JOHN NELSON DARBY«IGNORADO, MAS CONOCIDO» (2ª Co. 6:9)
BREVE RESUMEN DE SU VIDA Y MINISTERIO
COMPENDIADO DE SU CORRESPONDENCIA
Celestino Sanz C.
Así que, hermanos míos amados, estad firmes y
constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo
que vuestro trabajo en el Señor no es vano. (1 Co. 15:58.)
El cartero se cruzó en la calle con una señora
conocida.
—Buenos días, Sra. Reguant. Tengo carta para Vd.;
tómela, por favor, y me ahorra llegar hasta su casa.
—Gracias, señor. —Lidia tomó la carta, y
al llegar a su vivienda, la abrió sin dilación. Era de
su esposo. He aquí su contenido:
Castellformós, 14 de Septiembre de
197...
A Lidia Serra. Vilargent.
Amada esposa y hermana en el Señor:
Me veo precisado a enviarte dos líneas apresuradamente,
para notificarte que mi regreso no será como había
previsto, el próximo martes. Tengo por cierto que el
Señor va a retenerme aquí bastante tiempo. Las almas
tienen sed de la Palabra de Dios. La gracia les ganó y
están gozosas, pero precisan ser confirmadas y enderezadas en
la verdad que acaban de conocer.
Yo sé que aceptarás este tiempo sin mi
compañía, pues conozco sobradamente la
consagración de tu espíritu al servicio del Maestro. Tu
vida —a través de los años de nuestro
matrimonio— ha sido una constante renuncia, silenciosa y sin
reivindicaciones, por amor a los demás. Las horas que pasaste
solitaria a ojos humanos fueron para ti una escuela de gozo, por la
suficiencia de la compañía invisible, pero no menos
real, del bendito Peregrino que siempre te acompañó, y
la guía y dirección del Espíritu Santo
imprimieron consolación a tu alma.
Rindo este tributo de admiración a la compañera que
Dios me dio, la cual muchas veces animó con ternura fraterna
mi espíritu abatido por el combate, y también me
ayudó en mis debilidades; instrumento de Dios en
bendición para mi vida en Cristo. Ha sido para mí, a la
vez, un privilegio poderte ser útil en los desfallecimientos
de un corazón demasiado sensible al dolor, y sobre todo al
dolor de los demás.
Los años han marcado tu negro cabello con hebras de plata,
pero también tu corazón con la suficiencia en la
confianza y el reposo en Aquel que jamás defrauda a los que
esperan y confían en Él.
Cuídate y saluda a mis amados hermanos en la fe;
particularmente a Ricardo y a Pedro, con quienes hemos sufrido un
poco, pero gozado un mucho en el Señor.
Mucho me alegraré de que mi ausencia no sea causa para que
cesen las reuniones que en casa asiduamente teníamos. Que el
Señor os sea propicio, para provecho y bendición.
Te iré escribiendo, teniéndote al corriente de la
obra en este lugar. Entre tanto, amada, quedas siempre en mi memoria
y en el tierno afecto de mi corazón, como esposa y hermana en
Cristo nuestra esperanza.
Juan.
La lectura de esta carta, produjo en Lidia, un sentimiento de
resignación, pero, después, el ejercicio responsable de
la compañera de un hombre de Dios; hombre sencillo, pero
consagrado al servicio del Maestro. Su esposo la alababa con
entusiasmo. La carta era un fiel reflejo del sentir de Juan por su
esposa, pero aunque tal vez el amor sobrevaloraba un poquito las
cualidades de Lidia, había en ella una bendita realidad: era
una buena esposa, una buena madre y una abnegada, servicial e
inteligente hermana.
He aquí pues, otra vez, la casa de nuestros amigos.
El timbre sonó; Lidia abrió la puerta, y Roura,
afable, tomó la mano que su hermana en la fe le tendía.
—Entra, entra. Aún tengo la carta sobre la mesa. Juan,
tal vez tardará un tiempo en volver. Hay bendición
allá, y él siente el afecto de un padre por esos
hermanos. No quiere dejarlos solos; son muy tiernos todavía.
—¿Un padre, dices? Sí, es un padre. Para
mí ha sido eso —dijo Roura—. Él un padre, y
tú, una hermana paciente.
—Bueno, hombre, él también tuvo un padre
espiritual, y yo una madre, pues en la familia de Dios existen esos
estados y esos lazos. Todo lo dispensa el Padre Celestial, origen de
toda bendición, pero... ¿de dónde vienes con
maletín y ropa de viaje? —preguntó Lidia.
—Estuve en Lérida un par de días a causa de la
venta de la fruta que allí tengo, pero ahora, gracias a Dios,
otra vez en Vilargent; terminé mis comisiones allá. Al
bajar en la estación —como que está cerca—,
pensé: voy a ver si Juan regresó o regresa pronto. Por
eso me ves así, y a esta hora.
—No, ya ves que no. Pero Juan escribe (aparte de enviar
muchos saludos para todos, especialmente para Ricardo y para ti), que
me hagáis un poco de compañía, como cuando
él está. Os agradeceré pues, que no
tengáis a esta solitaria (casi anciana), desamparada, dijo con
una confiada sonrisa.
—¿Cómo? Vendremos como siempre. Me voy, Lidia. A
la tarde iré a buscar a Ricardo y pasaremos un buen rato en
este hogar bendito.
Y fue así. Ambos subían gozosos por el conocido
camino de siempre y, llegados, entraron saludando a la dueña
de la casa, y preguntados por la salud, las circunstancias de la vida
diaria y la familia, Lidia dio las noticias que eran de provecho,
para el conocimiento de los hermanos.
—Es un privilegio —dijo Roura—, que tengamos a
Juan. Dios le ha dotado de energía y de tacto a la vez.
Además de equilibrio y facultades en el discernimiento de la
Palabra. Ahora está haciendo la obra suya; la obra paciente y
sabia de apacentar a los corderos del Señor. Se le puede
aplicar que «cuando apareciere el Príncipe de los
pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de
gloria». (1 P 5:4).
—Eres muy generoso con la apreciación que tienes de
Juan, pero a él no le digas esto. Es un hombre como los
demás y podría envanecerse. Satanás es muy
astuto e incluso trata de sacar provecho de los sentimientos sinceros
que tenemos hacia los hermanos —dijo Lidia.
—Sí, claro —terció Graells—, pero
aquí en la intimidad y en su ausencia, el corazón se
ensancha por el afecto que le tenemos en Cristo. Me gustaría
tanto poderle acompañar en este servicio ..., pero el
Señor da a cada cual su propio trabajo.
—Ahora que hablas de trabajo y de servicio, recuerdo el hecho
de que estoy leyendo una literatura muy edificante e instructiva, a
la par que interesante. Tengo en casa la colección completa
del Messager Evangelique, editado en la Suiza de habla
francesa, desde hace ya ciento diecisiete años (son muy
constantes esos hermanos). Como que poseo un índice de todos
los temas que existen en la colección, he ido separando todas
las cartas del Sr. Darby, desde 1832, hasta 1882, año en que
murió. No sé, pero hay muchas. Tal vez quinientas.
Aunque mi conocimiento del francés no es tan perfecto como yo
deseara, su lectura me es bastante familiar, si se trata
especialmente de las cosas del Señor, y así
empecé a leer, sin orden, algunas de ellas que, dicho sea de
paso, me han llamado poderosamente la atención. Después
las he ordenado por fechas, para seguir su obra con un orden
cronológico, y mi interés ha ido creciendo. ¡Es
una maravilla! He dejado, de momento, la tarea de leer, y estaba
pensando en algo que quiero exponeros y que puede ser de utilidad.
»Hay un trabajo laborioso y paciente a realizar. Tampoco
propongo la cosa como siendo inmediata, pero me gustaría que
cuando Dios nos conceda que Juan vuelva, nos hallara ocupados en algo
que seguramente le depararía una agradable sorpresa. Digo "nos
hallara", porque yo solo no puedo llevarlo a cabo, ni por tiempo ni
por capacidades. Pero colaboraré y os ayudaré con todas
mis fuerzas. Esto es algo en que Lidia puede ser útil; muy
útil. Seguramente más que nadie. En primer lugar es la
hormiga tenaz, y en segundo, conoce la lengua francesa más y
mejor que todos nosotros, y además entiende lo que lee con
ventaja sobre mí.
—Y sobre mí, añadió Graells.
—Por favor, hermanos hoy es el día de las alabanzas
para el matrimonio Reguant. No seáis tan entusiastas en cuanto
a nosotros. El incienso para el Señor. Pero vamos a ver,
tenemos derecho —ya que nos propones un trabajo— a saber no
sólo el principio, sino también el final. Has
leído, has clasificado, y ahora, ¿de qué se trata?
—preguntó Lidia.
—Pues se trata de lo siguiente —y Roura
continuó—: Tengo la idea de compaginar un resumen de las
actividades de J. N. D., tomando como fuente de información
sus conocidas cartas. Esto abarca un período de cincuenta
años, y ellas dan cuenta de todos sus viajes en su país
y en el extranjero, que fueron muchos. No olvidemos que eran los
inicios del ferrocarril y de la navegación a vapor, pero
aún se usaba la diligencia en todos los desplazamientos
locales y comarcales, sin olvidar el caballo, amén de, por
multitud de parajes, las insoslayables marchas a pie. Pero no se
trata de sus viajes solamente (esto es lo menos importante). Lo
más interesante son sus consejos, su servicio en favor de
todos, la predicación de la palabra de Gracia, el magisterio
que impartió a las ovejas y corderos del rebaño de
Cristo. Hombre dotado de una inteligencia singular y de una vasta
cultura, pudo luchar contra la incredulidad, contra el racionalismo
que invadía Inglaterra en aquel entonces, contra las
herejías; es decir, como fiel paladín de la verdad de
Dios, fue hombre de brecha y de lucha aun a su pesar. No era
contencioso, sino sufrido, paciente, tolerante (salvo contra el mal
que empañaba la gloria y los derechos de Dios en la Asamblea).
No se preocupaba de su persona, pero sí de lo que afectaba a
los intereses de Cristo. En fin, yo soy un hombre entusiasmado con su
ministerio, y he recibido y recibo aún tanto bien, que no me
cansaría de prodigar elogios a su persona, ahora que no puedo
dañarle con mi admiración. Pensaba ordenar un poco sus
temas, siguiendo un orden de tiempo según la fecha de sus
cartas, pero lo veo muy difícil, por el hecho de que los
mismos temas, con determinadas variantes, los hallamos a
través de todas sus cartas. Es una lástima, pues uno se
da cuenta de que su peso era más efectivo, a medida. que
transcurrían los años. Así, he optado por
señalar una temática, sin tener demasiado en cuenta la
cronología. Por lo general sus conclusiones eran siempre
sabias, presentadas con poder y enfatizando la verdad, que por otra
parte, se recomienda a sí misma. En fin, podría
extenderme más, pero os adelanto solamente la idea. Si
cristalizará o no, no lo sé. Dios lo sabe. Tú,
Ricardo, también tienes esa colección y en la
estantería de Juan también la he visto.
—Si yo la adquirí, fue por vuestro conducto y unos
hermanos de Francia me proveyeron de ella; me la regalaron. Esto no
tiene precio.
—Sí, es bien cierto que la tenemos, y conocemos y
admiramos el valor inestimable de estos cuadernos que, desde antes de
la guerra franco prusiana, han llegado hasta nuestros días.
Han pasado muchas cosas en ciento diecisiete años. Tanto en el
mundo como en la Cristiandad, y también en el Testimonio.
»¡Qué temas de meditación hallamos! Libros
debidos a la pluma de los que nos precedieron. Aquellos hombres de la
primera generación del Testimonio, que vivieron tan cerca de
Dios, en la dependencia del Espíritu Santo, acatando el
señorío de Cristo: J.N.D., Bellet, Kelly, Mackintosh,
W. Trotter, W. J. Lowe y muchos más, después H.
Rossier, Ladriere, S. Prod'hom, etc., y otros muchos, cuyos nombres
silencio porque aún están peregrinando entre nosotros,
pero por los cuales damos gracias a Dios. Tengo que confesar con gozo
que ha sido para mí una fuente de bendición, de
instrucción y de interpretación. Es difícil no
hallar respuesta a cualquier tema, asunto, problema, etc.
Además poseo, al igual que Roura, un índice que abarca
ochenta y siete años. Éste ha sido un trabajo de
paciencia, abnegación, constancia... ¿Quién lo
hizo? No lo sé. Nadie ha puesto su firma, pero ahí
está: Humilde, modesto; pero rotundamente eficaz. Gracias a
Dios por ello. Mucha parte de mis conocimientos —aunque bien
limitados por cierto— los debo sin embargo a este vasto trabajo
de más de un siglo de proyección (son 117
volúmenes). Los correspondientes redactores (no han sido
muchos, pues conscientes de lo que hacían y para quien lo
hacían, Dios les proveyó de un espíritu de
firmeza, exento de desmayos), se fueron sucediendo en la medida que
quemaron sus vidas en este trabajo. También damos gracias a
Dios por el silencioso y anónimo trabajo de los expedidores,
compaginadores y por todos los que dedicaron su tiempo, haciendo,
solícitos, la labor de la hormiga. Su trabajo no ha sido en
vano. Hoy gozamos en leer artículos, conferencias,
meditaciones, estudios, cartas, etc., bien sustanciosos y
edificantes, de fechas en las que nuestros padres aún no
habían nacido, y este alimento es de positivo beneficio para
la generación actual. Claro, ya veis que no sólo la
conozco por tenerla en la estantería, sino que me he ocupado
en ella muchas horas de mi vida (podría decir que
después de las Escrituras, es lo que más he
leído), pero nunca se me había ocurrido la idea del
amado Roura, y no sé si a Juan y a Lidia se les ocurrió
alguna vez, porque en los años que hemos comentado tantas
cosas de su contenido, y entre ello las cartas —pues son muy
conocidas (existen tres tomos en inglés con la totalidad
relativa de las que escribió)—, nunca pensamos en un
trabajo semejante, pues ni en francés existe (creo yo),
ningún volumen que compagine las quinientas y pico de cartas,
que en los ciento diecisiete años, están diseminadas a
través de las aproximadamente cuarenta mil
páginas del Messager. Eso sí, si no estoy
mal informado, creo que existe un folleto, del depósito de
Vevey, más bien reducido, con extractos de estas cartas.
Felicito pues a Roura por esa idea genial, y propongo que oremos por
este asunto. Si el Señor no muestra ni dispone lo contrario,
me pongo a la disposición de mis hermanos para hacer lo que
Él estime mejor en este trabajo. Tengo confianza en los
propósitos y en el orden de las ideas de Pedro
—Así respondió y se expresó Graells.
Lidia, a su vez, añadió:
—Aunque no tengo los ánimos, ni la energía de
antes (los años no pasan en vano), dispongo de tiempo, y lo
que no haga la energía, contando con el Señor, lo
hará el tiempo. No sé cuando volverá Juan.
Estamos acostumbrados a contar siempre con él, sobre todo yo,
claro está, pero me gustaría que se llevara una
sorpresa, aunque bien mirado, no se la llevará; él
conoce de lo que sois capaces, pero digo una sorpresa en el sentido
de encontrar a su regreso algo en lo que ni tan siquiera había
pensado, pues como ha dicho Ricardo, de esto nunca habíamos
hablado antes. Estoy de acuerdo en hacer de secretaria y traductora,
pero Ricardo tiene que traducir también, él lo hace
bien; lo prueba todo lo que ha traducido. No, no te excuses. Ninguno
de nosotros somos profesionales, ni eruditos en cuestión de
letras ni en idiomas, pero sí se puede ofrecer algo que sea
legible; que sea comprensible; y si los que lo leen son
benévolos con nosotros, ya podemos darnos por pagados. Hemos
de hacerlo con el intento de ser de ayuda, como otros lo fueron y
aún lo son en favor nuestro.
—Bueno, bueno, no me excuso del trabajo, pero yo haré
lo menos comprometido, pues tú me aventajas, Lidia y no lo
digo para halagarte; la realidad es la realidad —dijo Graells.
—¿Qué has dicho, Ricardo? ¿Qué
insinúas con tu respuesta? ¿Yo, tengo que dirigir todo
este trabajo? —intervino Roura—. No, esto no puede ser. Yo
lo he propuesto y ayudaré en todos los conceptos, pero no
estoy capacitado para más. Preguntádselo a Juan. El
trabajo de dirección es cosa tuya, Ricardo.
—Mira, amado: yo te conozco bastante. Hace muchos años
que me abriste tu casa y tu corazón. Conozco tus costumbres,
tus capacidades, tus ejercicios, y tu amor para los hijos de Dios.
Eres humilde, pero un poco acomplejado a la vez; lo primero
está bien, lo aceptamos, lo admiramos y damos gracias a Dios
por ello, pero de lo último tienes que desembarazarte.
Sí, tú eres un «payés»
[denominación del hombre de campo catalán], pero eres
un señor «payés». Tienes más
cultura de la que muchos quisieran para sí. Tus padres
pudieron enseñarte, y si has continuado con la hacienda es
porque eres un enamorado del campo y de la naturaleza, y has
preferido esta actividad al mecanismo de la complicada
civilización industrial y comercial. Esto, por mi parte, te lo
alabo. Pero de ahí a que siempre te presentes como un labriego
ignorante no lo acepto. Eres más reflexivo que nosotros,
más ordenado, y en términos generales tienes más
conocimientos de nuestro entorno. En la vida espiritual, tal vez no
tienes tanta actividad visible como nosotros; no eres un analista de
la talla de Juan, ni profundizas como él. Es mayor que
tú, y su vida ha estado marcada por la lucha. Hay pues, una
experiencia y un discernimiento. Esto lo reconocemos todos, pero no
tienes por qué situarte tanto en la retaguardia. Hoy estamos
aquí; mañana quién sabe. Somos unos
frágiles instrumentos, pero la mano que nos usa es diestra.
Tenemos pues que estar a la disposición del Maestro. No tienes
porque temer tanto de tu pretendida pequeñez, pues en el peor
de los casos, el Señor, con un martillo pequeño, puede
desmenuzar una roca muy grande. Esto lo ha hecho infinidad de veces.
Hay que considerar siempre la potencia y la habilidad del brazo que
lo usa, y no el volumen o tamaño de la herramienta usada.
Así que, esta vez, tú vas a gobernar este negocio, y
que el Señor te bendiga.
Con este sincero deseo, Graells, terminó la apología
que hizo de su hermano. Roura enrojeció, y no precisamente de
ira. Con dificultad podía soportar la admiración de sus
hermanos; él no había nacido para protagonizar nada.
Pensaba: «¿cómo soportar la idea de dirigir una
actividad espiritual cualquiera, si era menos que nadie?»
Graells y Lidia Serra insistieron y le rogaron en el nombre del
Señor que, con toda confianza, tomara la responsabilidad de
este servicio. Sin atreverse apenas a levantar la vista del suelo
aceptó, contando, dijo, con la benevolencia de los hermanos.
Oraron sobre esto, mientras en días sucesivos formaban sus
planes de trabajo y estudiaban un método conveniente bajo la
mirada del Señor.
Al final, un día Roura resumió sus maduradas
impresiones, la organización de la tarea, y el orden que
deberían imprimir a la obra.
—Pensaba presentaros las siguientes conclusiones, bien que no
son definitivas. En primer lugar, tengo un brevísimo esbozo
biográfico (obra de un amado hermano francés) y a
continuación un resumen itinerante que el mismo J.N.D. nos
ofrece a lo largo de sus cartas. Todo es biografía, en cierto
sentido. Después tengo unas notas sobre lo que escribió
y está editado, y a continuación las cartas. No todas,
puesto que sería un trabajo que nos ocuparía más
tiempo del que ahora podemos dedicar a esta actividad. Además,
mucho de lo que está escrito es historia de hechos y
circunstancias que tienen un sello muy local o personal, según
sea el caso, y que no nos afectan en su carácter
administrativo (espiritualmente hablando). Cosas condicionadas a
circunstancias particulares o del entorno en que se movió y
las relaciones que tuvo. Cosas de marcado interés cuando estas
cartas fueron publicadas por primera vez (pues aún
vivía una generación que conocía al Sr. Darby y
le habían tratado), pero que ahora, para nosotros, no tienen
otro interés que el de una vivencia histórica; eso
sí, instructiva e interesante. Pero la infinidad de temas
generales, de diversas motivaciones que siempre son de actualidad,
temas desarrollados con un poder aplicativo y con una
sabiduría extraordinaria: la sabiduría de lo alto;
otros que tienen su origen en preguntas que se le formularon, sobre
consultas doctrinales, interpretación de pasajes, etc., esto
sí que es de un provecho siempre constante y actual. Cartas
que tratan de circunstancias de dolor: fallecimiento de esposas; de
esposas y madres jóvenes; de esposos; de hijos e hijas; de
hermanos y hermanas que murieron cargados de años; otras
personas creyentes que murieron en circunstancias y produjeron a su
alrededor un sentimiento de aflicción y también de
temor; circunstancias solemnes producidas por la voz fuerte del
Señor, delante de Quien debemos bajar la cabeza con
humillación y temblor. Consultas sobre casamientos, que tanto
hermanos como hermanas jóvenes le hicieron, respondidas y
tratadas con delicada exquisitez de sentimientos cristianos, a la luz
de la palabra de Dios. La partida de este mundo de venerados hombres
de Dios (como Bellet por ejemplo). Sus opiniones en relación
con personas conocidas de la asamblea; opiniones favorables o
desfavorables, según el caso, pero siempre sin acrimonia o sin
desmedida alabanza, sino como de uno que habla en la presencia de
Dios. Cartas dirigidas a los desanimados, a los tomados en alguna
falta, a los excomulgados; ocasiones todas de mostrar un
corazón ejercitado; en el amor de Dios, en la gracia, en la
paciencia de Dios y en el poder restaurador del Abogado y del
Pontífice. Temas como el bautismo, la Cena, el Cuerpo de
Cristo, el Testimonio, la unidad del Cuerpo, el bautismo del
Espíritu Santo. Israel, las Naciones, la Iglesia, la
profecía, etc. ¿Qué es lo que no podía
escribir y predicar con provecho un hombre de Dios como él?
»Todo esto pensaba acotarlo por temas y que cada cual cuidara
de traducirlo; yo lo más fácil, y vosotros lo
demás; y al final ordenarlo todo. Cuando Juan regrese,
habrá que leerlo y considerarlo. Necesitamos su
opinión, sus consejos y su posible colaboración. No me
consideraría feliz si prescindiéramos de él;
sería una pérdida para nuestro trabajo conjunto.
»Existe también una carta, que no fue enviada a su
destinatario, seguramente para no dar la impresión de que J.
N. Darby hablaba demasiado de sí. Fue hallada entre los
papeles del amado siervo, después de su fallecimiento. Es
interesante. Habla de los inicios de sus ejercicios y de la obra.
Cuando la escribió contaba ya más de cincuenta
años. Se hallaba no obstante, a mitad de camino de su andadura
en el ministerio. Pensaba insertarla aparte del cuerpo de la obra; al
principio; a continuación de las notas biográficas. De
momento esto es todo, hermanos. Tengo deseos de oíros y de que
refutéis o enderecéis, o bien transforméis el
orden en que he presentado mis ideas sobre el trabajo. Cualquiera de
vosotros lo haría mejor. Me habéis casi obligado, y ya
sabéis que yo siempre lo he esperado todo de los demás.
Cuando terminó, sus hermanos, no cabían en sí
de gozo. Era el sentimiento producido por la obra de Dios en los
demás. En este caso en el corazón de Roura. Porque
Pedro, por encima de todo, por encima de sus facultades, su
tesón, su abnegación, su innegable y equilibrada
inteligencia, era un corazón; un corazón para
Cristo y para sus hermanos.
Ricardo Graells y Lidia Serra tenían seguramente algo que
objetar. El enfoque del trabajo les complacía, el esquema, no
tanto. Tal vez pensaban que un orden progresivo en la
presentación de la correspondencia ayudaría al lector a
considerar el adelanto y la madurez en el conocimiento del Hijo de
Dios, y todo lo que a Él atañe, que John N. Darby
adquirió a través de los años. «La senda
del justo es como la luz de la aurora que va en aumento hasta que el
día es perfecto» (Pr 4:18); pero por nada del mundo
querían presentar ningún reparo a su amado Roura. No
fuera que, un poquito acomplejado que era, en relación con sus
hermanos, se retrajera después del despliegue confiado que de
sus facultades (bien entendido que venían de Dios)
había hecho. Pero, quién sabe. Tal vez estaba en lo
cierto. El trabajo por temas podía, por otra parte, ser
más asequible y más meditativo. Así es que, por
todo comentario, y con un brillo de felicidad en sus ojos, ambos
dieron a Roura un efusivo apretón de manos.
Eliminaron de sus quehaceres diarios todo aquello que siendo
legítimo no era imprescindible, es decir, dejaron lo bueno por
lo mejor.
Pasaron las semanas y el material disponible iba aumentando. Roura
lo compaginaba según el plan preestablecido.
He aquí el trabajo de nuestros amigos:
-
JOHN NELSON DARBY
- Su nacimiento, peregrinaje y
muerte
Nota biográfica. (Gentileza de A.
G.)
John Nelson Darby nació en Londres en 1800, en el seno de
una acomodada familia irlandesa. Después de unos brillantes
estudios en la Universidad de Dublín renunció a la
carrera de abogado, para consagrarse al servicio de Dios. Un profundo
trabajo de alma, antes de tener la paz por la simple fe en Cristo y
en su obra, le preparó para este cometido. Consagrado como
pastor anglicano en 1826, empezó su ministerio en una pobre y
ruda comarca de Irlanda, dándose al mismo con ardor y plena
dedicación. Allí adquirió la convicción
de que no solamente la Iglesia anglicana se hallaba en un triste
estado moral y espiritual, sino de que la existencia de
múltiples iglesias y denominaciones religiosas de la
cristiandad era, de hecho, la negación de la sola y
única Iglesia a saber, el conjunto de los creyentes, unos en
Cristo, de quien forman su Cuerpo sobre la tierra, unido a la Cabeza
glorificada en el cielo.
Dimitió de sus funciones religiosas y entró en
relación con otros cristianos, que, como él, se
hallaban iluminados únicamente por la luz de las Escrituras.
Algunos empezaron a reunirse con él, fuera de toda
organización, en la ciudad de Dublín. Otros grupos se
formaron al mismo tiempo y a continuación en Inglaterra y en
el Continente (Suiza, Francia y después Alemania), así
como en Norteamérica.
J. N. Darby, que unía a una grande y humilde piedad una
cultura intelectual de excepción, un espíritu abierto y
una capacidad de trabajo sorprendente, se consagró por entero,
hasta su muerte acaecida en 1882 (en Bournemouth: Inglaterra), a la
propagación, por medio de su palabra y de su pluma, de las
verdades que hallaba en la palabra de Dios. Anunciaba el evangelio a
los inconversos, con un gran amor en favor de las pobres almas
esclavas del pecado, pero en particular orientó su servicio en
reunir a los creyentes alrededor del Señor, a esclarecerles
sobre la excelencia de su posición ante Dios a consecuencia de
la perfección de Cristo y de su obra, sobre la vocación
celestial y la esperanza de la Iglesia, y sobre el sentido del
testimonio de Dios en la tierra.
No cesó jamás de viajar, recorriendo amplias zonas
de la Europa occidental (Francia, Suiza, Alemania, Italia, Holanda),
y largas visitas a los Estados Unidos, Canadá, Antillas, Nueva
Zelanda, etcétera.
Ha dejado un gran número de escritos, en su mayoría
tratados y opúsculos relativamente breves. Han sido reunidos
durante su vida y después de su muerte por la diligencia y los
cuidados de William Kelly, y forman una colección (
Collected Writings) de treinta y cuatro volúmenes,
más otros siete de Notas y comentarios sobre la
Escritura.
Entre los más significativos podemos mencionar: La
Iglesia según la Palabra (1850), El Culto según
la Palabra (1848), La esperanza actual de la Iglesia y las
profecías que la establecen (1840), numerosas
publicaciones de controversia (pues tuvo que combatir a muchos
contradictores y falsos maestros), comentarios escriturales, etc. Los
estudios sobre la profecía: Notas sobre el Apocalipsis
(1842). Estudios sobre Daniel (1840). También se ha
publicado una voluminosa correspondencia (de la cual destacan tres
tomos de cartas en inglés).
Pero sus obras capitales son, de una parte, los Estudios sobre
la Palabra, publicados a partir de 1852 (primero en
francés, después en inglés), y, de la otra,
su traducción de la Biblia al francés, efectuada
con la colaboración de hermanos calificados, obra de valor
inestimable por su exactitud y por el respeto con el que ha sido
tratado el texto sagrado. La traducción en francés,
sirvió de base a la traducción alemana y
a una versión inglesa.
-
Resumen itinerante tomado
de su correspondencia
(Todo este resumen es aproximado)
Desde 1832 hasta 1839 toda su correspondencia está dirigida
desde Irlanda o desde Inglaterra, pero el 22 de noviembre de 1839
hallamos su primera carta fechada en Neuchâtel (Suiza),
país donde permaneció hasta 1843,
circunscribiéndose al área o cantones de lengua
francesa (Lausana y Ginebra principalmente). Regresa a Inglaterra,
donde reside hasta el año siguiente, y en marzo del mismo
(1844) escribe su primera carta desde Francia (Montpellier).
Después de una breve estancia en este país, regresa a
Londres, y desde allí viaja a numerosas ciudades de
Inglaterra. En enero de 1847 escribe desde la isla de Guernesey
(canal de la Mancha). En la primavera de este mismo año visita
nuevamente Montpellier, en donde permanece poco tiempo. Regresa a
Inglaterra en octubre, y en enero de 1848 volvemos a encontrarle en
Montpellier, desde donde vuelve a regresar a Inglaterra (casi siempre
a Plymouth), desde donde escribe en mayo. Viaja por Inglaterra,
ocupado constantemente en el ministerio, y a finales de año
fecha sus cartas en Ginebra, después en Vernoux (en marzo de
1849), en abril desde Montpellier, y en mayo desde Orthez (Bearne).
La obra empieza a tomar cuerpo en Francia. Regresa a Montpellier, y
en octubre lo detectamos en Nîmes. A continuación,
después de permanecer bastantes semanas en esta
población (tres meses por lo menos), lo hallamos en Lausana
(Suiza) en julio de 1850; en febrero de 1851 en Montpellier, y desde
Londres escribe el 14 de julio del mismo año. El Sr. Darby
tiene ya cincuenta años cumplidos.
Viaja por Inglaterra durante bastante tiempo (casi dos
años), y en 1853 otra vez a Montpellier. Lo reencontramos en
Irlanda en mayo de 1854, y en Londres el mismo mes, hasta agosto. A
principios de 1855 se desplaza a Elberfeld (Alemania), parece ser que
por primera vez; en el mes de abril aún escribe desde
allá. (Alemania llenó una no pequeña parte de su
ministerio, con grande bendición). En el mes de noviembre lo
hallamos en Inglaterra y en junio de 1856, nuevamente en Francia, en
el Gard (Nîmes).
En septiembre de 1857 inicia sus primeros contactos con creyentes
holandeses y escribe desde Rotterdam. Desde esta ciudad se traslada
otra vez a Alemania, y a primeros de 1858 regresa a Londres.
Permanece en Inglaterra, pero en octubre de 1859 escribe desde
Dublín; en abril de 1860 otra vez desde Nîmes (Francia);
en agosto desde Saint-Agréve (Ardeche), y llega a Lausana en
octubre, en donde queda tres o cuatro meses. Los años van
sucediéndose. J. N. Darby ha cumplido sus sesenta años
con una gran labor de ministerio oral y escrito en favor de las almas
en tinieblas y entre los hijos de Dios. El Maestro le dirige, y
él gobierna su vida, en la dependencia a los dictados de
arriba.
En octubre de 1861 escribe nuevamente desde Elberfeld (Alemania),
y en diciembre le hallamos nuevamente en Londres. Después de
visitar numerosas comarcas del país (pues la obra en
Inglaterra es importante: la nación número uno), en
otoño de 1862 lo hallamos en Canadá. Allá
permanece un año, aproximadamente, visitando numerosas
ciudades, y lugares inverosímiles entre los indios, los
leñadores, lugares que hasta poco —dice él—
eran el dominio de los osos y de los lobos.
Noviembre de 1863: otra vez en Londres, pero en febrero de 1864 lo
tenemos nuevamente en Lausana. (En la Suiza de lengua francesa la
obra fue muy bendecida. Podemos casi asegurar que
proporcionalmente al número de habitantes —unos
novecientos mil en la actualidad— es donde mayor número
de asambleas locales existen. algunas de ellas bastante numerosas, y
también mayor número de almas vinculadas al
testimonio).
En marzo de 1864 visita nuevamente Pau (fue el lugar en donde se
realizó la mayor parte del trabajo de traducción del
Nuevo Testamento en su versión francesa). En agosto del mismo
año escribe desde Zurich (es la primera vez que seguramente
visita la Suiza de habla alemana.) En octubre le hallamos nuevamente
en Londres, y en diciembre ha efectuado ya su segunda travesía
del Atlántico y escribe desde Montreal. A mediados de 1865
deja el Canadá y por tierra se traslada a los Estados Unidos.
Entra en contacto con diversos creyentes, principalmente oriundos de
Europa (franceses y suizos). Visita Nueva York y Boston, desde donde
probablemente regresa a Europa; llega en octubre del mismo
año, y después de visitar la Isla de Wight,
Dublín en Irlanda, y Glasgow en Escocia, regresa a Londres, en
donde fecha una carta en enero de 1866. Se traslada nuevamente a
Dublín en donde permanece hasta mayo, y desde allí se
dirige a París para regresar nuevamente a Londres, desde donde
volvemos a tener noticias en junio del mismo año.
En el mes de agosto vuelve a atravesar el Atlántico por
tercera vez; ha llegado al Canadá, por donde viaja durante
tres meses de un lugar a otro (Hamilton, Toronto, Guelph), para
dirigirse desde allí a Nueva York en el mes de noviembre,
donde se hospeda dos meses. En febrero de 1867 lo detectamos en
Boston por poco tiempo y de allí regresa a Nueva York, desde
donde, después de permanecer otros dos meses, se traslada a
Massachusetts, y desde Boston (capital del estado) escribe en mayo.
En junio le hallamos en Guelph (Canadá), lugar en donde se
daban las conferencias anuales, con la asistencia de hermanos
canadienses y norteamericanos. Se traslada a Toronto, donde permanece
por un tiempo, y otra vez desde allí a Nueva York hasta
finales de 1868. Regresa nuevamente al Canadá en marzo de 1869
(Montreal), y en julio le tenemos ya de regreso en Irlanda. Escribe
desde Dublín, y un mes más tarde desde Londres, en
donde reside hasta el 17 de noviembre. Nuevamente cruza el
Atlántico por cuarta vez, y a fines de año visita por
primera vez la Guayana Inglesa, las pequeñas Antillas
(Barbados, San Vicente), y Jamaica en las grandes Antillas. Pasan los
meses y escribe cartas desde Georgetown, Kingston, etc., hasta mayo
de 1869. Regresa a Londres, desde donde fecha una carta el 5 de
junio. En agosto otra vez le hallamos en Ginebra; a
continuación en Pau (Francia), y en noviembre en Elberfeld
(Alemania). En esta población permanece bastante tiempo, tal
vez cinco meses. Desde allí escribe mucho. En mayo de 1870 el
Sr. Darby se encuentra en Londres. Alcanza un hito en su pasaje
terrenal: tiene ya setenta años. (Sal. 90:10).
En julio de 1870 (año de la guerra Franco-Prusiana, en que
tantas circunstancias penosas sufrieron los franceses del norte en
particular y entre los tales bastantes hermanos), el Sr. Darby se
traslada al Canadá, atravesando el océano por quinta
vez. Escribe desde Guelph, reembarca en agosto, según se
deduce por su carta, y en septiembre escribe desde Londres. Su
permanencia en el continente americano ha sido muy breve. Seguramente
cambió sus planes al producirse la declaración de
guerra por parte de Napoleón III el día 15 de julio. En
esta fecha se hallaba en Guelph y podemos creer que su corazón
sufría. Tanto en Francia como en Alemania había
hermanos que debieron enrolarse en los respectivos ejércitos.
Esto es un desastre para los verdaderos hijos de Dios en las
circunstancias del desierto. En sus cartas de esta época nos
daremos cuenta de cómo trata todo este asunto, los derivados y
las consecuencias. Como siempre, dirige el corazón de los
santos, por encima de lo que es terrenal, con aquella
sabiduría y tierna delicadeza en favor de los que
podían verse involucrados por sentimientos nacionales.
Desde septiembre de 1870 le seguimos por sus cartas y nos damos
cuenta que esta vez ha permanecido en Inglaterra unos seis meses. En
junio de 1871 le hallamos en Dublín, en agosto lo encontramos
en Belfast, desde donde regresa a Londres el mismo mes. En septiembre
escribe desde la Suiza de habla francesa (Vevey). Leemos varias
cartas de fecha imprecisa y en noviembre lo hallamos en Turín
(Italia). Allí permanece hasta enero de 1872; entra en Francia
por Niza, de allí se traslada a Nimes, desde donde recorre el
Gard. En abril está en París, desde donde regresa a
Londres en el mismo mes. Pero he aquí que en junio lo hallamos
nuevamente en Boston, en su sexta travesía del
Atlántico. De Boston se traslada a St. Louis, Chicago,
Springfield, y de allí nuevamente a Chicago a final de
año. Parece increíble tanta actividad, a sus
años y en su tiempo. Desde el Estado de Kentucky escribe en
enero del 1873, en marzo desde Montreal (Canadá), y a
renglón seguido, regresa a Estados Unidos (Boston), yendo a
continuación a Nueva York (abril). El mes de julio de 1873
fecha sus cartas desde Inglaterra: Leeds, Ryde, Ventnor, Bath,
Hereford, Londres, Edimburgo (Escocia), otra vez Leeds, Londres,
Dublín (Irlanda), hasta finales de año.
Empezamos el 1874, y en enero lo hallamos en Belfast (Irlanda del
Norte), después viajando hacia París y en febrero en
Milán (Italia). En abril aún está allí y
el mismo mes se traslada a Vevey (Suiza de habla francesa). Escribe
mucho desde allí, y en junio lo encontramos en Dillenburg,
después en Siegen, Elberfeld (todo esto en Alemania), para
volver a Londres en julio.
A mitad del 1874, aproximadamente (Darby tiene ya 74 años),
emprenderá su séptimo y último viaje al
Canadá y Estados Unidos. Pero esta vez atravesará el
Continente americano de Este a Oeste, y desde San Francisco de
California, después de haber pasado cinco días y seis
noches en ferrocarril, embarcará hacia Nueva Zelanda.
Más de treinta días de buena navegación le
llevarán a Auckland, la más importante de las ciudades
neozelandesas, enclavada en la isla Norte (una de las dos grandes
islas del archipiélago); pero sigamos la ruta de sus cartas.
En el mes de septiembre de 1874 escribe desde Boston, en noviembre
desde Nueva York. Vuelve a Boston, donde permanece todo el mes de
marzo. Entre Concord, Nueva York y Filadelfia, el mes de abril y en
Chicago hasta junio. En agosto lo hallamos ya en San Francisco, a
orillas del Pacífico. De esta ciudad embarca ruta Nueva
Zelanda, a donde llega después de cinco semanas de
navegación. Escribe su primera carta desde Auckland, la
segunda desde Nelson, en la Isla Sur, en octubre de 1875, en donde
permanece unas semanas. En febrero de 1876 lo hallamos otra vez en la
isla Norte, esta vez en Wellington (la capital), y en marzo en
Christchurch, la ciudad más importante de la isla Sur. Desde
esta ciudad escribe que se propone trasladarse a Melbourne
(Australia) para asistir a una conferencia, y de allí a
Sydney, para embarcarse de regreso a San Francisco (EE.UU.).
Efectivamente: el 9 de junio de 1876 escribe ya desde esta ciudad.
Desde Brandford (Canadá), en el mes de julio, escribe a un
hermano de Francia: «Nueva Zelanda me ha tenido un poco alejado
de la obra de Europa; del cuerpo de la obra, no del corazón.
Ahora estoy ya de regreso, esperando encontrarme allá antes
del invierno. Cuando recibí su carta acababa de atravesar el
Pacífico; treinta y un días de mar, debiendo
añadir a esto cinco días y seis noches de ferrocarril.
Salvo el calor de estos dos últimos días, bastante
fatigoso, me encuentro muy bien por la bondad de Dios, y gracias a
Él he hallado a los hermanos de aquí gozosos y en paz.
Puede que sean un poco negligentes en relación con los de
fuera, pero son espirituales, piadosos, unidos, teniendo solicitud
los unos por los otros.»
Desde San Francisco (antes de trasladarse a Brandford para asistir
a una conferencia que reunió a numerosos hermanos del
Canadá y de los Estados Unidos) fue a Chicago, en donde
empezó a escribir la carta cuyo extracto queda indicado
anteriormente, y de allí a Hamilton, desde donde escribe a
mediados de julio. En Toronto fecha una carta el 20 de agosto; en
Belleville, en septiembre. Después se traslada a Quebec; en
noviembre escribe desde allí, y a finales de este mes
también desde Boston, en Estados Unidos. En diciembre
aún permanece en esta ciudad, no sé hasta cuando, pero
el hecho es que no ha regresado a Europa antes del invierno, como
tenía previsto. A principios de marzo de 1877 está en
Nueva York y el día 21 del mismo mes en Halifax, donde
continúa por algún tiempo. El 4 de junio escribe desde
Ottawa —la capital administrativa del Canadá—.
Después, parece ser que desde Quebec, regresó a
Inglaterra, y que de allí se trasladó a Dublín,
según una carta fechada el 23 de junio.
Ha estado ausente de Europa desde septiembre de 1874 hasta junio
de 1877 (casi tres años), visitando los países
nombrados. Aún tiene bastante energía, pero,
según confiesa, siente el peso de la vejez, aunque
también el de gloria. Se halla más desligado de la
tierra y más cerca del Señor. Sus cartas tienen cada
vez un sabor más celestial. Las hay que parecen venir de otro
mundo, y de estar escritas por un hombre de otra raza: realmente es
así.
Viaja y escribe desde Leeds, y regresa a Londres, donde permanece
por un tiempo. A finales de año se halla en Dublín,
lugar donde le sorprenden los albores de 1878. Escribe; siempre
escribe. Muchos días responde a trece o catorce
corresponsales, pero no es todo. Tenemos el compendio de su grandiosa
obra escrita, que ha ido creciendo a través de los
años, y que gracias a Dios tenemos a nuestra
disposición. Todo esto no ha sido obra de gabinete (aunque
también haya ocupado mucho tiempo en él), sino viajando
de aquí para allá, levantándose a las cuatro de
la mañana y trabajando hasta las once de la noche, un
día y otro día, un mes y otro mes; un año tras
otro. Con la fatiga de la vida, las enfermedades, los accidentes. Las
largas correrías, los viajes a caballo, la diligencia y el
ferrocarril de aquel tiempo. La alimentación, tan dispar
según los países, con lo que esto lleva aparejado
(peligro de constantes trastornos digestivos), etc. No es
comprensible —naturalmente hablando— su
proliferación de trabajo, tanto de cuerpo como de
espíritu, si hacemos abstracción de la energía,
la guía y el poder del Espíritu Santo. Durante semanas,
predicando cada día seis y siete veces. Los estudios con los
hermanos; las visitas por las casas, el tráfago de la lucha,
la contradicción de los incrédulos; el racionalismo que
invadía Inglaterra. ¡Siempre en la brecha!
En mayo de 1878 —este anciano— se desplaza aún a
Elberfeld (Alemania), a Zurich, Ginebra y Berna (todo esto en Suiza),
y en septiembre otra vez de regreso a Londres.
A principios de 1879 —ahora es preciso contar los meses muy
despacio, lo hallamos en Pau (Francia). Se hospeda durante seis meses
en casa del amado hermano Schlumberger, trabajando para completar la
versión francesa de la Biblia, o tal vez la revisión
del Antiguo Testamento, pues el Nuevo hacía años que se
había publicado. En julio escribe desde Londres, en donde
permanece un par de meses, y vuelve a trasladarse a Francia (siempre
amó mucho la obra de ese país). En septiembre escribe
desde Les Ollieres (Ardeche), y después desde Vernoux y
Montpellier en octubre. El mismo mes, regresa a Pau, desde donde se
dedica a escribir mucho y donde permanece tres meses con alguna
salida por los alrededores, y a Burdeos en diciembre de 1879, pero en
enero de 1880 escribe aún desde Pau.
A primeros de febrero fecha una carta desde Londres. En abril otra
desde Reading, donde creo que existían dificultades serias en
la asamblea local. En mayo está en Dublín, en junio en
Belfast, y en julio regresa otra vez a Dublín. En septiembre
se desplaza a Escocia (Edimburgo, Aberdeen), y en octubre regresa a
Londres.
Ha cumplido los 80 años, y no puede desplazarse como hasta
entonces (Sal 90:10).
En Londres permanece alrededor de medio año, hasta mayo de
1881, pero siempre con sus plenas facultades mentales e
intelectuales, trabajando en su gabinete, o en la cama, o como sea.
El 28 de junio escribe desde Croydon (cerca de Londres), en donde
permanece dos meses, y regresa a Londres, desde donde, a
continuación, vuelve a Croydon, y escribe también desde
Ventnor en el mes de octubre.
En el mes de enero de 1882 —año de su
fallecimiento— escribe aún desde Londres, y desde Croydon
en febrero, regresando a Londres nuevamente, desde donde fecha una
carta el 28 de este mes.
El 10 de marzo el Sr. Darby se halla ya en Bournemouth
—último viaje de peregrino y lugar donde terminó
su carrera terrestre. El día 11 se despide (por mano de otro,
pues no puede ya escribir) de su amado P. Schlumberger de Pau,
«deseándole la bienvenida en el otro mundo».
Aún leemos otra carta con fecha 28 de marzo, y el 29 de
abril de 1882 partió para estar con su Señor,
después de una carrera pletórica de un trabajo
bendecido.
Entierro del Sr. Darby
Como queda dicho anteriormente, J. N. Darby partió para
estar con Cristo el día 29 de abril de 1882. A
continuación traducimos y entresacamos, de una carta
manuscrita por un hermano testigo de la efemérides, unos
detalles de interés referentes a sus últimos
días, y en particular al entierro del amado siervo de Dios.
«Fue un día muy triste; sí, muy triste,
aquél en que nos tocó acompañar el cuerpo de
nuestro amado hermano a su última morada terrestre. Pero nos
consuela el hecho de saber que "ausente del cuerpo, estaba presente
con el Señor".
»El jueves que precedió su muerte, decía: "Soy como
un pájaro dispuesto a volar", y dos días
después, el sábado, 29 de abril, a las 10:55h. de la
mañana, dejó este mundo para irse con Cristo, "lo cual
es muchísimo mejor".
»Como que pensamos en la posibilidad de que hayan corazones
deseosos de conocer lo concerniente a las circunstancias del
día del entierro, damos unos pormenores tan simples y tan
exactos como son posibles. Sin embargo debemos advertir que nos
ceñimos a hechos exteriores, pues nos está vedado
precisar lo que sentían los corazones, cuyo estado sólo
puede valorar Aquel que lloró sobre la tumba de Lázaro.
»Nuestro hermano había permanecido las últimas ocho
semanas de su vida en el agradable y tranquilo hogar de nuestros
hermanos Sr. y Sra. Hammond, rodeado y cuidado con toda la ternura
que el afecto cristiano puede sugerir y proyectar. Tal fue su
última morada en vida. De allí salió para la
tumba.
»El 2 de mayo (día del entierro) tuvo lugar una
reunión de oración, previamente convocada para el
mediodía. Los que acudieron pudieron contemplar —al
atravesar el vestíbulo que precede el espacioso salón
donde la gente se reunió—, el féretro situado
sobre dos caballetes, en el que también podía leerse:
»"J. N. Darby, nacido el 18 de noviembre de 1800 y que
durmió en el Señor el 29 de abril de 1882."
»Como alguien dijo: la triste y solemne realidad para nosotros
consistía en el hecho de que nuestro amado hermano
había dejado este mundo. Que el instrumento escogido que
había trabajado —con afán— para apacentar el
rebaño de Cristo y para exponer las verdades y la riqueza de
la Palabra, había entrado en su reposo.
»En el mismo salón en que tuvo lugar un estudio sobre las
Escrituras y en el que sus últimas enseñanzas
impartidas habían versado sobre el tema expuesto al final del
cap. 3 de Efesios: "A fin de que Cristo habite por la fe en vuestros
corazones", los afligidos hermanos se hallaban ahora reunidos de
nuevo, esperando en Dios y en silencio, con dolor sincero, pero con
el sentimiento profundo de la presencia del Señor.
»Esta calma solemne fue interrumpida por el canto del himno: "El
reposo de los santos en lo alto", a continuación del cual un
hermano anciano rindió gracias al Señor, en primer
lugar por la gloria que ha puesto delante nosotros y que nadie puede
arrebatarnos, y después, por la plena suficiencia de Cristo y
por la certidumbre de Su bendita presencia hasta el final de nuestro
peregrinaje terrenal.
»A continuación, un hermano pidió al Señor que
la partida de nuestro amado hermano J. N. Darby pudiera ser bendecida
para todos, haciéndonos sentir la urgente necesidad de vivir
ocupados en el Señor mismo de una manera más real,
así como más consagrados a Su servicio.
»Otra oración siguió (y por cierto conmovedora), por
la cual un hermano agradeció al Señor el don que
había dado a la Iglesia por medio del servicio fiel que su
siervo había cumplido y por la vida de consagración que
vivió en conformidad con los principios que la habían
dirigido. Fue tan intensa su emoción, que no pudo continuar.
»Otro hermano, con acciones de gracias por todo el bien que el
ministerio del amado hermano nos había aportado, pidió
que su muerte ofreciera aún la posibilidad de hablar al
corazón de todos los que le conocían y que sus escritos
puedan contribuir de forma bendecida a proveer firmeza espiritual a
los santos.
»Y por fin, un hermano muy anciano oró con grande confianza
en Dios, y esta dulce, aunque triste y solemne reunión de
oración y acciones de gracias, finalizó con el canto
del himno: "Tú, manantial secreto de sereno reposo".
»Atendiendo a la sugerencia de un hermano, se procedió a la
lectura, en presencia de todos, antes de abandonar el salón,
de las últimas palabras que J.N.D. escribió.
»Hacia las tres de la tarde, el cuerpo fue conducido por ocho
hermanos a la sencilla carroza fúnebre que esperaba a la
puerta y que debía de conducirle al cementerio, situado a
respetable distancia. Ningún vehículo de duelo
siguió al féretro, únicamente algunos
cabriolés para los que no podían caminar tan largo
trecho. La mayoría de los que se habían reunido se
trasladaron al cementerio por un camino distinto del seguido por el
coche mortuorio, de suerte que no se diera motivo alguno para llamar
la atención del mundo. Hemos de notar que éste
había sido el deseo de nuestro amado hermano, deseo que los
hermanos respetaron.
»El cuerpo llegó al cementerio hacia las tres y media.
Centenares de personas se hallaban congregadas en el lugar para
recibirle. A una corta distancia de la puerta de entrada fue bajado
del coche fúnebre desde donde 24 hermanos, relevándose
de trecho en trecho, le condujeron a la sepultura. Alrededor de mil
santos afligidos rodeaban la fosa. Algunos habían venido de
Escocia, otros de Irlanda.
»Después de un momento de concentración espiritual,
un hermano (el Sr. Mac Adamm), indicó el cántico, del
cual ofrecemos la traducción libre:
- ¡Oh día precioso! viene el Señor
- A tomar a su pueblo que le espera
- Más allá de los cuidados de la tierra
- En donde no se conoce el pecar.
- ¡El Señor viene a buscar a los suyos
- Y a sentarlos con Él en su trono
- Para su gloria para siempre compartir!
- La mañana de la resurrección se acerca,
- Cada santo que duerme en el Señor será
despertado
- Y conducido a la luz plena.
- Día demasiado glorioso para los ojos mortales
- Cuando la Iglesia reunida
- Arrebatada será a las celestes esferas,
- Para siempre con Cristo estar.
- Oh Señor, ¡cuán lentos son nuestros
corazones
- Para el cántico eterno alzar
- Y gloria, honor y alabanza tributar!
- Pero hasta ese día de Gloria,
- Bendito Salvador, tú nuestro escudo serás,
- Pues a nuestras almas te has revelado
- Cual nuestra fuerza y castillo protector.
»Un hermano (el Sr. Stuart) leyó a continuación Mateo
27:61, y dijo: "¡Qué contraste entre el entierro del
Maestro, y el de su siervo para el cual nos hallamos reunidos
aquí hoy!
"José de Arimatea halló un lugar para el cuerpo
de su Maestro. Con la ayuda de Nicodemo, lo puso en un sepulcro nuevo
de su propiedad. ¿Pero quiénes eran las personas
afligidas? ¡Dos pobres mujeres! ¡Cuán significativa
y demostrativa es la realidad de la humillación voluntaria del
Dueño del Universo! Nuestros corazones se hallan tristes
alrededor de la tumba del discípulo, ¡pero cuánta
mayor tristeza sentían aquellas almas piadosas que le
habían seguido en la tierra, y qué diferencia
también en el carácter de este dolor!
"Una tristeza amarga, una angustia sin consuelo, llenaba los
corazones, pues en aquel sepulcro, al depositar el cuerpo del
Maestro, enterraban —al menos así lo creían—
todas sus esperanzas. Habían esperado que Él era el
libertador de Israel, pero había muerto, y toda la luminosa
expectativa en relación con la nación se había
esfumado juntamente con la vida de Aquel que había partido y
de la cual —pensaban— no les quedaba otra cosa que el
recuerdo. En este momento doloroso nada sabían de la
resurrección, mientras que nosotros nos hallamos alrededor del
sepulcro del servidor sabiendo que Jesús ha resucitado, y que
está con Su presencia haciéndonos
compañía en nuestra tristeza, así como
también que volverá pronto para tomarnos a Sí e
introducirnos en el cielo.
"¿Cómo podríamos haber venido aquí
con confianza y depositar en el sepulcro el cuerpo de nuestro hermano
amado si no tuviésemos firmemente asegurada la esperanza de la
resurrección? Cuándo pensamos en todos los gloriosos
privilegios que se desprenden de la resurrección de Cristo, un
gozo real se mezcla con el dolor que sentimos sobre una tumba que va
a cerrarse. En presencia de la muerte no nos conviene elogiar al
difunto. Un solo ser entre los que han pisado la tierra es digno de
alabanza. Es Aquel que ha vencido la muerte y que tiene todo el poder
sobre la misma, Aquel que muy pronto despertará de la tumba a
los que durmieron y llamará también con poder a los que
vivan para estar siempre con Él. El Señor murió
y fue sepultado, pero ha resucitado. "Mas cada uno en su orden:
Cristo las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida". Es
con esta esperanza bendita que nos consuela, que nos libera y
fortifica, que depositamos en la tumba el cuerpo de nuestro amado
hermano que partió."
»El servicio continuó con fervientes oraciones; se
leyeron y comentaron otras porciones de las Escrituras, entre ellas
Génesis 48:21. "He aquí yo muero, mas Dios será
con vosotros, y os hará volver a la tierra de vuestros
padres." Un hermano (Charles Stanley) leyó también en
el Evangelio de Juan 14:1 al 3, y 1ª a los Tesalonicenses 4:13
al 18 lo cual fue también comentado. A continuación se
añadieron otras oraciones con himnos de esperanza.
»Después de un breve silencio, el ataúd fue
bajado a la fosa por diez hermanos, y uno de ellos confió el
cuerpo del siervo a los cuidados del Señor, hasta el
día de la resurrección. Aún se cantó otro
himno a Aquel que había tomado a nuestro hermano, y
finalmente, sin que nadie lo indicara, se elevó (como
proviniendo de un solo corazón y de una sola voz, con acorde
armonioso y gozoso a la vez), el canto de estas palabras:
- Gloria, honor, alabanza y poder,
- sean para siempre al Cordero.
- Jesús es nuestro Redentor,
- ¡Aleluya, Aleluya, Alabemos al Señor!
»Muchos dirigieron una mirada a la tumba, como un
último adiós en el desierto. Después nos
dispersamos, para pensar aún en aquél que reposa de sus
trabajos en la presencia del Señor».
-
Correspondencia sobre diversos temas
CARTA AUTOBIOGRÁFICA
La carta que damos a continuación es como una breve
autobiografía ceñida a un tiempo determinado (unos
treinta años). Seguramente es la única que en su
totalidad y de forma ordenada escribe de sí y de su obra. Como
se desprende de la misma, la redactó por solicitud del
profesor Tholuck, pero, como se ha hecho constar en otro lugar, no
fue enviada a su destino. Después de su fallecimiento, los
hermanos la hallaron entre sus papeles. Fue publicada en el
apéndice del tercer tomo de sus cartas en inglés, y el
año 1913 apareció traducida al francés en el
Messager Evangelique de Vevey (Suiza). Es de la versión
francesa que ha sido tomada para darla al castellano.
Al Sr. Profesor Tholuck
«Querido Sr. y hermano en Cristo:
Desde que nos vimos casi siempre he estado de viaje, de modo que
habría sido difícil enviarle el relato que
interesó de mí. Lo mejor que puedo hacer es
comunicarle, con toda sencillez, cómo han sucedido, en mi
caso, las cosas de esta obra de Dios, desde el principio.
Podrá comprender con facilidad que otros muchos han trabajado,
y muchos de ellos con más consagración que un servidor
—y aún con un resultado más relevante en lo que
concierne a las almas y la bendición de las mismas. Pero es de
la obra de Dios y no de nuestro trabajo que debo ocuparos, pues Vd.
extraerá de mi relato lo que convenga a sus propósitos.
Yo era abogado. Juzgando que si el Hijo de Dios se había
dado por mí, me debía por entero a Él, y que el
llamado mundo cristiano se hallaba, en relación con Cristo, en
una posición de ingratitud insoportable, mi alma suspiraba por
una consagración completa a la obra del Señor. Mi idea
era dedicarme a trabajar entre los pobres católicos de
Irlanda. Me recomendaron que empezara por hacerme consagrar. No me
sentía atraído a ocupar un cargo regular, pero joven en
la fe (no estando aún liberado, vivía más bien
gobernado por el sentimiento de mi obligación hacia Cristo,
que no lleno del convencimiento de que todo lo había hecho por
mí, y por lo tanto era rescatado y salvo), seguí los
consejos de los que tenían una posición más
adelantada que la mía en el mundo cristiano.
Fui consagrado, y me trasladé entre los pobres
montañeses de Irlanda, a una comarca inculta y ruda, donde
permanecí dos años y tres meses trabajando como mejor
pude. Sin embargo, sentía que todo esto no se
correspondía con lo que leía en la Biblia en
relación con la Iglesia y el cristianismo, ni con los efectos
de la acción del Espíritu de Dios. Mi espíritu
trabajaba sobre todas estas cosas desde el punto de vista
práctico. De todas maneras me ocupaba asiduamente de los
deberes del ministerio que me había sido encargado, trabajando
noche y día entre una gente casi tan rústica como las
montañas en que habitaban. Me sobrevino un accidente (mi
caballo se desbocó, y me lanzó sobre el quicio de una
puerta), que me inmovilizó por un tiempo, y estas ideas se
fueron desarrollando. Después de un gran ejercicio de alma, la
palabra de Dios tomó sobre mí una autoridad absoluta.
Siempre la había reconocido como siendo verdaderamente esto:
la Palabra de Dios.
Entonces comprendí que estaba unido a Cristo en el cielo y
que, en consecuencia, mi posición ante Dios era la suya, que
no se trataba más, ante Él, de este miserable
yo que me había cargado y fatigado durante seis o siete
años, en presencia de la ley. Entonces comprendí que la
Iglesia de Dios, en su aspecto real, se componía de los que
estaban unidos a Cristo, y que la cristiandad exterior no era la
Iglesia (salvo en relación con la responsabilidad de la
posición que ella pretendía gozar, verdad ésta,
por otra parte, muy importante en su lugar), sino que en realidad era
el mundo. De otro lado vi que el cristiano, teniendo un lugar en
Cristo en el cielo, no tiene otra cosa que esperar sino la venida del
Salvador, para encontrarse, de hecho, en la gloria que le ha sido
adquirida en Jesús.
La lectura de los Hechos me ofreció un cuadro de la Iglesia
primitiva, lo cual me volvió profundamente sensible al estado
actual de la amada Iglesia de Dios. En este tiempo caminaba ayudado
de muletas, de tal manera que no tenía ocasión de
mostrar mis convicciones o mis pensamientos de cara al mundo, y mi
salud no me permitía acudir al culto, por lo cual, me hallaba
forzado a abstenerme. En esto vi la buena mano de Dios viniendo en mi
ayuda, ocultando mi impotencia espiritual por medio de la
física. Entretanto, se desarrollaba en mi corazón el
pensamiento de que todo lo que el cristianismo había hecho en
el mundo no respondía de ninguna manera a las necesidades de
un alma que sentía lo que el gobierno de Dios debía
producir.
En mi forzado retiro, el cap. 32 del profeta Isaías me
enseñaba claramente de parte de Dios que había
aún una economía futura y todo un orden de cosas que no
está aún establecido. La conciencia de mi unión
con Cristo me había dado la parte celeste de la gloria; este
capítulo me hacía conocer la parte terrenal. No
podía aún situarlas, ni coordinarlas, como puedo
hacerlo ahora, pero las verdades estaban reveladas de parte de Dios,
por la acción de su Espíritu, en la lectura de su
Palabra.
¿Qué hacer? Veía en esta Palabra la venida de
Cristo para tomar a su Iglesia a la gloria. Veía la cruz,
fundamento de la salvación, cómo debiendo imprimir su
propio carácter sobre el cristiano y sobre la Iglesia hasta la
venida del Señor; veía que entretanto esperaba, el
Espíritu Santo era dado para ser la fuente de la unidad de la
Iglesia; la fuente de la actividad y de toda la energía
cristiana.
Por lo que atañe al evangelio, la diferencia no radicaba en
los dogmas. Las tres Personas en un solo Dios, la divinidad de
Jesús, cuya obra de expiación en la cruz, su
resurrección, su lugar a la diestra de Dios, eran verdades que
aprendidas como doctrinas ortodoxas, tenían una realidad
viviente para mi alma; eran las condiciones conocidas, sentidas,
actuales, de mis relaciones con Dios. No solamente eran verdades,
sino que además conocía personalmente a Dios de esta
manera; no tenía otro Dios que Aquel que se había
revelado así. Era el Dios de mi vida y de mi culto, el Dios de
mi paz, el solo y verdadero Dios.
La diferencia práctica de mi predicación, cuando
volví de nuevo al ministerio activo, fue ésta:
había predicado (en mi rol eclesiástico) que el pecado
había abierto un abismo entre nosotros y Dios y que solamente
Cristo podía taparlo o cubrirlo; ahora predicaba que
Cristo lo había hecho todo. La regeneración,
que era siempre una parte de mi enseñanza, se relacionaba
más particularmente con Cristo, el postrer Adán, y
comprendía más y mejor que se trataba de una vida real,
toda nueva, comunicada por el poder del Espíritu Santo; pero,
como he dicho, más en relación con la persona de Cristo
y el poder de su resurrección, que reúne al mismo
tiempo el poder de la vida victoriosa sobre la muerte, en una nueva
posición del hombre ante Dios. Es la liberación. La
sangre de Jesús ha borrado, en el creyente, toda mancha, toda
traza de pecado, según la misma pureza de Dios. En virtud de
su aspersión, única propiciación, puede
invitarse a todo hombre a acudir a un Dios de amor, que con este fin
ha dado a su propio Hijo.
La presencia del Espíritu Santo, enviado desde el cielo
para hacer morada en el creyente como unción, sello y arras de
la herencia —y en la Iglesia como poder que la une en un solo
cuerpo y distribuye a los miembros dones según su
voluntad—, tomó un gran desarrollo y una gran importancia
ante mis ojos. Con esta última verdad se relaciona la
cuestión del ministerio. ¿De dónde proviene? De la
Biblia; claramente de Dios, por la acción libre y poderosa del
Espíritu Santo.
En aquel entonces, cuando estaba ejercitado en estas cosas, aquel
con quien me hallaba, localmente, en relación cristiana, como
ministro, era un excelente creyente, digno de todo respeto y por
quien siempre he sentido un gran afecto. No sé si vive
aún; después de separarnos lo nombraron arcediano. Pero
eran los principios y no las personas lo que obraba sobre mi
conciencia, pues hacía tiempo que había renunciado ya,
por amor del Señor, a todo lo que el mundo podía darme.
Yo me decía: "Si el apóstol Pablo viniera
aquí, no le sería permitido (según el sistema
vigente) predicar siquiera, al no estar legalmente consagrado. Pero
si viniese un obrero de Satán, que negase al Salvador por su
doctrina, podría predicar, y mi amigo cristiano (con quien
comparto el ministerio parroquial) debería reconocerle como
coadjutor, mientras que no puede reconocer a uno, aun siendo fiel y
capacitado por el Espíritu Santo, si antes no ha sido
consagrado por el sistema." Todo esto es falso, pensé
yo. No se trata de abusos; éstos pueden existir por doquier:
se trata del principio del sistema. El ministerio pertenece al
Espíritu. Entre el clero hay personas que son ministros por el
Espíritu, pero el sistema está fundado sobre un
principio opuesto.
Desde entonces no pude continuar. En la Palabra hallaba a los
dones, y éstos eran los que servían en vez de un
clero fundado sobre otros principios. La salvación, la
Iglesia, el ministerio, todo quedaba ligado y todo se relacionaba con
Cristo, Cabeza de la Iglesia en el cielo; con Cristo, el cual
había realizado una salvación perfecta, y con la
presencia del Espíritu Santo sobre la tierra, uniendo los
miembros a la Cabeza y también entre sí, para formar un
solo cuerpo y obrando en ellos según su voluntad.
En la práctica, la cruz de Cristo y Su regreso
debían caracterizar a la Iglesia y a cada uno de sus miembros
(los miembros del Cuerpo). ¿Qué hacer? ¿Dónde
estaba esa unidad y ese Cuerpo? Y el poder del Espíritu
¿dónde era reconocido? ¿Dónde era esperado el
Señor?
Las Iglesias nacionales estaban unidas al mundo. En su seno,
algunos creyentes estaban diseminados en el mundo mismo de donde
Jesús los había separado. Y se hallaban separados unos
de los otros, mientras que Jesús los había unido. La
Cena, símbolo divino de la unidad del Cuerpo, había
venido a parar en el símbolo de unión entre éste
y el mundo; es decir, precisamente lo contrario de lo que Cristo
había establecido. La disidencia (los que no formaban parte de
las Iglesias nacionales), me ofrecía hijos de Dios, no lo
dudo, pero unidos sobre principios que no concuerdan con la unidad
del cuerpo de Cristo. Si me unía a ellos me separaba de todos
los demás. Era la desunión del cuerpo de Cristo y no su
unidad. ¿Qué hacer? Tal era la pregunta que se me
presentaba sin ninguna otra idea que la de satisfacer mi conciencia
según la luz de la Palabra de Dios. La expresión de
Mateo cap. 18 dio respuesta a mis anhelos: "Porque donde están
dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de
ellos". Exactamente esto era lo que precisaba: la presencia de
Jesús estaba asegurada a nuestro culto; es allí en
donde sitúa su nombre, como en otro tiempo lo había
hecho en el templo de Jerusalén, para que los israelitas
acudieran.
Cuatro personas que se hallaban más o menos en
idéntica situación espiritual que la mía,
habiéndonos reunido en mi apartamento y hablado de las cosas
que nos afectaban, les propuse partir el pan el domingo siguiente, lo
cual tuvo lugar en Dublín. Otras personas se unieron a
continuación. Pronto dejé mi residencia, pero la obra
tomó impulso en Limerick, ciudad también de Irlanda, y
a renglón seguido en otros lugares.
Transcurridos dos años (en 1830), me trasladé a
Cambridge y Oxford. En esta última población algunas
personas todavía activas en la obra compartieron de mis
convicciones, y sintieron que la Iglesia debía ser para Cristo
como una Esposa fiel.
Fui invitado a desplazarme a Plymouth para predicar, lo cual
también acepté e hice. Predicaba por doquier donde me
solicitaban, sea en los templos, o bien en locales particulares.
Más de una vez, aun con los ministros del clero nacional
(anglicanos), hemos partido el pan el lunes por la noche,
después de reuniones de edificación cristiana en las
cuales había libertad para leer, orar o indicar un himno de
alabanza. Unos meses después, empezamos a realizarlo los
domingos por la mañana, usando de la misma libertad, pero
añadiendo la Cena a nuestras actividades en este día,
pues teníamos y tenemos el hábito de participar en ella
todos los domingos (a veces se ha participado más a menudo).
Más o menos, en esa misma época, en Londres,
también empezaron a gobernarse siguiendo esta línea de
conducta.
La unidad de la Iglesia, cuerpo de Cristo, la venida del
Señor, la presencia del Espíritu Santo, tanto en el
individuo como en la Iglesia; un desarrollo asiduo de la Palabra; la
predicación del Evangelio como obra de pura gracia; obra
cumplida y por lo tanto dando al corazón (por el
Espíritu Santo) la seguridad de la salvación; la
separación práctica del mundo; la consagración a
Cristo como siendo el que ha redimido la Iglesia; un andar, no
teniendo otro motivo o regla que Él; en fin, otros temas en
relación con los citados. Todo esto ha sido tratado y
promovido en publicaciones separadas o en escritos periódicos,
y estas verdades se han difundido ampliamente.
Un buen número de ministros nacionales (anglicanos) dejaron
los cargos de sus iglesias para andar según estos principios,
e Inglaterra se llenó poco a poco de reuniones más o
menos numerosas.
Siendo Plymouth el lugar en donde se editaban la mayoría de
estos escritos, la denominación de "hermanos de Plymouth" vino
a ser la usual para identificar esas reuniones.
En 1837 visité Suiza, y estas verdades empezaron a
introducirse. Repetí esas visitas varias veces. La segunda vez
me hospedé en Lausana por un tiempo, y allí Dios
operó conversiones y reunió a un buen número de
sus hijos fuera del mundo. En Suiza había disidentes de la
Iglesia oficial desde hacía veinte años, y
habían sufrido fielmente por el Señor en aquel tiempo,
pero no había mucha actividad entre ellos, y el avivamiento
inicial se encontraba en vías de extinción. Por la
bondad de Dios, su obra se ha multiplicado por el país y las
conversiones han sido numerosas. En cambio, en la Suiza de lengua
alemana no se ha alcanzado tanto desarrollo.
Durante dos de mis permanencias en Lausana, algunos creyentes
jóvenes que deseaban consagrarse a la evangelización
pasaron cerca de un año en mi compañía
estudiando la Biblia. También participábamos
conjuntamente, y cada día, en la celebración de la
Cena.
En el mismo tiempo, aunque con independencia de lo que
sucedía en Suiza, un hermano que trabajaba en Francia, en la
obra del Señor, despertó la atención en un
distrito de considerable importancia por su extensión; lugar
que se caracterizaba por la incredulidad y las tinieblas.
Algunos de los jóvenes hermanos de quienes he hablado, y
dos o tres más, conocidos, pero que no habían estado
conmigo, fueron a trabajar a Francia. Otros obreros de diversas
Sociedades, sintiendo que serían más felices trabajando
bajo la dirección inmediata del Señor en vez de
sujetarse a cualquier comité (organismos que por otro lado no
son conocidos, ni de hecho ni por principios, en la Palabra, y a los
que además la posesión del dinero les confiere el
derecho de dirigir la obra del Señor), han renunciado a su
salario y se han consagrado a la obra, confiándose a los
siempre fieles cuidados del Señor. Dios ha suscitado otros,
aunque es bien cierto "que la mies es mucha y los obreros pocos".
Dios ha bendecido abundantemente a estos obreros, y ha habido
numerosas conversiones en la Francia meridional. Desde el principio
visité esas comarcas y compartí con ellos las penas y
las vicisitudes de la obra con alegría, pero han sido esos
esforzados hermanos a quienes corresponde el honor de este trabajo.
En algunos lugares, las primeras fatigas han sido mi porción;
en otros solamente he visitado y ayudado, cuando la obra, gracias a
Dios, había sido ya establecida. El Señor nos
concedió ser de un corazón y un alma para ayudarnos
mutuamente, buscando el bien de todos y reconociendo nuestra
debilidad.
Casi al mismo tiempo comenzó en el este de Francia una obra
parecida, pero también con independencia de ésta. Ha
sido visitada, y en la hora presente su extensión abarca desde
Basilea hasta los Pirineos, con una gran laguna, teniendo como
cabecera la ciudad de Toulouse. El país está más
o menos sembrado de reuniones, y la obra, por la gracia de Dios, se
va extendiendo todavía.
Debo decirle que jamás me mezclé ni intervine en
manera alguna en la vocación ni en la obra de los hermanos que
estudiaron la Biblia conmigo. Refiriéndome a algunos de ellos,
tenía la convicción de que Dios no los había
llamado, y efectivamente la cosa quedó confirmada, pues de
hecho volvieron a sus ocupaciones ordinarias. En cuanto a los
demás, he procurado ayudarles en el estudio de la Biblia,
comunicándoles las luces que Dios me impartía, pero
dejándoles por entero la responsabilidad de su vocación
tanto para la obra de evangelización como de la
enseñanza de la Palabra.
Hemos tenido el hábito de reunirnos de tiempo en tiempo por
unos días cuando Dios nos ha deparado la ocasión, para
estudiar todos juntos temas bíblicos o libros de la Palabra y
comunicarnos mutuamente lo que Dios había dado a cada cual.
Durante algunos años, tanto en Irlanda como en Inglaterra,
habían tenido lugar grandes conferencias con motivo de lo
acabado de exponer. Estas conferencias duraban una semana. Tanto en
el Continente (europeo), como en Inglaterra esto ha variado, y ahora
son menos frecuentes. En tales circunstancias hemos pasado quince
días o tres semanas estudiando alguno de los libros de la
Biblia.
Mi hermano mayor —que es también cristiano—, ha
vivido dos años en Düsseldorf. Se ocupa también en
la obra del Señor. Ha sido de bendición para algunas
almas en los alrededores de esta ciudad. Estas almas, a su vez, han
propagado la luz del Evangelio y la verdad, y un cierto número
de personas se reúnen en las provincias renanas (es decir,
provincias situadas en las orillas del río Rin). Se han
traducido diversas publicaciones y tratados de los hermanos, y se han
repartido profusamente, y así se halla diseminada la luz en
relación con la liberación del alma, la posición
de la Iglesia, la presencia del Espíritu Santo aquí,
entre los santos, y el regreso del Señor. Dos años
después, ayudado por las luces proyectadas por este ministerio
escrito —según creo—, pero independiente de esta
obra, ha tenido lugar en Elberfeld un movimiento del Espíritu
de Dios. Existía allí una "Hermandad" que empleaba doce
obreros, si no me equivoco. El clero ha querido prohibir a estos
obreros la predicación y la enseñanza del Evangelio.
Instruidos sobre la libertad del ministerio del Espíritu y
compadecidos por amor a las almas no han querido obedecer esa orden.
Siete de esos obreros y otros miembros se han separado del grupo, y
algunos de ellos, con otros que Dios ha suscitado, han continuado la
obra de evangelización que se ha extendido desde Holanda
(Gueldres) hasta Hesse. Las conversiones han sido numerosas, y varios
centenares de almas se reúnen ahora para el partimiento del
pan. Más recientemente, la obra ha comenzado a establecerse en
Holanda, así como también en el sur de Alemania Por
medio de otros instrumentos de Dios, ya existían algunas
reuniones en el Würtemberg.
La evangelización de Suiza y de Inglaterra, saltando el
océano, ha formado varias reuniones en Estados Unidos y en el
Canadá. Desde allí se ha extendido a los negros de
Jamaica, la Guayana inglesa, y entre los indígenas del Brasil,
en donde un hermano se ha abierto camino, pero ha muerto, y no
sé si otro hermano conocerá bastante la lengua para
continuar esta obra que había sido bendecida.
Las colonias inglesas en Australia también tienen sus
reuniones de hermanos, pero no me extiendo más, pues creo que
este resumen le bastará.
Los hermanos no reconocen otros cuerpos sino el de Cristo, es
decir, la Iglesia de los primogenitos en conjunto. También
reconocen a todo cristiano (puesto que es miembro de Cristo) que ande
en la verdad y en la santidad. Su esperanza de salvación
está fundada sobre la obra expiatoria del Salvador, del cual
esperan Su regreso según la Palabra. Creen en la unión
de los santos con Él, como un cuerpo, del cual también
Él es la Cabeza. Esperan el cumplimiento de la promesa de Su
venida, para ser introducidos en la casa del Padre y estar
allí donde Él está. Mientras están a la
expectativa de estas cosas, deben llevar cada uno su cruz y sufrir
con Él, separados del mundo que le rechazó. Su persona
es el objeto de la fe, su vida el ejemplo a seguir en la conducta. La
Palabra, a saber, las Escrituras inspiradas de Dios, es decir, la
Biblia, es la autoridad que forma su fe; es el fundamento, lo cual
también reconocen como debiendo ser lo que gobierne sus
acciones. Y el Espíritu Santo, el único que puede
hacerla eficaz por medio de la vida recibida y por la práctica
de la misma.»
-
Fragmentos de cartas en relación con el
interesante tema de:
Cuerpo, Alma y
Espíritu
St. Hippolite, 1851.
Al Sr. M.:
«Amado hermano,
Respondo brevemente a sus preguntas, según mi capacidad.
En general, "alma" y "espíritu" son casi equivalentes,
siendo usadas de una manera un poco vaga en contraste con el cuerpo,
para significar la parte espiritual, inmortal, responsable e
inteligente del hombre. En el pasaje que Vd. cita, (aunque no incluye
la cita, seguramente se trata de lª a los Tesalonicenses 5:23),
pienso que el apóstol procuraba sobremanera desarrollar ante
los Tesalonicenses la santificación íntegra del hombre,
designando para tal fin todo lo que puede distinguirse en él.
Sin duda alguna, el Espíritu ha querido hacernos discernir
estas cosas en nosotros mismos. La diferencia entre ellas me parece
que es la siguiente: Tenemos el cuerpo, que es dependiente de la
inteligencia y de la voluntad, en bien y en mal, y el canal de las
impresiones de lo que está fuera de nosotros, el vaso y el
instrumento de nuestras pasiones; no es preciso que me extienda sobre
el particular.
El alma es la vida natural en donde radican las afecciones
y toda la acción vital que nos distingue de la existencia
vegetal; supone una voluntad y más o menos la inteligencia.
Así pues, una bestia tiene un alma, un alma inferior sin duda
alguna, bajo todos los aspectos, pero la tiene. Pero está
escrito que Dios alentó en la nariz del hombre soplo de
vida; y vino a ser en alma viviente; esto es lo que
esencialmente distingue al hombre de la bestia. Dios hizo que de la
tierra surgieran toda suerte de animales, para venir a existir, como
seres vivientes, según su voluntad suprema; pero jamás
alentó espíritu de vida en las narices de los tales.
Esta diferenciación nos constituye en linaje de Dios.
(Hch 17:29). Ahora bien, podemos engreírnos, querremos ser
independientes, desearemos razonar sobre Dios, para querer ser como
Él, o bien al contrario, anhelaremos recibir las
comunicaciones que nos hace su Espíritu para sentir nuestra
responsabilidad y someternos, amar subjetivamente, lo cual
corresponde a obedecer de corazón. Ocuparnos de sus
pensamientos y recibirlos con sumisión, esto es la
santificación de espíritu.
Las afecciones del alma pueden tener el Yo por centro, o ser
ordenadas según Dios y ser así santificadas. A menudo,
como ya he dejado dicho, el espíritu, —punto de
contacto del alma con Dios—, está comprendido en la
expresión "alma", pues es por este soplo / espíritu de
vida que el hombre vino a ser en alma viviente. El
corazón es el alma contemplada desde el punto de vista de
las afecciones, y con frecuencia se identifica con las mismas; por
ejemplo: cuando decimos "de todo corazón", "tiene mucho
corazón", etc. El espíritu es el alma desde el
punto de vista de su inteligencia, por lo cual queda bajo
responsabilidad. Si contemplo el alma desde esta perspectiva
diré: "mi espíritu", si lo hago desde el lado de las
afecciones, diré: "mi corazón".
En la conciencia hay dos partes: el sentimiento de la
responsabilidad hacia uno a quien se es deudor, y el conocimiento del
bien y del mal. La primera parte existía ya en la inocencia, y
existe por doquier donde subsiste la conciencia de la relación
que nos sitúa en la posición del deber. El conocimiento
del bien y del mal, que nos hace sentir, en nosotros mismos, la
diferencia entre las cosas buenas y las malas, convenientes o
inconvenientes, lo hemos adquirido por la caída —terrible
conocimiento y agravamiento de la responsabilidad para un pecador ya
comprometido, pero necesario para tenerlo frenado y darle el
verdadero sentimiento de su obligación.
El entendimiento no difiere gran cosa del espíritu.
Es la facultad del alma por la cual piensa y juzga, discierne y
decide interiormente; no digo, por la cual es decidida, esto es otra
cosa. En Efesios 1:18, en el original dice "corazón", en
Romanos 7:23-25, "entendimiento" o "espíritu". Creo que
"inmundicia de espíritu" (2 Co 7:1), quiere decir, ante todo,
inmundicia en los pensamientos en contraste con los actos del cuerpo,
de las cuales ambas cosas debemos purificarnos.
No entro en las consideraciones metafísicas en cuanto a la
diferencia entre el alma de los hombres y la de las bestias; hallamos
que la de las bestias es ajena a las abstracciones y en cambio los
hombres son capaces de afecciones morales que son algo superior a la
pasión y al instinto».
Quince años después de esta carta, el Sr. Darby
escribió al hermano Schlumberger de Pau (Francia) en
relación con el mismo tema, en los siguientes términos:
Nueva York, 24 de noviembre de 1866.
«...He recibido su carta, y en primer lugar responderé
a sus preguntas metafísicas.
Si no estoy mal informado, cuerpo, alma y espíritu es una
división, que hallamos ya, en los escritos de Platón.
Esta división se halla justificada por el hecho de que Dios
alentó en el hombre un espíritu de vida, y es
así, y no por un acto de creación y voluntad divina,
que el hombre ha venido a ser un alma viviente. Dios ha hecho salir
de la tierra, sin más, a los animales, en cambio ha formado al
hombre y después lo ha animado. De esta manera hemos
de entender que somos "linaje de Dios" (Hch 17:29). Tenemos el cuerpo
y el alma, centro de las afecciones de un ser viviente en
relación con su individualidad, y su actividad voluntaria;
además, esta parte superior por la cual existe conexión
con Dios y eleva el carácter del alma, y hace que todo lo que
se halla deba ser formado y guardado en vista de nuestra
responsabilidad en relación con Dios, es decir, en la
vinculación que nos hallamos con Él, pues nuestra
obligación siempre consiste en ser consecuentes con las
relaciones en que nos hallamos. En cuanto a éstas (las
relaciones), nos encontramos separados de Dios, por nuestra
posición de seres caídos. Enemistad hacia Él,
corrupción, egoísmo e incredulidad, la
pretensión de no necesitar a Dios y de levantarse contra
Él en independencia, tal es el pecado en sus tres partes:
cuerpo, alma y espíritu. Pero habiendo sido formados para
Él, hallados en esta condición, se pone de manifiesto
la miseria moral y espiritual de la manera más degradante,
cuando las cosas aparentes cesaron y tenemos que ver con Dios. Pero
ahora, el poder de la vida divina ha tomado posesión de
nuestro ser; el espíritu se somete a Dios y goza de Él,
revelado en amor y en santidad; el alma pierde su egoísmo y el
cuerpo se convierte en instrumento de justicia para Dios. Las
relaciones humanas creadas por Dios ocupan su justo lugar; no existe
la infidelidad ni la idolatría. La presencia y el don del
Espíritu Santo presenta otro carácter. Esta presencia
da la conciencia de nuestras nuevas relaciones con Dios y con Cristo,
y la inteligencia y la fuerza para conducirse aquí, de una
manera consecuente con estas relaciones. Esto corresponde a los
privilegios especiales que tenemos en Cristo, es decir, como hijos de
Dios en Él, como miembros de su cuerpo, etc. No hay duda de
que el espíritu piensa, pero es una locura de la
filosofía presentar la facultad de pensar como la cosa
más sublime del hombre: No lo es. Dios no piensa: todo le es
conocido. En cambio nosotros pensamos, porque no conocemos. La parte
superior del hombre es lo que tiende sus relaciones hacia Dios. Un
animal, hasta cierto punto, piensa; pero no creo que haga
abstracciones. El hombre está por encima de esta esfera a
causa de su inteligencia, pero ésta no se eleva ni puede
elevarse hasta Dios. El instinto del alma sabe que existe un
Creador; tan pronto como el hombre piensa, le es imposible creer,
porque la idea de la creación le es inasequible. La
razón no sabe jamás que una cosa es, sino que
es preciso que sea —es una conclusión
lógica, nada más. Pero el Creador es "lo que se puede
conocer de Dios"; Su eterno poder y Su divinidad "a ellos se
manifestó" (Ro 1:19-20). Dios lo ha divulgado. Estas cosas se
"disciernen por medio de la inteligencia". Esto no es una
conclusión sacada de los razonamientos, aunque la inteligencia
se ocupa. "Las cosas invisibles de Él se disciernen", pero la
conclusión se desprende de lo que es creación o
creador. El propósito y Quien lo tuvo, son correlativos; en
manera alguna puedo ver lo que delata un propósito sin pensar
en alguien. Esto es así. ¿Por qué supongo una
causa primera? Porque soy hecho de tal manera, que no puedo ver lo
que existe sin pensar en una causa. Ahora bien, Dios existe y no
puedo pensar en su existencia sin una causa, es decir, no puedo
conocerle. Con esto afirmamos que somos seres creados, y por lo tanto
pensamos según nuestra naturaleza. Puedo también decir:
todo esto no existe sin un ser creador, sabio y poderoso, y no entrar
en otras consideraciones en cuanto a la creación; puedo y debo
decirlo, pues es esto "lo que de Dios se conoce". Los
filósofos han querido conocer por la razón al Creador;
esta es otra de sus locuras, pues para ello sería preciso ser
Dios, y en consecuencia han caído en el panteísmo y las
especulaciones, unas más absurdas que otras; y, en fin, en el
positivismo, única cosa que es verdad, pues nos dice que no
podemos conocer a Dios, pero también supremamente falsa,
porque pretende negar a Dios, cuando según su teoría no
se puede saber nada.
"El cuerpo espiritual" (1 Co 15:44), significa solamente que el
cuerpo resucitado no es un cuerpo de bajeza como el que ahora
tenemos. Dios puede darnos uno como Él estime, y con tanta
facilidad como nos dio el que ahora nos cubre. Lo que llamamos
existencia material es relativo; la materia existe para la materia.
Dios abre la puerta a Pedro, sin embargo el ángel entra sin
necesidad de pensar en este obstáculo (Hechos 12:7 y
10).»
* * *
Graells había tomado la responsabilidad de traducir lo
correspondiente a este interesante y sugestivo tema. Sujeto profundo
que debe conducirnos más allá de la simple curiosidad.
Conocía otros extractos no debidos al mismo autor, pero que, a
su entender, podían ser de provecho a los lectores.
Pensó consultar con Roura especialmente por el hecho de tener
la responsabilidad del conjunto de la obra y este rasgo de delicadeza
espiritual y de humildad dio los frutos apetecidos.
He aquí pues, en primer lugar, un extracto breve y
después un trabajo más extenso de singular importancia
a causa de su sencillez.
Dejemos que sea el mismo Graells quien hable:
—En conexión con esto, deseo transcribir unos
párrafos de un siervo de Dios sobre un tema de tanta
trascendencia como lo es Hebreos 4:12 y 13:
«Vamos a extendernos y hacer notorio algo más del
carácter penetrante de la palabra de Dios. El hombre suele
hablar de sí mismo como una combinación de alma y
cuerpo como si esta división fuera correcta. La palabra de
Dios penetra más profundamente y divide entre el alma y el
espíritu —o sea, entre las dos partes no materiales de su
ser—. La distinción que de ordinario hacemos es que el
alma tiene que ver con los afectos, los apetitos y los deseos que
rigen el cuerpo; todo lo que tiene en más alto grado, pero en
común con los animales inferiores en la escala de la
creación. Estos afectos se dividen en lo que llamamos las
emociones y los sentimientos y pasiones.
Por otro lado, se halla el espíritu que dirige las
facultades superiores de la mente y de los sentimientos morales, y
que llamamos conciencia. La palabra de Dios viene y divide entre
ambas (entre alma y espíritu). Ahora bien, hay muchas personas
que al examinar sus experiencias religiosas, no saben distinguir
entre los sentimientos —que corresponden al alma— y las
decisiones espirituales.
Si fuera posible conseguir que las personas presentes en una
reunión donde se predica la palabra de Dios llegasen a una
conclusión, juzgarían el valor de sus experiencias
religiosas por las emociones que hubiesen experimentado. Si se
sienten felices y contentos al oír las verdades religiosas,
creen que gozan de la salvación. Si se sienten conmovidos por
la gravedad de sus pecados y reconocen su indignidad, llegan hasta el
punto de temer que la gracia divina no es para ellos, y dudan de que
la salvación pueda alcanzarles. Más a pesar de ello,
este último puede estar más cerca del reino de Dios que
el primero. A menudo los hombres confunden sus sentimientos con la
operación de la conciencia, y son estos sentimientos los que
estorban o tuercen el juicio, desviando el corazón de sus
propósitos espirituales.
Pero la palabra de Dios penetra hasta la división entre el
alma y el espíritu. Es posible que Vd. sea conmovido hasta el
punto de derramar lágrimas, pero esto no es una señal
segura de que haya nacido de nuevo en el reino de Dios. Puede ser que
sus emociones dominen completamente todo su ser. El sentimiento de
gratitud puede ser tan hondo, y Vd. tan bajo en su propia
estimación, que éste (su ser) se postre abatido ante
Dios al igual que los árboles se doblan ante la fuerza del
huracán; y, sin embargo, que el hombre interior no se rinda
hasta el punto de la obediencia.
La palabra de Dios cala más hondo que estas exterioridades
y se presenta ante la conciencia, demandando un acto de
sumisión por parte de todo el ser; el reconocimiento por la
inteligencia de la autoridad de la Palabra de Dios para presentar la
verdad (o como portadora de ella), la aceptación por la
conciencia de la purificación del pecado, hecha por la sangre
del Señor Jesucristo, y la entrega de la voluntad por un acto
de fe, que acepta la salvación como un don gratuito de
Dios». (Transcrito de «Auxilios para los Peregrinos»,
año 1912).
Ahora, finalmente, añadiremos un trabajo aparecido en la
revista Vida Cristiana, año 1959, página 19,
que en una de sus secciones titulada: Las palabras del Nuevo
Testamento, en relación con el tema: ESPÍRITU, ALMA
Y CUERPO, dice así:
«En todos los idiomas, las palabras tienen, al lado de su
sentido real o primitivo, uno o más sentidos secundarios o
figurados. Así, por ejemplo, la palabra " alma", no
sólo significa "la parte espiritual, razonable e inmortal del
hombre, la cual le transforma en súbdito de un gobierno
moral", o sencillamente: "el principio intelectual, o sea, el
entendimiento", sino que se usa a menudo en el sentido de una
"persona"; así, "no había alma viviente", que significa
que no había nadie; "una ciudad de cincuenta mil almas" es
sinónimo de una ciudad de cincuenta mil habitantes.
Esta variedad de matices en el uso de la palabra no da lugar a
ninguna dificultad seria porque —mediante el contexto—
aparece inmediatamente el verdadero sentido del término
empleado. Es pues de suma importancia entender lo que el contexto
quiere realmente decir, a fin de no prestar a una palabra un sentido
diferente del original, o de su sentido real en cualquier pasaje.
Tomemos, por ejemplo, ciertas palabras sobre las cuales se apoyan
algunos para probar que el alma muere, en Ezequiel 18:20: " El
alma que pecare, ésa es la que morirá" (V.M.). Sin
embargo, la Escritura no habla nunca de la muerte del alma cuando
"alma" tiene el sentido primitivo de la parte inmortal del hombre. La
palabra "mortal" se aplica invariablemente al "cuerpo". Pero
citemos todo el pasaje al cual hemos hecho alusión:
"El alma que pecare, ésa es la que morirá: el hijo no
llevará la iniquidad del padre, ni el padre llevará la
iniquidad del hijo; la justicia del justo estará sobre
él, y la maldad del malo sobre él estará."
Se quejaba Israel de que Dios le castigaba a causa de los pecados
de los padres, diciendo: "los padres comieron el agraz, y los hijos
sufren la dentera". Pero el profeta les demuestra que no era
cuestión que el hijo llevase la iniquidad del padre —como
ellos pretendían que era el caso—, sino que cada uno
moría por sus propios pecados: "El alma que pecare,
ésa morirá"... El énfasis de la
expresión recae sobre el demostrativo "ésa", sin
ocuparse, en el pasaje, de la suerte del pecador después de la
muerte. En cuanto a esta cuestión, el Señor mismo
levanta el velo del misterio en Lucas capítulo 16. Es la
persona que peca la que morirá; el juicio es
individual. Es ahí donde reside el sentido evidente del
referido versículo.
En el texto original del Nuevo Testamento, la palabra "alma"
(psujé) se usa de diversas maneras; notemos unas
cuantas:
l.) Parte interior, espiritual y moral del hombre contrastada con
el cuerpo y estrechamente ligada al "espíritu". Véase:
"no dejarás mi alma entre los muertos" (literal: "en el
Hades"). (Hch 2:27, V.M.). "Y no temáis a los que matan el
cuerpo, pero el alma no la pueden matar; temed más
bien a aquél que puede destruir así el alma como el
cuerpo en el infierno" (literal: "gehenna") (Mt 10:28, V.M.). "Y
ruego que vuestro ser entero, espíritu, alma y cuerpo sea
guardado y presentado irreprensible..." (1 Ts 5:23, V.M.).
2.) Sede de los afectos, de los deseos del corazón, etc.
Véase: "Mi Amado, en quien se complace mi alma" (Mt
23:38). "Y amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón y con toda tu alma» (Mr 12:30).
3.) Espíritu. Véase: "Y la muchedumbre de 1os
creyentes era de un mismo corazón y de una misma
alma"(Hch 4:32). "Pero los judíos que no creían
excitaron los ánimos (literal: "almas") de los gentiles..."
(Hch 14:2).
4.) Vida. Ocurre muy frecuentemente, por ejemplo: "no os
afanéis por vuestra vida (literalmente: "vuestra
alma": psujé). Mt 6:25; etc.
5.) Personas. Véase: "Tres mil almas" (Hch 2:41).
"Y vino temor sobre toda alma" (Hch 2: 43. VÍA)
Como se ha hecho notar, estando el alma estrechamente ligada al
cuerpo, como su principio de vida, esta palabra se usa a menudo, para
designar la vida misma.(1) El espíritu, el alma y el cuerpo
permanecen en íntima relación. Podemos decir que el
"espíritu"es la parte más elevada, intelectual,
enérgica; mientras que el "alma" queda más bien
vinculada a los afectos.
El apóstol Pablo, abarcando al hombre por entero, ruega que
todo su ser: espíritu, alma y cuerpo, sea conservado
irreprensible. Es pues el hombre compuesto de tres partes: el cuerpo
siendo naturalmente una cosa material que podemos ver y palpar; el
alma y el espíritu permaneciendo intangibles e invisibles para
nosotros. Y sin embargo existen, y no son por eso menos reales,
según el testimonio de la Escritura.
Nota (1): Trátase de la vida del cuerpo, o
«ánima» como principio motor de toda vida animal o
animada. No es la vida en su sentido espiritual (la vida eterna),
para la cual se usa una voz completamente diferente en el original:
Zôé.
EL ALMA
Empezando por el "alma", llamaremos la atención del amado
lector sobre el hecho de que nuestro Señor, precaviendo a sus
discípulos contra los que les perseguían, les dice que
no teman a los que sólo pueden matar el cuerpo, mas no pueden
tocar el alma. ¿Era el alma menos real en este caso? De
ningún modo. Notemos también el orden de las palabras
en el citado pasaje: " espíritu, y alma, y cuerpo"; y
es así también como nuestro Señor habla de
destruir "el alma y el cuerpo" en la gehenna; el alma es antepuesta
al cuerpo. Está pues claro que es después de la
muerte cuando el alma y el cuerpo se hallan en la gehenna; de
modo que esto existe después de la muerte, incluso
para el malo. Destruir no significa aniquilar, como veremos
más adelante. "Está decretado a los hombres que mueran
una sola vez" dice el apóstol en Hebreos 9:27, "pero
después de esto se seguirá el juicio". La muerte y
"después de la muerte", el juicio; ésta es la suerte
común del hombre pecador e impenitente; hay algo, pues, que
sobrevive a la muerte y que está sujeto a juicio.
Algunos dicen que el alma deja de existir, pero que
resucitará el cuerpo. Pero lo que ha dejado de existir no
puede jamás ser resucitado, y si hay una cesación de
existencia con la muerte, es preciso que Dios cree un nuevo
ser en la resurrección, pues ha desaparecido la identidad, y
con ella la responsabilidad vinculada al hombre en este mundo.
A este propósito encontramos un pasaje muy notable en Job
19:25-27. "Pues yo sé que mi Redentor vive, y que en lo
venidero ha de levantarse sobre la tierra y después que (los
gusanos) hayan despedazado esta mi piel, aún desde mi carne he
de ver a Dios, a quien yo tengo que ver por mí mismo, y mis
OJOS le mirarán; y ya no (como a) un extraño".
Así, en aquellas tempranas edades, existía el
conocimiento (revelado por Dios) de que Job vería al Redentor
por sí mismo. No se trata de un nuevo Job reemplazando
al antiguo, por cuanto dice "y ya no (como a) un extraño",
sino del mismo hombre en una nueva posición y en un estado
nuevo.
Abundan en las Escrituras las pruebas de la existencia del alma
después de la muerte, y son de una claridad diáfana
para todos, menos para aquellos que están cegados por su
afán de sostener una determinada teoría. El Salmo 16
nos enseña, acerca de nuestro Señor Jesucristo, que su
alma no fue dejada en el Hades, es decir, despojada del cuerpo; y en
cuanto a éste, no vio corrupción.
Varias falsas conclusiones han sido extraídas del hecho de
que en Génesis cap. 1 la expresión "alma", o
"ánima viviente" se aplica tanto a los animales como al
hombre. Es verdad, por cierto, que tienen una vida ligada al cuerpo,
mas aquel que niega la diferencia entre el hombre y los animales
rebaja al hombre al nivel de las bestias nacidas para "presa y
destrucción".
Si se formula esta pregunta —como lo hizo otro
escritor—, veremos que la Escritura, estudiada pacientemente
bajo la guía del Espíritu Santo, habla de tal manera
que —en pocas palabras— anula todas las especulaciones
humanas. En Génesis 2:7 leemos que Dios formó al hombre
del polvo de la tierra, y sopló en sus narices aliento de
vida, y el hombre vino a ser " alma viviente". Vemos pues, que
fue del soplo de Dios, este altísimo poder de vida, por el
cual el hombre vino a ser "alma viviente". Primeramente, Dios
había moldeado el cuerpo como juzgó conveniente, y fue
al comunicarle la vida proveniente de Sí mismo como
animó la forma que había hecho. Los animales
habían salido de la tierra por su voluntad, y por la palabra
de Su poder. Había dicho: "Produzca la tierra seres vivientes
según su especie". Y fue así: aparecieron las criaturas
vivientes. No ocurre lo mismo con el hombre. Según sus
solemnes designios, Dios decidió hacer al hombre a su imagen
conforme a su semejanza. De este modo, creó al hombre a su
imagen, entregándole el dominio, y le bendijo. Dios le
señaló asimismo su lugar, su comida, así como el
alimento de los animales, etc. Siendo objeto de los designios de
Dios, y habiendo recibido el aliento de vida, era también el
receptáculo de las comunicaciones divinas. Pero hay más
que esto: Dios le coloca en una relación consciente con un
Creador conocido, de modo que aprenda su responsabilidad. Le
enseña la obediencia mandándole no comer del
árbol del conocimiento del bien y del mal. Dícese del
hombre que es del linaje de Dios (Hch 17:28) y Adán, como ser
creado, incluso es llamado "hijo de Dios" (Lc 3:38); y, aunque
caídos, todavía somos reconocidos como hechos a imagen
de Dios (Stg 3:9).
No cabe la menor duda de que la creación del hombre no
sólo fue enteramente distinta de la de los animales, sino que
el hombre fue colocado en una posición de relación y de
responsabilidad para con Dios, cosa que jamás ningún
animal ocupó.
Las falsas teorías sobre este tema modifican toda la verdad
de las Escrituras, e invalidan hasta la misma expiación. Si el
hombre no es sino una especie animal más elevada, sin
espíritu inmortal o alma, entonces la expiación no vale
para nada, porque sus efectos serían limitados a cosas hechas
en el cuerpo; por consiguiente, de ser este sistema verdadero, la
responsabilidad humana no diferiría sensiblemente de la de la
bestia, aún en el caso de que existiera.
Por otra parte, en Apocalipsis 6:9 se nos habla de "las almas de
los que habían sido muertos a causa de la palabra de Dios y a
causa del testimonio que mantenían"; y en el capítulo
20:4 de "las almas de los que habían sido degollados a causa
del testimonio de Jesús", etc. Es cierto que se trata de una
visión, pero nos muestra la realidad de la existencia del alma
después de la muerte y el hecho de que los que habían
padecido el martirio esperaban el momento de la primera
"resurrección" cuando el cuerpo y el alma serán
reunidos y tendrán parte en las bendiciones del reino
milenario. Veamos ahora la palabra:
EL ESPÍRITU
El espíritu es distinto del cuerpo y del alma, y es
mencionado en primer lugar en el deseo que expresa el apóstol
para los tesalonicenses: pide que "su ser entero, espíritu y
alma y cuerpo, sea guardado irreprensible". Distinto del alma, el
"espíritu" es —por así decir— la parte que
suministra la energía y que dirige. Así la palabra de
Dios penetra "hasta la división del alma y del
espíritu" (He 4:12). Lo que es de los sentimientos y de los
afectos, del pensamiento y de la voluntad; lo que puede ser y a
menudo es el fruto de la obra de Dios en el hombre.
Leemos en 1ª a los Corintios 2:11 "¿Pues quién de
los hombres conoce las cosas del hombre, sino el espíritu del
hombre que está en él?" Aquí, desde luego, el
espíritu es considerado como una entidad distinta; diferente
del cuerpo que le sirve de "vaso" o receptáculo. Del mismo
modo, en 1ª a los Corintios 7:34, tenemos "para que pueda ser
santo, tanto en cuerpo como en espíritu", otra prueba de que
el "espíritu" es una parte bien definida de la persona,
distinta del cuerpo y del alma.
Pero resulta falso decir que la muerte puede alcanzar al
espíritu; el cuerpo es mortal, mas nunca se dice semejante
cosa del espíritu.
Así oímos decir a Esteban moribundo:
"¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!"
(Hch 7:59), y nuestro Señor mismo "entregó el
espíritu" (Mt 27:50), y dice "¡Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu!" (Lc 23:46). Podía anunciar
al ladrón: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso".
Algunos intentan vanamente anular la fuerza de este pasaje cambiando
la puntuación y colocando la coma después de "hoy". Hay
un contraste manifiesto entre el hecho de que el ladrón
tenía que esperar el reino, y su presencia con el Señor
en el Paraíso en aquel mismo día. Dijo a Jesús:
"Señor, acuérdate de mí, cuando vinieres a tu
reino". Y nuestro Señor, en su contestación parece
decirle: "Ya no tendrás que esperar que venga el reino, hoy
estarás conmigo en el Paraíso".
Sobra decir que el ladrón no se fue con Jesús en su
cuerpo, sino que su espíritu se halló en el
Paraíso tan pronto como la muerte le separó del cuerpo
en aquel día, como ocurrió con el Señor mismo. Y
notemos que el "espíritu" está tan estrechamente
vinculado con la personalidad que el Señor puede utilizar los
términos "tú" y "yo"; o sea, " tú
estarás" y " conmigo".
Ahora podemos examinar un pasaje del Antiguo Testamento presentado
por quienes niegan la inmortalidad del alma para defender su
teoría. "Porque lo que sucede a los hijos de los hombres, lo
mismo sucede a las bestias; es decir, un mismo suceso les acontece:
como mueren éstas, así mueren aquéllos; y un
mismo aliento tienen todos ellos; de modo que ninguna preeminencia
tiene el hombre sobre la bestia, ¡porque todo es vanidad! Todos
van a un mismo lugar pues que todos son del polvo, y todos tornan
otra vez al polvo. ¿Quién conoce el espíritu de
los hombres, que sube a lo alto; y el espíritu de las bestias,
que desciende hacia abajo, a la tierra?" (Ec 3:19-21).
Todo lector imparcial ha de saber que el libro del
Eclesiastés no tiene por objeto ocuparse del destino eterno
del alma. El Predicador considera las cosas "debajo del sol", y nos
comunica —por inspiración, desde luego— su propia
experiencia sobre la incapacidad de los recursos del mundo para dar
una satisfacción duradera. Dios le permitió
experimentar las cosas de esta tierra y comunicar sus experiencias
para enseñanza nuestra, y así es como dice: " Dije
entonces en mi corazón…", etc. ¿Debemos concluir
por esto que fuese justo todo cuanto "dijo en su corazón" en
el curso de su búsqueda de algo satisfactorio que conduzca al
descubrimiento de que todo es vanidad? Ciertamente que no. La
expresión ¿quién conoce…? del ver. 21
no es el lenguaje de la fe, sino el de la duda o de la incertidumbre.
Más adelante, en este mismo libro, indica el verdadero estado
de cosas, cuando dice: "Nadie hay que tenga potestad sobre el
espíritu suyo, para retener el espíritu" (8:8), y al
final: "y el polvo torne al polvo como antes era, y el
espíritu se vuelva a Dios, que lo dio" (12:7). Así,
pues, si el espíritu vuelve a Dios que lo dio, no deja por lo
tanto de existir con la muerte del cuerpo.
Hallamos en Zacarías 12:1, la prueba certera de que el
espíritu es lo que Dios ha puesto en el hombre: "Así
dice Jehová, el que extendió los cielos, y echó
los cimientos de la tierra, y formó el espíritu que
tiene dentro de sí el hombre". Lo que aquí se establece
no se refiere solamente a los creyentes, sino al hombre en general:
hay dentro del cuerpo lo que Dios ha formado. No son meras emociones,
como lo pretenden algunos, o algo que el hombre tuviera en
común con los seres inferiores; se trata de una individualidad
distinta formada por Dios mismo.
Todo el testimonio de la Escritura sobre este punto es de lo
más expresivo, no solo en cuanto a los salvados, sino
también en cuanto a los que no lo son. Por lo que se refiere a
aquellos, dice el apóstol Pablo, al establecer un contraste
entre su estado actual en el cuerpo y su condición fuera del
cuerpo: "teniendo el deseo de partir y estar con Cristo; lo cual es
mucho mejor" (Fil 1:23). Esto no restaba nada a la esperanza que
tenía de la resurrección, lo cual era aún mejor,
así como lo prueba el capítulo 3:11. Además,
considera este cuerpo como una "tienda" en la cual "gemimos",
deseando ser "revestidos" del cuerpo de gloria que el cristiano
recibirá en la venida de Cristo. Pero, al mismo tiempo, afirma
que mientras estamos "presentes en el cuerpo, ausentes somos del
Señor". Aquí la Escritura no deja lugar a dudas, pues
al apóstol añade: "Estamos deseosos más bien de
ausentarnos del cuerpo y estar presentes con el Señor" (2 Co
5:8). Resulta imposible contradecir tal pasaje.
Prueba incontestablemente que la condición de estar
"ausente del cuerpo", aunque no definitiva, vale sin embargo mucho
más que estar en esta tierra. Y "estar ausentes del cuerpo" no
significa de manera alguna el cese de la existencia o el
"sueño del alma", como se dice: es, por el contrario, estar
"presente con el Señor".
No se habla en absoluto del "sueño del alma" en la
Escritura; la palabra "sueño" se utiliza a menudo para
designar el estado del verdadero cristiano después de la
muerte, y siempre se aplica al cuerpo. Nuestro Señor se vale
de este término en el caso de la hija de Jairo: "no
está muerta, sino duerme". Los judíos no lo
comprendieron, pues "se burlaron de él, sabiendo que estaba
muerta". En el caso de Lázaro, el Señor utiliza esta
palabra para explicar a los discípulos lo que iba a hacer.
Pero no lo entendieron mejor que los judíos; y Jesús
anuncia entonces, de modo explícito que hablaba de la
muerte: "Lázaro es muerto". En las epístolas se
utiliza para "dormir en Jesús" o "por Jesús", y los que
mueren son llamados los "muertos en Cristo". Con la muerte cesan
nuestras relaciones con este mundo para el tiempo actual, más
nuestro espíritu está "presente con el Señor".
La Escritura muestra claramente, pues, que no termina la
existencia después de la muerte en el caso de los santos, y
—cuando se trata de los perversos— la Palabra es tan justa
como explícita.
El Señor Jesucristo, conocedor de todo cuanto pasa en el
otro mundo, descorre el velo —en la parábola del rico y
Lázaro, en Lucas 16—, y nos permite echar una mirada
allí. Alégase que sólo se trata de una
parábola: ¡Concedido!, que lo sea; mas debemos admitir
que todas las parábolas propuestas por el Señor eran
destinadas a presentarnos una determinada enseñanza y no
pueden contradecirse las siguientes conclusiones:
1. Hay un estado de bendición y de tormentos después
de la muerte: el pobre "murió" y el rico también
"murió y fue sepultado".
2. No hay la menor alusión a que termine la existencia
después de la muerte, pero el uno está en un lugar de
dicha y el otro en un lugar de tormentos.
3. No se puede, de modo alguno, pasar de un lugar a otro.
4. Ambos tienen la conciencia y el recuerdo de la condición
perdida.
5. La palabra de Dios es un testimonio pleno y suficiente para el
hombre durante su vida sobre la tierra. Es, en verdad, un testimonio
muy solemne de parte de Aquel único capaz de revelar el estado
del hombre después de la muerte.
Veamos ahora el cap. 20 de este mismo evangelio, donde hallamos
una exposición completa, hecha por nuestro Señor, en
respuesta a los saduceos que no sólo negaban la existencia del
espíritu después de la muerte, sino también la
resurrección. Como demostración concluyente del error
de ellos, el Señor cita estas palabras: "El Dios de Abraham,
el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob". Como sabemos habían
muerto centenares de años antes, mas la fuerza del argumento
se halla en lo que sigue, introducido por la palabra "porque"
—"porque con Él todos viven" (ver 38). Y nuestro
Señor dice: "Dios no es Dios de muertos, sino de vivos". No
dice "no era", como si aludiera al tiempo pasado de su
existencia sobre la tierra; más insiste sobre el hecho de que
es Dios de los vivos para probar que —aunque muertos para los
hombres— ellos vivían siempre en cuanto a, o para con
Dios. Por consiguiente, para Él, todos —malos o
justos— viven. Los hombres mueren, desde luego, su estado se
cambia, pero su existencia no es anulada, "porque para con Dios
viven".
¿Cabe tener prueba más concluyente de que en tanto que
la muerte alcanza el cuerpo, como todos lo reconocen, no puede tocar
el alma o espíritu inmortal que debe vivir para Dios? A la
muerte, el espíritu vuelve a Dios que lo dio».
Nota (2): El lector notará al meditar lo que se acaba de
transcribir que se ponen en evidencia una serie de matices que
aclaran y amplían el pensamiento del Sr. Darby en
relación con este tema solemne y profundo a la vez. Pero hay
que subrayar el hecho de que, sea quien sea el que escriba sobre
materia tan singular, no podrá penetrar en el arcano del
hombre invisible e intangible, si no está sumiso y dependiente
de Aquél que por Su palabra puede impartirle su divino
magisterio. (N. del T.)
-
Fragmentos de cartas en relación con el
fallecimiento
de diversos hermanos y hermanas
23 de Enero de 1850.
A Mme. S.
«Empiezo a poderme ocupar un poco de mis actividades, aunque
éstas se circunscriben a escribir desde mi habitación;
pero gracias a Dios me encuentro mejor. No quiero pues diferir el
enviarle unas palabras de simpatía en su aflicción. No
es preciso que me esfuerce en afirmar cuán real es esta
simpatía, pues si nuestro querido hermano era para Vd.
más amado que para nosotros, a causa de los lazos naturales,
no ignora cuánto afecto sentíamos todos hacia su
persona, y cuán ligados estábamos a él en los
lazos del Espíritu. Su dulce y amable aprecio nos tenía
el corazón cautivado. Le recordamos y está vivo en
nuestra memoria, y en esta pérdida que nada puede reemplazar
si no es el Señor, debe haberle sido dulce saber que
aquél que le fue tan querido era también amado y
apreciado por todos. Conviene que dirijamos nuestra mirada en
dirección hacia Aquel que está por encima de todo, pues
esta pérdida será sensible para toda la Iglesia. Lo
siento profundamente, amada hermana, pero en lugar de hablar de lo
que hay en mi corazón, es preferible que le invite a elevar el
alma a una esfera más elevada que la arena del desierto. Sea
cual sea nuestra aflicción, los propósitos de nuestro
Señor y Salvador siempre son perfectos; trátese de su
esposo, de Vd. misma o de la Iglesia. Para nuestro amado hermano que
se fue, sabemos que estos propósitos son el reposo y el gozo,
hasta el día en que aparecerá en gloria con el
Señor.
Para nuestros corazones, y en particular para el de Vd., es un
vacío dejado por la ausencia. ¿Pero cuál es la
intención del Señor en relación con el lugar tan
tristemente desierto que ha dejado en nuestros corazones? El motivo
es que Él siempre obra seriamente con nosotros, y esto en
relación con la eternidad. Sabemos que su voluntad es buena,
agradable y perfecta, que todo lo hace bien. También sabemos,
en cuanto a nuestro amado, que está gozoso. Pero nuestros
corazones tienen sentimientos propios sobre los que Dios obra en
primer lugar; afecciones que aún siendo naturales, reconoce;
por estas afecciones y estos sentimientos hallamos en Él la
dulzura de su más tierna simpatía; hallamos que es
nuestro más tierno amigo. Es nuestro amigo, aun por la misma
pérdida, y esto a causa del consuelo que nos aporta. Su
Persona es para nosotros cada día más preciosa. Sus
afecciones eternas reemplazarán poco a poco las temporales
Queremos al Señor y aprendemos a amar lo que nos es más
querido en Él. Es un progreso real, precioso y sentido, en
donde se aprende la bondad de Su ejercicio en favor nuestro. Pero he
aquí que en nuestros pobres corazones se halla también
la voluntad propia, y Dios, en su gracia, la quebranta,
consolándonos no obstante al mismo tiempo Entonces aprendemos
a juzgarnos a nosotros mismos; Cristo tiene un lugar más
absoluto en nosotros; somos más capaces de gozar del cielo,
tal como gozaremos por entero, y como ya gozan aquellos amados que se
fueron de esta escena; pues después de todo, para Dios se
trata de lo que es eterno, de aquello que tiende hacia la naturaleza
de Cristo resucitado.
Cuando la voluntad se somete, el recuerdo de lo que hemos perdido
momentáneamente viene a producir un gozo y un dulce sosiego,
en donde el Señor halla Su lugar. El sello de su gracia
está allí.
Apreciamos las buenas cualidades de los que amamos, como
siéndole agradables. Le bendecimos por habérnoslos
prestado por un poco de tiempo, pero sentimos, que aunque los
tuvimos, no eran nuestros, sino de Cristo, y que El los ama mejor que
nosotros y tiene todo el derecho de reivindicarlos para Sí.
Con esto no quiero decir, amada hermana, que Vd. haya alcanzado esta
meta en sus ejercicios. En estos momentos experimenta la
pérdida de lo que en apariencia le pertenecía; esto es
bien natural; pero la obra del Señor hará camino, y
Cristo tendrá un lugar más grande en los recuerdos que
correspondan a la persona del amado esposo que se fue. Y, en efecto,
Dios le ha proporcionado las más dulces compensaciones. La
vida irreprochable de nuestro buen hermano, su constante amabilidad,
bien que todo esto pertenece también a Cristo antes que a Vd.,
será un precioso recuerdo para el corazón. Es un
privilegio que el Señor concedió que pudiese gozar por
un tiempo de esos rasgos agradables que adornaron el carácter
moral de su amado esposo. Por el momento, lo natural en el ser de
usted sentirá el vacío de día en día,
pero cobre ánimo; dirija la mirada hacia Cristo y, como antes
dije, los recuerdos se unirán poco a poco a los pensamientos
del Señor y al gozo que nuestro amado amigo experimenta cerca
de Cristo. Entonces vendrá la calma, unida al sentimiento de
la supremacía de Jesús en el corazón. Ha perdido
un amigo, precioso para todos nosotros; pero la mano que lo ha
retirado de esta escena es una mano de amor que no se equivoca
jamás. Es un dulce consuelo el pensar que aquél que
tanto hemos amado está con el Señor; y en la medida en
que Cristo sea precioso para nosotros, tanto más este consuelo
será real y grande.
Paz para su corazón, amada hermana; que Su gracia la
sostenga. Escribo brevemente, pues me hallo debilitado aún, y
no soy capaz de un ejercicio de espíritu sostenido.
Ruégole diga a F. que precisamente ésta es la causa
que me ha impedido responder a su carta, la cual exige, en cierto
sentido, un trabajo de mente que debo dejar por el momento, pero le
escribiré tan pronto pueda. Poco a poco voy recobrando mis
fuerzas.
Salude a todos los amados hermanos.»
Toronto, 4 de enero de 1865.
A Mr. L. F.
«Amado hermano,
Ya sabrá que hemos perdido a nuestro hermano Bellet, hombre
de una dulzura que ganaba a todo el mundo, y que poseía un don
de un atractivo particular. Su finalidad iba más allá
de la paz. No podía oír hablar de otra cosa que de ir
con Jesús. Sus palabras se resumían así: "Creo
en el Reino, creo siempre en su gloria, pero lo que necesito es el
hombre de Sichar". Así nombraba a Jesús. Lo que puede
ser faltara un poco en él, era el cuidado por la Iglesia; este
"es más necesario quedar por causa de vosotros". No
podía soportar la idea de no ir con Jesús; de este lado
todo era luz, gozo y delicias. Era uno de los cuatro que por primera
vez partimos el pan en Dublín. Solamente quedamos C. y yo. Los
otros dos terminaron ya su peregrinaje. Su tiempo había
terminado. Era el sentimiento que tuve cuando me enteré de la
gravedad de su enfermedad. Llega un momento en que uno se va a su
lugar, después de servir por un tiempo. Wigram le
escribió que podía ser que como siervo del
Señor, debía permanecer aún; yo mismo no
sé si Dios, después de haberlo despojado por completo
del mundo, no lo hubiese tomado a su servicio, con este nuevo
carácter. El decía: "No puedo llamarme siervo del
Señor. He amado a los hermanos (y era bien cierto), he
trabajado por ellos; he procurado servir al Señor, pero no
puedo llamarme Siervo del Señor".
Lo comprendo perfectamente. Es un asunto muy serio, ¿pero
qué vamos a hacer si es así? ¿Se trataba de causas
personales? ¿Era a causa del estado de la Iglesia? Confesaba que
con las personas que no se habían mantenido fieles (los de
Bethesda, etc.), había sido demasiado blando; que no
había tenido la suficiente firmeza en sus tratos con ellos. En
su marcha eclesiástica había estado dotado de una
entereza remarcable, pero su amabilidad era excesiva.
En todo se juzgaba de una manera santa, y nos decía que
aunque había conocido al Señor desde hacía
tiempo (lo cual sabíamos muy bien), Él se había
revelado a él de una forma particular en el presente. "Le
tengo —decía— como jamás lo he tenido.
Sé que soy objeto de su amor, y esto me produce un gozo
inefable". Por lo demás, para él no existía nube
alguna que velara su destino. Lo que decía y escribía
era de una rara hermosura de lenguaje y de ideas, lo cual se
desprendía de la "buena fuente". No precisaba de esfuerzo
alguno. Todo lo hacía "a vuelapluma". Tenía el
hábito de usar papel de escribir cartas para expresar sus
pensamientos sobre la Palabra, y cuando escribía a alguien
tomaba una de esas hojas y, después de haber expresado lo que
debía, añadía: "Ahora voy a ocuparos un poco de
las cosas preciosas". Entonces seguía con lo que tenía
escrito de antemano. Así obraba en relación con muchas
personas. Su pérdida será sensible para los hermanos de
Irlanda, y, sin embargo, me parece que todo es para bien.
Su corazón lo tenía en el cielo, y allí ha
ido ahora.
Como él mismo confesaba, no era hombre para tensiones ni
roces de esta vida. Pero ahora está con Aquel a quien amaba
sinceramente. Tenía un sentimiento profundo de la
perfección de Jesús.
Pero en esto, amado hermano, con toda mi flaqueza —y soy
consciente de ella—, no le cedo el paso. De una cosa estoy
seguro y cierto: Jesús es el todo para mí. Para mi
corazón, nada puede compararse con Él; ni de cerca, ni
de lejos. Conozco al Padre por Él; como objeto, es el todo
para mí. En relación con esto no tengo duda alguna. Mi
dolor es que le sigo muy débilmente. Conozco muchas personas
que me llevan considerable ventaja, y serán justamente
recompensadas más que yo. Esto me regocijará. ¡Les
veré brillar en la gloria con tanta felicidad...! Esto se debe
a Jesús y para mí es un gozo, porque los amo. Siento un
profundo respeto por esa consagración, pero me cuesta creer
que alguien ame a Jesús como yo le amo. Él es el todo.
. . ».
Estimo oportuno, tal como hallamos en Messager Evangelique
de 1914, pág. 357, añadir a la carta anterior una que
el hermano Sr J. G. Bellet dirigió al Sr. Darby unos pocos
meses antes, desde su lecho de muerte. Carta llena de un amor
consagrado en Cristo; carta de una profunda sensibilidad espiritual,
en la que los lazos y los afectos fraternos tienden y se remontan
hacia regiones que la aspereza del desierto no pueden enturbiar.
30 de agosto de 1864.
«Mi muy amado John:
Me parece que voy debilitándome un poco, bajo el efecto de
una pleuroneumonía, como dicen en la Facultad. Puede ser, mi
querido hermano, que ya no te vea más en esta tierra, pero
tengo que decirte, como uno que habla desde el lecho de muerte, que
mi alma bendice al Señor por haberme revelado la verdad que
los hermanos recibieron de Él. Mi conversión tuvo lugar
en 1817 (era una obra aún muy débil), cuando
leía un libro en vista de mis exámenes.
¡Cuánto ha balbuceado mi alma durante años!
Entonces llegó la hora en que nos conocimos, no de paso como
anteriormente sino con sentimientos que me ligaron instintivamente a
ti, y después de pasar cuarenta años, estos
sentimientos jamás desfallecieron ni se enfriaron.
¡Cuántas gracias doy al Dios de mi vida eterna por
haber nutrido y fortificado esta vida, por haber ensanchado sus
capacidades (las de la vida), por medio de tu ministerio privado y
público! Te he amado, y supongo, en cierto sentido, como no he
amado a otro, y ahora, después de tanto tiempo transcurrido,
nos hallamos aún juntos en la gozosa comunión de una
misma confesión. No quiero hablar mucho de mí mismo,
pero al menos no quiero silenciar esto: Jamás he gozado tanto
como ahora del feliz y apacible reposo en Cristo. Considero que
partir, y estar con Cristo, es mucho mejor. Estoy más lleno de
gozo que en cualquier momento de mi vida anterior.
He repasado en mi memoria el servicio prestado a los demás,
y, ciertamente, he descubierto la vanidad y la satisfacción
propia; pero el mismo Señor me ha dicho que todo esto queda
perdonado. Pero, ¡oh!, cuán miserable es no tener fruto
de su servicio para traerle; es así cuando menos que quiero
expresar mi pensamiento. Decía a un cristiano de la Iglesia
Anglicana, que estoy adherido a la verdad que aprendí hace ya
treinta años como una cosa de valor inestimable. Y, querido
John, ¡pon en contraste con ella (la verdad), los oficios, las
ordenanzas, la liturgia y el clero!
Que el Señor sea contigo, hermano muy amado. Mantente
siempre como el defensor y el ornamento de la doctrina. He
leído tu edificante folleto: "La ley y la justicia". Sé
que has juzgado en el temor de Dios, y guiado por Su Espíritu,
a la persona que mencionas».
J. G. Bellet.
Más cartas del Sr. Darby
Estados Unidos, junio de 1876.
A Mme. G. R.
«Amada hermana en el Señor:
Le remito estas pocas líneas para expresar de todo
corazón mi simpatía, pues he tenido noticia, ahora
mismo, de la pérdida de su querido esposo. Su fallecimiento me
ha producido profunda emoción, ¡y cuánto
más a Vd.! Le conocí antes que Vd. misma, cuando era un
joven viviendo en la casa paterna. En cierta ocasión pude
ayudarle para continuar un viaje en Alemania, en donde buscaba empleo
como maestro. No lo halló. Dios había preparado para
él un trabajo mejor. Cuando regresó a su casa, tuvo
lugar en su espíritu una lucha secreta y profunda en
relación con su vocación al servicio de Dios y los
deberes hacia sus padres. Estos habían hecho grandes
sacrificios para darle una buena educación. Más tarde,
durante una tempestad en el lago de Neuchâtel, el cual
atravesaba conduciendo a su hermana al cantón del Vaud, cuando
se encontraba al borde del naufragio, tuvo la seguridad de que
debía consagrar su vida al servicio del Maestro. Por la bondad
de Dios llegaron a puerto, y cuando regresó a casa dijo a su
madre: "Adiós, amada hermana", en efecto, era una mujer
remarcable. Después del adiós, fijó su
residencia en Berna como profesor de alemán, y fue allí
en donde él la conoció a Vd.. A continuación se
trasladó a Zurich y desde entonces Vd. misma le ha conocido
mejor que yo. Nuestras relaciones siempre fueron llenas de la
más tierna afección; sentía hacia él una
atracción en grado sumo, y no es de extrañar que el
hecho de habérselo llevado el Señor haya sido para
mí particularmente doloroso, así como para la obra,
pues hablando como hombre puedo decir que su vacío
difícilmente será llenado, toda vez que era un hermano
lleno de sabiduría y experiencia. Pero lo mismo para el
servicio que para Vd., es preciso dirigir la mirada al Señor.
La parte de Vd. es la de poner toda confianza en "el Padre de
huérfanos y en el defensor de viudas" (Sal 68:5). Su numerosa
prole le dará ocasión de glorificar al Señor,
pues tendrá mucho a confiarle. Dios busca y se agrada de esta
confianza. Nuestro corazón halla el gozo en este menester,
pero en el del Señor mucho más aún, pues
Él es la misma bondad. Afirma y fortifica al huérfano y
a la viuda; no solamente siente compasión por ellos, sino que
las circunstancias que atraviesan despiertan su misericordia como nos
ofrece a manera de ejemplo el caso de la viuda de Naín, y las
muchedumbres parecidas a un rebaño sin pastor. El trabajo que
Vd. tiene por delante es grande, pero no demasiado para la bondad de
Dios. Los hijos, a consecuencia de este rudo golpe, serán para
Vd. un sostén y una rica consolación, pero su confianza
debe reposar en el Señor, para esto como para todo lo
demás.
No pensaba extenderme tanto, amada hermana. En estos momentos me
encuentro en un pueblecito, camino del Canadá, pero no
podía recibir la comunicación de la partida de su
esposo (lo cual hubiese sido imposible para mí), sin
expresarle toda la parte que tengo en este dolor y en esa
pérdida que le aflige. Para el amado que se fue, su
porción es la paz y el gozo; para Vd. y los hijos,
separación de lo que les era más precioso y la soledad
con Dios. Pero Él es suficiente para todo, y cuando el pecado
ha introducido la muerte, la prueba y el dolor, el vencedor del
infierno y de la muerte ha entrado también en ella. Se ha
hecho hombre a fin de tomar parte en todas estas cosas para
ofrecernos una esperanza; esperanza que hace, aún de la misma
muerte, una ganancia para nosotros; esperanza perfectamente
asegurada; un amor del cual nada nos puede separar.
Su hermano en el Señor.»
Inglaterra, Marzo de 1861.
A Mme. B.
«Amada hermana:
No hay duda de que la pérdida de vuestra querida
María, será un golpe doloroso, y una brecha en vuestra
familia. Pero no sé cómo explicarme, mas lo
intentaré. Desde hace muchos años me he habituado a la
muerte en Cristo, y para el cristiano es como una amiga que
sonríe. En sí misma es una cosa terrible, estoy
plenamente de acuerdo, pero ahora para nosotros es "ganancia". Dios
nos quiere en la perfecta luz. Para Cristo, y a causa de nosotros,
"el camino de la vida" ha sido a través de la muerte; lo cual
no es así necesariamente para nosotros, pues la misma ha sido
vencida de manera efectiva y completa, y si hemos de pasar por ese
camino para salir del mal y de la contaminación, para entrar
en la luz y en el perfecto gozo de su presencia, Cristo, que ha
vencido, está con nosotros. Si hay alguna cosa de la cual no
nos hayamos desprendido según Dios, puede haber algún
momento penoso, pues es preciso que el alma responda al gozo que le
es preparado, pero en sí misma, la muerte no es otra cosa que
el desprendimiento de lo que es mortal y el tránsito del alma
a la presencia de Jesús. Por ella dejamos lo que está
manchado y en desorden. ¡Cuánto gozo hay en ello!
Más tarde el cuerpo se reencontrará en su vigor y su
gloria incorruptible e inmortal. Entretanto el alma debe esperar por
un poco de tiempo para alcanzar esto.
Salude con mucho afecto a sus hijos. Siento mucho esta
pérdida a causa de ellos, vuestra amada María hubiese
sido un gozo para cualquier familia en la cual hubiese entrado por
los lazos naturales. Ahora, ella hará el gozo de Cristo, pues
nosotros tenemos derecho a decirlo. Este es un consuelo para los que
están en ruta aquí abajo. Dios nos prepara para el
cielo, cortando poco a poco los lazos que nos ligan a esta tierra
como descendientes de Adán que somos. Cristo todo lo
reemplaza, y así todo va bien; todo va mejor. Que Dios bendiga
a toda vuestra familia en medio de esta pena de corazón tan
grande y tan real, pero en donde Él, tan bueno siempre, ha
mezclado tantos cuidados y abundante gracia a la amargura de la copa.
Adjunto una carta para María; temo que no sea demasiado
extensa, pero tengo la convicción de que al leerla
según le permitan sus fuerzas, gozará de las palabras
que expresa; pensará en Cristo y tendrá refrigerio.
Que Dios os bendiga y os haga sentir su bondad, aun en medio de
esta pérdida».
Un hermano joven le notifica su próximo enlace
matrimonial.
El Sr. Darby le envía esta afectuosa e interesante
carta.
Marzo de 1858.
A Mr. J. P.
Le doy las más expresivas gracias por el hecho de haber
pensado en mí a tenor de la expectativa de vuestro cambio de
estado, lo cual incide de forma muy seria en toda vuestra vida
humana. Pido a Dios, de todo corazón, que os bendiga. Son
momentos en que el gozo humano deja el corazón poco dispuesto
(a menos que esté bien ejercitado sobre el asunto, en la
presencia de Dios) a pensar en las exhortaciones. Dios mismo reconoce
esta felicidad, y la emplea como imagen del gozo más sublime.
Pero es necesario recordar que todo aquello que en este mundo produce
la alegría trae aparejado también la pena.
Estoy dispuesto a gozarme con los que se gozan, y creo que sean
cuales sean las pruebas que acompañan al matrimonio en este
pobre mundo caído, la bondad de Dios piensa de tal manera en
nosotros, y nos ofrece tanto sus tiernas compasiones, como el
refrigerio en las aflicciones, que no es conveniente ensombrecer el
hecho en sí con el temor de lo que deba venir. No, mis
advertencias se dirigen en otro sentido. El mismo gozo tiene sus
peligros, y también los cuidados ordinarios de la vida. Existe
el peligro de que pensemos menos en la venida del Señor porque
somos felices aquí en esta tierra, y también las
preocupaciones que dan los cuidados de la vida alejan el
corazón del Salvador y de los derechos que tiene sobre
nosotros. Piense en este asunto, amado hermano. Mi deseo es que su
matrimonio sea muy feliz; pero para su gozo deseo más
ardientemente que sea un hecho muy serio. Este es el camino de la
dicha y de la verdadera delicia. Así lo deseo también
para su futura compañera de la vida. Cuanto más
introducimos al Señor en todo, más felicidad tenemos.
El gozo que Jesús no pueda compartir (y Él quiere,
bendito sea su nombre, que nosotros compartamos el suyo), no es un
gozo persistente; no es el deleite verdadero. Su presencia produce un
gozo equilibrado, pero real, bendito; una felicidad en que el alma
puede tomar su lugar con acciones de gracias. Orad, buscadle para que
Él os acompañe. Hable de Jesús a su prometida, a
fin de que sea el verdadero lazo de unión para vuestros
corazones. Esto os traerá el regocijo si el Señor os
concede unos años en esta tierra. No dudo de que lo
haréis, y tampoco dudo de que recibiréis mis palabras
que no tienen otro motivo sino el del afecto que tengo hacia el
Salvador y hacia vosotros, y un sincero deseo en cuanto a vuestra
felicidad. »
Respuesta a una joven hermana que
solicita consejo
en cuanto al matrimonio en su caso particular.
«Amada hermana en el Señor:
No se equivoca cuando estima que tengo verdadero interés, y
que mi deseo es que Vd. sea dirigida por Dios y también
bendecida, en un momento tan trascendental de su vida. También
del anhelo de que pueda tener confianza al abrirme su corazón.
No me expreso así en relación con la sabiduría
de los consejos que pueda darle, sino con el intento de que los
mismos sean de parte de Dios en favor de Vd. Aún
dándome cuenta de lo delicado que es dar opiniones y consejos
en semejantes casos, me dispongo a responderle apoyándome en
Aquel que se digna interesarse en todos los detalles de nuestra pobre
vida terrenal. En primer lugar mi consejo es que dirija la mirada a
Jesús; no es que dude o piense que Vd. haya sido negligente en
este sentido, pero tenga siempre la seguridad de que Él piensa
por nosotros, comprende nuestro gozo y lo busca mejor que
nosotros mismos. No debemos hacer otra cosa sino abandonarnos a
Él, bien seguros de que, pase lo que pase, sabe hacernos
más felices que las cosas que tienen más apariencia
para que esto debiera ser así. Esto es tanto más
necesario, cuanto es bien difícil conocer de antemano si
alguien es apropiado, en este dominio, para hacernos felices, aunque
él se lo proponga. Todas estas cosas ofrecen la absoluta
necesidad de que situemos todo en las manos de Aquel cuya
sabiduría es perfecta, y que tiene toda su voluntad dirigida a
hacernos felices. Esto es lo que le aconsejo hacer, tanto en cuanto
al proyecto en sí, como con la persona.
En primer lugar, pienso que el hermano a quien Vd. ha consultado
ha querido decirle que casarse no es una obligación exigida en
todos los casos. Es evidente que la institución es divina. El
Antiguo Testamento nos ofrece, por la Palabra de Dios, la
confirmación de que no es bueno que el hombre esté
solo. Por eso Dios dio a Adán una esposa, y el Señor
señala este hecho para prohibir el divorcio que tenía
lugar entre los judíos y añade: "Lo que Dios
unió, no lo separe el hombre". Una multitud de pasajes en la
Palabra, Efesios 5, por ejemplo —donde vemos que esta
unión es una figura de la de Cristo con la Iglesia— no
deja sombra de dudas en relación con este punto; la
prohibición de casarse es uno de los caracteres del
espíritu apóstata (1 Ti 4:3).
El matrimonio es honroso bajo todos los puntos de vista, como dice
el Espíritu Santo en Hebreos 13:4, y el que se casa hace bien.
Esta es la regla general del orden divino para el hombre. Pero he
aquí lo que ha sobrevenido: habiendo entrado el pecado en el
mundo, todo lo ha arruinado. La confusión, la miseria y el
dolor reinan en esta escena. Pero Dios ha introducido un poder nuevo
que nos da la victoria sobre este orden de cosas caídas; un
poder que es independiente y nos adhiere a Cristo, pues él no
pertenece a lo que está arruinado, puesto que ha resucitado y
está en el cielo. Si el Espíritu atrae y une un
creyente a Cristo, de manera que éste pueda tenerse por muerto
al mundo, como Pablo, y decir: "Para mí vivir es Cristo"; si
la cosa realmente es así; si el poder de Dios que se sirve de
este hombre como vaso de su gloria le hace salir de la conducta
habitual del ser humano, es una gracia; entonces es bueno que saque
provecho de ella. Pero un tal hombre será el primero en
reconocer la bondad de Dios en el orden divino de la creación.
Comprenderá, sin hacerse ilusiones, y advirtiendo a los
demás, que habiendo entrado el pecado en esta creación,
la pena y la aflicción le acompañan. Así es en
el matrimonio, hallará también la pena, pero
sentirá y hará comprender igualmente, que la bondad y
la misericordia de Dios están ahí también y que
además se puede contar con ellas si los lazos matrimoniales
han sido según su voluntad. Se puede contar también con
la bendición y el alivio de su presencia y la actividad de su
buena mano, aun en la misma aflicción, a la que sin duda nadie
escapa, pero en donde su bondad será un bálsamo para el
corazón y para el alma. "Aquel que se casa hace bien, y el que
no se casa hace mejor". Pero este último caso supone una
consagración a Dios por el Espíritu Santo, por la cual
uno es más libre que si está casado; esto es bien
claro. Feliz aquel que se encuentra en esta situación.
La regla general de Dios es que la gente se case. Sin embargo, uno
es más feliz si puede quedar libre del matrimonio, pero la
libertad debe ser real, de suerte que no piense en ello, puesto que
se desprende que tiene poder sobre su propia voluntad. Jamás
he sido más impresionado acerca de la bondad y de la
condescendencia de Dios en relación con la santidad, que al
leer lo que el apóstol dice refiriéndose al matrimonio;
nunca he comprendido mejor la verdad maravillosa de que su
Espíritu ha venido a consecuencia de la glorificación
de Jesús, para introducir en el corazón del cristiano
el poder en medio de esta escena de ruina. No me habría
extendido tanto si el hermano a quien ha consultado se hubiese
expresado de otra forma. Pienso que él está en lo
cierto, aunque no se ha expresado bien. Por lo demás, lo que
le escribo no es otra cosa que lo que Pablo dice sobre esta
cuestión.
Y ahora, para su caso particular, mi experiencia como persona
soltera es, que si el celibato tiene lugar por consagración v
según el poder de que he hablado, y el corazón
está libre y es enteramente para Dios, se glorifica a Dios con
ventaja en esta posición por el hecho de estar más dado
exclusivamente a Él.
El casado piensa en las cosas del mundo para complacer a su mujer,
y asimismo a la recíproca. Quien es soltero piensa en las
cosas del Señor, para complacerle. Pero insisto, esto supone
la consagración de la cual he hablado. Ahora bien, cada cual
tiene su propio don, y, sin esto, uno hace bien en casarse. El estar
preocupado en estas cuestiones de su posición ante el
matrimonio siendo una persona dentro de la regla general y no estar
casado, es más nocivo a la piedad que los cuidados que procura
el matrimonio La bondad de Dios nos acompaña, si el casamiento
es según su voluntad. Solamente que sea "en el Señor".
Cuanto a la persona de que me habla, la primera cosa que estimo ha
de hacerse es, que después de haber orado a Dios, tiene de
asegurarse (lo cual podéis hacer por medio de otros) de la
piedad personal de X..., y de si está en la comunión
del Señor. Sin esto no puede Vd. contar con la
bendición del Señor. Bendigo a Dios de que haya
renunciado a la emigración, cosa que a mí no me agrada
en absoluto. También bendigo a Dios de que haya impedido a
otros seguir este camino, aunque a veces haya sido por medios
dolorosos. Me parece —sin que pretenda condenar la
emigración en todos los casos— que la impaciencia de la
carne está tras todo esto en la mayoría de las
ocasiones. No se cuenta bastante con Dios y sin embargo es Él
quien domina todas las cosas. Le aconsejo que se informe
cuidadosamente de su piedad y de su andar. Si el resultado es
satisfactorio, todo va bien; de todas formas no emprenda una
gestión cualquiera. Decida ante Dios lo que piensa hacer.
Después, sin dejarse conducir por un sentimiento
indeterminado, infórmese a fondo, por medio de algunos
hermanos, de su piedad y de la integridad de su andar.
Apoyándose en Dios, Él la dirigirá. Que Dios la
bendiga y la guarde, como de cierto lo hará si espera en
Él. Cuente con su bondad, y como le he dicho antes, Él
piensa en su felicidad mejor que Vd. pudiera hacerlo. Deseo, en
oración, que la plena bendición de la gracia de nuestro
buen Dios repose sobre Vd. Creo, amada hermana, que sin duda Vd.
busca su voluntad; cuente con su bendición. Cuente
también con penas y cuidados si el matrimonio es según
su voluntad, pero esté segura también de su bondad
siempre tierna y compasiva, pues su mirada de amor toma cuenta de
nosotros.
Sea paciente. Uno lo es siempre cuando está en la presencia
de Dios. No añado otra cosa que el deseo sincero para que la
bendición del Dios tierno y fiel, nuestro Padre, la
acompañe.
Afectuosamente, su hermano y servidor en Cristo».
Carta a un incrédulo
Noviembre de 1871.
Al Dr. X...
Querido Sr. Doctor:
No puedo dejar Turín sin dirigirle unas líneas.
Puede comprender que si hay un bien infinito, la porción de
Vd. es una pérdida infinita. Decir que no existe, es negar el
mismo bien. Por mi parte, es evidente que la idea no existiría
si la cosa no existiera. Es una contradicción decir que uno
tiene la idea del bien absoluto e infinito en un corazón que
no es capaz, pues el tenerlo es la prueba de su capacidad. Decir que
somos capaces, pero que la cosa no es, es terrible; el hacer del
hombre moralmente un deseo, una necesidad del bien que no será
jamás saciado, es condenarlo siempre a la miseria más
espantosa. No quiero suponer que Vd. diga: No soy capaz de hacerme
una idea, ni de gozar de ella, reduciéndose al más bajo
escalón de la humanidad, pues hay una infinidad de personas
que se hacen una idea. ¿Existe un bien real? ¿Cuál
es? ¿De dónde proviene? Se habla de leyes que rigen la
materia. En tesis general, sería una locura negarlas.
¿Quién ha inspirado estas leyes y las ha impuesto de
suerte que sean universales? La universalidad muestra que un solo
ser, o una sola causa, las ha impuesto. Decir que la universalidad es
una cosa fortuita es la más insensata de las locuras.
Cuando hemos hablado de una causa, Vd. dijo que los niños
no piensan. Puede ser; no piensan, pero si yo pienso, no puedo dejar
de creer en una causa cuando veo una cosa que deja adivinar un plan,
y la experiencia demuestra que es así. Un hombre que dijera
que un globo, o una lámpara existen sin que nadie los haya
hecho, sería estimado por los demás por un falto de
sentido y tendrían razón. ¿Qué decir, pues,
si en vez de esto se trata del universo? Vuestra medicina no es otra
cosa que un empirismo indigno de un hombre honesto, si no existen en
ella efectos y causas; si existen, ¿dónde está la
" causa causans"?
Además, el cristianismo existe, y debe tener un origen. La
historia lo cuenta. Los historiadores profanos, los adversarios
filosóficos, los herejes, los judíos, todos
están de acuerdo sobre su origen. Lo detestan, lo atacan, pero
lo reconocen y lo constatan. Algunos de ellos explican cómo se
han realizado los milagros, pero explicar es admitir. Mas cuando leo
la historia dada por los que han seguido al Señor, hallo una
perfección de un género tan superior, que en vano he
intentado hallarla en no importa qué esfera. En algún
lugar hallaremos la moralidad, pero no el amor y la santidad
perfectamente adaptados al hombre y revelando cabalmente a Dios. En
la historia de Buda, de Apolonios de Tyane, de los santos, tenemos
narrados muchos milagros que son absurdos de poder; en cambio, en la
esfera genuinamente cristiana, todos son (salvo uno, que no hace otra
cosa que confirmar la regla de la excepción), una
revelación de bondad y poder, ejerciéndose para revelar
a Dios en su bondad en favor del hombre.
Existe la conciencia en todo ser humano —pues se juzga de una
cosa que sea buena o mala—. Es una conciencia que a menudo
está corrompida, pero el Evangelio la sitúa no
precisamente en presencia de una regla perfecta, sino ante un
ejemplo perfecto; me sitúa ante Dios en la luz (a la
conciencia no le interesa esta posición cuando la voluntad
está en actividad), pero también en presencia del
perfecto amor. No me muestra una contradicción entre el amor y
la conciencia del mal (como la vaga bondad del filósofo), sino
una obra que purifica mi conciencia y me deja en libertad de amar y
reconocer el amor de Dios sin violentar la justicia. Hallo la bondad,
la pureza, la verdad, en un mundo de pecado, ¡y me dicen que
esto es una impostura! ¿Esto es todo lo que la filosofía
puede decirme, que la paciencia, la bondad, la verdad y la pureza son
una impostura? ¡La cosa moralmente más bella del mundo
tildada de impostura! Cuando uno habla de tal manera, se degrada.
¿Es que la falsedad y la violencia son las únicas cosas
verdaderas, juntamente con la prisión cuando el egoísmo
es demasiado perjudicado en sus intereses?
Otra cosa me sorprende. El cristianismo es motivo de odio. Se
escribirán historias imparciales del budismo, del
mahometanismo; se tratará de ellos como un fenómeno;
pero el cristianismo suscita odio, oposición, voluntad propia
y pasiones. ¿Por qué, si es una impostura como lo
demás? Ello se debe a que el cristianismo revela a Dios, y
esto el hombre no lo puede soportar. Uno no se avergüenza de
profesar religiones falsas en el mundo. Se harán procesiones y
allí cada cual halla su propia gloria; pero, en cambio, del
verdadero cristianismo se siente vergüenza. ¿Por
qué?
Ahora, apreciado señor, Dios ha venido en amor. Cristo os
ofrece la vida eterna, el perdón, el gozo, la felicidad, el
conocimiento de Dios —del Padre que se revela en el Hijo—
las delicias infinitas y eternas, la salvación. Anuncia que
regresará, y que ante Él se doblará toda
rodilla; también la de los incrédulos, no importa.
Ahora es el día aceptable, en el verdadero conocimiento de la
santidad y del amor; después vendrá la calamidad por
haber rechazado este bien. De ambas cosas ¿cuál desea
para Vd.? Dios le busca ahora en amor. Cristo se ha dado por Vd. No
le rechace; hacerlo implica rechazar la vida eterna con El.»
Extractos sobre diversos temas
Montpellier, 1849.
«…Lo importante, en nuestros días, no consiste en
resolver todas las teorías eclesiásticas que parecidas
a constituciones políticas se postulan por el mundo, sino que
lo interesante es la simplicidad de la fe que se extiende hacia
adelante. Por que al estar uno convencido, se fía de
Jesús y desea seguirle.
Aunque solamente existieran dos o tres apoyándose de tal
manera en el Señor, y poseyendo personalmente las convicciones
necesarias para conducirse así, todo esto tendría
más valor que una multitud que, aun siendo creyentes, no
exhibieran este carácter...»
Nîmes, 1849.
«…Hay muchos adversarios; muchos hombres que en otro
tiempo obraban como leones rugientes y en cambio hoy querrían
mezclarlo todo empleando en este empeño unas formas educadas y
cautivadoras. O tal vez mejor, desearían que yo reconociera lo
que ha sido hecho, de suerte que no existiera ni traza de testimonio.
En lugar de postular un cisma (como antes hacían), forzados
por las circunstancias hacen una llamada a la unión, pero sin
tener la fe que reconoce a Cristo como el centro.
Para los que no perciben el estado de las cosas, esto tiene un
aspecto recomendable; en cambio, si ponemos de manifiesto y atacamos
lo que de unión solamente tiene la forma, se nos expone a
aparecer como malos y sectarios. En circunstancias semejantes, uno
debe remitirse a Dios. No hay otra alternativa. Por lo demás,
estas personas no buscan la unión como tampoco la buscaron
antes. Lo que les conduce a portarse así es el temor a que se
suscite un testimonio verdadero y al deseo que tienen de conservar
unas apariencias respetables.»
Relativo a la profecía
1848.
«…En cuanto a la profecía, la cuestión
importante consiste en que el corazón, enseñado por el
Espíritu Santo, espere con inteligencia al Esposo; que tenga
la conciencia de su relación con Cristo como tal. En tanto que
Iglesia nada tenemos que ver con la sucesión de los
acontecimientos. No somos del siglo, ni del mundo, y es precisamente
a estas esferas que los acontecimientos se aplican. Este es el punto
esencial. Si no se comprende esto, poco importa el orden de los
hechos. Es una distinción especial a mantener.
Los hechos que se desarrollan ante nuestros ojos, para mí,
no son dignos de mención propiamente hablando; son, eso
sí, un progreso de los principios y de los acontecimientos
necesarios para formar el imperio romano, consolidar la nación
alemana, que se halla fuera de sus límites, y formar, por
medio de la misma, una barrera, para que el Norte y Occidente no
choquen, antes de hallarse cara a cara en Oriente…
Precisar más allá de nuestras luces y de la Palabra
ofrece a menudo ocasión y peligro de interesarnos por las
cosas mundanas, en las cuales Dios no se interesa. Cuando el
sistema judío reaparezca, entonces tendremos hechos
positivamente terrenales; pero este momento está
aún por llegar. Entretanto nosotros estamos ahora en la esfera
moral y eterna de las cosas celestes y en conexión con un
Cristo que el cielo retiene…»
Clairac (Francia). 1848.
«…Estoy de acuerdo con Vd. Hay cosas en la
profecía sobre las que nada tengo de cierto; siempre ha sido
así en mi caso. Pero debo confesarle que temo a los
espíritus demasiado positivos. Hay cosas que son bien ciertas
para mí, pero los espíritus excesivamente positivos son
en general humanos, es decir, contemplan las cosas desde el punto de
vista humano; están poco ligados a Cristo y son estrechos.
Pero nosotros solamente hemos hecho progresos en la profecía
situándonos ante la Palabra de Dios para aprender; entonces lo
que era oscuro para nosotros un año atrás, venía
a ser un axioma el año siguiente Al mismo tiempo creo que este
temor a lo positivo tiende de un lado al carácter de mi
inteligencia, así como la necesidad de lo positivo, al
carácter de la de Vd. Note bien que no hablo de Vd., ni de
mí, sino de la forma de proseguir el estudio de la
profecía.
Los hermanos en Inglaterra, tan pronto han abandonado el
escudriñar para ocuparse en dogmatizar o formar un sistema
profético, no han adelantado nada; pero yo me regocijo de que
el corazón de Vd. se relacione con lo que le une a Cristo.
No daría ni un céntimo por toda la profecía
si no surtiera este efecto, y creo que los rasgos generales de la
misma tienen la más grande importancia para alcanzar este
objeto. Sin embargo, el conocimiento de los detalles, si uno es
equilibrado y se ciñe en no traspasar la enseñanza de
Dios, proyecta mucha luz sobre los principios de la profecía,
y nos sitúa, al mismo tiempo, en condiciones de poder
responder a las objeciones de los contradictores …»
* * *
Cuando nuestros amigos tenían ordenado y compaginado hasta
aquí todo este trabajo, Juan Reguant anunció su
regreso. Lidia recibió una carta y, desde la lectura de las
primeras líneas, su corazón saltó de gozo. Iba a
tener por una temporada, otra vez, al amado esposo. Ahora que eran ya
mayores ambos sentían más, si cabe, la necesidad de la
mutua compañía.
Juan no regresaba definitivamente. Su labor era precisa en
Castellformós. No le gustaba hacer la obra a medias. No
solamente tenía la visión de plantar, sino
también la de regar. Los dejaba por un tiempo, para
experimentar a su regreso la consistencia y la obra del
Espíritu en cada uno. Eran unos poquitos, pero si alguno
despuntaba para el servicio, quería dejarles caminar con sus
propios pies. Ocasionalmente les visitaría. Eran sus hijos en
la fe, y el amor hacia ellos le guiaba. Era constante, y sus visitas
por doquier, aunque a veces fueran espaciadas, eran sostenidas. Pero
él tenía la necesidad espiritual de venir entre los
suyos; aquel círculo de intimidad en donde habían
transcurrido las experiencias y el desarrollo de su vida en Cristo.
En donde se había formado; en donde había gozado y
llorado. Como que no era un siervo excepcional, su círculo era
restringido, pero cumplía la tarea eficazmente, consciente de
que había de responder un día ante Aquel que le
había encomendado lo «poco». No podemos escamotear
esta realidad: Reguant amaba toda la obra, pero Vilargent y lo que
este lugar representaba tocante al servicio, y como siendo una
porción del Testimonio, ocupaba un lugar de prioridad, de
preeminencia en su corazón. Allí conoció a
Cristo como su Salvador y Señor; allí conoció a
Lidia —la esposa amada y la hermana fiel; allí
creció entre padres y madres espirituales que le ayudaron en
amor y experiencia; allí aprendió a conocer su propio
corazón a medida que conocía a Dios; allí
sufrió. Conoció derrotas y amarguras, desánimos
y decepciones; tuvo sus fluctuaciones, pero nunca fue aniquilado,
porque jamás peleó a sus propias expensas; cuando el
soldado estaba en su angustia, el Capitán le libraba.
Aquella noche, como de costumbre, Roura y Graells entraban en casa
de Lidia, la cual les recibió radiante.
—Vamos —dijo el observador Roura—, no es preciso
que digas nada; Juan viene, ya se ve.
—Eres encantador, Pedro. El amor que sientes por nosotros te
hace siempre suponer lo cierto. No tengo porque ocultar mi
alegría —dijo Lidia.
—Alegría que compartimos —remachó
Graells—. Vamos a tener otra vez con nosotros al hermano amado,
gracias a Dios. ¿Cuándo llega? —Lidia
señaló el día siguiente a media mañana.
—Bien, está bien —dijo Roura—, yo
vendré a la hora de costumbre por la noche. Juan vendrá
cansado. Ya no es el hombre joven que conocí. «La casa
terrestre de nuestra habitación se deshace».
—Sí, Roura está en lo cierto, ya nos veremos
más oportunamente por la noche —añadió
Graells—; y nuestros discretos amigos dejaron las cosas
así.
Lidia agradeció con una comprensiva sonrisa la delicadeza
de sus hermanos en la fe.
Era aún temprano y antes de despedirse entraron en una
serie de consideraciones.
—Será muy oportuna la estancia de Juan entre nosotros.
Es preciso que dé su opinión y consejo en esta obra
común. Además, tiene que colaborar. Ya veréis
cómo será una ganancia y un provecho —A medida que
Roura argumentaba, se le veía más seguro y
desembarazado—. Ahora será Juan quien tenga la
última palabra en todo esto. Todo este tiempo me he visto
forzado y ha sido un ejercicio superior a mi capacidad. No estaba
seguro si mi trabajo era siempre acertado. Es bien raro que no
hayáis formulado nunca ninguna objeción. Esto no es
normal ni en las cosas fútiles de esta vida. ¿Iba a ser
una excepción un trabajo como éste, una tarea que
pertenece a una esfera superior?
—Otra vez, amado, razonas como al principio, cuando meses
atrás empezamos la tarea. Todo ha ido bien, Roura. Ya ves que
aunque poco a poco, tenemos bastante material adelantado, y cuando
Juan vea todo esto y sepa que fue iniciativa y dirección
tuya... en fin, no quiero decir exactamente cómo
reaccionará, pero ya lo verás —y Graells,
después de adelantar estos conceptos para corroborar el bien
que habían recibido por el ejercicio que su hermano en la fe
había suscitado, continuó—: Se aprende mucho
estando ocupado en estos menesteres; una cosa es leer un
artículo, una meditación, o una carta —como en el
caso que nos ocupa— y otra es hacer lo mismo, pero con la
responsabilidad de traducirlo para hacerlo entender a otros. En
primer lugar hay que interpretarlo para uno mismo, ¿y
quién es capaz si el Espíritu no nos ayuda? Él
siempre quiere ayudarnos, pero ¿y nuestra disposición?
¿Nos hallamos siempre en tal estado que este divino
Huésped pueda hacernos entender su Magisterio?
¡Cuánta paciencia en este ministerio de guiarnos a toda
verdad…! Sea cual haya sido nuestra posición (no vamos a
ocuparnos de nosotros ahora), el hecho positivo existe. Las horas
pasadas analizando lo que el venerado hermano escribió nos
dieron gozo y nos aportaron enseñanza. Hemos pues de confesar
que los primeros receptores de bendición somos nosotros al
preparar esta modesta obrita para los demás. «Vuestro
trabajo en el Señor no es vano», decía el
apóstol. Estoy más que contento de tener a Juan entre
nosotros. Le conozco bien. Él será el primero en tomar
en cuenta todo esto, pero no creas, ni por asomo, que te
relevará ni «dirigirá» en nada. Amigo Pedro,
tienes motivos para conocer la trayectoria de Juan; él nunca
«mandó», sino que fue el criado de todos nosotros y
casi siempre fue quien tomó la iniciativa y la carga de
cualquier movimiento positivo por modesto o trivial que pareciera.
Hemos de confesar que no siempre le hemos sido de ayuda, y él,
en cambio, ha soportado con paciencia nuestra inercia y falta de
dinamismo.
—Protesto, Ricardo —cortó Lidia—: Juan no
opina así de vosotros; no tiene, tocante a vuestras personas,
tales sentimientos. Habéis sido los amados hermanos que nos
fuisteis de consuelo. Los leales amigos que, en Cristo, nunca
abandonasteis a este flaco matrimonio.
La vehemencia —y no era dada a exteriorizar así sus
sentimientos— acompañaba sus palabras, dándoles
calor; fuego, porque provenían de un corazón sin
engaño. Era una protesta enardecida ante la confesión
de su hermano en la fe. ¿Quién tenía razón?
Ambos la tenían. El amor de Graells le confería la
humildad para confesar una tónica no muy acusada, pero real al
fin y al cabo, y el amor de Lidia no se daba por enterado ni
había sospechado nunca nada que se pareciera a la inercia ni a
la falta de dinamismo. El amor produce todo esto. El amor es todo lo
que expone 1ª a los Corintios cap. 13. El amor es de Dios, y aun
más que esto: Dios es amor.
Regreso de Juan Reguant
—Mis queridos hermanos. El corazón se ensancha
confiadamente entre vosotros. Otra vez entre mis amigos. Tenía
deseos de veros y compartir las experiencias de este tiempo pasado en
Castellformós. ¡Cuán grande es la gracia de
nuestro Dios! ¡Como se magnifica por medio de pobres y
débiles criaturas cual nosotros. Si vierais a aquellos pocos
hermanitos recién nacidos, reviviríais la historia de
vuestro nacimiento en Cristo. ¡Aquella experiencia única
e insólita; aquella experiencia meta-racional pero positiva;
experiencia feliz! ¿Puede acaso explicarse lo que es nacer de
nuevo? Sí, se puede explicar, pero sólo de cierta
manera: el nuevo nacimiento se explica viviendo la vida nueva que
debe acompañarle. No sabría definir la cosa en
términos más precisos. En fin, ya os iré
contando, pero Lidia ni tan siquiera me ha dado tiempo de abrazarla.
Ha empezado a extender encima de la mesa papeles y más
papeles, notas, traducciones, etc. y atropelladamente, con un
entusiasmo propio de una hermana de treinta años menos que los
suyos, «mira,» ha dicho: «mira lo que los hermanos han
hecho, mira lo que Roura ha preparado. Ha sido él quien
inició todo este trabajo». —¿Y esto qué
es? —le respondí yo. «Después de comer, te
aposentarás de nuevo en Vilargent, y tú mismo
juzgarás».
Esta escena tenía lugar en la casa de siempre: «en la
tienda de peregrino, sobria y honesta». Al caer el día,
como tantas otras jornadas del año, Roura y Graells estaban
allí sentados escuchando lo que Juan exponía. Lidia
preparaba «unas hierbas» —así denominaba a la
infusión caliente, que tan oportuna era en el tiempo
frío— y se la veía feliz en su esfera habitual. Su
esposo había llegado; tenía buen aspecto, todos estaban
contentos.
—He tenido curiosidad y deseos enormes de saber en qué
consiste todo esto —prosiguió Reguant—.
¡Oh, qué alegría, amigos míos! Esto para
mí es una bendición. Toda la tarde he estado leyendo
con provecho. ¡Hay que publicarlo enseguida!
—Hombre, por favor, Juan, pareces otro. Pareces un
niño ante un regalo —y perdona la comparación
—dijo Roura—: ¡Pero si aún no tenemos la mitad
de lo que nos proponemos! Además esperábamos a que
vinieras para que nos dieras tu opinión y leyeras los
trabajos, e hicieras tus sugerencias y expusieras y emitieras tu
juicio; es decir, que tu colaboración fuese un hecho. Y en vez
de esto, toda la conclusión de tu parte consiste en decir:
¡Hay que publicarlo enseguida!
—Querido Pedro, has juzgado rectamente. Soy un niño
ante un regalo, ni más ni menos. Este es para mí un
magnífico regalo, y lo recibo como un niño ilusionado.
¿Qué quieres que diga? ¿Qué quieres que haga?
Dime.
—Pues que nos cuentes algo más de los jóvenes
amigos de Castellformós, y mañana, si Dios quiere,
después que hayas considerado este asunto más
sosegadamente, en la velada que tendremos, tenemos ganas de
oírte. ¿Verdad que sí, hermanos?
—Claro que sí —afirmó Graells, que no
salía de su asombro por el aplomo que Roura mostraba al
dirigirse a Juan. Parecía como si los papeles se hubiesen
trocado.
Terminaron la velada dando gracias a Dios por todo lo que
habían oído y por la perspectiva de tener otra vez por
un tiempo al amado hermano.
Todos tenían interés por el coloquio de aquel
día, y Roura y Graells parecía como si
habiéndose puesto de acuerdo adelantaran su visita en una hora
por lo menos.
—Hombres, que sorpresa —dijo Lidia—. ¿Ya
estáis aquí? Pasad, pasad.
—Tal vez no somos oportunos tan temprano
—adelantó Graells.
—Vamos, dejaros de excusas. Está muy bien el que
vengáis ahora. Habéis adivinado los deseos de Juan
—y Lidia desde la puerta casi gritó—: Ya los tenemos
aquí Juan, parece como si nos hubiesen oído.
Juan salió a recibirles, les introdujo en la estancia de
siempre y por todo preámbulo se expresó así:
—Lidia me ha puesto al corriente de la dirección que
Roura ha imprimido a este trabajo. He vuelto a leer todo lo que
tenéis compaginado. He meditado y quiero daros mi fraternal
opinión.
—Eso es lo que necesitamos, dijo Roura; tu fraternal
opinión.
—Pues veréis —prosiguió Reguant—;
confieso que nunca se me ocurrió un trabajo semejante, bien
que como exponéis existan tres tomos en lengua inglesa de
dichas cartas, todas tan instructivas, interesantes y edificantes. Es
para mí un gozo hallarme en presencia de una iniciativa de
este estilo. Pero como que no solamente es una iniciativa, sino una
bendita realización, no puedo por menos que dar gracias a Dios
por la paciencia que os dio en vuestros buenos deseos,
convirtiéndolos, al fin, en una obra culminada por el
éxito. Cuando hablo de éxito me refiero, claro
está, a lo que habéis hecho, no a cómo
será recibido. Eso sólo Dios lo sabe. El trabajo es
ameno, y esto es un mérito, porque al contrario de las cartas
en inglés, este compendio y traducción van dirigidos a
otros destinatarios. En primer lugar, el tiempo nos conduce a tres
generaciones más allá del origen de las mismas y
además, desgraciadamente, hoy no nos hallamos en el estado de
lozanía ni en la unidad del avivamiento —o
despertar— que se produjo el siglo pasado después de las
guerras napoleónicas. Esto hace que se tengan que ofrecer de
tanto en tanto algunas explicaciones complementarias para ayudar a su
lectura y situar a los lectores en las vivencias históricas y
espirituales de aquel entonces. También para que los lectores
de esta obra (los lectores creyentes), sepan cuál es el origen
de su posición actual, aunque no siempre la posición
puede identificarse exactamente con el origen. Esta es otra de las
grandes miserias que han alcanzado al Testimonio. La audiencia que
puede tener no nos compete a nosotros juzgarla, pero el trabajo
aquí está, y además a disposición de los
creyentes de lengua castellana.
Me doy cuenta que estáis a punto de introducir otro tema en
el orden de vuestro trabajo; a saber: la obra del amado hermano Darby
en los países de Ultramar. Por mi parte he redactado un esbozo
como preámbulo (esta es mi aportación modesta, pero de
buena voluntad) a la inserción de las cartas que
escribió desde el vasto continente americano, hasta las que
redactó desde la lejana Australia y Nueva Zelanda. Os ruego
que lo leáis y me deis vuestra opinión. Sois vosotros
quien tenéis la responsabilidad de este trabajo. Creo que
puede ser útil. Si así lo estimáis, entonces os
adelantaré una opinión más definitiva.
—De acuerdo, dijo Roura —que cada vez cobraba más
confianza ahuyentando la timidez ante sus hermanos—, ahora esto
ya se está perfilando… —pero calló, pues
Graells le miró fijamente con una mirada entre censura y
comprensión a la vez. Roura entendió el lenguaje
silencioso de su hermano. Es cierto que Juan estaba allí, pero
las cosas debían proseguir con naturalidad. Lo que más
agrandaba a Reguant era precisamente ser uno más entre sus
hermanos.
A la noche siguiente se dio lectura al trabajito que Reguant
redactó. Estaba —desde hacía unos
años— familiarizado con la obra y el ministerio de J. N.
Darby. Todo esto le fue de mucho provecho y bendición. Y bien
que los escritos del amado siervo de Dios eran condensados y
profundos, y como ha dicho otro «de una profundidad y una
preocupación de dejar a la Palabra de Dios su alcance
indefinible para nuestra inteligencia limitada», era un hombre
capaz de informar, aunque fuera sucintamente, en lo que
atañía a la vida y a la obra de aquel venerado
conductor.
—He aquí lo que, en síntesis, he pensado
proponeros, antes de añadir las cartas que deben seguir:
-
La obra en América del Norte, Australia,
Nueva
Zelanda, Antillas y Guayana Inglesa
(La obra en Ultramar)
Cuando el Sr. Darby visitó por vez primera Estados Unidos y
Canadá, tenía sesenta y dos años. La obra estaba
ya extendida y afianzada en Inglaterra e Irlanda, así como en
varias naciones de Europa (notoriamente en Francia, Suiza, Alemania y
Holanda). Existía una pléyade de hermanos dotados y
gobernados por la gloria de Dios, de los cuales el Espíritu
Santo se servía para alimentar, cuidar y edificar a las
numerosas almas que buscaban y venían entre «los dos o
tres reunidos en el nombre de Cristo». También para estar
en la brecha y velar. El enemigo, como siempre, atacaba con tanto
más ímpetu, por cuanto veía un testimonio en el
que Cristo era engrandecido. La separación del mundo, la sola
dirección del Espíritu Santo, y el único centro
de reunión en Jesús, era lo que caracterizaba a los
hermanos en aquel entonces. Dificultades, habían existido. Un
testimonio genuino está marcado siempre por la hostilidad de
fuera y los conflictos de dentro.
Los hermanos tuvieron que sufrir, pero éste no es el lugar
de escribir la triste historia. Dios toma cuenta de los que honran Su
Nombre en la humillación y en el dolor.
Las Iglesias nacionales, y aun las Libres, estaban marcadas por el
sello del clericalismo, las formas, el mundanismo, o por todas estas
cosas a la vez. Además, los errores más groseros y las
herejías más nefastas, acompañadas por el
racionalismo, la incredulidad y la influencia creciente de Roma en
los países Protestantes, tenían entristecidas y
preocupadas a muchas almas que yacían en los diferentes
sistemas de la dividida Iglesia. «Se han llevado a mi
Señor y no sé dónde lo han puesto», era la
confesión de los que anhelaban una palabra de lo alto y un
mensaje con el poder del Espíritu.
En este tiempo, y en circunstancias espirituales peores aún
que en Inglaterra y en el Continente, se hallaba el vasto y joven
país formado por el trasplante de las más diversas
gentes de Europa. Una heterogénea gama de circunstancias
históricas, étnicas, religiosas, sociales, familiares,
etc., habían hallado acogida en las amplias, feraces, y a la
par casi despobladas tierras del otro lado del Atlántico. El
núcleo principal y dominante estaba formado por el grupo
anglosajón, pero había fuertes minorías de otras
etnias, lo cual marcó con un carácter peculiar a la
gran familia norteamericana. En 1862, los Estados Unidos eran ya un
país rico, mercantilizado y siempre con una dinámica
creciente. Había unas raíces religiosas, es bien
cierto; raíces heredadas de una tradición en otro
tiempo pujante, pero que en aquel entonces consistían —en
términos generales— de una mera etiqueta.
Como siempre, en medio de la ruina, quedaba un residuo no
identificable como grupo, diseminado por aquí y por
allá, ansioso de hallar unas directrices en que fundar el
motivo de su peregrinaje. Darby (sin hacer nunca labor de
proselitismo —era enemigo de este sistema— su deseo era
reunir las almas alrededor de Cristo y en esta dirección se
proyectó siempre su enseñanza) allá se
dirigió, maduro y ponderado, contando con el Señor, a
una edad en que muchos hombres, y más en aquel entonces, se
consideraban caducos.
Sin entusiasmos fugaces, pero como siervo consciente y probado,
sabiendo que el día tiene doce horas y que «entretanto es
de día conviene obrar», empezó su andadura
americana.
Durante quince años atravesó el Atlántico en
ambos sentidos, catorce veces, y dos el Pacífico, hasta la
lejana Australia y la Nueva Zelanda. No debemos silenciar su
permanencia en las Grandes Antillas, las Pequeñas Antillas y
la Guayana Inglesa.
Al extendernos en consideraciones sobre los Estados Unidos, no
debemos olvidar el Canadá, país en el que
proporcionalmente su obra fue más próspera
todavía.
Tomaremos extractos de su correspondencia íntima y
personal, dirigida a sus hermanos y colaboradores en el diario
quehacer de la obra del Señor. Estas cartas reflejan toda una
época de paciencia y trabajo sin desmayo, para cristalizar al
fin en unos resultados altamente positivos, ya en su vida.
Después se proyectaron más ampliamente por medio de los
que vinieron tras él, quienes, traspasando las lindes del
dinámico país, llevaron la verdad del testimonio hacia
otras esferas de bendición. Anteriormente, y por doquier, el
Espíritu de Dios sopló también en
dirección y en favor de las almas muertas dentro del
cristianismo nominal y del mundo pagano. Una pléyade de
evangelistas distinguidos se esforzaron, con éxito, en
introducir el conocimiento del amor de Dios en Cristo por medio de la
Palabra, y así miles de almas pasaron de las tinieblas a la
luz.
Inglaterra, el pequeño, fecundo y original país, era
entonces una potencia excepcional. Nunca un dominio terreno le
igualó en extensión e influencia. Fue de ahí que
inicialmente Dios tomó hombres que sembraron por doquier la
Buena Semilla. Esto dio lugar al más amplio y poderoso
despliegue de una labor misionera que se extendió, durante el
último tercio del siglo XVIII, todo el XIX, y el primer tercio
del actual, por casi toda la tierra conocida. El Espíritu
soplaba.
No entra en este modesto compendio enumerar la obra que en este
sentido obró el Espíritu de Dios. Solamente quiero
dejar constancia y dar gracias al Señor por lo que Él
mismo obró y produjo, desde los días de Wesley y
Whitefield, hasta entrado el siglo presente. No citaré
nombres, por lo demás bien conocidos de nuestros lectores, por
el temor de olvidar algunos. Dios conoce a todos y no olvida a
ninguno. Hombres insignes, que quemaron sus vidas por el amor de
Cristo en favor de los demás. ¡Alabado sea el Dios de la
gracia y de la gloria!
Pero la obra del Sr. Darby tuvo en general otro carácter,
bien que estimaba y trabajó mucho en el campo de las Buenas
Nuevas. Sin embargo Dios le dio otra tarea peculiar e
indiscutiblemente singular en su tiempo. No solamente fue el pionero,
sino el institucionalizador y plasmador de unas verdades de la
Palabra que desde siglos estaban olvidadas; a saber: el Cuerpo de
Cristo, las dispensaciones; las profecías partiendo de las
mismas (no hay otra forma de entenderlas con sentido e inteligencia,
si hacemos abstracción de ellas), y la guía, gobierno y
dirección del Espíritu Santo en la Asamblea. Todo esto,
sustentado por un fundamento ortodoxo que le capacitaba para
dirigirse confiadamente a todos los hijos de Dios, fuera cual fuera
su posición eclesiástica.
Otros le ayudaron, colaboraron con él y le siguieron. No
fue la obra de un hombre, y menos de un hombre solo, eso no, pero
sí fue el motor, y la energía primordial le fue
insuflada a él especialmente. Dios es soberano y elige a quien
quiere. En este caso, ese quién fue John Nelson Darby,
un hombre que fue siervo del Señor. Un hombre con
todos los matices y peculiaridades de hombre, pero a quien nadie
puede sustraerle el mérito de su consagración como
discípulo de Cristo.
Su memoria, como la de otros siervos de Dios, merece respeto.
—No hay duda de que es útil y de ayuda —dijo
Graells—. No todos los lectores tienen la misma medida ni el
mismo grado. Todo esto les sitúa en el tiempo y en las
circunstancias.
»En términos generales, todos los informes que
poseemos y que se relacionan con la profesión cristiana en
Norteamérica están impregnados de un ilusorio
optimismo. En realidad, la cosa no daba para desmedidos
triunfalismos. Una cosa es la obra de Dios y otra la religiosidad de
los hombres. Por lo que se trasluce en las cartas del Sr. Darby, esta
última gozaba de mucho auge, pero no así la primera.
»En fin, cuán bueno es constatar, como ha dicho el
Señor: "Mi Padre hasta ahora obra, y yo obro" (Jn 5:17).
Gracias, Juan, pienso que Roura apreciará esta
colaboración.
—Sí que la aprecio y ahora iré escogiendo las
cartas que deben acompañar a este preámbulo
—remató Roura.
—El caso es, querido Roura —intervino Juan—, que
pensaba emitir la opinión de que os hablé el otro
día.
—¡Ah! sí, es cierto. Me había olvidado,
contestó éste.
—Me doy cuenta de que, entre unas cosas y otras, tenemos
material suficiente para editar un volumen de tamaño mediano
(ciento cincuenta paginas, tal vez); por eso me apresuré a
decir: ¡ha de publicarse enseguida! Esta expresión no fue
producto del entusiasmo, sino de la reflexión. ¿Por
qué no podemos adelantar a nuestros lectores una amplia
muestra de lo que os propusisteis hacer, sin esperar al final de toda
la tarea? Esto será más ligero de digerir.
Habéis de tener en cuenta el carácter profundo del
ministerio del Sr. Darby. Hablo por mí. En mi juventud me
sentí animado a leer el ministerio escrito del amado siervo de
Dios. No me era demasiado fácil, en aquel entonces, una
lectura sostenida de sus escritos. Y aun hoy prefiero más bien
leer unas pocas páginas solamente con la Palabra ante mis
ojos, en vez de darme a una lectura exhaustiva, por interesante que
sea. Haciéndolo así, con oración, saco
más provecho en la exposición que hace de sus
ejercicios, y además comprendo mejor las verdades de las
Escrituras. Con esto no quiero medir a los demás con mi
medida, ni tampoco medirme con la medida de los demás.
Sólo es una sugerencia que os hago. Casi todos los hermanos
que en alguna manera han seguido el ministerio de J. N. Darby opinan
así, porque la experiencia ha sido análoga.
¿Verdad, Graells, que éste ha sido también tu
caso? —Graells asintió con la cabeza.
—Pero es una lástima —exclamó Pedro
Roura—. Ahora estamos lanzados y el trabajo será menor,
proporcionalmente, y esto sin añadir el gasto de la
impresión. ¿Hemos de presentar la obra en dos tomos?
—¿Por qué no? No es ningún mal. Se trata
de que sea más útil y práctico para los
demás —respondió Reguant.
—Sí, pero..., —iba a continuar Roura, mas Juan,
extendiendo su mano hacia adelante con aire solemne y un tinte
irónico en su voz, expuso lo siguiente—:
—Seguramente olvidáis que nosotros no somos otra cosa
que unos instrumentos imaginativos; Unos personajes intangibles e
irreales. El compilador de estas notas, el traductor de estas cartas,
aquél que en su fantasía nos hizo aparecer en escena,
cuando un día le pregunté la razón de nuestro
protagonismo ficticio, me contestó:
«Os necesitaba, Juan. No me atrevía a escribir en
forma tajante y definitiva salvo en casos que por su naturaleza u
origen son definitivos: No podía (ni aún puedo ni
quiero), establecer conclusiones incontestables. Hay cosas en que los
humanos (y más en el orden de lo que es divino), debemos
conducirnos con mucha humildad en la exposición de nuestras
apreciaciones. ¿Quién es suficiente para emitir una
opinión definitiva en ciertos casos? En cambio, vosotros me
habéis ayudado con vuestro protagonismo: Habéis hablado
y discutido. Habéis considerado y discrepado. Habéis
concordado o no —eso vamos a dejarlo—, pero habéis
convivido con amor durante muchos años, y vuestras charlas,
vuestras tomas de posición y vuestros ejercicios (de los
cuales he sido un testigo favorecido), han quedado escritos.
Habéis prosperado en el conocimiento y no os habéis
envanecido, ni tampoco tenido envidia el uno del otro. En una
palabra: os habéis honrado. Vivís en Vilargent, y os
convenía ser así. De otra manera nadie os hubiese hecho
caso. Aquí las palabras de los hombres tienen poco peso, pero
la conducta (aun contando con la frivolidad de la gente) a veces se
impone: Habéis sido "letras conocidas y leídas de todos
los hombres".
»Este protagonismo ficticio merece ser real. —Yo os
saludo, amigos míos, porque representáis un ideal
de difícil vivencia.
»Un día os diré: gracias, hermanos, y os
despediré. Habréis terminado vuestra labor, y en lo que
toca a vosotros, yo la mía.»
—Esto me dijo aquel día.
—Hoy, después de tanto tiempo, con voz conmovida, pero
con firme resolución, se ha dirigido nuevamente a mí:
«Juan, di a tus amigos simbólicos, y a tu
también simbólica esposa, que debéis ocultaros
por un tiempo; tal vez para siempre, no sé. Pero si un
día os necesito, volveré a llamaros.
¿Acudiréis? —Pienso que sí, porque yo
también he aprendido a amaros y sé que sois sensibles
al amor.
»Ahora estoy un poco fatigado para continuar, y vosotros
también, porque os habéis movido bastante. Un tiempo de
reposo nos irá bien a todos.»
—Ya ves, amado Roura, concluyó Reguant, que no podemos
argumentar más. Demos el manuscrito a la imprenta y,
juntamente con el autor, encomendemos esta obrita a la bondad de
Dios.
Apéndice
Después de meditar sobre la vida y el servicio del Sr.
Darby, no puedo hacer por menos que añadir, aparte de este
breve compendio, dos consideraciones personales en relación
con el venerado conductor que nos legó —después de
haberlo administrado fielmente—, el bagaje de los vastos
conocimientos que Dios le impartió.
—La primera se refiere a su vida sentimental y la segunda a
su carácter personal.
Según habrán observado los lectores de J. N. Darby,
destacó su servicio por encima de su persona, aun en el bien
entendido que una cosa no puede disociarse de la otra.
¿Qué sabemos de él? ¿Existe una
biografía que celebre sus dotes humanas? ¿Que las
realce? ¿Que las aplauda? Podía haberse escrito, pero en
el epitafio de su tumba recordamos que está grabada y
transcribimos su lacónica autobiografía: «John
Nelson Darby. Desconocido y sin embargo conocido. Partió para
estar con Cristo el 29 de abril de 1882 a los 81 años de edad.
2ª Corintios 5:21.»
Esto es todo lo que le importaba de su persona. Su delicado
sentido poético (de ello testifican los numerosos y profundos
himnos que dejó escritos) le hizo redactar estos cuatro
versos, que damos en traducción libre y que expresan el sentir
de un alma que no tiene otro fin que el de glorificar a Cristo.
- Señor, que nada espere sino es en Ti.
- Que mi vida tenga como único objetivo
- servirte a Ti, en esta tierra desconocido,
- y, después, Tu gozo celeste compartir.
Este era su deseo, pero, aunque sea brevemente, pienso que es de
utilidad el que nos ocupemos de una faceta de su vida tal vez no muy
conocida por la mayoría de nuestros lectores.
Es evidente que en su juventud, entre los 28 y 32 años,
contactó con un corazón femenino de alta sensibilidad.
La Vizcondesa de Powerscourt, joven viuda de Lord Powerscourt,
cristiano distinguido y ferviente cristiana ella también. Su
nombre de soltera había sido Teodosia Howard, y conoció
a Cristo como su Salvador a los 19 años de edad. En 1823, dos
años después de su matrimonio, quedó viuda, y es
difícil precisar después de este acontecimiento,
cuándo llegó a conocer a J. N. Darby.
En 1827, en Aldbury Park (Surrey, Inglaterra), tuvieron lugar unas
conferencias dadas por Henry Drummond, metodista inglés que
residía en Ginebra y estaba en relación con los
cristianos del Avivamiento. La Vizcondesa de Powerscourt
asistió a las mismas. Tuvo tal gozo que su deseo fue que
tuvieran lugar otras parecidas en su agradable residencia de
Powerscourt House, cerca de Bray, en el condado de Wicklow. En estas
reuniones participaron Darby, J. G. Bellet y otros hermanos entre
1827 y 1828. ¿Fue acaso allí donde nació el afecto
por el cual tomaron la mutua decisión de contraer matrimonio?
¿Tal vez fue algo más tarde? No lo sé. No creo que
tenga más o menos importancia la fecha en sí. Lo que
realmente es de señalar es el hecho de que J. N. Darby y Lady
Powerscourt se amaban y habían dispuesto unir sus vidas
terrenales en matrimonio ante Dios y ante los hombres.
Era una decisión normal y loable. Pero no llegaron a
casarse. ¿Qué sucedió?
Darby comunicó su futuro matrimonio a los hermanos de la
localidad (sin poderlo afirmar categóricamente, seguramente
los de Dublín, Irlanda). Estos ruegan al Señor para que
el hermano desista, y aún suplican al mismo Darby para que
renuncie a su decisión. (Lo hacían para que pudiera
consagrarse sin traba alguna al servicio del Señor, 1ª
Corintios 7:32.) Oyendo la voz de los hermanos toma la
decisión de cancelar su compromiso si Lady Powerscourt accede.
Esta atiende las razones del hombre amado, y con dolor —un dolor
que había de conducirla a la muerte— accede a romper
mutuamente la promesa.
Todo esto, así tan breve y sucintamente expresado, es un
drama. Fue una cosa muy triste.
¿Hemos de argüir que no se amaban lo suficiente? No; no
estamos autorizados a pensar de tal manera. Cuando se traspasa la
edad en que la vanidad de la vida y del mundo no puede
empequeñecer la visión de lo que representa el amor de
unos corazones consagrados al servicio del Maestro, uno puede valorar
lo que condiciona una renuncia semejante. Ahora bien,
¿obró Darby prudentemente al seguir el consejo de sus
hermanos en este caso? ¿Venía este consejo de la parte de
Dios? Todos tenemos la opción en plantearnos estos
interrogantes.
Vivimos a una distancia respetable, en el tiempo y en la historia,
de aquellas circunstancias. No podemos ser osados a responder
definitivamente ni en forma positiva o negativa. Poseemos, eso
sí, alguna ayuda documentada que generalmente sirve como pista
válida en los casos del sentimiento humano, pero siempre
difícil cuando este sentimiento tiene la característica
del amor en su vertiente prematrimonial.
Me he comprometido a dos consideraciones (no a dos soluciones o
juicios), y una de ellas se refiere —como queda dicho— a la
vida sentimental.
John Nelson Darby y Lady Powerscourt se amaban. Debían pues
haberse casado, puesto que eran libres. Así lo habían
determinado y así se habían comprometido. Sin embargo
sacrificaron el amor efímero de los cuatro días de su
peregrinación terrestre por otro amor que sobrepuja a todo
entendimiento, del cual ellos eran conscientes de ser inmerecidos
objetos, y renunciaron el uno al otro.
Pero no eran ángeles, sino que eran humanos, y esto
dejó una huella en sus corazones. «He renunciado al
matrimonio pero he herido a un corazón», decía
Darby al hablar de ella. Por su parte ella escribía a una
amiga: «Es enormemente penoso ser un instrumento de
aflicción para una persona que nos ama y a la cual amamos, de
tener la apariencia de la ingratitud y la dureza, y de saber que
él es alguien en este desierto cuyo pensamiento es para
nosotros, y que sufre por nosotros y a quien no podemos dar consuelo
alguno después de haber pronunciado un no.»
Otra vez respondiendo a Darby, se expresa así:
«Mi querido señor. No puedo dejar vuestro amado
billete sin respuesta, y tengo necesidad de testificaros mi
reconocimiento, a pesar de que cada vez que os veo, o bien oigo
hablar de vos, una profunda tristeza me invade, y este sentimiento
que embarga mi corazón no puedo vencerlo en todo el
día. De todas formas no nos hemos separado para siempre;
¡oh! no; sé que seré para vos un tema de gozo, y
esta seguridad me regocija. ¡Cuán dulce es pensar en la
unión íntima e inseparable de los creyentes! Estando
todos en particular unidos a Jesús, también deben
estarlo los unos con los otros, y por muchos que sean los esfuerzos
de Satán, nunca podrá separarlos. La vida que circula
en ellos es la misma, y es en el corazón de Jesús que
se hacen sentir las pulsaciones…
Le ruego que me considere, querido señor, como la amiga con
más tierno afecto y la más reconocida que haya en el
mundo.»
T. A. Powerscourt.
Es innegable que la huella existe, y sus resultados se desprenden
si nos sensibilizamos con las líneas leídas.
Resta añadir que Lady Powerscourt continuó habitando
en su castillo cerca de Bray, en una región montañosa y
en una época en que las comunicaciones eran difíciles.
Su servicio de amor y de consolación tuvo su campo de
acción allí, entre unos labriegos pobres, en su mayor
parte católicos, los cuales constituían el vecindario
de aquella agreste comarca.
Alguien que la conoció de cerca y que después de la
muerte de la Vizcondesa reunió y publicó ochenta de sus
cartas en un volumen titulado «La simpatía
cristiana», decía de ella: «Lady Powerscourt
unía a una firmeza poco común la dulzura femenina
más exquisita. Podía consolar a los que se hallaban en
cualquier tribulación, por medio de la consolación con
que ella misma había sido consolada de Dios. Por ella se ha
derramado a los pies de Su Salvador el puro perfume de un vaso de
alabastro roto».
La última carta del volumen está fechada en
diciembre de 1836, y poco después —según su deseo
tantas veces expresado—, «partió para estar con
Cristo, lo cual es mucho mejor».
Darby continuó su peregrinaje absorbido por la
consagración a la obra del Señor y por los combates por
la verdad que le había sido confiada. Su persona estuvo
caracterizada por un compendio de noble simplicidad en sus
hábitos y en sus maneras. Los cánticos que
redactó —y que fueron numerosos— se distinguen por
un sentido poético de cadencia delicada. Aun estando marcados
por un sello muy personal y una concisión que no permiten una
airosa traducción al castellano, existen algunos que nos
ofrecen la posibilidad de valorar lo profundo de sus ejercicios,
tanto en lo relativo a la persona de Cristo, a la posición del
creyente, como a la aridez del desierto. Su voz era agradable, pero
su dicción no era la de un orador como por ejemplo William
Kelly. Eso sí, la solidez de sus argumentos cuando tomaba la
Palabra de Dios como base eran irrefutables, sus conclusiones eran
sólidas, macizas. Difícilmente recusables.
Falto de una delicada y femenina influencia y dotado a la par del
espíritu impulsivo y vivo de los irlandeses, conducía
la lucha con un vigor no siempre irreprochable. Cuando se enfrentaba
a alguien que ponía en entredicho la persona de Cristo, o bien
cuando se fomentaban errores doctrinales siempre nefastos para el
rebaño del Señor, o también cuando el
racionalismo asomaba su faz, descarada o veladamente
—según el caso—, no tenía demasiadas
contemplaciones con los adversarios. Cristo era el todo para
él.
Pero nadie puede negar que tuvo un corazón profundamente
sensible. Su generosidad (siendo joven prodigó su fortuna
personal en favor de los pobres campesinos irlandeses entre los
cuales empezó su ministerio), el interés diario en
favor de los enfermos, su paciencia con los débiles, lo ha
demostrado profusamente.
¿Y qué decir de la enternecedora página que a
sus cincuenta años consagró a la madre que apenas
conoció, y cuyo retrato fue lo único que podía
recordarle los rasgos y la dulzura de su mirada?
El esquema de este apéndice ha sido formado por notas
traducidas, entresacadas o deducidas de la obra que redactada por F.
Cuendet, apareció en 1935 en su primera edición, cuyo
título, Acordaos de vuestros pastores, ha venido a mis
manos a punto de dar a la imprenta el presente volumen. Es por esto
que me veo obligado a publicarlo como apéndice y no en el
cuerpo de la obra en donde seguramente hallaría un lugar
más adecuado, pero no he querido omitir estos rasgos
personales y estas circunstancias sentimentales de la vida del
honrado siervo de Dios, una vez he tenido conocimiento de ellas.
Por lo que se deduce de su breve obra, F. Cuendet fue un hermano
suizo que en su niñez y juventud conoció al Sr. Darby
cuando éste visitó en numerosas ocasiones el
país del autor, tal vez cuando el amado hermano era anciano.
Habiendo vivido y conocido íntimamente a muchos de los
más directos contemporáneos de Darby, seguramente
estaba cualificado para informarnos y opinar en relación con
el amado conductor. Es por esto que me he tomado la libertad de hacer
uso del libro publicado por Editions, Bibles et Traités
Chrétiens de Vevey, con agradecimiento.
En la edición de 1935, redactada en Ginebra, sobresalen
estas líneas, breves pero definitivas: «Sus escritos, los
hemos apreciado; su labor intensa ha ganado nuestra
admiración, pero al constatar de cerca su congoja y
sufrimiento, lo hemos amado.» Hermosa expresión y hermoso
sentimiento.
En otro lugar el recuerdo y el dolor se funden: «En 1858,
Darby se instala en Londres, en el número 3 de la Plaza
Lonsdale, en el barrio mayormente popular de Islington, donde
también se halla ubicado el vasto local de Parks Street. En
1888 me había desplazado a Londres para seguir las
conferencias que se daban en la espaciosa sala. Hacía seis
años que su voz no se oía más allí, pero
cuanto menos, me paseé meditativo y emocionado por el islote
formado por la vieja plaza —de un encanto austero y
discreto—, y dirigí la mirada hacia las altas ventanas de
la casa en donde Darby pasó los últimos 24 años
de su vida.
Fue allí en ese lugar —que es todo un
símbolo— donde fueron reunidos por el esfuerzo de un
trabajo prodigioso, los complejos y necesarios materiales para la
traducción de la Biblia en tres idiomas».
Tomando nuevamente el hilo del carácter y los sentimientos
de Darby, continúa: «¿Qué pensar de la pena
que le desgarró, cuando también por amor de los
hermanos que le suplicaron rompió unos lazos, ruptura que fue
causa de la muerte de la mujer amada? En lo sucesivo, ninguna
esperanza de hogar, y en la residencia solitaria de Lonsdale Square,
tampoco la voz animosa de una compañera le acogerá y le
reconfortará a la vuelta de los duros combates o de las largas
ausencias.»
Considero que la opinión del hermano es comprensible en
grado sumo, bien que yo no pueda juzgar la cosa tan decisivamente
como él hace. El patetismo de estos últimos
párrafos es evidente, pero tras los hechos que existieron, el
dolor que compartieron y las consecuencias que tocaron, se hallaba la
dulce consolación y la tierna simpatía de Jesús.
De ese Jesús en quien ellos confiaban y se apoyaban. De ese
Jesús que jamás defrauda.
Las motivaciones de sus decisiones mutuas no tuvieron otro objeto
que una mayor consagración a Aquel que les dio una nueva vida
y la valoración de la excelencia de la misma. Es cierto que se
trasluce la realidad de una carga que pesaba demasiado, en particular
para la resistencia del corazón de la noble dama, pero el
Señor la descargó de su aflicción terrena
recogiéndola a Sí, cambiando su tristeza en el gozo de
estar con Cristo «lo cual es mucho mejor». Del Sr. Darby,
no podemos pensar que por su parte viviera de continuo bajo los
efectos de una causa que había puesto en las manos de Dios.
Que sintiera nostalgia alguna vez; que el sentimiento de la
soledad gravitara en su corazón, no debe extrañarnos
—era un hombre—, pero también es evidente que la
gracia le sostuvo, el espíritu de nazareo le bastó y le
hizo experimentar la suficiencia de un Amor que siempre está
en actividad en favor de seres tan débiles como somos.
En cuanto a su carácter, la tónica del mismo,
según se deduce, estuvo marcado por la firmeza. No dudamos que
a la firmeza le faltara alguna vez la dulzura, pero no el amor. Es
posible que en según que circunstancias, el tono,
además de ser firme, fuese áspero. Fue un hombre de
combate (muy a su pesar), y los lectores deben recordar la historia
del apóstol Pablo, antes de juzgar y sacar conclusiones sobre
los detalles negativos que siempre hallaremos aun en una vida
consagrada. Con todo, hemos de apreciar su profunda piedad, su
humildad personal y el valor que tenía la cruz en su
experiencia diaria. Solamente aquellos que trataron de empañar
o empequeñecer la gloria de Cristo tuvieron que ver por un
lado con la sabiduría, y también por el otro con la
energía indomable de quien se juzgaba severamente en la
presencia de Dios. Si por esta actitud de celo algunos han censurado
el espíritu impulsivo de su carácter, hemos de recordar
que solamente el Hombre perfecto ha podido sentir una santa
indignación sin contaminar su inmaculada naturaleza.
Una seguridad nos queda, y ésta consiste en que todo
será claro en su día. Entonces los hechos, las palabras
y todo lo que motivó ambas cosas, así como lo
más recóndito de los corazones, será manifiesto
ante el tribunal de Cristo. En la luz transparente de una
apreciación exacta y verdadera quedará expuesto todo lo
que se hizo para el Señor. También el volumen de paja y
hojarasca que se ha amontonado para gloria propia en
pseudo-ministerios en los que las motivaciones hayan tenido por
objeto promocionar al hombre religioso en la carne. Esto será
una pérdida, pero en medio del espectáculo que ofrece
un hombre salvo, así como a través del fuego,
resaltará el esplendor de la gloria de aquella gracia que nos
soportó en nuestras inconsecuencias. (2 Co 5:10; l Co
3:11-15).
Ahora bien, entre tanto somos dejados en el yermo cual peregrinos
celestes, esforcémonos en imitar la conducta de las vidas que
nos dejaron como ejemplo aquellos conductores que nos hablaron la
Palabra de Dios. (He 13:7).
* * *
«¿Que Juan Reguant, Lidia Serra, Pedro Roura y Ricardo
Graells son personajes ficticios? ¿Que se trata de una
historieta? Puede que sí, pero puede que no. Mas en cualquiera
de ambas vertientes que miremos, no me negaréis que fuera de
desear que o bien la ficción deviniera realidad, o bien que la
realidad no fuera una ficción.»
FIN
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- JOHN NELSON DARBY
- Ignorado, mas conocido
- Publicado por el autor, Celestino Sanz Catalán
- C/ Doctor Gimbernat, nº 42
- SABADELL (Barcelona)
- Primera edición 1978
- Maquetación y presentación electrónica:
- SEDIN - Servicio Evangélico de Documentación e
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- Apartado 2002 - 08200 SABADELL (Barcelona) ESPAÑA
- © 1999 SEDIN - Reservados todos los derechos tanto de
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Gracias a José María Capuz y Sonia Alegre por el
trabajo de digitalización y primera corrección de la
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- Imprenta Salvadó - Vallirana, 60 - Barcelona-6
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