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La imposibilidad del agnosticismo

por Leith Samuel

Versión castellana: Francesc Closa


EL PROFESOR T. H. HUXLEY introdujo la palabra agnóstico en 1869 en el círculo de la ahora inexistente Sociedad Metafísica. Escribiendo un tiempo más tarde, dijo: «Cuando llegué a la madurez intelectual y comencé a preguntarme a mí mismo si yo era ateo, o teísta, panteísta, materialista, idealista, cristiano, o librepensador, encontré que cuanto más aprendía y reflexionaba, tanto menos seguro me sentía sobre la respuesta, hasta que por fin llegué a la conclusión de que no tenía nada que ver con ninguna de estas denominaciones, excepto con la última. La mayoría de esta buena gente... estaban bien seguros de que habían experimentado una cierta "gnosis", y que habían, de una manera más o menos satisfactoria, solucionado el problema de la existencia; en cambio, yo estaba bien seguro de que no había alcanzado esto, y tenía una convicción bastante intensa de que el problema era irresoluble. ... La mayoría de mis colegas en la Sociedad Metafísica eran -istas de uno u otro tipo ... por lo cual medité e inventé lo que concebí como el título apropiado de agnóstico. Me vino a la mente como algo sugerentemente antitético de los "gnósticos" de la historia de la iglesia, que profesaban conocer tanto sobre las mismas cosas que yo ignoraba; y aproveché la primera ocasión para exponerlo a nuestra Sociedad. Y para gran satisfacción mía, el término fue aceptado.»

 

UN AGNÓSTICO

Una definición actualizada de un diccionario normativo define como agnóstico a «uno que niega que podemos conocer lo absoluto o lo infinito, o demostrar o falsar nada más allá de los fenómenos materiales del universo, aún cuando tales cosas puedan existir.» También se define el agnosticismo como «la doctrina de un agnóstico.»

Pero no es infrecuente que la derivación etimológica y el uso moderno de una palabra puedan variar. Muchos de nosotros somos conscientes del cambio radical que ha tenido la palabra «álgido» en castellano, desde significar el punto más bajo y frío de una cosa hasta significar el más candente y activo. La palabra agnóstico también ha sufrido a manos de sus usuarios. En el mundo estudiantil, muchos utilizan este adjetivo para referirse a ellos mismos en un sentido absoluto o condicionado, pero es evidente que le atribuimos unos significados muy diversos. No hay que poseer un gran discernimiento para observar al menos tres categorías o grupos diferentes de agnósticos. De los dos primeros hay que admitir que son unas posturas perfectamente racionales en las que una mente lógica puede encontrar una consistencia provisional. Pero no se puede decir lo mismo de la tercera que implica una mayor inhibición que cualquiera que pueda ser resuelta pro tempore. Ahora bien, hay ciertos factores que, cuando entran en nuestra conciencia, hacen imposible que podamos mantener ninguna de estas posiciones por más tiempo. Es en este sentido que hablamos de «la imposibilidad del agnosticismo».

1. El Agnóstico Indiferente

Este grupo, el primero en el orden de nuestra consideración, se caracteriza por una ignorancia satisfecha, casi retadora. La actitud de una persona con esta disposición mental encuentra expresión en frases como «No lo sé, y francamente no me preocupa nada. Estoy perfectamente feliz tal como soy, y no dispongo de tiempo para perderlo con gente que quiere interferir con los placeres de otras personas.» Si no fuese tan educado, podría añadir, frívolamente: «Vete a freír espárragos»; o, de manera seca: «Ocúpate de tus asuntos y yo me ocuparé de los míos.» Pero su actitud difícilmente puede ser interpretada como una negación de la existencia o validez de los hechos que no ha investigado de una manera personal. Todo lo que podemos decir es que lo deja todo de lado como absolutamente irrelevante.

2. El Agnóstico Insatisfecho

Esta persona es ignorante, y cuanto mayores conocimientos tiene, más angustiada se encuentra frente a su ignorancia. Ninguna otra rama del conocimiento le ha rehuido como ésta. Al conversar con alguien que afirme tener un conocimiento, responde: «No lo sé pero estoy dispuesto a investigar... No tengo ni idea ¿Tú sí? Entonces dímelo. Probaré cualquier cosa una vez.» Naturalmente, se ha encontrado con personas religiosas de conducta inconsecuente, cuyas vidas no soportan ninguna comparación con la de algunos filántropos materialistas. Pero, por la razón que sea, ¡el materialismo no le atrae como solía hacerlo en los tiempos en que pensaba que era infalible y omnisciente, y que ya había llegado «al fondo del asunto»! Aunque hace grandes esfuerzos de vez en cuando para olvidar los enigmas de las vida, la verdad es que quiere encontrar respuestas a preguntas como «¿Por qué estamos aquí?» o «¿Dónde vamos cuando salimos de aquí?», sin perder su interés en el «¿Cómo funciona?» o «¿Podemos desmontarlo y analizarlo...?» Ya no se encuentra atrapado por la falacia de que una descripción es una explicación (una falacia tan frecuentemente ignorada en la enseñanza popular de la teoría de la evolución). La aceptación crédula de esta teoría lo había llevado anteriormente a dejar de lado el concepto de un Creador que da comienzo a todo, con total libertad para intervenir en el mundo que él mismo creó.

3. El Agnóstico Dogmático

Aquí tenemos la persona sobre la que ha caído el manto de Tomas Huxley. Afirma que no podemos saber nada de Dios ni del mundo sobrenatural. Nadie puede conocer ni probar nada fuera del mundo material. Asegura llanamente: «Yo no lo sé. Tu no lo sabes. Nadie lo puede saber.» Esta persona no es «indiferente». Se toma su agnosticismo más seriamente que muchos cristianos el cristianismo. Y su vida externa podría avergonzar a muchos cristianos profesantes con los que se le comparase.

FACTORES RACIONALES

Naturalmente, los factores que hacen posible hablar racionalmente en términos de la «imposibilidad» del agnosticismo varían con cada posición. Tomemos la primera. Llega un día en que los más despreocupados comienzan a preocuparse intensamente. La proximidad de la muerte hace que el más ardoroso seguidor de los placeres se detenga a pensar. Voltaire, que ha iniciado a tantos en el arte de ridiculizar cualquier cosa que asegure ser sobrenatural, chillaba en su lecho de muerte: «Oh Dios, sálvame. Jesucristo, sálvame. Dios, ten misericordia de mí.» Thomas Paine, el autor de La Edad de la Razón, nos da otro ejemplo. Durante su última enfermedad fue constantemente asistido por Mary Roscoe, de Greenwich, New York. Él le preguntó si no había leído nunca alguno de sus escritos. Cuando le dijo que sólo había leído un poco, le preguntó cuál era su opinión sincera, añadiendo: «de una persona como usted espero una respuesta verdadera». Ella le dijo que cuando era muy joven le habían dado su libro La Edad de la Razón, pero que cuanto más lo leía, más deprimida y angustiada se sentía, por lo que acabó arrojándolo al fuego. «Desearía que todos hubiesen hecho como usted», le contestó él, «porque si nunca el diablo ha tenido parte en alguna obra, ha sido en que yo escribiese este libro.» Mientras ella cuidaba de sus necesidades, le oyó decir una y otra vez con gran intensidad: «¡Oh Señor, Señor Dios!» o «¡Señor Jesús, ten misericordia de mí!» Hay buenas razones para creer que unas retractaciones por escrito de sus anteriores ideas fueron destruidas por sus antiguos amigos después de su muerte.1

La segunda posición se encuentra con una imposibilidad empírica. El hombre que busque encontrará con toda certeza, siempre que busque en el lugar y con el método adecuados. ¡No esperaríamos encontrar los resultados de nuestra búsqueda colgados en la cabina telefónica más cercana, por muy conveniente —o turbador— que eso fuese! Pero nos sentiríamos frustrados si no los encontrásemos expuestos en el lugar aprobado o en el día convenido. En cuestiones de religión tenemos palabras de la máxima autoridad: «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.»2 No podemos demostrar ni refutar estas declaraciones sin pedir, y no podemos pedir sin recibir. Si pretendemos que ya hemos pedido en vano, no podemos haber pedido correctamente. Dios ha dicho: «Me encontraréis cuando me busquéis de todo corazón.»3

La tercera posición, la del agnóstico dogmático, ha de ser examinada más de cerca. Generalmente hablando, este hombre está bien basado en una aproximación científica a la vida, que él cree no da cabida a un Dios personal. Se considera generalmente que el método científico comienza con la observación de los sentidos. Pero antes de llegar a este punto se han de hacer muchas suposiciones, como por ejemplo: «Yo existo; mis sentidos funcionan de una manera correcta; tienen afinidad con los de anteriores observadores; los datos sensoriales se corresponden con la realidad; existe una constancia o una consistencia inherente en el universo; hay una unidad orgánica entre el ayer, el hoy y el mañana desconocido, etc.» Ninguna persona razonable objeta a que el científico haga estas suposiciones. Pero ningún científico puede reunir una cantidad aplastante y concluyente de ellas, y decir: «Esta es la prueba final.» Todo lo que puede decir es: «Mis suposiciones parecen funcionar y dar una buena explicación de los fenómenos.» Ni la ciencia ni la filosofía pueden probar nada de manera absoluta.

LA ACTITUD CIENTÍFICA

Ahora bien, si el teólogo tiene una debida deferencia para con las declaraciones científicas, aunque protestando contra un dogmatismo científico injustificable, tiene evidentemente derecho a esperar un respeto similar para las suposiciones de su propio campo. Dicho respeto no debería serle negado. Sir Edmund Whittaker dijo: «Cuando, desde un punto de vista puramente intelectual, comparamos los argumentos sobre la existencia de Dios con las pruebas de la Teoría General de la Relatividad, yo diría que ganan los teólogos.» Pero la acusación que se podría hacer contra muchos agnósticos de hoy en día es que ignoran totalmente la evidencia y la tratan como no merecedora de ninguna apreciación; ésta es una actitud groseramente acientífica e injusta. Esta actitud sólo es comprensible a la luz de la enseñanza cristiana, que revela el gran abismo entre el espíritu de Cristo y el espíritu del hombre natural, por bien educado y refinado que este hombre sea.4


LA ACTITUD ESPIRITUAL

Cuando se trata de cosas materiales somos crédulos y sorprendentemente bobos. Cuando llegamos al reino del espíritu muchos de nosotros adoptamos inconscientemente una actitud que repudiaríamos en el acto si la examinásemos a fondo. El resultado es que venimos a decir: «Mi ignorancia es equivalente a la imposibilidad factual.» La actitud razonable sería: «No lo sé, pero estoy dispuesto a confiarme en manos de alguien que lo sepa,» como lo hacemos con un cirujano o un piloto de aviación en sus respectivos terrenos. ¡Algunos de nosotros, que nos enorgullecemos de nuestra actitud racional delante de las cosas, somos los menos racionales de los hombres cuando se trata de las cosas de Dios!


DATOS DISPONIBLES

La ignorancia es comprensible. La propaganda cristiana contemporánea no es que sea de una calidad superlativa. La mala predisposición a investigar, o a aceptar la repulsa social de tomar posición como cristiano en una civilización neo-pagana, son cosas comprensibles. Pero es muy difícil comprender a los que pretenden tener derecho a decir que Dios no es cognoscible, mientras que hay datos que se niegan a investigar y más de un experimento válido al que tienen miedo a someterse.

Los hay que mantienen que no existen datos; que por la naturaleza misma del caso es imposible tener ningún dato. No quisiera sugerir que muchos de éstos están suprimiendo la evidencia, porque sé por experiencia que la mayoría, si no todos, son genuinamente desconocedores. Por esta razón, uno de los motivos de este artículo es sugerir líneas positivas de investigación.

Herbert Spencer, popularmente considerado como uno de los principales apóstoles del agnosticismo, pronunció una sentencia que todo hombre reflexivo debe aceptar. Dijo, con toda la observación que pudiera existir para verificar sus declaraciones, que nunca ningún hombre ha sabido de ningún pájaro que volase fuera de los cielos, y que nunca nadie ha sabido de ningún hombre que pudiese penetrar con su mente finita el velo que cubre la mente del Infinito. Por esto, postulaba, el Infinito no puede ser conocido por lo finito, lo que viene a significar que el agnosticismo se encuentra sobre un fundamento seguro. Su sentencia está a prueba de cualquier fallo. Pero su deducción es un non sequitur, basada en datos inadecuados, por lo que debemos rechazarla. Él infiere, sin base alguna para ello, que el Infinito es igualmente incapaz de penetrar el velo. Esto reduce el término, Infinito, a un absurdo. Un Infinito incapaz de expresarse a sí mismo es menos capaz que los mortales finitos que siempre se están haciendo oír, ¡especialmente los estudiantes! Y un Infinito que sea capaz de autoexpresión y que esté consciente de la perplejidad y necesidad del hombre, pero que no traspase el velo, es menos compasivo que el hombre mortal. ¿Qué hombre permanecería en un silencio impasible si fuese el Infinito y supiese que una palabra de su parte resolvería mil complejos humanos, integraría personalidades destrozadas, restauraría vidas rotas, traería una luz anhelada a mentes perplejas, y una paz consoladora a corazones turbados?


¿ÉL —O ELLO?

Pero habrá quien dirá: ¿qué derecho tenemos a suponer que el Infinito tiene personalidad, que deberíamos, o tan sólo podríamos, pensar en términos de Él, en lugar de Ello?

Esta objeción se puede confrontar de diversas maneras. Por ejemplo, es posible inferir que cualquier Infinito existente ha de ser la Causa absoluta, soberana, de todas las sustancias o gases, átomos o constituyentes finitos. Por una miríada de observaciones conocemos que ningún efecto es mayor que su causa correspondiente, ni tan siquiera una reacción atómica en cadena, con su correspondiente devastación. Por analogía, entonces, ¿sobre qué base racional podríamos suponer que un efecto como el de la personalidad (la distinción suprema del hombre mortal en el mundo animal) fue producido por una causa que careciese de aquello que de alguna manera consiguió producir? Quizá alguien dirá que la Evolución explica esto perfectamente, sin admitir ninguna necesidad de una Personalidad Creadora. ¡Otra vez con datos inadecuados! La filosofía evolucionista no deja lugar para un Dios personal, pero debemos distinguir entre filosofía y hechos científicos. Los hechos observables nos dicen mucho sobre los procesos de variación, pero permanecen mudos respecto a transformismos y orígenes últimos. Los únicos hechos científicos que tenemos son neutros, abiertos a la interpretación cristiana o a la materialista.

Pero yendo mucho más allá de todas aquellas conclusiones a las que se pueda llegar o no mediante razonamientos, tenemos el hecho de que con nuestras mentes finitas podemos conocer del Infinito sólo aquello que al Infinito le plazca revelar. Y podemos conocer que el Infinito es personal, no debido a ningún argumento ontológico o teológico, sino por el hecho de que el Infinito se ha revelado a sí mismo, ejercitando en una escala infinita los atributos de la personalidad. Existe un Dios vivo. Ha hablado en la Biblia. Quiere decir lo que dice, y hará todo lo que ha prometido, tanto en misericordia hacia aquellos que ponen su confianza en Él, como en juicio contra aquellos que se rebelan. Él se ha revelado de manera suprema en la encarnación, crucifixión y resurrección de Su Hijo, Jesucristo. Ha actuado en la historia. De hecho, la historia está conducida por Él, y no es en absoluto «un cuento contado por un idiota ...» Él irrumpió en el continuo espacio/tiempo creado por Él mismo, sometiéndose a las limitaciones que Él mismo ha impuesto, y volverá a irrumpir en juicio. Él ha venido al mundo que creó. Jesucristo ha devenido verdaderamente hombre, el Dios-Hombre. Él, que ya existía en la forma de Dios en esencia, y que no estimó el ser igual a Dios como algo a que aferrarse tenazmente, sino que tomó la forma de un siervo, humillándose a Sí mismo, se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.5 ¿Es razonable rechazar el hecho de la compleja personalidad de Cristo debido a que no dispongo de una filosofía para explicarla?


«
He aquí el Hombre»

Charles Bradlaugh, uno de los principales conferenciantes agnósticos del siglo pasado, insistía constantemente: «No tenemos ninguna disputa con Jesucristo, sólo con los cristianos.» Durante Su estancia en la tierra, Sus enemigos no encontraron ningún delito en Él, incluso a pesar de las formidables declaraciones que hizo sobre Sí mismo. Él afirmó su autoridad para perdonar pecados y para decidir el destino total de la humanidad. ¿Por qué fueron ellos incapaces de convencerlo de pecado? Porque jamás pecó, ni de hecho ni de pensamiento, y porque en Él no había pecado ni en embrión. ¡Un hombre sin pecado! ¡Él único hombre sin pecado que el mundo ha conocido nunca! Por ello, no es sorprendente que Poncio Pilato dijera: «¡He aquí el Hombre!». Ciertamente la muerte y la corrupción no hubieran tenido ningún derecho sobre aquel hombre sin pecado. Exactamente: No tenían ninguno. Fue por nosotros que Él murió, voluntariamente. La muerte no tenía ningún derecho sobre Él porque Él no pecó. Él era el Hijo Eterno, el gran Creador y Sustentador del Universo, la Causa Infinita de todas las cosas finitas. Pero no vino a este mundo simplemente para hacernos una exhibición de poder; vino a mostrarnos el amor en acción, así como en palabra. Sanó a los enfermos. Confrontó los desórdenes psicológicos y espirituales que siguen dejando perplejos a nuestros expertos. Restauró la vista, el habla y el oído. Hasta resucitó a muertos. Su obra culminante fue poner Su vida, volviéndola a tomar.6


¿FE —EN QUÉ?

Estas cosas ocurrieron en Palestina. Y se necesita menos fe para creer que sucedieron y que fueron registradas por hombres sencillos, que creer que nunca sucedieron pero que estos mismos hombres sencillos inventaron el maravilloso carácter de Jesús, atribuyéndole milagros imaginarios.

Negar, con Hume, la posibilidad de los milagros, puede ahorrarnos el trabajo de examinar la evidencia, pero no es en absoluto un camino de salida para todas las dificultades. Esta supresión plantea más cuestiones que las que elimina. Abandonar los prejuicios y admitir la naturaleza provisional de nuestras llamadas leyes fijas constituye una aproximación mucho más verdaderamente científica. La mente humana tiene sus límites, y es preciso que el hombre moderno lo admita.


«
He hablado...»

Dios no es en absoluto incompetente. Él se puede revelar a Sí mismo. Él, que diseñó el habla, no es precisamente inarticulado. Ipse locutus est! No es inmisericorde. Conociendo la necesidad del hombre, Dios se ha revelado a Sí mismo. Ha revelado partes de Su mente por medio de sus profetas. Ha proclamado tanto de su mente como al hombre le conviene conocer, por medio de la vida y de las palabras, de los hechos y de la muerte, resurrección y ascensión de Jesucristo, Su Hijo e imagen expresa, quien dijo: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre», y, «Quien me rechaza a mí y no oye mis palabras, ya tiene quien lo condene: la palabra que he hablado, ésta le condenará el día postrero; porque ... el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar.»7

¿Qué es lo que ha dicho Dios, al hablar de esta forma? Ha proclamado Su amor infinito a la humanidad; no podía mostrar un amor más grande. Nos ha explicado que nos hizo para Sí mismo, para que tuviésemos comunión con Él. Quiere que conozcamos Su voluntad, que la hagamos aquí en la tierra y que después entremos en Su presencia visible para compartir una comunión ininterrumpida con Él.8 Dios ha hablado de nuestra libertad para escoger, que nos ha sido dada para que pudiésemos escogerle y amarle, y también amarnos unos a otros con un amor real: no se trata en absoluto del mero «cumplimiento de un deber». El hombre ha abusado de su libertad, ha perdido el camino, y por esto ha perdido el contacto con Dios. Por un lado, las palabras de Dios describen Su aversión contra el pecado, esto es: contra la autosuficiencia, rebelión, ingratitud y soberbia; por otro lado, describen Su gran amor hacia el pecador, amor que envió a Jesucristo a tomar el lugar del pecador —mi lugar— en la condenación debida al transgresor. Por Su acción, el Hijo de Dios hizo posible un perdón gratuito y justo para todo aquel que cree.9 Y seguimos oyendo su eco hoy, como lo oyó el doctor Thomas Bilney (Padre de los Reformadores Ingleses) en su cámara, en el Trinity Hall, Cambridge, el 1516: «Esta afirmación es cierta y del todo digna de crédito: Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.»10 Los datos del cristianismo se centran alrededor de la muerte de Cristo. En esa muerte, Dios ha solucionado la cuestión del pecado.


¿Estamos dispuestos?

«Pero es que yo no creo que Dios haya hablado», objeta alguien: «Nunca lo he oído hablar.» El no haber escuchado una transmisión no demuestra que no exista. Abandonar una conferencia no es lo mismo que el que una conferencia no haya sido dada. ¡El hecho de que fuimos a una conferencia pero no entendimos ni media palabra, no demuestra que el conferenciante no sabía de qué hablaba! Y el hecho de que hayamos descuidado la Biblia y no hayamos extraído gran cosa de la pequeña sección que hubiésemos leído, no quiere decir precisamente que Dios no ha hablado en la Biblia. Hay una inmensa diferencia entre quemarse las cejas antes de un examen en un curso de religión, y leer para escuchar lo que Dios nos haya de decir. La principal dificultad en esto último reside en el reino de la voluntad, más que en el de la inteligencia. Hemos de estar dispuestos a hacer lo que Dios dice cuando lo escuchamos.11 Pero con mucha frecuencia nos desviamos por nuestros propios caminos, y volvemos a desviarnos una y otra vez. Y no queremos que el cristianismo interfiera con nuestro propio programa. ¡Inconscientemente demostramos que la Biblia dice la verdad en una cuestión principal, porque ésta es la imagen que la Biblia nos muestra del hombre, no la perspectiva utópica y progresista de la reciente filosofía humanista!

LA EVIDENCIA

«Pero», protestamos nosotros, «tenemos miedo de confiarnos totalmente a alguien de quien sabemos tan poco.» La ignorancia puede parecer una excusa plausible, pero no es necesario permanecer en la ignorancia. Los datos están a nuestra disposición: evidencia histórica de los hechos sobre Jesucristo, evidencia literaria por lo que respecta a los documentos que registran los hechos, evidencia psicológica respecto a Sus discípulos, y evidencia experimental respecto a nosotros mismos, tal como somos ahora y tal como podemos llegar a ser en contacto con Él. Todas estas ramas de estudio están abiertas a nuestra investigación más cuidadosa. Pero, ¿cuáles de estas aproximaciones habría de emprender el no especialista para empezar? Cosa bien extraña, la respuesta es: ninguna. Pueden ser muy útiles y provechosas más adelante, pero habríamos de empezar por la más importante de todas las evidencias, la que tiene que ver con la identidad de Jesucristo. Él es el dato básico del cristiano. Ninguna convicción de segunda mano nos podrá dar satisfacción aquí. Nos es posible conocer, de manera personal, que el profeta de Nazaret era y es el Hijo de Dios.

Un pequeño documento, inspirado por Dios, fue redactado por el Apóstol Juan. Fue escrito de manera especial para aquella gente que no están seguros de que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y que por esto mismo tienen miedo de confiar en Él. Hay muchos que han visto como sus prejuicios y su escepticismo se deshacían al leer este documento. Mi padre fue llevado del escepticismo judío a la fe cristiana mediante la lectura del Evangelio escrito por Juan, actuando en consecuencia a lo que leía. Se podría citar una multitud innumerable de otros ejemplos.

Así replicó uno de los más antiguos escépticos, Tomás el Dídimo, al anunciarle sus compañeros que habían visto a Jesús otra vez, resucitado: «Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré.» Juan registra que, confrontado con el Cristo resucitado, Tomás cayó a sus pies exclamando: «¡Señor mío, y Dios mío!»12

Juan anticipó que sus lectores podrían decir: «¡Esto ya le estuvo bien a Tomás! ¡Claro que él podía creer, confrontado con una evidencia semejante! ¿Y por qué no tenemos nosotros otras evidencias parecidas? Intentar creer sólo sirve para intensificar nuestras dudas.»

La respuesta a las dudas son los hechos, y aquí, dice Juan, tenemos los hechos. Exponte a ellos. Dios te habla por medio de ellos. Léelos y vuélvelos a leer, como si tu vida dependiese de esto; porque, en el sentido más profundo de todos, así es. Aquí se encuentra el secreto de la vida eterna.13 Descuidar el secreto es descuidar la vida.

Pero mientras lees, ten en mente que no estás simplemente estudiando un tema cualquiera. Un Dios viviente que puede dar satisfacción a los anhelos del corazón humano no es, por cierto, un sujeto meramente pasivo de la investigación humana. Por muy escéptico que seas, seguramente que podrás decir: «Oh, Dios, si hay Dios, muéstrame la verdad sobre ti mismo mientras leo.» Algunos podrán decir que han leído este Evangelio y que no han encontrado nada. Aún he de encontrar una persona así que no esté decidida a no encontrar nada. Dios da luz a los que estén dispuestos a obedecerla; pero no condescenderá a dar satisfacción a nuestro intelecto con relámpagos de iluminación irrelevante. Si estás dispuesto a hacer la voluntad de Dios, perseverando en la lectura, vendrás a ser consciente que estás en la presencia de una personalidad real, viviente, que se evidencia a Sí misma como absolutamente digna de confianza. Él te llama a que te vuelvas de una vida centrada en el Yo, y de los ídolos del materialismo moderno14, y a que confíes en Él, siguéndole hasta el fin. Él nos pide nuestra adhesión, no nuestra admiración.

Muchos científicos contemporáneos han perdido el camino al pensar que han sido puestos sólo para ser amos de la naturaleza, mientras que su naturaleza podía quedar sin estar dominada, debido a su descuido en no venir a ser servidores de Dios el Creador de la naturaleza. ¡Qué contraste con Kepler! «Yo pienso los pensamientos de Dios después de Él», afirmó. Y con Sir James Simpson: «El más grande descubrimiento que nunca hice es que yo era un gran pecador, y Cristo un gran Salvador»; y con Sir Ambrose Fleming: «No hemos de edificar sobre las arenas de una ciencia incierta y siempre cambiante ... sino sobre la roca de las Escrituras inspiradas.» La multitud de científicos escépticos que nunca han abierto sus ojos a la verdad de Dios no tienen mayor peso que el testimonio de un hombre que se ha humillado y ha llamado a Dios para recibir entendimiento, y que ha encontrado la verdad de Jesucristo.


El engaño es impensable.

Si aún persistimos en decir que Dios es incognoscible, entonces estamos obligados o bien a negar la historicidad de los datos sobre Jesucristo o, si se aceptan los registros como verdaderos, a calificarlo como un engañador sin principios. También nos vemos obligados a ignorar de plano o a calumniar el testimonio de sesenta generaciones de cristianos (muchos de los cuales han sufrido la muerte antes de negar lo que han conocido como verdadero), y el testimonio de los cristianos contemporáneos de todas las naciones y de todas las clases, de todos los grados de logros académicos, en todos los niveles de vida universitaria, y en todas las ramas de la ciencia, de que Dios es fiel a Su promesa.15

Podemos negar los hechos sobre Jesucristo y continuar identificando la ignorancia con la inexistencia objetiva o inaccesibilidad de los datos, suprimiendo factores que no convienen a nuestra teoría. Pero es imposible ser racionales y a la vez mantener nuestro agnosticismo dogmático. Cualquier método alegado para derribar la base factual de la fe cristiana, invalidaría de la misma forma todos los otros hechos históricos. Un método así puede siempre volverse contra sí mismo, para convertir sus propios principios en incertidumbre.


DIOS PUEDE SER CONOCIDO

Somos libres para decir que no conocemos a Dios, y que no queremos conocer a Dios, sino que preferimos vivir sin Él (y esto es precisamente la esencia del pecado); pero esto no nos da ningún derecho a decir que Dios no puede ser conocido. Dios puede ser conocido, no como una pieza de música, o como un libro, una fórmula, localidad o sensación, sino como una Persona viviente. Podemos entrar en relación con Él. Las condiciones para la relación están claramente expuestas en el Nuevo Testamento. Nos conviene confesar nuestra necesidad y aceptar a Jesucristo como la respuesta a esta necesidad. Debemos admitir la verdad de Su diagnóstico sobre nuestro desorden, que se ha extendido por toda nuestra sociedad, y conviene que nos sometamos a Su tratamiento. Al recibirlo a Él, recibimos una nueva vida y experimentamos el milagro del nuevo nacimiento que se describe en Juan 3. Según Dios nos vaya hablando a lo largo de la Biblia, las dudas que puedan permanecer sobre los milagros se van deshaciendo, y le respondemos con oración y acción de gracias. Pasamos de la muerte espiritual a la vida espiritual, y la vida terrenal comienza a adquirir una nueva dimensión.

Esto no quiere decir, sin embargo, que en esta relación tenemos «todas las respuestas». Una de las características de un hombre en esta relación es que tiene el mayor deseo de mostrarnos que no es por esto mismo un sabelotodo. Hay un número de cuestiones sobre las que es profundamente agnóstico. El origen del mal, el momento exacto del primer fiat creativo, la fecha del juicio venidero sobre todos los hombres, su propio futuro de aquí a doce meses ... Sobre todas estas cuestiones es tan agnóstico como lo es sobre la opinión que sus examinadores eternos tendrán de sus exámenes finales aún no escritos. Su confesada certeza no lo coloca en el paraíso de los necios que se jactan de una pretendida omnisciencia. Es consciente de sus limitaciones, como también de su ignorancia. Lo que ignora no paraliza su capacidad de investigar en el reino de lo ignoto, pero no descansa en el intelecto, sin ninguna otra ayuda, para traspasar el velo. Tampoco se siente amargamente frustrado cuando llega a una barrera infranqueable, y ha de hacerse eco de las palabras de Moisés: «Las cosas secretas son reservadas a Jehová, nuestro Dios, pero las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre ...»16 Ahora conocemos en parte, pero viene el día en que conoceremos plenamente, así como nosotros mismos somos plenamente conocidos.17

Después de escuchar una conferencia que incorporaba mucho del material que se encuentra en este artículo, Sir Hector Hetherington, Rector de la Universidad de Glasgow, hizo las siguientes y significativas observaciones:

Existen cuestiones en las cuales es imposible ser neutral. Estas cuestiones llegan hasta las mismas raíces de la existencia del hombre. Y mientras que es correcto que hemos de examinar toda la evidencia, también es igualmente correcto que nosotros mismos hemos de ser accesibles a la evidencia.

No podemos vivir una vida plena sin saber exactamente dónde estamos con respecto a estas cuestiones fundamentales de la vida y del destino. Y, por eso, nosotros hemos de decidir por nosotros mismos, y vosotros habéis de decidir por vosotros mismos.18

Y aquello que decidamos, lo hemos de dar a conocer. Dice Jesucristo: «Todo aquel, pues, que me reconozca delante de los hombres, también yo lo reconoceré delante de mi Padre que está en los cielos; y todo aquel que me niegue delante de los hombres, también yo lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos.»19



NOTAS

1. Memoirs of Stephen Grellet, Seebohm, Ed. 3(a) edición (1870), págs. 74-75. Volver al texto

2. Lucas 11: 9, 10. Volver al texto

3. Jeremías 29: 13. Volver al texto

4. Romanos 1:18-22. Volver al texto

5. Ver Filipenses 2:6-8. Volver al texto

6. Romanos 5:6-8; Juan 10:10-18; 19:1-37; Mateo 20:28. Volver al texto

7. Juan 14:9; 12:48-49. Volver al texto

8. La antítesis de «la eternidad de frustración» de Hoyle. Volver al texto

9. Ver Frank Colquhoun, The Meaning of the Cross (London, Inter-Varsity Fellowship) y H.E. Guilleband, Why the Cross? (Chicago, Inter-Varsity Press). Volver al texto

10. 1 Timoteo 1:15. Volver al texto

11. Juan 7:17 Volver al texto

12. Juan 20:24-31. Volver al texto

13. Juan 3:15-16; 5:24; 10:28. Volver al texto

14. Hechos 14:15-16; 17:30-31. 1 Tesalonicenses 1:9-10. Volver al texto

15. Ver Juan 1:12; 6:37; Apocalipsis 3:20. Volver al texto

16. Deuteronomio 29:29 Volver al texto

17. 1 Corintios 13:12 Volver al texto

18. Ver Josué 24:15; Juan 3:36 Volver al texto

19. Mateo 10:32-33. Volver al texto


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Nombre original de fichero: 05 Imposibilidad agno.rtf - preparado el martes, 7 octubre 1997, 10:53


Publicado con permiso del autor y de Victory Booklets, Portland Road, London SE25 4PN
© Leith Samuel 1991


© SEDIN 1997

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