John
N. Darby
LA PAZ CON DIOS—CÓMO ENTRAR EN ELLA*—Traducción del inglés:
¿Cómo
puedo llegar a tener paz con Dios? Él
«ha hecho la paz mediante la sangre de su
cruz». Esto no lo niego; lo creo; pero no
gozo de paz. ¿Cómo puedo tener esta
paz yo mismo? «Justificados, pues, por la fe,
tenemos paz para con Dios.» (Ro. 5:1) Bien,
sé que así está escrito, pero
no tengo esta paz; esto lo sé: Quisiera
tenerla, y a veces me parece que no creo en
absoluto. Le veo feliz: ¿Cómo se
puede conseguir esta felicidad del alma? Entonces, ¿usted no piensa que sea
una presunción estar en paz con Dios en la
certidumbre de Su favor, y por ello tener la seguridad
de nuestra propia salvación? Creo
que por mi parte lo sería; pero veo esta
seguridad en la Escritura, y por ello debe ser
cosa cierta; y veo a algunos que gozan del favor
divino, algunos en los que se ve como realidad.
Pero no sé como alcanzarla. Me siento
afligido cuando pienso en esto, aunque voy pasando
de día en día como otros cristianos;
pero cuando se suscita esta cuestión,
sé que no tengo paz, que no tengo la
seguridad de que el favor divino repose sobre
mí, así como veo a usted y a otros
gozando de este favor. Y es algo grave, porque si
«justificados, pues, por la fe, tenemos paz
para con Dios», como usted dice, y como
sé que dice la Escritura, yo no tengo paz
con Dios; entonces, ¿cómo puedo ser
justificado? La razón es que usted no posee el
verdadero conocimiento de la justificación por
fe. No digo que usted no esté justificado
delante de Dios, pero su conciencia no ha entrado en
posesión de ello. Los Reformadores, todos
ellos, iban más lejos que yo. Todos ellos
sostenían que si alguien no tenía la
certidumbre de su propia salvación, no estaba
justificado en absoluto. Ahora bien, todo el que cree
en el Hijo de Dios queda, delante de Dios, justificado
de todas las cosas. Pero hasta que no contempla esto
como enseñado de parte de Dios, hasta que no
interioriza el valor de la obra de Cristo, no tiene
conciencia de ello en su propia alma, y, naturalmente,
si es sincero, como lo es usted, no posee paz; y esta
paz no queda sólidamente establecida hasta que
conoce que está en Cristo, así como que
Cristo murió por él; y el ir pasando de
día en día de tantos cristianos, como
usted lo expresa, es algo falso y vacío, algo
que en un momento u otro tiene que desmoronarse. Es
esto lo que a menudo causa angustia en el lecho de la
muerte. Y el carácter de la actividad cristiana
queda tristemente afectado y se hace como un deber,
una especie de medio para ser feliz, en lugar de ser
una actividad en el poder del Espíritu que
realiza un alma en paz. Si alguien es verdaderamente sincero, y
camina delante de Dios, no puede reposar en su
espíritu hasta que goza de paz con Él, y
cuanto más profundos sean estos ejercicios de
corazón, tanto mejor. Pero Él ha hecho
la paz mediante la sangre de la cruz. Todos estos
ejercicios resultan sencillamente en llevar a la
superficie las malas hierbas, como cuando se ara y
luego se grada un campo. Son útiles en este
sentido, y necesarios; pero no son la cosecha que
produce la fe en la obra consumada de Cristo. Su obra
está acabada. Él, «ahora, en la
consumación de los siglos, se presentó
una vez para siempre por el sacrificio de sí
mismo para quitar de en medio el pecado» (He.
9:26); y Él ha «acabado la obra que Su
padre le había dado que hiciera» (cp. Jn.
17:4). Esta obra, que quita nuestro pecado,
está completa y ha sido aceptada por Dios. Si
acudes a Dios por Él, si tus pecados no han
sido todos quitados mediante esta obra, de una manera
completa y para siempre, entonces nunca podrán
serlo, porque Él no puede volver a morir; y
esta obra ha sido realizada toda por «un solo
sacrificio por los pecados» (He. 10:12), pues en
otro caso, como razona el apóstol en Hebreos 9:
«le hubiera sido necesario padecer muchas
veces». Veo
esto ahora más claramente, y que es una
obra perfecta, acabada, hecha una vez para
siempre. ¿Entonces, qué más
quiere, para tener paz? Es
precisamente esto lo que quiero ver con claridad. Antes de hablar de su estado y de sus
dificultades, deseo de verdad que la obra misma quede
expresada claramente y que la comprendamos bien.
¿Quién llevó a cabo esta obra? Cristo,
naturalmente. ¿Y qué puso usted de su
parte en la realización de esta obra? Nada. Nada, desde luego, a no ser que digamos
sus pecados. ¿Y a qué estado de su alma
es de aplicación: a un estado de piedad o de
impiedad? ¿Pero
... no debo ser santo? Desde luego, porque somos llamados a
«la santidad, sin la cual nadie verá al
Señor». Pero, ¿ve usted con
qué rapidez, y con qué instinto de
justicia propia, se aparta de la obra de Cristo hacia
su propia santidad — a lo que usted es? Es muy curioso
lo que le cuesta al hombre captar aquello que expone
la nulidad de sus obras y de su autoaprobación.
Sin embargo, su deseo de santidad es el deseo que
procede del hombre renovado. Si usted fuese
indiferente a la misma, entonces la primera tarea
debería ser despertar su conciencia, en lugar
de hablar de paz; más bien, se trataría
de quebrantar una falsa paz. Pero ahora estamos
indagando acerca de cómo un alma angustiada
puede hallar la paz. Así
es. A veces me siento tristemente indiferente, y
eso es una cosa que me aflige; pero no tengo paz,
y daría cualquier cosa por conseguirla. No me cabe duda de que tal indiferencia
retarda en cierto sentido que usted pueda encontrar la
paz, pero tenemos que aprender con humildad lo que
somos; el deseo de ganar una cantidad de dinero
daría más empuje a muchas almas. Pero le
repito mi pregunta: «Sencillamente, esta obra de
Cristo ¿se aplica a su impiedad o a su piedad,
o al menos a un estado mejorado?» Pues
sencillamente a mi impiedad, claro. Sin duda alguna. Por consiguiente, no a
su santidad, si hubiera alguna, ni a ningún
estado mejorado. Sin embargo, ¿qué es lo
que está usted esperando para conseguir la paz?
¿Acaso a un estado mejorado del alma? Pues,
sí, claro. Entonces está en un error, porque
aquello mediante lo que Cristo «ha hecho la
paz» se aplica a su impiedad. Su deseo es
correcto, pero está invirtiendo los
términos, y pone el carro delante del caballo,
según el dicho popular: está buscando
ser santo para conseguir a Cristo, en lugar de
acogerse a Cristo para adquirir la santidad. Pero
espero Su ayuda para alcanzarla. Esto lo creo, pero está usted
buscando Su ayuda, no acogiéndose a Su obra o
derramamiento de sangre para la paz. Usted necesita
justicia, no ayuda. Necesitamos Su ayuda cada momento
cuando estamos justificados. Él es el autor de
cada buen pensamiento en nosotros antes de ello. Pero
esto no es paz, ni Su derramamiento de sangre, ni
justicia. Con todo, esta búsqueda no queda sin
fruto, porque nos lleva a ver que uno no puede
conseguir lo que busca. No será de esta manera
que encontraremos santidad, ni paz. Pero, al descubrir
que no podemos, y que cuando «el querer el bien
está en mí», encontramos empero
que no lo está «el hacerlo» (Ro.
7:18). Entonces esto le llevará, por la gracia,
y sabiendo que no hay bien en uno mismo, a aquello que
sí nos da la paz —la obra de Cristo—y no al
propio estado y a la obra de gracia en uno mismo.
Desde luego, esta obra la lleva Dios a cabo; pero no
es para llevarnos a contemplarla como el camino a la
paz, sino a través de ella y más
allá de nosotros mismos, de manera sencilla y
absoluta a la obra de Cristo y a Su aceptación
de parte de Dios. Pero pasemos ahora a esto:
¿dónde se encuentra usted delante de
Dios? No
lo sé. Y esto es precisamente lo que me
aflige. ¿Está usted perdido? Espero
que no. Naturalmente, por naturaleza estamos
perdidos; pero tengo la esperanza de que hay una
obra de gracia en mí, aunque a veces lo
dudo. Supongamos que usted estuviese ahora
delante de Dios, y que se tuviera que decidir su caso,
¿dónde quedaría usted, si, como
debe serlo en un juicio, se tuviera que decidir por
sus obras? ¿Tiene usted confianza? Tengo
la esperanza de que iría bien: no puedo
dejar de pensar que hay en mí una obra de
gracia; pero no puedo pensar en el juicio sin
temor. Tengo confianza de que hay una obra de
gracia en usted —esto no lo dudo; pero aquí
tenemos el punto crucial de nuestra indagación:
Lo que usted necesita es estar en presencia de Dios, y
saber allí que si Dios entra en juicio con
usted (como tiene que ser en justicia y respecto a su
estado y obras) que, sencillamente, ¡usted
estaría perdido! Usted es pecador, y un pecador
no puede mantenerse en absoluto ante Dios en
cuestión de juicio. No es ayuda lo que usted
necesita allí —es decir, si nos encontramos
realmente en presencia de Dios—, sino justicia, y esto
es lo que usted no tiene (me refiero por lo que
respecta a su propia fe y conciencia, por medio de y
en las que poseemos dicha justicia). Sólo la
justicia puede ser suficiente delante de Dios; y
además es la justicia de Dios, porque nosotros
no tenemos ninguna, y es sólo esta la que
podemos encontrar. Y esto tampoco lo produce la obra
de gracia en nosotros. Es por fe, mediante la obra de
Cristo, y es en Él que la poseemos; es por
medio de Él que Dios justifica al impío. Esto se puede ilustrar con el caso del
hijo pródigo. Hubo una obra de Dios en
él; volvió en sí,
descubrió que estaba pereciendo, y
emprendió el camino hacia su padre. Al
emprender camino reconoce sus pecados, y añade:
«hazme como a uno de tus jornaleros»
(Lc. 15:19). Aquí tenemos sinceridad,
conciencia de la bondad divina, y conciencia de
pecado, y estaba extrayendo conclusiones acerca de lo
que podría esperar cuando se encontrase con su
padre; y así le sucede a usted. Él
tenía lo que en la Cristiandad se llama
humildad y una humilde esperanza; estaba extrayendo
conclusiones al modo que usted lo está
haciendo, conclusiones que demostraban
—¿qué?— que nunca había conocido
a su padre. Él no podría razonar acerca
de cómo sería recibido cuando llegase a
su encuentro, si lo había conocido. Cuando
llegó ante su padre, no se encuentra ni palabra
pidiendo que le hiciese «como a uno de sus
jornaleros». Hubo la plena confesión de
pecado, y su previa experiencia lo había
conducido en sus harapos hasta su padre, en sus
pecados (no amándolos, sino en ellos y
confesándolos). El efecto del proceso anterior
fue que entonces se encontró con Dios, respecto
de su conciencia, en sus pecados, y esto era todo; y
su padre se echó sobre su cuello —la gracia
reinó— y que obtuvo el mejor vestido,
representando a Cristo, la justicia de Dios, la cual
no se la había proporcionado ningún
progreso, y de la que antes no había
poseído nada. Era algo nuevo que le fue
conferido. En presencia de Dios, lo
que necesitamos es Cristo, no progreso; la justicia y
justificación mediante Él, no ayuda ni
mejora. Dios nos ha ayudado, o no hubiésemos
llegado ahí. Ha habido progreso, pero el progreso
ha consistido en traernos a la presencia de Dios, no
para juzgar el progreso y tener esperanza por el mismo,
sino para juzgar el pecado delante de Él y saber
que Él no puede aceptar nada del mismo, y para
encontrar a Cristo como nuestra perfecta
aceptación delante de Él en lugar de
nosotros —a Cristo,
que ha llevado nuestros pecados— a Cristo, justicia
nuestra, perfecta, absoluta y eterna. No es
contemplando nuestro progreso que encontramos paz. Si
así fuere, tendríamos que decir:
«Justificados, pues, por la experiencia, tenemos
paz para con Dios», pero esto no lo dice en
absoluto la palabra de Dios. El verdadero progreso en
cuanto a esto es ser conducidos a la presencia de Dios
como meros pecadores totalmente perdidos, confesando
nuestros pecados, y que «en mí, esto es,
en mi carne, no mora el bien»; y con ello a la
conciencia de que estamos perdidos por lo que respecta
a nuestra propia condición presente. No es cuestión de lo que seremos,
o de cómo se juzgará lo que somos en el
día del juicio, sino el descubrimiento de lo
que somos —de nuestros pecados concretos y de nuestra
naturaleza pecaminosa— lo que es el verdadero tormento
de un alma recta, y de obtener a Cristo en lugar de
todo lo anterior —«el mejor vestido» en lugar de nuestros
«harapos»—, cuando lleguemos a la presencia de Dios
en ellos. Hemos encontrado a Cristo y hemos
creído en Él. Él ha sido la
propiciación por nuestros pecados, siendo que
los llevó en Su propio cuerpo en el madero; y,
teniendo a Cristo, Él es nuestra justicia; Dios
condenó el pecado en la carne cuando Él
se presentó en ofrenda por el mismo (Ro. 8: 3),
y nosotros no estamos «en la carne», sino
«en Cristo». En lugar de Adán y sus
pecados, es decir, nosotros mismos, tenemos a Cristo y
el valor de Su obra. Esto es verdad de cada uno que cree en
Él, que acude a Dios por Él. Si nosotros
fuésemos tan sencillos como la Escritura, lo
captaríamos en el acto. Pero no lo somos, y
tenemos que ser curados de la pretensión de
propia justicia en nuestros corazones, y descubrir,
como meros pecadores delante de Dios, que Dios, en
amor, ha afrontado la cuestión de nuestros
pecados y de nuestra naturaleza malvada, ha anticipado
el día del juicio, y ha resuelto la
cuestión del pecado para cada uno que acude a
Dios mediante Cristo, «una vez para
siempre», en la cruz (He. 10:10), ha resuelto la
cuestión de aquellos pecados por los que yo
hubiera tenido que responder en el día del
juicio; y la ha resuelto quitándolos de en
medio según Su propia justicia, y que
allí quedó resuelta nuestra forma
más plena de pecado en la carne contra Dios, es
decir, nuestra enemistad contra Dios, cuando Dios hizo
frente al pecado, en gracia hacia nosotros, pero en
juicio contra el pecado. El pecado y Dios se
encontraron en la cruz, donde Cristo fue hecho pecado
por nosotros, y por Su muerte hemos muerto al mismo, y
somos el fruto de la aflicción de Su alma
delante de Dios. Él ha llevado los pecados de
muchos, y se presentó para quitar de en medio
el pecado —glorificó a Dios acerca del pecado
en justicia en aquella hora trascendental. Él
tomó sobre Sí lo que yo merecía;
yo recibo el fruto de lo que Él ha hecho. Hablando de forma práctica, yo
acudo a Dios como Abel, con aquel sacrificio en mi
mano; Dios tiene que aceptar su valor; yo tengo el
testimonio de que soy justo: este testimonio se da
acerca de mis dones; soy aceptado en conformidad al
valor del sacrificio de Cristo a los ojos de Dios; y
acompañando a esto está la
confesión de un justo fin de mí mismo;
no de una mejora en mi estado; acudo con Cristo en mi
mano, por así decirlo, con mi Cordero inmolado,
y el testimonio se da acerca de mi don. Dios contempla
este don cuando yo acudo por medio del mismo, y no
contempla mi estado, el cual, al acudir yo así,
es manifiestamente el de un pecador y sólo un
pecador, por lo que se refiere a sus propios
merecimientos, excluido de Dios. Pero,
¿acaso no debo yo aceptar a Cristo? ¡Ah, como el «yo» se
introduce a través de los más benditos
testimonios de los caminos de Dios para con nosotros
en gracia. Yo digo: aquí está Cristo de
parte de Dios para usted —el Cordero de Dios. Usted
responde: «Pero, ¿acaso no debo yo ...» No
me sorprende. No es una reprensión de mi parte;
es la naturaleza humana, mi naturaleza en la carne;
pero, dígame: ¿no se sentiría
usted feliz de tenerlo a Él? Desde
luego que sí. Entonces, su verdadera pregunta no es
acerca de aceptarlo, sino acerca de si Dios realmente
se lo ha presentado realmente a usted, y la vida
eterna en Él. Un alma sencilla diría:
«¿Aceptar? ¡Cuán agradecido
estoy de poderlo recibir!», pero como no todos
son tan sencillos, diré algo acerca de esto
también. Si usted hubiera ofendido gravemente a
alguien, y un amigo trata de ofrecerle una
reparación, ¿quién debería
aceptarla? Pues,
la persona ofendida, claro. Desde luego. ¿Y quién fue
ofendido por sus pecados? Pues,
Dios, claro. ¿Y quién debe aceptar la
satisfacción? Pues,
Dios es quien debe hacerlo. Así es. ¿Cree usted que
Él la ha aceptado? Sin
duda alguna. Y Él está— Satisfecho. Y usted, ¿no lo está? ¡Claro!
Ahora lo comprendo. Cristo ha llevado a cabo toda
la obra, y Dios lo ha aceptado, y no puede haber
ya más cuestión acerca de mi culpa o
de mi justicia. Él es esto último
por mí delante de Dios. ¡Es
maravilloso! ¡Y tan sencillo! Pero,
¿cómo no lo he visto antes!
¡Qué torpeza de mi parte! Esto es fe en la obra de Cristo, no
nuestra aceptación, aunque la aceptamos bien
dispuestos, ni creer que Dios lo ha hecho. Ya no tiene
usted necesidad de indagar acerca de si cree. El
objeto lo tiene ahora delante de su alma, visto por
ella: lo que Dios ha revelado es conocido al verlo
así por fe. Usted tiene la certidumbre de esto,
no de su propio estado. Igual que usted ve la
lámpara que tiene delante, no porque conoce el
estado de sus ojos; usted conoce el estado de sus ojos
al ver la lámpara. Pero usted dice:
¡Qué torpeza de mi parte! Cierto, es
siempre así. Pero deje ahora que le pregunte
qué estaba buscando: ¿a Cristo, o la
santidad en usted mismo y un mejor estado de alma? Pues
... la santidad y un mejor estado de alma. No es extraño entonces que no
viera a Cristo. Ahora bien, esto es lo que Dios
designa como sujetarse a la justicia de Dios (cp. Ro.
10:3), encontrar una justicia que ni procede de
nosotros ni está en nosotros, sino encontrar a
Cristo delante de Dios, y el sometimiento de una
orgullosa voluntad, mediante la gracia, para ser
salvos mediante aquello que no es nuestro ni
está en nosotros. Es Cristo en lugar del yo, en
lugar de nuestro lugar en la carne. Si usted hubiera
alcanzado paz en la manera en que la buscaba,
¿de quién se hubiera sentido satisfecho? De
mí mismo. Precisamente. ¿Y que hubiera sido
una cosa así? Nada verdaderamente real, y por
así decirlo, hubiera significado la
exclusión de Cristo, excepto como ayuda;
excluyéndolo como justicia y paz. Y como un
alma recta verdaderamente enseñada por Dios no
puede realmente quedar satisfecha consigo misma, y
aunque confiando en amor si anda con Dios, permanece
sin paz, durante años quizá, hasta que
se sujeta por fin a la justicia de Dios. Y ahora
observemos otro punto: que el alma en paz con Dios
puede ahora contemplar a Cristo para aprender.
Él no sólo llevó nuestros
pecados, y murió al pecado, y clausuró
toda la historia del viejo hombre en la muerte para
los que creen, habiendo ellos sido crucificados
juntamente con Él, sino que Él ha
glorificado a Dios en esta obra (Jn 12: 31, 33; 17: 4,
5), y de este modo ha obtenido un lugar para el hombre
en la gloria de Dios, y un lugar de aceptación
efectiva y presente, según la naturaleza y el
favor de Dios a quién Él ha glorificado;
y este es nuestro lugar delante de Dios. No se trata
sólo de que el viejo hombre y sus pecados hayan
quedado fuera de la vista de Dios, sino que estamos en
Cristo delante de Dios; y de esto tenemos conciencia
por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Jn
14:20), aceptados en el Amado, y con el favor divino
descansando sobre nosotros como sobre Él. Y
así también Él habita en
nosotros; y esto conduce a una verdadera santidad
práctica. Somos santificados, apartados para
Dios por Su sangre; pero lo somos en la
posesión de Su vida, o de Él como
nuestra vida, y del Espíritu Santo; y
éstos, o, si usted quiere, Él mismo,
viene a ser la medida de nuestro andar y de nuestra
relación con Dios. No somos nuestros, sino
comprados por precio, y nada inconsecuente con Su
sangre, y con su precio y con su poder en nuestros
corazones es digno de un cristiano. Esto queda expresado de una manera
hermosa en figuras en el Antiguo Testamento (cp. Lv.
14). Cuando un leproso quedaba limpio, además
del sacrificio que se ofrecía, se ponía
de la sangre en el lóbulo de su oído
derecho, en el pulgar de la mano derecha y en el
pulgar del pie derecho. Todo pensamiento, toda
acción, y todo andar que no puedan pasar la
prueba de aquella sangre quedan excluidos del
pensamiento y de la vida del cristiano. Qué
dicha, quedar liberados de este mundo y del cuerpo de
pecado en la práctica, y tener aquella preciosa
sangre como el motivo, la medida y la seguridad de
ello; que todo aquello que contrista al
Espíritu Santo de Dios, por quien somos
sellados cuando somos así rociados, es indigno
de un cristiano, al considerar que habita en
Él. Y aquella preciosa sangre, y el amor de
Cristo manifestado al derramarla, vienen a ser el
motivo, y el Espíritu Santo el poder, de la
devoción y del amor al andar como Cristo
anduvo. Si estamos en Cristo, Cristo está en
nosotros; y lo sabemos por el Consolador que nos ha
sido dado (Jn 14); y nosotros somos la carta de Cristo
en este mundo: la vida de Jesús se debe
manifestar en nuestro cuerpo mortal. Pero
su norma es muy elevada. Es sencillamente lo que tenemos en la
Escritura. «El que dice que permanece en
él, debe andar como él anduvo» (1
Jn. 2:6). Es Dios mismo que nos es presentado como
modelo, siendo Cristo la expresión de lo que es
divino en un hombre. «Sed, pues, imitadores de
Dios como hijos amados. Y andad en amor, como
también Cristo nos amó, y se
entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda
y sacrificio a Dios en olor fragante» (Ef. 5:1).
Y aquí no hay límite: «En esto
hemos conocido el amor, en que él puso su vida
por nosotros; también nosotros debemos poner
nuestras vidas por los hermanos» (1 Jn. 3:16).
«Ahora sois luz en el Señor; andad como
hijos de luz» (Ef. 5:8). Pero aquí se
puede observar que no hay nada legalista, nada por lo
que estemos tratando de justificarnos a nosotros
mismos delante de Dios. Muchos dirían que la
plena gracia y seguridad nos dan libertad para hacer
como nos plazca; que, si somos totalmente salvos,
¿cuáles son los motivos o la necesidad
de ningunas obras? Pero este es un argumento odioso.
Como si no hubiera ningún otro motivo para
obrar que «salvarnos», ningún otro
motivo que una esclavitud y obligación legal, y
que, si somos salvos, todo motivo se desvanece.
¿Acaso los ángeles no tienen un motivo?
Un razonamiento así es un error total, un
extravío absoluto, en el que no
podríamos caer en cosas humanas.
¿Qué diríamos de la manera de
razonar de alguien que nos dijese que los hijos de
alguien están exentos de toda obligación
porque son ciertamente y siempre sus hijos? Yo
diría que ellos están siempre y
ciertamente bajo obligación, precisamente
porque son siempre y ciertamente sus hijos, y que si
no lo fuesen, la obligación se
desvanecería. Esto
está bien claro, aunque nunca lo
había pensado así. Pero, ¿no
querrá usted decir que no teníamos
ninguna obligación antes de ser hijos de
Dios? No, no digo tal cosa, sino que no
estábamos bajo aquella obligación en
concreto. Uno no puede estar bajo la obligación
de vivir como cristiano hasta que se es cristiano.
Sí que estábamos bajo la
obligación de vivir como los hombres debieran
vivir, como hombres en la carne delante de Dios; y el
perfecto criterio de esto era la ley. Pero en base a
dicho criterio estábamos completamente
perdidos, como ya hemos visto. Ahora estamos
plenamente salvados, aquellos que creemos por gracia,
y somos todos los tales hijos de Dios por la fe en
Cristo Jesús. Y nuestros deberes son los que
corresponden a los hijos de Dios. Los deberes siempre
emanan, como también los afectos
correspondientes, de las relaciones en las que
estamos, y la conciencia de la relación es la
fuente y el carácter del deber; aunque nuestro
olvido de la misma no altera la obligación. Y
así, la Escritura siempre dice: «Sed, pues,
imitadores de Dios como hijos amados» (Ef. 5:1);
«Vestíos, pues, como escogidos de Dios,
santos y amados, de entrañable
misericordia» (Col. 3:12). Los afectos y deberes
que se corresponden emanan de la posición en la
que ya nos encontramos; nunca son el medio para
alcanzar dicha posición. Gozamos de ella cuando
andamos de manera correspondiente; más bien,
gozamos de la luz y del favor de Dios, de
comunión con Él en dicha
posición. Pero, observemos, nuestro fallo en
fidelidad no lleva a dudar de la relación,
sino, debido a que estamos en ella, a censurarnos por
nuestra inconsecuencia con nuestra posición. Es
aquí que entra la actuación de Cristo
como nuestro abogado, y otras verdades acerca de las
que no puedo tratar ahora, pero que son del mayor
valor en su lugar. Sólo quiero hacer notar que
la abogacía de Cristo no es el medio por el que
obtenemos justicia, sino que está fundada en
dicha justicia y en que Cristo ha llevado a cabo la
propiciación por nuestros pecados. Tampoco se
trata de que acudimos a Él para que
actúe abogando por nosotros, sino que Él
se presenta por nosotros porque hemos pecado. Cristo
ya había rogado por Pedro antes que él
hubiera siquiera cometido el pecado (Lc. 22:32), y
precisamente por aquello que era necesario; no para
que no fuese zarandeado; lo necesitaba; pero para que
su fe no faltase cuando fuese zarandeado. ¡Ah,
si supiéramos cómo confiar en Él!
Veamos cómo, en medio de Sus enemigos,
lanzó una mirada hacia Pedro en el momento
preciso para quebrantar su corazón! ¡Qué
sencillas se ven las cosas cuando contemplamos la
palabra de Dios; y cómo cambia todos
nuestros pensamientos acerca de Dios! ¡Uno
entra en un estado totalmente nuevo! Cierto, muy cierto, y esto lleva a otros
dos puntos que querría hacer observar. Hemos
contemplado la obra de Cristo como dando
satisfacción, más aún,
glorificando a Dios, porque teníamos que ver
cómo se podía obtener la justicia. Pero
debemos recordar que fue el soberano amor de Dios el
que dio a Cristo, y que en este mismo amor Él
se ofreció a Sí mismo por nosotros. No
es para nosotros que reina la justicia; esto
será desde luego cierto en el porvenir, cuando
el juicio vuelva para justicia, cuando Dios
vendrá y juzgará la tierra. Pero para
nosotros reina la gracia, la bondad soberana, Dios
mismo, mediante la justicia, una justicia divina, como
hemos visto, que nos da un puesto en la gloria en
presencia de Dios en conformidad con la
aceptación de Cristo, y como Él. Es la
gracia soberana la que da a un pecador un puesto con
el Hijo de Dios, hecho conformes a Su imagen. Sin
embargo es en justicia; porque Su sangre y obra
reclaman plena y necesariamente tal puesto, como hemos
visto en Juan 13 y 17. Y ahora «nos gloriamos en
Dios por el Señor nuestro Jesucristo»
(Ro. 5:11). Lo conocemos como amor (y este amor como
la suma de todo nuestro gozo y bendición), pero
en justicia en Cristo, porque somos hechos justicia de
Dios en Él. Conocemos a Dios en amor, y somos
reconciliados con Él. Es un lugar bendito, un
lugar de afectos santos y de reposo en paz. Tenemos
comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo.
¿Qué es la comunión? Está
claro, pensamientos, gozos y sentimientos en
común. Pensemos en esto —con el Padre y con Su
Hijo Jesucristo! Esto
es maravilloso. Me es difícil abarcarlo. Bien, tenemos que buscar que Cristo
habite por la fe en nuestros corazones, quedando
arraigados y cimentados en amor, a fin de ser capaces
de comprender. Pero si el Espíritu Santo que
habita en nosotros es la fuente de nuestros
pensamientos, gozos y sentimientos, aunque podamos ser unos
seres pobres y débiles, no podrán ser
discordantes con los del Padre y el Hijo. ¿No
se deleita el corazón del cristiano en Cristo,
en Sus palabras, en Su obediencia, en Su santidad, en
Su sacrificio de Él mismo a la voluntad del
Padre? ¿Y no se deleita el Padre en todo ello?
Nosotros desde luego de una manera muy deficiente y
limitada; Él, infinitamente; pero el objeto es
el mismo. Él es el escogido de Dios y precioso,
y para los que creen, Él es precioso. No voy
más allá que citar esto como una
ilustración. Esta es una cuestión de la
vida diaria y de diligencia de corazón; pero se
puede comprender que aquello que procede del
Espíritu Santo tiene que amoldarse a la mente
del Padre y del Hijo. Esto
es evidente, pero, ¡es tan nuevo para
mí! ¡Me encuentro dentro de un mundo
tan diferente! Si esto es así,
¿dónde estamos todos nosotros? Esto dejaré que usted lo pondere,
y que escudriñe la palabra para ver si estas
cosas son así; si acaso la Escritura, que
reconoce plenamente que pasamos a través de
ejercicios de corazón en nuestra andadura hacia
todo ello, contempla jamás al cristiano como
algo menos que perdonado y aceptado en el Amado, o lo
conoce más bien como uno que no ha recibido
«el espíritu de esclavitud para estar
otra vez en temor, sino que habéis recibido el
espíritu de adopción, por el cual
clamamos: ¡Abba, Padre!» Pero,
si aceptamos esto, entonces hay un pasaje de las
Escrituras que no comprendo. Se nos manda:
«Examinaos a vosotros mismos si
estáis en la fe»; y lo que usted ha
expuesto, me parece, descarta esto. No se nos manda tal cosa. Muchas almas
sinceras están haciendo esto mismo, y de
natural todos pasamos por este camino. Pero
está ahí, en la Escritura. Estas palabras forman parte de una
oración en 2 Corintios 13:3, 5. Pero el
comienzo de la oración es este: «pues
buscáis una prueba de que habla Cristo en
mí, ... [luego hay un paréntesis] ...
examinaos a vosotros mismos
si estáis en la fe». Lo que aquí
tenemos es una respuesta mordaz. Los corintios
habían puesto en duda que Cristo hablase
mediante Pablo y la realidad de su apostolado, como se
puede ver leyendo ambas epístolas. Y les dice,
como argumento final: «Será mejor que os
examinéis a vosotros mismos:
¿cómo llegásteis a ser
cristianos?», porque él había sido
el medio de la conversión de ellos. Por esto
añade luego: «¿O no os
conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo
está en vosotros, a menos que estéis
reprobados?» ¿Cómo llegó a
estar Él allí? Está apelando a la
certidumbre de ellos para demostrar su apostolado,
para vergüenza de ellos: pero lo que no hay es un
mandamiento a examinarnos si estamos en la fe.
Está muy bien examinar si estamos viviendo como
es digno de esta fe, pero entonces estamos hablando de
algo muy diferente. Un hijo hace bien en hacer esto
con referencia a su conducta; sería muy triste
hacer lo otro y examinar si es realmente hijo. La
conciencia, la conciencia inalienable de una
relación, es algo diferente de ser coherentes
con ella; y no debemos confundir lo uno con lo otro.
La pérdida de la conciencia de la
relación (que, no obstante, no creo que suceda
cuando se posee realmente, excepto en casos de una
disciplina divina por pecados) destruye el fundamento
del deber y la posibilidad de los afectos que se
corresponden con la misma. Examinemos bien este pasaje
en su contexto. Lo
veo bien claro. No hay nada que complete la
cláusula, «pues buscáis una
prueba de que habla Cristo en mí,» si
no la conectamos con esto. Y, en todo caso, el
sentido del razonamiento del apóstol queda
claro, apela a la certidumbre de ellos:
«¿O no os conocéis a vosotros
mismos?» Esto último carecería
de sentido si tuviesen el deber de examinarse si
era así. Pero, ¿adónde
habríamos llegado con la Escritura? Más bien, ¿adónde
habríamos llegado sin ella? No se lee e indaga
como se debiera. Hágalo, y la verdad se le
aclarará: sólo que con toda certeza
necesitamos la gracia de Dios y buscarlo a Él,
para poder recibir «como niños
recién nacidos, la leche espiritual no
adulterada». Tengo un punto todavía que quiero
tratar rápidamente, para clarificar nuestros
pensamientos sobre el tema acerca del que estamos
indagando. Al recibir a Cristo recibimos la vida.
«Y éste es el testimonio», dice Juan: «que Dios nos ha dado vida
eterna; y esta vida está en su Hijo. El que
tiene al Hijo, tiene la vida» (1 Jn. 5:11, 12).
Entre esta vida y la carne no hay ningún
pensamiento en común. Si no somos conscientes
de la redención, ser vivificados (sin salir de
bajo la ley y del sentimiento de nuestra
responsabilidad) nos pone en aflicción de
corazón al encontrar el pecado en nosotros,
como vemos en Romanos 7. Si somos conscientes de la
redención, y hemos sido sellados por el
Espíritu, con todo «el deseo de la carne
es contra el Espíritu, y el del Espíritu
es contra la carne» (Gá. 5:17); son
contrarios como siempre entre sí. Pero si somos
guiados por el Espíritu, no estamos bajo la
ley. Ahora bien, usted ha estado tratando de llegar a
conclusiones esperanzadoras intentando encontrar
señales de vida en usted mismo; poseyendo
sólo una comprensión general acerca de
la bondad de Dios, que siempre acompaña a la
verdadera conversión, fortalecida por el
conocimiento de que Cristo murió. Pero todo
este razonamiento acerca de usted mismo no es en
absoluto fe en la redención. Esto lo
dejó a usted todavía en perspectivas del
juicio, aunque con una mejor esperanza; o, al
menos, si al contemplar la cruz usted veía que
allí estaba lo que usted necesitaba como
pecador, seguía buscando alguna cosa mejor
dentro de usted mismo; no podía decir que
poseía lo que usted necesitaba en la cruz
—más aún, que era el fruto de la misma,
por lo que hace a su estado delante de Dios; y cuando
se volvía para hacer frente al juicio, su
estado no podía darle ninguna buena esperanza
ante el mismo. La vida no es redención. Ambas
cosas pertenecen al creyente, pero son cosas
diferentes. Usted buscaba pruebas de vida, y
concluía que, si estaban allí,
podría pasar bien por el juicio; ¡y
quizá, de alguna manera vaga, introducía
a Cristo como suplemento! Creo
que ha descrito mi caso bastante bien. Ahora bien, cuando las personas viven en
cercanía de Dios con sencillez de
corazón, predomina la conciencia de la bondad
de Dios, y hay el sabor de la piedad; pero cuando no
lo hacen así, hay intranquilidad y
agitación; predomina una conciencia acusadora,
y se sienten infelices, o incluso profundamente
atemorizadas. Pero en ninguno de ambos casos se conoce
realmente la redención; no se conoce que Cristo
ha tomado nuestro puesto en el juicio y que nos ha
dado el Suyo en gloria, y que sólo nos queda
esperar la adopción misma, la redención
del cuerpo. La manera en la que las Escrituras unen
estas dos verdades es en la resurrección de
Cristo. Ahí está el poder de la vida y
el sello de la aceptación de Su obra —Su salida
plena fuera de las consecuencias de nuestro pecado
para entrar en otro estado. Y así nosotros con
Él. Estábamos muertos en pecado,
expuestos al juicio, y bajo muerte; Cristo desciende
del cielo, cumpliendo al morir la obra de quitar
nuestro pecado; y nosotros estamos muertos con
Él; y luego Él y nosotros con Él
somos resucitados, en consecuencia de la obra
consumada y de la aceptación de la misma por
parte de Dios. Él nos ha vivificado juntamente
con Él, perdonándonos todos los pecados.
Se trata de vida, cuyo pleno poder divino se
manifiesta en resurrección; no sólo se
trata de la comunicación de la vida eterna,
sino de la liberación que nos sitúa
fuera del estado en que estábamos, y de nuestra
entrada en otro diferente; no externamente
todavía, claro, pero de forma real por la
posesión de esta vida. La redención
significa, aunque mediante precio, una
liberación que me saca del estado en que
estaba, y que me introduce en otro, en libertad. Por
ello hablamos de la redención del cuerpo, que
todavía no tenemos. La vida por sí misma
no da esto; por medio de ella sentimos la carga del
antiguo estado en que nos encontramos; pero cuando
descubrimos que estamos también redimidos,
sabemos que hemos sido traídos, al precio de la
muerte de Cristo, fuera del viejo estado en
Adán en que estábamos, y a Cristo. De
ahí que tenemos «confianza en el
día del juicio; pues como él es,
así somos nosotros en este mundo». No
puedo seguir del todo el curso de los conceptos
escriturarios que usted menciona. Tendré
que aprender estas cosas; pero veo la diferencia
entre la redención y la vida, aunque ambas
cosas las tenemos ahora en Cristo. Él ha
muerto y ha resucitado. Supongo que tenía
vida antes; pero ahora he comprendido
también, en cierta medida, la
redención. Sí, claro que usted estaba
redimido. Y con seguridad Dios había obrado en
gracia con usted, como usted decía; pero, como
ya se ha dicho, usted contemplaba esto con vistas a un
Dios de juicio, con vislumbres del amor divino, pero
no tenía fe en una redención consumada.
Vea como el razonamiento del apóstol es de
aplicación a esto en Romanos 5:19: «por
la obediencia de uno, los muchos serán
constituidos justos». Entonces, cuando la carne
reacciona diciendo: «Entonces puedo vivir en
pecado», ¿cuál es la respuesta? La
respuesta es: ¡No, de ningún modo! Esto
significaría ponerse de nuevo bajo las demandas
de la ley, y destruir de nuevo lo que se enseña
acerca de la obediencia de Cristo. En absoluto:
«los que hemos muerto al pecado,
¿cómo viviremos aún en
él?» Usted ha sido bautizado a la muerte
de Cristo, y es cristiano al tener parte en Su muerte.
¿Cómo, si ha muerto con Él al
pecado, puede vivir en pecado? Ahora somos libres para
presentarnos a Dios, como vivos de entre los muertos. Bien,
en tanto que los viejos fundamentos permanecen,
esto hace de todo algo nuevo. No es en absoluto la
misma manera de presentar el cristianismo. Tengo
que meditarlo, aunque ya contemplo de manera bien
diferente mi fundamento para la paz; o, mejor
dicho, tengo dicho fundamento para la paz, y antes
no lo tenía. Pero veo que todo esto
está en la Escritura, y tengo que
escudriñarlo.
La verdad es que la gran mayoría
de cristianos genuinos y sinceros están como
los de fuera, con la esperanza de que todo vaya bien
cuando entren; en lugar de estar adentro y manifestar
lo que allí está ante el mundo, como
carta de Cristo. Pero
según usted deberíamos ser
cristianos radicales, muertos, como usted dice, al
mundo y a todo. Desde luego. «El hombre de doble
ánimo es inconstante en todos sus
caminos» (Stg. 1:8). Es el ojo sencillo el que
hace que todo el cuerpo se llene de luz. No somos
nuestros. El nuevo hombre no puede tener sus intereses
aquí; sí su servicio, igual que Cristo
lo tuvo; en nada tuvo Él aquí Sus
intereses. Somos crucificados al mundo, y el mundo a
nosotros; y así hemos crucificado la carne con
sus pasiones y deseos. Es preciso recordar que la
carne codicia contra el Espíritu, y que esto
precisa de vigilancia, por lo que se refiere a nuestra
peregrinación por el desierto: «ocupaos
en vuestra salvación con temor y
temblor»; y esto no porque nuestra
posición sea incierta, sino «porque Dios
es el que en vosotros produce así el querer
como el hacer, por su buena voluntad» (Fil.
2:12, 13); y es arriesgado mantener la causa de Dios
cuando la carne está en nosotros, y
Satanás dispone del mundo para obstaculizarnos
y engañarnos. Pero no se desanime, porque Dios
está obrando en usted; mayor es Aquel que
está en nosotros que el que está en el
mundo. No puede encontrarse con las dificultades del
desierto a no ser que haya sido redimido de Egipto.
«Bástate mi gracia», nos dice
Cristo. «Mi poder se perfecciona en la
debilidad» (2 Co. 12:9). «Si Dios es por
nosotros, ¿quién contra nosotros?»
(Ro. 8:31). El secreto reside en la humildad de
corazón y en la conciencia de nuestra
dependencia, mirando confiados a Cristo, que nos ha
salvado y nos ha llamado con llamamiento santo. Nunca
desconfiará demasiado de sí mismo, ni
confiará demasiado en Dios. Por la
redención es llevado a Dios, y se encuentra en
el lugar de Su pueblo, y ahora (podemos decir esto de
Sus hijos, y de la iglesia, como tales) es puesto
aquí para manifestar Su gloria. El verdadero
conocimiento de la redención nos introduce en
una perfecta paz, en una verdadera y constante
dependencia del Redentor. Pero si no se tiene lo
primero, no se puede tener lo segundo; y no se puede
andar con Dios si no se está reconciliado con
Él. Es
verdad. No crea que quiero plantear objeciones:
pero tengo todavía una pregunta que hacer;
quiero clarificar estas cuestiones. Se nos ha
enseñado a depender de las promesas de Dios
y a confiar en ellas para nuestra
salvación; este es el lenguaje que
oímos constantemente, y no veo, si usted
está en lo cierto, cómo vincular
exactamente esto con confiar en las promesas para
salvación; y desde luego deberíamos
poder hacerlo. La respuesta es muy simple, y me alegra
que haya planteado esta cuestión. Es
precisamente en estas cuestiones que tenemos que
indagar. Confiar en las promesas de Dios es algo
ciertamente correcto; esto es cierto; y además
tenemos promesas sumamente preciosas. Pero,
dígame: ¿hay alguna promesa de que
Cristo vendrá y morirá y
resucitará de nuevo? No:
Él ha venido, ha muerto y ha resucitado, y
está a la diestra de Dios. Así, esto no puede ser una
promesa, porque es un hecho consumado. Para Abraham
era una promesa, e hizo bien en creerla como tal. Para
nosotros es un hecho consumado, y tenemos que creerlo
como tal. Y así es como habla la Escritura.
Él creyó que aquello que Dios
había prometido era también poderoso
para hacerlo. Pero creemos que aquello cuya eficacia
nos salva Él ya lo ha llevado a cabo.
Sería incredulidad tratarlo como todavía
una promesa; y así está escrito:
«a nosotros a quienes ha de ser contada, esto
es, a los que creemos en el que levantó de los
muertos a Jesús, Señor nuestro»
(Ro. 4:24). Encontraremos ambos pasajes juntos,
hablando acerca de esta precisa cuestión, al
final de Romanos 4. Por lo que se refiere a ayuda en
nuestro peregrinar hacia nuestro destino, hay muchas y
maravillosas promesas. «No te
desampararé, ni te dejaré» (He.
13:5). «Fiel es Dios, que no os dejará
ser tentados más de lo que podéis
resistir» (1 Co. 10:13). «[Mis ovejas] no
perecerán jamás, ni nadie las
arrebatará de mi mano» (Jn. 10:28).
«El cual también os confirmará
hasta el fin, para que seáis irreprensibles en
el día de nuestro Señor
Jesucristo» (1 Co. 1:8). Podría citar
muchas otras que ofrecen la mayor consolación y
que son de gran valor para nosotros en medio de las
dificultades del camino. Pero la obra en la que tengo
que creer como la que me justifica y me reconcilia con
Dios, como aquella única que quita
perfectamente mis pecados y me redime para Dios, no es
una promesa, ni puede ser considerada como tal. Es un
hecho consumado, una obra ya aceptada por Dios. Queda
claro; en verdad, nada puede ser más
sencillo y claro cuando se expone. Lo que
justifica ante Dios no es una promesa, en
absoluto, sino un hecho consumado. Nunca
había observado este pasaje en Romanos 4.
Queda muy claro. ¡De qué manera tan
descuidada llegamos a leer las Escrituras! Pero,
desde luego, la verdad que usted expone resulta
evidente por sí misma. Déjeme ahora, ya que hemos tocado
este punto, que le llame la atención a otra
cosa acerca de la forma en que se expone la obra y el
testimonio de la gracia. Puede observar que en el
pasaje en Romanos 4 se menciona, no «creer en
Cristo», cosa por otra parte muy cierta, sino
«en el que levantó de los muertos a
Jesús, Señor nuestro». Igual con
Pedro, «mediante el cual creéis en Dios,
quien le resucitó de los muertos y le ha dado
gloria» (1 P. 1:21). Y así habla el mismo
Señor acerca de Su venida al mundo: «El
que oye mi palabra, y cree al que me envió
...» (Jn. 5:24). Y en realidad conocemos a Dios
mismo solamente al conocerlo mediante Cristo. Si lo
conozco así, lo conozco como Dios nuestro
Salvador; como Aquel que no escatimó a Su
propio Hijo por mí: como Aquel que, cuando
Cristo estaba muerto por haber llevado nuestros
pecados, lo levantó de los muertos. En una
palabra, no sólo creo en Cristo, sino en Aquel
que ha dado a Cristo y que ha reconocido Su obra; que
ha dado al hombre gloria en Él; como un Dios
que vino a salvar, no como uno que está
esperando poder juzgarme. Creo en el por medio de
Cristo. Cuando Israel hubo pasado el Mar Rojo,
creyeron en un Dios que los había liberado y
llevado a Sí mismo; y así es conmigo. No
conozco otro Dios que este. Si creo en Él por
Cristo, espero una promesa, la redención del
cuerpo, como el pleno resultado de Su obra. Así
el cristianismo nos proporciona afectos presentes, en
paz, en una relación conocida, y el poder
capacitador de la esperanza; las dos cosas que dan
bendición y energía al hombre respecto
de su posición; porque el amor es la fuente de
todo. Amor, porque Él nos amó primero; y
encontrar nuestro gozo en Él; amor hacia otros,
como partícipes de Su naturaleza, y Cristo
habitando en nuestros corazones, de modo que el amor
nos constriñe. Usted
presenta al cristiano como una persona maravillosa
en el mundo; pero somos muy débiles para
una posición así. Nunca podría presentarlo en mis
palabras como Dios lo presenta en las Suyas. En cuanto
a nuestra debilidad, cuanto más la sintamos,
tanto mejor. El poder de Cristo se perfecciona en
nuestra debilidad. © SEDIN 2012
![]()
SEDIN
||| General English Index ||| Coordinadora Creacionista ||| Museo de Máquinas Moleculares ||| ||| Libros recomendados ||| orígenes ||| vida cristiana ||| bibliografía general ||| ||| Temas de actualidad ||| Documentos en PDF (clasificados por temas) ||| |
Indice: Índice castellano
|