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J. N. DARBY

NOTAS DE CONFERENCIAS SOBRE

LA EPÍSTOLA A LOS HEBREOS


Fuente: The Collected Writings of J. N. Darby [1800-1882] (Stow Hill Bible and Tract Depot, Kingston-On-Thames, reimp. 1965), vol 27, págs. 335-414.
Traducción del inglés: Santiago Escuain — © SEDIN 2006 - http://www.sedin.org/

NOTA: Para las citas bíblicas se ha empleado normalmente la versión Reina-Valera,
revisión 1960, excepto donde se dan las menciones siguientes:
BAS: Biblia de las Américas
V.M.: Versión Moderna de Pratt, Rev. 1923

CAPÍTULO 1

En esta epístola, el Espíritu de Dios distingue entre la manera en que Dios habló, o trató, en los tiempos pasados y ahora. De esta manera, el apóstol habla en Romanos 3:25 acerca de Cristo, «a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados.» Ahí él aplica la muerte de Cristo a los pecados cometidos antes de Su venida. En Israel, el Día de la Expiación era para quitar los pecados pasados. Él había estado soportándolos durante todo el año, y luego, cuando llegaba el sacrificio aquel día, el pecado era quitado, y todo quedaba limpio en presencia de Dios. Hay un Día de la Expiación aún venidero para Israel como nación, cuando estarán en su tierra. Luego la otra parte (v. 26) era «con la mira a manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.» Esto es para el tiempo presente. Al ascender delante de Dios en las alturas, establece una justicia presente —todos los pecados perdonados, y nosotros somos hechos justicia de Dios en Cristo. Romanos 3:25 nos lo expresa históricamente, porque los pecados de todos los que habían sido salvos en la época del Antiguo Testamento son quitados por este sacrificio; pero podemos aplicarlo de manera inmediata, y ver que no sólo nuestros pecados pasados han sido quitados, sino que estamos en pie en justicia para el presente.

Versículo 1. «Dios, habiendo hablado muchas veces», etc. Esto es antes que llegara el tiempo para Su propia revelación. Se enviaban mensajes por medio de otros. Tenían comunicaciones procedentes de Dios, porque Él les hablaba por medio de los profetas. Pero ahora tenemos la manifestación de Él mismo. El Hijo de Dios ha venido. «En estos postreros días nos ha hablado por el Hijo.» Y así es exaltada la palabra. «Has engrandecido tu palabra conforme a todo tu nombre» (Sal 138:2, BAS). Hasta este tiempo Su nombre había sido exaltado. Se había dado a conocer a Abraham como el Dios Omnipotente, exhortándole a que confiara en Su poder, cuando tuvo que peregrinar como un forastero, sin nadie que se cuidara de él. Luego nuevamente se dio a conocer a Nabucodonosor como el Dios Altísimo, más alto que ninguno de los dioses de las naciones; y también a Abraham se reveló con este nombre, cuando volvía de la derrota de los reyes. Y volverá a asumir este nombre cuando venga el reino. También era conocido por el nombre de Jehová —«Yo soy»— cuyo sentido práctico es «el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.» Todos estos nombres eran gloriosos; pero a Su palabra la ha engrandecido por encima de todas las cosas. La palabra es aquello que nos dice todo lo que es Dios —santidad, amor, sabiduría, etc. Su palabra expresa Sus pensamientos y sentimientos; es la revelación de Él mismo. Dios habla por medio de Cristo. Todo lo que hizo Cristo fue manifestación de Dios. ¿Quién podía limpiar a un leproso, sino solo Dios? «Quiero; sé limpio», son Sus palabras. ¿Y quién podía resucitar a los muertos, sino Dios? «¡Lázaro, sal fuera!» «Las palabras que me diste, les he dado» (Jn 17:8). Él nos ha entregado Sus palabras, para que seamos vasos de Su testimonio conforme a nuestra medida. «El que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz» (Jn 3:33).

No sólo somos traídos ahora a Dios, sino a Dios revelándose a Sí mismo, a Dios manifestado en carne. Cristo vino declarando al Padre. «Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras» (Jn 14:11). ¡Qué maravilloso lugar tenemos en Cristo, teniéndole a Él como la revelación de Dios para nosotros! La mente de Dios nos es traída ante nosotros en Cristo. «Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón» (Ro 10:8). Esto es lo que hace tan preciosas las Escrituras. Son ciertamente la palabra escrita, pero son la revelación de Dios. «Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada» (2 P 1:20). Tenemos la mente de Dios por escrito, y ahí esta, permanente e imperecedera, en contraste a tradiciones meramente transmitidas de mano en mano. La iglesia no puede hablar sin la Escritura. Si la iglesia puede decir cualquier cosa por sí misma, entonces las palabras de Cristo no sirven de nada. En tal caso, tengo otro amo encima mío. Con esto me refiero a la autoridad, no a los dones, que, naturalmente, existen en la iglesia para la exposición de la verdad. Pero la autoridad en la iglesia suplanta el señorío de Cristo sobre Su casa. Es una gran cosa atesorar en nuestras almas el hecho de que tenemos esta revelación de Dios en Cristo. Y el comienzo del siguiente capítulo nos lleva al terreno de su posesión. «Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos» (2:1). El apóstol estaba escribiendo a judíos, y ellos habían oído hablar al mismo Señor, y después a Sus apóstoles; ésta es la razón por la que Pablo no pone su nombre a esta epístola, a diferencia de las otras. Vosotros, los judíos, oíd lo que Dios mismo os ha dicho. Le habéis oído. Así, el apóstol sólo les está confirmando lo que Él había dicho. Es digno de observar como Pablo deja de lado su propio apostolado (y lo cierto es que él no era el apóstol de la circuncisión), y sólo habla de los doce que confirmaron las propias palabras de Cristo.

En este capítulo tenemos primero la gloria de Cristo mostrada en que Él es «heredero de todas las cosas.» Él era el Hijo del Padre, y Padre Eterno, en virtud de Su propio poder; y Él tomará todas las cosas. Él lo heredará todo. Si Hijo, podemos decir, luego Heredero; porque esto se dice incluso de nosotros: «Si hijos, luego herederos.» Todo lo que es del Padre, es Suyo. «Él tomará de lo mío, y os lo hará saber.» En el capítulo 2 se hace alusión al Salmo 8, cuando en los consejos de Dios se designa que como Hombre tenga todas las cosas; pero en este capítulo tenemos a Éste mismo como el Hijo de Dios y «heredero de todas las cosas»; y por esta gloriosa razón Él «hizo el universo.» En Colosenses también tenemos esto: «Todo fue creado por medio de él y para él.» Allí tenemos Su derecho sobre toda la creación, pero como «la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación» (Col 1:15 ss.). Y aquí tenemos «heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo.» Es distinguido de Dios Padre —la diestra de Su poder. Por sabiduría planeó, y ejecutó con poder. Cristo es aquella sabiduría y aquel poder.

Versículo 3. «La imagen misma de su sustancia.» Cristo era el resplandor de la gloria de Dios. Esto es más que el testimonio dado por los profetas en otras épocas. Juan 12:38-41, en relación con Isaías 6, muestra de manera muy destacable el fulgor de Su gloria. Véase también Génesis 1:26, 27 en relación con esta palabra: «la imagen misma de su sustancia.»

«Quien sustenta todas las cosas,» etc. Naturalmente, ésta es una acción divina. ¿Quién podría mantener el universo en marcha? ¿Cómo podría todo mantenerse sin Dios, de manera que ni un gorrión caiga en tierra sin Él? ¿Cómo podría ser sin Aquel que lo hizo? Aunque Él ha establecido el orden de todas las cosas, es Él quien lo mantiene todo en marcha. El que en realidad lo actúa y posee todo es Cristo. Vemos Su gloria en todo ello.

Otra obra divina se menciona ahí en el hecho de que Él ha «efectuado la purificación de nuestros pecados»; y tan divina es la acción de purificar nuestros pecados como la de crear un mundo, y en cierto sentido es mucho más difícil, porque el pecado es una cosa tan odiosa para Dios. Para Él sería bien fácil crear otro mundo de la nada. Podría contemplar Su creación, y decir que todo era «bueno en gran manera»; pero Él es tan santo que no puede soportar el pecado. Por ello, hay algo que tiene que quitar, y Él viene para quitar los pecados. Hemos pecado contra Dios, y es imposible que nadie perdone el pecado sino la persona contra la cual el pecado ha sido cometido. Hemos pecado contra Dios, no primariamente contra el hombre, y el hombre no puede perdonar los pecados. Ésta es otra razón por la que Dios ha de ser el único que pueda perdonar pecados.

Observemos otra cosa. Él tiene que purificar antes que poder perdonar. Al pasar a través de este mundo, el hombre tiene que pasar por muchas cosas, y hacerlo lo mejor que pueda. Pero Dios no puede hacer esto. «Muy limpio eres de ojos,» dice la Escritura de Dios, «para ver el mal» (Hab 1:13). Así, si Dios quiere tener que ver con nosotros, tiene que purificar el pecado. Existe la terrible necesidad de que Dios ha de ocuparse de nuestros pecados. Y tuvo el suficiente amor y poder como para hacerlo. Si lo hubiera pasado por alto, tendría que haberse desprendido de Su santidad. Por ello, había esta necesidad moral de Su santidad de que si quería tener a tales míseros pecadores en Su presencia, nos tenía que purificar. Como también hay necesidad del lavamiento de pies si queremos tener parte con Cristo.

«Habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo» —había de ser por medio de Sí mismo. Nadie podía ayudarle en esto. Los ángeles no podían tener parte alguna en esto, aunque fueran enviados a ministrarle mientras estaba dedicado a la tarea. El hombre no podía, por cuanto el hombre no puede hacer más que su deber; si hiciera más, estaría mal. La purificación de los pecados ha de ser una obra divina. Hay una necesidad divina en Dios para hacerlo; y esto por Sí mismo, por cuanto Él no podría permitir el pecado. Así es como soy purificado. Por cuanto Él no podía soportar el pecado, tiene que quitarlo Él mismo, y «la sangre de Jesucristo nos purifica de todo pecado.» Es una obra que ya ha sido consumada: no algo que tenga que hacer, y que pueda hacer. No es algo aún por hacer. Está consumado, y Él se ha sentado. Así, ya no tenemos más un profeta que nos venga a decir lo que va a hacer, sino el testimonio del Espíritu Santo de que ya ha sido llevado a cabo.

«El resplandor de su gloria», se dice, esto es, «de la gloria de Dios» como antecedente, no «de la gloria del Padre». El pecado tiene relación con Dios como Juez, no con el Padre. Él «se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas». Toda la obra está consumada, y de una manera tan perfecta que puede volver a tomar Su propio lugar, y ello con la bendita diferencia de que vuelve como Hombre, lo que nunca había sido antes. Esteban lo vio como el «Hijo del hombre» de pie a la diestra de Dios. Allí, Él «se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas». Él tomó nuestros pecados sobre Sí, y sin embargo está a la diestra del trono de Dios. Esto muestra que la justicia obrada es tan perfecta y divina que, aunque Él ha tomado nuestros pecados, podía sentarse en el trono de Dios sin ensuciarlo. Él tiene derecho, naturalmente, sobre la base de Su divina Persona; pero aquí tenemos aun más. La justicia divina es presentada delante de Dios, como una obra cumplida, así como el Hijo divino fue manifestado ante el hombre cuando descendió entre nosotros. Todo en esto es gloria divina.

En el Salmo 2 tenemos: «Besad al Hijo», etc. Bienaventurado el hombre que confía en Dios; pero maldito el hombre que confía en el hombre (Jer 17). Encontramos en los profetas ciertos rasgos en misterio, por decirlo así, para exhibir a la divina Persona de Aquel que venía en humillación. Véase Isaías 50:3-5. La misma gloriosa Persona que dijo: «Visto de oscuridad los cielos», etc., dice: «Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde», etc. En Daniel 7, otra vez, véase versículo 13 —tenemos «el Hijo del Hombre» traído ante «el Anciano de días», y en el versículo 22 se presenta Él como «el Anciano de días». He 1:7: «El que hace a sus ángeles espíritus», etc., pero no se emplea la palabra hace acerca del Hijo. «Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo.» Véase Salmo 45:1-7; He 1:9. Aquel cuyo trono es eterno ha sido puesto a prueba; y Él amó la justicia y aborreció la iniquidad mientras estuvo entre nosotros, y nos ha sacado a nosotros, como sus compañeros, fuera de nuestra iniquidad. Véase el contraste en el contexto en que se menciona «compañeros» aquí, y en Zacarías 13:7, donde Jehová habla del hombre, Su compañero, que ha sido «herido en casa de sus amigos».

Así, vemos la gloria de Cristo resplandeciendo continuamente a través del Antiguo Testamento, pero en este capítulo es expuesta de manera plena. Es reconocido como Dios, aunque hombre, y glorificado por encima de todos.

Versículos 10, 11, etc. Véase Salmo 102:24: «Por generaciones de generaciones son tus años», es en respuesta al versículo 23 y la primera cláusula del versículo 24. Es todavía más señalada y precisa. Jesús, en Su humillación, derrama Su corazón herido ante Jehová. El Salmo anticipa la reconstrucción de Sión. Si es así, ¿dónde iba a estar este Mesías herido? Si cortado en medio de Su día, ¿cómo iba a poder estar allí? La respuesta de Dios es que Él, el santo sufriente, es Jehová, el conservador y soberano de todas las cosas. ¡Qué testimonio de Su inmutable deidad!

Éste es el tiempo de la gracia, cuando los que han de ser Sus compañeros en la gloria están siendo recogidos («tus compañeros», v. 9).

Versículo 13. Los ángeles tienen un puesto y oficio de gran bendición, pero nunca se les dice a ellos: «Siéntate a mi diestra», etc. Pero Jehová lo dijo al hombre Cristo Jesús. Él tiene allí Su propio lugar.

¡Qué Salvador más bendito tenemos! El Señor mismo ha venido y ha tomado nuestra causa. Aquel a quien contemplamos, y en quien nos apoyamos como Salvador, es el Señor Jehová.

Luego, además de la gloria de Su Persona, tenemos la otra bendita verdad, esencial para nuestra paz, para ver cuán bendita es la salvación que tenemos: ¡Nuestros pecados completamente purificados! Hay en esta salvación una gloria maravillosa e inefable —el amor de Uno que no es como un ángel que sólo podría hacer Su obra cuando le fuera mandada.

Nuestras almas son así llamadas a adorar a Aquel que reviste de oscuridad los cielos, que ciertamente hizo todas las cosas: a Jesús, el hijo de Dios.




CAPÍTULO 2

Los primeros cuatro versículos de este capítulo son una exhortación basada en la precedente. Observemos esto: que esta epístola no comienza con una introducción apostólica, como las demás, sino que Pablo se pone enteramente entre estos creyentes judíos, y habla de Cristo como el Apóstol de ellos, no él mismo; y a todo lo largo del escrito expone todas las riquezas de Cristo, para guardarlos de que se deslicen de nuevo al judaísmo. Aunque el evangelio de la incircuncisión fue encomendado a Pablo, como el de la circuncisión lo fue a Pedro, sin embargo es Pablo el empleado para dirigirse a estos creyentes hebreos. En el capítulo 1:1, 2, Dios «nos ha hablado»; esto es, Pablo se incluye a sí mismo entre ellos. En Hebreos no se habla a la iglesia como tal, sino a los santos de forma individual—no en su aspecto de unidad con Cristo. Incluso en la Epístola a los Romanos se dice: «Y a los que justificó, a éstos también glorificó»; pero aquí es sólo Él el presentado «coronado de gloria y de honra». Además, se debe observar que como el apóstol no está hablando aquí de la unión con Cristo, se apremia la responsabilidad; y de ahí brotan continuos «síes» condicionales y advertencias. Estas advertencias no tocan en absoluto a la perseverancia final de los santos, tal como se llama a esta doctrina; aunque yo quisiera más bien llamarla la perseverancia de Dios, Su fidelidad, porque es Él quien nos guarda hasta el fin. «Si en verdad permanecéis» (Col 1:23) no arroja dudas sobre vuestra permanencia. En esta epístola apenas si se hace referencia a la obra vivificadora del Espíritu de Dios; sólo en uno o dos casos. En el capítulo 2:2, «la palabra dicha por medio de ángeles» se refiere a la ley promulgada en el Sinaí. Estos versículos se dirigen a toda la nación judía, mientras que sólo los que tuvieran fe recibirían la advertencia. Y quisiera observar que las advertencias de Dios no son meramente en contra del pecado, sino en contra de deslizarse de la verdad. Cristo vino al mundo no imputándoles sus transgresiones, pero ellos añadieron a su rebelión de corazón rechazando a Aquel que había venido a advertirles. Descuidar la salvación es menospreciarla. Por el rechazamiento de Cristo, los judíos se ataron sus pecados sobre sí mismos. Haber quebrantado la ley era ya cosa mala, pero peor aún era rechazar la gracia; y estos primeros versículos les apremian esto a ellos.

El propósito de Dios para el hombre (v. 5 y ss.) es el de ponerlo sobre todas las cosas, pero este propósito sigue aún sin cumplir. «El mundo venidero» no es el cielo, porque éste ya existe ahora; se trata de la tierra habitable, no esta tierra en su estado actual. Los judíos esperaban un nuevo orden de cosas; esperaban bendición y paz, y tenían razón, porque así será. Este mundo actual está sujeto a ángeles. La mano de Dios no se ve de manera directa, pero Sus ángeles son espíritus ministradores para los herederos de salvación. Todo lo que está en este mundo, por muy misericordiosamente que esté ordenado en providencia, constituye una prueba de pecado —la ropa que llevamos, las casas en que vivimos, etc. No era éste el propósito de Dios. Él no está ahora, como he dicho, actuando de manera directa. Él permite y predomina, pero atrae a Su propio pueblo fuera del mundo (liberándonos «del presente siglo malo», Gá 1:4), y luego le enseña a caminar por él como no siendo de él. Nos protege mediante Sus ángeles; ellos son Sus ministros en Sus tratos providenciales, v. 6. Pero es un Hombre quien ha de ser puesto sobre el mundo venidero. Una vez (en Adán) el dominio le fue entregado al hombre, pero lo perdió; v. 8, etc. El propósito de Dios, esto es, Su orden de cosas, no queda por ello afectado. Ahora vemos a Jesús coronado, y cuando nosotros lo seamos, entonces todas las cosas quedarán cumplidas. El Cabeza está ahora glorificado, y los miembros están aquí abajo en sufrimiento. Cristo está sentado a la diestra de Dios, esperando hasta que Sus enemigos sean puestos por escabel de Sus pies.

Tomemos el Salmo 2 y comparémoslo con el Salmo 8. Dios dice: «Pero yo he puesto mi rey sobre Sión, mi santo monte.» Cristo ha venido, y no está aún establecido como rey. Pero el Salmo 8 nos muestra que, aunque rechazado como Mesías, Jesús tomó el puesto de Hijo del hombre. Así que cuando Pedro lo confiesa como el Cristo, Jesús le manda rigurosamente que no lo diga a nadie, porque «le era necesario al Hijo del Hombre [su título en el Salmo 8] padecer mucho», etc. (Mr 8:31; cf. Lc 9:22; Mt 16:21). El pecado tiene que ser quitado antes que Dios pueda establecer Su reino. Estamos ahora pasando a través de este orden o estado de cosas que todavía no está puesto bajo Jesús. Cristo ha pasado a través de este mismo mundo, y ha sido tentado, antes de tomar Su puesto como Sacerdote, para poder auxiliar a los que son tentados. Esto no es pecado, porque no queremos simpatía en el pecado, sino ayuda y poder para salir fuera de él y vencerlo, y esto es lo que tenemos en Él. Él pasó en perfección, por medio de vituperio y tribulación. Satanás hizo todo lo que estaba en su poder para detenerlo en su curso de piedad, pero todo en vano. El Señor «resistió hasta la sangre». Tenemos que rogar a Dios que nos ayude a juzgar el pecado, cada uno por sí. La simpatía en la angustia y en el sufrimiento es otra cosa, y ésta la tenemos, así como el perdón.

He comenzado diciendo que había dos cosas: el propósito y los caminos de Dios. Ahora bien, es nuestro privilegio seguir esto último, mientras que lo primero permanece sin cumplir. En lugar de ser meramente el Hijo de David, Cristo es el Hijo del Hombre. Toma posesión en nuestra naturaleza —no, naturalmente, en el estado en que está en nosotros, pero con todo, en nuestra misma naturaleza. Ahora bien, en cuanto a los caminos de Dios, los vemos en los versículos 9 y 10: «Para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos,» etc. Observemos esto bien: nuestro pecado nos lleva al mismo lugar que, por la gracia de Dios, tomó Él. Cuando Cristo vino, como en el Salmo 40, para hacer la voluntad de Dios, la majestad de Dios necesitaba ser vindicada. Y quisiera decir sin ninguna vacilación que la verdad de Dios, Su justicia, Su amor, Su majestad, todo fue vindicado por la muerte de Cristo —sí, mucho más que lo habrían sido si todos hubiéramos muerto. Anticipando esto, dijo: «De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!» (Lc 12:50). Su amor no podía derramarse plenamente hasta entonces. En las palabras «convenía a aquel», encuentro el carácter de Dios, mientras que en la expresión «muchos hijos», encuentro a los objetos de Su amor. No podía llevarnos a la gloria en nuestros pecados. Tenemos a Cristo asumiendo la causa de este remanente: ¿y dónde comenzó Él, históricamente? Fue en el bautismo de Juan que Él se identificó exteriormente con Su pueblo, esto es, con los santificados; v. 11. Véase Salmo 16:2, 3. Su asociación tuvo lugar con los santos; y no puede haber un paso en la vida divina en la que Cristo no vaya junto con nosotros. Cristo, en todo lo que Él es, está con nosotros en la más mínima fibra de la vida divina, desde el arrepentimiento a su inicio. No, naturalmente, que Él tuviera nada de qué arrepentirse; sin embargo, Su corazón está con nosotros en ello. Esto es tan cierto ahora como lo será cuando se manifieste en gloria: v. 16. No hubo unión de Cristo con la carne. Los asociados de Cristo son los excelentes de la tierra; mientras que en gracia uno de Sus más entrañables títulos fue: «amigo de publicanos y pecadores».

El versículo 12 es una cita del Salmo 22:22, donde Jesús, en resurrección, asume el puesto de director de la alabanza de Sus hermanos. Nuestros cánticos deberían por esto siempre concordar con los Suyos; y si nuestra adoración expresa incertidumbre y duda en lugar de gozo y certidumbre en el sentido de la redención consumada, no puede haber armonía, sino discordia, con la mente del cielo.

El versículo 13 es una cita del Salmo 16, donde, como también en otros pasajes, Cristo toma en la tierra el puesto del Hombre dependiente. Él es así descrito de manera especial en el Evangelio de Lucas, donde se le registra tantas veces orando. Luego: «He aquí yo y los hijos que Dios me dio». Este pasaje de Isaías 8:18 es de particular aplicación a estos creyentes hebreos. Mientras espera a Israel, Él y Sus discípulos constituyen señales.

En el versículo 14 encontramos la consecuencia de Su asociación con nosotros. En estos últimos versículos tenemos estas dos cosas: Que Él tomó nuestra naturaleza para poder morir; y también para poder ir a través de la tentación. Nosotros estábamos vivos bajo la muerte; entonces viene Cristo, y toma sobre Sí todo el poder de Satanás y de la muerte, y destruye así a aquel que tenía el poder de la muerte. Mediante Su muerte, hizo la propiciación por el pecado. Los sentimientos de Su alma, y las tentaciones de Satanás, tuvieron lugar antes de Su muerte, en el huerto de Getsemaní, donde su lenguaje fue: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte» (Mt 26:38). Esto era debido al poder de Satanás, porque Él dijo: «Ésta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas» (Lc 22:53). Pero Él pasó a través de todo ello como parte de los padecimientos que tenía señalados. En los primeros tres Evangelios tenemos Su clamor en Getsemaní. En Juan tenemos Su recuerdo de Su madre, y Sus otros clamores («¡Tengo sed!» y «¡Consumado es!») en la cruz; y concuerda con el carácter de Aquel evangelio en el que se da Su aspecto divino. Después que terminara su conflicto con Satanás, Cristo tomó la copa de manos de Su Padre. Los que fueron enviados a arrestarle no tenían poder alguno contra Él, porque todos cayeron al suelo; pero Él se entregó. Satanás apremió la copa sobre Él, pero Él la tomó de manos de Su Padre.

Por lo que respecta a la tentación, espero poder hablar más acerca de ella en otra ocasión. Sólo quiero decir ahora que socorrernos no es morir en lugar de nosotros; pero ahora que voy a través de este mundo necesito socorro. El arca en el Jordán era como Cristo precediéndonos a nosotros a través de las aguas de la muerte, que para Él inundaron las riberas, mientras que nosotros seguimos a pie enjuto. Porque, ¿qué es morir para el cristiano? Es pasar de toda tristeza a la presencia del Señor —el momento más dichoso en la existencia de un cristiano.

 



CAPÍTULO 3

El primer título de nuestro Señor en este capítulo está relacionado con la primera parte de la epístola; el segundo, esto es, el sacerdocio, se refiere a lo que sigue luego. En el capítulo 1 también tenemos Su idoneidad para ser el Apóstol; en el capítulo 2, Su idoneidad para el Sacerdocio. Él era el Mensajero Divino para el testimonio que iba a traer a la tierra; y ha ascendido a las alturas para ejercer Su Sacerdocio en favor de un pueblo necesitado aquí donde Él ha estado. «Dios manifestado en carne, justificado en el Espíritu, ... recibido arriba en gloria», refiriéndose al hecho de que Él vino aquí abajo y que se hizo hombre. Tiene que estar en el Lugar Santo a fin de poder llevar a cabo Su obra como Sacerdote; pero tiene que ser un hombre. Por ello, lo que fue en la tierra le equipó, por así decirlo, para esta obra. Hay un tercer carácter relacionado con Cristo que se expone en este tercer capítulo: es Cristo puesto «sobre su casa».

En esta epístola no se expone en absoluto la unidad del cuerpo; se expone un Mediador hablando a Dios por nosotros y hablándonos a nosotros de parte de Dios: «Retengamos nuestra profesión» (4:14), etc. Si hablara de la unidad del cuerpo, es inseparable. Hay un Espíritu Santo que une a los miembros a la Cabeza: «vosotros en mí y yo en vosotros». Pero no es así aquí. Por ello, de lo que se está hablando es de la profesión, y de la posibilidad de que no sea una verdadera profesión. Pero aun suponiendo que sea sincera, «estamos persuadidos de cosas mejores», etc. (cap. 6). Podrían existir todos estos privilegios, pero ningún fruto, sino una apostasía. Estos hebreos habían hecho una pública profesión de haber abrazado a Cristo, y habían recibido un llamamiento celestial. Al hablar del cuerpo de Cristo, sabemos que es perfecto: no existe la posibilidad de que entre en él un falso miembro; en cambio, en una congregación viva puedo dirigirme a ella con la esperanza de que todos sean santos, pero el final lo demostrará. Nadie puede decir el final, si todos perseverarán: pero si hay vida, sabemos que sí perseverarán.

«Apóstol de nuestra profesión» —no se podía decir Apóstol de vida. No podremos comprender nunca esta epístola de manera apropiada a no ser que comprendamos esta verdad. En Efesios, donde el tema es más el cuerpo, no encuentro una expresión de este tipo: «para santificar al pueblo mediante su propia sangre».

El hecho de que no se comprenda el carácter de esta epístola es la razón de que muchas almas se vean puestas a prueba y ejercitadas por los pasajes que encuentran en ella. Encuentran que se les habla con la posibilidad de que no tengan vida, y que por ello mismo no persistan hasta el final. La iglesia presupone un cuerpo en el cielo. «Llamamiento celestial» no implica necesariamente que porque sean llamados al cielo, sean parte del cuerpo de Cristo. El reino y el cuerpo son cosas distintas. «Cabeza sobre todas las cosas a la iglesia» es también más amplio que el reino. El reino implica un rey; un cuerpo implica una cabeza. La iglesia es preciosa para Dios. Todo lo que Cristo tenga, lo tengo yo; la misma vida, la misma justicia, la misma gloria. Si mi mano se duele, digo que soy yo el que se duele. Pablo fue convertido por esta verdad: «¿Por qué me persigues?» Muestra lo que ha hecho la gracia por nosotros: nos ha sacado de nosotros mismos. El cuerpo de Cristo muestra la plenitud de la redención, y el propósito de Dios acerca de ella. Pero otro aspecto del pueblo de Dios es que anda aquí en debilidad, pero poseyendo este llamamiento celestial. En esta condición necesito a Uno en el cielo; y no hay una debilidad, una necesidad, un dolor, una pena, una ansiedad, que no atraiga simpatía y ayuda de parte de Cristo. Esto suscita mis afectos hacia Él. Pero antes de entrar a tratar el sacerdocio, se habla de Moisés como tipo: «Cristo Jesús, el cual es fiel al que le constituyó, como también lo fue Moisés en toda la casa de Dios». La casa es el lugar donde mora Dios; y hay otra cosa ahí; el Cabeza de la casa que la administra.

Dios ha ido al encuentro de Su pueblo en conformidad a la necesidad en que se encontraban. En Egipto necesitaban redención, y Él acude a redimir. En el desierto estaban morando en tiendas, y Él también tuvo una tienda. Al entrar en la tierra necesitaban a Uno que los introdujera, y ahí encontramos al Príncipe del ejército de Jehová. Luego, cuando están en la tierra, Él edifica Su palacio, Su templo. Hay reposo. No hemos llegado aún al templo —no tenemos reposo: tenemos el tabernáculo ahora, y «aún queda reposo». Existía un templo cuando se dirigió la palabra a estos hebreos, pero no era para nosotros.

El templo es una morada para Dios. Nunca hubo morada para Dios hasta que entró la redención. La Escritura nunca habla del hombre recuperando la inocencia, ni la imagen de Dios. Dios no moraba con Adán, aunque fuera a pasear con él al fresco del atardecer. Tampoco habitó con Abraham. Él «ha dado la tierra a los hijos de los hombres» —«Los cielos son los cielos de Jehová.» Pero cuando se introduce la redención, Dios está formando algo para Sí mismo. Así, en Éxodo 15:13 «morada» se refiere a lo que tenían en el desierto (Éx 29:44-46), pero el versículo 17 se refiere al reposo al final.

Abraham tuvo visitas (Abraham morará en el cielo), pero Dios no podía tener morada entre los hombres hasta que les hubiera dado a conocer la redención. La naturaleza y el carácter de Dios demandan esto. El amor es el carácter de Dios: para gozar de Dios debo estar con Él. La santidad es Su naturaleza. Somos hechos hijos de Dios («El esclavo no queda en la casa para siempre», etc.). Por la naturaleza divina que nos es comunicada podemos encontrarnos cómodos en aquella casa de Dios, y la redención nos da título a ella.

El cristiano individual es ahora un templo; pero lo temporal y provisional es que Dios ahora mora con nosotros. La plena bendición es que moraremos con Dios; Juan 14. No voy allí para estar a solas allí, sino para teneros allí conmigo. «Voy, pues, a preparar lugar para vosotros.» En el versículo 23 el Padre y el Hijo hacen morada con nosotros hasta que nosotros somos tomados para morar con ellos. Que Dios tenga una casa, como concepto general, es la consecuencia de la redención. Aquí en Hebreos se alude más a ello en el aspecto de administración que en el de morada. «Morada de Dios» es lo actual. «Templo» es futuro en Efesios 2. En Hebreos es mencionado de una manera más amplia y general porque aquí hace referencia a la profesión. El que hizo todas las cosas es Dios. En un sentido, la creación es Su casa; en otro, Cristo traspasó los cielos, como Sumo Sacerdote, entrando en el cielo de los cielos (a través de los dos velos, tal como se representaba en el tipo), hasta el lugar santísimo. En un tercer sentido, el cuerpo de la cristiandad profesante es Su casa, «la cual casa somos nosotros», etc.: los santos. Puede que haya hipócritas entre ellos; pero son «juntamente edificados para morada de Dios», etc. Cristo tiene allí la administración, como Hijo sobre Su propia casa. Moisés era tan sólo un siervo en el edificio. En esto tenemos una inmensa consolación: primero, porque está perfectamente gobernada; segundo, cuando observamos la casa podemos ver en ella una multitud de fallos que han acontecido; pero a través de todos los fracasos Aquel que administra la casa no puede fracasar. Por ello, aunque todos buscan lo suyo, no lo que es de Cristo Jesús, Pablo podía decir: «Regocijaos en el Señor siempre» (Fil 4:4; cf. 2:21). Hay Uno a quien nada se le escapa. Cualquiera que tenga una verdadera solicitud por la iglesia de Dios nunca tiene por qué abandonar su confianza. Pablo, al contemplar a los Gálatas, ve tantas cosas erradas que no sabe qué pensar acerca de ellos; cambia su tono al dirigirse a ellos. Los que estáis bajo la ley, oíd la ley. Pero en el siguiente capítulo les dice: «Yo confío respecto de vosotros en el Señor» (5:10). Cristo está sobre su propia casa. Dos cosas siguen entonces: Él lo tornará todo en bendición —Pablo en la cárcel, etc.; y también dará un bien en el presente. Cuando todas las coyunturas y ligamentos no actúan como debieran, se experimenta tanto más el ministerio inmediato de Cristo. Cristo lo conecta todo con Su gloria, y la fe conecta la gloria del Señor con el pueblo del Señor. Así lo hizo Moisés. La fe no dice solamente que el Señor es glorioso, y que Él proveerá el medio para Su propia gloria, sino que ve el medio para ella. Moisés dijo: «Perdona al pueblo», cuando estaba con Dios; y cuando descendió entre ellos «cortó al pueblo», porque estaba vivo para la gloria de Dios (en la cuestión del becerro de oro en el campamento).

Tenemos que contar con Cristo con respecto a la iglesia, no con ella misma. Así, Pablo, cuando ha de ser juzgado por Nerón, emite sentencia, por así decirlo, sobre sí mismo (Fil 1:23-25); decide que será absuelto. ¿Por qué? Porque ve que es lo más necesario para ellos —una sola iglesia. Fue la enseñanza divina y la fe en ejercicio lo que le hizo emitir este juicio.

Hay fracaso aquí abajo por parte de la iglesia con respecto a la responsabilidad, pero Cristo tiene una perfecta autoridad en Su iglesia, y tiene interés en ella. No tenemos que hacer reglas para la iglesia: es el Amo quien ha de gobernar la casa, no los siervos. Hay un Amo, y es Cristo. Él está sobre la iglesia, y no la iglesia sobre Él. «La cual casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin la confianza», etc. (He 3:6). ¡Ah!, dice la gente, no estés demasiado confiado, porque hay un «si» condicional. Pero os quiero preguntar: ¿Qué es lo que tenéis? ¿Lo que él apremia es que no lo dejéis ir. ¿Se tiene que usar esto para estorbar mi confianza? ¿Qué creían ellos? Que Cristo había venido. Que era para ellos un Salvador celestial, y esto es mucho mejor que uno de terreno. No dejéis ir esto. Hay un temor de abandonar esta confianza, no de estar demasiado confiados. ¿De qué tengo que desconfiar? ¿De mí mismo? ¡Ah!, no puedo desconfiar suficientemente de mí mismo. ¿Pero desconfiáis de Cristo? ¿Acaso se oscurecerá jamás Su ojo, o se enfriará Su corazón? ¿Dejará acaso de interceder? Una prueba de que soy una verdadera piedra en la casa es que retengo la confianza, etc. Aquellos sumos sacerdotes bajo la antigua dispensación estaban de continuo en pie; pero Él se ha sentado, porque la obra está toda consumada. Ellos necesitaban un nuevo sacrificio para cada pecado: el pecado nunca era quitado. Necesitaban una nueva absolución de parte del sacerdote cada vez que surgía el pecado. Pero ahora dice: «Nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades» (8:12). Si estás bajo la ley, la cosa es distinta; entonces no tienes confianza. Si hablas de desconfianza, ¿de qué desconfías? Si confías en absoluto en el hombre, es prueba de que no ves que estás perdido. Si abandonas la confianza en ti mismo y dices: Ya estoy perdido, entonces la cosa es distinta. Nadie que haya llegado realmente a la redención tiene confianza en sí mismo en su propia alma; y ningún cristiano dirá: deberías desconfiar de Cristo. Nuestro privilegio es tener confianza en Cristo como una peña bajo nuestros pies, y regocijarnos en la esperanza de la gloria de Dios. Su justicia ha llevado a Cristo a la gloria como hombre, y la misma justicia me llevará a mí allí.

¿Dirá alguien: «No sé si tengo parte en ello»? Estás bajo la ley; Dios puede estar arando tu alma —ejercitándola para bien; pero no has sido llevado a aceptar la justicia de Dios. En este estado, el alma no ha aceptado la justicia de Dios para sí, en lugar de la nuestra para Él. Sigues dependiendo de tu propio corazón para consuelo y certidumbre. Es cosa muy seria llegar a tener el alma tan vacía de todo que sólo ha de aceptar lo que Dios puede dar. Es cosa terrible encontrarse en presencia de Dios sin nada que decir ni presentar. Nunca se tiene amor para Cristo hasta que se está salvo; y esto es la obra del Espíritu de Dios. El pródigo encontró lo que era por lo que era su padre. ¿Dudó él acaso de su seguridad cuando tenía a su padre abrazándole?

El resto de este capítulo trata del pueblo de Israel —del pueblo profesante en el desierto. No entraron en la tierra, sino que sus cadáveres cayeron en el desierto. Habla de ellos en el camino. El «Hoy» citado del Salmo 115 nunca se cierra para Israel hasta que Dios haya llevado al remanente al final de Sus tratos con ellos, después que la iglesia haya sido tomada al cielo.

Versículo 14. «Participantes» es la misma palabra que se traduce «compañeros» en el capítulo 1. Sois compañeros de Cristo si formáis parte de esta compañía. Este lugar con los compañeros es vuestro si vais hasta el fin. Esta clase de declaración no afecta a la seguridad de los santos. Tanto los calvinistas como los arminianos podrían decir: Llegará al cielo si se mantiene firme hasta el final. La certidumbre de la salvación es la certidumbre de la fe, y no aquello que excluye la dependencia de Dios para cada momento. No abrigo duda alguna de que Dios guardará a cada uno de Sus santos hasta el final; pero tenemos que correr la carrera para obtener la gloria eterna. Manteniendo la fidelidad de Dios, es importante, con ello, mantener el sentido llano de pasajes como el presente, que actúan sobre la conciencia como advertencia en el camino. No hay incertidumbre, pero sí hay el ocuparse en nuestra propia salvación con temor y temblor. En 1 Corintios 9:27 se distingue entre el cristianismo personal y predicar a otros. No es cuestión de la obra, sino de la persona siendo eliminada, esto es, desaprobada o réproba, esto es, no cristiana. Compárese 2 Corintios 13. En Romanos 2 se habla de la vida eterna como resultado de un curso que complace a Dios. Es indudable que es Su gracia la que da el poder; pero es resultado de un curso productor de fruto. En una palabra, es igualmente cierto que tengo vida eterna, y que prosigo hacia la vida eterna. Dios lo ve como una existencia, pero nosotros tenemos que separarlo en el tiempo. Haz este camino, y poseerás lo que está al final del mismo. Esto no interfiere con la otra verdad de que Dios guardará a los Suyos, y que nadie los arrebatará de Su mano. Nuestro Padre viene a decir: Éste es mi hijo, y yo lo guardo a todo lo largo del camino, y me cuido de que se mantenga en él.



CAPÍTULO 4

La palabra de Dios está conectada con el apostolado; cap. 3:1. En los últimos versículos, el tema es el sacerdocio de Cristo. Estos son los dos medios con los que somos llevados a través del desierto: La palabra de Dios y el sacerdocio de Cristo. Israel fue tratado como un pueblo sacado de Egipto, pero susceptible de caer por el camino. De ahí la advertencia a estos hebreos (cap. 4:1), «parezca no haberlo alcanzado»; la palabra es suavizada. En el capítulo 3 hemos visto como se les habla como un cuerpo sacado bajo el nombre de Cristo, pero admitiendo la posibilidad de hipócritas entre ellos.

Hay dos cosas distintas conectadas con el pueblo—la redención, y ser conducidos cuando son llevados al desierto.

Las Epístolas a los Hebreos y a los Filipenses se dirigen ambas a los santos como en el desierto. En Filipenses se trata más acerca de la experiencia personal, como, por ejemplo: «Porque sé que por vuestra oración ... esto resultará en mi liberación» (1;19). En ambas la escena es el desierto, no aún el reposo.

Versículo 1. Tenemos «su reposo». No meramente reposo, sino el reposo de Dios: y ahí hay una enorme diferencia. No se trata meramente de algunos que están fatigados, y que se gozan en reposar; vamos al reposo de Dios. Hay aquí una alusión a la creación, cuando Dios vio que todo lo que había hecho era bueno en gran manera. Se deleitó en ello, y reposó. La labor espiritual actual no es reposo, ni tampoco la ansiedad y la plaga del pecado. Dios reposará en Su amor (Sof 3:17). ¿Como podría reposar Él aquí? No hasta que vea perfectamente dichosos a aquellos a los que ama. ¿Cómo puede reposar allí donde hay pecado? La santidad no puede reposar donde hay pecado. El amor no puede reposar donde hay dolor. Él reposó de Sus obras en la primera creación, porque todo era muy bueno. Pero cuando entró el pecado, su reposo se quebró. Tiene que obrar otra vez. Dios halla reposo allí donde todo es conforme a su propio corazón. Queda totalmente satisfecho en el ejercicio de Su amor.

Cuando terminen los conflictos y la labor, entraremos en el reposo en el que Él está. Ésta es la promesa. «Permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo» —el propio reposo de Dios. Si los afectos no poseen su objeto, no están en reposo. Lo tendrán entonces, y seremos como Él es. También habrá un reposo comparable, incluso para esta pobre creación, en el mañana.

Estos hebreos a los que se dirige la epístola son comparados con los israelitas que salieron de Egipto, algunos de los cuales cayeron; pero les dice: «Pero en cuanto a vosotros, oh amados, estamos persuadidos de cosas mejores»; no sois «de los que retroceden para perdición». ¿Qué poseían? ¿Su Mesías en la tierra? No. Se había ido, y ellos habían quedado como extraños en cuanto a lo que existía aquí abajo, y sin tampoco haber llegado al cielo. Esto es lo que es cada cristiano: cosa distinta es cuál sea el estado de su corazón.

Versículo 2. «Se nos ha anunciado la buena nueva.» A nosotros se nos ha predicado el evangelio, lo mismo que a ellos. El apóstol está hablando del carácter de los que entran (al cielo, el reposo de Dios, que es la promesa para nosotros, así como para Israel era Canaán). Los incrédulos no entran en el reposo—los creyentes sí. Ésta es la puerta por la que entran.

En cuanto a la creación de Dios, no hay reposo para ellos en ella—no les ha llegado. «No entrarán en mi reposo.» Pero Dios no hizo el reposo para que no entrara nadie en él. Comienza de nuevo: v. 7. David vino quinientos o seiscientos años después de Moisés, y en el Salmo 95 dice: «Hoy,» después de tanto tiempo, etc. Si no entraron en el reposo bajo Josué, «queda un reposo para el pueblo de Dios.» Y este reposo todavía no ha llegado en absoluto. Será bajo el nuevo pacto, cuando venga Cristo, el Mesías según las propias Escrituras de ellos.

«El que ha entrado en su reposo, también ha reposado de sus obras», no sólo del pecado. Cuando Dios cesó, no cesó de pecado, sino de Su labor. Las obras de Dios no son reposo. Dios reposa en Cristo. Yo he cesado de mis obras, por lo que a mi conciencia respecta, porque he cesado de obras con respecto a la justificación. «Queda un reposo.» Tenemos lo primero, pero hay más por lo cual esperamos.

Los dos medios de conducirnos hasta el fin, que ya han sido mencionados, son la palabra aplicada por el Espíritu, y el Sacerdocio del Señor Jesucristo. Nunca se habla aquí de unión con Cristo; en relación con esto no hay discernimiento, juicio, etc. Pero como cristianos en el desierto sí que lo hay, y se necesita de la intercesión de Cristo; se nos habla como cristianos individuales, separados, que atraviesan el mundo, rodeados de trampas de todas clases.

Es destacable cómo se presenta la palabra de Dios como la revelación del mismo Dios. «La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; ... Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia.» ¿En cuya presencia? En presencia de la palabra de Dios, la revelación de Cristo. Él es llamado la palabra de Dios, el verbo de Dios—«Dios manifestado en carne.» Él era la vida divina—la perfección de todos los motivos divinos en un hombre en este mundo. La palabra de Dios trae la aplicación de la naturaleza de Dios. Todo lo que Él es se nos aplica a nosotros en nuestro paso a través de este mundo. Esto comienza al ser engendrados por la palabra—renacidos de simiente incorruptible: la impartición de la naturaleza divina, que no puede pecar, porque ha nacido de Dios. Entonces todos los motivos e intenciones del corazón han de ser puestos de manifiesto por esta palabra. La palabra escrita es la expresión de la mente de Dios aquí abajo. La perfección divina, tal como se expresa en la vida de Cristo en la palabra escrita, se aplica a nosotros. ¿Qué egoísmo había en Cristo? No me refiero ahora al hecho de que Él fue haciendo el bien, sino a los sentimientos y motivos de Su corazón. ¿Hasta qué punto ha sido el yo nuestro motivo? Aquí no se trata de los pecados manifiestos, sino de «los pensamientos y las intenciones del corazón.» ¡Cuánto ego a lo largo del día!

En Juan 17 nuestro Señor dice: «Yo me santifico a mí mismo.» Cristo separado como la perfección del hombre—Cristo, un hombre modelo, si puedo expresarlo así; todo lo que Dios aprueba en el hombre se vio en Cristo. Lo mismo debería verse en nosotros. «Santifícalos en tu verdad.» La palabra que nos es aplicada a todo lo largo de este camino, en motivos, pensamientos y sentimientos, es para este propósito. Cristo no sólo anduvo haciendo el bien; anduvo en amor, y nos dice a nosotros: «Andad en amor, como Cristo también nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros»; «perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.» Lo que desciende de Dios vuelve a subir a Él. El ego puede entrar en nuestros actos de bondad; pero sólo lo que es un perfume grato sube a Dios—«ofrenda a Dios.» Lo que no es hecho de manera exclusiva en el poder del amor divino, en el sentido de una ofrenda, queda estropeado—el ego ha entrado allí.

«Hasta partir el alma y el espíritu.» Dios ha creado los afectos naturales, pero, ¡cómo entran el yo y la idolatría! Y también la voluntariosidad y la autogratificación ¡cómo se introducen! Esto es alma, no espíritu. La palabra de Dios entra, y sabe cómo dividir entre alma y espíritu, lo que parece la misma cosa, los mismísimos afectos, tal como los ve el hombre. ¡Qué masa de corrupción! ¿Podemos tener comunión con Dios cuando entra el yo? ¡Cuán impotentes son los cristianos ahora—tú, y yo, y todos los demás. ¡Hay gracia, alabado sea Dios!, pero, en un cierto sentido, ¡cuán caídos estamos! «Me daré a la oración», dijo uno. Toda bendición proviene de la inmediatez de la vida de uno con Dios. Hay ríos de agua viva. ¿Cómo puedes obtenerlos? «Si alguno tiene sed, venga a mi y beba», y, «de su interior correrán ríos de agua viva». Uno tiene que beber por sí mismo primero, antes que pueda haber ríos, etc. En tiempos de los profetas, éstos tenían un mensaje: «Así dice Jehová», y luego tenían que indagar acerca del significado de la profecía, pero en nuestro caso, nosotros bebemos primero. Estamos de tal manera unidos a Cristo, que tenemos primero de Su parte antes de comunicarlo a otros.

¿Qué podría hacernos caer en el desierto? La carne. No tiene comunión con Dios. La carne en los santos, lo mismo que en todos los demás, es mala. Lo que nos haría caer es la carne: «los pensamientos y las intenciones del corazón» no juzgados. La palabra de Dios viene y juzga en nosotros todo lo que es de la naturaleza, después de habernos sacado de Egipto. Según la nueva naturaleza, todo es juzgado. Todo en Cristo es aplicado a los motivos e intenciones de nuestro corazón—todo es juzgado según el mismo Dios. La palabra es una espada—no sanando, sino de un carácter totalmente implacable. Detecta la mísera carne, la expone, y señala sus pensamientos, intenciones, voluntad, o concupiscencia. Todo es cribado. Pero, ¿no hay acaso debilidades? Sí. Pero allí donde están activas la voluntad y la intención, entra la palabra de Dios como un bisturí para cortarlas y eliminarlas. Para nuestras debilidades, no para la voluntad, tenemos un sumo sacerdote, que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.

Esto se expresa de manera hermosa en una figura del Antiguo Testamento. Necesitaban agua: la roca fue golpeada, y fluyó el agua. (Hay recursos en el mismo Cristo, la roca golpeada, para nosotros; pero además, tenemos agua, un manantial en nosotros.) También fueron puestos a prueba a todo lo largo del desierto. Se necesitaba la espada de dos filos. Hubo murmuraciones. Tuvieron que ser echados para atrás. Dios vuelve con ellos. ¿Cómo llegaron al final? ¿Qué es lo que se expuso de parte de Moisés (porque él era como el apóstol aquí)? ¿Cómo iba a librarse él de las murmuraciones? La roca no debía ser golpeada de nuevo. Se tuvieron que poner las varas. Aparecen hojas, botones y flores en la vara de Aarón— sale vida de la muerte—un sacerdocio vivo. Luego, ve y habla a la roca. ¡Supongamos que Dios se hubiera limitado a ejecutar juicio! ¿Cómo hubieran podido atravesar el desierto? Se introduce el sacerdocio viviente; gracia en forma de sacerdocio. Esto nos lleva a través; y todas las debilidades, e incluso los fracasos, cuando se cae en ellos, son afrontados por Aquel que traspasó los cielos, etc.

No hay la más mínima misericordia sobre la carne. Ésta es juzgada por la palabra. Moisés, el más humilde de los hombres, fracasó en esto. Abraham, que había recibido la enseñanza de la omnipotencia de Dios, desciende a Egipto, y fracasa debido al temor. Dios se glorificó a Sí mismo. Él se glorificó a Sí mismo en la roca en el desierto, pero Moisés no le glorificó, y fue excluido de la tierra.

Versículo 14. Hay unas cosas muy importantes mencionadas aquí acerca del sacerdocio. En primer lugar: El sacerdocio es ejercitado en el cielo, donde lo necesitamos. Es el lugar donde está Dios. Cuando había un llamamiento terrenal, el sacerdocio estaba en la tierra. El nuestro es un llamamiento celestial, y Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, ha traspasado los cielos. Otro punto importante es que Cristo no tiene en ningún sentido ninguna de estas debilidades mientras está allí ejerciendo el sacerdocio en nuestro favor. Él ha recorrido todo el camino en santidad, obediencia y consagración. Cuando Él saca a Sus propias ovejas, va delante de ellas. Él camina por la vereda de las ovejas, y ellas le siguen. Cristo pasó a través de todos estos ejercicios de un hombre piadoso (por ejemplo, necesitando pan, y siendo tentado para que transformase las piedras en pan, pero sin ceder a ello). Todo lo que un santo puede necesitar como santo lo vivió Cristo antes en perfección. Tenemos este ejemplo de perfección en Él, en la senda de las ovejas: pero ésta no fue la sazón de Su obra sacerdotal. Él ha recorrido el camino, y ahora puede «compadecerse de nuestras debilidades».

En Hebreos, como ha observado otro autor, tenemos más de contraste que de comparación. El velo en el tabernáculo y el sacerdocio de Israel aparecen en un estado de contraste con el que nosotros los tenemos. Nuestro sumo sacerdote no está rodeado de debilidad. Observemos la consecuencia de esto: estando Él en el cielo, hace que actúe sobre nosotros toda la perfección de pensamiento y sentimiento del lugar en el que Él está. Yo sufro estas debilidades y dificultades, y Él me ayuda en toda la perfección de los lugares celestiales donde Él está. Esto es precisamente lo que necesitamos. Él puede mostrar un camino, y sentir cómo es el camino de tránsito a través de este mundo, y llevar los corazones desde aquí abajo limpiamente al cielo.

Se suele pensar a menudo en el sacerdocio como un medio para ser justificado. Pero entonces Dios aparece ante aquellos que así piensan con el carácter de un juez. Tienen miedo de ir directamente a Dios, y no conociendo ni la gracia ni la redención, piensan en alistar a Cristo en su favor. Esto es un error. Muchas almas lo han hecho en ignorancia y debilidad, y Dios les va al encuentro así, pero esto es confundir nuestro lugar como cristianos. ¿Acaso la obtención de la intercesión de Cristo depende de que acudamos a conseguirla? Es cuando me he alejado de Dios—cuando no voy a Él—que tengo un abogado para con el Padre. Más aún: Cristo oró por Pedro antes que Pedro cometiera el pecado. Es la gracia viva de Cristo en todas nuestras necesidades—Su solicitud para con nosotros. Si no, jamás seríamos hechos tornar. Fue cuando Pedro hubo cometido el pecado que Él le miró. Incluso cuando hemos cometido faltas nos viene Su gracia de esta manera. Es en el cielo que lo hace: Entonces, ¿cómo podemos tener que ver con Él si no tenemos rectitud? La razón de que puedo acudir es que mi justificación está solucionada. Él me ha dado derecho para ir al cielo en virtud de lo que Él es: «Jesucristo el justo»; y de lo que ha hecho. Nuestro puesto es en la luz así como Dios está en la luz—sentados en lugares celestiales en Cristo. Nuestro andar sobre la tierra no siempre se corresponde con esto. Nuestro título es siempre el mismo, pero nuestro andar no. Entonces, ¿qué se ha de hacer? Me encuentro dentro del velo, y mi condición no es para ir allí en absoluto. El sacerdocio de Cristo tiene la función de conciliar esta discrepancia entre nuestra posición en el cielo y nuestro andar aquí abajo. Jesucristo es el justo; y la justicia que poseo en Él es el título que tengo al lugar. La obra sacerdotal me restaura a la comunión del lugar donde estoy en justicia. Está relacionada de manera inmediata con la perfección de Su propio andar aquí abajo y con el lugar donde ahora está.

Satanás acudió a Él cuando estaba aquí abajo, y nada encontró. No debería encontrar nada en nosotros, pero lo encuentra. No quiero dar respiro a la carne: y la palabra de Dios está para eso. Pero en todos los sentimientos aquí abajo, como Él dijo, «el escarnio ha quebrantado mi corazón» (Sal 69:20). En Getsemaní estuvo en agonía, y oró tanto más fervientemente. Tenía el corazón de un hombre; y Él pasó por todo lo que pueda pasar el corazón de un hombre pero en comunión con Su Padre, sin posibilidad de fracasar. «Pecado aparte» es mejor que «pero sin pecado», porque no había en él pecado interior como tampoco exterior. En todos estos sentimientos ahora Él tiene compasión para con nosotros.

Versículo 16. «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia.» Esto es ir directamente a Dios, no al sacerdote. Es «al trono de la gracia». Necesitamos misericordia. Somos pobres y débiles, y necesitamos misericordia. Cuando fracasamos necesitamos misericordia; como peregrinos siempre necesitamos misericordia. ¡Cuánta misericordia les fue mostrada a los israelitas en el desierto! Sus vestidos no envejecieron: Dios incluso se cuidó de las ropas en sus espaldas. ¡Pensad en la misericordia que no dejaba que sus pies sufrieran hinchazón! Luego, cuando quisieron un camino, ¡Oh!, les dice Dios, yo iré delante de vosotros con el arca para encontrar camino. No era aquel en absoluto el lugar para el arca. Estaba designada para que estuviera en medio del campamento, pero Dios iba a encontrarse con ellos en su necesidad. Quieren espías para ir a reconocer la tierra para ellos; somos insensatos cuando queremos saber lo que tenemos delante de nosotros. Tenían que enfrentarse con los amorreos, altas murallas, gigantes. Una tierra que devora a sus habitantes. Éste fue el informe que dieron, y esto en el mismo momento de llevar el racimo sobre sus hombros. Igual que nosotros en nuestro andar hacia el cielo. Y no pudieron soportar aquellas dificultades. Somos como langostas, dijeron. Pero la verdadera cuestión es lo que Dios es.

Como santos, somos más débiles que el mundo, y debiéramos serlo; pero cuando esperamos en Dios, ¿qué es esto? Cuando no tienen confianza en Dios, encuentran faltas en la tierra misma. ¡Qué Dios más maravilloso es Él! Les dice: Si no queréis entrar en Canaán, habéis de permanecer en el desierto. Y los vuelve hacia el desierto, y Él vuelve con ellos. Es gracia, pero el trono de la gracia. Dios rige: es un trono. No permitirá que nada sea pasado por alto. ¡Ved al pueblo en Kibrot-hataava! Cuando se trata de una acusación por parte del enemigo, como en el caso de Balaam, no hay disciplina, sino que dice: «No he notado iniquidad en Jacob.» En el momento en el que hay una cuestión entre el pueblo de Dios y la acusación del enemigo, Él no permitirá ni una palabra contra ellos; pero cuando hay un Acán en el campamento, Él juzga. ¿Por qué? Porque Él está allí. Es un trono. Si no eres victorioso, hay pecado.

Podemos acudir confiadamente al trono de la gracia, etc. Sigue siendo, con todo, un trono (no un mediador), pero todo de gracia. Si voy al trono, en lugar de que, por así decirlo, el trono acuda a mí, todo es gracia: recibo socorro. Nunca podré acudir al trono de la gracia sin encontrar misericordia. Puede que Él envíe disciplina, pero es un trono de gracia y de toda misericordia—«para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.» Si tienes voluntad, la quebrantará; si tienes necesidad, te ayudará. ¿Sientes que siempre puedes acudir confiado, incluso cuando has fracasado? Humillado, naturalmente, y humilde en todo tiempo, pero humillado cuando has fracasado.



CAPÍTULO 5

La perfección aquí significa el estado de un hombre adulto. Hay mucho contraste, y en cierto sentido más contraste que similitud, en la alusión que se hace en Hebreos a los tipos del Antiguo Testamento. Estamos ahora en una posición diferente; aquellas cosas que fueron antes eran sólo una sombra, en lugar de darnos una percepción clara de nuestra posición. Aunque eran figuras, no revelaban lo que tenemos ahora en nuestro tiempo presente. Nosotros tenemos libertad para entrar en el lugar santísimo; ellos tenían el velo para cerrarles el paso. En este pasaje es importante ver el contraste. Cristo es el Sumo Sacerdote. «Todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres [aunque Él no fue tomado de entre los hombres, como es innecesario decir], es constituido ... para que se muestre paciente con los ignorantes ... puesto que él también está rodeado de debilidad.» Aquí tenemos contraste, aunque se toma la imagen general. Ellos eran débiles, y tenían que ofrecer por sí mismos así como por el pueblo. Si no vemos esto, podemos cometer grandes errores al establecer estas analogías. La aplicación de una analogía absoluta en ellas nos apartaría de la verdad. Hay ciertos límites de verdad que guardan el alma: por ejemplo, la expiación. El sacerdocio de Cristo tiene lugar en el cielo. Tiene que ser ejercitado de manera continua en el lugar donde adoramos. Adoramos en el cielo en espíritu, y ahí queremos a nuestro sacerdote. Aquellos sacrificios eran memoria de pecado; nosotros no tenemos más conciencia de pecados. El sacerdote está ahí, una vez por todas, en virtud del sacrificio hecho una vez para siempre. Y aunque de hecho fracasamos, nuestro lugar es siempre Cristo en el cielo. Cuando se interrumpe la comunión, el sacerdocio elimina el obstáculo.

Observemos la dignidad de la persona llamada a este oficio: «Tú eres mi Hijo». La gloria de Su Persona es reconocida en orden a Su sacerdocio. «Yo te he engendrado hoy», v. 5. Él era tan verdaderamente un hombre como cualquiera de nosotros, sin la naturaleza pecaminosa. No era exactamente como Adán ni como nosotros. Adán no tenía «conocimiento del bien y del mal»; Cristo sí lo tenía—Dios lo tiene. Pero ahora los hombres tienen conocimiento del bien y del mal, y, con ello, pecado. Cristo nació de mujer, pero de una manera milagrosa. El manantial era sin pecado, y sin embargo Él tenía conocimiento del bien y del mal.

No podemos sondear quién era Él. Nuestros corazones no deberían ir a escrutar la Persona de Cristo, como si pudiéramos conocerla en absoluto. Ningún ser humano puede comprender la unión de Dios y Hombre en Su Persona —«Nadie conoce al Hijo sino el Padre.» Todo lo revelado podemos conocerlo; podemos aprender mucho acerca de Él. Al Padre le conocemos: «Ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar.» Sabemos que Él es santo; sabemos que es amor, etc. Pero cuando trato de sondear la unión entre Dios y el hombre—nadie puede. Sabemos que Cristo es Dios, y sabemos que es hombre—hombre perfecto, exento de pecado; y si Él no es Dios, ¿qué es para mí? ¿Qué diferencia hay entre Él y otro hombre? Cristo vino en la carne. Todo sentimiento que tenga yo (exceptuando el pecado) lo tuvo Él. La cita aquí procedente del Salmo 2: «Yo te he engendrado hoy», no se refiere a Su Filiación eterna, sino a que nació en el mundo en humillación. Es llamado para ser sumo sacerdote. Tiene este llamamiento como hombre, no como siendo tomado de entre los hombres. La gloria de Su Persona viene en primer lugar. Contemplado en la carne, fue engendrado de parte de Dios; en nuestro caso, «lo que es nacido de la carne, carne es». Pero Él es, en Su misma naturaleza, asociado a Dios, y asociado con el hombre. Él es el «árbitro que ponga su mano sobre nosotros dos» (Job 9:33). Puedo imaginarme limpio cuando estoy lejos de Dios; pero cuando comparezco delante Dios, sé que Él «me hundirá en el hoyo» (cf. Job 9:31), etc. «Su terror no me espante.» Dios quita el temor por medio de Cristo. Cristo era perfecta santidad, y estaba dispuesto en toda obediencia. Su humildad era perfecta; el temor es quitado por Él; Él es, incluso como hombre, el Santo—de aquel lado pone la mano sobre Dios, y del otro pone Su mano sobre nosotros; así por ambos lados Él es el árbitro para poner Su mano sobre nosotros dos.

El sacerdote en Israel tenía que presentar ofrendas para purificarse a sí mismo. Cristo es apto en Sí mismo sin necesidad de esto. Solamente Aarón fue ungido sin sangre; sus hijos lo fueron después del sacrificio.

En cuanto al oficio, en Cristo hay una perfecta competencia. Él es el Hijo, y por ello idóneo para Dios. Él es Hombre, y por ello mismo idóneo para mí. No estoy aquí hablando acerca de Su sacrificio, sino de Su Persona. Luego viene el oficio, «declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec», sin comienzo de días, etc., no como el hombre con descendencia de uno a otro, «según el poder de una vida indestructible», sin genealogías. Así se establecen estos grandes principios acerca de Su Persona y oficio—el Hijo y sacerdote según el orden de Melquisedec. Antes de asumir este oficio, hay otra calificación necesaria. Aquí habría una dificultad (no en el sacerdocio terrenal, porque estaba conectado con el tabernáculo terrenal y con el culto terrenal, sino) ahora que tiene lugar en un lugar celestial, y que el culto es en el cielo. Entonces el sacerdocio tiene que ser desempeñado en el cielo. Él no puede tener experiencia de debilidad allí. ¿Qué debe hacer? Pasa primero por todo ello.

El sacerdocio supone un pueblo reconciliado con Dios. Había el Día de la Expiación, y los oficios sacerdotales diarios proseguían con la reconciliación por el año. El Día de la Expiación ponía el fundamento para el sacerdocio para aquel año. Luego, aquel día el sumo sacerdote representaba a todo el pueblo —ponía su mano sobre el macho cabrío de la expiación a fin de efectuar su reconciliación (este no era su oficio continuo): esto lo cumplió Cristo en la cruz, como víctima y representante. Él dio Su propia sangre. Sufrió por el pueblo además de representarlo, y luego penetró dentro del velo, en virtud de la reconciliación que ha cumplido. Uno de estos machos cabríos era la suerte de Jehová (el otro era del pueblo), y la sangre era puesta sobre el propiciatorio. En esto no había confesión de pecados. El hecho de la sangre de Cristo sobre el propiciatorio es la base sobre la que se proclama misericordia a todo el mundo, hasta para el más vil pecador en el mundo. Pero supongamos que venga una persona y diga: «Descubro el pecado obrando en mí: ¿cómo puedo acudir a Dios?» La respuesta es que Cristo ha llevado tus pecados; Él te ha representado ahí, confesando tus pecados sobre Su propia cabeza; y Dios ha condenado el pecado en la carne, en Cristo. Una persona es a menudo más agitada ante la actuación presente del pecado en él que por todos sus pecados pasados. Pero a esta persona le digo: Dios ha condenado el pecado en Cristo. El carácter de Dios ha sido glorificado, Su majestad y justicia, amor —todo ello ha sido vindicado en la cruz. La verdad de Dios queda vindicada. Él dijo: «El día que de él comieres, de cierto morirás», y Cristo muere en su lugar. Entonces, cuando se despierta mi conciencia, no es suficiente ver que Dios ha sido glorificado en la muerte de Cristo: siento mis pecados delante de Dios. Luego veo que Él ha confesado mis pecados; y ahora, como Sacerdote en las alturas, Él me mantiene en el poder de la reconciliación consumada.

Antes que ofreciera el sacrificio, había caminado la senda que recorrían las ovejas. Esto fue antes que comenzara Él a representar a Su pueblo—«en los días de su carne», algo pasado, antes de ejercer el sacerdocio. «Cuando ha sacado fuera todas las propias [ovejas], va delante de ellas» (Jn 10:4) en los caminos de la tentación, del dolor, de la dificultad. Por ello, Él es llamado «el autor y consumador de la fe», no nuestra fe allí. Nosotros pasamos por nuestra pequeña porción de ejercicio de fe. Él pasó a través de todo. Moisés rehusó los tesoros de Egipto; Cristo rehusó todo el mundo. Abraham «habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena». Cristo fue un extraño en todo el mundo. En todo Su camino le vemos no protegiéndose mediante Su poder divino, sino soportando todo lo que pudiera soportar un corazón humano. No hay una prueba que no haya soportado. Si hablo de una conciencia bajo convicción, éste es un asunto distinto. Él soportó lo que es causa de esto: pero fue en nuestro lugar en la cruz. En una manera aún más profunda, lo tomó todo sobre Sí mismo. ¡Qué dependencia más absoluta! «Ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte», etc. Especialmente en Getsemaní estuvo consciente del pleno poder de aquello con lo que había venido a enfrentarse. En Su camino debemos seguirle, y «andar como él anduvo». Pero en Getsemaní tenemos otra cosa—en aquello estuvo Él a solas.

Hay tres etapas en la vida de Cristo. Al principio fue tentado, en primer lugar, a satisfacer Su propia hambre, y luego con todas las vanidades de este mundo; pero no lo quiso; no había venido para esto. Lo siguiente fue más sutil, y la respuesta que Él dio fue: «No tentarás al Señor tu Dios» —No pondrás a prueba al Señor. Tentar es no confiar. Cuando el pueblo tentó al Señor, subieron al monte para ver si Dios les iba a ayudar. Cristo no iba a tomar estas cosas de manos de Satanás. Ata al hombre fuerte, y éste se aparta por un tiempo; luego Cristo se dedica a despojarlo de sus bienes: a sanar los enfermos, a resucitar los muertos, etc. Había acudido un poder en gracia, perfectamente capaz de liberar a este mundo del poder de Satanás, de liberarnos de las consecuencias del pecado, de toda la miseria y desgracia presentes.

Pero había algo más profundo; el hombre aborrecía a Dios: no quería a Dios. «Los designios de la carne son enemistad contra Dios» (Ro 8:7). En un lugar le rogaron que se apartara de sus límites. A cambio de Su amor recibió enemistad. Este mundo habría sido un lugar ya liberado si le hubieran querido aceptar, pero no le quisieron; ¡y el hombre aprovecha la ocasión de que Dios se humille y se ponga al alcance del hombre tratando de librarse de Él! Esto nos lleva a otro punto. Habiendo asumido la causa del pueblo, tiene que aceptar las consecuencias. Satanás dice: si no me das mis derechos sobre ellos, tienes que sufrir. Satanás acude y emplea todo el poder que tiene sobre los hombres para disuadir a Cristo se proseguir. En el huerto de Getsemaní Él llama a esto «la potestad de las tinieblas», y dice: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad», etc., pero ellos no pudieron velar con Él; quedaron profundamente dormidos. Como Satanás tiene el poder de la muerte, lo arroja sobre Cristo. ¿Retrocede Cristo? No, sino que estando en agonía, oraba más intensamente. No se defiende. Hubiera podido echar a Satanás atrás, pero no nos habría liberado si lo hubiera hecho. Nunca pidió que fuera quitada de él ninguna otra copa; pero no podía estar bajo la ira de Dios sin sentirla. Fue oído a causa de Su temor. Descendió a la profundidad en la que Satanás tuvo un pleno poder sobre Su alma. Estuvo en agonía, en conflicto, pero mostró una perfecta obediencia y dependencia: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Estaba sólo clamando tanto más intensamente a Dios, y luego dejó que Su alma bajara a las profundidades del poder de Satanás. Si no se hubiera entregado, los que fueron a prenderle se hubieran vuelto con las manos vacías; retrocedieron y cayeron al suelo. Entonces se presenta a ellos: «Yo soy [Jesús nazareno]; pues si me buscáis a mí, dejad ir a éstos» (Jn 18:8). Él se interpone para cubrir la brecha. Va a la cruz; y allí, antes de entregar Su alma a Su Padre, ha bebido aquella copa; luego Su alma vuelve a entrar en la presencia de Su Padre. Habiendo pasado por el poder de Satanás en muerte («esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas»), va hacia adelante; Dios lo levanta de entre los muertos, y le da un puesto en la gloria. Él es el Hombre glorificado, como el segundo Hombre —perfecto. Esteban lo vio como «el Hijo del Hombre» a la diestra de Dios.

Ahora podríamos suponer que había llegado al final de Su servicio, tras humillarse a Sí mismo y hacerse obediente, como siervo, hasta la muerte. ¿Qué más hay? Veamos Juan 13. ¡Va a ser ahora tan siervo como antes!

Hemos visto tres cosas relacionadas con Su sacerdocio, además de Su Persona. Él ha caminado por el mismo camino que nosotros hemos de andar; sólo que Él lo hizo sin fallo alguno, a lo largo de todo él, e incluso hasta la muerte. Este es un punto: Él comprende el camino. Cuando existe pecado, Él muere. En Su vida se ve santidad. El segundo punto está en hacer propiciación por los pecados del pueblo: hay la presentación de sangre. Tercero: Él es un hombre perfecto en la presencia de Dios. Así, tengo el camino recorrido, el pecado expiado, y un Hombre vivo en la presencia de Dios—un Abogado, a Jesucristo el justo. El fundamento no queda alterado. Se mantiene la justicia. Él ha hecho la propiciación por nuestros pecados. Él ha pasado por todas las pruebas del camino, y es proclamado o saludado («declarado») por Dios como Sumo Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec. Pasa por la prueba, y lleva a cabo la obra, antes de entrar en la presencia de Dios, donde está ahora en perfecta justicia. El orden de Aarón no era en absoluto el orden de Cristo. Cristo posee el orden de Melquisedec; pero la analogía es conforme al orden de Aarón.

Versículo 10. ¿Cuál es el orden de Melquisedec? La bendición. Él bendijo a Abraham de parte de Dios, y a Dios de parte de Abraham. Cuando llegue la plenitud del tiempo de bendición para el cielo y la tierra, la tendrá Él como la tuvo Melquisedec. Será alabanza y poder. Tenemos de esto una anticipación ahora (cf. 1 P 2:9). Cuando estemos con Cristo en la gloria, manifestaremos Sus alabanzas. Mientras Él está dentro del velo, no habiendo aún salido, no asume este título de manera pública; no ha venido la bendición externa. ¿Por qué? ¿Acaso está indiferente? ¿Tardo acerca de Su promesa? No, sino que si Él erradica todo pecado mediante juicio, los hombres tienen que perecer; pero Él es paciente, no queriendo que ninguno perezca. Mientras Cristo está dentro del velo, está actuando la operación del Espíritu, recogiendo a míseros pecadores. Él tiene ahora el derecho, pero no su exhibición. Es, por ello, según la analogía de Aarón. Entramos en espíritu con Él, para ofrecer allí sacrificios espirituales. No ha llegado la exhibición de Su poder, pero nosotros estamos dentro del velo: por ello, el apóstol los apremia para que vayan siguiendo hacia la perfección, el crecimiento hasta la plena estatura. ¿Cuál es mi medida del hombre perfecto? En cierto sentido, Adán era un hombre muy imperfecto, y lo que tenía en inocencia pronto lo perdió de todas maneras (imperfecto, por ello, en el sentido de ser capaz de perderlo); y, desde luego, el hombre no es perfecto ahora en su estado adámico. ¿Dónde, pues, se encuentra la perfección? En el Hombre en el cielo. La tengo en el conocimiento de mi posición actual en Cristo, no que de hecho ya esté allí yo mismo, sino en Él; y nosotros llevaremos «la imagen del celestial», perfeccionados en este sentido. El Padre lo ha sentado a Su diestra. Entonces, supongamos que tengo el conocimiento de esto, soy llamado a caminar como tal. Entonces, ¿por qué perfecto? Porque tengo comunión con Él, asociación con Él donde Él está.

¿Dice algún cristiano: «Estoy al pie de la cruz»? Cristo no está al pie de la cruz. La cruz pone al creyente en el cielo. Cristo está en el cielo. No has llegado aún a Él. Estás esforzándote en los pensamientos de tu propio corazón, y no le has seguido en fe donde Él está, si estás al pie de la cruz. ¿Cómo observo el efecto de la cruz ahora? Estando en el cielo. He entrado a través del velo rasgado. (No se debe menospreciar a quien esté allí; pero uno no ha llegado mediante la cruz al otro lado del velo si sigue al pie de la cruz.) Si estuvieras dentro del velo, te conocerías en todo lo peor—en la carne no mora el bien. Es hermoso ver un alma ejercitada incluso de esta manera, como el hijo pródigo en la provincia apartada: pero no había vuelto aún a su padre, no había descubierto dónde estaba él. Había una mezcla del yo, de desconocimiento de su padre, y hablaba de ser un jornalero. No es humildad, como piensa la gente, estar alejado de Dios, diciendo: «Apártate de mí, porque soy hombre pecador», como lo hizo Pedro. ¿Es humildad la insensibilidad a la bondad de Dios? El pródigo no podía dictar ni prescribir cuando tenía a su padre colgado de su cuello; no tenía lugar en aquella casa como jornalero. No es humildad: es una mezcla de yo con el conocimiento de estar alejado de Dios. ¿Dónde vas a ponerte? Tienes que tomar el lugar de Cristo, o ninguno. Esto es lo que se significa aquí por perfección. Sólo hay una manera de entrar: es Cristo que está en la gloria. No tenemos derecho a ningún otro lugar. ¿Cómo está Cristo allá? No en virtud de Su sumo sacerdocio, sino en virtud de la ofrenda por el pecado en favor nuestro. «Te he glorificado en la tierra.» «Padre, glorifica a tu Hijo.» Ésta es la razón de que el apóstol habla del evangelio de la gloria. Cristo está en el cielo, testigo de la perfección de la obra que ha hecho, vv. 13, 14. La leche es adecuada para un bebé, y la vianda fuerte para un hombre adulto; esto es lo que se significa. No busquemos el lugar que tenía el judío piadoso, sino el que tiene Cristo. Entonces les sigue advirtiendo, por si están tan sólo sobre esta base judaica.

En la cruz, Cristo bebió la copa. En Getsemaní la anticipó. La muerte y el juicio ya se han desvanecido; Cristo no puede morir más. La victoria es completa. Los pecados han sido quitados, y él ha ido, consiguientemente, al cielo; y esta victoria es nuestra.

Nada parecía ser mayor carga para el corazón de Pablo que mantener a los santos al nivel de sus privilegios. Ellos veían que Cristo había muerto por ellos (y esto no ejercía sobre ellos el poder que hubiera debido ejercer), pero también estaban resucitados con Él; estaban en Cristo en lugares celestiales, dentro del velo; y ¿cómo estaban viviendo aquellas realidades?: «Habéis llegado a ser tales que tenéis necesidad de leche.» Hay mucho amor en el corazón inmediatamente después de la conversión. Y hay otra cosa: cuando uno está recién convertido, todas estas cosas son más fáciles de comprender que cuando estamos más acostumbrados a oírlas y se interpone el mundo. Cuando el corazón está lozano, el entendimiento va con ello. Hay un gran sentido aquí en esta palabra «llegado a ser» (cap. 5:12). Veamos el estado en que habían estado (cap. 10) cuando aceptaron gozosamente el saqueo de sus bienes, sabiendo que tenían «una mejor y perdurable herencia en los cielos». Sabiendo que tenían herencia en el cielo, estaban dispuestos a sacrificar lo que tenían aquí. Cuando Cristo no tenía este puesto en el corazón, no estaban dispuestos a desprenderse de estas cosas, y la comprensión de las cosas celestiales también quedaba embotada. La lozanía de los afectos y la inteligencia van juntos. Cuando el sol resplandece con todo su fulgor, se ven claramente las cosas a distancia. Si es oscuro, hay más dificultad. Durante el día uno puede andar por las calles sin pensar en el camino—uno lo conoce. Pero por la noche se tiene que mirar y reflexionar acerca del camino. De la misma manera sucede con las cosas espirituales; hay menos resorte, menos capacidad de comprensión, menos claridad, cuando nuestros corazones no son felices. Mi juicio es claro cuando mis afectos son cálidos. Los motivos que actuaban antes dejan de actuar cuando mi corazón es recto. Puedo contarlo todo en este mundo como basura y estiércol cuando mis afectos cobran fuerzas. «Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Mt 6:21).

«El alimento sólido es para los que han alcanzado madurez»; no para personas que han hecho grandes progresos, sino para adultos. Había cosas difíciles de explicar, porque ellos eran duros de oído. El secreto de todo esto es que habían perdido la lozanía del afecto. Es serio pensar que podemos perder la lozanía del afecto y la inteligencia: pero «al que tiene, le será dado, y tendrá más». Hay bien y mal que discernir; es en este sentido que me he referido a encontrar el camino.



CAPITULO 6

Tomemos esto en relación con el comienzo del siguiente capítulo: «Por tanto, dejando ya los rudimentos de la doctrina de Cristo», etc., en lugar de perder el tiempo con lo que ha pasado, proseguid a la plena revelación de Cristo. Sentíos allí como en casa, y comprended cuál sea la voluntad del Señor. No podemos separar el conocimiento del bien y del mal del conocimiento de Cristo. Cuando paso a discriminar entre ambas cosas por mí mismo, ¿cómo puedo hacerlo? ¿Cómo puedo andar como Él anduvo, sin Él? No puedo. «En él.» ¿Qué significa esto? «Vosotros en mí.» ¿Dónde está Cristo? En el cielo; entonces, también yo estoy allí. Mis afectos deberían estar también allí; mi esperanza es quedar totalmente identificado con Él. La parte que yo tengo es la que Él tiene: vida, justicia, gloria: todas mis asociaciones son con Él. Hay esta diferencia entre los rudimentos de la doctrina de Cristo y la plena perfección: «habiendo sido perfeccionado» (cap. 5:9) o glorificado. Él pasó por la experiencia aquí abajo, y luego entró en el cielo para ser Sacerdote, porque nuestras bendiciones, asociaciones, etc., están todas arriba, perfectas allí arriba, no aquí abajo. Él no había alcanzado este punto de los consejos de Dios en gloria cuando estaba aquí abajo. Ahora está allí, y me ha asociado a mí con Él mismo en aquel lugar. Puedo ver que Cristo ha pasado a través de este mundo de manera que puede simpatizar con nosotros en todas nuestras tristezas y dificultades. Él ha llevado mis pecados: ¿Y dónde está Él ahora? En el cielo; y allí estoy yo también en espíritu, y me llevará allí también de hecho. Allí donde Él está, está el Suyo «perfeccionado». La obra está acabada, y ahora él me está mostrando su efecto: mostrándome el camino que pertenece a la justicia que Él ha obrado. Él ha tomado mi corazón, y me ha asociado consigo mismo. Y me dice que ésta es la «perfección» para que prosiga en ella. ¿Dónde vio Pablo a Cristo? En la gloria. Si él hubiera conocido antes a Cristo según la carne, no le conocía ahora así (este fue el principio cuando estaba en la tierra); ahora le conocía en el cielo: y esta gran verdad le fue revelada a él, que todos los santos sobre la tierra eran como Cristo.

Pablo había sido aborrecedor de Cristo, y había tratado de desarraigar Su nombre de la tierra; había persistido en el pecado—si no como transgresor de la ley, sí como rechazador de la Cristo cuando en la tierra, y más aún, había resistido al Espíritu Santo, rechazando el testimonio del Espíritu Santo dado en misericordia a este pueblo por el que Cristo intercedió en la cruz. Apedrearon a Esteban, que daba testimonio, y Saulo ayudó en esto. Él era «el primero de los pecadores», porque asoló la iglesia de Dios. Descubrió que la intención de la carne era enemistad contra Dios, que no estaba sometida a Dios. Lo comprobó en su propia experiencia, y ahora descubrió que había santos que no estaban en aquel estado, aquellos que estaban vivificados con Cristo, y asociados con Cristo en gloria. «Yo soy Jesús, a quien tú persigues». Ellos no estaban asociados con el primer Adán, sino con el segundo Hombre, en Cristo; ésta era la posición que ellos tenían. Estas personas a las que había estado persiguiendo eran Cristo. Lo que le quebrantó fue ver a Cristo en gloria, y a todos ellos asociados con Él. Ahora aprende que él está muerto a la ley, muerto a la carne. El Cristo que quiero alcanzar es un Cristo glorificado. Ganar Cristo puede costarme la vida. Pero no importa. Éste es mi objetivo. En cuanto al primer Adán, fue «pesado en la balanza, y hallado falto»: estoy fuera de esto; no en la carne, sino en Cristo. Las cosas viejas pasaron totalmente; el cristiano está crucificado al mundo, etc.; muerto y resucitado, teniendo otro objeto. Está vivo de entre los muertos, porque Cristo lo está; está «aceptado en el Amado»; tiene la conciencia de que esta obra de Cristo le pone en un nuevo lugar (no glorificado aún en el cuerpo): ésta era la «perfección». ¿Cuál era entonces el estado de sus afectos? Su deseo se expresa así: «para ganar a Cristo». «Así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial» (1 Co 15:49). Éste era su objeto. Su mente estaba llena de él.

El Espíritu Santo ha bajado para recordarnos todas estas cosas. Los creyentes están unidos a Cristo (nunca se dice que Cristo se uniera al hombre) en gloria. Entonces el apóstol estaba viviendo por el poder del Espíritu Santo. ¡Qué prueba para él ver a estas personas volviendo a sus «rudimentos», «arrepentimiento de obras muertas, fe en Dios, ... el juicio eterno»—¡verdades todas estas! Pero si uno se para aquí, deja de alcanzar al Cristo glorificado. «¿Quién os fascinó?», les dice a los gálatas. Y de sí mismo dice: «Conozco a un hombre en Cristo», y su espíritu se quebranta al ver a los santos reposando en cosas terrenales acerca de Cristo. El Espíritu Santo había venido para hacerlos partícipes de un llamamiento celestial; para asociarlos de mente y corazón con Cristo, y para mostrarles cosas para separarlos del mundo; no sólo para guardarlos del mal, aunque esto último es también cierto. Entonces tenían un templo en pie, donde había estado el mismo Cristo. ¿Para qué debieran haberlo dejado, si Cristo no había juzgado la carne? La pared intermedia había sido levantada; ¿cómo iban a osar derribarla si Dios no lo hubiera hecho? Si Dios no hubiera dicho: «Nada tengo ya más que ver con la carne», ¿cómo podrían ellos osar abandonar el campamento, y salir fuera? Cristo glorificado es el final de todos los «rudimentos», y hemos de ir a través del mundo como extranjeros y peregrinos.

La única religión que Dios reconoció fue el judaísmo. Esta religión tenía que ver con la carne. Y esta religión tiene su fin mediante la cruz; todo queda crucificado: tu vida, tu hogar, tus asociaciones, todo ello es en Cristo. La doctrina de los rudimentos de Cristo no era ésta. ¿Qué encuentro cuando Cristo está en la tierra? Entonces habla del juicio venidero, lo cual ellos creen. Los fariseos creían en una resurrección de los muertos; en bautismos, que significan lavamientos, etc. Todas estas cosas las tenían entonces, y constituían una religión de este mundo, y tuvieron la sanción de Dios hasta la cruz. La venida del Mesías a la tierra fue el comienzo; pero ahora dejo esto; no niego estas cosas—son todas ciertas—pero tengo otras cosas. Saulo pudiera haber sido el más brillante de los santos bajo las cosas antiguas, pero sin conocer a Cristo. Pero supongamos que hubiera personas que se introdujeran en cosas celestiales, hechas partícipes del Espíritu Santo, habiendo sido «hechos partícipes del Espíritu Santo», y que luego lo abandonaran. ¿Qué podrían hacer, entonces? Supongamos que lo hubieran recibido todo en sus mentes, y luego lo dejaran: ¿qué más podía quedarles a ellos? Podría haber un paso de la fe en un Cristo humillado a la fe en un Cristo glorificado, pero más allá de esto ya no hay nada.

En la mención de que fueran partícipes del Espíritu Santo no se significa aquí que poseyeran vida. Esto trae muy enérgicamente ante nosotros la verdadera presencia del Espíritu Santo y del poder por medio de Él: algo muy distinto de la vida; y que sin embargo tenemos mucha necesidad de conocer. Tenemos que tener esto además de la vida. Habiendo nacido del Espíritu, hay poder para nosotros por medio de la presencia de una persona, que puede actuar en otra sin que esta otra posea vida. Puede haber luz en el alma sin la menor traza de vida. En el caso de Balaam, leemos que el Espíritu de Dios vino sobre él: tuvo que ver la bienaventuranza del pueblo de Dios, y hablar de ella. Tenía luz, pero había sueño en su alma, y tiene que decir: «Lo veré, mas no ahora.» Esto era lo contrario a la posesión de vida. Ves a un hombre cercano a la vida, viendo toda su bienaventuranza, pero no poseyéndola. Ahora bien, si se ve toda la bendición espiritual y se rechaza, ¿qué otra cosa puede haber?

«Gustaron de la buena palabra de Dios»—Simón Mago es un ejemplo de esto.

«Los poderes del mundo venidero», o milagros, anulando el poder de Satanás. En el día venidero este poder logrará la victoria sobre todo el poder de Satanás. Simón Mago quiso este poder cuando lo vio.

«Es imposible que los que ... recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento, crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios», etc. La nación de Israel le había crucificado—no sabían lo que hacían. Pero estos sí sabían lo que estaban haciendo. El Espíritu Santo había derramado la luz, y ahora ellos lo hacían por sí mismos. No era ignorancia, era voluntad. Los hay que con gozo reciben la palabra —y esto mismo demuestra que no hay ninguna realidad. Quisieran tenerla en gozo y abandonarla en tribulación. La palabra de Dios no siempre da gozo. Cuando llega y toca la conciencia, y quebranta la tierra somera, y juzga los pensamientos e intenciones del corazón, no da gozo. Rasga el corazón cuando es para provecho, pero es para vida y salud. Aquí no tenemos meramente el gozo de oír acerca de ello, sino haber gustado la buena palabra de Dios acerca de un Cristo celestial y glorificado. Aquí no se habla de vivificación. Moisés estaba vivificado, pero no estaba bautizado con el Espíritu Santo. El Espíritu Santo no descendió hasta Pentecostés. Hizo temblar la casa donde estaban reunidos, pero esto no fue para dar vida. El poder es cosa distinta a dar vida. Los ya vivificados debían ser la morada de Dios por el Espíritu. Hubo manifestaciones de Dios por medio de estas cosas, lenguas, etc., como anticipaciones del establecimiento del reino.

Es después de haber sido dada la salvación, después que el alma ha nacido de Dios, que el Espíritu Santo viene al creyente como sello, como arras, como unción. Pudiera tener una experiencia de poder sin ser sellado; pero como creyente soy sellado, estoy quebrantado en mí mismo, no sólo recibiéndolo «con gozo». Soy un pecador —no hay bien en mí. Es una cuestión directa entre mi alma y Dios; no como Simón Mago, creyendo los milagros que hacía. Antes de ser convertido creía tanto en la existencia de Cristo como ahora. Cuando Cristo estaba en la tierra, los hubo que vieron los milagros, y se volvieron a sus casas. Pero cuando el Espíritu de Dios obra en el corazón, muestra lo que somos, y hace que nos sometamos a la justicia de Dios. Pasa el arado por toda el alma y el ser de un hombre, mostrándole todo lo que es. Esto es distinto de meramente verlo. Si has rechazado estas cosas gloriosas, nada queda ya. Aquí esta advertencia está en relación con el Espíritu Santo en el capítulo 10. Está relacionada con el sacrificio. Entonces lo que sigue muestra que no se supone cambio alguno en la persona: «Porque la tierra que bebe la lluvia ... recibe bendición de Dios; pero la que produce espinos y abrojos es reprobada», etc. La tierra es la misma: cae la lluvia sobre ella, pero da espinos. Así sucede con los hombres; puede que no haya nada en ellos para producir fruto. El resultado de la vida se ve en fruto, no en poder. La muda asna podría hablar; pero esto era poder, no vida espiritual.

«Pero en cuanto a vosotros, oh amados, estamos persuadidos de cosas mejores, y que pertenecen a la salvación» (v. 9). Hay aquí la obra de amor; entonces, hay vida. Quizá haya sólo un poco de fruto; pero el árbol no está muerto si hay algún fruto, «cosas que pertenecen a la salvación», no meramente poder, no meramente gozo. Esto podría existir sin una naturaleza divina. Pero, «si [yo] tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, ... y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, ... y no tengo amor, de nada me sirve.» Judas podía echar demonios lo mismo que el resto, pero Cristo les dice a Sus discípulos: «No os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos» (Lc 10:20).

El vínculo de tu corazón con Cristo, la conciencia de que Dios haya escrito tu nombre en el cielo, es la cosa bienaventurada. Ahí había fruto: había el amor de los hermanos, ahí estaba la naturaleza divina, y la «plena seguridad de la esperanza y de la confianza hasta el fin» es lo que se desea. Que busquemos esto.

Cuando la semilla cayó en lugares rocosos, brotó rápidamente; no había raíz. Cuando la palabra no alcanza la conciencia, no hay raíz, ni vida, y por ello mismo no hay fruto. Pudieras llorar por Cristo y no tener vida, como las mujeres que salían fuera de Jerusalén. La carne podría ir todo este trecho sin vida divina. Podrían hacerse milagros sin conocerle a Él ni ser conocido por Él. Un átomo de quebrantamiento de espíritu es mejor que llenar el mundo de milagros.

Versículo 6. La iglesia nominal de Dios está precisamente en este estado. Habrá una apostasía, y serán desgajados; esto está profetizado en Romanos 11, serán cortados, si no continúan en Su bondad. La apostasía llegará, y no hay renovación de ellos para arrepentimiento.

Ahora una breve palabra para nosotros —sobre lo que hemos recibido en Cristo. Tenemos cosas celestiales, estamos asociados con Cristo en el cielo: «Por cuanto yo vivo, vosotros también viviréis» (Jn 14:19, V.M.). Lo tengo todo en Cristo. Él es mi vida, mi justicia, delante de Dios. Entonces Dios reposa con deleite en mí, por cuanto reposa en Cristo. ¿Qué lugar tengo yo en Cristo? En el cielo, y Él me ha dado el Espíritu Santo para conocerlo y gozarlo, de manera que mi alma reposa en ello como el testimonio de Dios. Dios no puede mentir. Abraham recibió una promesa, y la creyó; un juramento, y lo creyó. Yo tengo más que esto. Creo que lo ha cumplido. Tengo ahora justicia en la presencia de Dios; y tenemos más en esperanza, esto es, la gloria que pertenece a su justicia. Tengo vida, justicia, el Espíritu Santo como sello, y más, el Precursor ha entrado ya, y el Espíritu Santo me hace consciente de mi unión con Él; no meramente del hecho de que el pecado ha sido quitado. Tenemos el Espíritu en virtud de la justicia. El Espíritu Santo ha venido a decirme que yo estoy en este Cristo. ¿Cuál es la consecuencia práctica? Si la gloria que Él tiene es mía, yo voy tras Él. Entonces, todo en este mundo es escoria y estiércol.

«Oportunidad tenían para volverse»: esto es, allí donde la fe es ejercitada y puesta a prueba. Vosotros los que habéis conocido al Señor por algún tiempo habéis tenido oportunidad de volver. ¿Cómo os ha ido? Una piedra dejada en tierra va hundiéndose gradualmente. Hay constantemente una tendencia en las cosas presentes a oprimir los afectos—no se trata de pecados abiertos, sino de deberes, y ninguna trampa es peor que la de los deberes. Tenemos un deber, servir a Cristo. Del lado de Dios, todo resplandece.



CAPÍTULO 7

El apóstol, hallándose ahora sobre el terreno del sacerdocio, muestra la excelencia del sacerdocio de Cristo según el orden de Melquisedec, y lo emplea para traer a estos hebreos desde aquello que era según el «mandamiento carnal» (7:16, V.M.) a aquello que era «conforme al poder de una vida inmortal» (V.M.).

El orden del sacerdocio es según Melquisedec, pero siguiendo la analogía de Aarón —no habiendo aún salido del Lugar Santísimo. Se sacan argumentos de la Escritura para mostrar que este sacerdocio es mucho más excelente que el de Aarón. Un punto importante es que se trata de otro—«según el orden de Melquisedec se levanta un sacerdote distinto»: esto implicaba la abolición del otro. De manera directa, el sacerdocio aarónico se ha desvanecido, todo el sistema relacionado con él ha desaparecido: porque ésta era su clave. Según sus propias escrituras iba a haber otro, y ahora éste ha llegado. Y siempre que se trata de Cristo, el Espíritu de inmediato derrama toda la hermosura y excelencia de ello.

Génesis 14 y Salmo 110. Estas Escrituras nos adentran mucho en la historia de Melquisedec. Son todo lo que tenemos acerca de él, mostrándonos el misterio de su persona y gloria. El pueblo, cuando Cristo estaba en la tierra, no podían comprender que fuera Hijo de David y Señor de David. En el Salmo 110:4, es Jehová, y no en el versículo 7. «Del arroyo beberá en el camino»; al haberse humillado a sí mismo, Su cabeza será levantada.

La historia de Abraham en Génesis 13 y 14 es enormemente interesante —habiendo terminado enteramente con el mundo, mientras que Lot, de modo egoísta, gustaba del mundo, y escogió el mundo siendo un creyente. Abraham no hace esto; abandona el mundo en el poder de la fe. Lot estaba bajo el mundo; Abraham tenía un total poder sobre el mundo porque lo había dejado. No estaba dispuesto a tomar de él ni un hilo ni una correa de zapato. Y entonces Dios le dice: «Yo soy tu escudo», etc. Tenía a Dios. Dejando el mundo logró la victoria sobre él, y tiene a Dios como su escudo.

Es después de la victoria que Melquisedec le sale al encuentro. En el futuro esto se verá con Cristo saliendo a Su pueblo; se aplica ahora a nosotros de una manera celestial. «Sacerdote del Dios Altísimo.» En esta palabra se expone todo el peculiar carácter de Melquisedec. Abraham había vencido por la fe. Conocía a Dios por la fe. Ahora Él se da a conocer a Abraham como «poseedor de los cielos y de la tierra». Ya quebrantados los poderes gentiles, Dios rige y hace lo que bien le parece; y Nabucodonosor le da a Dios el título de «el Dios Altísimo». Él toma para Sí Su gran poder, y reina como el Altísimo. Este no es el nombre conocido por la fe de Abraham; era el de Shaddai: «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí», etc. (Gn 17:1). Abraham fue llamado a andar delante de Dios, y Él no permitió que nadie le hiciera mal alguno al pasar a través del mundo. Jehová, el Dios único y verdadero, trajo a Su pueblo a una relación consigo mismo—todos los demás eran falsos dioses. Nosotros tenemos la relación del Padre en contraste con estos; pero todos estos nombres son para que sean reconocidos por la fe. Altísimo es otra cosa; Poseedor, etc.; para «reconciliar consigo todas las cosas» (Col 1) y «reunir todas las cosas en Cristo, ... así las que están en los cielos, como las que están en la tierra» (Ef 1). Él será el poseedor de los cielos y de la tierra. Sacerdote según el orden de Melquisedec, en este carácter de sacerdote del Altísimo, Él ha ganado la plena victoria sobre el poder del mundo. El Heredero de la promesa es el gran vencedor del Salmo 91. El que ha alcanzado el secreto de quién es este Altísimo (en Hebreos nunca aparece el nombre de Padre; se habla del «trono de la gracia») obtendrá las bendiciones del Dios de Abraham. Así Ezequías, escarnecido por el enemigo con: «¿Acaso algunos de los dioses de las naciones ha librado su tierra de la mano del rey de Asiria?» (2 R 18:33). Yo tendré a Jehová el Dios de Israel, ahora menospreciado, pero Él vencerá en medio de los dioses de las naciones (Sal 91:2). No hay secreto ahora en Su nombre (cf. v. 9). Y Él dice: «No tentarás al Señor tu Dios» (Lc 4:11, 12). Tentar a Dios es probar si Él es fiel a Su palabra —para ver si es verdad. No pondrás a prueba a Dios. El conocimiento del Altísimo que como Jehová es el Dios de Israel (v. 9). Cuando Cristo haya tomado Su verdadero poder, Él será sacerdote según el orden de Melquisedec: al final será Sacerdote sobre Su trono. El consejo de la paz, por lo que respecta a esta tierra, tiene lugar entre Jehová y este Sacerdote en Su trono —«la justicia y la paz se besaron» (Sal 85:10). Aarón jamás fue rey.

Melquisedec trajo pan y vino tras la victoria. No hay pensamiento de un sacrificio para conseguir bendición cuando se vive una vida de fe, pero él trae refrigerio para el vencedor, pan y vino, eucarístico, acompañado de acción de gracias: pan, el símbolo de lo que fortalece; y vino, de lo que da refrigerio al corazón del hombre. El pueblo de la tierra es llevado a una plena bendición. Melquisedec bendijo al Dios Altísimo de parte de Abraham, y bendijo a Abraham de parte de Dios.

El sacerdocio terrenal asume el carácter de gozo y alegría por la victoria lograda. Melquisedec era rey de Salem y rey de justicia. Esto no dice nada acerca de la justicia divina: es la justicia establecida. Rige en conformidad a ella—mientras la justicia mira desde el cielo—justicia en Su persona, y misericordia mostrada a aquellos que no la merecen. «He aquí que para justicia reinará un rey.» «Y será aquel varón como escondedero contra el viento, y como refugio contra el turbión» (Is 32:1, 2), «la justicia y la paz se besaron»; la justicia es el carácter del gobierno, y su efecto es paz. Ahora tenemos esto de una manera más elevada, divina. Lo tenemos en nuestras almas; pero tendrá lugar en la tierra, en Melquisedec, rey de justicia y rey de paz. En el Salmo 110 Cristo está sentado a la diestra de Dios, y nosotros estamos vinculados a Él durante el tiempo en que Él está sentado allí —«hasta» que Sus enemigos sean hechos estrado de Sus pies. Su pueblo lo será de buena voluntad en el día de Su poder. «Tu pueblo se te ofrecerá voluntariamente en el día de tu poder.» Nosotros, por la gracia, somos hechos bien dispuestos ahora (cf. v. 3). «Tienes tú el rocío de tu juventud»; todas las nuevas generaciones de Israel cuando venga la refrescante bendición a la tierra (naturalmente, una figura). Él vendrá con poder, y regirá sobre Sus enemigos —Él juzgará a los paganos. «Del arroyo beberá en el camino», esto es, dispuesto a conseguir refrigerio por el camino, en perfecta dependencia. «Las palabras que me diste, les he dado»; y esto es recompensado con la exaltación. Contemplado como Su título, es según el poder de una vida inextinguible; pero esta vida no es ejercitada aún en conformidad a esto. Lo será cuando se hayan besado «la justicia y la paz». Era necesario que se hiciera la expiación. Los judíos habían rechazado la promesa al igual que la ley, y ahora tenían que acudir libremente, por Su gracia, como cualquier otro mísero pecador.

Pero hay más en el aspecto dispensacional: tenemos la cuestión del nuevo pacto. Tenemos que ver cuál es nuestra parte en él; el nuevo da por viejo el primero. Aquel viejo pacto fue establecido en Sinaí; se dirigía al hombre en la carne, haciéndole unas demandas. El nuevo pacto está sobre la base de que la ley es puesta en su corazón, y el otorgamiento del perdón. El nuevo pacto se hizo con Israel y Judá. ¿No tiene que ver nada con nosotros, entonces? No, no digo esto. Su sangre ha sido derramada. «Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada.» Todo lo que Dios tenía que hacer para dar entrada a los judíos, fue hecho: su entrada queda suspendida por causa de su incredulidad. Entonces, ¿qué tenemos? Él fue ministro del nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu. Nosotros tenemos la ley en nuestros corazones, y perdón. Tenemos todas las bendiciones del nuevo pacto —la parte de Dios de manera exhaustiva. Tenemos a Cristo, en cuyo corazón estaba guardada la ley; no la letra, la cual fue establecida con Israel y Judá, aunque ahora estén fuera. Tenemos otra cosa: Yo soy uno con el Mediador del nuevo pacto. Como parte de la iglesia, soy miembro de Su cuerpo (esto no es expuesto aquí, sino mientras Él ha ido adentro —no visto en el carácter aarónico), estoy asociado con Él. Él ha derramado la sangre sobre la que todo esto se basa. Él ha entrado para afirmar aquella parte que está en el cielo, y mientras tanto yo estoy vinculado con Él. Gozo del efecto de la sangre. Él está ahí en el trono, como prueba de que ha sido aceptada. Él es el precursor en la gloria a la que yo me dirijo. Él es sacerdote para siempre, mientras yo estoy aquí abajo en debilidad. Él es sacerdote, diferente de aquellos sacerdotes que morían, por cuanto Él lo es «según el poder de una vida indestructible.» Mientras Él está sentado esperando hasta que Sus enemigos sean puestos por estado de Sus pies, lo ha hecho todo por Sus amigos, y ha enviado al Espíritu Santo para que nos asocie con Él en el cielo, y mantenernos en comunión hasta que salga de allí. No se emplea aquí ninguna figura del templo: todo trata del tabernáculo en el desierto. Aquel que es Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec ha entrado. Se ha proveído algo mejor para nosotros, y nosotros obtenemos esta vinculación celestial con Él.

En Hebreos 7 se muestra la superioridad de Su sacerdocio (v. 3). «Para siempre» es desde luego una cosa de suma importancia para nosotros, siendo que se insiste tanto sobre ello. La constancia de nuestra posición aparece en los capítulos 9 y 10. El sentido de esto es que persiste sin interrupción alguna, no sólo para siempre. El sacerdocio de Aarón pudo quedar interrumpido, y pasar de un hombre a otro, pero éste es un sacerdocio intransmisible. Tiene en su misma naturaleza la estampa de la eternidad; de manera que el valor de Su sangre es para siempre: el sentido es continua o perpetuamente. ¿Y qué encontramos hoy día en el estado de las almas en general? ¿Es continua su paz? ¿O desean, cuando son conscientes de fracaso, ser rociados otra vez? El judío necesitaba un sacrificio para cada pecado, pero para nosotros hay un sacrificio ininterrumpido en su eficacia—no interrumpido. El sacerdocio prosigue de manera continua. Nosotros fracasamos, y ahí tenemos al Abogado, a Jesucristo el justo. Es conforme al poder de una vida indestructible—no como la de Aarón, ni en el templo, sino en «aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre». Siempre ahí, intransmisible, «perpetuamente», totalmente. «Viviendo siempre para interceder.»

Melquisedec era, indudablemente, un hombre como cualquier otro —un personaje misterioso que aparece en escena sin un origen conocido. ¿De quién era hijo? Se han hecho todo tipo de suposiciones sin llegarse a conclusión alguna. ¿Por qué? Porque la Escritura nos deja a oscuras acerca de esto. Como Sacerdote, Cristo era sin genealogía, no como hombre. Su madre es conocida. Una vez más, no debía ser desechado al llegar a una cierta edad, como aquellos sacerdotes. Él queda para siempre. «Hecho semejante al Hijo de Dios»—solamente como Sacerdote. La realeza está vinculada con el sacerdocio. Que Abraham pagara diezmos a Melquisedec constituye otro punto importante. Dios les había dado el sacerdocio aarónico, las promesas, etc., pero había algo mayor, algo en el trasfondo, que estaba por encima y más allá de todo ello. Leví pagó diezmos en Abraham, mostrando ello la superioridad de Melquisedec sobre Leví (vv. 9, 10). Tienen que abandonarlo todo como siendo de aplicación a Aarón.

En los versículos 18-20 tenemos el secreto de toda esta cuestión. Había la abrogación de todo lo que había venido con anterioridad, por cuanto no era perfecto, y se introducía una mejor esperanza. ¿Y cuál es el resultado de esto? Nos acercamos a Dios (v. 19). ¿Hicieron esto los judíos? No. «Todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas.» Pero tenemos la introducción de algo mejor: «Nos acercamos a Dios.» Se ha hecho una perfecta expiación—el velo es rasgado—el Sumo Sacerdote está en el cielo: y cuando venga de allí, nosotros vendremos con Él.

Hay un tiempo para el verdadero Melquisedec cuando Él vendrá en gloria. Estar sentado en el propio trono de Dios es lo más sublime. Ahora está sentado a la diestra de Dios en toda la plenitud y el resplandor de Su gloria; y mientras está allí, obtenemos todas nuestras asociaciones con Él—muertos con Él, etc. Y cuando Él se manifieste, nosotros seremos manifestados con Él. Podemos comprender esto en cuanto a nuestra unión y asociación con Él en sacerdocio; Él es el Sumo Sacerdote, y nosotros somos sacerdotes. El Espíritu Santo, enviado del cielo, nos asocia con Él, mientras que Él esta en el cielo. No podíamos recibir el Espíritu Santo hasta que Jesús fuera glorificado. Luego, poseyendo una perfecta justicia, somos sentados con Él.

Versículo 25. Él «puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios.» Nosotros no acudimos a Él (el Sacerdote), sino que Él va a Dios por nosotros, y nosotros vamos a Dios por Él. Como Señor, acudimos a Él; pero no como Sacerdote. Él intercede, y nos retorna cuando hemos fracasado. Él está siempre atento —pensando en nosotros cuando nosotros no pensamos en Él.

Versículo 26. «Porque tal sumo sacerdote nos convenía», etc. ¿Por qué esto? ¡Nos convenía a nosotros! Los judíos tenían su culto en la tierra; nosotros vamos más allá de los cielos. Nuestro sacerdote está ahí, a la diestra de Dios. Esto marca el carácter de nuestro culto. «Más sublime que los cielos» es el lugar de nuestro culto. Él se santificó a Sí mismo en el sentido más pleno (Jn 17) cuando subió a las alturas. En lugar de un sacerdote unido a nosotros en el lugar del pecado y de sus consecuencias (lo cual no podría ser—Él era santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, pero llevó el pecado en la cruz) Él lleva nuestros corazones fuera de la presente escena del mundo a la escena donde Él está. Lo que hace idóneo a Cristo para el ejercicio de Su sacerdocio es que Él me puede llevar allí donde no está el pecado. Él ha llevado mis pecados. El pecado no fue quitado bajo el servicio judío; pero no es éste el carácter de nuestra relación con Dios. Estamos muertos—muertos al pecado; no podéis conectarlo con vuestro puesto en la tierra. Él ha sido hecho «más sublime que los cielos».

Los judíos tenían sacerdotes débiles; pero al ir al lugar santísimo, no podríamos ir mediante ellos. Tiene que haber Uno capaz de mantenernos en el lugar donde nos ha establecido la justicia divina. El sacerdote tiene que ser santo, inocente y separado de los pecadores; esto es, la obra es cumplida fuera de la región donde persiste el pecado, habiéndonos transportado a aquel lugar la obra de Cristo en la cruz. Él es separado de los pecadores (en cuanto a su propio estado, moralmente, Él es siempre un nazareo, pero) Él se a puesto aparte como Nazareo en relación con nosotros. Él está allí donde prosigue el culto de adoración.

Los fracasos son medidos por el lugar en el que nos encontramos. En relación con Israel, se ordenó a los sacerdotes: Vosotros llevaréis «las faltas cometidas en todas las cosas santas». Nosotros somos todos sacerdotes —no hay casta sacerdotal separada— y todas nuestras faltas y fracasos se miden por el lugar en el que estamos. El lugar al que pertenecemos, y donde llevamos a cabo nuestro culto, y donde está nuestro Sacerdote, está fuera del alcance del pecado. Cuando estemos realmente allí, podremos dejar sueltos nuestros pensamientos y sentimientos; no necesitaremos entonces nuestras conciencias. Ahora tenemos que vigilarlo todo aquí abajo. Pero hay una plena libertad delante de Dios, y puede haber la más libre y plena expresión de pensamiento y sentimiento para con Él.

El otro punto de diferencia entre nuestro Sumo Sacerdote y aquellos otros sumos sacerdotes es que Él se ofreció a Sí mismo una vez, no por Sus propios pecados, sino por los de Su pueblo—por los de la Iglesia e Israel. Lo ha hecho de manera plena, definitiva, de una vez por todas; no se puede repetir. Una vez para siempre, esta declaración expresa el carácter pleno del sacrificio de Cristo. Esto nos da un lugar muy distintivo. Traídos a la luz como Dios está en la luz, donde nunca más puede repetirse el sacrificio, hay allí un Sacerdote, por virtud de una condición inalterable, en la presencia de Dios. Si Cristo no ha quitado nuestros pecados, jamás serán quitados. Su sangre fue derramada, no sólo rociada. Si has sido rociado una vez por la sangre de Cristo, ¿hay algo que la haya quitado? ¿Acaso la sangre ha perdido nunca su valor? No podemos hablar de que pueda ser rociada de nuevo, si la sangre no ha perdido su valor. Puedo tener mis pies lavados con agua para renovación de la comunión; pero en cuanto a la persona como tal, ni siquiera es lavada de nuevo con agua, aunque los pies puedan precisar de frecuente limpieza.

Había en Israel tres casos de rociamiento con sangre: el pacto, el leproso y el sacerdote. El pacto fue rociado una vez por todas; nunca fue renovado, pero es echado a un lado por otro mejor. El leproso era rociado una vez, y no más, y lo mismo tenemos en el caso del sacerdote. No había nada que pudiera suplantar el poder de aquella sangre. «Si andamos en luz, como él está en luz, ... la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.» Esto no cambia en absoluto: es de carácter celestial, purificando y haciendo aptos para Dios en luz; y es eterna en su eficacia. Es un nuevo lugar donde somos establecidos, y establecidos para siempre.

Permite que me detenga un momento para preguntarte: ¿Hasta dónde has olvidado esto? ¿Cuánto te has alejado hacia dentro de un terreno judaico? Esto está conectado con «la plena certidumbre de fe.» Tenemos que estar limpios antes que estemos ahí, porque Dios está en luz. Es un lugar distinto de aquel en el que se pudiera suscitar alguna cuestión acerca de cuál sea mi estado. ¿Cómo llego allí? Por medio de la cruz. Pero si vengo mediante la cruz, ¿estoy contaminado o incontaminado? Soy introducido en presencia de Dios, y no puedo estar allí sin haber sido purificado. Cristo vino a nosotros en nuestros pecados, o no tendríamos esperanza: pero es en virtud de Su sangre que acudimos a Dios. ¿Cómo vas ante Él: purificado o no purificado? ¿No sabemos si estamos purificados o no? Podemos desconocernos a nosotros mismos, pero sabemos si hemos sido purificados o no. La manera en que accedemos a Su presencia es siendo purificados. Esto es muy diferente de la posición de aquellos cuyo caminar era sobre la tierra—encontrando un pecado y purificándolo, encontrando un pecado, y purificándolo. Los frutos de la luz son unas cosas muy concretas. Si somos hechos hijos de luz, no es para disminuir la luz, sino para juzgarlo todo por medio de ella. Éste es el efecto de estar ahí.



CAPÍTULO 8

«Se sentó a la diestra de la majestad en los cielos.» ¿Y por qué? Porque si ya no queda nada más que hacer por nosotros, Cristo no tiene más que hacer (no me refiero a la obra sacerdotal, sino a quitar los pecados). Él se ha sentado —está reposando, sin tener más que hacer (cap. 10). La ofrenda ha sido presentada, y no puede ser repetida (cap. 8:3). Todo el oficio sacerdotal es llevado a cabo en el cielo mismo. La ofrenda era otra cosa. El ofrendante traía la víctima, y el sacerdote recibía la sangre y la llevaba adentro. El día de la expiación era una cosa distinta: el sacerdote tenía que llevarlo a cabo todo por sí mismo—no llevar a cabo la obra de intercesión, sino la de representación del pueblo. Cristo tomó este puesto. Él podía decir «mis iniquidades», etc., porque Él llevó nuestros pecados. Nosotros nunca podemos hablar de llevar nuestros pecados: Él, que era sin pecado, los llevó por nosotros. Él fue la víctima, y al mismo tiempo el confesor, reconociendo todos los pecados como propios. Luego, como obra sacerdotal, Él lleva la sangre dentro, habiéndose ofrecido a Sí mismo sin mancha a Dios (en este sentido, el holocausto). Él fue «hecho pecado». Se ofreció a Sí mismo libremente, y los pecados fueron puestos sobre Él; primero Él toma aquella copa terrible, y luego va y rocía aquel lugar. Su sacerdocio tiene enteramente lugar en el cielo.(1) El tabernáculo estaba en la tierra; había el patio del tabernáculo, y dentro el patio se estaba fuera del mundo y no dentro del cielo. Él fue levantado (Jn 12) para atraer a todos a Él.

Rechazado por los judíos, Cristo —el Cristo muerto— fue presentado por Dios como centro de atracción para todo el mundo. Al entrar en Su servicio y misión en la tierra, vino entre las ovejas perdidas de la casa de Israel; pero cuando veo al Cristo crucificado, esto es para el pecador, y entonces encuentro un perfecto amor para el pecador y la expiación por el pecado —una gracia perfecta. Luego Él pasa, en virtud de aquella sangre, a través del velo rasgado y al lugar santo; y yo entro allí en espíritu en la misma presencia de Dios —no en la tierra. Aquellas cosas eran ejemplos y sombra de cosas celestiales, y nuestro lugar es ahora el Lugar Santísimo.

No se encuentra lugar alguno para el primer pacto. Obsérvese que a menudo se da una gran confusión entre el pacto de la gracia y la ley. La ley fue dada en el Sinaí. Todas las promesas fueron dadas sin condición alguna —son incondicionales. Cuando el pueblo salió de Egipto, fue diferente. En aquel entonces, el cumplimiento de la promesa se hizo depender de su obediencia; y se llegó al fin de todo porque no pudieron mantener la obediencia. ¿Por qué introdujo Dios un principio así? Con la promesa no se suscitaba la cuestión de la justicia; pero cuando se dio la ley, se le demandó algo al hombre: y el efecto de suscitarse esta cuestión fue la de que se manifestara directamente el pecado. ¿Por qué entró la ley? Porque somos unas criaturas soberbias, pensamos que podemos hacer mucho.

La ley no era una reproducción de Dios, sino de lo que había de ser el hombre; y cuando fue aplicada al hombre como prueba, expuso el mal que existía. Dada a un pecador para decirle lo que debía ser, venía demasiado tarde —el hombre ya había fracasado; el becerro de oro fue levantado antes que recibieran las palabras de la ley. Cristo, en lugar de demandar justicia del hombre, lleva los pecados y obra la justicia. Lo que tenemos en Cristo es mucho más que lo que la ley demanda. La ley nunca demandó a nadie que pusiera su vida —y mucho menos que el Hijo de Dios pusiera Su vida. Él glorificó a Dios allí donde Dios había sido deshonrado, no sólo por Su andar justo en la tierra, sino que Dios fue glorificado en Él.

Supongamos que Dios, con toda justicia, hubiera barrido al hombre a causa del pecado: ¿dónde se habría manifestado el amor? Si Él tan solo hubiera pasado nuestros pecados por alto, sin juzgarlos, ¿dónde habría estado la justicia? Pero en Él había un amor infinito e indescriptible para los míseros pecadores, y una justicia infinita para con Dios. Toda la base del pacto del Sinaí se ha desvanecido —estamos muertos bajo dicho pacto: ya no puede ir más allá. La ley pone al hombre bajo responsabilidad. ¿Estás manteniéndote sobre la base de tu responsabilidad? Estás perdido si es así.

La cuestión se reduce a los dos árboles del huerto del Edén: vida y responsabilidad. Cristo, como hombre, toma el del bien y del mal, y muere bajo ello. Se pone así bajo el uno para darnos el otro, porque Él es la vida.

Así, en el capítulo 8 tenemos un pacto enteramente nuevo, y el nuevo hace viejo al primero. En la letra, es establecido con la casa de Israel. Pero además hay gracia: no se trata de, no me acordaré de ellos, sino de: «nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades.» No me acordaré más de esto. Éste es nuestro lugar. Un pacto hecho con el hombre como hombre es una ruina cierta, porque se demanda justicia al hombre, y se trata de que lo ha de guardar él. Pero aquí Dios dice: «Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré», etc. Si el hombre está bajo el viejo pacto, está bajo una condición. Si está bajo el nuevo, no hay condición. Este pacto de la letra está hecho con Israel, no con nosotros; pero nosotros recibimos sus beneficios. «Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada.» Con esto se eliminaba, mediante la muerte, el quebrantamiento de toda obligación. Al no aceptar Israel la bendición, Dios introdujo a la iglesia, y el Mediador del pacto ascendió a las alturas. Estamos asociados con el Mediador. En el futuro será cumplido en Israel. Pablo fue su ministro en el espíritu, pero no podía serlo en cuanto a la letra. No necesitarán ministro para este pacto, porque todos lo conocerán cuando Dios lo escriba en sus corazones; quedará cumplido, siendo Dios su ministro (lo digo con reverencia) cuando lo escriba en sus corazones. Nosotros no lo tenemos en la letra, sino en su espíritu, y por ello lo poseemos en todo su valor, porque la manera en la que lo conseguimos es que el Mediador del mismo deviene nuestra vida —nos son perdonados nuestros pecados— somos asociados con el Mediador. Él es nuestra vida, y nosotros poseemos todas las bendiciones del nuevo pacto dentro del velo. Poseemos todas las bendiciones, por la misma razón de que no es ejecutado con el pueblo para el que fue hecho.

Ahora se suscita la pregunta: ¿Hasta dónde estamos firmes sobre este terreno? ¿Se aferra vuestra fe a este hecho de que Cristo ha resuelto todas las cuestiones que estaban pendientes contra vosotros, y que ha ido adentro por cuanto nuestros pecados han sido quitados? Ahora resplandece la luz verdadera: esto no podía decirse mientras había un velo y un sacerdocio terrenal.

¿Puedes estar en la presencia de Dios sin velo, sabiendo que cuanto más resplandece la luz sobre ti, tanto más evidente es que estás sin mancha sobre ti?



CAPÍTULO 9

En el capítulo precedente, el apóstol ha tocado un punto muy importante que, por lo que respectaba a los hebreos (y desde luego a cada uno de nosotros) era de lo más absorbente: me refiero a los dos pactos. El primer pacto establecido en el Sinaí tenía un carácter muy distintivo, en el sentido de que demandaba la justicia del hombre, y que por ello engendraba «para esclavitud».

Lo que distinguía a la ley como pacto era que en lugar de promesa era bendición ofrecida sobre la base de la obediencia. El carácter distintivo de los diez mandamientos era que exigían obediencia. «Esto debe ser así; esto no debe ser así»: aquí no aparece la cuestión de una nueva naturaleza. Ahora se nos dice que «sin santidad nadie verá al Señor.» La cuestión no es cómo uno alcanza la santidad: la naturaleza santa deseará obedecer, pero esto es algo distinto de la justicia de la obediencia. La naturaleza de Dios es santa. No hablo de la obediencia de Dios: la santidad es Su naturaleza, y nosotros necesitamos tener la nueva naturaleza para ser santos. La ley exhibía que Dios es santo, pero la condición de la ley era: «Si obedecéis mi voz». Las promesas de Dios están conectadas, bajo la ley, con la obediencia del hombre. Este pacto queda ahora totalmente abrogado. Somos llamados a obediencia, y somos santificados a obediencia, pero esto es diferente de estar bajo condiciones. El nuevo pacto ha hecho obsoleto al primero. Dios introduce uno nuevo, no como el pacto que hizo con ellos cuando los sacó de Egipto.

En el capítulo 9 se puede decir que el apóstol está apremiando cuáles serán las condiciones del nuevo pacto. Si el antiguo hubiera sido perfecto, Dios no habría introducido otro nuevo. Dios no deja que el hombre tenga bendición sobre aquella base. ¿Y por qué no? La razón es que Él ha puesto al hombre a prueba, y lo ha encontrado incapaz de producir nada bueno. Si tiene que ser sobre la base de mi justicia, no puedo recibir en absoluto la justicia. El hombre tiene que convencerse de que no hay bien alguno en él mismo. El hombre nunca podría ponerse a sí mismo sobre aquel terreno sin mantener la soberbia del corazón humano que pretende ser capaz de conseguirlo. El principio de demandar algo del hombre es totalmente echado a un lado, y los que conocen el principio de Dios saben que es sólo en la soberbia del corazón natural que el hombre podría tomar bendición de esta manera.

A no ser que la gracia, y sólo la gracia, establezca una nueva base, no hay esperanza en absoluto. Dios ha introducido algo nuevo. Él ha marcado en la provisión de toros y machos cabríos otra forma de alcanzar bendición. Tiene que ser mi allegamiento a Dios mediante la purificación del pecado, en lugar de sobre la base de ser limpio. Era imposible que tales cosas quitaran los pecados. No había alivio de la conciencia mediante estas observancias ceremoniales, que eran sólo sombras, y no la misma imagen de las cosas venideras. Además del día de la expiación, se precisaba de unos sacrificios continuos para mantenerlos limpios; pero no había acercamiento a Dios (excepto en el sentido en el que Él dice: «Os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí» [Éx 19:4]). Cristo murió, el Justo por los injustos, para «llevarnos a Dios». En el servicio del tabernáculo no había ningún acercamiento, ni por parte del pueblo ni de los sacerdotes. Nadab y Abiú tomaron fuego extraño y lo ofrecieron, no habiendo sido tomado del holocausto. Entonces dijo Dios: «Que no en todo tiempo entre en el santuario detrás del velo», etc., sino que habría el gran día de la expiación, y el sumo sacerdote mismo sólo podría entrar aquel día con las nubes de incienso.

No hubo en aquel entonces revelación alguna de Dios: hubo revelación procedente de Dios, pero no del mismo Dios. Él dijo que «habitaría en la oscuridad» (2 Cr 6:1). Moisés podía comparecer en presencia de Dios sin velo. Cuando salía, se ponía un velo sobre su rostro; pero cuando entraba, se quitaba el velo. Moisés, como mediador —tipo de Cristo— representaba a la nación delante de Dios, pero entonces la figura descendió; y encontramos que Aarón podía entrar sólo una vez al año. Su obra era efectuada detrás del velo. Dios podría darles revelaciones de Él a ellos, pero nunca estaban sus conciencias en presencia de Dios. Había entre Dios y el hombre, y también entre Dios y los sacerdotes, un velo no rasgado.

Esto es muy importante observarlo, debido al principio expuesto en el contraste de nuestra parte y la de los judíos. Estamos en presencia de Dios, y siempre estamos ahí (éste es el terreno cristiano); ellos nunca estuvieron ahí. También nosotros necesitamos de purificación diaria; pero, con todo, estamos siempre en la presencia de Dios. Esto es algo de lo que el pueblo de Dios es hoy día muy poco consciente. «Si andamos en luz, como él está en luz», etc. La obra está consumada una vez por todas, y somos hechos cercanos por virtud de aquella obra; y si no estamos allí por medio de esta obra, jamás podremos llegar ahí. Estoy refiriéndome a Dios buscando la expiación, y a nuestra posición en la presencia de Dios, no a los hijos con el Padre. Nuestros sentimientos pueden variar de día en día, pero nuestra posición delante de Dios nunca cambia en Cristo. Y si rechazamos este único sacrificio por el pecado, no hay ningún otro.

Versículo 3, etc. Nadie podía entrar dentro del segundo velo, siendo la razón de ello que daba «el Espíritu Santo a entender con esto que aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo.» El objeto de aquel velo era mostrar que el pueblo no podía acercarse a Dios. Él podía darles leyes, castigarlos si las quebrantaban, capacitarlos para esperar en Él; pero no podían acercarse. Si se trata de estar en Su presencia, yo debo acudir adonde Él está. En Su presencia, el pecado no es medido por la transgresión, sino por lo que Dios es —«en la luz, como él está en la luz». «Vosotros erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor.» El pueblo de Dios es ahora introducido en Su presencia en la luz, y siempre allí; es donde Dios los ha puesto por la fe —no se trata aquí de sus sentimientos. Mientras el primer tabernáculo siguiera en pie, esto no se podía manifestar: Dios se estaba ocultando. En el momento en que el velo se rasgó, Él hubo de dejar entrar a los gentiles así como a los judíos; pero la misma naturaleza de los sacrificios excluía el pensamiento de una redención eterna. La repetición de los mismos mostraba que había pecado ahí, o no habrían sido repetidos. El hecho de haberse ofrecido el un sacrificio por los pecados muestra que los pecados han sido enteramente quitados. La naturaleza de aquellos sacrificios nunca fue la de revelar a Dios, y nunca podían dar una perfecta conciencia.

Hay otro aspecto práctico que se debe observar aquí. No dice meramente que haya sido quitado el pecado, sino que la conciencia queda perfecta; no hay más conciencia de pecados (no de pecar); esto es lo mismo que una conciencia perfecta. Todos tenemos una conciencia de que pecamos; pero si tengo una conciencia de pecado, no puedo acudir a Dios, sino que me comporto como Adán, huyendo de Él. Lo que aquí tenemos no es sólo que el pecado sea quitado de la presencia de Dios, sino también quitado de la conciencia. Muchos reconocen lo primero, pero creen que necesitan una repetición del perdón, una repetida purificación con la sangre. ¿Cómo podría quitarse el pecado? No podría ser más que por medio del sufrimiento de Cristo. Entonces, ¿acaso tiene Cristo que sufrir otra vez?

Había piedad en el Antiguo Testamento, y la piedad es una cosa bendita, pero nunca hubo una conciencia purificada. Nunca encontramos en las personas más piadosas bajo la ley el sentimiento de estar en la presencia de Dios. El sumo sacerdote tenía que ir una vez al año dentro del velo rodeado de una nube de incienso; pero ahora el Lugar Santísimo es manifestado, el velo rasgado de arriba abajo, y la conciencia tan perfecta como la luz en la que permanecemos.

Versículo 7. Bajo el antiguo pacto, eran sólo «los yerros del pueblo» los que se perdonaban. Ahora Dios llega a la misma raíz del hombre. El viejo pacto trataba con el hombre sobre la base de la obediencia; ahora Dios trae al pecador mismo a una nueva condición delante de Él. El viejo pacto fue un remedio parcial con la declaración de que no podían acercarse a la presencia de Dios. En tanto que éste mantuvo un testimonio para Dios, ahora se introduce una cosa nueva, no para remendar la antigua—aquel era viejo incluso en su carácter de remedio; pero ahora lo que tenemos es la introducción de algo totalmente nuevo —el don de una nueva naturaleza en Cristo. El sistema judío no proveía remedio para grandes pecados («guarda a tu siervo de pecados presuntuosos»); era una provisión para el hombre viejo sin ver a Dios, en lugar de introducir al hombre perfecto, en una nueva naturaleza, en presencia de Dios.

Versículo 10. Unas ciertas cosas les fueron impuestas hasta el tiempo de reformar las cosas. Cristo vino como «sumo sacerdote de los bienes venideros». ¿A qué se refiere? Algunos pueden encontrar una dificultad acerca de si «venideros» se refiere a lo que era futuro para los judíos, mientras el tabernáculo estaba en pie, o si se trata de lo que es ahora futuro. Creo que se refiere a ambas cosas. Todo era nuevo en Cristo. Debía cimentarse sobre un nuevo fundamento. Se echa el cimiento para la reconciliación entera y plena del hombre con Dios.

Romanos 3. Dios declara Su justicia para la remisión de los pecados pasados, etc. La justicia nunca fue revelada bajo la ley —Dios soportó cosas, pero no hubo declaración de justicia. Ahora es «para manifestar su justicia». La justicia se manifestó al llevarse a cabo la expiación. De manera directa, es otra base que la promesa dada a los que andaban por la fe, como Abraham: no había entrada en la presencia de Dios. el viejo pacto va sobre el viejo terreno; el nuevo pacto va sobre nuevo terreno. La obra de Cristo y la sangre de Cristo no constituyen provisión por los pecados del viejo hombre, sino para perfeccionar la conciencia del nuevo hombre para ponerlo en presencia de Dios. No podríamos estar en la presencia de Dios con una sola mancha sobre nosotros; somos introducidos en el mismo cielo. Él ha entrado una vez en el Lugar Santísimo (v. 12), no entrado para salir otra vez y volver a entrar; sino que en virtud de Su propia sangre Él ha entrado una vez. Dios, al ver la sangre, no puede ver el pecado. No se trata aquí de mi valoración de aquella sangre, sino de que la conciencia reposa por el valor que Dios encuentra en ella. «Cuando vea la sangre, pasaré de largo.» Mi corazón quiere apreciarla más, pero la cuestión es, ¿cómo puedo estar yo en la presencia de Dios con una mancha encima de mí? Dios mira aquella sangre, y si mira la sangre, no puede ver el pecado; si lo hiciera, no daría valor a la sangre. ¿Dónde está la sangre? Ha sido presentada a Dios, no al hombre, y Dios la ha aceptado. Es imposible que Dios pueda imputar pecado a un creyente; sería menospreciar la sangre de Cristo.

Otro punto es que está hecho para siempre jamás. ¿Qué es la fe? Es pensar como Dios piensa. Si yo digo que Cristo ha entrado una vez con Su propia sangre, ¿deja Él jamás de estar allí? Entonces no puedo dejar de ser perfecto; o bien Cristo ha hecho la obra para siempre, o no la ha hecho en absoluto. Otra palabra también le da un gran poder: «habiendo obtenido eterna redención» y esto es «una vez para siempre». ¿Cuánto tiempo durará? Para siempre. No sólo hay purificación, sino redención. Él me ha sacado de donde yo estaba, y me ha llevado a la presencia de Dios—se ha apropiado de mí en la presencia de Dios para siempre. ¿Acaso me ha tomado en estado impuro? Mientras el velo estaba ahí, yo no podía ser llevado a la presencia de Dios; pero ahora es cuestión de la obra de Cristo introduciéndome allí. ¿Acaso me ha introducido sin ser yo apto? ¡Imposible! Él ha «obtenido eterna redención» para nosotros, «el cual, mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios». Aquí tenemos, primero, Su propia y perfecta voluntad en ello. Él se ofreció a Sí mismo; no sólo dice: «He aquí, yo vengo», sino que aquí, lleno del Espíritu, se ofrece a Sí mismo. Cristo, habiéndose hecho hombre, fue obediente en todas las cosas; pero otra cosa fue que Él vino a ofrecer sacrificio. Como víctima fue hombre, hombre sin tacha, y el darse a Sí mismo como sacrificio fue Su propia acción; lo hizo mediante el Espíritu eterno. Aquí no se trata de la cuestión de que los pecados fueran cargados sobre Él, sino de que Él se dio a Sí mismo para que toda la cuestión del bien y el mal quedara solucionada sobre Él en presencia de Dios. Él se dio a Sí mismo para que Dios hiciera lo que quisiera con Él, para que le hiciera maldición si así lo quería; y fue hecho maldición; pero fue por Su propia voluntad que acudió a aquel lugar.

Era redención lo que necesitaba el hombre (v. 12), no sólo un poco de limpieza. La redención era ser sacados de la condición en la que estábamos. La gloria de Dios había de ser vindicada allí donde había sido deshonrada. Aquí tenemos al hombre en rebelión, y en ruina así como en rebelión, bajo Satanás, y Él (Cristo) tuvo que sufrir para que Dios fuera glorificado. Él se dio a Sí mismo. Aquí fue por el poder del Espíritu eterno. Había una energía divina en el Hombre, no un mero sentimiento, etc., y fue «sin mancha», tras haber sido probado hasta la muerte. Él vino a ser holocausto, y esto fue un aroma grato para Dios. Cada movimiento de Su voluntad fue puro, pureza en todos Sus pensamientos y acciones, y hubo Su decidida entrega de Sí mismo para llegar incluso a ser hecho aquella cosa aborrecible, pecado. Él iba a ser hecho pecado, a ser hecho maldición, hasta la muerte. Se ofreció a Sí mismo sin reservas. «Por nosotros fue hecho pecado»; pero Él se dio a Sí mismo a ello; y por consiguiente fue grato aroma. Ninguna de las ofrendas por el pecado eran olor grato a Dios. La palabra empleada para consumirlos no es la misma que la del holocausto. Para la ofrenda por el pecado se emplea meramente la palabra que denota quemar; la otra significa un grato aroma. El hecho de que no le fuera impuesto, sino que Él se diera a Sí mismo, hizo que fuera así. Todo a lo largo de Su vida no conoció el pecado, pero en la cruz el pecado le fue puesto encima, y Él sufrió la muerte debido a ello. Conducía a la muerte —la paga del pecado. Es por ello que leemos de la sangre: «¿Cuánto más la sangre de Cristo ...?», etc. Hay dos cosas: la persona que se da a Sí misma, y la prueba de Su muerte por el pecado; la sangre es la prueba de la muerte. Hay una purificación, una limpieza, que tiene lugar a diario; pero ésta es con agua, y no para perdón delante de Dios: el perdón del Padre es otra cosa. «Sin derramamiento de sangre no hay remisión.» Bien claramente se ve por esto que si no ha sido hecho así, jamás puede serlo. La sangre nunca puede ser vuelta a derramar. «Limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo.» Aquí, otra vez, volvemos a la conciencia. «Cuánto más la sangre de Cristo», etc. Así oímos de una «herencia eterna» (vv. 14, 15); se vuelve también a hablar de la perpetuidad.

En el versículo 13 se ha aludido a dos cosas, y no de manera indiscriminada: al gran día de la expiación, cuando se ofrecían toros y machos cabríos; y a la vaca alazana, que era para purificación diaria para comunión. Esto era una cosa; lo primero se hacia una vez al año, porque entonces se repetía año tras año de manera continua. La sangre de la víctima era introducida en el santuario, y el cuerpo era quemado fuera. Esto era significativo de la abolición del judaísmo. Israel era el campamento. Ellos tenían una religión carnal—la carne en relación con Dios; y no podía responder. Estaba dada para probar al hombre. Aquí la sangre era introducida, mientras el macho cabrío por el pueblo llevaba los pecados confesados sobre él al desierto. Así, desaparecían los pecados. Ahora nuestra posición es la de tener un puesto dentro del velo mediante la sangre, desaparecido el pecado. Éste es nuestro lugar que se nos muestra así en el tipo. La «vaca alazana» era para rociar a los inmundos—no con sangre, sino con agua y algo relacionado con ella, es decir, las cenizas de la vaca. Se debía tomar una vaca que jamás hubiera llevado yugo; un hombre limpio debía inmolar la vaca, y rociar la sangre siete veces, siempre en presencia de Dios. Su valor es siempre en la presencia de Dios. Pero una persona contaminada, aunque fuera por contacto con un muerto, no podía ir allí. Las cenizas debían ser tomadas con el agua corriente, mostrando el pecado todo consumido en el sacrificio ofrecido largo tiempo atrás. Las cosas acerca de las que hemos fracasado son aquellas mismas cosas por las que Cristo murió; y el Espíritu trae a la conciencia el sentimiento de aquella contaminación por la que Cristo murió, y que Él quitó. Esto me hace sentir el pecado tanto más, mientras que me hace ver que ha sido todo quitado. No se trata tanto de la culpa lo que me ocupa, sino de lo terrible de la naturaleza del pecado. Es la repetición del rociado con el agua, no con la sangre, por cuanto la repetición del rociamiento con la sangre pondría en tela de juicio su valor permanente. El Espíritu trae a mi conciencia y corazón el valor de la muerte de Cristo, y así queda restaurada la comunión, la cual es obstaculizada por un pensamiento pecaminoso, etc.

En dos casos tenemos rociamiento con sangre una vez para siempre —en el sacerdote y en el leproso; todo el andar y los pensamientos se consagran a Dios en conformidad con el valor de la sangre de Cristo. Pero nunca pierde su valor. Si no camino según su valor, el Espíritu de Dios trae a mi recuerdo que mi pecado hizo arder a Cristo, por así decirlo, hasta reducirlo a cenizas. Esto me da un sentimiento mucho más profundo del pecado. Encontramos que nos hemos dejado arrastrar por aquello que desató la ira de Dios y por lo que padeció Cristo.

«Para que sirváis al Dios vivo.» Bajo el viejo pacto, se demandaba obediencia del hombre en su naturaleza adámica; había un velo delante de Dios, y el hombre estaba fuera. Los sacrificios hacían una provisión temporal para la relación con Dios, pero no había un acercamiento a Dios. Cristo, como Sumo Sacerdote de los bienes venideros, trae al nuevo hombre en la presencia de Dios para siempre. El velo es rasgado, y hay una Persona resucitada con poder purificador en la presencia de Dios. Así es la perfección del lugar en el que estamos puestos, y cada incoherencia es juzgada en base de este lugar.

Versículos 16, 17. La palabra «testamento» se usa correctamente en estos dos versículos. Ver esto facilita el entendimiento del pasaje. A excepción de estos dos versículos, léase siempre «pacto».

Así, encontramos un acontecimiento común introducido como ilustración de la muerte de Cristo. Él nos dejó toda la bendición al morir—entró en vigor de manera directa. Somos liberados una vez por todas por medio de Su muerte. No hay manera de alterarlo. Las bendiciones del nuevo pacto quedan disponibles o devienen válidas tras Su muerte.

El primero tiene que hacerse viejo si ha de haber uno nuevo: la introducción del nuevo involucra morir. En esta Epístola hay muy poca mención de la parte de humillación en la obra de Cristo. En el primer capítulo es introducida en relación con Su Persona divina, que «habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.» La purificación de nuestros pecados es mencionada de pasada, y entonces oímos de Su gloria en las alturas. La bendición del sacrificio de Cristo, la exaltación de Cristo, y el derramamiento de honra sobre Él, son más los temas en Hebreos. Hay tres aspectos en los que se ve aquí el valor de la sangre de Cristo. Primero, fue el sello del pacto, relacionado con su dedicación a Dios. Esto se hizo también el relación con el pacto con Abraham (Gn 15). Una persona, vinculándose con la muerte de la manera más solemne, pasa a través de las piezas del sacrificio. Fue el sello del pacto. Segundo, es purificadora. Tercero, la sangre es para remisión.

Primero, el sello o sanción que le da la sangre. Otra cosa estrechamente relacionada con esto era la consagración por la sangre. La sangre era rociada sobre el leproso para purificación, y sobre el sacerdote para consagración. El pacto sellado, y el pueblo ligado al mismo por la sangre, y el leproso y el sacerdote, que son los tres casos en los que las personas son rociadas. Había de haber sangre, la introducción del poder de la muerte, o hubiera habido una total separación de Dios. La maravillosa eficacia de la sangre de Cristo es que obró en la muerte; los que están separados de Dios son devueltos a Él mediante la muerte de Cristo. Vosotros «que estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo.» La sangre era la figura de la vida tomada. Cuando se tomaba sangre, todo el ser del hombre era entregado, y la agonía del alma de Cristo en la cruz fue la separación de Dios. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Las consecuencias de esto son de la máxima importancia para nosotros. El hombre, con toda su perversa voluntad, todo su pecado, ¿dónde está, si está muerto? Todo ha desaparecido, si está muerto. «El que ha muerto, ha sido libertado del pecado» (Ro 6:7, BAS). Hay un cese absoluto de toda la voluntad y ser en el que estaba, como pecador. Cristo ha tomado este lugar por mí. Caín y Abel, por lo que respecta a las apariencias, tenían la misma probabilidad de alcanzar la bendición, pero en el primero no había fe. No reconoció que había intervenido la muerte entre el hombre y Dios. En tanto que el hombre busque el bien de sí mismo, no se ve muerto. ¿Estás buscando a un hombre muerto o a un hombre vivo? Si buscas fruto de ti mismo, estás buscando fruto de un hombre vivo, y no te reconoces muerto. Si estoy muerto, no puedo buscar si estoy muerto o no. Abel acudió a Dios mediante animales muertos. Tenía fe. No sabemos cómo lo aprendió, pero la muerte había entrado, y el hombre estaba vestido de pieles de animales. Esto es, en figura, lo que obra nuestra paz. «El que ha muerto, ha sido libertado del pecado.» Por lo que a quitar el pecado respecta, no se hizo nada en favor del hombre mientras Cristo vivía. «Si el grano de trigo no cae al suelo y muere, queda solo» (Jn 12:24). Todo lo que quedó demostrado con esto fue que el hombre en su estado natural no podía ser reconciliado con Dios.

El primer pacto no fue hecho sin el rociamiento de sangre, pero volvía a situar al hombre antes de la muerte. Si no obedecéis, todo queda perdido (Jer 34:16-20). Si no obedecían, tenían que morir, porque habían prometido obediencia, sellando la promesa con la sangre. En el caso de Abraham, Dios le hizo una promesa, sellándola al pasar entre las piezas, mediante la muerte. Entre los hombres vivos se suscitaba la cuestión por la ley de justicia. Había varias figuras que indicaban la necesidad de que entrara la muerte, pero la norma era la obediencia, y por consiguiente todo era fracaso. Sin embargo, el principio se hacía presente en todo momento: tiene que haber sangre. Ahora, bajo la gracia, vemos toda la remoción del pecado. Si nosotros hubiéramos muerto, nos habría sobrevenido el juicio. Al entrar Cristo en ello y llevar el juicio por nosotros, quedamos totalmente exonerados.

Cuando Dios dio el pacto, le dio esta sanción: el rociamiento con sangre. El mismo Aarón fue el único que no fue rociado con sangre, tipo de Cristo, que no necesitó Él mismo ser consagrado con sangre, sino que introdujo la sangre para otros.

Luego tenemos el rociamiento de los vasos —no para perdón, sino para purificación. «Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre» (no todas las cosas son purificadas con sangre), porque hay una purificación con agua no relacionada con derramamiento de sangre. De Su costado salió sangre y agua, representando la gracia eficaz de la expiación y de la purificación. Moralmente, el hombre no puede ser purificado sin muerte; ha de haber muerte. De un Cristo muerto fluye el agua. El agua significa la purificación por el Espíritu mediante la Palabra. Pero ha de haber muerte —no la purificación del hombre viejo viviente; el viejo hombre es hecho morir— no lo reconozco vivo, pero hay algo que te pertenece a ti (tus miembros sobre la tierra) que debe ser mortificado y mantenido en muerte. Queda echada la base para la purificación mediante la sangre de la vaca, que fue rociada siete veces delante de la puerta del tabernáculo; pero el agua es la figura empleada para purificación, esto es, «el lavamiento del agua por la palabra» (Ef 5:26). «Ya estáis limpios por la palabra que os he hablado» (Jn 15:3). Consideraos a vosotros mismos como muertos y poseyendo el poder de la vida en Cristo. Fuera de Cristo no tengo ni vida ni justicia. Nada tengo fuera de Él. Si busco agua para purificación, o cualquier cosa, tiene que ser por la muerte que lo logro; entonces tiene que haber fe. Si me considero como hombre viviente en el mundo, hallo a mi voluntad actuando; entonces no estoy realmente muerto. Si comienzo a indagar, no estoy andando en fe. Se me dice que me considere muerto —esto es fe. Uno no puede hacer morir sus miembros hasta que pueda decir «estoy muerto». Si el viejo hombre no está muerto, es pecado. No había remoción del pecado más que por medio de la muerte —quitando la vida. «Sin derramamiento de sangre no hay remisión» —aquí no tenemos el rociamiento; debe tener lugar la aplicación del castigo a Aquel que toma el pecado. En la remisión de los pecados se involucra la totalidad del carácter, majestad y gloria de Dios. Si Dios no trata con el pecado como pecado, entonces no hay justicia, sino indiferencia. Tiene que haber sufrimiento por el pecado. Entonces, en cuanto a la muerte, estoy libre de ella.

La remisión no está conectada con el rociamiento. Esto es importante por dos motivos. Primero, hubo un sufrimiento verdadero bajo las consecuencias del pecado; y segundo, esto sólo pudo tener lugar una vez. Fue hecho una vez por todas, y si el perdón de mis pecados no queda con ello consumado, nunca puede ser llevado a cabo. Nunca volverá a efectuarse. Aprendemos más y más del valor de la sangre; pero la obra de Cristo en la cruz tiene un valor perfecto, y es algo que los ángeles anhelan contemplar. Aquello mediante lo que tengo remisión nunca puede volver a ser hecho. Cuando hablo de agua, tiene importancia sólo hasta allí donde lava (se habla de lavamiento y de rociamiento). Pero no es así con la sangre; ésta se tuvo que presentar a Dios, el Juez ofendido. La eficacia de la sangre está fuera de nosotros. Por lo que al hombre respecta, queda purificado una vez por todas, pero con todo sigue conectado con el hombre. Esto no es todo; la sangre tiene eficacia en sí misma, como constituyendo el juicio por el pecado, y le dice a Dios que el juicio ha pasado, que el pecado ha desaparecido. Dios dice: «Veré la sangre y pasaré de vosotros». Esto establece una total distinción con respecto a su aplicación personal en purificación. Hay en ello un valor especial, porque a hombre, cuando está limpio, no le gusta ensuciarse, mientras que a uno no limpio no le importa. Cierto que por lo que respecta al agua, cuando uno es regenerado por la palabra, se hace para siempre —una vez por todas; pero hay además la constante necesidad de limpieza de los pies. No hay una presentación nueva de sangre a Dios, ningún «derramamiento de sangre» otra vez. Hay un aumento en la búsqueda espiritual que necesitamos para conocer más del valor de la sangre, pero Dios no necesita de mayor búsqueda para conocer Él su valor.

Versículo 21, etc. En el día de la expiación se llevaban a cabo dos cosas. Se ponía sangre en el propiciatorio, representando a Cristo ido al cielo, la base sobre la que podemos predicar a todo el mundo. Esto estaba ligado a la parte de Jehová. Su muerte glorificó a Dios, tanto si se salvan uno o mil.

Todo estaba en total confusión debido al pecado. ¿En qué clase de mundo estamos? ¿Dónde está la justicia? ¿Dónde está el amor? ¡Qué insensatez hay en la incredulidad! ¿Cómo pueden los hombres resolver el enigma de toda la miseria que vemos a nuestro alrededor, sin Dios? ¿Dónde se ha de ver la bondad de Dios? ¿Cómo podemos tratar de explicarla sin Cristo? La indiferencia ante el pecado no es amor. Los hombres tratan de persuadirse de que Dios será indiferente al pecado. Cuando veo el juicio por el pecado sobre Cristo, llego al centro del corazón de Dios —la justicia queda satisfecha, y, lo que es más, Dios puede reposar en Su amor. Y si tú acudes como pecador a Dios, y reposas en Cristo, es cosa que atañe a la gloria de Dios que estés allí por causa de la sangre.

«Las cosas celestiales mismas, con mejores sacrificios que estos.» Satanás y sus ángeles están ahí, y se precisa de purificación. Esta purificación no es remisión. Dios ha de tener Su casa purificada así como Su pueblo hecho justo. Comparemos Colosenses 1.

De la parte del pueblo, se confesaban sobre el otro macho cabrío los pecados particulares del pueblo. Esto era sustitución, v. 26. Y hay un valor perpetuo en el sacrificio. Él sufrió una vez. Este sufrimiento no residió en el mero hecho de la muerte. La agonía de Su alma al clamar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado», fue mucho más profunda que el sufrimiento de la separación de alma y cuerpo. Es la muerte considerada como el salario del pecado; la ira de Dios fue derramada sobre Él contra el pecado. (Para Cristo, la muerte no fue meramente salir del cuerpo para ir al paraíso.) Esto nunca puede volver a tener lugar. Él ha entrado una vez en el Lugar Santísimo. Si entrara muchas veces, tendría que sufrir muchas veces. «Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios.» Para siempre. Sin interrupción, y así está sentado a la diestra de Dios. yo nunca puedo mantenerme en presencia de Dios más que por medio del sacrificio de Cristo, y éste nunca remite. Él ha quitado el pecado, ¿por qué habría de volver a sufrir? Lo ha quitado en conformidad a la gloria de Dios. «Ahora, en la consumación de los siglos, se presentó.» Esto parece sonar extraño, siendo que ha transcurrido tanto de historia mundial desde la venida de Cristo; sin embargo, la mención no es cronológica, sino de la clausura de los siglos.

Hasta aquel tiempo Dios había estado sometiendo a los hombres a prueba como hombres vivos en el mundo. Esto ha acabado: el hombre no está vivo ahora (hablo del hombre en sentido moral como juzgado por Dios); por ello, se dice a los Colosenses: «¿Por qué, como si vivieseis en el mundo, ...?» (Col 2:20.) El hombre ha sido puesto a prueba en cuanto a la vida, y ahora la higuera ha sido cortada. ¿Dio fruto? ¡No!, y fue cortada. La higuera representaba a la nación judía, en la que Dios probó al hombre bajo las mejores circunstancias. «¿Qué más se podía hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella?» Cristo vino buscando fruto de la higuera, y al no hallar ninguno, dijo: Cortadla; que no crezca fruto en ti nunca más. «Pues no era tiempo de higos»; no había llegado el tiempo para el fruto. Dios, por así decirlo, dijo: «Tendrán respeto a mi hijo.» ¡No!, no hay fruto del hombre para siempre jamás. El hombre, contemplado en la carne, está bajo la sentencia de muerte. «Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos» (Ro 5:6). El hombre no sólo es impío, sino también impotente para salir de este estado. Cristo tiene que dar fin a la historia del viejo hombre llevando el pecado, y tiene que introducir una cosa nueva. Entonces Dios hace un banquete e invita a la Cena; y entonces ellos no sólo rehúsan al Hijo, sino que rehúsan también la Cena.

El hombre ha sido totalmente probado; y ahora, si ha de haber bendición, no ha de ser sobre la base de la responsabilidad, sino plenamente de gracia, por el segundo Adán (Ro 5). Si creo esto, encuentro poco a poco la verdad acerca del viejo hombre. Al principio sólo vemos quizá pecados groseros. «Pero qué debo hacer cuando encuentro que no puedo hacer nada», dirás tú. Reconoce que estás arruinado. «En mí, esto es, en mi carne, no mora el bien.»

«Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio». La muerte es como el policía para llevarnos al juicio. Entonces (v. 28) tenemos la contrapartida de esto en gracia, «así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos», y «a los que le esperan», a todos los creyentes, «aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado.» ¿Qué significa esto? En cuanto a Su propia Persona, Él era sin pecado al principio, pero ahora vuelve Aquel mismo—¿para qué? ¿Para tratar de los pecados? ¡No! Esto lo ha hecho Él en Su primera venida; y ahora, aparte totalmente de esto, vuelve para recibirlos a Sí mismo. Para aquellos que confían en Su Primera venida y que esperan la Segunda, no hay nada sino bendición. Hay una obra hecha en nosotros para hacernos copartícipes en aquello que ha sido hecho fuera de nosotros; pero ésta es la cuestión de la obra hecha por nosotros, totalmente fuera de nosotros. ¿Qué tuve yo que ver con la cruz de Cristo? El odio que le dio muerte, y los pecados que Él llevó, es todo lo que los pecadores tuvieron que ver en aquello. Por esto, nunca puede aparecer una sombra sobre el amor de Dios en la cruz de Cristo. Es perfecto.



CAPÍTULO 10

En este capítulo se saca la conclusión práctica de lo que se expone en el capítulo 9: la unidad del sacrificio; una ofrenda mediante la que se echa el fundamento para el nuevo pacto.

En lugar de encontrar a un hombre echado fuera del paraíso terrenal debido al pecado, tenemos ahora al segundo Hombre entrado en el paraíso de Dios en justicia divina—entrado en virtud de un nuevo título, que el hombre nunca antes había poseído. La consecuencia de esto es que cuando Él venga de nuevo en gloria, no tiene ya nada que ver con el pecado. Él vino una vez a causa del pecado; pero cuando venga por segunda vez, será sin relación alguna con el pecado, para completar la salvación ya obrada. Cuando vuelva, será para llevar al hombre en la plena bendición que está en Él mismo. «Aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan», no sólo para la iglesia, sino que está abierto para el remanente cuando Él se manifieste en la tierra.(2)

El efecto sobre la conciencia de su ofrecimiento por el pecado se muestra en el capítulo 10. Ahí no tenemos una mera declaración de hecho. Mi pecado pudiera estar quitado y yo no saberlo; pero el cristianismo nos muestra cómo se purifica la conciencia, no sólo que los pecados sean quitados. Si la conciencia es purificada, nada hay que se interponga entre yo y Dios. Tengo la plena liberación de todas las consecuencias del pecado, y derecho a la gloria, en virtud de lo nuevo. Pero, ¿cuál es mi estado actual? Mi conciencia está perfectamente purificada. Esto no nos lo podía decir la ley. Nunca pudo hacer perfectos a los que se acercaban a ella. Esto quedaba reservado como testimonio para el evangelio cuando la obra fuera consumada. Cuando alguien está en presencia de Dios, se conoce el pleno efecto de ello sobre la conciencia. Tenía que haber una repetición de sacrificio mientras el pecado se mantenía en pie. Siempre había, bajo la ley, una cuestión de pecado entre Dios y Su pueblo.

En el postrer día, Israel alcanzará salvación por virtud del sacrificio; serán bendecidos por Él desde el cielo; sus pensamientos reposarán sobre Cristo viniendo a la tierra a ellos. Él les traerá bendición a ellos donde ellos se encuentran, pero no llevándolos al cielo. Éste no es en absoluto nuestro caso. Nosotros estamos con Él mientras Él está en el cielo. El Espíritu Santo ha descendido como consecuencia de que Él ha entrado. No hubo entrada de sangre dentro del velo, ni fue llevado el sacrificio fuera del campamento, hasta después del pecado de Nadab y Abiú. Después de este suceso, Aarón no debía entrar en cualquier momento en el Lugar Santísimo, sino una vez al año, para rociar la sangre sobre el propiciatorio. El velo no fue rasgado entonces, pero al manifestarse el pecado, la sangre debía ser llevada dentro. El testimonio de aceptación para Israel es cuando Él salga. Ellos no pueden tenerle mientras está dentro. Nosotros estamos asociados con Él en el cielo por el Espíritu Santo que ha venido y que nos ha dado a conocer el valor de Su sacrificio. Él vendrá y nos recibirá a Sí mismo, para que donde Él está nosotros estemos también. Debemos estar asociados con Él allí.

Hasta Su muerte, esto no podía ser: Dios habría echado a un lado la ley si se hubiera introducido la plenitud de bendición; y la ley fue dada a Su propio pueblo, no a los gentiles. El resultado de la obra de Cristo es que mi estado constante en la presencia de Dios es la conciencia purificada. Para esto no hay necesidad de una revelación, de un profeta. Los adoradores, una vez purificados, no tienen ya «más conciencia de pecados». (3) ¡Cuántos cristianos hay que no saben que no tienen más conciencia de pecados! Si tú no sabes esto, no conoces la virtud del sacrificio de Cristo. ¿Vas acaso a ir al cielo con pecado sobre ti? No puedes estar allí en tus pecados. El viejo estado era el de hombres viviendo sobre la tierra —cayendo, purificándose, y volviendo a caer. Ésta es tu condición, a no ser que estés en el cielo por virtud de aquel un sacrificio, sin pecado. El creyente es introducido allí en Cristo —en aquellos lugares celestiales, purificado de pecado (no estoy hablando de lo que sea como hombre en la tierra, sino en Cristo). ¿Estás allí? Ésta es la cuestión. ¿Estás tú en el Lugar Santísimo en cuanto a tu conciencia, corazón y espíritu, sin más «conciencia de pecados», «en luz, como él está en luz», sin recuerdo de pecado alguno delante de Dios? Bajo la ley hay recuerdo de pecados; pero aquí ya no hay más «conciencia de pecados». Cristo no sólo ha entrado dentro del velo, por cuanto no hay velo ahora, sino que estoy en el cielo con el velo rasgado. ¿Cuál es el rasgado del velo? La muerte de Cristo. Tengo que llegar allí por Su muerte debido a mis pecados. Entro a través de aquello que los quita. Estoy allí sin ellos. Observemos cómo Dios asume todo esto como cosa Suya. Todo es llevado a cabo, sin nosotros, por Dios. Esto es llevado a cabo por Él, y la revelación de lo que es hecho también lo hace Él. Es la obra de Dios, y es conforme a la verdad de Dios.

Había tres cosas necesarias. Si yo estaba lleno de pecado, necesitaba en alguien que pensara acerca de mí; se precisaba de alguien para hacer lo que era necesario; y de alguien que me revelara el efecto producido. «En esa voluntad somos santificados.» Aquí no se habla de la obra del Espíritu en la aplicación de la obra de Cristo, sino que tenemos: 1º, la voluntad de Dios—«En esa voluntad», etc. 2º, La obra por la que se lleva a cabo—«Por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre.» Antes que yo naciera, había sido hecha una vez para siempre. ¿Lo hice yo, acaso? ¡No! «Por la obediencia de uno, los muchos fueron constituidos justos.» Y fue por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre. 3º, me es dado el conocimiento de esto. Sin esto, mi conciencia no es purificada. Tengo que ser justificado por la fe: éste es mi conocimiento de ello, no el conocimiento que Dios tenga de ello. Aquí el dice: «El Espíritu Santo nos es testigo» (cf. v. 15). Ésta es la base de que la conciencia sea purificada; aquí no se trata de la vivificación; tenemos el perdón después de ser vivificados. Pedro habla de ser «santificados para obedecer», etc. Somos renovados para obedecer. Es Su obra (la de Dios) la de vivificar mi conciencia, pero, además de esto, tenemos el testimonio por el Espíritu Santo. Esto queda solucionado, y no se trata de una cosa ligera. Le adoramos por ello. Él dice: «Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones.» Pero alguien dirá: yo peco hoy, pecaré mañana, etc. Dios dice: Nunca más me acordaré. Si hay pecado, ¿qué puede quitarlo? No hay más ofrenda por el pecado. Si esto no lo ha quitado, ¿cómo puede ser hecho alguna vez? Si Él los recuerda, no tengo esperanza, porque Cristo no volverá a morir, y «sin derramamiento de sangre no hay remisión». Es muy importante para la conciencia entrar en la presencia de Dios, y conocer toda nuestra condición en cuanto al pecado allí. Contemplándolo como cristianos, no hay pecado, por esta misma razón, que Cristo ha estado en la condición en que yo estaba. Por virtud de que Él estuvo en ello y murió, ha dejado de existir aquella condición, y Él ha ascendido como Hombre al cielo en virtud de que ha cesado la condición. Dios le ha dicho: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies.» En lugar de los sacrificios provistos para los hombres en la carne, se da este único sacrificio de Cristo.

Versículo 5. «Me preparaste cuerpo.» Cristo vino, una vez por todas, al lugar de obediencia para echar a un lado todas las otras ordenanzas. Presentó Sus oídos como un siervo. Hiciera el hombre lo que hiciera al ofrecer sacrificios, no podía salir de la condición en la que se encontraba. Entra otro. Quita lo primero para establecer lo postrero. Bajo el primero aportaban ofrendas voluntarias. Esto era el hombre. Pero en el segundo todo es según la voluntad de Dios, y es obediencia a la misma. Tan pronto como Cristo tiene el cuerpo preparado, no es Su voluntad en absoluto. Estaba en los consejos de Dios en tiempos remotos. «Como en el rollo del libro está escrito de mí», etc. En el cielo hubo la buena disposición de Cristo para darse a Sí mismo. Él emprende llevarlo todo a cabo. Luego, cuando está inmerso en ello, pasa a través de todo ello en obediencia: «Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago. Levantaos, vamos de aquí.» Aquí tenemos un perfecto amor hacia el Padre, y al mismo tiempo una perfecta obediencia. Tenemos la voluntad de Dios en toda su perfección: a Cristo ofreciéndose para ser el Obediente; y no tengo sólo el hecho en propósito, sino todo el valor de un Ser divino entregándose a Sí mismo. «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad.» Está en el lugar de la obediencia.

«Diciendo primero: Sacrificio y ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron (las cuales cosas se ofrecen según la ley), y diciendo luego: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad.» Aquí encuentro que la voluntad del hombre es totalmente echada a un lado. La voluntad del hombre es maldad, el principio de pecado. Una voluntad independiente de Dios es el principio mismo de pecado. Al principio de todo, la voluntad del hombre fue desobediencia a Dios. Cristo tenía libre albedrío, porque era Dios; pero en el puesto de siervo, no tuvo voluntad. La horrenda soberbia humana olvida que su independencia de Dios, que su voluntad no movida por la voluntad de Dios, es rebelión contra Él, y este es nuestro estado natural. Todo excepto la obediencia a la voluntad de otro es pecado. Olvidamos que somos criaturas. Cristo vino para hacer la voluntad de Dios, nunca la Suya. Esta pretendida independencia del hombre (porque, después de todo, los hombres son los esclavos de Satanás) queda totalmente echada a un lado por otro Hombre introducido. Él tiene que aprender obediencia por las cosas que padeció. Él rendió toda Su voluntad. No hubo nada a lo que se volviera Él en lo que la obediencia no fuera padecimiento. Y sufrió también de parte de Dios, por los pecados del hombre. Él se ofreció a Sí mismo por el Espíritu eterno. Cuando fue puesto a prueba por Satanás mostrándole bien y mal, Él se entregó a Sí mismo (deviniendo de manera especial el holocausto desde el momento del conflicto en Getsemaní). El primer orden de cosas se ha desvanecido enteramente. Si yo pudiera tener justicia por la ley, no la tendría entonces, dice Pablo, porque tengo otra mejor—la justicia de Dios. Si hubiera podido haber justicia alguna por la ley, ahora llegaba a su fin. Se introduce una cosa nueva.

Versículo 11. «Y ciertamente todo sacerdote está de pie, día tras día». Y siempre estaban de pie, porque siempre había pecado que quitar. Lo que ellos hacían para quitarlo nunca cumplió nada. Estaban tratando con ofrendas para hombres en la carne, y nunca consiguieron nada. Pero Él se ha sentado. Había una justicia adecuada para sentarse en el trono de Dios, y allí es donde estamos nosotros. Es en el trono que Cristo se sienta para siempre. No se está levantando, como los otros sacerdotes. El sacrificio fue consumado, y Él está sentado para siempre. Esto no significa eternamente, sino continuamente. Los otros sacrificios no podrían tener este efecto; pero el hecho de que Él esté ahora allí es prueba de que no hay interrupción. La puntuación en algunas Biblias hace que aquí se pierda totalmente el sentido. No puede ser «para siempre un solo sacrificio por los pecados». Él está sentado, sin tener que volver a levantarse, por cuanto el valor del sacrificio es ininterrumpido en la presencia de Dios, y el Espíritu Santo viene para mostrarme el resultado de lo mismo. La persona que tenía los pecados tiene que ser excluida del cielo; entonces Cristo queda excluido, si no han sido quitados, porque Él los tomó. Pero el Espíritu Santo es el testigo de que Él está allí. Si estás razonando acerca esto, diciendo: Mis pecados están perdonados hoy, pero lo que pueda hacer mañana podrá ser recordado en contra de mí, estás alejado de Dios. En presencia de Dios ésta es toda mi condición, sin mis pecados. En presencia de Dios, o bien soy un pecador condenado, o bien tengo una conciencia purificada. Alejados de Dios podemos razonar. En Su presencia podemos tener por un momento una terrible angustia, pero la fe nos trae a la condición de una conciencia purificada.

Versículo 13. «De ahí en adelante esperando». Ésta es la paciencia de Cristo. La conciencia no tiene nada que hacer con la espera. La justicia no tiene nada por lo que esperar. La conciencia nada tiene que esperar. Todo está hecho. Él ha hecho perfectos para siempre a los santificados. No meramente están aquellos santificados, santificados por Dios, sino que Él los ha hecho perfectos; están perfectamente separados, perfeccionados por Dios por la misma cosa mediante la que los ha separado. Entonces estos pueden decir: Soy perfecto para Dios, y mi corazón está feliz con Él, porque soy perfecto delante de Él. Está tan consumado delante de Él que somos totalmente hechos perfectos, que Él puede sentarse sin alteración (He 10:12).

Ahora el Espíritu Santo me lo declara todo mostrándome las consecuencias prácticas: «Porque donde hay remisión de éstos, no hay más ofrenda por el pecado.» La sangre es presentada a Dios, y permanece en eficacia inalterable. Esto deja sin efecto no sólo las burdas supersticiones conectadas con la cristiandad profesante, sino todas las formas y ordenanzas mediante las cuales los hombres piensan alcanzar nada delante de Dios. Si no estamos de manera permanente como en presencia de Dios con una conciencia purificada, no hemos comprendido ni asido la verdad de Dios acerca de esto. Cuando nos damos cuenta de que éste es nuestro lugar, tenemos una distinta estimación del pecado; detectamos el mal, y sabemos que no puede tener lugar alguno, y el bien es más comprendido en la presencia de Dios; el pecado se juzga de manera más profunda que cuando se trata meramente de terror e incertidumbre.

Versículo 19. «Libertad para entrar en el Lugar Santísimo.» Esta entrada a través del velo es totalmente nuestra. Sabemos que está rasgado por el perfecto amor de Dios, y entramos a la presencia de Dios a través del velo. Queda abierto el camino. Vamos adonde Cristo ha ido; la santidad que rasgó el velo ha quitado el pecado. Versículo 21: «teniendo un gran sacerdote», etc. No vamos entrando allí a hurtadillas a solas; el Sumo Sacerdote que ha hecho la obra está allí delante de nosotros. No puedo ir dentro del velo sin encontrarle allí. El Apóstol está siguiendo figuras judaicas, haciéndose judío a los judíos. Había otros sacerdotes además del gran Sumo Sacerdote. En lugar de ofrecer incienso fuera, como los sacerdotes judíos, vamos dentro. Había el lavamiento de los sacerdotes, como para nosotros. Aquí la cuestión no es la unción, sino el rociamiento de sangre y el lavamiento del agua. Así, sustancialmente, será para Israel en el futuro.

Versículo 22. «Acerquémonos», etc. Lo siguiente, versículo 23, es «Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza», etc. La exhortación es a estar en comunión dentro, y no a ser atraídos por el mundo exterior, las ordenanzas, etc., a las que estaban en peligro de volver. Luego (v. 24), debo pensar en otros, andar en el poder de los frutos del Espíritu, y (v. 25) no sólo sentir amor hacia los individuos, sino también recordar la asamblea. Cristo iba a alabar en medio de la congregación. Una persona puede decir: Me siento muy feliz quedándome en casa. Pero esto no vale. Ir a la asamblea provoca muchas veces persecución.

El «día» del que se habla aquí no es el arrebatamiento de la iglesia, sino la manifestación. Cuanto más se acerca el día, tanto mayor la dificultad para reunirnos; pero la exhortación es de ser hallados reuniéndose como clara y llanamente cristianos. No se dice para oír un sermón, sino reuniéndonos. La manera en que Dios está obrando es no sólo la de hacer cristianos, sino reunir en uno a los hijos de Dios que están dispersos. Esto no se cumplirá en el milenio. Entonces habrá diferentes naciones, aunque acudirán a adorar; y en los tiempos del Antiguo Testamento había una nación determinada, pero no la reunión en uno—esto se aplica ahora. Lo que se significa no es la autoridad de la iglesia. No es fe, pero reunirnos juntos es fe. No de voluntad del hombre, sino de la de Cristo, que por Su muerte tiene una iglesia o asamblea que no es del mundo, y que se manifiesta en el hecho de reunirnos.

Versículo 26. Si uno dice: «abandono el reunirme a Cristo», no hay ningún otro sacrificio para el pecado excepto el que Él ha hecho. Si pisoteas la sangre de aquel sacrificio, sabiendo lo que es (no digo que siendo regenerado), pero dejándola de lado voluntariosamente, tu porción es la misma que la de los adversarios. Una persona que ve la verdad y la abandona es siempre más acerba que cualquiera otra —es un adversario. Si escogen el pecado en lugar de Cristo, no queda más sacrificio. Se trata de un caso de abandonar abiertamente al Señor por la propia voluntad en pecado; no de fracaso, ni de desobediencia, sino de apostasía.

Vemos a través de esta epístola la importancia del lugar en el que somos puestos, y la responsabilidad de caminar en conformidad al mismo. Cristo está siempre en presencia de Dios por nosotros. Por lo tanto, tenemos título a entrar libremente allí; nuestro puesto nunca cambia, aunque el pecado, naturalmente, estorbe la comunión hasta que sea confesado.



CAPÍTULO 11

Ya hemos visto en esta epístola que los hebreos estaban en peligro de, en lugar de andar por la fe, volverse de nuevo a las cosas que podían ver, como ordenanzas y objetos de importancia exterior, de los que estaba lleno el sistema judaico. Pero los cristianos habían sido llamados a salir de estos; Dios los estaba alejando de aquellas cosas. La tendencia constante de todos nuestros corazones es la de volver. Es una vergüenza para los gentiles que asuman aquellas sombras; en cierta medida era natural para los judíos, porque a ellos se les había ordenado la observancia de aquellos rudimentos. Ahora había algo mejor. Estaban esperando que Cristo volviera, y se les dice: «El que ha de venir vendrá, y no tardará.» En esta epístola no tenemos el puesto de la iglesia, el cuerpo de Cristo, expuesto en absoluto; en relación con esto el Señor viene y la recibe para Sí. «Voy a preparar lugar para vosotros», etc. Aquí, como peregrinos, hay una responsabilidad delante de nosotros, y esperamos Su manifestación. En carácter eclesial, la esperanza es estar con Él. Aquí se trara del llamamiento celestial y del sacerdocio entre nosotros y Dios.

El apóstol prosigue, en nuestro capítulo, mostrándonos el poder de la fe. No es una definición, sino una descripción de sus efectos. Es «la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.» El efecto de la fe es la perfecta certidumbre del cumplimiento. La definición de la fe es que «atestigua que Dios es veraz». Queda que aquello que esperamos lo esperamos con paciencia. La promesa es tan cierta como si tuviéramos ya su cumplimiento. No lo vemos. Si lo viéramos no lo esperaríamos, pero somos conscientes de cosas que no se ven. Éste es el poder de la fe en el alma.

En este capítulo tenemos la fe en su carácter activo —la obra de la fe cuando está ahí. Lo que produce fe es el Espíritu de Dios convenciendo de la palabra con poder; y cuando el alma ve algo que pertenece a Cristo, no puede quedar satisfecha sin más. «Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad» describe la recepción de la verdad en el alma. Luego sigue el efecto práctico en el andar del creyente. Hay mucho de método en este capítulo, más de lo que parece a simple vista; porque no es el método del hombre, sino el de Dios. La mente divina está siempre obrando según la medida del amor divino. En el momento en que se ve la clave de la mente divina, se ve belleza y orden. Así, en Éxodo tenemos el relato de los objetos del tabernáculo, y luego los sacerdotes, y luego de nuevo los utensilios. La mente humana no ve nada más que desorden en todo esto; pero cuando se conoce el objeto que arroja la sombra, se observa el más perfecto orden.

Aquí se habla de la fe en relación con la creación. ¡Que de la nada nada viene es la sabiduría del hombre! El filósofo nunca hubiera podido descubrir por sí mismo cómo fue «constituido el universo», etc. La creación es absolutamente desconocida por la razón. «Por la fe entendemos», pero las formas humanas de explicarlo han llevado al panteísmo, al ateísmo, etc. Ahora los hombres poseen un cierto conocimiento de ello gracias a la Biblia; pero sin la Escritura nunca se habría podido conocer de manera simple o cierta.

En el siguiente ejemplo de la fe tenemos la base sobre la que el hombre podía entrar en relación con Dios: en Abel, la fe que aportó un sacrificio; en Enoc, la que condujo a andar con Dios, y el poder de la vida en su traslación. En el versículo 7 es fe conectada con Dios en gobierno, y el consiguiente juicio del mundo; en el siguiente ejemplo tenemos aquella clase de fe que cuenta con la promesa. Toma la promesa de Dios, se satisface con ella, lo abandona todo, y no recibe nada. Todo aquello a lo que se aferra la carne ha de ser abandonado. Estos judíos tenían que hacer esto. Si no tengo nada que hacer con la tierra, soy un hombre celestial. Si nada tengo sobre la tierra, no soy un hombre terrenal. Dios no se avergüenza de llamarse Dios de aquellos cuyo corazón y porción están en el cielo; pero se avergonzaría de serlo de alguien cuyo corazón esté en la tierra. Ésta es la fe que da carácter, un carácter celestial, vv. 8-22.

Entonces tienes la fe que cuenta con Dios, la energía activa de la vida —no meramente carácter, sino energía; no tanto el abandonar algunas cosas como la energía activa del nuevo principio en el alma. Esto procede de los versículos 23-31. Pero se pasa por alto la entrada en la tierra; el reposo prometido está en el cielo. Ellos tienen la posesión de la tierra. Es diferente del paso del Mar Rojo y del desierto.

A partir del versículo 32 tenemos todas las varias dificultades y características de la fe en las que los individuos tenían que mantenerse frente al pueblo profesante de Dios. Aquí tenemos lo más difícil de todo. Si quieres vivir una vida de fe, a menudo tendrás que vivir sin cristianos. Los hay que tienen que caminar a solas con Dios y sin nadie más, y, si no, tienen que introducir la incredulidad para que lo impida. La comunión de los santos es una cosa feliz, pero hay ocasiones en que se tiene que actuar en solitario. Jonatán actuó con fe, pero la insensatez de Saúl lo estropeó todo (cf. 1 S 14). Necesitamos la fe que cuenta con Dios, haga lo que haga el pueblo. No se trata de una acción tan brillante de la fe, pero es muy valiosa. Una persona que sale a predicar a un país pagano sabe lo que tiene que hacer. Su dificultad no es tan grande como la de un cristiano frente a un mundo que profesa ser cristiano. Si no está muy cerca de Cristo, el hombre no puede discernir lo que es del mundo y lo que es de Cristo.

Versículos 37, 38. Tuvieron que aceptar la porción que pudieron conseguir aquí, y murieron sin recibir las promesas, «proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros», etc. El comienzo del capítulo 12 está basado en esto. La disciplina está allí conectada con las pruebas de la fe; la disciplina es contra la carne (v. 2). Nuestra atención es apartada de todos los otros ejemplos de fe en el capítulo 11, y la mirada debe ser fijada en Aquel que ha pasado por todo ello. «Puestos los ojos en Jesús.» «Apartando la mirada hacia Jesús» es más bien el sentido de la expresión. «Se sentó a la diestra del trono de Dios», etc. Acerca de los Abrahams, Isaacs, Josés, Moisés, etc., leemos que «no recibieron lo prometido», pero de Cristo no se dice que no lo ha recibido, porque sí lo ha recibido. Él está «sentado a la diestra del trono de Dios». Él tiene la recompensa; y algo más, él ha pasado por todo el camino, soportando los escarnios, los azotes, etc. Él ha pisado cada tramo de la senda de la fe. Los otros tuvieron cada uno de ellos su prueba de una manera particular, pero el aliento para la fe es que Él se ha sentado, habiéndolo recorrido en su integridad. David no tiene aún su recompensa. Todos estos no fueron aún perfeccionados, pero Cristo sí lo ha sido. El cristianismo no había sido introducido entonces. Ellos no fueron llevados a la gloria de la resurrección. Había otros que iban a ser llevados a una cosa mejor. Jesús fue el autor y consumador de la fe, y él tiene la recompensa.

Es buena cosa ver cuál es el carácter de la recompensa. La recompensa nunca es el motivo para la conducta; no habría lugar para el amor en esto; pero actúa como un aliento, cuando estamos en el camino al que nos ha conducido el amor y nos vemos rodeados de dificultades y pruebas.

Estos hebreos estaban volviéndose a la expectativa de un Mesías que pudieran ver. Se les recuerda entonces que ninguno de aquellos en quienes se gloriaban vieron aquello que esperaban. «Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido», etc. Tú quieres un Mesías visible; pero ninguno de aquellos en quien te glorías alcanzó aquello que esperaba. Para un judío, éste es un argumento irrebatible. Los antiguos nada consiguieron sino por la fe. Así es con nosotros. ¿Qué tenemos, excepto lo que tenemos por la fe?

Sin entrar en los detalles del capítulo 11, tenemos, primero, la creación; luego, con respecto al sacrificio, «Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín.» Una cosa que hemos de observar aquí es cómo la fe es idónea para todos los casos desde que entró el pecado. No tiene nada que ver con la inocencia. La inocencia no precisa de fe. Cuando todo era goce alrededor, no había necesidad de fe. Es al entrar el pecado que se conoce la fe —una provisión muy bendita de parte de Dios; porque nos trae todo lo necesario: rectitud, vida, refugio en el juicio del mundo. Puedo ir errante a un país extraño, y llevar conmigo una energía viva para vencer. Introduce a Dios para el goce —comunión— y la carencia de comunión da el sentimiento de pecado y de retroceso. Es la introducción positiva de Dios cuando el pecado había apartado Su presencia. Saca de la carne y lleva a Dios. Introduce a Dios, o, más bien, Dios se introduce a Sí mismo con Su palabra y Espíritu. No hay condición en la que no se pueda tener. Lo primero para lo que la queremos es para justicia.

Abel era pecador; la fe introduce en un mejor lugar que la inocencia. No puedo gozar de nada rectamente según la carne; pero en el momento en que me aferro a Dios, estoy fuera de estas cosas, y estoy conectado con Él. Cuando estaban en la tierra, cesó la oportunidad para la fe, excepto cuando una necesidad especial la suscitara.

Cuando el pecado nos excluyó de Dios, la justicia vino a ser una posesión mediante la fe. «Alcanzó testimonio de que era justo.» Caín, antes que su corazón quedara a descubierto, era un hombre muy decente; estaba trabajando con el sudor de su frente, y luego fue a adorar a Dios. ¿Qué habría podido ser mejor? Pues en realidad esto mismo mostraba que no tenía un solo pensamiento justo acerca de Dios. Pensó que podía adorar a Dios de manera tan cómoda como siempre. En realidad, Caín le trajo a Dios la prueba de la maldición —precisamente lo que hace el hombre natural. Lo que encontramos en Abel es totalmente diferente. Él introduce muerte; toma una primicia del rebaño, un animal muerto, por el que reconoce que está bajo los efectos del pecado, no sólo de una manera externa. Trae sangre a Dios, un sacrificio, un sacrificio muerto, el único camino. Con ello reconoce que es pecador, y que está perdido a no ser que se interponga la muerte de otro. Acude a Dios con un sacrificio, y esto declara que sin este sacrificio estoy perdido. Este pasaje es meridianamente claro con respecto a la justicia: «alcanzó testimonio de que era justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas». Aquí no se trata sólo de que la justicia esté en Cristo; Él es mi justicia, yo soy «hecho justicia de Dios en él». Abel obtuvo un testimonio de que él era justo, no de que Dios fuera justo. No meramente que Dios hubiera dado el sacrificio, sino que tenemos las operaciones de Dios en el hombre. Dios proveyó el sacrificio, pero la fe actúa en presentarlo ante Dios. «Dando Dios testimonio de sus ofrendas.» Está lleno de bendición. Tengo el testimonio de que soy justo. Esto no es experiencia.

No me es necesario un testimonio para lo que yo experimento. Lo que necesito es un testimonio que me libre de las cosas en que me ocupo de mí mismo, cuando estoy sufriendo por ellas. Y lo consigo en el don de Dios, que es perfecto. Soy «aceptado en el amado». Uno dirá: Hay algo en mí de lo que no me puedo librar. Recuerda esto: el testimonio del Espíritu Santo en nosotros es lo contrario al testimonio del Espíritu Santo a nosotros. En mí, Él observa cada falta que no es rectitud; pero el testimonio a nosotros es: «Nunca más me acordaré de sus pecados y de sus transgresiones.» Si alguien me trae una nota, no me pregunta lo que soy. Al presentar Cristo a Dios, traigo perfección. En el sacrificio de Abel tenemos una peculiar figura de Cristo. Cristo se hizo a Sí mismo nuestro prójimo: e Israel le dio muerte. Ellos tienen la marca en su frente, habiendo rechazado a Cristo. Pero Él es el sacrificio mediante el que serán restaurados. La fe dice: voy a Dios por medio del sacrificio.

En Enoc ha entrado la vida, así como la justicia. Cristo es «declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos» (Ro 1:4). Enoc, antes de ser trasladado, tuvo este testimonio de haber agradado a Dios. Se dice en el Antiguo Testamento que anduvo con Dios. Si estamos reconciliados con Dios, podemos andar con Él. Entonces la vida se manifiesta en el andar, y el poder de esta vida es que no muere en absoluto. Cristo dijo: «El que viva y crea en mí, no morirá jamás.» De la misma manera los que estén vivos cuando Él venga no morirán. Puede que no muramos. No todos dormiremos. La «paga del pecado» queda totalmente anulada para la fe. Enoc no es hallado, porque Dios lo tomó: la muerte no le toca en absoluto. Aquello que constituye el poder de la muerte queda anulado. Otra cosa que acompaña a esta es que «antes que fuese traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios». Aquí tengo vida antes de la muerte. Ésta la tenemos como una cosa presente, y si el Señor viene, no moriremos. Su longanimidad es Su razón para no venir. Andando con Dios, tenemos el testimonio de que agradamos a Dios. Es paz, consuelo, gozo por el favor en el que estamos. En lugar de reprendernos, el Espíritu de Dios saca a la luz el favor de Dios, que ilumina nuestras almas. Ahora vemos la gloria, a través de un espejo, oscuramente; pero es una verdadera realidad que el Espíritu Santo está en nosotros, y si estamos andando con Dios, Él nos hace felices en Su favor. No meramente que yo haya hecho rectamente en esto o en aquello; no pienso realmente acerca de mí mismo en absoluto, sino acerca de Dios.

Si me cuido sólo de lo que dice la conciencia natural, no alcanzo en absoluto la mente de Dios. Esto no toca para nada lo que Dios es, sino lo que es el hombre; es decir, que el hombre se puede exaltar a sí mismo, que es responsable ante sí mismo; pero creer en Dios es mucho más, porque con ello se reconoce responsabilidad ante Dios. «Es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan», etc. De lo que se habla es de acudir a Otro. ¿Voy yo acaso a una persona con la que ya estoy? Y al acudir, pienso en lo que Él es, en lo que Dios piensa acerca de algo. Tenemos que ver con Él de una manera viva por la fe. Él todo lo observa. Si aplicas esto de manera práctica en todo momento, ¡qué diferencia hará! Somos llamados a juzgarlo todo en la luz. ¿Qué me importan las dificultades, si sé que estoy agradando a Dios? Este hombre no menospreciará ninguna oportunidad, porque, pensando acerca de Dios, va de fortaleza en fortaleza. La relación con Dios le muestra más de la mente de Dios. Ve lo que Dios está haciendo. «Si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz.» Si fracasa, habrá angustia, andando así con Él, porque ha perdido aquello en lo que se deleita. Si está acostumbrado a caminar de manera descuidada, no se dará cuenta. «Sin fe es imposible agradar a Dios.» Si hay diligencia en buscarlo, hay galardón.

Versículo 7. Si en el caso de Enoc tenemos una traslación excepcional, como en el caso de la iglesia, en el caso de Noé, como en el remanente judío de los días postreros, tenemos que se encuentra en el lugar sobre el que se abate el juicio, y, advertido de cosas que aún no se veían (además de ser predicador de justicia, como oímos en otros lugares), es movido con temor, y prepara un arca. El suyo es un espíritu profético; el mundo es condenado, y él mismo deviene heredero de la justicia que es por la fe. Noé aceptó el testimonio de Dios con los medios dados para escapar, y así heredó aquella justicia sobre la que se funda el nuevo mundo. Así, hemos tenido fe en la creación, fe en el sacrificio, andar con Dios, y testimonio.

Desde el versículo 8 hasta el 16 tenemos no los grandes principios de la relación humana con Dios desde principio hasta el fin, como en los versículos precedentes, sino la fe que sale y se mantiene fuera en peregrinación, con toda la fortaleza dada para el cumplimiento de las promesas. Y mientras estos se mantenían como extranjeros en la tierra por la fe, viviendo y muriendo en fe, no en la posesión de lo prometido, así Dios los consideró con un especial favor, y no se avergüenza de llamarse Dios de ellos, e irá con creces mucho más allá de sus esperanzas de cosas celestiales. Además, llegamos (vv. 17-22) a la fe que sacrifica aquello que aparentemente cumple la promesa, para recibirlo sólo de Dios, o que confía, a pesar de todo aquello que tiende a destruir la confianza.

Lo anterior es más bien la paciencia de la fe, y lo que sigue es su energía. Así, la fe en la historia de Moisés (vv. 23-27) se mantiene firme frente a las más grandes dificultades. Además, es la fe, y no la providencia, lo que debería gobernar al creyente. También podemos observar en los siguientes versículos (28-31) que la fe emplea los medios que Dios señala, y que la naturaleza o bien rehúsa, o que bien sólo manipula para su propia ruina. Pero si los egipcios fueron ahogados (el tipo de aquellos que creen poder pasar, por sí mismos, a través de la muerte y del juicio), la ramera Rahab se identifica por la fe con los espías y con el pueblo de Dios, antes que se diera un golpe a este lado del Jordán, escapando de la destrucción que le sobrevino a la presuntuosa Jericó.

Luego siguen declaraciones de las actuaciones y de los sufrimientos de la fe todo a través de la historia de Israel después de la conquista de Canaán, no detallados como antes, sino más generales. Pero todos ellos, como los patriarcas, sin recibir el cumplimiento de la promesa. Ésta era una gran lección para los cristianos hebreos.

Además, tenían que tener bien presente (v. 40) que Dios ha proveído alguna cosa mejor para nosotros. Ellos serán perfeccionados, al igual que nosotros, en la gloria de la resurrección; pero hay unos privilegios especiales para los santos que ahora están siendo llamados: «para nosotros.»



CAPÍTULO 12

Hay dos cosas que son el efecto de estar en la presencia de Dios: alarma de la conciencia, y aliento. La presencia de Dios mantiene la conciencia totalmente activa, pero es fortalecida para que mire por encima del mal mientras ve el carácter del mismo.

Dios nos introduce en Su presencia para juzgar todo lo que es contrario a Él y para fortalecernos contra ello, y esto es alentador. Él se deleita en nosotros, y se deleita en conformarnos a Sí mismo; así, la gracia viene de manera bienaventurada, haciéndonos partícipes de Su naturaleza. Él quisiera hacernos partícipes de lo que Él es, no meramente partícipes de santidad, sino de Su santidad. Él no dice: Debéis ser santos, esto es, no sale de esta manera; lo que Él hace es comunicar la santidad, Su propia naturaleza. Veamos el contraste de la gracia y de la ley. ¿Acaso Dios no demanda santidad en Su presencia? Esto es cierto, pero es el principio de la ley. La gracia significa que Él se deleita en darla.

La separación del mal y el poder del bien constituyen el carácter marcado sobre todos los tratos de Dios aquí abajo: la disciplina, etc. Tenemos el secreto de Sus caminos y tratos, si estamos suficientemente cerca de Él para verlo. Los hebreos estaban decayendo espiritualmente. Es por esta causa que no tenían la clave para comprender Sus caminos. Los cabellos de nuestra cabeza están todos numerados. Cuando el corazón comprende esto, tiene que darse cuenta que es por Su gracia que Dios está ocupado con nosotros hasta tal punto. Es un maravilloso freno sobre la voluntad saber que Él está ocupado así. Como se dice en Job: «Entonces revela al oído de los hombres, y les señala su consejo, para quitar al hombre de su obra, y apartar del varón la soberbia» (33:16, 17).

Hemos visto que el apóstol había nombrado en el capítulo 11 a toda una galería de dignidades; pero luego dice: «Puestos los ojos en Jesús.» Cristo había corrido todo el curso; los otros, sólo un tramo del mismo. Él menospreció el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios; Él ha alcanzado el fin, habiendo recorrido todo el curso de angustias y dificultades.

Versículos 3, 4. Dirigiéndose a ellos, les dice: Estáis aquí puestos en representación de Dios donde está el pecado, para alcanzar la victoria sobre él. Estamos aquí puestos como testimonio del bien divino en medio del mal en este mundo, y esto con un poder mayor que el poder de este mundo. Mayor es el que está en nosotros que el que está contra nosotros. Somos llamados a ser epístolas de Cristo, a glorificar a Dios en todas las circunstancias; no a ser apóstoles.

Fracasamos aquí y allí; pero somos puestos, según Su voluntad, aquí o allí en este mundo para manifestar en él a Cristo, y no meramente para hacer la obra.

Al decir esto, se supone una inmensa verdad, esto es, que poseemos esta vida. Otra es, que todas las cuestiones entre Dios y nosotros están solucionadas; entonces, sea que comamos y bebamos, o cualquier otra cosa que hagamos, la hagamos en el nombre del Señor Jesús. Para emplear Su nombre, he de estar autorizado por Él.

Todas las cuestiones relacionadas con nosotros como hijos de Adán están totalmente acabadas. «Pues si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo ...?», etc. (Col 2:20). No estáis en absoluto vivos en el mundo. «Consideraos muertos.» Ésta es la razón por la que somos libertados de la ley. Estamos muertos. Y la ley no puede tener autoridad sobre nuestro hombre muerto. Esta posición en la que somos puestos como dando testimonio, y todos los tratos de Dios con nosotros, van sobre esta base: hemos nacido de Dios. Esto es más que recibir vida en naturaleza. No leemos acerca de que seamos nacidos de Dios como criaturas, sino que como cristiano soy nacido de Dios. El efecto de la comunicación de esta vida es haber acabado con la vieja vida; tenemos una vida «escondida con Cristo en Dios». Todo está arreglado; no sólo tenemos la naturaleza, sino también perfecta paz. «Mi paz os dejo», la paz de Cristo. No se cernía sobre Él ninguna nube de dolor. Él nos ha purificado para que seamos sin mancha, y Su justicia es nuestra.

Poseyendo esta naturaleza, nacida de Dios, y que ha de ser manifestada (y, ¡ay!, hallamos tantos estorbos en la naturaleza para ello, como el temperamento, etc.), Dios emprende hacerlo por nosotros, cuando dejamos de resistir «combatiendo contra el pecado», mediante disciplina, etc. Somos puestos en la posición de hijos, y debemos mirar cuáles son los pensamientos de Dios para con nosotros. «El Señor al que ama, disciplina». Recibo la disciplina que Dios envía a los que aman. Hay quizá mi voluntad que quebrantar, y tendencias que descubrir en mí de las que no sabía antes, para humillarme. Me ejercito acerca del bien y del mal. Él aborrece el mal y ama el bien, y nos quebranta, sometiendo el mal, desgastándolo, etc., Nos trae más cerca de Sí. Dios nos educa como a hijos. A veces, cuando no vemos lo que Él está haciendo, recibimos la bendición. La voluntad está obrando en nosotros; Él actúa para quebrantar la voluntad; y luego vemos que hemos recibido bendición por medio de ello.

Un párvulo hace cosas insensatas que quizá puedan divertirnos, pero no ha aprendido a actuar bien aún. Un cristiano es como un párvulo; ha de ser educado e instruido. La paciencia de Dios al tomarse tal trabajo debería alentarnos. Es extraño hablar de que la aflicción nos haya de alentar; pero si nuestra voluntad queda quebrantada, ésta es una bendición.

Hay varias maneras en las que como santos somos puestos a prueba (aunque vivamos en gran calma: podría haber más persecución si hubiera más fidelidad); pero a través de todas las circunstancias, Dios nos señala el camino, ocupándose con nosotros, de nuestros caracteres particulares, etc., para quebrantarnos e instruirnos. Lo que queremos es darnos cuenta de que Dios nos ama tanto, que somos de tanto valor para Dios (mucho más, desde luego, que muchos gorriones), que Él se toma tanto trabajo para que «participemos de su santidad». Somos propensos a no creer en la actividad de Su amor. Puede sobrevenirnos alguna aflicción; Dios ha estado observándonos individualmente durante años, semanas, etc., observándonos para introducirnos en esta aflicción cuando ve que la necesitamos.

Es de suma importancia que exista la conciencia del constante trato de Dios con nosotros en amor. Somos de aquella familia, le pertenecemos a Él, a la familia de Dios, y no del mundo; por ello, Él trata con nosotros como hijos. «Ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados.» Todo esto es para dar aliento. Se da aliento, basado en el vínculo de la gracia entre nosotros y Dios. Luego Él nos da este bienaventurado privilegio de ser testigos de Dios en este mundo. Bueno es todo aquello que mejora la condición del corazón, y todo está basado en la gracia. Por ello se dice: «Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios» —«Que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe», etc. ¿Por qué apremia a esto? ¡Ninguna persona profana o impura! Oh, por cuanto hemos acudido a Dios. La gracia nos lleva a Su presencia, nos hace partícipes de Su santidad; luego Él dice: «Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios», etc., esto es, que pierda su total confianza en el amor de Dios. Éste es el goce práctico de lo que Dios es para ti. Si pierdes esto, fallas. No hay nada que vincule el corazón con Dios sino la gracia. «El pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia.»

Andad en el santuario de Su presencia. No habéis llegado al terrible Monte Sinaí, sino que habiendo llegado a la perfecta gracia de Dios en el Señor Jesucristo, mirad avisadamente cómo andáis. La gracia debe constituir el carácter de nuestro andar (v. 22). Ésta es una verdadera bienaventuranza. No hay obstaculización del mal mediante el terror. El efecto del fuego desde el Sinaí fue que «rogaron que no se les hablase más». ¿Acaso esto era andar con Dios? No debemos aterrorizar a la gente con nuestras vidas. Podemos advertirles si es necesario, y emplear la ley para martillear las duras conciencias de la gente; todo esto está bien en su sitio; pero no podemos ser testigos en nuestro andar en esto. Hemos llegado a una cosa diferente. Podemos hablar de la ley, pero no es ahí donde estamos.

Ahora debemos ser testigos vivientes de lo que somos, y de donde estamos. Hemos llegado al Monte de Sión, que representa la gracia. Éste es el resultado, hablando del lugar al que somos llevados. A Dios. Él habla de lo que habrá sobre esta tierra, y esto, por así decirlo, como viéndolo desde arriba. Sión llegó al final de todo el curso de responsabilidad. Por lo que a la ley respecta, el resultado fue «Icabod», porque el arca estaba en manos del enemigo. El único vínculo con Dios había desaparecido. Entonces entró Dios y escogió a David, de la tribu de Judá, no a José (que era significativo de una crecida de bendición en la naturaleza). Vencidos y echados los jebuseos, David fundó el templo en el Monte Sión. Véase 2 Samuel 5:7 y 6:16, 17. Éste fue un nuevo eslabón con Dios en gracia cuando la responsabilidad hubo acabado.

Pero esto no es todo ni de lejos. Aquí se menciona la totalidad de la parte celestial y de la terrenal. Ahora tenemos algo más, aquello que estaba en el propósito de Dios, que el hombre nunca tuvo antes en forma alguna. Dios está glorificándose a Sí mismo de una manera en la que los ángeles nunca pensaron. Hemos llegado a la ciudad del Dios viviente, a la Jerusalén celestial, al cielo. Luego, cuando nos encontramos allí, nos encontramos en toda la compañía de los ángeles, la compañía universal del cielo; luego «la congregación [o, iglesia] de los primogénitos», una asamblea especial registrada en el cielo. Nosotros somos esto. No somos meras criaturas, como los ángeles, sino aquellos que están inscritos en el cielo, como poseyendo este especial privilegio, una asamblea a la que Dios ha identificado con Cristo, el Primogénito. Es destacable cómo son señalados aquí. En el desfile general, no puede dejar pasarlos sin distinguir a la «congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos». Hemos llegado a esto; todo ello es el gran resultado. Todos estos están sentados a Su alrededor. Entonces hay otra característica de la escena: «a Dios el Juez de todos».

Hay Sión en la tierra, la Jerusalén celestial arriba, la compañía general de los ángeles, y la congregación de los primogénitos; luego el mismo Dios, y en la vía de gobierno, «Juez de todos»; luego «los espíritus de los justos hechos perfectos», santos del Antiguo Testamento en el carácter que la gracia les había dado, «de justos». Ellos habían corrido su carrera y están allí. Entonces comienza lo que está conectado con la parte terrenal, la consideración del efecto. Hemos llegado «a Jesús el Mediador del nuevo pacto». No hemos llegado al nuevo pacto, sino a Jesús su Mediador. Estoy asociado con Aquel que es el Mediador; esto es más que meramente llegado al pacto. Él hará este nuevo pacto con Israel en la tierra. Pero aquí se añade, «y a la sangre rociada». La tierra se beneficiará por el derramamiento de la sangre de Cristo: ésta clama por paz en lugar de por venganza, como lo hacía la de Abel.

Habiéndonos acercado al Mediador, he venido a la expectativa de toda la bienaventuranza para la tierra. Es dulce conocer que la tierra la tendrá, pero la nuestra es la mejor parte. Debemos ser testigos de dónde somos. Venimos del cielo. En espíritu ya es cierto ahora. Lo que es cierto en espíritu es más real y palpable que lo que vemos. Lo que está sucediendo en nuestros corazones y mentes es más que lo que somos realmente, que aquello en lo que nuestros cuerpos están ocupados. Cristo fue un carpintero (tan verdaderamente como cualquier otro carpintero), pero esto no es lo que Él era. Así con nosotros, somos traídos a todas estas cosas con Dios. Entonces, lo que se debe hacer es ser siempre un testigo del lugar al que Él nos ha llamado en gracia. Hemos venido; entonces tenemos a Dios tratando con nosotros con respecto a este lugar al que Él nos ha traído.

¿Dices tú que esta o aquella prueba son suficientes para desalentarme? Pues no; es Dios quien te introduce en ella, y Dios está contigo ahí, tratando en gracia contigo, según el lugar al que te ha traído.

En medio de la compañía del cielo, se singulariza un grupo, el nuestro. Esto, ciertamente, es suficiente para hacernos ser humildes.



CAPÍTULO 13

Las exhortaciones finales, esto es, las de este capítulo, son de enorme importancia, y se dan, como sería de esperar por todo lo que se ha visto, con vistas al caminar propio de los santos en este mundo, los cuales tienen a Cristo compareciendo en presencia de Dios por ellos. Por eso, estas exhortaciones no suben a la altura de las comunicaciones dadas en Efesios, porque el tema en toda la epístola ha sido el llamamiento celestial, no el misterio de Cristo y de la iglesia.

El amor fraternal ha de continuar pese a todos los obstáculos. La hospitalidad no debe ser descuidada, si queremos que nos suceda como a Abraham. Debemos recordar a los cristianos presos y a los que sufren malos tratos, considerándonos a nosotros mismos y nuestras propias circunstancias. El matrimonio ha de ser honrado, y se debe buscar la pureza tanto dentro como fuera de este estado. Nuestra conducta ha de ser sin avaricia, contentos con lo que tenemos, porque Dios será fiel a Su palabra acerca de Su continua solicitud, incluso en cuanto a estas cosas; de modo que decimos confiadamente: «El Señor es mi ayudador; no temeré lo que me pueda hacer el hombre».

El Espíritu Santo les manda luego a los santos (v. 7) que recuerden a sus conductores que les habían hablado la palabra de Dios, siendo el resultado de su conducta digno de consideración, y su fe digna de imitación. Ellos habían partido, pero Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos. Que no se dejaran, por tanto, llevar por doctrinas diversas y extrañas. La gracia es lo que establece el corazón, no las viandas, que de nada aprovechaban a aquellos que se ocupaban en ellas. Es un error pensar que los cristianos no tienen altar: tienen uno, del que no tienen derecho a comer los que sirven al tabernáculo. Esto es, los judíos han perdido su puesto de privilegio, que ahora pertenece de una manera infinitamente más bendita a los que tienen a Jesús. En nosotros, lo mismo que en Él, se encuentran los extremos de oprobio aquí y de gloria arriba. No era así con Israel. Ellos tenían el campamento, y no podían traspasar el velo. Y, sin embargo, incluso ellos tenían el más notable tipo de otro estado de cosas. «Porque los cuerpos de aquellos animales cuya sangre a causa del pecado es introducida en el santuario por el sumo sacerdote, son quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio; porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir.» Los cristianos tienen que llevar ahora la cruz, esperando el cielo con Cristo. Todo terreno intermedio ha desaparecido junto con el viejo pacto. Pero si esperamos la gloria, no debiéramos alabar menos sino tanto más continuamente, ofreciendo a Dios, por medio de Jesús, fruto de labios que confiesen Su nombre, y sin olvidar los sacrificios de hacer el bien y de la ayuda mutua.

Además, somos llamados a obedecer a nuestros pastores, y a someternos a ellos, porque «ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta». No se trata de que tengan que dar cuenta de las almas de otros, sino de su propia conducta con respecto a otros. La obediencia por parte de aquellos por quienes velan sería una gran cosa para estos conductores, para poder llevar a cabo su tarea con gozo, y no quejándose, porque esto sería sin provecho para los santos.

El apóstol pide sus oraciones, lo que puede hacer con buena conciencia, ocupado en la obra de gracia, y no en la debilidad y fracaso de un andar descuidado. Además, les pedía estas oraciones para poderles ser restaurado tanto más pronto.

¡Y cuán bendita y apropiada para sus necesidades y consuelo es su oración final! «Y el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno, os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo; al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.»

El nombre de Pablo no aparece al final como tampoco al principio; ello por evidentes razones en una carta a los santos de la circuncisión. Pero, ¿quién más habría hablado así de Timoteo? El escritor estaba en Italia, y envía el saludo de los que estaban allí. La corriente subyacente del apóstol es evidente para la mente espiritual.



NOTAS

1. Entonces, mientras el Espíritu estaba desvelando a los hebreos el sacerdocio celestial, existía en la tierra otro sacerdocio, ya no más reconocido por Dios, pero que persistía. Su movimiento era de transición; el objeto era no sólo mostrar los privilegios celestiales actuales de los santos, sino también invitarles a salir fuera del campamento. Después vino la caída de Jerusalén, cuando los mismos acontecimientos hablaron en el mismo sentido. Sólo que podemos ver que los creyentes hebreos son tratados con sumo tacto en esta epístola, porque la única conclusión que es evidente es que la promesa de un nuevo pacto declara al primero como obsoleto y para desvanecerse. Sabemos por otros pasajes que la cruz ya había, en principio, abolido el antiguo pacto, y que la sangre de Jesús echó los cimientos del nuevo pacto. Volver al texto

2. Estas palabras no expresan la plenitud de la esperanza de la iglesia, esto es, estar con Él. Alude más a la manifestación; pero expresa la esperanza de ambos, como peregrinos en esta escena. Volver al texto

3. Así está en el original griego, donde aparece el término genitivo plural hamartiön, «de pecados», inexplicablemente traducido «de pecado» en Reina-Valera (revisiones 1909; 1960; 1977), Versión Moderna, y Biblia de las Américas. Esto es, no de «pecado» como naturaleza, sino de «pecados» como acciones fruto de esta naturaleza. (N. del T.) Volver al texto



Originalmente publicado en castellano en 1993 por

Verdades Bíblicas
Apartado 1469
Lima 100 - PERÚ

Casilla 1360
Cochabamba - BOLIVIA

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Addison - IllinoisEE. UU.


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Edición en formato PDF para Acrobat Reader publicada en abril del año 2000 por

SEDIN
Servicio Evangélico - Documentación - Información
Apartado 2002
08200 SABADELL
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www.sedin.org

Traducción del inglés: Santiago Escuain
© SEDIN 2006, Publicado con permiso.

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