Quédate donde ha pasado el fuego
Había sido un día seco, soleado, con una gentil brisa, y todo iba bien en la
cabaña de troncos. Acababan de recoger la cosecha del pequeño campo de maíz que
tenían enfrente.
Mientras los propietarios de la tierra observaban contentos la larga hierba
de la pradera ondularse hasta la distancia bajo la brisa, contemplaban su suerte
en la vida con indisimulada satisfacción. Después de un día inusualmente
caluroso, la brisa los refrescaba.
De repente, se vio una larga y oscura nube sobre el horizonte, seguida casi
de inmediato por un cárdeno resplandor. Estaba a muchos kilómetros de distancia
del pequeño asentamiento, pero no era por ello menos alarmante para sus
habitantes; aunque no lo hubieran visto nunca antes, no hubieran podido
equivocarse acerca del horrendo espectáculo. Con miradas ansiosas fue circulando
la noticia: «Se ha incendiado la pradera.» Sí, ahí estaba el
fuego, dirigiéndose hacia ellos, viniendo precisamente en dirección a ellos.
Pronto todos se dieron cuenta de que con el viento que hacía, que ya había
arreciado hasta convertirse en un ventarrón, y con lo secos que estaban la
hierba y los matojos de la pradera por causa del ardiente sol diurno, de nada
iba a servirles su estrecho cortafuegos. Era un incendio pavoroso y veloz —
poco menos que un horno ardiente desplazándose a unos quince o veinte kilómetros
por hora. ¿Qué podría detenerlo? Nada, simplemente nada.
¡Ah, lector, si pudieras estar a sólo un kilómetro de este incendio, y ver
las ardientes llamaradas barrerlo todo, y a la multitud huyendo despavorida
delante de ellas — huyendo por sus vidas!
Nunca olvidarías esta escena. Osos, bisontes, antílopes, y toda clase de
cuadrúpedos —una multitud abigarrada—, todos conscientes del valor de la vida
frente a una muerte inminente. En aquel momento ni les venía a la mente lanzarse
a la presa unos sobre otros, delante de tal adversario. No tenían tiempo para
pensar, apenas tiempo para respirar. ¡Qué escena!
¿No te recuerda esto una descripción del último día (Apocalipsis 6:15), donde
se dice que los reyes de la tierra, los grandes, los ricos, los capitanes, los
esclavos y los libres, una muchedumbre transida de terror, toda entremezclada,
se ocultaban en cuevas y peñas? Si alguna vez llegas a ver esta escena, sabrás
que estás sin esperanza. Por ello, apresúrate ahora a tu libertador.
Los que viven en las regiones de las praderas silvestres saben muy bien que
sólo tienen un camino, que sólo tienen un medio de salvación frente al terrible
enemigo que acabamos de describir. Gracias a Dios, hay una vía, y sólo una, de
escape, y ésta es dada sólo al hombre; ningún animal puede librarse. Sólo el
hombre.
¿Será verdad? ¿Puede un hombre salvarse de uno de estos horrendos incendios
de la pradera?
Sí, y de esta manera: Un hombre, con una cerilla, lo que hace es tomar algo
de aquel mismo elemento perseguidor, el fuego, y encender la larga y seca hierba
a sus pies. Con la misma velocidad, este nuevo fuego se lanza hacia adelante,
consumiendo todo lo que encuentra en su avance. Antes que llegue el gran fuego,
pasa a la tierra ennegrecida, donde ya todo ha quedado consumido. Está a salvo,
totalmente a salvo. Cuando el fuego llega a este lugar, no encuentra nada que
consumir, y por eso no puede acercarse a él, no puede tocarle. Y hacia él se
lanzan quizá miles de pobres animales, casi sin aliento, y se ponen a salvo,
totalmente a salvo; porque al haber pasado el fuego una vez por aquel lugar, ya
no puede volver a hacerlo.
Verdaderamente, uno comprende entonces las repetidas palabras: «Mantente donde ha pasado el fuego.»
Ésta es sólo una pálida imagen del Gran Día cuando vendrá el terrible fuego
de la ira de Dios. Sí, y se está avecinando. Bien puedes compadecerte de aquel
que no esté entonces «donde ha pasado el fuego».
Igual de sencillo que es para alguien tomar una cerilla y encender la hierba
delante de él, y luego ponerse donde ha pasado el fuego,—así de sencillo es
refugiarse en la obra consumada de Cristo. Dios gastó el fuego de Su juicio en
Su amado Hijo, y ahora ha prometido una seguridad presente y eterna a todo aquel
que tome su puesto en Él, refugiándose en Aquel que llevó nuestra sentencia en
la cruz.
«De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito,
para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna»
(Juan 3:16).
Hemos dicho que es «sencillo» confiar en Cristo y refugiarse
bajo Su preciosa sangre; pero esta responsabilidad es tuya. Si la descuidas,
sólo te queda una alternativa, que es tomar tu lugar entre la multitud
condenada, ocultándote en cuevas y peñas.
¡Piensa en esto! Si la ira de Dios ha caído sobre tu Sustituto, ¿puede volver
a caer sobre ti? Amigo, ponte «donde ha pasado el fuego», y
entonces todo lo que tendrás que hacer será alabar a Dios por haber permitido
que Su ardiente juicio pasara por encima y consumiera a otro, y amarle y vivir
para Aquel que tomó tu lugar y murió por ti.
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martes, 7 octubre 1997, 10:53
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