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Difícilmente se podrá negar que la fe pascual en la
Resurrección de Cristo constituye el núcleo esencial
del cristianismo. Con frecuencia se ha debatido si
dicha convicción está arraigada en mitos, en
alucinaciones o en la historia. Algunos han sostenido
que la Resurrección de Cristo es un mito que sigue el
modelo de prototipos de dioses de la fertilidad que
mueren y resucitan. Otros arguyen que unas visiones
subjetivas del Cristo resucitado fueron suficientes
para convencer a los discípulos de que su Maestro no
estaba muerto. Incluso aquellos que no abrigan dudas
acerca de la historicidad de la vida y muerte de
Cristo difieren acerca de cómo se puede considerar la
Resurrección históricamente. Examinaremos las
evidencias para estas alternativas. La Pascua como MitoA. Dioses de la fertilidad que mueren y
resucitan La teoría de que existía un culto muy extendido al dios de la fertilidad que moría y resucitaba —Tamuz en Mesopotamia, Adonis en Siria, Attis en Asia Menor y Osiris en Egipto— la propuso Sir James Frazer, que reunió una masa de paralelismos en la sección IV de su obra monumental La Rama Dorada (1906, reimpresión en 1961 en sus ediciones en inglés, The Golden Bough). Este punto de vista ha sido adoptado por muchos que no son bien sabedores de lo endeble de su fundamento. La explicación de la Resurrección cristiana mediante este enfoque de religiones comparadas quedó incluso reflejado en la propaganda oficial soviética (cf. Paul de Surgy, editor, The Resurrection and Modern Biblical Thought [La Resurrección y el moderno pensamiento bíblico], 1966, págs. 1, 131). En la década de 1930, tres influyentes eruditos
franceses, M. Goguel, C. Guignebert y A. Loisy,
interpretaron el cristianismo como una religión
sincretista constituida bajo la influencia de las
religiones helenísticas de misterio. Según A. Loisy
(«The Christian Mystery [El misterio cristiano]», Hibbert
Journal, X [1911-12], 51), Cristo era «un
salvador-dios a la manera de un Osiris, un Attis, un
Mitra. … Como Adonis, Osiris y Attis sufrió una muerte
violenta, y como ellos volvió a la vida …» En el caso del mesopotámico Tamuz (el sumerio Dumuzi), se ha dado por supuesta su pretendida resurrección por acción de la diosa Inanna-Ishtar aunque el final de los dos textos, tanto el sumerio como el acadio, el mito de «El Descenso de Inanna (Ishtar)» no ha quedado preservado. El profesor S. N. Gramer publicó en 1960 un nuevo poema, «La Muerte de Dumuzi», que demuestra de forma concluyente que en lugar de rescatar a Dumuzi del Mundo Inferior, Inanna lo envió allí como sustituto de ella (cp. mi artículo «Tammuz and the Bible [Tamuz y la Biblia]», Journal of Biblical Literature, LXXXIV [1965], 283-90). Una línea en un texto fragmentario y oscuro es la única evidencia positiva de que después de haber sido enviado al Mundo Inferior Dumuzi hubiera sido sustituido por su hermana durante la mitad del año (cf. S. N. Kramer, Bulletin of the American Schools of Oriental Research, No. 183 [1966], 31). Tamuz fue identificado por escritores posteriores con el fenicio Adonis, el hermoso joven amado por Afrodita. Según Jerónimo, Adriano profanó la cueva en Belén que estaba asociada con el nacimiento de Jesús, consagrándola con un santuario de Tamuz-Adonis. Aunque su culto se extendía desde Biblos hasta el mundo grecorromano, el culto de Adonis nunca fue importante y se limitaba a mujeres. P. Lambrechts ha demostrado que no hay traza alguna de una resurrección en los antiguos textos o en las antiguas representaciones pictoriales de Adonis; los cuatro textos que hablan de su resurrección son muy tardíos, y proceden de los siglos segundo a cuarto d.C. («La “resurrection” d'Adonis,» en Melanges Isidore Levy, 1955, págs. 207-40). Lambrechts ha demostrado también que Attis, el consorte de Cibeles, no aparece como un dios «resucitado» hasta después del 150 d.C. ( «Les Fêtes “phrygiennes” de Cybele et d' Attis,» Bulletin de l'lnstitut Historique Belge de Rome, XXVII 11952], 141-70). Esto nos deja con la figura de Osiris como el único dios para el que hay una clara evidencia temprana de una «resurrección». Nuestra versión más completa del mito de su muerte y descuartizamiento por Set y de su doble resucitación por Isis se encuentra en Plutarco, que escribió en el siglo segundo d.C. (cp. J. Gwyn Griffiths, Plutarch's De Iside et Osiride, 1970). Su relato parece estar de acuerdo con declaraciones hechas en los textos egipcios antiguos. A partir del Nuevo Imperio (desde 1570 a.C. en adelante) incluso los hombres ordinarios aspiraban a la identificación con Osiris como alguien que había triunfado sobre la muerte. Pero es un error fundamental identificar la perspectiva egipcia de la vida futura con la «resurrección» de las tradiciones hebreo-cristianas. A fin de alcanzar la inmortalidad, el egipcio debía cumplir tres condiciones: (1) Su cuerpo tenía que ser preservado, y de ahí la momificación. (2) Se debía proporcionar alimento, bien mediante la ofrenda material a diario de pan y cerveza, o bien mediante la ilustración mágica de alimentos en las paredes del sepulcro. (3) Se tenían que enterrar ensalmos mágicos con los muertos—Textos de las Pirámides en el Antiguo Imperio, Textos de Ataúdes en el Medio Imperio, y el Libro de los Muertos en el Nuevo Imperio. Además, los egipcios no resucitaban de los muertos; entidades separadas de su personalidad como su Ba y su Ka seguían sobrevolando sobre su cuerpo. Desde luego, Osiris, que es siempre
representado en forma momificada, no es una
inspiración para el Cristo resucitado. Como ha
observado Roland de Vaux:
C. Paralelismos inexactos procedentes
de fuentes tardías Lo que debería ser evidente es que los pasados estudios de comparaciones fenomenológicas han descuidado de forma inexcusable las fechas y procedencia de sus fuentes cuando han intentado proporcionar prototipos para el cristianismo. Demos dos ejemplos, Mitra y el taurobolium. Mitra era el dios persa cuyo culto se hizo popular entre los soldados romanos (su culto estaba limitado a los varones) y llegaría a ser un rival del cristianismo en el Imperio Romano tardío. Los textos zoroastrianos tempranos, como el Mithra Yasht, no se pueden emplear como una base de un misterio de Mitra, por cuanto presentan un dios que vigila los ganados y la santidad de los contratos. La evidencia mitraica posterior en occidente es principalmente iconográfica; no existen textos coherentes prolongados. Los que tratan de presentar a Mitra como prototipo del Cristo resucitado pasan por alto la fecha tardía de la expansión del mitraísmo a occidente (cf. M. J. Vermaseren, Mithras, The Secret God [Mitra, el dios secreto], 1963, pág. 76). Las únicas inscripciones mitraicas que datan del período precristiano son los textos de Antíoco I de Comagene (69-34 a.C.) en el este de Asia Menor. Después de éste, solo existe un texto, posiblemente procedente del primer siglo d.C., de Capadocia, uno de Frigia que data del 77-78 d.C., y uno de Roma que data del reinado de Trajano (98-117 d.C.). Todas las otras inscripciones y los demás monumentos acerca de Mitra pertenecen a los siglos segundo (después del 140 d.C.), tercero y cuarto d.C. (M. J. Vermaseren, Corpus Inscriptionum et Monumentorum Religionis Mithriacae, 1956). El taurobolium era un sangriento rito
asociado con el culto de Mitra y de Attis en el que se
degollaba un toro sobre «un enrejado por encima de un
iniciado de pie en un hoyo abajo, que quedaba empapado
de la sangre». Se ha sugerido este rito (p.e., por R.
Reitzenstein) como la base de la redención cristiana
por la sangre y de la imaginería de Pablo en Romanos 6
de la muerte y resurrección del creyente . En
su exhaustivo estudio Pauline Baptism and the
Pagan Mysteries [El bautismo paulino y los
misterios paganos] (1963) Gunter Wagner señala
lo anacrónicas que son estas comparaciones:
Lo cierto es que hay evidencias, por inscripciones
del siglo cuarto d.C., de que, bien lejos de influir
sobre el cristianismo, los que usaban el taurobolium
fueron influidos por el cristianismo. Bruce Metzger
observa, en su importante ensayo «Methodology in the
Study of the Mystery Religions and Early Christianity
[Metodología en el estudio de las religiones de
misterio y del cristianismo primitivo]» (Historical
and Literary Studies: Pagan, Jewish and Christian [Estudios
históricos y literarios: Paganos, judíos y
cristianos —1968]):
Otro aspecto de las comparaciones entre la resurrección de Cristo y los misterios mitológicos es que los paralelismos que se pretenden son muy inexactos. Es un error, por ejemplo, creer que la iniciación en los misterios de Isis, como se describen en El Asno de Oro de Apuleyo, SEA comparable con el cristianismo. Por ejemplo, en uno de sus puntos, Lucio tuvo que pagar una fortuna para emprender su iniciación. Y, como lo observa correctamente Wagner: «Isis no promete inmortalidad al mystes, sino solo que en adelante vivirá bajo la protección de ella, y que cuando al final descienda al reino de los muertos, él será adorador de ella …» (op. cit., pág. 112). Por otra parte, los seguidores de Dionisio (Baco), el
dios del vino, sí creían en la inmortalidad. Pero no
esperaban la resurrección del cuerpo; ni basaban su fe
en el Dionisio renacido de los Órficos, sino más bien
en su experiencia del éxtasis de la embriaguez (cf. M.
Nilsson, The Dionysiac Mysteries of the
Hellenistic and Roman Age [Los misterios
dionisíacos de la edad helenística y romana ],
1957).
La Pascua como alucinaciónLa palabra latina que aparece en la raíz de «alucinación» significaba «divagar en el pensamiento» o «expresar incoherencias». El concepto moderno define «alucinaciones» como «experiencias subjetivas que son consecuencia de procesos mentales, a veces cumpliendo un propósito en la vida mental del individuo» (W. Keup, editors Origin and Mechanisms of Hallucinations [Origen y mecanismos de las alucinaciones], 1970, pág. V). David Strauss sugería, en su famosa obra Life of Jesus [ Vida de Jesús] (1835), que el recuerdo de las enseñanzas de Jesús en el claro aire de Galilea produjo entre algunos de los discípulos más emocionales alucinaciones de apariciones de Jesús a ellos. En una línea más positiva, Theodor Keim propuso en su obra acerca de Jesús (1867-72) que la base de la fe de la Pascua procedió de unos «telegramas procedentes del cielo» dados por Dios. Las alucinaciones juegan desde luego un papel principal en las culturas religiosas, pero se inducen bien mediante drogas, o bien mediante una privación extrema de alimento, bebida y sueño (cf. E. Bourguignon, «Hallucination and Trance: An Anthropologist's Perspective [Alucinaciones y trances: Una perspectiva antropológica]», en Keup, pág. 188). Estos factores no estuvieron presentes en las diversas apariciones del Cristo resucitado a sus discípulos. Los detalles de las diversas epifanías de Cristo, que
en algunos casos tuvieron lugar ante más de una
persona y en una ocasión a más de quinientas, no son
típicos de alucinaciones. Una alucinación visual es un
acontecimiento privado; es por definición la
percepción de objetos o de pautas luminosas que no
están objetivamente presentes (ibid., pág.
81 ). La diversidad de condiciones bajo las que Cristo
apareció militan también en contra de la alucinación.
Las apariciones a María Magdalena, a Cleofas, a los
discípulos en la ribera de Galilea, a Pablo en el
camino a Damasco, todas ellas difieren en sus
circunstancias. C. S. Lewis sugiere:
En El complot de la Pascua (1966), Hugh Schonfield concede: «En los Evangelios no estábamos tratando con alucinaciones, con fenómenos psíquicos o supervivencia en un sentido espiritista» (pág. 159). También observa lo siguiente: «Lo que surge de los registros es que los diversos discípulos vieron a alguien, una persona viviente y real. Sus experiencias no fueron subjetivas» (pág. 173). Por fin, lo que elimina la teoría de las
alucinaciones es el hecho de que los discípulos se
sintieron totalmente abatidos por la muerte de Cristo,
y que, a pesar de las predicciones de Cristo, no
estaban esperando una resurrección de su Maestro. H.
E. W. Turner observa:
La Pascua como HistoriaA. ¿Un concepto existencial? En una conferencia celebrada en el Seminario
Teológico de Pittsburgh, el Profesor Samuel Sandmel
del Colegio Superior Hebrew Union hizo la siguiente
sugerencia a los cristianos:
B. ¿Una cuestión histórica? Algunos objetan que hacer de la Resurrección una
cuestión de investigación histórica sería suponer que
los caminos de Dios están abiertos a nuestra
observación. Pero, ¿no es ésta precisamente una
característica distintiva de la revelación de Dios tal
como ha sido registrada tanto en el Antiguo como en el
Nuevo Testamento? Otros objetan que por cuanto los
juicios históricos nunca pueden alcanzar una
certidumbre absoluta, no deberían formar la base de
nuestra fe.
Esto es, los historiadores no tratan acerca de
certidumbres, sino de probabilidades, pero esto no
invalida la investigación histórica acerca de la
cuestión de la Resurrección. En su discurso
presidencial ante la Asociación Histórica Americana,
Kenneth Scott Latourette concluyó con estas palabras:
Como ha argumentado J. C. O'Neill:
C. Conceptos antiguos de la vida futura Los antiguos mesopotámicos tenían una perspectiva pesimista de la vida futura, que ellos concebían como una existencia oscura, de sombras. Gilgamesh buscó en vano el secreto de la inmortalidad. Cuando Ishtar dice al guardián de la puerta del Mundo Inferior «Yo levantaré a los muertos», lo pronuncia como una amenaza, «de modo que los muertos superarán en número a los vivientes» —¡una calamidad, y no una esperanza! (cf. S. N. Kramer, «Death and Nether World according to the Sumerian Literary Texts» [La muerte y el Mundo Inferior según los textos literarios sumerios], Iraq, XXII [19601. 59-68; H. W. F. Saggs, «Some Ancient Semitic Conceptions of the Afterlife» [Algunos antiguos conceptos semíticos sobre la vida futura], Faith and Thought [Fe y Pensamiento ], XC [1958], 157-82). Los egipcios, como se ha observado en nuestra discusión anterior acerca de Osiris, tenían una perspectiva más optimista de su vida futura. Pero llamar «resurrección» a la supervivencia del Ba y Ka, sobrevolando sobre el cuerpo momificado, es oscurecer las diferencias esenciales de conceptos. La antigua actitud griega era esencialmente una expectativa trágica. Los epitafios reflejan un pesimismo casi universal acerca de la vida más allá del sepulcro. Aquiles en el Hades dice que preferiría ser un campesino asalariado en la tierra que rey del Mundo Inferior. Después de los tiempos de Homero se extendió una esperanza de una existencia dichosa en los Campos Elíseos, pero solo para los héroes (cf. Lewis R. Farnell, Greek Hero Cults and Ideas of Immortality [El culto a los héroes griegos e ideas de la inmortalidad], 1921). En el período clásico se resaltó la inmortalidad del alma en oposición al cuerpo, que fue descrito por los órficos como soma sema, «el cuerpo un sepulcro». En Fedo, Platón enseñó que el cuerpo es el principal obstáculo para la sabiduría y la verdad. En la era helenística los filósofos griegos variaban en sus perspectivas acerca de la inmortalidad, pero estaban de acuerdo acerca de lo indeseable de revivir el cuerpo. Los estoicos, que eran panteístas, creían que las almas abandonaban el cuerpo para ascender a las regiones celestes de la luna antes de ser absorbidas en el Todo. Un epitafio estoico dice: «Las cenizas tienen mi cuerpo; el aire sagrado ha transportado mi alma» (cf. Franz Cumont. After Life in Roman Paganism [La vida futura en el paganismo romano], 1922, reimpresión 1959, pág. 15). Séneca, el tutor estoico de Nerón y coetáneo de Pablo, se refirió a «la detestable habitación del cuerpo, y la vana carne en la que está encarcelada el alma». Epicuro, cuya filosofía se basaba en la cosmología atomista de Demócrito, enseñaba que al morir los átomos del cuerpo, simplemente se desintegraban. No había inmortalidad, sino libertad de los terrores del Más Allá. La indiferencia epicúrea ante una vida futura se refleja en epitafios como: Non fui, fui, non sum, non curo, «No era, fui, no soy, tanto me da», y Es, bibe, lude, veni, «Come, bebe, juega, ven aquí» —(cf. 1 Co. 15:32). Por ello, no sorprende que los estoicos y los epicúreos en el Areópago en Atenas despidieran con displicencia a Pablo cuando comenzó a predicarles la Resurrección (Hch. 17:31, 32). Según Robert Grant («The Resurrection of the Body [La resurrección del cuerpo]», Journal of Religion, XXVIII [1948], 189): «En los círculos educados solo se valora el alma del hombre. Para los que tomaban esta postura como axiomática, el cumplimiento de la esperanza cristiana era imposible, y en todo caso indeseable». Que el concepto de la resurrección del cuerpo era tan difícil de aceptar en los comienzos del cristianismo como lo es para algunos en la actualidad —aunque por diferentes razones, desde luego— se hace patente por la reacción de los críticos paganos y de los gnósticos. La resurrección de un cadáver fue ridiculizada como un acto vergonzoso por Celso, Porfirio y Julián. Maestros gnósticos como Valentín enseñaron una perspectiva docetista de que la «resurrección» involucró solo los elementos no corpóreos de la personalidad (cp. Malcolm Peel, The Epistle to Rheginos: A Valentinian Letter on the Resurrection [ La epístola a Regino: Una carta valentiniana acerca de la resurrección ], 1969). Si los primeros apóstoles del Evangelio hubieran
alterado su enseñanza de la resurrección para hacer su
mensaje más aceptable para sus coetáneos, como se nos
aconseja a nosotros a veces que hagamos, no hubiera
existido una continuidad histórica del cristianismo,
sino solo modelos cambiantes azotados a uno u otro
lado por cada pasajera moda intelectual. La fe en la resurrección, generalmente solo para los justos, queda claramente expresada en algunos de los libros apócrifos y pseudoepigráficos como Segundo de Macabeos, Segundo de Baruc y Cuarto de Esdras, pero no se menciona en Jubileos ni en el Libro de Enoc. Filón, en su Legum Allegoria (III, 69), mantiene que el cuerpo «es malvado y un maquinador contra el alma, y es incluso un cadáver y una cosa muerta». Según el documento farisaico de la Misná,
Sanhedrín X, 1:
En cambio, los saduceos rechazaban la resurrección —división de pareceres que Pablo explotó en su juicio ante el Sanedrín (Hch. 23:6). A pesar de las precipitadas pretensiones de unos pocos escritores de que se creía que el dirigente de la comunidad de Qumrán había resucitado de los muertos (cf. mi artículo «The Teacher of Righteousness From Qumran and Jesus of Nazareth [El Maestro de Justicia de Qumrán y Jesús de Nazaret]», Christianity Today, X [13 Mayo 1966], 12-14), no es en absoluto seguro que los Rollos del Mar Muerto afirmen una fe en la resurrección. John Pryke comenta: «La dicha de los elegidos tal como se describe en el Manual está mucho más cerca de la “inmortalidad del alma” que de la “resurrección de la carne”» («Eschatology in the Dead Sea Scrolls [Escatología en los Rollos del Mar Muerto]», en W. F. Albright et al., The Scrolls and Christianity [Los rollos y el cristianismo], 1969, pág. 57). Matthew Black observa también: «Es sorprendente que no se haya presentado hasta ahora ninguna evidencia inequívoca que dé apoyo a ninguna creencia de parte de la secta de Qumrán en ninguna resurrección» («The Dead Sea Scrolls and Christian Origins [Los rollos del Mar Muerto y los orígenes del cristianismo]», ibid., pág. 106). Aunque hubiera indicaciones esparcidas por el Antiguo
Testamento de una fe germinal en la resurrección y
aunque importantes segmentos del judaísmo mantenían
esta convicción, ni en el Antiguo Testamento ni en la
tradición judía coetánea había la creencia en la
resurrección del Mesías (cf. P. Grelot, «The
Resurrection of Jesus [La Resurrección de Jesús]», en
P. de Surgy, op. cit., págs. 24, 136). Como
concluye Merrill Tenney:
E. La evidencia paulina
Tiene un significado crucial el hecho de que Pablo
pueda afirmar en Primera Corintios 15:6 que de más de
500 discípulos a los que se apareció Cristo
simultáneamente, la mayoría (hoi pleiones)
seguían viviendo en el tiempo en que Pablo escribía.
Como observa William Lillie, director del Departamento
de Estudios Bíblicos en la Universidad de Aberdeen:
F. La evidencia de los evangelios
Un rasgo de las narraciones de la Resurrección que
indica que no fueron invenciones posteriores de la
iglesia es el llamativo hecho de que las primeras
apariciones del Cristo resucitado no fueron ante los
apóstoles, sino a mujeres. Como comenta C. F. D.
Moule:
Si uno rechaza la interpretación tradicional del sepulcro vacío como debido a la Resurrección de Cristo, queda obligado a proporcionar una mejor alternativa. Estas teorías han sido tratadas con frecuencia —p.e., Frank Morison, ¿Quién movió la piedra? (Ed. Caribe, 1977 - original inglés Who Moved the Stone?, 1930, reimpresión 1963); Daniel P. Fuller, Easter Faith and History [La fe de la Pascua y la Historia ] (1965). Podemos recapitular brevemente estas propuestas y las objeciones a las mismas. Heinrich Paulus, en su Life of Jesus [Vida
de Jesús] (1828), sugirió que Jesús no estaba
muerto cuando fue bajado de la cruz. El frescor del
sepulcro lo reanimó. Después de cambiar sus ropas
mortuorias por las ropas del hortelano, Jesús habló
con sus discípulos durante cuarenta días y luego entró
en una nube en un monte y fue a algún lugar a morir.
La implausibilidad de esta reconstrucción la reconoció
Strauss, que escribió:
Schonfield ha propuesto una moderna variación de esto mismo en su célebre obra El complot de la Pascua. Jesús maquinó con José de Arimatea, Lázaro, un sacerdote judío y un «joven» anónimo para fingir una muerte en la cruz tomando un fármaco. Schonfield intenta establecer que ni Jesús ni sus cómplices fueron culpables de ningún fraude. Sin embargo, el misterioso joven es confundido con el Jesús resucitado en las cuatro ocasiones de las «apariciones» admitidas por Schonfield sin que jamás corrigiera la equivocación de los discípulos. Se nos pide que creamos que los escépticos discípulos quedaron confundidos por la aparición de este joven, llegando a creer que Jesús había resucitado, y que quedaron tan transformados que trastornaron Jerusalén con su predicación (cp. mi reseña en Gordon Review, X [1967], 150-60; reimpresión en Journal of the American Scientific Affiliation, XXI [1969], 27-32). En The Historical Evidence for the Resurrection
of Jesus [La evidencia histórica de la
resurrección de Jesús] (1907), Kirsopp Lake
enmendó Marcos 16:6 de modo que leyese: «No está aquí,
mirad (señalando al sepulcro verdadero) el lugar donde
lo pusieron». Su ingeniosa teoría de que las mujeres
vieron un sepulcro vacío pero que se trataba del
equivocado difícilmente explica su asombro y temor.
Tampoco es plausible a la vista de que Jesús había
sido sepultado en el huerto privado de José de
Arimatea, y que las mujeres vieron donde le enterraban
(Marcos 15:47). J. Jeremias has demostrado que los
judíos veneraban cincuenta sepulcros antes de la época
de Jesús. A la vista de tal interés en los sepulcros
de hombres santos, J. Delorme pregunta:
Si el sepulcro donde Jesús fue depositado estaba
verdaderamente vacío, ¿podría ser que su cuerpo
hubiera sido robado por alguien? Para suponer que el
cuerpo fue robado, primero se tiene que pasar
totalmente por alto la historia de la guardia puesta
ante el sepulcro (Mt. 28:65, 66) . Entonces debemos
preguntar: ¿Quién habría robado el cuerpo, y por qué?
Los romanos no tenían motivo alguno para ello; habían
entregado el cuerpo a José de Arimatea. Es ilógico
suponer que los judíos robasen el cuerpo, porque
hubieran podido suprimir fácilmente el naciente
movimiento cristiano y desenmascarar la falsa
pretensión de los cristianos de la Resurrección de
Cristo, sencillamente presentando su cuerpo. Algo trascendental debió transformar a los
desesperanzados discípulos. A. M. Ramsey (The
Resurrection of Christ, 1946) nos recuerda: «No
se debe olvidar que la enseñanza y el ministerio de
Jesús no proporcionó un Evangelio a los discípulos, y
los fue llevando de perplejidad a paradoja hasta que
la Resurrección les dio una clave» (pág. 40).
El profesor Lillie concluye: Un reto finalHe tratado de exponer que las teorías que atribuyen la Resurrección de Cristo a un préstamo de temas mitológicos, a alucinaciones, o a explicaciones alternativas del sepulcro vacío son improbables y que son además inadecuadas para explicar el origen y crecimiento del cristianismo. Desde luego, la Resurrección de Jesús es algo sin precedentes, pero Jesús mismo es sui generis, singular. Como observa Tenney: «Aunque la resurrección fue sin precedente, no fue algo anormal para Cristo … Él resucitó de los muertos porque ésta era la prerrogativa lógica y normal del Hijo de Dios» (op. cit., pág. 133). La cuestión histórica de la Resurrección de Cristo
difiere de otros problemas históricos en que plantea
un reto a cada persona de forma individual. Cristo
dijo (Jn. 11:25): «Yo soy la resurrección y la vida;
el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá». Para
que la Resurrección de Cristo sea algo más que una
hermosa historia de la Pascua, cada persona tiene que
creer en su corazón que Dios ha resucitado a Cristo de
los muertos, y confesar con su boca que Jesús es el
Señor.
1. Edwin M. Yamauchi es profesor
de historia en Miami University, Oxford, Ohio. Volver al texto Nombre original de fichero: pascua-vs-mito.doc - preparado el sábado, 30 de noviembre de 2002, 11.45 p.m. © SEDIN 2002
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