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Francesc Closa i Basa

Una Reseña de En El Principio (*)

Una perspectiva evangélica del debate sobre los orígenes



En 1992 apareció en la colección Andamio, de los G.B.U., una breve publicación de 112 páginas, con el título de En el principio..., que aborda la cuestión de los orígenes. En realidad se trata de un compendio de dos obras diferentes: una de ellas, escrita por Charles Hummel en 1989, con el título de «El debate creación-evolución: Una aproximación crítica a sus aspectos fundamentales»; la otra es un trabajo de la American Scientific Affiliation, publicado originalmente en 1986, con el título «La enseñanza de la ciencia en un clima de controversia».

El enfoque de este material parece claramente dirigido al mundo de la enseñanza. Los G.B.U. tienen una proyección hacia este ámbito; los traductores son profesores de las Universidades de Barcelona y Valencia; el artículo de Hummel muestra un tono paternal, propio de un maestro que siente preocupación por los conflictos internos de sus alumnos; y finalmente, el opúsculo de la A.S.A. parece un compendio de instrucciones pedagógicas para maestros (la «guía del profesor»), al objeto de encauzar convenientemente las polémicas sobre los orígenes dentro de las aulas.

Cabe preguntarse qué aporta de nuevo esta obra a la literatura sobre los orígenes en lengua castellana, sobre todo después de leer el prólogo, que califica dicho material como una obra modélica, única en su género, sin escatimar elogios. A nosotros, la lectura de la misma nos produce la impresión de que su principal objetivo se dirige a desactivar la conflictividad que produce el debate sobre los orígenes, mostrando como la única postura válida una posición intermedia y conciliadora entre el creacionismo y el evolucionismo. Uno esperaría encontrar una exposición y defensa de los puntos de vista propios de sus autores, comparando sus posiciones con las de sus adversarios, pero, sorprendentemente, ello no es así. Todos los que han colaborado en esta obra rehuyen cuidadosamente, de forma sistemática, ofrecer cualquier definición que delimite sus posiciones, como si fuera un estigma soportar alguna etiqueta ideológica. Seguramente es más fácil atacar a los adversarios desde unas posiciones indefinidas que mostrar el perímetro de las líneas defensivas propias.

Nosotros a esta postura la denominaríamos «evolucionismo teísta» o «teísmo evolucionista», según el énfasis que se adopte, pero cualquier apelativo será fácilmente rechazado al no haber sido propuesto por sus seguidores. Esta filosofía nos recuerda bastante el debate en la arena política de cualquier país democrático, donde todos los grupos rivales en liza se presentan públicamente como partidos «centristas» ante la opinión pública. Pero aún es más curioso que, a pesar del tono de moderación que se predica, todo el contenido de la obra rezuma una fuerte agresividad especialmente contra las posiciones creacionistas, llegando incluso a ciertas insinuaciones que causarían sorpresa en otras publicaciones seculares. Ni siquiera el ataque a las posiciones puras del debate, el creacionismo y el evolucionismo, que ellos consideran «extremas», puede calificarse de moderadamente equilibrado, pues aparece claramente sesgado contra la postura creacionista, que se contempla, sin disimulo, como una posición de fanatismo religioso radical, mientras que la otra postura se ve con ojos mucho más benévolos, a la luz de la respetabilidad científica.

Sin duda, una postura «centrista» y aparentemente moderada ganará fácilmente en cualquier debate las simpatías del público. Y probablemente, en este terreno crucial una posición conciliadora consiga el objetivo de evitar traumas y tensiones emocionales a los jóvenes estudiantes cristianos. Sin embargo, ¿es ésta verdaderamente una postura saludable desde el punto de vista espiritual? ¿Enseñan las Escrituras que los creyentes han de acomodarse a las directrices culturales del «cosmos» que nos rodea para evitar conflictos y persecuciones? ¿Estamos realmente sirviendo a la verdad de la Palabra de Dios, o sólo nos interesa salvar nuestra honorabilidad y nuestro «status social» en el ámbito académico?

Los creacionistas son el «enemigo a batir» en esta obra, y hacia ellos apunta la artillería pesada de esos ocupantes de la gran «tierra de nadie» en la que creación y evolución no se consideran como antagonistas (pág. 49).

Un rasgo que sobresale de esta animadversión contra el creacionismo es la total ausencia de citas textuales documentadas de ningún autor creacionista relevante, mientras que son muy numerosas las citas referenciadas de autores evolucionistas, a quienes se trata con el mayor respeto y consideración. A pesar de ello, se alude constantemente a supuestos comentarios o afirmaciones de fuentes creacionistas, que manejan libremente a su antojo, al tiempo que no se recatan en insinuar la baja catadura moral de los creacionistas, llegando a afirmar que son capaces de «fabricar ciencia» o «fabricar evidencia», cuando ello conviene a sus intereses. En la página 17 se afirma textualmente que «cuando su interpretación del Génesis no encaja con leyes científicas bien establecidas, los creacionistas, comprometidos con la idea de una tierra joven, se ven forzados a diseñar su propia "ciencia creacionista"». Igualmente, entre las páginas 57 a 65, se inserta un capítulo con el título «Corrigiendo errores pasados», en el que se equipara la consideración del célebre fraude de Piltdown con la evidencia creacionista del Río Paluxy (donde se han encontrado huellas fósiles de seres humanos entremezcladas con huellas de dinosaurios de diversas especies). La realidad es muy otra: el fraude de Piltdown consistió en una falsificación deliberada de un cráneo fosilizado, con el propósito consciente de inducir a engaño, para hacer creer que se había encontrado un eslabón fósil entre el hombre y sus supuestos antecesores simios (uno de los informes mejor documentados sobre este tema puede leerse en la obra de Malcom Bowden, Los hombres-simios ¿realidad o ficción?, Ed. CLIE, 1984, págs. 13-71). Los autores de la obra que estamos reseñando estiman que las huellas humanas del Río Paluxy merecen la misma consideración que el fraude de Piltdown, y consideran que la posición creacionista más actual ha desechado definitivamente todo el conjunto de dicha evidencia. Se reproduce, incluso, una huella de dinosaurio, con tres dedos puntiagudos afirmando que fue «considerada humana por algunos observadores durante cierto tiempo», sin mención alguna de la procedencia de dicha fotografía. Si el lector desea conocer la evidencia que presentan realmente los creacionistas sobre este tema, puede consultar el material publicado en Anegado en Agua, vol. I, Colección Creación y Ciencia, n(o) 13; Ed. CLIE, 1988, págs. 95-136, así como un Post Scriptum sobre el mismo tema en las págs. 19-22, y podrá sacar sus propias conclusiones acerca de la calidad y objetividad en la presentación del mismo conjunto de evidencia en ambas publicaciones.

La crítica a la postura evolucionista adquiere un tono más moderado y amable, aunque no exenta de contradicciones. Hummel, al precisar el sentido del concepto evolución, distingue tres significados: microevolución (lo que los creacionistas denominarían variaciones dentro de los grupos creados originalmente); macroevolución, en el sentido que se enseña habitualmente en los libros de texto, de que todas las formas vivientes proceden, por derivación, de un origen común, surgido espontáneamente de la materia inorgánica; y un concepto filosófico denominado Evolucionismo, que constituye el aspecto reprobable del sistema evolucionista, al tratarse de «una pseudorreligión, un sistema de fe que compite con el cristianismo para conseguir la adhesión de la gente» (pág. 27). Esta dicotomía entre macroevolución y Evolucionismo nos parece un poco artificial. Si la evolución está firmemente establecida por la evidencia fósil y/o resulta claramente observable en procesos adecuados de laboratorio, siendo discernibles sus mecanismos impulsores, los evolucionistas estarían perfectamente legitimados para extender su postura filosófica y refutar las pretensiones del cristianismo. Pero si no es así, todo el significado del concepto «macroevolución» queda reducido a una postura de fe, aceptada como un axioma indemostrable por sus numerosos seguidores. Y a pesar de su enorme confianza en la ciencia moderna, el propio Hummel parece sugerir que la «macroevolución» es justamente eso, una «postura de fe». En sus propias palabras, «la cantidad de tiempo y espacio que se requiere para que se produzca la macroevolución excluye la posibilidad de reproducirla por experimentos de laboratorio o incluso de observar el proceso completo en la naturaleza. La evidencia se obtiene de diversas áreas científicas, tales como la anatomía y fisiología comparadas, la embriología, la bioquímica y el registro fósil. Sobre la base de tales evidencias la mayoría de científicos consideran a la macroevolución como científicamente plausible, aunque descansa mayormente en suposiciones y analogías» (pág. 26; énfasis nuestro). Observemos, de pasada, que no se menciona ni una sola evidencia probatoria específica en cualquiera de las áreas mencionadas, a pesar de las severas admoniciones vertidas contra quienes osan «decidir sobre la validez de la macroevolución empleando argumentos teológicos» (pág. 28).

El opúsculo de la A.S.A. es algo más explícito en su exploración de la evidencia. Veamos algunos ejemplos de sus principales conclusiones en las áreas examinadas: «Hoy en día la mejor evidencia científica de que se dispone apunta a un principio real, no sólo de la materia y la energía, sino también del tiempo y el espacio» (pág. 69). «La investigación científica sobre el origen de la vida se halla en fase de exploración y todas sus conclusiones son provisionales» (pág. 79). «En palabras de un veterano investigador, no existe simplemente ninguna evidencia de que una mezcla apropiada de moléculas "se autoordenara al azar y de ahí surgiera una célula viviente"» (pág. 85). «El registro fósil guarda un significativo silencio sobre lo que sucedió entre el mundo de los protozoos unicelulares y el de los primeros animales verdaderos» (pág. 89). «Decir que su dramática aparición al inicio del Fanerozoico es un ejemplo de evolución es simplemente dar un nombre al problema, pero no resolverlo. Hay una enorme "distancia morfológica" que separa a los protozoos de la fauna del cámbrico temprano, incluso del complejo ediacárico» (pág. 91). «Muchos biólogos confían en que la "síntesis neo-darwiniana" será a la larga capaz de explicar dichas divergencias a nivel de phylum mediante la acumulación de pequeños cambios graduales. Otros autores prefieren esperar a nuevos mecanismos porque la evidencia no parece encajar bien con un esquema darwiniano» (pág. 92). «Desde que Darwin publicó The Descent of Man (1871) se ha intentado encontrar evidencias sobre los homínidos más antiguos, pero ningún fósil de los hasta ahora descubiertos se reconoce unánimemente como representante del "eslabón perdido"» (pág. 98). «Globalmente, sin embargo, la escasez y dispersión de las especies fósiles constituyen un serio problema a la hora de trazar con claridad el árbol genealógico de nuestra especie» (pág. 99). «Aunque por desgracia es imposible por ahora ofrecer una visión clara y no complicada de la evolución de los homínidos, tenemos la firme esperanza de que descubrimientos futuros nos proporcionarán la evidencia necesaria para poder enfocar adecuadamente el tema» (pág. 101). Tales ejemplos son sólo botones de muestra que reflejan con fidelidad el tenor general de toda la crítica básica contra el punto de vista evolucionista (no sabemos si a esto Hummel lo llamaría «macroevolución» o «evolucionismo», pero mucho nos tememos que es «todo» lo que la creencia en la evolución puede dar de sí). En suma ¿qué evidencia positiva nos deja el conjunto de todo este examen que sea capaz de validar algún aspecto de lo que se considera como «macroevolución»? Tal evidencia parece brillar por su ausencia. ¿Por qué, entonces, los creacionistas hemos de sentirnos compelidos a adorar esta «pseudorreligión» anticristiana, en lugar de adorar al Dios que creó los cielos, la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay (Ap 10:6; 14:7)?

Cabría preguntarse, finalmente, qué es lo que tiene de «evangélica» esta visión «equilibrada y clarificadora», desarrollada en esta obra «modélica entre las de su género». A nuestro modo de ver, no se establece ninguna conexión sólida con ninguna de las verdades fundamentales de la fe cristiana, si es que realmente se pretende hablar de una «perspectiva evangélica». Más bien se pueden observar comentarios inquietantes que dejan en entredicho aspectos esenciales de la fe evangélica. Hummel dice que «afirmar que la Biblia es "científicamente exacta" puede a la larga socavar su credibilidad. La próxima vez que oigamos una afirmación así podemos preguntarnos ¿de qué clase de ciencia se está hablando? ¿durante cuanto tiempo se aceptará como válida?» (pág. 17). Y también «el argumento de que la Biblia es "científicamente e históricamente" fiable es tan insustancial como pretender discutir si un cierto clima es favorable para cultivar "cocos y ovejas". Se trata de cosas distintas y es inútil tratar de discutirlas conjuntamente» (pág. 29). Parece una clara sugerencia de que la Biblia no es inerrante, al menos cuando sus declaraciones tienen que ver directamente con la cuestión de los Orígenes. Pero si la Biblia contiene errores, ya sean pocos o muchos, ¿cómo puede uno estar seguro de que su entendimiento de Cristo es correcto? Y si la inerrancia cae, otras doctrinas le seguirán en su caída.

Si entendemos el concepto de inerrancia positivamente, en el sentido de que «la Biblia dice la verdad. La verdad puede incluir e incluye aproximaciones, citas libres, el lenguaje de las apariencias, y narraciones diferentes del mismo evento, mientras que éstos no se contradigan» (Charles C. Ryrie, Teología Básica, Ed. Unilit, 1993, pág. 93), no podemos aceptar las sugerencias de Hummel poniendo en entredicho la doctrina de la inerrancia bíblica. Notemos también la actitud de nuestro Señor hacia la Biblia: «(1) La forma en que las letras se emplean al escribirse las palabras es completamente fiable, y ni una sola promesa se cumplirá diferente de la que está escrita. (2) La única forma en que la Escritura puede perder su autoridad es si contiene errores, pero Cristo enseñó que la Escritura no puede ser quebrantada. Por lo tanto, Él tenía que haber creído que ella no contenía errores. (3) El Señor construyó argumentos complicados sobre palabras individuales y aun el tiempo de un verbo» (Ryrie, op. cit. pág. 106).

Otras afirmaciones no parecen conducir a conclusiones tan obvias, pero el silencio que guardan sobre consideraciones cruciales nos puede llevar a considerarlas como negligencias culpables en la defensa de la fe cristiana. Dice Hummel que «Génesis 1:1-2:4 es una de las más notables creaciones literarias jamás escritas» (pág. 25), y en un destacado párrafo sobre la interpretación de la Biblia afirma que «la cuestión no es contraponer lo literal a lo figurado sino más bien tratar en todo momento de discernir la intención del autor. Un criterio fundamental para la interpretación de un pasaje dado debería ser: ¿qué significó este mensaje para sus primeros oyentes o lectores? Es decir, el principio que debería regir nuestra interpretación es que lo que significaba entonces determina lo que significa hoy» (pág. 13; énfasis original). Estamos perfectamente de acuerdo en que todo el Génesis es una de las más notables creaciones literarias de todos los tiempos, pero hay algo aún más importante que esto: es también la Palabra de Dios, lo que ni tan sólo se insinúa en todo el trabajo de Hummel. Es importante tener en cuenta lo que significó un mensaje dado para sus primeros receptores, debiendo tratar de discernir siempre la intención del autor. Bien, ¿y cuál es entonces la intención que el autor divino trató de comunicar en Génesis 1:1-2:4? Si reducimos cualquier fragmento del Génesis o de otro libro canónico simplemente a una hermosa creación literaria, estamos negando, aunque sea parcialmente, la doctrina de la inspiración divina de las Escrituras. El mismo Hummel, habiendo hecho referencia al milagro de la resurrección de Cristo observa que «la credibilidad de un milagro depende de testigos dignos de confianza que tuvieron oportunidad de observarlo» (pág. 31); y a eso desde luego no tenemos nada que objetar. ¿Podemos sugerir entonces que el Dios de la Creación, que nos dio su Palabra inspirada (2 Ti 3:16) usando escritores humanos impulsados y controlados por el Espíritu Santo (2 P 1:21), no es un testigo directo y confiable de los acontecimientos que Él mismo nos ha revelado?

Hummel demuestra, a lo largo de su exposición, una destacada admiración por la figura de Galileo, a quien debe considerar como un paradigma del valor de la ciencia (y de paso cree matar dos pájaros de un tiro al insinuar que los creacionistas somos sus Inquisidores), y también cree haber demostrado que las visiones bíblicas y científicas de los orígenes son «perspectivas parciales y a la vez complementarias» (pág. 17).Su visión optimista de la ciencia nos parece desmesurada. Llega a decir, incluso, que «como criterio de aceptación universal para separar la falsedad de la verdad, la ciencia no posee rival» (pág. 14). Simplemente recordaremos que sólo hay una verdad. El Señor Jesucristo afirmó ser la verdad, y no podemos aceptar esta declaración y a la vez colocar «otra verdad» por encima de Él. La verdad de la ciencia es sólo una descripción parcial y provisional de las realidades perceptibles por los sentidos, y nada tiene que decirnos acerca de Dios o del mundo sobrenatural. La conclusión final de Hummel, después de narrar las vicisitudes de un estudiante imaginario, es que «no era preciso, por tanto, escoger entre creación y ciencia. Podía tener plena confianza en los relatos del Génesis sobre la creación y a la vez aceptar la teoría de la evolución en la medida que venga apoyada por la evidencia» (pág. 33). ¿Es indiferente adoptar, sin más, ambas posturas? ¿Debemos conocer a Dios a través de la Biblia, o de la reinterpretación que nos hacen de Él los científicos neo-darwinianos? ¿Podemos atribuir a Dios la responsabilidad de utilizar métodos evolucionistas y seguir creyendo en la totalidad de las perfecciones de Su naturaleza esencial?

Nuestros amigos de la A.S.A. nos dicen que somos demasiado radicales, que sólo vemos la realidad de las cosas en blanco y negro, y que esto no es bueno porque existe una gran variedad de tonos grises. «Los defensores de posiciones extremas suelen plantear la cuestión como blanco o negro, una cosa u otra. Lo que algunos consideran como un enfrentamiento entre la ciencia verdadera y una peligrosa seudociencia, es visto por otros como la defensa de la verdadera religión contra la creencia blasfema en una "evolución impía" o en el "puro azar". Pero entre estos dos extremos existe una gran zona intermedia en la que una verdadera ciencia puede coexistir con una verdadera fe en Dios... Los proponentes de ambos bandos podrían al menos estar de acuerdo en un punto (generalmente correcto): es más fácil defender una posición en general que tenerla que argumentar detalladamente. Se podría también decir que los extremistas que disienten en todo prácticamente están de acuerdo por lo menos en un punto (generalmente incorrecto): ambos mantienen que no hay posturas intermedias» (pags. 52-53).

Bien, ya sabemos que somos tozudos en muchas cuestiones, y que no damos fácilmente el brazo a torcer en cualquier tema, pero somos perfectamente capaces de distinguir una amplia gama de colores y tonalidades en infinidad de asuntos. ¿Quién no será capaz de sentir una intensa emoción al contemplar, por ejemplo, la indescriptible belleza de colores que adornan «El Despertar de La Primavera», de Botticelli? Pero puede muy bien suceder que los criterios que son aparentemente correctos desde un punto de vista humano resulten absolutamente incorrectos desde el punto de vista de Dios. En efecto, no podemos hablar de conceptos como la «santidad de Dios» o la «culpabilidad del hombre» en términos de tonos grises o zonas intermedias (aunque muchos parecen hacerlo). Y sería absurdo, como evangélicos, predicar que Dios ha obrado el 70% de nuestra salvación y que nosotros nos hemos de ganar el 30% restante. Tal vez resulte más absurdo, a la luz de toda la Revelación bíblica, proponer que Dios es responsable del 70% de la obra de la creación y que el 30% restante es fruto del puro azar. O que Él empleó la Selección Natural y la muerte como medios para alcanzar Sus fines en creación, en contradicción expresa a la Escritura, según la cual la muerte entró en el kosmos por el pecado del hombre. Y los nuevos cielos y la nueva tierra que Dios nos ha prometido ¿serán también el resultado de un azar indeterminado e incontrolable? ¿Habrá un porcentaje de creyentes que no va a resucitar en la Segunda Venida de Jesucristo debido a los infortunados mecanismos de la selección natural? ¿O son esos pasajes sólo hermosas creaciones literarias que no nos dan un verdadero contenido ni base para una verdadera esperanza? Hay cuestiones en las que un verdadero cristiano evangélico tiene que ser radical (y ello no es sinónimo de «fanático religioso»). Si contemplamos la bendita persona del Señor Jesucristo, nos daremos cuenta de que Él fue el mayor radical de todos los tiempos en todas las cuestiones de controversia que se le plantearon durante Su ministerio humano. Ojalá nosotros pudiéramos parecernos a Él en este aspecto de Su carácter.


* Ediciones Andamio/Editorial CLIE, 1992.


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