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J. Edwin Orr

HECHOS CONTRA FALACIAS

Versión castellana:
Francesc Closa


Un maestro en Santa Mónica decidió escribir sobre la cuestión del alcoholismo para su disertación de doctorado en la Universidad de California en los Angeles. Para ganar un doctorado se ha de hacer una contribución en el campo del conocimiento. En cuanto a esto, se encontraba con un problema. —¿Qué es lo que podría conocer yo que sea nuevo sobre el alcoholismo, —pensó—, cuando la gente se ha estado emborrachando durante miles de años?

Luchó con este problema y llegó a una posible respuesta.

Reflexionó: —Si encuentro el denominador común en los casos de borrachera, tal vez podría descubrir la causa del alcoholismo.

—¡Buena idea!, —le dijo su profesor—. Trabaja en esto.

El hecho de que él mismo era un abstemio total le suponía otro problema. Entonces se acordó de un viejo del barrio bajo, borracho ocasional, que se ofreció a hacerle toda la investigación a cambio sólo de las materias primas.

Los informes llegaron uno detrás de otro de aquel activo investigador. El lunes se emborrachó con whisky y soda; el martes con brandy y soda; el miércoles con ron y soda; el jueves con ginebra y soda, y el viernes con vodka y soda. Y así continuó la cosa.

Johnson se hizo la pregunta: —Entonces, ¿qué es lo que le emborracha? Ha de ser el denominador común: ¡la soda!

Esto ilustra, burla burlando, la insensatez de las falacias. Se puede llegar a conclusiones en base a un común denominador, pero no se pueden ignorar otros factores. La causa de la borrachera es el alcohol, no la soda.

Y así sucede con algunas de las falacias en las cuales se citan científicos contra la fe. Cuando se escuchan, parecen convincentes; pero son totalmente falsas, y los principios involucrados exigen una revisión total.

Durante el invierno, Irkutsk es una metrópolis gris pero activa en el lejano oriente de Moscú, en la zona asiática de Rusia. No está muy al sur de la latitud de los lugares habitados más fríos de la tierra. Me sentí contento de no pasar demasiado tiempo en sus calles, pero me entretuve visitando la universidad.

Habiéndome concentrado en geografía y geología para el primer grado de postgraduado, estaba interesado en ver el fascinante lago Baikal de Siberia, que estaba cerca, tan grande como toda Suiza, y con una profundidad de un kilómetro y medio.

Sacha Sergeievich Samarin,1 un estudiante de idiomas de la universidad con un sorprendente acento de Oxford, fue designado para acompañar un grupo nuestro a Baikal. Decidí conversar con él, con la esperanza de dirigir la conversación a cuestiones espirituales, más que materiales.

Al principio hablamos de cuestiones científicas, por lo que introduje una observación provocativa sobre ciencia y fe. Sacha, como todos los buenos guías de Intourist, había recibido instrucciones de no entrar en conversaciones con los turistas sobre cuestiones religiosas (algunos de estos visitantes estaban condicionados por conceptos pasados de moda en educación, y una observación demasiado brusca podría herir sus sentimientos). Pero con un turista educado y amistoso, Sacha pensó que podría comunicarse.

LA CIENCIA REFUTA

—Pero, —respondió él—, ¿es que hay alguien con una educación científica que crea en Dios, hoy en día?

—¿Tú tienes una educación científica?, —le pregunté.

—No, —me contestó—. Pero he estudiado un poco de ciencia. Mi interés se centra en la literatura, pero disfruté estudiando algunos cursos de ciencia.

—Yo también, —le aseguré—. He estado interesado en la ciencia toda mi vida. Pero no sé de ningún argumento científico contra el concepto de Dios.

Sacha quedó atónito.

—¿Lo dice en serio?, —me preguntó.

—¡Y tanto!

Caminamos dificultosamente sobre la nieve, un poco apartados de los otros turistas y del chófer. Reanudé la conversación:

—Sacha, ¿estarías de acuerdo en que durante los últimos setenta años y pico los científicos han descubierto miles de hechos?

Se lo pensó un tiempo, interesado a pesar suyo, pero buscando alguna posible trampa en aquella pregunta inocente.

—¿Me podrías mencionar un hecho descubierto entre todos éstos que contradiga el concepto de Dios?

Sacha no contestó. Bromeé con él sobre sugerencias divertidas, pero él las excluyó y aceptó que los científicos no habían descubierto un solo hecho que contradijese el concepto de Dios.

—Muy bien, —proseguí—: ¿Estarías de acuerdo en que durante los últimos setenta años y pico los científicos han propuesto miles de teorías para explicar estos hechos?

Sacha estuvo de acuerdo. Le observé que algunas teorías habían sido descartadas, como el concepto de las ondas de radio transmitidas a través del éter; y que algunas estaban en suspenso, por falta de evidencia; pero muchas habían sido adoptadas como hipótesis de trabajo.

—¿Estás de acuerdo, Sacha, en que los proyectos espaciales rusos y americanos se basan en las mismas teorías científicas?

Asintió.

—Pues bien, —continué—: ¿Me podrías señalar una sola teoría científica que contradiga la existencia de Dios?

Sacha lanzó una patada a la nieve mientras reflexionaba. Para distender la conversación, sugerí: «¿Qué te parece la gravitación? ¿Contradice esta teoría la existencia de Dios? Si lo hace, ¿cómo me explicas que Sir Isaac Newton, quien propuso la teoría, creyese él mismo en Dios?

Sacha protestó rápidamente: —Pero señor, esto fue hace trescientos años, cuando todo el mundo creía en Dios. Era lo normal entonces.

—Muy bien, —contesté—: Consideremos el siglo XX. Muchas personas consideran a Albert Einstein como el más grande científico de este siglo. Él propuso la teoría de la relatividad. Sugirió todo tipo de pruebas para su validez, y hoy día está generalmente aceptada. ¿Contradice esta teoría la existencia de Dios? Y si lo hace, ¿cómo me explicas el hecho de que Albert Einstein profesaba creer en Dios a su manera?»

Otra vez Sacha no me respondió. Estaba pensando que me sugeriría, como un joven americano me había sugerido, que la «cosmología del estado estacionario» —la idea de que el universo es eterno y autosustentante— anulaba la idea de Dios; y yo estaba igualmente presto para responderle que «esta especulación no ha producido ninguna evidencia observable hasta ahora.» Pero Sacha se quedó callado, lo que sugería que los científicos soviéticos estaban más dados a la teoría del «big-bang» del universo en expansión.2

Finalmente Sacha Sergeievich Samarin esbozó una sonrisa nerviosa. Volvió a contar una historia muy repetida: —Cuando nuestros cosmonautas volvieron de orbitar la tierra, —recordó—, uno de ellos dijo que habían estado mirando con toda atención buscando a Dios allá arriba, ¡y que no lo habían visto por ningún lado! Esto hizo temblar a algunos de nuestros viejos creyentes.

—Pero no precisamente a creyentes instruidos, —protesté yo—. Me siento muy sorprendido de que un ruso educado, cosmonauta o no, piense siquiera en buscar a Dios orbitando alrededor de la tierra. ¿En qué especie de Dios se piensan que creen los cristianos, exceptuando a los niños?

—La ciencia es neutral cuando se trata de la fe religiosa, pero esto no quiere decir que los científicos sean siempre o con frecuencia neutrales. Uno de nuestros más grandes científicos fue Arthur H. Compton. Un par de páginas en la enciclopedia están dedicadas a sus descubrimientos. Déjame citarte lo que él dijo: «La ciencia es la observación del propósito de Dios en la naturaleza. La misma existencia del asombroso mundo del átomo y de la radiación señala hacia una creación llena de propósito, a la idea de que hay un Dios y un propósito inteligente detrás de cada cosa.»3

LA CIENCIA INVALIDA

Tashkent, la metrópolis del Asia Central Soviética, resultó ser una ciudad sumamente interesante, destinada —triste es decirlo— a ser destruida por un terremoto poco después de mi visita.

Encontré una maestra de escuela uzbeka, cautelosamente dispuesta a tener una conversación. Comenzamos tratando de la cultura uzbeka. Finalmente le hablé sobre mi conversación con un estudiante de Irkutsk. La señora Khoja tenía evidentemente antecedentes musulmanes pero había estudiado en Tashkent en ruso, y en Samarkanda en uzbeko. Hizo esta aguda observación:

—Señor, no seré tan estúpida como para decir que la ciencia contradice la idea de Dios; pero la ciencia lo explica todo y esto hace superflua la idea de Dios. Gracias a la ciencia, no necesito a Dios.

—¿La ciencia lo explica todo?», le pregunté, enarcando las cejas.

—De acuerdo, —dijo ella—: «limitaré mi afirmación diciendo que la ciencia va de camino a explicarlo todo.

—La ciencia, —le sugerí suavemente—, explica muchas cosas que la gente no instruída atribuye directamente a Dios. Cuando yo era un niño pequeño de cuatro años oí el retumbar del trueno, y le dije a mi madre que Dios estaba moviendo los muebles allá arriba.

»Pero, ¿lo explica todo la ciencia? Entre en mi cocina y pregúnteme: "¿por qué está hirviendo la marmita?" Y yo le contesto: "la marmita está hirviendo porque la combustión del gas produce calor, que es transferido al fondo de la marmita, el cual, como que es un buen conductor, lo transfiere inmediatamente al agua. Las moléculas de agua se agitan, y giran haciendo ruido, pasando finalmente al estado de agua en forma de vapor; y por eso hierve la marmita."

»Entonces mi mujer entra en la cocina y le preguntas: "¿por qué hierve la marmita?" Y ella te dice: "la marmita hierve porque te voy a hacer un té".

La señora Khoja rió de buena gana.

—Yo no le dije por qué hervía la marmita, —añadí—. Le dije cómo estaba hirviendo la marmita. Y la ciencia no sabe en absoluto el por qué de nada, sino solamente el cómo y el qué.

—Comprendo lo que me quiere decir, —contestó la señora uzbeka—, pero estoy segura de que ha de haber una respuesta.

—Míreselo de esta manera, —le dije—: Los líquidos generalmente se contraen cuando se congelan. La gran excepción es el agua, que se expande cuando se transforma en hielo. Pregúntele a un físico por qué es así, y le dirá que no puede explicar el por qué, pero que sabe que es así como se comporta el agua. La razón de que el agua se expanda al helarse es que si no fuera así, los mares, lagos y ríos se helarían hasta el fondo, y esto haría la vida imposible en este planeta. ¿Tiene Vd. una filosofía mejor?

No hay ningún problema en conceder todos los triunfos de la empresa científica, con la limitación de que ninguno de ellos explica en absoluto el «por qué» de las cosas, sino solamente «cómo funcionan» y «qué son».

LA CIENCIA EXCLUYE

Un visitante de habla inglesa en la Unión Soviética propuso la tercera popular falacia pseudo-científica. En un hotel de Moscú, en presencia de un pastor evangélico ruso, el profesor y conferenciante Michaelson se puso inesperadamente del lado de su anfitrión ateo contra los dos creyentes en la mesa.

—Estoy dispuesto a conceder en el acto, —afirmó—, que nuestro amigo Orr está totalmente en lo cierto al decir que la ciencia no refuta la existencia de Dios. Y así es exactamente. Pero conviene añadir que tampoco la ciencia demuestra la existencia de Dios. De hecho, en esta cuestión tan importante la ciencia no ofrece ninguna evidencia de ningún tipo. Por esto, en la total ausencia de evidencia, ¿por qué nadie ha de querer creer en una proposición que ni tiene apoyo ni está avalada por nada?

La falacia del profesor consistía desde luego en la superficial suposición de que la única evidencia que puede ser considerada es la científica. Pero es notorio que hay otros tipos de evidencia además de la científica. También existen la evidencia legal, la evidencia histórica, y de otros tipos que no tienen demostración alguna en un laboratorio.

Les expliqué a mis amigos rusos: —En Long Beach, una ciudad al sur de California, acusaron a cierto abogado del asesinato de su esposa y del amante de ella. Su coartada presentada en el tribunal decía que en la noche del asesinato él estaba en Las Vegas, a cientos de kilómetros de distancia, en las conocidas mesas de juego.

»No pudo mantener su coartada, —continué explicando—, y fue sentenciado a cadena perpetua. Pero pensémoslo: ¿Qué necesitaba para conseguir la absolución? Sólo dos testimonios. ¿Era necesario que fuesen científicos? No; habría sido suficiente con dos personas sin ninguna titulación académica. Si hubiese presentado un taxista y una camarera, el taxista habría afirmado que había recogido aquel hombre en el aeropuerto a las ocho de la tarde, y si la camarera hubiese dicho que le había servido una taza de café a las diez, hubiese salido libre.

»Naturalmente, el taxista y la camarera hubiesen sido sometidos a un interrogatorio minucioso para confirmar o desacreditar sus historias. Los expertos legales tienen su propia manera, tan sistemática como los científicos en sus laboratorios, para evaluar la evidencia. Básicamente, la fe cristiana está basada en la confesión de testimonios; la razón por la cual se expandió tan rápidamente por el Imperio Romano es que había más de cuatrocientos testimonios oculares vivos un cuarto de siglo después para testificar que habían visto a Jesucristo vivo de entre los muertos.

—Quizá algunos creyeron entonces, —dijo Michaelson—, pero esto fue hace mucho tiempo.

—Pero existe la evidencia histórica, —añadí yo—. Y existe un método histórico para evaluarla, lo mismo que hay un método científico. George Washington cruzó el Río Delaware para sorprender a la guarnición hessiana. Y ellos estaban esperando a Santa Claus, no precisamente a Washington.

»No hay evidencia científica de esta acción militar. Un equipo de geólogos en la orilla del Delaware no encontraría ninguna evidencia en las rocas. Pero hay abundante evidencia histórica: el diario de Washington, y los registros de los ejércitos continentales y de los británicos.

»Y se podría decir que el relato de los evangelios está más respaldado hoy por los historiadores que nunca. Las afirmaciones que hace que han podido ser contrastadas han resultado ser ciertas. Y tiene la resonancia de la verdad.»

A PESAR DEL ADOCTRINAMIENTO

Los funcionarios me informaron que no había Iglesia Evangélica en Kiev, pero accedieron después de una sutil persuasión y me llevaron a la congregación más cercana.

Tanya Kiritchenka vino de la universidad para hacerme de guía turística. Era una chica inteligente, sorprendida al ver que un graduado universitario fuese un creyente evidente. Finalmente me hizo esta confidencia: —La semana pasada oré a Dios.

»Realmente, fue una estupidez. Soy atea, miembro de la sociedad anti-Dios en la universidad. Pero mi madre había estado enferma y yo estaba mal preparada para un examen de inglés. Y oré: "¡Oh Dios! por favor, ayúdame en mi examen". ¿No fue una estupidez?

—Quizá no, —le respondí—. ¿Como te fue el examen?

—Muy bien, —me contestó—, tenía la mente clara, la memoria me trabajaba bien y me dieron una buena nota.

—¡Quizás el Señor te ayudó después de todo!

—Mire, —me contestó ella—, esto es una idiotez. Soy atea y miembro de la sociedad anti-Dios, por lo que si hay algún Dios, ¿por qué querría él ayudar a su enemigo?

—¿Vives con tu madre?

Respondió afirmativamente.

—¿Haces siempre lo que ella te dice?

—No, ahora soy adulta. Tomo mis propias decisiones.

—¿A veces complaces a tu madre? ¿La haces sufrir en ocasiones?

—Sí, es verdad.

—¿Pero tu madre te ama? ¿Por qué?

—Bien, ella me trajo al mundo.

—Dios aún te ama, y aún mucho más que ella.

Ella no me respondió ni una palabra, pero yo sabía que el mensaje le había llegado. Cambié de tema, pero antes de despedirnos en medio de la nieve, ella me dijo:

—¿Dónde está esta Iglesia Evangélica? Me gustaría oír cantar el coro alguna vez. —Esto es todo lo que se atrevió a decir, porque una denuncia por manifestar un interés en la religión le podría costar el trabajo.



NOTAS

1. Los nombres de las personas han sido cambiados, y también el de los lugares. Volver al texto

2. Paul B. Weisz, Elements of Biology, pág. 432. Volver al texto

3. Ver también A. H. Compton, The Freedom of Man, pág. 75 y ss. Volver al texto



FUENTE: Prairie Overcomer, Septiembre 1987, págs. 10-13, 23. (Three Hills, Alberta, Prairie Bible Institute). Este artículo, publicado en la revista mencionada, fue condensado del primer capítulo del libro The Faith that Persuades (Harper & Row, New York, NY. Copyright 1977) por el difunto doctor J. Edwin Orr.



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