La imposibilidad del agnosticismo
por Leith Samuel
Versión castellana: Francesc Closa
EL PROFESOR T. H. HUXLEY introdujo la palabra
agnóstico en 1869 en el círculo de la ahora
inexistente Sociedad Metafísica. Escribiendo un tiempo
más tarde, dijo: «Cuando llegué a la madurez
intelectual y comencé a preguntarme a mí mismo si yo
era ateo, o teísta, panteísta, materialista, idealista,
cristiano, o librepensador, encontré que cuanto más
aprendía y reflexionaba, tanto menos seguro me sentía
sobre la respuesta, hasta que por fin llegué a la
conclusión de que no tenía nada que ver con ninguna de
estas denominaciones, excepto con la última. La mayoría
de esta buena gente... estaban bien seguros de que habían
experimentado una cierta "gnosis", y que habían, de una manera
más o menos satisfactoria, solucionado el problema de la
existencia; en cambio, yo estaba bien seguro de que no había
alcanzado esto, y tenía una convicción bastante intensa
de que el problema era irresoluble. ... La mayoría de mis
colegas en la Sociedad Metafísica eran -istas de uno u
otro tipo ... por lo cual medité e inventé lo que
concebí como el título apropiado de
agnóstico. Me vino a la mente como algo sugerentemente
antitético de los "gnósticos" de la historia de la
iglesia, que profesaban conocer tanto sobre las mismas cosas que yo
ignoraba; y aproveché la primera ocasión para exponerlo
a nuestra Sociedad. Y para gran satisfacción mía, el
término fue aceptado.»
UN AGNÓSTICO
Una definición actualizada de un diccionario normativo
define como agnóstico a «uno que niega que
podemos conocer lo absoluto o lo infinito, o demostrar o falsar nada
más allá de los fenómenos materiales del
universo, aún cuando tales cosas puedan existir.»
También se define el agnosticismo como «la doctrina de
un agnóstico.»
Pero no es infrecuente que la derivación etimológica
y el uso moderno de una palabra puedan variar. Muchos de nosotros
somos conscientes del cambio radical que ha tenido la palabra «álgido» en castellano, desde significar el
punto más bajo y frío de una cosa hasta significar el
más candente y activo. La palabra agnóstico
también ha sufrido a manos de sus usuarios. En el mundo
estudiantil, muchos utilizan este adjetivo para referirse a ellos
mismos en un sentido absoluto o condicionado, pero es evidente que le
atribuimos unos significados muy diversos. No hay que poseer un gran
discernimiento para observar al menos tres categorías o grupos
diferentes de agnósticos. De los dos primeros hay que admitir
que son unas posturas perfectamente racionales en las que una mente
lógica puede encontrar una consistencia provisional. Pero no
se puede decir lo mismo de la tercera que implica una mayor
inhibición que cualquiera que pueda ser resuelta pro
tempore. Ahora bien, hay ciertos factores que, cuando entran en
nuestra conciencia, hacen imposible que podamos mantener ninguna de
estas posiciones por más tiempo. Es en este sentido que
hablamos de «la imposibilidad del agnosticismo».
1. El Agnóstico Indiferente
Este grupo, el primero en el orden de nuestra
consideración, se caracteriza por una ignorancia satisfecha,
casi retadora. La actitud de una persona con esta disposición
mental encuentra expresión en frases como «No lo
sé, y francamente no me preocupa nada. Estoy perfectamente
feliz tal como soy, y no dispongo de tiempo para perderlo con gente
que quiere interferir con los placeres de otras personas.» Si
no fuese tan educado, podría añadir,
frívolamente: «Vete a freír
espárragos»; o, de manera seca: «Ocúpate
de tus asuntos y yo me ocuparé de los míos.»
Pero su actitud difícilmente puede ser interpretada como una
negación de la existencia o validez de los hechos que no ha
investigado de una manera personal. Todo lo que podemos decir es que
lo deja todo de lado como absolutamente irrelevante.
2. El Agnóstico Insatisfecho
Esta
persona es ignorante, y cuanto mayores conocimientos tiene,
más angustiada se encuentra frente a su ignorancia. Ninguna
otra rama del conocimiento le ha rehuido como ésta. Al
conversar con alguien que afirme tener un conocimiento, responde:
«No lo sé pero estoy dispuesto a investigar... No tengo
ni idea ¿Tú sí? Entonces dímelo.
Probaré cualquier cosa una vez.» Naturalmente, se ha
encontrado con personas religiosas de conducta inconsecuente, cuyas
vidas no soportan ninguna comparación con la de algunos
filántropos materialistas. Pero, por la razón que sea,
¡el materialismo no le atrae como solía hacerlo en los
tiempos en que pensaba que era infalible y omnisciente, y que ya
había llegado «al fondo del asunto»! Aunque hace
grandes esfuerzos de vez en cuando para olvidar los enigmas de las
vida, la verdad es que quiere encontrar respuestas a preguntas como
«¿Por qué estamos aquí?» o
«¿Dónde vamos cuando salimos de
aquí?», sin perder su interés en el
«¿Cómo funciona?» o «¿Podemos
desmontarlo y analizarlo...?» Ya no se encuentra atrapado por
la falacia de que una descripción es una explicación
(una falacia tan frecuentemente ignorada en la enseñanza
popular de la teoría de la evolución). La
aceptación crédula de esta teoría lo
había llevado anteriormente a dejar de lado el concepto de un
Creador que da comienzo a todo, con total libertad para intervenir en
el mundo que él mismo creó.
3. El Agnóstico Dogmático
Aquí tenemos la persona sobre la que ha caído el
manto de Tomas Huxley. Afirma que no podemos saber nada de Dios ni
del mundo sobrenatural. Nadie puede conocer ni probar nada fuera del
mundo material. Asegura llanamente: «Yo no lo sé. Tu no
lo sabes. Nadie lo puede saber.» Esta persona no es «indiferente». Se toma su agnosticismo más
seriamente que muchos cristianos el cristianismo. Y su vida externa
podría avergonzar a muchos cristianos profesantes con los que
se le comparase.
FACTORES RACIONALES
Naturalmente, los factores que hacen posible hablar racionalmente
en términos de la «imposibilidad» del
agnosticismo varían con cada posición. Tomemos la
primera. Llega un día en que los más despreocupados
comienzan a preocuparse intensamente. La proximidad de la muerte hace
que el más ardoroso seguidor de los placeres se detenga a
pensar. Voltaire, que ha iniciado a tantos en el arte de ridiculizar
cualquier cosa que asegure ser sobrenatural, chillaba en su lecho de
muerte: «Oh Dios, sálvame. Jesucristo, sálvame.
Dios, ten misericordia de mí.» Thomas
Paine, el autor de La Edad de la Razón, nos da otro
ejemplo. Durante su última enfermedad fue constantemente
asistido por Mary Roscoe, de Greenwich, New York. Él le
preguntó si no había leído nunca alguno de sus
escritos. Cuando le dijo que sólo había leído un
poco, le preguntó cuál era su opinión sincera,
añadiendo: «de una persona como usted espero una
respuesta verdadera». Ella le dijo que cuando era muy joven le
habían dado su libro La Edad de la Razón,
pero
que cuanto más lo leía, más deprimida y
angustiada se sentía, por lo que acabó
arrojándolo al fuego. «Desearía que todos
hubiesen hecho como usted», le contestó él,
«porque si nunca el diablo ha tenido parte en alguna obra, ha
sido en que yo escribiese este libro.» Mientras ella cuidaba
de sus necesidades, le oyó decir una y otra vez con gran
intensidad: «¡Oh Señor, Señor Dios!»
o «¡Señor Jesús, ten misericordia de
mí!» Hay buenas razones para creer que unas
retractaciones por escrito de sus anteriores ideas fueron destruidas
por sus antiguos amigos después de su
muerte.1
La segunda posición se
encuentra con una imposibilidad empírica. El hombre que busque
encontrará con toda certeza, siempre que busque en el lugar y
con el método adecuados. ¡No esperaríamos
encontrar los resultados de nuestra búsqueda colgados en la
cabina telefónica más cercana, por muy conveniente —o
turbador— que eso fuese! Pero nos sentiríamos frustrados si
no los encontrásemos expuestos en el lugar aprobado o en el
día convenido. En cuestiones de religión tenemos
palabras de la máxima autoridad: «Pedid, y se os
dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os
abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca,
halla; y al que llama, se le abrirá.»2
No podemos demostrar ni refutar estas declaraciones sin pedir, y no
podemos pedir sin recibir. Si pretendemos que ya hemos pedido en
vano, no podemos haber pedido correctamente. Dios ha dicho: «Me encontraréis cuando me busquéis de todo
corazón.»3
La tercera posición, la del agnóstico
dogmático, ha de ser examinada más de cerca.
Generalmente hablando, este hombre está bien basado en una
aproximación científica a la vida, que él cree
no da cabida a un Dios personal. Se considera generalmente que el
método científico comienza con la observación de
los sentidos. Pero antes de llegar a este punto se han de hacer
muchas suposiciones, como por ejemplo: «Yo existo; mis
sentidos funcionan de una manera correcta; tienen afinidad con los de
anteriores observadores; los datos sensoriales se corresponden con la
realidad; existe una constancia o una consistencia inherente en el
universo; hay una unidad orgánica entre el ayer, el hoy y el
mañana desconocido, etc.» Ninguna persona razonable
objeta a que el científico haga estas suposiciones. Pero
ningún científico puede reunir una cantidad aplastante
y concluyente de ellas, y decir: «Esta es la prueba
final.» Todo lo que puede decir es: «Mis suposiciones
parecen funcionar y dar una buena explicación de los
fenómenos.» Ni la ciencia ni la filosofía pueden
probar nada de manera absoluta.
LA ACTITUD CIENTÍFICA
Ahora bien, si el teólogo tiene una debida deferencia para
con las declaraciones científicas, aunque protestando contra
un dogmatismo científico injustificable, tiene evidentemente
derecho a esperar un respeto similar para las suposiciones de su
propio campo. Dicho respeto no debería serle negado. Sir
Edmund Whittaker dijo: «Cuando, desde un punto de vista
puramente intelectual, comparamos los argumentos sobre la existencia
de Dios con las pruebas de la Teoría General de la
Relatividad, yo diría que ganan los teólogos.»
Pero la acusación que se podría hacer contra muchos
agnósticos de hoy en día es que ignoran totalmente la
evidencia y la tratan como no merecedora de ninguna
apreciación; ésta es una actitud groseramente
acientífica e injusta. Esta actitud sólo es
comprensible a la luz de la enseñanza cristiana, que revela el
gran abismo entre el espíritu de Cristo y el espíritu
del hombre natural, por bien educado y refinado que este hombre
sea. 4
LA ACTITUD ESPIRITUAL
Cuando se trata de cosas materiales somos crédulos y
sorprendentemente bobos. Cuando llegamos al reino del espíritu
muchos de nosotros adoptamos inconscientemente una actitud que
repudiaríamos en el acto si la examinásemos a fondo. El
resultado es que venimos a decir: «Mi ignorancia es
equivalente a la imposibilidad factual.» La actitud razonable
sería: «No lo sé, pero estoy dispuesto a
confiarme en manos de alguien que lo sepa,» como lo hacemos
con un cirujano o un piloto de aviación en sus respectivos
terrenos. ¡Algunos de nosotros, que nos enorgullecemos de
nuestra actitud racional delante de las cosas, somos los menos
racionales de los hombres cuando se trata de las cosas de Dios!
DATOS DISPONIBLES
La ignorancia es comprensible. La propaganda cristiana
contemporánea no es que sea de una calidad superlativa. La
mala predisposición a investigar, o a aceptar la repulsa
social de tomar posición como cristiano en una
civilización neo-pagana, son cosas comprensibles. Pero es muy
difícil comprender a los que pretenden tener derecho a decir
que Dios no es cognoscible, mientras que hay datos que se niegan a
investigar y más de un experimento válido al que tienen
miedo a someterse.
Los hay que mantienen que no existen datos; que por la naturaleza
misma del caso es imposible tener ningún dato. No quisiera
sugerir que muchos de éstos están suprimiendo la
evidencia, porque sé por experiencia que la mayoría, si
no todos, son genuinamente desconocedores. Por esta razón, uno
de los motivos de este artículo es sugerir líneas
positivas de investigación.
Herbert Spencer, popularmente considerado como uno de los
principales apóstoles del agnosticismo, pronunció una
sentencia que todo hombre reflexivo debe aceptar. Dijo, con toda la
observación que pudiera existir para verificar sus
declaraciones, que nunca ningún hombre ha sabido de
ningún pájaro que volase fuera de los cielos, y que
nunca nadie ha sabido de ningún hombre que pudiese penetrar
con su mente finita el velo que cubre la mente del Infinito. Por
esto, postulaba, el Infinito no puede ser conocido por lo finito, lo
que viene a significar que el agnosticismo se encuentra sobre un
fundamento seguro. Su sentencia está a prueba de cualquier
fallo. Pero su deducción es un non sequitur, basada en
datos inadecuados, por lo que debemos rechazarla. Él infiere,
sin base alguna para ello, que el Infinito es igualmente incapaz de
penetrar el velo. Esto reduce el término, Infinito, a un
absurdo. Un Infinito incapaz de expresarse a sí mismo es menos
capaz que los mortales finitos que siempre se están haciendo
oír, ¡especialmente los estudiantes! Y un Infinito que
sea capaz de autoexpresión y que esté consciente de la
perplejidad y necesidad del hombre, pero que no traspase el velo, es
menos compasivo que el hombre mortal. ¿Qué hombre
permanecería en un silencio impasible si fuese el Infinito y
supiese que una palabra de su parte resolvería mil complejos
humanos, integraría personalidades destrozadas,
restauraría vidas rotas, traería una luz anhelada a
mentes perplejas, y una paz consoladora a corazones turbados?
¿ÉL —O ELLO?
Pero habrá quien dirá: ¿qué derecho
tenemos a suponer que el Infinito tiene personalidad, que
deberíamos, o tan sólo podríamos, pensar en
términos de Él, en lugar de Ello?
Esta objeción se puede confrontar de diversas maneras. Por
ejemplo, es posible inferir que cualquier Infinito existente ha de
ser la Causa absoluta, soberana, de todas las sustancias o gases,
átomos o constituyentes finitos. Por una miríada de
observaciones conocemos que ningún efecto es mayor que su
causa correspondiente, ni tan siquiera una reacción
atómica en cadena, con su correspondiente devastación.
Por analogía, entonces, ¿sobre qué base racional
podríamos suponer que un efecto como el de la personalidad (la
distinción suprema del hombre mortal en el mundo animal) fue
producido por una causa que careciese de aquello que de alguna manera
consiguió producir? Quizá alguien dirá que la
Evolución explica esto perfectamente, sin admitir ninguna
necesidad de una Personalidad Creadora. ¡Otra vez con datos
inadecuados! La filosofía evolucionista no deja lugar para un
Dios personal, pero debemos distinguir entre filosofía y
hechos científicos. Los hechos observables nos dicen mucho
sobre los procesos de variación, pero permanecen mudos
respecto a transformismos y orígenes últimos. Los
únicos hechos científicos que tenemos son neutros,
abiertos a la interpretación cristiana o a la materialista.
Pero yendo mucho más allá de todas
aquellas conclusiones a las que se pueda llegar o no mediante
razonamientos, tenemos el hecho de que con nuestras mentes finitas
podemos conocer del Infinito sólo aquello que al Infinito le
plazca revelar. Y podemos conocer que el Infinito es personal, no
debido a ningún argumento ontológico o
teológico, sino por el hecho de que el Infinito se ha revelado
a sí mismo, ejercitando en una escala infinita los atributos
de la personalidad. Existe un Dios vivo. Ha hablado en la Biblia.
Quiere decir lo que dice, y hará todo lo que ha prometido,
tanto en misericordia hacia aquellos que ponen su confianza en
Él, como en juicio contra aquellos que se rebelan. Él
se ha revelado de manera suprema en la encarnación,
crucifixión y resurrección de Su Hijo, Jesucristo. Ha
actuado en la historia. De hecho, la historia está conducida
por Él, y no es en absoluto «un cuento contado por un
idiota ...» Él irrumpió en el continuo
espacio/tiempo creado por Él mismo, sometiéndose a las
limitaciones que Él mismo ha impuesto, y volverá a
irrumpir en juicio. Él ha venido al mundo que creó.
Jesucristo ha devenido verdaderamente hombre, el Dios-Hombre.
Él, que ya existía en la forma de Dios en esencia, y
que no estimó el ser igual a Dios como algo a que aferrarse
tenazmente, sino que tomó la forma de un siervo,
humillándose a Sí mismo, se hizo obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz.5 ¿Es razonable
rechazar el hecho de la compleja personalidad de Cristo debido a que
no dispongo de una filosofía para explicarla?
«He
aquí el Hombre»
Charles
Bradlaugh, uno de los principales conferenciantes
agnósticos del siglo pasado, insistía constantemente:
«No tenemos ninguna disputa con Jesucristo, sólo con
los cristianos.» Durante Su estancia en la tierra, Sus
enemigos no encontraron ningún delito en Él, incluso a
pesar de las formidables declaraciones que hizo sobre Sí
mismo. Él afirmó su autoridad para perdonar pecados y
para decidir el destino total de la humanidad. ¿Por qué
fueron ellos incapaces de convencerlo de pecado? Porque jamás
pecó, ni de hecho ni de pensamiento, y porque en Él no
había pecado ni en embrión. ¡Un hombre sin pecado!
¡Él único hombre sin pecado que el mundo ha
conocido nunca! Por ello, no es sorprendente que Poncio Pilato
dijera: «¡He aquí el Hombre!». Ciertamente
la muerte y la corrupción no hubieran tenido ningún
derecho sobre aquel hombre sin pecado. Exactamente: No tenían
ninguno. Fue por nosotros que Él murió,
voluntariamente. La muerte no tenía ningún derecho
sobre Él porque Él no pecó. Él era el
Hijo Eterno, el gran Creador y Sustentador del Universo, la Causa
Infinita de todas las cosas finitas. Pero no vino a este mundo
simplemente para hacernos una exhibición de poder; vino a
mostrarnos el amor en acción, así como en palabra.
Sanó a los enfermos. Confrontó los desórdenes
psicológicos y espirituales que siguen dejando perplejos a
nuestros expertos. Restauró la vista, el habla y el
oído. Hasta resucitó a muertos. Su obra culminante fue
poner Su vida, volviéndola a tomar.6
¿FE —EN QUÉ?
Estas cosas ocurrieron en Palestina. Y se necesita menos fe para
creer que sucedieron y que fueron registradas por hombres sencillos,
que creer que nunca sucedieron pero que estos mismos hombres
sencillos inventaron el maravilloso carácter de Jesús,
atribuyéndole milagros imaginarios.
Negar, con Hume, la posibilidad de los milagros, puede ahorrarnos
el trabajo de examinar la evidencia, pero no es en absoluto un camino
de salida para todas las dificultades. Esta supresión plantea
más cuestiones que las que elimina. Abandonar los prejuicios y
admitir la naturaleza provisional de nuestras llamadas leyes
fijas constituye una aproximación mucho más
verdaderamente científica. La mente humana tiene sus
límites, y es preciso que el hombre moderno lo admita.
«He
hablado...»
Dios no es en absoluto incompetente. Él se puede revelar a
Sí mismo. Él, que diseñó el habla, no es
precisamente inarticulado. Ipse locutus est! No es
inmisericorde. Conociendo la necesidad del hombre, Dios se ha
revelado a Sí mismo. Ha revelado partes de Su mente por medio
de sus profetas. Ha proclamado tanto de su mente como al hombre le
conviene conocer, por medio de la vida y de las palabras, de los
hechos y de la muerte, resurrección y ascensión de
Jesucristo, Su Hijo e imagen expresa, quien dijo: «Quien me ha
visto a mí, ha visto al Padre», y, «Quien me
rechaza a mí y no oye mis palabras, ya tiene quien lo condene:
la palabra que he hablado, ésta le condenará el
día postrero; porque ... el Padre que me envió,
él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de
hablar.»7
¿Qué
es lo que ha dicho Dios, al hablar de esta forma? Ha proclamado Su
amor infinito a la humanidad; no podía mostrar un amor
más grande. Nos ha explicado que nos hizo para Sí
mismo, para que tuviésemos comunión con Él.
Quiere que conozcamos Su voluntad, que la hagamos aquí en la
tierra y que después entremos en Su presencia visible para
compartir una comunión ininterrumpida con
Él.8 Dios ha hablado de nuestra libertad para
escoger, que nos ha sido dada para que pudiésemos escogerle y
amarle, y también amarnos unos a otros con un amor real: no se
trata en absoluto del mero «cumplimiento de un deber».
El hombre ha abusado de su libertad, ha perdido el camino, y por esto
ha perdido el contacto con Dios. Por un lado, las palabras de Dios
describen Su aversión contra el pecado, esto es: contra la
autosuficiencia, rebelión, ingratitud y soberbia; por otro
lado, describen Su gran amor hacia el pecador, amor que envió
a Jesucristo a tomar el lugar del pecador —mi lugar— en la
condenación debida al transgresor. Por Su acción, el
Hijo de Dios hizo posible un perdón gratuito y justo para todo
aquel que cree.9 Y seguimos oyendo su eco hoy, como
lo oyó el doctor Thomas Bilney (Padre de los Reformadores
Ingleses) en su cámara, en el Trinity Hall, Cambridge, el
1516: «Esta afirmación es cierta y del todo digna de
crédito: Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores,
de los cuales yo soy el primero.»10 Los
datos del cristianismo se centran alrededor de la muerte de Cristo.
En esa muerte, Dios ha solucionado la cuestión del pecado.
¿Estamos
dispuestos?
«Pero es que yo no creo que Dios haya hablado»,
objeta alguien: «Nunca lo he oído hablar.» El no
haber escuchado una transmisión no demuestra que no exista.
Abandonar una conferencia no es lo mismo que el que una conferencia
no haya sido dada. ¡El hecho de que fuimos a una conferencia
pero no entendimos ni media palabra, no demuestra que el
conferenciante no sabía de qué hablaba! Y el hecho de
que hayamos descuidado la Biblia y no hayamos extraído gran
cosa de la pequeña sección que hubiésemos
leído, no quiere decir precisamente que Dios no ha hablado en
la Biblia. Hay una inmensa diferencia entre quemarse las cejas antes
de un examen en un curso de religión, y leer para escuchar lo
que Dios nos haya de decir. La principal dificultad en esto
último reside en el reino de la voluntad, más que en el
de la inteligencia. Hemos de estar dispuestos a hacer lo que Dios
dice cuando lo escuchamos.11 Pero con mucha
frecuencia nos desviamos por nuestros propios caminos, y volvemos a
desviarnos una y otra vez. Y no queremos que el cristianismo
interfiera con nuestro propio programa. ¡Inconscientemente
demostramos que la Biblia dice la verdad en una cuestión
principal, porque ésta es la imagen que la Biblia nos muestra
del hombre, no la perspectiva utópica y progresista de la
reciente filosofía humanista!
LA EVIDENCIA
«Pero», protestamos nosotros, «tenemos miedo
de confiarnos totalmente a alguien de quien sabemos tan poco.»
La ignorancia puede parecer una excusa plausible, pero no es
necesario permanecer en la ignorancia. Los datos están a
nuestra disposición: evidencia histórica de los
hechos sobre Jesucristo, evidencia literaria por lo que
respecta a los documentos que registran los hechos, evidencia
psicológica respecto a Sus discípulos, y
evidencia experimental respecto a nosotros mismos, tal como
somos ahora y tal como podemos llegar a ser en contacto con
Él. Todas estas ramas de estudio están abiertas a
nuestra investigación más cuidadosa. Pero,
¿cuáles de estas aproximaciones habría de
emprender el no especialista para empezar? Cosa bien extraña,
la respuesta es: ninguna. Pueden ser muy útiles y provechosas
más adelante, pero habríamos de empezar por la
más importante de todas las evidencias, la que tiene que ver
con la identidad de Jesucristo. Él es el dato básico
del cristiano. Ninguna convicción de segunda mano nos
podrá dar satisfacción aquí. Nos es posible
conocer, de manera personal, que el profeta de Nazaret era y es el
Hijo de Dios.
Un pequeño documento, inspirado por Dios, fue redactado por
el Apóstol Juan. Fue escrito de manera especial para aquella
gente que no están seguros de que Jesús es el Cristo,
el Hijo de Dios, y que por esto mismo tienen miedo de confiar en
Él. Hay muchos que han visto como sus prejuicios y su
escepticismo se deshacían al leer este documento. Mi padre fue
llevado del escepticismo judío a la fe cristiana mediante la
lectura del Evangelio escrito por Juan, actuando en consecuencia a lo
que leía. Se podría citar una multitud innumerable de
otros ejemplos.
Así replicó uno de los más
antiguos escépticos, Tomás el Dídimo, al
anunciarle sus compañeros que habían visto a
Jesús otra vez, resucitado: «Si no viere en sus manos
la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los
clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré.»
Juan registra que, confrontado con el Cristo resucitado, Tomás
cayó a sus pies exclamando: «¡Señor
mío, y Dios mío!»12
Juan
anticipó que sus lectores podrían decir:
«¡Esto ya le estuvo bien a Tomás! ¡Claro que
él podía creer, confrontado con una evidencia
semejante! ¿Y por qué no tenemos nosotros otras
evidencias parecidas? Intentar creer sólo sirve para
intensificar nuestras dudas.»
La respuesta a las dudas son los hechos, y
aquí, dice Juan, tenemos los hechos. Exponte a ellos. Dios te
habla por medio de ellos. Léelos y vuélvelos a leer,
como si tu vida dependiese de esto; porque, en el sentido más
profundo de todos, así es. Aquí se encuentra el secreto
de la vida eterna.13 Descuidar el secreto es
descuidar la vida.
Pero mientras lees, ten en mente que no
estás simplemente estudiando un tema cualquiera. Un Dios
viviente que puede dar satisfacción a los anhelos del
corazón humano no es, por cierto, un sujeto meramente pasivo
de la investigación humana. Por muy escéptico que seas,
seguramente que podrás decir: «Oh, Dios, si hay Dios,
muéstrame la verdad sobre ti mismo mientras leo.»
Algunos podrán decir que han leído este Evangelio y que
no han encontrado nada. Aún he de encontrar una persona
así que no esté decidida a no encontrar nada. Dios da
luz a los que estén dispuestos a obedecerla; pero no
condescenderá a dar satisfacción a nuestro intelecto
con relámpagos de iluminación irrelevante. Si
estás dispuesto a hacer la voluntad de Dios, perseverando en
la lectura, vendrás a ser consciente que estás en la
presencia de una personalidad real, viviente, que se evidencia a
Sí misma como absolutamente digna de confianza. Él te
llama a que te vuelvas de una vida centrada en el Yo, y de los
ídolos del materialismo moderno14, y a que
confíes en Él, siguéndole hasta el fin.
Él nos pide nuestra adhesión, no nuestra
admiración.
Muchos científicos contemporáneos han perdido el
camino al pensar que han sido puestos sólo para ser amos de la
naturaleza, mientras que su naturaleza podía quedar sin estar
dominada, debido a su descuido en no venir a ser servidores de Dios
el Creador de la naturaleza. ¡Qué contraste con Kepler! «Yo pienso los pensamientos de Dios después de
Él», afirmó. Y con Sir James Simpson: «El
más grande descubrimiento que nunca hice es que yo era un gran
pecador, y Cristo un gran Salvador»; y con Sir Ambrose
Fleming: «No hemos de edificar sobre las arenas de una ciencia
incierta y siempre cambiante ... sino sobre la roca de las Escrituras
inspiradas.» La multitud de científicos
escépticos que nunca han abierto sus ojos a la verdad de Dios
no tienen mayor peso que el testimonio de un hombre que se ha
humillado y ha llamado a Dios para recibir entendimiento, y que ha
encontrado la verdad de Jesucristo.
El engaño es
impensable.
Si aún persistimos en decir que Dios es
incognoscible, entonces estamos obligados o bien a negar la
historicidad de los datos sobre Jesucristo o, si se aceptan los
registros como verdaderos, a calificarlo como un engañador sin
principios. También nos vemos obligados a ignorar de plano o a
calumniar el testimonio de sesenta generaciones de cristianos (muchos
de los cuales han sufrido la muerte antes de negar lo que han
conocido como verdadero), y el testimonio de los cristianos
contemporáneos de todas las naciones y de todas las clases, de
todos los grados de logros académicos, en todos los niveles de
vida universitaria, y en todas las ramas de la ciencia, de que Dios
es fiel a Su promesa.15
Podemos negar los hechos sobre Jesucristo y continuar
identificando la ignorancia con la inexistencia objetiva o
inaccesibilidad de los datos, suprimiendo factores que no convienen a
nuestra teoría. Pero es imposible ser racionales y a la vez
mantener nuestro agnosticismo dogmático. Cualquier
método alegado para derribar la base factual de la fe
cristiana, invalidaría de la misma forma todos los otros
hechos históricos. Un método así puede siempre
volverse contra sí mismo, para convertir sus propios
principios en incertidumbre.
DIOS PUEDE SER CONOCIDO
Somos libres para decir que no conocemos a Dios, y que no queremos
conocer a Dios, sino que preferimos vivir sin Él (y esto es
precisamente la esencia del pecado); pero esto no nos da
ningún derecho a decir que Dios no puede ser conocido. Dios
puede ser conocido, no como una pieza de música, o como un
libro, una fórmula, localidad o sensación, sino como
una Persona viviente. Podemos entrar en relación con
Él. Las condiciones para la relación están
claramente expuestas en el Nuevo Testamento. Nos conviene confesar
nuestra necesidad y aceptar a Jesucristo como la respuesta a esta
necesidad. Debemos admitir la verdad de Su diagnóstico sobre
nuestro desorden, que se ha extendido por toda nuestra sociedad, y
conviene que nos sometamos a Su tratamiento. Al recibirlo a
Él, recibimos una nueva vida y experimentamos el milagro del
nuevo nacimiento que se describe en Juan 3. Según Dios nos
vaya hablando a lo largo de la Biblia, las dudas que puedan
permanecer sobre los milagros se van deshaciendo, y le respondemos
con oración y acción de gracias. Pasamos de la muerte
espiritual a la vida espiritual, y la vida terrenal comienza a
adquirir una nueva dimensión.
Esto no quiere decir, sin
embargo, que en esta relación tenemos «todas las
respuestas». Una de las características de un hombre en
esta relación es que tiene el mayor deseo de mostrarnos que no
es por esto mismo un sabelotodo. Hay un número de cuestiones
sobre las que es profundamente agnóstico. El origen del mal,
el momento exacto del primer fiat
creativo, la fecha del
juicio venidero sobre todos los hombres, su propio futuro de
aquí a doce meses ... Sobre todas estas cuestiones es tan
agnóstico como lo es sobre la opinión que sus
examinadores eternos tendrán de sus exámenes finales
aún no escritos. Su confesada certeza no lo coloca en el
paraíso de los necios que se jactan de una pretendida
omnisciencia. Es consciente de sus limitaciones, como también
de su ignorancia. Lo que ignora no paraliza su capacidad de
investigar en el reino de lo ignoto, pero no descansa en el
intelecto, sin ninguna otra ayuda, para traspasar el velo. Tampoco se
siente amargamente frustrado cuando llega a una barrera
infranqueable, y ha de hacerse eco de las palabras de Moisés:
«Las cosas secretas son reservadas a Jehová, nuestro
Dios, pero las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para
siempre ...»16 Ahora conocemos en parte,
pero viene el día en que conoceremos plenamente, así
como nosotros mismos somos plenamente conocidos.17
Después de escuchar una conferencia que incorporaba mucho
del material que se encuentra en este artículo, Sir Hector
Hetherington, Rector de la Universidad de Glasgow, hizo las
siguientes y significativas observaciones:
Existen cuestiones en las cuales es imposible ser
neutral. Estas cuestiones llegan hasta las mismas raíces de la
existencia del hombre. Y mientras que es correcto que hemos de
examinar toda la evidencia, también es igualmente correcto que
nosotros mismos hemos de ser accesibles a la evidencia.
No podemos vivir una vida plena sin saber
exactamente dónde estamos con respecto a estas cuestiones
fundamentales de la vida y del destino. Y, por eso, nosotros hemos de
decidir por nosotros mismos, y vosotros habéis de decidir por
vosotros mismos.18
Y aquello que decidamos, lo hemos de dar a
conocer. Dice Jesucristo: «Todo aquel, pues, que me reconozca
delante de los hombres, también yo lo reconoceré
delante de mi Padre que está en los cielos; y todo aquel que
me niegue delante de los hombres, también yo lo negaré
delante de mi Padre que está en los
cielos.»19
NOTAS
1. Memoirs of Stephen Grellet, Seebohm, Ed.
3(a) edición (1870), págs. 74-75. Volver
al texto
2. Lucas 11: 9, 10. Volver al
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3. Jeremías 29: 13. Volver al
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4. Romanos 1:18-22. Volver al
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5. Ver Filipenses 2:6-8. Volver al
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6. Romanos 5:6-8; Juan 10:10-18; 19:1-37; Mateo
20:28. Volver al texto
7. Juan 14:9; 12:48-49. Volver al
texto
8. La antítesis de «la eternidad de
frustración» de Hoyle. Volver al
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9. Ver Frank Colquhoun, The Meaning of the
Cross (London, Inter-Varsity Fellowship) y H.E. Guilleband,
Why the Cross? (Chicago, Inter-Varsity Press).
Volver al texto
10. 1 Timoteo 1:15. Volver al
texto
11. Juan 7:17 Volver al texto
12. Juan 20:24-31. Volver al
texto
13. Juan 3:15-16; 5:24; 10:28.
Volver al texto
14. Hechos 14:15-16; 17:30-31. 1 Tesalonicenses
1:9-10. Volver al texto
15. Ver Juan 1:12; 6:37; Apocalipsis 3:20.
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16. Deuteronomio 29:29 Volver al
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17. 1 Corintios 13:12 Volver al
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18. Ver Josué 24:15; Juan 3:36
Volver al texto
19. Mateo 10:32-33. Volver al
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preparado el martes, 7 octubre 1997, 10:53
Publicado con permiso del autor y de Victory Booklets, Portland Road,
London SE25 4PN
© Leith Samuel 1991
© SEDIN 1997
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