesoro que hay en él; mientras en la de la perla, ningún campo es comprado, sino simplemente la perla misma. ¿Son, pues, estas dos figuras, el tesoro y la perla, diferentes aspectos de la misma cosa, o diferentes cosas?, ¿el mismo objeto bajo diferentes puntos de vista, o diferentes objetos?

Si consideramos por un momento lo que ya ha sido mencionado en lo tocante al reino de los cielos, del cual estas parábolas ambas son semejanzas, veremos que hay dos esferas que abraza contestando a estas palabras del Señor que acabamos de citar:<<Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra». Cristo está ahora, como un hecho positivo, recogiendo de la tierra a aquellos que «se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8:11), no en bendición terrenal, sino en celestial. Pero antes del aparecimiento y del reino, antes de que sea consumado este propósito y los santos celestiales sean arrebatados para encontrar al Señor, Éste reunirá a sí mismo, para bendición sobre la tierra, un residuo de Israel y una parte de los elegidos de los gentiles. Considerad los dos propósitos de la muerte de Cristo según se expresan en Juan 11:51-52; allí tenéis el inspirado comentario sobre el consejo de Caifás al concilio judío: «Esto no lo dijo por sí mismo, sino que como era el sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús había de morir por la nación; y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11:51-52). Ahora pregunto: ¿no es significativo que hallemos en la segunda de estas parábolas el mismo tipo de unidad, una perla, como aquello que compró el comerciante? ¿No es entonces permisible y natural volver a la otra con la anticipación de hallar en ella aquella nación de Israel, por la cual murió también Jesús, bajo la figura del tesoro escondido en el campo?

Así, Israel por una parte y la iglesia por la otra, serían los representantes de las bendiciones terrenal y celestial: las naciones gentiles viniendo a participar con Israel de la bendición terrenal, así como los santos que han partido, pertenecientes a la antigua dispensación, vienen a participar con la Iglesia de la bendición celestial. La razón de que estén expuestas por separado (Israel y la Iglesia), y no la Iglesia juntamente con los santos de los antiguos tiempos, o de Israel juntamente con los gentiles de los tiempos futuros, creo que será clara para aquellos que consideren el modo en que la Escritura pone estas mismas cosas. Por consiguiente, a Israel pertenecen las promesas según Romanos 9:4 declara. No se tiene en más consideración a los gentiles allí, que en la parábola del tesoro aquí. Sin embargo, muchas escrituras prometen la bendición de los gentiles en un día futuro. Mas estos vienen bajo la falda del judío despreciado ahora (Zac 8:23). Entonces, además, en cuanto a la Iglesia, es la única compañía de gente reunida abierta y declaradamente para bendición celestial. Y más todavía, es la compañía que está siendo reunida ahora, y comenzó a serlo con la siembra de la simiente del Evangelio en la primera parábola de las que están ante nosotros.

Veamos ahora algo más de cerca los detalles de la parábola del tesoro escondido en el campo.

Se ha dicho desde la antigüedad: «JAH ha escogido a Jacob para sí, a Israel por posesión suya (o su peculiar tesoro)» (Sal 135:4). Pero en el tiempo cuando vino a lo suyo aquel que de ese modo los había escogido, no había sino poca apariencia en la condición del pueblo, del lugar que ellos tenían en el corazón de Jehová. «Lo-ammi,...no sois mi pueblo» (Os 1:9), les había dicho hacía mucho tiempo. Ellos fueron aún desparramados entre los gentiles. La figura del tesoro escondido en el campo fue la verdadera semejanza de la condición de ellos; cuidados como amados por el amor del Padre, y sin embargo hollados por el pie del opresor, para nadie era conocido que tenían valor elevado ante Dios sino para Aquel que aún los deseaba con vehemencia.

Sin embargo hubo uno que reconoció el valor de este tesoro. Uno que en su nacimiento había cumplido para Israel la profecía de Isaías respecto a Emanuel, «Dios con nosotros». Uno a quien al nacer, los gentiles habían traído su homenaje como «Rey de los judíos». Él halló este tesoro presentándose Él mismo entre ellos como uno que tenía poder divino para remediar su condición, y sacarlos del lugar oculto, y hacer manifiesto el objeto del favor y el deleite divinos. Y aquellos que conocieron mejor sus pensamientos, estuvieron siempre esperando el tiempo cuando Él descubriría este tesoro y lo desplegaría abiertamente. Aquella cuestión que ellos le propusieron después de su resurrección, muestra lo que había estado por largo tiempo en sus corazones: «Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?» (Hch 1:6).

Y no entendieron cómo el destello de la brillantez que había resplandecido para ellos cuando entró cabalgando en Jerusalén en el más halagüeño de los triunfos, en medio de las aclamaciones de la multitud, palidecía y moría en las tinieblas de pleno día que tan poco tiempo después cayeron sobre sobre el calvario. Todavía no entendieron que Él era en todo esto, nada más que el hombre en su propia parábola, quien hallando el tesoro en el campo, «lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo».

Y el tesoro está aún escondido.[4] El Calvario vino y se fue; la tumba nueva de José está vacía de su huésped; ellos han estado sobre el Monte llamado Olivete, y han visto a aquel que han reconocido como Rey de los judíos, ir a tomar otro trono mejor que el de David. Después se les halla acusando al pueblo de haber negado a aquel Santo y Justo, invitándoles todavía al arrepentimiento y a que se convirtiesen; y aún más, aquel que los había dejado, les sería enviado otra vez, y los tiempos de refrigerio vendrían de la presencia del Señor. Siguen escenas ante el concilio; en una al fin, en la cual un hombre cuyo rostro brilla con la gloria del cielo, se pone en pie y hace cargos a los jefes de la nación de la culpabilidad acumulada por siglos: «¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros» (Hch 7:51). Y entonces lo arrojaron de la ciudad y lo apedrearon. Aquellos que fueron invitados han sido llamados al matrimonio, y ellos no quieren venir.[5]

La ciudad es destruida, y el pueblo esparcido. Israel es aún un tesoro escondido. La parábola no habla del descubrimiento, simplemente es comprado el campo. Ahora es nada más el tiempo de «Pídeme y te daré». Todos esperan la voluntad de aquel a quien pertenecen ahora todas las cosas.

Mas Él espera, y ha esperado por casi veinte siglos, como si el tesoro fuese ahora nada para Él, y como si hubiese olvidado su propósito.

En seguida viene la segunda parábola, que hemos tenido en dilación, y se hace necesaria su explicación. La «una perla preciosa» habla de la preciosidad para Él, de otro objeto sobre el cual ha puesto su corazón. «Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5:25) «fue y vendió todo lo que tenía, y la compró» (Mt 13:46). No por esto (la Iglesia) es ahora celestial el campo del mundo. Israel tiene todavía las promesas terrenales. Nosotros somos bendecidos con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo Jesús.

Esta Iglesia es una —una perla. Sacada de la profundidad del mar, y arrancada de la áspera concha en la cual estaba encajada primero (arrancada a costa de la vida de aquel a quien le debe el ser), la perla es el tipo adecuado de aquello que ha sido sacado de las aguas del mar gentil, y fuera de la rudeza de su condición natural, a costa de la vida de aquel en quien fue vista y escogida desde antes de la fundación del mundo. Su muerte puede dar testimonio de cuán grande precio es para Él esa perla. Es grato ver el título que el corazón de Él da a su pueblo. Nosotros, queridos hermanos creyentes, somos su perla preciosa. Aquí no hay encubrimiento de nuevo (Mt 13:44), o suspensión de este propósito. Este es el segundo significado de la cruz: «que habiendo hallado una perla preciosa (de gran precio), fue y vendió todo lo que tenía, y la compró».

 

VII. EL «EVANGELIO ETERNO»

En la última parte de este terceto final, no hallamos otro aspecto, según creo, de la manera de obrar divina con la mezclada cosecha en el campo del Cristianismo, sino una nueva representación, ya sea en gracia o en juicio, después de que el hombre (el mercader) ha tomado posesión por sí mismo de su perla, o en otras palabras, después de que los santos del tiempo pasado y presente son arrebatados hacia Cristo.

 «Asimismo el reino de los cielos es semejante a una red, que echada en el mar, recoge toda clase de peces; y una vez llena, la sacan a la orilla; y sentados, recogen lo bueno en cestas, y lo malo echan fuera. Así será al fin del siglo: saldrán los ángeles, y apartarán a los malos de entre los justos, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes» (Mt 13:47-50).

La parábola termina, de esta manera (precisamente en el mismo punto que la parábola de la cizaña del campo), con el juicio ejecutado en la venida del Señor. La aplicación común de ella es la anunciación pública del Evangelio durante el tiempo presente, y la separación final de los buenos y los malos, cuando el Señor venga. Esto es, se considera el significado casi idéntico al de la parábola de la cizaña. Creo que hay algunas razones claras en contra de tal interpretación.

En primer lugar, el paralelismo de las dos parábolas en ese caso, es seguramente en contra de ella. Habría muy poco en el cuadro de la red echada en la mar, que no fuese simplemente repetición de lo que ya se había dicho. Y esto, a primera vista, no parece natural o probable.

Pero además de esto, se debe considerar que la Escritura nos da claramente otra publicación[6] del Evangelio del reino, y como resultado de ella, un juicio separativo cuando el Hijo del hombre venga, aparte enteramente de la presente publicación del Evangelio, y del juicio de la cizaña del Cristianismo. La reunión de ovejas y cabritos en Mateo 25 es un ejemplo de ésto. Pues ese día, que es cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, habrá separación entre las ovejas y cabritos, pero no entre los verdaderos y los falsos Cristianos. Por el contrario, en ese día vendrán con Él a juicio los verdaderos Cristianos, según hemos visto que testifican, Pablo en Col 3:4, y Judas 14-15. El juicio del Cristianismo entonces no será para hacer distinción, pues ya que el trigo fue antes removido del campo, solamente queda en él la cizaña. De modo que en Mateo 25 no puede tratarse ni de trigo ni de cizaña de ninguna manera.

Pero después de que los santos del tiempo presente hayan sido arrebatados hacia el Señor, y que el Cristianismo, o reino cristiano, haya venido a ser un campo de cizaña simplemente, comenzará una nueva obra en Israel y entre las naciones que le rodeen, para reunir un pueblo para bendición terrenal. Cuando los juicios de Dios estén sobre la tierra, es cuando el mundo aprenderá justicia. Y éste será un tiempo de grande tribulación para Israel, tal como lo describe Mateo 25. Aquí figura el Anticristo, y la abominación desoladora está en el lugar santo; sin embargo, en medio del mal y la aflicción de ese tiempo, el Evangelio eterno irá adelante (Ap 14:6-7) con su llamamiento, tan opuesto a la proclamación que se está haciendo ahora en este tiempo de gracia. «Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado» (Ap 14:7).

Seguramente uno no podría decir eso todavía. Nosotros decimos que es el «tiempo aceptable; ...el día de salvación» (2 Co 6:2), no de juicio. Entonces será el día de juicio. Solamente después de que el tiempo actual termine, podrá ser predicado el Evangelio eterno bajo esa forma: el antiguo evangelio del reino indudablemente, pero con la nueva adición a él de que la hora del juicio de Dios ha llegado.

Esta proclamación del Evangelio eterno es la que forma la llave para esa reunión de ovejas y cabritos que están ante el trono del Hijo del hombre cuando venga.

Ahora, si examinamos un poco más de cerca, veremos que es precisamente tal estado de cosas, como esas en medio de las cuales el Evangelio eterno va a ser predicado, el que esta parábola nos trae delante. Una red echada en el mar es la pintura del Evangelio publicado en medio de la inquietud y agitación, de la voluntad desenfrenada del hombre obrando por donde quiera, de los impíos que «son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo» (Is 57:20).

Además, si nos dirigimos a los más primitivos tipos de Escritura (Génesis 1), hallaremos la confirmación de este parecer, la cual es sobre manera sorprendente. En esos días creadores hallamos, día por día, los pasos graduales por los cuales sacó Dios de la ruina la hermosura de una escena donde al fin de ella pudo descansar, porque todo «era bueno en gran manera» (Gn 1:31). No es necesario sorprenderse mucho al no hallar sino la figura y tipo de cómo Él, paso por paso, después de la miseria y ruina de la caída de Adán, procede hacia la producción final de una escena en la cual una vez más, y para no ser perturbado nunca jamás, a causa de la bondad de ella, puede reposar. No es el lugar aquí para señalar el significado respectivo de estos días. El tercer día, no obstante, habla de la separación de Israel de entre los gentiles. Las aguas del mar salado y estéril son la representación del hombre dejado a los deseos y pasiones de su propio corazón (conforme a la figura que acabo de hacer referencia en Isaías 57:20), o en otras palabras, los gentiles.[7] Israel es la tierra, tomada y cultivada por Dios, para obtener de ella, si era posible, fruto. El tercer día habla de esta separación de Israel de los gentiles, como la primera parábola de las tres que estamos considerando (la del tesoro), habla de él como el tesoro terrenal de Dios.

Esta es una escena toda en la tierra. El próximo día creador nos da sin embargo, la provisión de los cielos, como hemos visto ya que lo hace la parábola de la perla. Y si el sol es un tipo de Cristo (como seguramente es), que trae y rige el día, la luna no es menos un tipo de la Iglesia, la reflexión de Cristo en el mundo en la noche de su ausencia, no importa cuán débil e inestable sea. El tiempo actual, pues, está aquí figurado, el tiempo de la revelación, en testimonio de Cristo y de la Iglesia.

Y ahora, si pasamos al sexto día, tenemos claramente en figura el reino venidero de Cristo. El gobierno del hombre y de la mujer en la tierra —No gobierno sobre el día o la noche, no la luz del testimonio, sino el gobierno sobre la tierra misma— es una figura de lo que llamamos bendición milenaria.

Finalmente viene esta serie, el Sábado, el propio reposo de Dios: Él santifica todo el día, y lo bendice; ningún otro día sigue más.

Ahora, entre el cuarto y el sexto día (la Iglesia y la dispensación milenaria), ¿qué interviene? Un periodo corto en duración verdaderamente, pero bastante importante como para ocupar trece capítulos de los veintidós del libro de Apocalipsis: el verdadero tiempo, creo, al cual se refiere la parábola de la red. Y entonces, ¿cuál es su tipo, si el quinto día lo representa? Una vez más, el mar, mas las aguas son ahora fecundas de una manera sobrenatural, produciendo la vida por medio de la acción del todopoderoso. Y así será en el día de Apocalipsis 7, puesto que los 144.000 de las tribus de Israel, y la innumerable multitud de gentes que han venido de la gran tribulación, dan abundante testimonio. Esta es la reunión de gentes para la bendición terrenal, como el fruto del Evangelio eterno.

Estos pasajes, pues, se confirman mutuamente el uno al otro, como aplicados a un tiempo caracterizado por el desenfreno gentil, participando Israel enteramente de este carácter, y no poseídos aún por Dios, aunque Él esté obrando en medio de ellos. En este mar es echada la red, y juntando de toda clase de peces, cuando está llena es sacada a la orilla.

No es sino hasta DESPUÉS de esto (la predicación del Evangelio), que comienza la separación: «y una vez llena, la sacan a la orilla; y sentados, recogen lo bueno en cestas, y lo malo echan fuera» (Mt 13:48). Esto nos enseña que la separación no puede aplicarse a nada que se efectúe durante el tiempo de la predicación del Evangelio, sea como fuere (del reino o eterno), pues la red no está por más tiempo en las aguas cuando esta separación tiene lugar. Y así es como nos lo expone la interpretación: «Así será el fin del siglo: saldrán los ángeles, y apartarán a los malos de entre los justos» (Mt 13:49). Este es el limpiamiento de la tierra para la bendición milenaria.

Cuando los santos sean removidos en la venida del Señor por los suyos (la Iglesia), la cual nos presenta 1 Ts 4, los malos no serán separados de los justos, sino los justos de los malos. Los justos serán llevados y los impíos dejados. Aquí es al revés de ésto, los impíos, o malos, serán llevados, y los justos dejados. De este modo —con la divina exactitud de la Palabra inspirada, que invita al examen y premia la atención a sus más minuciosos detalles— se dice en el juicio del campo de la cizaña del Reino Cristiano: «Y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad» (Mt 13:41), pero no dice: «apartarán a los malos de entre los justos» (Mt 13:49), porque los justos han sido removidos antes. Aquí (la parábola de la red), por el contrario, los justos son aquellos que no son llevados a heredar la bendición celestial, sino dejados atrás para heredar la terrenal.[8]

Con esta ojeada a las cosas que pertenecen a aquel corto pero muy importante período, la tribulación, el período de los dolores de la tierra, antes de la gran entrega final, necesariamente termina el bosquejo de las siete parábolas enlazadas del Reino del Rey Ausente. La bendición de la tierra, y la de Israel, necesitan su presencia, y con ella el fin del «reino y la paciencia», y el principio del «reino y la gloria» que nunca terminarán. Será bueno para nosotros si tenemos presente la conexión segura entre la paciencia y la gloria.

 «Palabra fiel es esta: si somos muertos con Él, también viviremos con Él; si sufrimos, también reinaremos con Él; si le negáremos, Él también nos negará. Si fuéremos infieles, Él permanece fiel; Él no puede negarse a sí mismo» (2 Ti 2:11-13).



NOTAS

1 Hay una opinión común entre los que creen en la venida del Señor, y es, que solamente aquellos que están en cierto estado de preparación entre los santos que vivan entonces serán arrebatados, y el resto será dejado en la tierra para que se purifique por medio de la tribulación que sigue. Pero esto es completamente contradicho por las palabras de la parábola que tenemos delante. N. del A. Vuelve al texto

2 Recuérdese que Cristo «es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (1 Jn 2:2). Cristo es la propiciación por todo el mundo (traducción más literal); es decir, que todo el mundo está dentro de la esfera de misericordia de Dios; la provisión Divina es para todos todos fuimos rescatados, comprados. No obstante, esa propiciación se hace efectiva en aquellos que creen, siendo la fe la única condición indispensable. Condición que no cumplen estos falsos maestros (véase 2 P 2:3,12). N. del E. Vuelve al texto

3 El mismo número de las parábolas nos habla de esto. Pues como hay siete en todo, el número que desde la creación en adelante es el tipo y símbolo de la perfección, así este número siete es dividido más tarde en cuatro y tres. Cuatro es el número de la universalidad del mundo en general, de los cuatro puntos cardinales (según lo deduzco), Este, Oeste, Norte y Sur. Tres es el número divino, el de las Personas de la Deidad. Aquí, pues, las primeras cuatro parábolas nos dan el aspecto del mundo en el reino de los cielos; y las tres restantes la mente divina cumpliéndose respecto a él. N. del A. Vuelve al texto

4 Recuérdese que a causa del rechazamiento de Cristo, los tratos de Dios con Israel como nación han sido cortados. No obstante, después de la tribulación, volverán a ser reanudados como tales:de aquí que el tesoro continúe escondido. N. del E. Vuelve al texto

5 A pesar de haber sido cortados en su relación con Dios como nación, los judíos continúan teniendo entrada a la salvación, aunque ya no como nación, sino individualmente y según el programa de Dios para la Iglesia, la Esposa de Cristo. N. del E. Vuelve al texto

6 La publicación que se hará en la tribulación por parte de los 144.000. N. del E. Vuelve al texto

7 Compárese también Apocalipsis 17:15. N. del A. Vuelve al texto

8 Se hallarán pasajes paralelos en Mt 24:37-42 y Lc 17:24-37. En el Antiguo Testamento, los Salmos especialmente están llenos de esta separación de los impíos de entre los justos:ver Sal 1:4-5; 37:9-11; Mal 4:1-3. N. del A. Vuelve al texto

 


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