PROCESO A DARWIN

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Phillip E. Johnson, A.B., J.D.

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Traducción del inglés, 1994
(de la segunda edición)
y revisión 2011
Santiago Escuain




Índice


Capítulo 1
El marco legal


 

E

n 1981, la legislatura del Estado de Louisiana aprobó una ley que exigía que si en las escuelas públicas se enseñaba «ciencia evolucionista», las escuelas habían de dar también un trato equilibrado presentando algo llamado «ciencia creacionista». Este precepto era un desafío directo a la ortodoxia científica actual, que proclama que todos los seres vivientes evolucionaron mediante un proceso gradual, natural — de la materia inerte a microorganismos sencillos, llegando finalmente al hombre. La evolución se enseña en las escuelas públicas (y se presenta en los medios de comunicación) no como una teoría, sino como un hecho, el «hecho de la evolución». Hay sin embargo muchos discrepantes, algunos con títulos científicos avanzados, que niegan que la evolución sea un hecho, y que insisten en que un Creador inteligente causó que todos los seres vivientes vinieran a la existencia para el cumplimiento de un propósito.

Este conflicto precisa de una explicación cuidadosa, porque los términos son conducentes a confusión. El concepto de creación por sí mismo no implica oposición a la evolución, si evolución sólo significa un proceso gradual por el que una especie de ser vivo cambia a algo diferente. Un Creador bien podría haber empleado un proceso gradual de este tipo como medio de creación. «Evolución» contradice a «creación» sólo cuando es definida de manera explícita o tácita como evolución plenamente naturalista, significándose una evolución no dirigida por ninguna inteligencia con un propósito.

De manera similar, «creación» contradice a evolución sólo cuando significa creación repentina, y no creación mediante un desarrollo progresivo. Por ejemplo, el término «ciencia creacionista», tal como se empleaba en la ley de Louisiana, se entiende comúnmente como referida a un movimiento de cristianos fundamentalistas que se basa en una interpretación extremadamente literal de la Biblia. Los científicos creacionistas no insisten meramente en que la vida fue creada; insisten en que la obra fue acabada en seis días no hace más de diez mil años, y que toda evolución desde aquel tiempo ha involucrado modificaciones triviales en lugar de cambios básicos. Debido a que la ciencia creacionista ha sido objeto de tanta polémica y atención de los medios de comunicación, muchas personas dan por supuesto que cualquiera que aboga por la «creación» apoya la posición de la «tierra reciente» y atribuye la existencia de los fósiles al diluvio de Noé. La clarificación de esta confusión es uno de los propósitos de este libro.[1]

La ley de Louisiana y leyes comparables en otros estados surgieron de los persistentes esfuerzos de fundamentalistas cristianos de reafirmar la vitalidad científica de la narración bíblica de la creación contra su rival darwinista. El gran hito en este conflicto entre la Biblia y la ciencia fue el famoso caso Scopes, el «juicio del mono» de la década de los veinte, conocido por la mayoría de los americanos y en occidente en general por el drama y la película La herencia del viento. La leyenda habla de unos fanáticos religiosos que invaden un aula escolar para perseguir a un inofensivo maestro de ciencia, y de un heroico abogado defensor que simboliza a la razón misma en su batalla denodada contra la superstición.

Como sucede con otros muchos incidentes legendarios, la realidad histórica es más compleja. La legislatura de Tennessee había aprobado como medida simbólica una ley que prohibía la enseñanza de la evolución, y que el gobernador había firmado sólo en el bien entendido explícito de que la prohibición no sería aplicada. Los oponentes de la ley (y algunas personas que sencillamente querían hacer famosa a la ciudad de Dayton, Tennessee) prepararon un caso-prueba. Un ex profesor sustituto llamado Scopes, que no estaba siquiera seguro de haber jamás enseñado evolución, se dispuso voluntariamente a ser el acusado.

El proceso se transformó en un circo de los medios de comunicación debido a las personalidades de los abogados involucrados. William Jennings Bryan, tres veces candidato democrático a la Presidencia de los Estados Unidos y Secretario de Estado bajo el Presidente Woodrow Wilson, dirigía la acusación. Bryan era un creyente en la Biblia, pero no un literalista férreo, en cuanto que creía que los «días» de Génesis hacían referencia no a períodos de 24 horas sino a eras históricas de duración indefinida. Se oponía al darwinismo principalmente porque creía que su aceptación había dado impulso a la ética de una competencia feroz y que subyacía a males como el militarismo alemán y el capitalismo desenfrenado de rapaces barones financieros e industriales.

El equipo de defensa de Scopes estaba dirigido por el famoso abogado criminalista y conferenciante agnóstico Clarence Darrow. Darrow consiguió con sus maniobras que Bryan compareciese en el estrado como testigo experto sobre la Biblia y lo humilló con un devastador interrogatorio. Habiendo conseguido su principal propósito, Darrow admitió que su cliente había violado la ley y pidió al jurado a que lo condenase. Así, el juicio terminó con una condena y con una multa nominal de cien dólares. En la apelación, el tribunal supremo de Tennessee anuló la multa por una cuestión técnica, pero mantuvo la constitucionalidad de la ley. Desde un punto de vista legal, el resultado había sido incierto, pero tal como el juicio fue presentado al mundo por el mordaz reportero H. L. Mencken, y posteriormente por Broadway y Hollywood, el «juicio del mono» fue un triunfo de relaciones públicas para el darwinismo.

Sin embargo, el establecimiento científico no estaba entonces cubriéndose precisamente de gloria. Aunque no apareció en el proceso, el principal portavoz del evolucionismo durante los años veinte fue Henry Fairfield Osborn, director del Museo Americano de Historia Natural. Osborn se apoyaba de manera muy destacada en el notorio Hombre de Piltdown (que ahora se sabe que fue un fraude), y confirmó con entusiasmo el descubrimiento de un diente supuestamente pre-humano anunciado por el paleontólogo Harold Cooke en el estado de Bryan, Nebraska. Posteriormente, Osborn presentó de manera destacada al «Hombre de Nebraska» (designación científica: Hesperopithecus haroldcookii) en sus artículos y emisiones de radio antifundamentalistas, hasta que se descubrió que el diente pertenecía a un pecarí, una especie de cerdo. Si Osborn hubiese sido interrogado por un abogado tan inteligente como Clarence Darrow y hubiese sido satirizado por un columnista tan implacable como H. L. Mencken, se le habría hecho parecer tan estúpido como se hizo con Bryan.

Los estatutos antievolucionistas de los años veinte no fueron aplicados, pero la tendencia de los editores de libros de texto fue la de decir lo menos posible acerca de la evolución, para evitar controversias. Finalmente, el Tribunal Supremo declaró inconstitucionales dichas leyes en 1968, pero para entonces los fundamentalistas habían cambiado sus objetivos. Fundaron institutos de investigación de la creación, y comenzaron a aparecer libros que atacaban la interpretación ortodoxa de la prueba científica, y que argumentaban que los registros fósil y geológico podían ser armonizados con el relato bíblico. Ninguna de esta literatura fue tomada en serio por el establecimiento científico ni por los medios de comunicación de masas, pero los científicos creacionistas fueron adquiriendo más confianza acerca de que tenían fundamentos científicos para sus argumentos.

Comenzaron también a ver que era posible volver para su ventaja los principios de la ley constitucional liberal reivindicando su derecho a debatir a los evolucionistas en términos de igualdad en las clases de ciencia en las escuelas. Su meta dejó de ser suprimir la enseñanza de la evolución, y pasó a ser tratar de conseguir una oportunidad justa para su propia perspectiva de la cuestión. Si se puede presentar un argumento para ambas partes en una controversia científica, ¿por qué debían los estudiantes de las escuelas públicas oír sólo a una de las partes? Los creacionistas científicos enfatizaron que querían presentar sólo los argumentos científicos en las escuelas. La Biblia misma no debía ser enseñada.

Naturalmente, la ciencia oficial no acepta que haya dos partes en la controversia, y considera la ciencia creacionista como un fraude. A los darwinistas les encanta decir que dar el mismo tiempo a la ciencia creacionista en clases de biología es como dar igual tiempo a la teoría de que la cigüeña es la que trae a los bebés. Pero la perspectiva del consenso del establecimiento científico no está consagrada en la Constitución. Los legisladores tienen derecho a actuar en base de presuposiciones diferentes, al menos hasta allá donde les permitan los tribunales.

La ley de Louisiana nunca llegó a aplicarse, porque un juez federal pronto la declaró inconstitucional, como «establecimiento de religión».* En 1987 el Tribunal Supremo de los Estados Unidos mantuvo esta resolución por una mayoría de siete a dos. La ley de Louisiana era inconstitucional, dijo la opinión de la mayoría expresada por el Juez William Brennan, porque su propósito «era evidentemente impulsar el punto de vista religioso de que un ser sobrenatural había creado la humanidad.» Esta opinión era contradicha por la opinión discrepante del Juez Antonin Scalia, porque «el pueblo de Louisiana, incluyendo a los que son cristianos fundamentalistas, tienen todo derecho, como cuestión secular, a que se presente en las escuelas cualquier prueba científica que pueda haber en contra de la evolución, así como el Sr. Scopes tenía derecho a presentar cualquier prueba que existiese en favor de ella».

Tanto el Juez Brennan como el Juez Scalia tenían en cierto sentido razón. La Constitución excluye de las clases de las escuelas públicas el partidismo religioso, y decir que un ser sobrenatural creó la humanidad es desde luego abogar por una posición religiosa. Por otra parte, la legislatura de Louisiana había actuado en base de la premisa de que se estaban suprimiendo objeciones científicas legítimas a la «evolución». Algunos podrían dudar de que existan estas objeciones, pero el Tribunal Supremo no podía desautorizar el juicio de la legislatura sobre una cuestión científica discutida, especialmente al considerar que al estado no se le dio oportunidad de exponer qué hubiese significado en la práctica el trato equilibrado propuesto. Además, los científicos creacionistas argumentaban que la enseñanza misma de la evolución tenía un objetivo religioso, es decir, desacreditar la idea de que un ser sobrenatural había creado la humanidad. Tomándolo todo en cuenta, el Juez Scalia pensaba que la Constitución permitía a la legislatura dar una oportunidad justa de responder a aquellas personas que se sintiesen ofendidas por la enseñanza supuestamente dogmática del evolucionismo.

Como académico del mundo de las leyes, un tema que atrajo mi atención en este caso del Tribunal Supremo fue la manera en que se emplean términos como «ciencia» y «religión» para implicar conclusiones que jueces y educadores podrían no estar dispuestos a expresar de manera explícita. Si decimos que la evolución naturalista es ciencia y que la creación sobrenatural es religión, el efecto no es muy diferente a decir que lo primero es verdadero, y lo segundo fantasía. Cuando se enseñan las doctrinas de la ciencia como un hecho, entonces, todo lo que estas doctrinas excluyan no puede ser cierto. Mediante el empleo de etiquetas, se pueden rechazar las objeciones a la evolución naturalista sin oírlas de manera objetiva.

Mis sospechas fueron confirmadas por el argumento de amicus curiæ [«amigo del tribunal»] presentado por la influyente Academia Nacional de las Ciencias, que representaba a los más prestigiosos científicos de la nación. La ciencia creacionista no es ciencia, dijo la Academia en su argumento ante el Tribunal Supremo, porque


no exhibe la característica más básica de la ciencia: apoyarse en explicaciones naturalistas. En lugar de ello, los proponentes de la «ciencia creacionista» mantienen que la creación del universo, de la tierra, de los seres vivos y del hombre se consiguió mediante medios sobrenaturales inaccesibles a la comprensión humana.

 

Por cuanto los creacionistas no pueden llevar a cabo investigaciones científicas para establecer la realidad de la creación sobrenatural —siendo esto imposible por definición— la Academia describía sus esfuerzos como dirigidos principalmente a desacreditar la teoría de la evolución:

Así, la «ciencia creacionista» es de manera manifiesta un instrumento que tiene el propósito de diluir la capacidad de persuasión de la teoría de la evolución. Además, el modo dualista de análisis y la argumentación negativa empleada para conseguir esta dilución son contrarios al método científico.
 

De ese modo, la Academia definió «ciencia» de tal manera que los defensores de la creación sobrenatural no pueden argumentar en favor de su propia posición ni rebatir las pretensiones de la Ciencia Oficial. Este puede ser un modo de ganar una discusión, pero no es convincente para nadie que crea posible que Dios realmente tuvo algo que ver con la creación de la humanidad, o que algunas de las declaraciones que hacen los científicos bajo la capa de «evolución» puedan ser falsas.

Abordo la disputa creación-evolución no como científico sino como profesor de leyes, lo que significa entre otras cosas que sé algo de la manera en que se emplean las palabras en las discusiones. Lo que atrajo primero mi atención a esta cuestión fue la forma en que parecían haberse fijado las reglas de discusión para hacer imposible poner en tela de juicio si es verdaderamente cierto lo que se nos está contando acerca de la evolución. Por ejemplo, la regla de la Academia contra el argumento negativo elimina automáticamente la posibilidad de que la ciencia no haya descubierto cómo pudieron surgir los organismos complejos. Por muy errónea que sea la respuesta actual, se mantiene hasta que llegue una respuesta mejor. Es como si un acusado de un crimen no pudiese presentar una coartada excepto si puede también demostrar quién realmente cometió el crimen.

Un segundo punto que atrajo mi atención fue que las mismas personas que insisten en mantener la religión y la ciencia separadas están muy bien dispuestas en emplear su ciencia como una plataforma desde la que hacer pronunciamientos acerca de la religión. La literatura darwinista está repleta de conclusiones antiteístas, como la de que el universo no fue diseñado y que carece de propósito, y que los humanos somos producto de unos procesos naturales ciegos que no se preocupan para nada de nosotros. Lo que es más, estas declaraciones no se presentan como opiniones personales, sino como las implicaciones lógicas de la ciencia evolucionista.

Otro factor que hace que la ciencia evolucionista se parezca mucho a una religión es el evidente celo de los darwinistas por evangelizar el mundo, con su insistencia en que incluso los no científicos deben aceptar la verdad de su teoría como cuestión de obligación moral. Richard Dawkins, un zoólogo de Oxford y una de las figuras más influyentes en la ciencia evolucionista, es descaradamente explícito acerca de la faceta religiosa del darwinismo. Su libro de 1986, The Blind Watchmaker [El relojero ciego], trata a un nivel acerca de biología, pero a un nivel más fundamental es un argumento sostenido en favor del ateísmo. Según Dawkins, «Darwin hizo posible ser un ateo intelectualmente satisfecho.»

Cuando contempla la perfidia de los que rehúsan creer, Dawkins apenas si puede reprimir su cólera. «Se puede decir con total certidumbre que si uno se encuentra con alguien que afirma no creer en la evolución, esta persona es ignorante, estúpida o está loca (o es malvada, pero preferiría no considerar esta posibilidad).» Dawkins pasa a explicar, de pasada, que lo que le disgusta particularmente acerca de los creacionistas es que son intolerantes.

Por ello, hemos de creer en la evolución o irnos al manicomio, pero, ¿qué es exactamente lo que se nos pide que creamos? «Evolución» puede significar cualquier cosa desde la declaración no polémica de que las bacterias «evolucionan» una resistencia a los antibióticos hasta la magna declaración metafísica de que el universo y la humanidad «evolucionaron» por medio únicamente de unas fuerzas mecánicas carentes de propósito. Una palabra tan elástica como ésta puede inducir a error, al implicar que sabemos tanto acerca de la magna declaración como acerca de la formulación limitada.

Precisamente este punto fue el tema de una trascendental conferencia pronunciada por Colin Patterson en el Museo Americano de Historia Natural en 1981. Patterson es un paleontólogo jefe en el Museo Británico de Historia Natural y autor del texto general sobre evolución del dicho museo. Su conferencia comparaba el creacionismo (no la ciencia creacionista) con la evolución, y caracterizó a ambos conceptos como científicamente vacíos, sustentados primariamente sobre la base de la fe. Muchos de los puntos que toca en su conferencia son técnicos, pero dos de ellos son particularmente importantes para este capítulo introductorio. Primero, Patterson hizo a su público de expertos una pregunta que reflejaba sus propias dudas acerca de mucho de lo que se ha pensado que era un conocimiento seguro acerca de la evolución:

¿Me podéis decir algo que sepáis acerca de la evolución, cualquier cosa … que sea cierta? Hice esta pregunta al personal de geología del Museo de Historia Natural de Chicago, y la única respuesta que obtuve fue el silencio. Lo intenté con los miembros del Seminario de Morfología Evolutiva de la Universidad de Chicago, un cuerpo evolucionista muy prestigioso, y todo lo que conseguí fue el silencio durante mucho rato, y finalmente uno de ellos dijo: «Una cosa sí que sé: no debería ser enseñada en los institutos.»

 

Patterson sugirió que tanto la evolución como la creación son formas de pseudoconocimiento, conceptos que parecen implicar información pero que no la dan. Un punto de la comparación era particularmente digno de nota. Una objeción común al creacionismo en los tiempos anteriores a Darwin era que nadie podía decir nada acerca del mecanismo de la creación. Los creacionistas sencillamente señalaban el «hecho» de la creación y concedían su desconocimiento de los medios. Pero ahora, según Patterson, la teoría de Darwin de la selección natural está siendo atacada y los científicos ya no están seguros de su validez general. Los evolucionistas están hablando más y más como los creacionistas en cuanto a que señalan a un hecho, pero sin poder dar una explicación de los medios.

Patterson estaba actuando de una manera deliberadamente provocativa, y no quiero con eso dar la impresión de que su punto de vista escéptico tenga amplios apoyos en la comunidad científica. Al contrario, Patterson fue duramente atacado por los darwinistas después que alguien circuló una transcripción informal de la conferencia, y finalmente él se echó atrás de todo aquello. Pero tanto si tenía intención de que lo que decía tuviese resonancia pública como si no, estaba diciendo algo muy importante. Podemos señalar a un misterio, y llamarlo «evolución», pero esto es sólo una etiqueta. Lo importante no es si los científicos se han puesto de acuerdo con una etiqueta, sino cuánto saben acerca de cómo los seres vivientes complejos como nosotros llegamos a la existencia.

Irving Kristol es un destacado sociólogo teórico con talento para reconocer la ofuscación ideológica, y aplicó este talento al darwinismo en un ensayo en The New York Times. Kristol observaba que la teoría darwinista, que explica la complejidad de la vida como producto de pequeñas mutaciones genéticas y la «supervivencia de los más aptos», es conocida como válida sólo para variaciones dentro de las especies biológicas. Que la evolución darwinista pueda transformar de manera gradual una clase de criatura en otra es meramente una hipótesis biológica, no un hecho. Observaba que la ciencia abunda en opiniones rivales acerca del origen de la vida, y que algunos científicos han llegado a poner en duda que la palabra «evolución» tenga mucho significado. Kristol concedía que la ciencia creacionista es cosa de fe y no ciencia, y que no debía ser enseñada en las escuelas, pero pensaba que sus defensores tenían razón en un punto.

Es razonable suponer que si la evolución fuese enseñada de manera más cauta, como una aglomeración de ideas compuesta de hipótesis en conflicto y no como una certidumbre indudable, sería mucho menos polémica. Tal como están las cosas ahora, los fundamentalistas religiosos no están lejos de la verdad cuando dicen que la evolución, tal como se enseña generalmente, tiene un acento injustificadamente antirreligioso.

 

Un famoso evolucionista que pudiera esperarse que tuviese simpatía por la postura de Kristol sería el Profesor Stephen Jay Gould, de Harvard. En 1980 Gould había publicado un artículo en una revista científica en la que predecía el surgimiento de «una nueva teoría general de la evolución» para tomar el puesto de la síntesis neodarwinista. Gould escribía que aunque él se había sentido «seducido» por el poder de unificación de la síntesis darwinista cuando la estudió como estudiante graduado en la década de los sesenta, el peso de la evidencia lo había llevado de mala gana a la conclusión de que la síntesis, «como proposición general, está efectivamente muerta, a pesar de su persistencia como ortodoxia de libro de texto». Y la enseñanza dogmática de esta ortodoxia muerta de libro de texto era precisamente lo que estaba criticando Kristol.

Sin embargo, Gould escribió una réplica a Kristol que puso a este lego bien en su sitio. Gould negó que el prejuicio de los libros de texto fuese más generalizado en evolucionismo que en otros campos de la ciencia, negó que la ciencia evolucionista sea antirreligiosa, e insistió en que «la selección darwinista … permanecerá como un foco central de teorías evolucionistas más inclusivas». Su argumento principal era que Kristol había ignorando «una distinción capital entre los hechos seguros y un sano debate acerca de la teoría». Los biólogos sí enseñan la teoría de la evolución como una aglomeración de ideas compuestas de hipótesis en conflicto, escribió Gould, pero la evolución es además un hecho de la naturaleza, tan bien establecido como el hecho de que la tierra gira alrededor del sol.[2]

Como observador foráneo que gusta de seguir la literatura de la evolución y sus conflictos, me he acostumbrado a encontrar esta especie de respuesta evasiva a la crítica. Cuando los de fuera ponemos en tela de juicio si la teoría de la evolución es tan cierta como se nos ha hecho creer, se nos dice firmemente que estas preguntas están fuera de lugar. Los argumentos entre los expertos, se nos dice, son acerca de cuestiones de detalle, como la escala de tiempo exacta y el mecanismo de las transformaciones evolutivas. Estos desacuerdos no son señales de crisis, sino de un sano fermento creativo dentro del campo, y en todo caso no hay lugar para ninguna duda acerca de algo llamado el «hecho» de la evolución.

Pero consideremos el argumento de Colin Patterson de que un hecho evolutivo está vacío excepto si viene con una teoría que le apoye. En ausencia de una explicación de cómo pueden darse transformaciones fundamentales, la declaración desnuda de que «los seres humanos evolucionaron de los peces» no es contundente. Lo que hace persuasiva y creíble esta imaginativa historia es que los científicos creen que saben cómo se puede transformar un pez a un ser humano sin ninguna intervención milagrosa.

Charles Darwin hizo de la evolución un concepto científico al exponer, o pretender haber expuesto, cómo podían suceder transformaciones radicales en pasos muy pequeños por medios puramente naturales, de modo que el tiempo, el azar y la supervivencia diferencial podrían tomar el puesto de un milagro. Si el escenario darwinista de cambio gradual adaptativo está equivocado, entonces «evolución» puede no ser nada más que una etiqueta que le ponemos a la observación de que los hombres y los peces tienen ciertos rasgos comunes, como el plan vertebrado de estructura corporal.

Por eso, los desacuerdos acerca del mecanismo de la evolución son de importancia fundamental para los que queremos saber si los científicos saben en realidad tanto como han estado afirmando saber. Una teoría adecuada de cómo funciona la evolución es particularmente indispensable cuando se considera que la evolución implica, como incontables darwinistas han insistido, que la causa de nuestra existencia son unos mecanismos materiales sin propósito. La «evolución», en el sentido en que estos científicos emplean el término, es un proceso mecanicista, de modo que el contenido que queda de cualquier «hecho» cuando se elimina el mecanismo resulta absolutamente confuso.

En los capítulos que siguen contemplaré la pruebas propuestas para ver si se conoce algún mecanismo que pueda conseguir los cambios a gran escala que la teoría de la evolución supone que han ocurrido, como el cambio de bacterias unicelulares a plantas y animales complejos, de peces a mamíferos, y de simios a hombres. Si el mecanismo neodarwinista no cumple la función, y si en lugar de un recambio establecido tenemos sólo lo que Gould y Kristol han estado de acuerdo en denominar «una aglomeración de ideas compuesta de hipótesis en conflicto», entonces podemos llegar a la conclusión de que los científicos no saben en realidad cómo pudo haber ocurrido la evolución a gran escala. Tendremos entonces que considerar si se puede disociar un «hecho de la evolución» de la teoría de Darwin. Nuestra investigación nos llevará a explorar los nuevos datos revelados por los estudios moleculares, el estado de las investigaciones tocantes al origen de la vida, y las reglas de la indagación científica.

Antes de emprender esta tarea, debería decir algo acerca de mi capacitación y propósito. No soy científico, sino un abogado académico profesional, y mi especialidad es analizar la lógica de los argumentos e identificar las presuposiciones que subyacen a estos argumentos. Este trasfondo es más apropiado de lo que uno podría suponer a simple vista, porque lo que se cree acerca de la evolución y del darwinismo depende en gran manera de la clase de lógica que se emplee y del tipo de presuposiciones que se hagan.[3] Ser científico no es necesariamente una ventaja cuando se trata acerca de un tema tan amplio como la evolución, que se extiende a través de muchas disciplinas científicas y que involucra también cuestiones filosóficas. Los científicos practicantes están necesariamente muy especializados, y un científico, cuando está fuera de su campo de especialidad, es sencillamente otro lego.

El acceso a la información científica pertinente no presenta una gran dificultad. Charles Darwin y T. H. Huxley escribieron para el lector general, y lo mismo hicieron los gigantes de la síntesis neodarwinista como Theodosius Dobzhansky, George Gaylord Simpson y Julian Huxley. Entre los autores actuales que se dirigen al gran público y que son eminentes entre los científicos tenemos a Stephen Jay Gould, Richard Dawkins, Douglas Futuyma y una hueste de otros expertos que están mencionados en las notas de investigación de cada capítulo.

La mayor parte de la literatura científica profesional está disponible en las revistas científicas destacadas como Nature y Science, los más prestigiosos órganos de la ciencia en Gran Bretaña y América, respectivamente, y, a un nivel algo más popular, están la revista británica New Scientist y Scientific American [que en su edición española se llama Investigación y Ciencia — N. de. T.]. Los filósofos e historiadores han publicado también libros repletos de información. En resumen, la literatura disponible es abundante, y las figuras científicas destacadas siempre han dado por supuesto que los lectores no científicos pueden comprender las pruebas esenciales. Pero las pruebas nunca hablan por sí mismas: tiene significado sólo en el contexto de reglas de razonamiento que determinan qué es lo que se puede considerar, y qué cuenta como prueba. Estas reglas de razonamiento son lo que yo quiero examinar de manera particular.

El último tema que querría enfocar antes de comenzar es mi perspectiva religiosa personal, porque los lectores seguramente se lo preguntarán, y porque no estoy exento de la regla general de que se deben reconocer y examinar las preferencias. Soy un teísta filosófico y cristiano. Creo que existe un Dios que pudo crear de la nada si hubiera querido, pero que en lugar de eso podría haber decidido obrar por medio de un proceso evolutivo. No soy un defensor de la ciencia creacionista, y de hecho en este libro no emprendo examinar ningún conflicto entre los relatos bíblicos y los datos científicos.

Mi propósito es examinar los datos científicos sobre su mismo terreno, tomando cuidado en distinguir entre los datos mismos y cualquier preferencia religiosa o filosófica que pudiera distorsionar nuestra interpretación de dichos datos. Doy por supuesto que los científicos creacionistas tienen un prejuicio por su dedicación previa al fundamentalismo bíblico, y es muy poco lo que tendré que decir acerca de su posición. El tema que quiero investigar es si el darwinismo está basado en una valoración limpia de los datos científicos, o si se trata de otra clase de fundamentalismo.

¿Sabemos de verdad que existe algún proceso natural por medio del que los seres humanos y todos los otros seres vivos pudieron haber evolucionado de antepasados microbianos, y éstos a su vez de la materia inerte? Cuando la Academia Nacional de las Ciencias nos dice que la característica más básica de la ciencia es que se apoya en explicaciones naturalistas, ¿está implicando que los científicos saben de alguna manera que ningún Creador tuvo parte en la creación del mundo y de sus formas de vida? ¿Puede algo ser no científico pero verdadero, o acaso lo que no es ciencia carece de sentido? Dado el apoyo enfático que la comunidad científica da a la evolución naturalista, ¿pueden los foráneos abrigar siquiera la posibilidad de que esta doctrina oficialmente establecida sea falsa? Bueno, pues emprendamos el camino y veamos.



[1] La clarificación de la confusión exige una utilización cuidadosa y consistente de los términos. En este libro, «ciencia creacionista» se refiere a la postura de una creación especial de una tierra reciente en seis días. «Creacionismo» significa la creencia en la creación en un sentido más general. Las personas que creen que la tierra tiene miles de millones de años de antigüedad, y que formas sencillas de vida evolucionaron gradualmente para llegar a ser más y más complejas, incluyendo los seres humanos, son «creacionistas» si creen que un Creador sobrenatural no sólo inició el proceso, sino que en algún sentido pleno de significado lo controla en cumplimiento de un propósito. Como veremos, «evolución» (en su utilización científica contemporánea) excluye no sólo la ciencia creacionista, sino también al creacionismo en su sentido más amplio. Por «darwinismo» me refiero a la evolución plenamente naturalista, involucrando mecanismos aleatorios guiados por selección natural.

*  La Constitución Americana, al declarar la Libertad de Religión, prohíbe el establecimiento oficial de ninguna religión. Esto ha sido interpretado modernamente como una prohibición de manifestaciones religiosas en todos los centros públicos, estatales u oficiales, a veces llegándose paradójicamente hasta el extremo de impedirse el ejercicio privado de la libertad de expresión. (Nota del Traductor.)

[2] Los argumentos de Gould en favor del «hecho de la evolución» son el tema de los Capítulos Cinco y Seis de este libro.

[3] Cuando la Academia Nacional de las Ciencias designó a un comité especial para preparar su folleto oficial titulado Science and Creationism [Ciencia y Creacionismo], cuatro de los once miembros eran abogados.


Título - Proceso a Darwin

Título original - Darwin on Trial
Autor - Phillip E. Johnson, A.B., J.D.
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Publicado en línea por SEDIN con permiso expreso del autor, Dr. Phillip E. Johnson. Se puede reproducir en todo o en parte para usos no comerciales, a condición de que se cite la procedencia reproduciendo íntegramente lo anterior y esta nota.

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