Roma y las Escrituras
SEGÚN ROMA, LA
INTERPRETACIÓN LITERAL DE LA BIBLIA ES PELIGROSA
Santiago
Escuain
La
prensa* se ha hecho eco de un nuevo documento
del Vaticano en el que se dice que la lectura de la Biblia es
peligrosa. Según este documento, ello es debido a que ofrece
una «falsa certidumbre» e invita a una forma de
«suicidio
del pensamiento».
Este
documento, sobre La interpretación de la Biblia en
la Iglesia, ha sido redactado por la Pontificia Comisión
Bíblica, y fue presentado en el Vaticano por el cardenal
Joseph Ratzinger como presidente de esta comisión.
Dice
un especialista de esta comisión que «la Biblia
precisa de una interpretación competente, ante el
fundamentalismo que se toma al pie de la letra las palabras de la
Escritura».
Ante
todo, esta declaración es muy cuestionable, pues el
fundamentalismo «no se toma al pie de la letra las palabras de
la Escritura», sino lo que significan sus declaraciones. En
efecto, el «fundamentalismo» acepta no el sentido literal
de las Escrituras, sino el sentido llano. Por
ejemplo, el «fundamentalismo» reconoce las figuras de
lenguaje de sentido común (donde a veces Roma, precisamente,
insiste en una cruda literalidad: Como ejemplo, cuando Cristo dice,
al dar el pan a Sus discípulos, Esto es mi Cuerpo;
quien interpreta aquí de una manera injustificadamente literal
y material es Roma, y no los «fundamentalistas»).
Lo
que en realidad quiere decir Roma con todos estos circunloquios
es que ningún creyente puede comprender la Escritura por
sí mismo, sino que precisa de una interpretación
competente. Esto es algo en lo que siempre ha insistido Roma:
El magisterio de la Iglesia. Ahora bien, lo que Roma entiende por
Iglesia aquí no es la comunión de los creyentes, sino
la estructura clerical-jerárquica que ha asumido el papel de
dictadura espiritual sobre sus fieles, que le deben por otra parte
una adhesión total y absoluta.
A
pesar de su pretendida preocupación por el «suicidio
del pensamiento» en que según Roma
caen aquellos que interpretan la Biblia de manera natural y llana, lo
que Roma no admite es que nadie ejerza su personal capacidad mental
para la lectura del Libro de Dios. Y no sólo esto, sino que
niega que nadie tenga esta capacidad aparte de la Jerarquía
Autorizada. Lo que quiere Roma es que todo el mundo acepte ciegamente
las interpretaciones con las que siempre ha tratado de desvirtuar las
llanas declaraciones de la Palabra de Dios tocante a las Buenas
Nuevas de la Salvación de Dios.
En
Roma vemos la tragedia histórica en la que una
Institución se ha esforzado por escamotear a los fieles
católicos el acceso directo a la Palabra que Dios les quiere
dar, y por negar a los fieles católicos la certidumbre que
Dios ofrece en Su amor y gracia mediante Su Palabra. Vemos
cómo se ha puesto la Iglesia-institución como objeto de
fe y de lealtad de los creyentes —con un uso erróneo del
concepto del «Cristo místico», o Cuerpo de
Cristo en la tierra—, en lugar de la confianza dada por el creyente
a Jesucristo hombre y Dios de una manera personal y del acceso
directo que mediante Él tenemos ante el Padre. El concepto de
Iglesia que Roma impone a sus fieles no es el que aparece en las
Escrituras. En ellas, la Iglesia es la feliz y santa comunión
de los ya salvados, que son hermanos, hijos de un mismo Padre en los
cielos, y unidos en un cuerpo bajo un mismo Señor y guiados
por el Espíritu Santo mediante la Palabra y dotados por Sus
dones. Es una comunión de salvados que se gozan no en
una «falsa certidumbre», sino en una certidumbre
gozosa: «Mirad que amor tan sublime nos ha dado el Padre,
para que seamos llamados hijos de Dios ... Estas cosas os he escrito
a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que
sepáis que tenéis vida eterna» (Primera
Epístola de Juan, 3:1; 5:13).
Para
pasar a ejemplos concretos, citaremos pasajes de la Escritura
que tratan de las diversas cuestiones sobre la salvación y la
vida cristiana, y dejaremos que el lector saque sus propias
consecuencias.
Una
clave del por qué: ¿Cómo interpreta Roma
pasajes como los que siguen?
Sobre
el reino de Cristo y la vocación de los Suyos
«Mi reino no es de este mundo» (Juan
18:36.)
«No alleguéis tesoros en la tierra, donde la
polilla
y el orín corroen, y donde los ladrones horadan y hurtan; sino
allegaos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín
corroen, y donde los ladrones no horadan ni hurtan. Porque donde
está tu tesoro, allí estará también tu
corazón» (Mateo 6:19.)
«Pero vosotros no queráis que os llamen
Rabí;
porque uno solo es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois
hermanos. Y no llaméis padre vuestro en la tierra a nadie;
porque uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos.
Ni seáis llamados maestros; porque uno solo es vuestro
Maestro, el Cristo. El mayor de vosotros, será vuestro
servidor. Mas cualquiera que se ensalce a sí mismo,
será humillado; y cualquiera que se humille a sí mismo,
será ensalzado. Mas, ¡ay de vosotros, escribas y
fariseos, hipócritas!, porque cerráis el reino de los
cielos delante de los hombres; pues ni entráis vosotros, ni
dejáis entrar a los que están entrando.»
(Evangelio de Mateo, 23:8-13).
«Ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos
recibisteis, y cómo os convertisteis a Dios abandonando los
ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los
cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a
Jesús, quien nos libra de la ira venidera.» (Primera
Epístola de Pablo a los Tesalonicenses, 1:9-10.)
Estos
pasajes, con muchos otros, son irreconciliables con Roma:
con su insistencia en el «Vicario de Cristo» como
«Santo Padre» y en el tratamiento formal dispensado a
los obipos y sacerdotes como «reverendísimos
padres» y «padres», así como
«monseñor» y otros muchos, buscando así
aquello contra lo que también advierte el Señor
Jesús: «Guardaos de los escribas, que gustan de
pasearse con ropas largas, de que les saluden respetuosamente en las
plazas y de ocupar las primeras sillas en las sinagogas, y los
lugares de honor en los banquetes ...» (Lucas 20:46). Son
también irreconciliables con el lujo y los fastos del Vaticano
y de tantas otras cortes eclesiásticas pertenecientes a la
disciplina romana (lo mismo que a otras formaciones
eclesiásticas no sujetas a Roma).
Sobre
la Salvación, la Gracia y las Obras
«Porque de tal manera amó Dios al mundo,
que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree
en él, no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no
envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que
el mundo sea salvo por medio de él. El que cree en él,
no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no
ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y
esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los
hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras
eran malas. Porque todo el que obra el mal, aborrece la luz y no
viene a la luz, para que sus obras no sean redargüidas.»
(Evangelio de Juan, 3:16-20.)
«Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con
Dios
por medio de nuestro Señor Jesucristo; por medio del cual
hemos obtenido también entrada por la fe a esta gracia en la
cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de
Dios.» (Romanos 5:1-2.)
«Porque por gracia habéis sido salvados por
medio de
la fe; y esto no proviene de vosotros, pues es don de Dios; no a base
de obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya,
creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios
preparó de antemano para que anduviésemos en
ellas.» (Efesios 2:8-10.)
«De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra,
y
cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a
condenación, sino que ha pasado de la muerte a la
vida.» (Evangelio de Juan, 5:24.)
«Pero cuando se manifestó la benignidad de Dios
nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó,
no en virtud de obras de justicia que nosotros hubiéramos
hecho, sino conforme a su misericordia, mediante el lavamiento de la
regeneración y la renovación por el Espíritu
Santo, a quien derramó sobre nosotros abundantemente por medio
de Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia,
viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida
eterna.» (Epístola de Pablo a Tito 3:4-7.)
Estos
pasajes son también imposibles de conciliar con la
doctrina romanista. En Roma, la salvación se logra quizá
al final de todo, tras una larga vida de
conseguir la salvación por las buenas obras con fe. Se pasa
por alto que toda buena obra hecha para lograr la salvación no
puede ser buena: se hace en beneficio propio y es por ello una forma
más de egoísmo. Dios sabe que no podemos alcanzar la
salvación, y nos la ofrece de pura gracia. Como se indica en
los pasajes anteriores, no es una mera salvación del infierno:
es una salvación para vida; una salvación que se acepta
por la fe y que involucra una transformación que opera Dios en
nosotros, y un camino de buenas obras para el que Dios nos ha
salvado. Así, Dios nos salva sin obras propias,
pero para buenas obras. Y es una salvación dada por
Dios ahora. Una vida eterna y una condición de hijos de Dios
que los salvos reciben de manera irreversible. Pero Roma no admite lo
que llama «falsas certidumbres», contradiciendo con
ello llanamente a las Escrituras, que nos ofrecen pasajes como el
escrito por el Apóstol Juan en su Primera Carta, donde
anuncia: «Estas cosas os he escrito a vosotros que
creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis
que tenéis vida eterna.» (Primera Epístola de
Juan, 5:13.) En contraste con esto, la doctrina de Roma sobre la
salvación no es la sencilla aceptación de Jesucristo
como Señor y Salvador, creyendo que Él murió por
nuestros pecados y que resucitó para nuestra
justificación: requiere la adhesión a su particular
disciplina y la aplicación de sus sacramentos, que tienen un
poder eficaz como medios de salvación. Naturalmente, si hay
conflictos entre la enseñanza llana de la Escritura y la
doctrina de Roma, para Roma es preferible dar «una
interpretación competente».
Cristo
como único mediador
«Porque hay un solo Dios, y un solo mediador
entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a
sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a
su debido tiempo.» (Primera Carta a Timoteo, 2:5-6.)
«Y en ningún otro hay salvación; porque
no
hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser
salvos.» (Hechos 4:12.)
La
Palabra de Dios nos lleva a depositar nuestra fe personalmente
en Jesucristo, muerto por nuestros pecados, resucitado y exaltado,
ascendido a las alturas y sentado a la diestra del Padre. Frente a
las sutilezas de Roma que quiere hacer de «Cristo encarnado en
la Iglesia» el Mediador, con lo que se refieren a la Iglesia
Jerárquica con todo su sistema sacramental, la Escritura es
taxativa: «Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre
Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (Primera
Epístola a Timoteo, 2:5). Observemos: el Único Mediador
es Jesucristo hombre. No el Cristo místico «encarnado
en la iglesia», sino Jesucristo hombre:
Aquel que es el Hombre glorificado, que está descrito
así en la Epístola de Pablo a los Romanos 8:34:
«¿Quién es el que condena? Cristo es el que
murió, el que además está a la diestra de Dios,
el que también intercede por nosotros.»
El
sacrificio de Cristo: Único y no repetido
- «La sangre de los toros y de los machos
cabríos
no puede quitar los pecados. Por lo cual, entrando en el mundo dice:
Sacrificio
y ofrenda no quisiste; pero me preparaste un cuerpo. En holocaustos y
expiaciones por el pecado no te complaciste. Entonces dije: He
aquí que
vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como está escrito de
mí en el
rollo del libro.
Diciendo más arriba: Sacrificio y ofrenda, holocaustos y
expiaciones por el pecado no quisiste, ni en ellos te complaciste
(las cuales cosas se ofrecen según la ley), ha dicho luego: He
aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad; quita lo
primero, para establecer lo segundo. En la cual voluntad hemos sido
santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una
vez para siempre. Y en verdad todo sacerdote [judaico] está
día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los
mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo,
habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, para siempre se
ha sentado a la diestra de Dios, esperando de ahí en adelante
hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque
con una sola ofrenda ha hecho perfectos para siempre a los que son
santificados.» (Epístola a los Hebreos, 10:4-14.)
Esto
se opone frontalmente a la doctrina de Roma de que la Misa es
una repetición no cruenta del Sacrificio de Jesucristo en la
cruz, y que esta repetición es esto, una
repetición y un sacrificio, no un simple recuerdo o
acción de gracias. Mantiene Roma también que este
sacrificio de la Misa tiene un valor propio, aplicable por los vivos
y los muertos. Los decretos del Concilio de Trento (que fueron
solemnemente ratificados por el Concilio Vaticano II) dicen:
Si alguno dice que en la misa no se ofrece un
sacrificio real y verdadero ... sea anatema (Canon 1).
Si alguno dice que por las palabras: «Haced esto en
memoria
de mí» Cristo no instituyó a los
apóstoles como sacerdotes, ni ordenó que los
apóstoles y otros sacerdotes ofreciesen su propio cuerpo y su
propia sangre, sea anatema (Canon 2).
Si alguno dice que el sacrificio de la misa es sólo
de
alabanza y acción de gracias; o que es meramente una
conmemoración del sacrificio consumado en la cruz pero no es
propiciatorio, sea anatema (Canon 3).
(John R. W. Stott, The Cross of Christ (Inglaterra,
Intervarsity Press, 1986), págs. 264, 265.
Más
crucial que el hecho de los anatemas es la
contradicción frontal con el hecho de que el sacrificio de
Cristo en la cruz fue único, suficiente y eternamente eficaz.
Sobre
los cargos en la Iglesia
«Es palabra fiel: Si alguno anhela obispado,
buena obra desea. Es, pues, necesario que el obispo sea
irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, ordenado,
hospedador, apto para enseñar; no dado al vino, no
pendenciero, no codicioso de ganancias deshonestas, sino amable,
apacible, no avaro; que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos
en sumisión con toda dignidad (pues el que no sabe gobernar su
propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de
Dios?)» (Primera Epístola de Pablo a Timoteo 3:1-5.)
«Porque el siervo del Señor no debe ser
pendenciero,
sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que
con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios
les conceda el arrepentimiento que conduce al pleno conocimiento de
la verdad.» (Segunda Epístola de Pablo a Timoteo,
2:24.)
«Por esta causa te dejé en Creta, para que
acabases
de poner en orden lo que faltaba, y constituyeses ancianos en cada
ciudad, como yo te ordené; el que sea irreprensible, marido de
una sola mujer, y tenga hijos creyentes, que no estén acusados
de disolución ni de rebeldía. Porque el obispo debe ser
irreprensible, como administrador de Dios; no arrogante, no iracundo,
no dado al vino, no pendenciero, no codicioso de ganancias
deshonestas, sino hospedador, amante de lo bueno, sensato, justo,
santo, dueño de sí mismo, retenedor de la palabra fiel
tal como ha sido enseñada, para que también pueda
exhortar con sana doctrina y redargüir a los que contradicen.
Porque hay aún muchos rebeldes, habladores de vanidades y
engañadores ... repréndelos duramente, para que sean
sanos en la fe, no atendiendo a fábulas judaicas, ni a
mandamientos de hombres que se apartan de la verdad.»
(Epístola de Pablo a Tito, 1:5-10.)
Observamos
aquí que el cargo de episkopos u obispo
es el mismo que el de anciano o presbyteros. Jerónimo
(el traductor de la Vulgata, «San Jerónimo» para
los católicos) reconoce que «en los antiguos, obispos y
presbíteros es lo mismo, porque lo primero es el nombre de la
dignidad, y lo último de la edad» (Epístola a
Oceano, Vall. 69, 416). Y en su epístola a Evangelo cita
Filipenses 1:1; Hechos 20; Tito 1:5, etc.; 1 Timoteo 4:14; 1 Pedro 5
y las epístolas segunda y tercera de Juan, y emplea un
lenguaje muy enérgico, diciendo textualmente: «Que
después se eligiera uno que estuviera por encima
(latín: praeponeretur) de los demás se hizo como
remedio para los cismas, no fuera que al ir cada uno a atraer hacia
sí la iglesia de Cristo la fuera a dividir.»
Jerónimo amplifica en este y otros escritos el testimonio de
que la elección de un obispo presidente entre los ancianos fue
una disposición no sacada de las Escrituras, sino de
conveniencia, debido al clericalismo en que se había
caído ya en aquel entonces, y que iría creciendo con el
posterior desarrollo de la iglesia, hasta culminar en Occidente con
el Papado.
Sobre
la advertencia de Pablo a los cargos locales de la
Iglesia y sobre las Escrituras y la comunión directa con Dios
como recurso de los creyentes
«Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el
rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por
supervisores [obispos], para apacentar la iglesia del Señor,
la cual él adquirió para sí por medio de su
propia sangre. Porque yo sé que después de mi partida
entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no
perdonarán al rebaño. Y de vosotros mismos se
levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar
tras sí a los discípulos. Por tanto, velad, recordando
que, por tres años, de noche y de día, no he cesado de
amonestar con lágrimas a cada uno. Y ahora, hermanos, os
encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para
sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados.»
(Pablo a los ancianos [presbíteros] que eran supervisores
[episkopos u obispos] de Éfeso, convocados en Mileto,
registrado en Hechos 20:28-32.)
«Inmediatamente, los hermanos enviaron de noche a
Pablo y a
Silas hasta Berea. Y ellos, habiendo llegado, entraron en la sinagoga
de los judíos. Y éstos eran más nobles que los
de Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud,
escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas
cosas eran así.» (Hechos 17:11.)
«Las cosas que se escribieron en el pasado, para
nuestra
enseñanza se escribieron, a fin de que por la
consolación de las Escrituras, tengamos esperanza»
(Epístola de Pablo a los Romanos, 15:4).
«La palabra de Cristo habite ricamente en vosotros,
enseñándoos y amonestándoos unos a otros en toda
sabiduría, ...» (Epístola de Pablo a los
Colosenses, 3:16).
«Pero tú persiste en lo que has aprendido y de
lo
que te persuadiste, sabiendo de quién lo has aprendido; y que
desde la infancia sabes las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden
hacer sabio para salvación por medio de la fe que es en Cristo
Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios, y útil
para enseñar, para redargüir, para corregir, para
instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea enteramente
apto, bien pertrechado para toda buena obra.» (Segunda
Epístola de Pablo a Timoteo, 3:14-17.)
«Lo que era desde el principio, lo que hemos
oído,
lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y
palparon nuestras manos acerca del Verbo de vida (porque la vida fue
manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la
vida eterna, la cual estaba con el Padre, y nos fue manifestada); lo
que hemos visto y oído, eso os anunciamos también; para
que también vosotros tengáis comunión con
nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y
con su Hijo Jesucristo. Os escribimos estas cosas para que vuestro
gozo sea completo.» (Primera Epístola de Juan, 1:1-4.)
«Hizo además Jesús muchas otras
señales en presencia de sus discípulos, las cuales no
están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito
para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de
Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre»
(Evangelio de Juan, 20:31).
«Bienaventurado el que lee, y los que oyen las
palabras de
esta profecía, y guardan las cosas escritas en ella; porque el
tiempo está cerca» (Apocalipsis, 1:3).
«¡He aquí, vengo pronto! Dichoso el que
guarda
las palabras de la profecía de este libro»
(Apocalipsis, 22:7).
Los
apóstoles y evangelistas escribieron para los
cristianos sencillos. Y escribieron para que el gozo de ellos fuese
completo. Para que tuviesen una plena certidumbre de fe y un pleno
gozo de la salvación, y el conocimiento de su acceso personal
y directo delante de Dios como Padre por medio de Jesucristo Hombre
glorificado a la diestra del Padre. Pablo, escribiendo a
Corinto, decía a los destinatarios de sus escritos: «Pues
mirad hermanos, vuestro llamamiento, que no sois muchos
sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles;
sino que escogió Dios lo necio del mundo para avergonzar a los
sabios; y escogió Dios lo débil del mundo, para
avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado
escogió Dios, y lo que no es, para anular lo que es, a fin de
que nadie se jacte en su presencia. Mas por obra suya estáis
vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho de parte
de Dios sabiduría, justificación, santificación
y redención; para que, tal como está escrito: El que se
gloría, gloríese en el Señor» (Primera
Epístola a los Corintios, 1:26-31).
Históricamente,
la iglesia de Roma no ha sido de ayuda para
que los creyentes tuviesen fácil acceso a la Escritura. Con el
advenimiento de la imprenta, Roma vio en la rápida
difusión de las Escrituras un poderoso enemigo que combatir, y
por decreto del Concilio de Trento procuró poner todas las
trabas posibles para su difusión. Allí donde Roma
dominaba, se impedía al pueblo que tuviese acceso a
traducciones de la Biblia. Uno de sus principales argumentos era que
la Biblia no era para el común de la gente, para la gente
sencilla. «Doctores tiene la Iglesia.» La palabra de
la iglesia era la norma; no la palabra de Dios. Esto en
contradicción a la clara intención de los
apóstoles, que se dirigían directamente a los sencillos
cristianos, con el propósito, entre otros, de advertirlos
contra los falsos maestros, contra los razonamientos sutiles y contra
los que torcerían las Escrituras para sus propios fines. En la
actualidad, y como vemos por las actuales acciones, se sigue en el
mismo sentido. Manteniendo las formas de una aparente libertad de
acceder a las Escrituras, en realidad se desautoriza a los
católicos a que las empleen como la norma verdadera para su fe
y vida. La norma, para Roma sigue siendo la iglesia divinizada.
Sobre
la responsabilidad de cada creyente de juzgar toda
enseñanza dada por los que profesan ser enseñadores
- «Asimismo los profetas hablen dos o tres, y los
demás disciernan.» (Primera Epístola de Pablo a los
Corintios 14:29.)
«Mas vosotros tenéis la unción del
Santo,
y sabéis todas las cosas. No os he escrito como si ignoraseis la
verdad, sino porque la sabéis, y porque ninguna mentira procede
de la verdad. ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega
que Jesús es el Cristo? Éste es el anticristo, el que
niega al Padre y al Hijo. Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene
al Padre. El que confiesa al Hijo, tiene también al Padre. En
cuanto a vosotros, lo que habéis oído desde el principio,
permanezca en vosotros. Si lo que habéis oído desde el
principio permanece en vosotros, también vosotros
permaneceréis en el Hijo y en el Padre.
- Y esta es la promesa que él nos hizo, la vida
eterna.
- Os he escrito esto sobre los que os engañan.
- Y en cuanto a vosotros, la unción que recibisteis
de
él permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que
nadie os enseñe; sino que así como la unción misma
os enseña todas las cosas, y es verdadera, y no es mentira,
así también, según ella os ha enseñado,
permaneced en él.» (Primera Epístola de Juan,
2:20-27.)
Sobre
la advertencia del Señor Jesucristo a sus
discípulos del rechazo que sufrirían en el mundo
«Si el mundo os aborrece, sabed que a mí
me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo
amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os
elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Acordaos de la
palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su
señor. Si a mí me han perseguido, también a
vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra,
también guardarán la vuestra. Mas todo esto os
harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha
enviado. ... Estas cosas os he hablado para que no tengáis
tropiezo. Os expulsarán de las sinagogas; y aun viene la hora
cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a
Dios. Y harán esto porque no conocen al Padre ni a
mí.» (Evangelio de Juan, 15:18-21; 16:1-3.)
Sobre
los falsos maestros que buscarían desvirtuar el
sentido llano de las Escrituras
«Por lo cual, oh amados, estando en espera de
estas cosas, procurad con diligencia ser hallados por él sin
mancha e irreprensibles, en paz. Y considerad que la longanimidad de
nuestro Señor es para salvación; como también
nuestro amado hermano Pablo, según la sabiduría que le
ha sido dada, os ha escrito asimismo en todas sus epístolas,
hablando en ellas de estas cosas; entre las cuales hay algunas
difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes
tuercen, como también las demás Escrituras, para su
propia perdición. Así que vosotros, oh amados,
sabiéndolo de antemano, guardaos, no sea que arrastrados por
el error de los inicuos, caigáis de vuestra firmeza. Antes
bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo. ¡A él la gloria ahora y hasta el
día de la eternidad! Amén.» (Segunda
Epístola de Pedro, 3:14-18.)
«Mirad que no haya nadie que os esté llevando
cautivos por medio de filosofías y huecas sutilezas,
según la tradición de hombres, conforme a los
principios elementales del mundo, y no según Cristo.
(Epístola de Pablo a los Colosenses 2:8.)
El
problema crucial que tiene Roma con una lectura llana de las
Escrituras es que hay un choque frontal entre la dinámica de
la salvación en las Escrituras y lo que Roma propone.
En
efecto. Las Escrituras declaran primero que el pecador
está perdido y que necesita la salvación de parte de
Dios. Las Escrituras anuncian el perdón de los pecados a todo
aquel que cree en Jesucristo, y la posesión presente de la
vida eterna. Esta salvación es sencillamente por la obra
consumada de Cristo en la cruz por los pecadores, donde Él
murió por nosotros, y se obtiene creyendo en él. Es una
salvación para buenas obras, esto es, su objeto es darnos una
nueva naturaleza y un nuevo andar. Pero no es por obras, es decir, no
se consigue mediante ninguna buena obra nuestra, sino sólo por
la fe puesta en la obra de Cristo en la cruz. Y es por medio de esta
salvación es incorporado a una comunión fraternal con
los demás salvados, para crecer en la gracia y el conocimiento
de Cristo, servir al Dios vivo y verdadero, apartado de los
ídolos, y esperar a Jesucristo de los cielos.
En
cambio, según Roma, la iglesia es el canal de la
salvación obrada por Cristo en la cruz, y es necesario
pertenecer a ella para obtener finalmente la salvación. Para
ello, ha de recibir los sacramentos. El bautismo es según Roma
lo que le hace hijo de Dios y heredero del cielo. Cuando cae del
llamado «estado de gracia» por pecado mortal, necesita
el sacramento de la penitencia para no ir al infierno y ser
restaurado al estado de gracia. Mediante estos y otros sacramentos es
llevado por la Iglesia a mantenerse en el estado de gracia. Si muere
en este estado de gracia, irá generalmente al purgatorio para
pagar «las penas temporales» por los pecados que haya
cometido, tanto de los veniales como de los mortales perdonados por
la penitencia, y, finalmente, cuando sea apto, al cielo.
El
«evangelio» de Roma es en realidad un evangelio
diferente. Es asimismo un sistema de tiranía por medio del
cual se mantiene a multitudes bajo un temor constante en lugar de
aquella libertad perfecta de aquel amor que echa fuera el temor (1
Juan 4:18). ¿A qué amor se refiere el apóstol
Juan? Dice él: «En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a
nosotros, y envió a su Hijo como propiciación por
nuestros pecados.» Todo amor del salvado para con Dios es
consecuencia y fruto de este amor de Dios para con nosotros, fruto de
una salvación recibida y vivida por la fe: «Nosotros le
amamos a él, porque él nos amó primero»
(1 Juan 4:19). Bien al contrario de ser el Evangelio un instrumento
de temor y sujeción a instituciones, pone al creyente en
contacto directo con Dios por medio de Jesucristo, en relación
fraternal los unos con los otros y en un camino de buenas obras que
no se hacen para alcanzar una salvación ya recibida como un
don gratuito de Dios, sino para agradar a Dios en todo y andar como
es digno de esta condición de hijos de Dios. «Así
que, por cuanto los hijos han tenido en
común una carne y una sangre, él también
participó de lo mismo, para, por medio de la muerte, destruir
al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y
librar a todos los que por el temor de la muerte estaban toda la vida
sujetos a servidumbre» (Hebreos 4:15).
* Presència
Evangèlica Maig/Juny 1994, No. 145-146, pàg. 30 Vuelve al
texto
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EL EVANGELIO SEGÚN ROMA
Una comparación de la tradición
católica
con la Palabra de Dios
Cuando la reciente publicación del Catecismo
de la
Iglesia Católica se anunció en la lista de
best-séllers del New York Times, su asombroso éxito
confirmó el abrumador interés de católicos y
protestantes para entender el catolicismo moderno. Este cuidadoso y
penetrante examen de la Iglesia Católica da:
- Una comparación de las
Escrituras
con el primer catecismo católico mundial que se ha publicado en
400 años.
- Un resumen de cómo el
catolicismo
moderno contempla la gracia, las obras y el cielo.
- Razones por las que el plan
católico
de salvación sigue estando en contradicción con la verdad
bíblica.
- Una perspectiva equilibrada de
cómo
la estructura de autoridad de la Iglesia Católica Romana se
compara con la de la Iglesia del Nuevo Testamento.
- Una explicación de por
qué la
participación en la misa y en otros sacramentos no es
consecuente con la fe en Cristo como
Salvador. ISBN:
0-8254-1461-X
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libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y
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