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RIQUEZAS INESCRUTABLES

O,
ALGUNAS DE LAS RELACIONES
DE CRISTO
CON SU PUEBLO

*  *  *  *

Edward Dennett

Traducción del inglés:
Santiago Escuain


VIENE DEL CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII

CRISTO NUESTRA CABEZA

HAY varios sentidos en los que se dice de Cristo en la Escritura que es Cabeza. En primer lugar, «Cristo es la cabeza de todo varón» (1 Co 11:3); luego, es «cabeza sobre todas las cosas a la iglesia» (Ef 1:22); y finalmente, «es la cabeza del cuerpo que es la iglesia» (Col 1:18). Lo primero establece Su señorío sobre todos los hombres, porque Él tiene autoridad (exousian) sobre toda carne; lo segundo, Su supremacía universal sobre todas las cosas; y lo último establece Su relación especial con la Iglesia. Y Él ha entrado en todas estas glorias en virtud de la redención, y por ello como hombre. No se puede insistir suficientemente en esta verdad: que Él ocupa este maravilloso lugar, que hereda estas varias dignidades, como el Hombre —el Hombre que fue una vez en esta escena rechazado y crucificado, pero que es ahora el Hombre Exaltado a la diestra de Dios.

Esto es especialmente expuesto en un aspecto en Hebreos 2. Allí dice el apóstol: «Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero, acerca del cual estamos hablando; pero alguien testificó en cierto lugar, diciendo: ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, o el hijo del hombre, para que le visites: Le hiciste un poco menor que los ángeles, le coronaste de gloria y de honra, y le pusiste sobre las obras de tus manos; todo lo sujetaste bajo sus pies. Porque en cuanto le sujetó todas las cosas, nada dejó que no sea sujeto a él; pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas. Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos» (o, por todo—, huper pantos). Por ello, es como Hijo del hombre, como se enseña en este pasaje de la Escritura, que el Señor Jesús recibe el sometimiento de todas las cosas bajo Sus pies. Porque Dios «nos ha dado a conocer», escribe San Pablo, «el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo» (o, de encabezar todas las cosas en Cristo —, anakephalaiôsasthai ta panta en tôi Christôi), «en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra» (Ef 1:9, 10).

Es también como hombre, como el Hombre glorificado a la diestra de Dios, que Cristo es la Cabeza de Su cuerpo, la Iglesia. «Y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia» (Col 1:18). Es por ello como el Resucitado, el Primogénito de entre los muertos, que Él ocupa este lugar; porque apenas si será necesario observar que cuando se habla de él en relación con la resurrección es siempre como Hombre. De esto sigue que la Iglesia no podría haber tenido existencia hasta después que Él tomara Su lugar a la diestra de Dios; porque hasta que la Cabeza no estuviera en el cielo, el cuerpo, la Iglesia, no se habría podido formar aquí abajo. Esto quedará más allá de toda duda si nos referimos a otra Escritura: «Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu» (1 Co 12:12, 13). El lenguaje que aquí se emplea es digno de nota. Al introducir la comparación del cuerpo humano con sus muchos miembros, en lugar de decir, como esperaríamos, «Así también la Iglesia», es, «Así también Cristo» —más exactamente el Cristo. «El Cristo» es así un término que incluye a la Cabeza en el cielo y a los miembros en la tierra; y en el siguiente versículo se explica el secreto: «Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo». Así, no fue hasta que Cristo hubo ascendido a las alturas, y que descendió el Espíritu Santo, que se pudo constituir el cuerpo. Por ello encontramos a nuestro bendito Señor, después de Su resurrección, diciendo a los Suyos: «Seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días» (Hch 1:5). Esta promesa fue verificada en el día de Pentecostés; y aquel día, aunque la verdad del cuerpo no había sido todavía revelada, se formó el cuerpo de Cristo. Entonces, por el Espíritu Santo enviado, los creyentes fueron, por el bautismo del Espíritu, unidos con un Cristo glorificado en lo alto, formando juntamente con Él —¡qué maravilloso pensamiento, y qué gracia aún más maravillosa!— un cuerpo. Y ésta permanece la característica de la actual dispensación: que los creyentes, habitados por el Espíritu Santo, son miembros del cuerpo de Cristo, Él la Cabeza, y ellos los miembros (véase Ro 12:4, 5; Ef 4:1-16, etc.).

Así, cuando hablamos de Cristo nuestra Cabeza, no se significa con ello una relación individual, sino una relación que compartimos en común con cada creyente que ha recibido al Espíritu Santo. Así, por cuanto estamos unidos a Cristo en común, estamos también unidos unos con otros, miembros de Su cuerpo, y consiguientemente miembros los unos de los otros. ¡Qué pensamiento más abrumador, mientras caminamos por esta escena! Y sin embargo, ¡qué solaz, qué fortaleza que nos imparte, estar asociados vitalmente con Cristo a la diestra de Dios, y que estemos también vitalmente asociados con nuestros hermanos en la fe! Y este doble pensamiento cubre todo el terreno de nuestras responsabilidades como miembros del cuerpo de Cristo—nuestra responsabilidad para con Cristo como Cabeza, y nuestra responsabilidad unos para con otros, para con todos los creyentes, como miembros de aquel cuerpo. Y podremos considerar de manera provechosa tanto lo uno como lo otro.

(1) Cristo es nuestra Cabeza. Así, la Iglesia está sujeta a Cristo (Ef 5:24). ¡En verdad, no debería haber necesidad de extenderse acerca de una verdad tan evidente en sí misma, ni de insistir en ella! ¡Qué deleite fue para el corazón de Dios dar a Su Cristo este lugar exaltado, expresando así Su estimación de la obra que Él obró en Su vida y en Su muerte! «Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo», etc. (Fil 2:8, 9). Así, si tenemos cualquier comunión con el corazón de Dios, ¡qué deleite para nosotros adscribirle tal lugar de supremacía! Además, cuando consideramos cuán profundamente estamos interesados en el lugar que Él ocupa; cómo es que todas nuestras bendiciones nos provienen de Él en aquel lugar, en virtud de Su obra acabada; cómo es que por Su incesante amor y ministerio nos mantiene en la bendición en que somos situados; cómo, en una palabra, que le debemos a Él todo lo que somos, y tenemos y esperamos recibir, podríamos llegar a la conclusión de que los corazones de Su pueblo encontrarían su gozo en reconocer Su condición de Cabeza, y en asumir el puesto de sometimiento a Su voluntad. Pero ¿cuáles son los hechos? Miremos a nuestro alrededor, y ¿qué vemos? ¿Emulación en la obediencia al Cabeza de la Iglesia? No, sino la supremacía del hombre y la voluntad del hombre en la Iglesia. Tomemos todas las denominaciones de la cristiandad existentes en la actualidad, y encontraremos más o menos que están basadas en constituciones humanas, y gobernadas por leyes humanas; que la condición de Cabeza de Cristo en su sentido y esfera apropiados se ignora en la práctica. Es con dolor que escribimos estas palabras; y estamos confiados en que los piadosos de todas las denominaciones tienen comunión con nuestro dolor. Pero si la aserción de la voluntariosidad por parte de los miembros de Su cuerpo nos duele tanto a nosotros, ¿qué es lo que debe sentir Él, el Cabeza del cuerpo? Cierto que ello se debe principalmente a causa del desconocimiento: desconocimiento de la verdad del cuerpo, y desconocimiento de las Escrituras. Sin embargo, persiste la realidad —una realidad que, si se valorara en su significado apropiado en relación con Cristo y en conformidad a Su corazón, nos llenaría de una vergüenza intolerable, abatiéndonos en el polvo en humillación y juicio propio.

Si Cristo es nuestra Cabeza, nuestra responsabilidad es la de darle una obediencia total y sin reservas. Porque la cabeza debe gobernar y dirigir al cuerpo, no el cuerpo a la cabeza. ¿Cómo, pues, puede dilucidarse la voluntad de la Cabeza? Por la Palabra de Dios. Y el examen más somero de sus páginas nos hará patente el cuidado que Él ha tomado en comunicárnosla. Y desde luego, no sólo nos ha revelado Su voluntad, sino que nos ha dado, en el Espíritu Santo, la capacidad de comprenderla (Jn 14:20; 16:13, 14; 1 Co 2; etc.). Por ello, no podemos alegar excusas si permanecemos en la ignorancia. Pero a veces se hace la pregunta: «¿Acaso no ha dejado mayormente a nuestra discreción el disponer las cuestiones relacionadas con el culto y el gobierno, tal como nos parezca mejor?» Este argumento se presenta una y otra vez, y ello con el fin de justificar todas las divisiones existentes en la Iglesia de Dios. Sin embargo, sólo se precisa de un momento de reflexión para ver su futilidad. Investiguemos toda la línea de los tratos de Dios con el hombre, y ¿qué es lo que encontramos? Que en cada dispensación, todo aquello que ha sido confiado a la responsabilidad humana ha fracasado totalmente. Así fue con Adán en el huerto, con Noé en la nueva tierra, con Israel bajo la ley, el sacerdocio, e incluso la Iglesia, y ello a pesar de las instrucciones y de los mandamientos de la mayor precisión. ¡Y sin embargo se sugiere de manera seria que el Señor nos ha dejado que empleemos nuestra discreción! La Cabeza dejará que los miembros del cuerpo actúen como les parezca de manera individual —o por grupos de dos o tres— ¡Por favor! ¡Esto es imposible! No: escudriñad las Escrituras, y pronto se habrá de confesar que el Señor jamás nos ha dejado a nuestra propia prudencia, sino que ha provisto para todas las emergencias, de manera que la Iglesia pueda ser capaz, en cada situación, y en todas las circunstancias, de tener la segura conducción de Su mente infalible. Éste ha sido nuestro fracaso: descuidar el estudio de las Escrituras. Y se debería recordar en todo momento que cada creyente es responsable de conocer la voluntad de su Señor. Cierto es que Él, cuando trate con Sus siervos, hará una distinción entre los que fueron desobedientes voluntariosamente, y los que lo fueron en ignorancia (Lc 12:47, 48). Pero queda la responsabilidad; y toda alma piadosa que desee conocer la mente del Señor tiene abierto el dilucidarla en base de la palabra de Dios. «El que quiera» (o desee) «hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta» (Jn 7:17).

Así, nuestra responsabilidad para con nuestra Cabeza queda recapitulada en una sola palabra: obediencia. Así, tal como Él estuvo, cuando en la tierra, sometido al Padre, así nosotros estamos sujetos a Él. Él nunca hizo Su propia voluntad, porque descendió del cielo para hacer la voluntad de Su Padre (Jn 6:38); y Él nos ha dejado un ejemplo, para que sigamos en Sus pisadas. Nos ahorraríamos muchas dificultades, así como mucha ansiedad, si siempre recordáramos que la característica de un cristiano es que él no tiene voluntad. La voluntad está relacionada con el viejo hombre, y el creyente se ha despojado del viejo hombre; está crucificado con Cristo (Col 3:9; Ro 6:6). Por ello, tiene que estar gobernado por la voluntad de otro, la de Cristo. Se trata más bien de una responsabilidad individual; pero cuando hablamos de la responsabilidad de los miembros del cuerpo de Cristo, el pensamiento es que colectivamente deben estar sujetos: es la Iglesia la que está sujeta a Cristo. Por ello, cuando estemos reunidos, así como en nuestro camino individual, debemos estar en obediencia —tenerlo todo sancionado y regulado por la palabra de Dios.

¡Y qué perfecto reposo da no tener voluntad, estar en obediencia! No puede haber conflicto donde no hay voluntad, sino que la consecuencia necesaria sería la paz y la armonía. La obediencia sanaría todas las divisiones existentes, y aseguraría una vez más la respuesta a la propia oración de nuestro bendito Señor, que todos sean uno (Jn 17:21). ¿Quién hay entre todos los hijos de Dios que no anhele esta consumación? ¿Quién hay que no lamente de continuo estar separado, aquí en la tierra, de tantos de los miembros del cuerpo de Cristo? Así, no lo aceptemos como una penosa necesidad, sino que reconozcamos nuestra responsabilidad, cada uno de nosotros por sí, y busquemos en todo someternos a la voluntad de nuestra Cabeza, y luego llevar a otros al mismo lugar de reposo y de bendición, para que todos puedan ser contemplados como lo son realmente, como uno en Cristo.

(2) Nuestra responsabilidad no está menos marcada en referencia a nuestros compañeros de membresía en el cuerpo de Cristo. Porque, como ya hemos visto, el mismo Espíritu que nos une a Cristo como nuestra Cabeza une también a todos los miembros en un todo viviente. Así, el apóstol, escribiendo a los Efesios, y señalando al fin y objeto de los dones que proceden del Cristo ascendido como Cabeza de la Iglesia, prosigue de esta manera: «Sino que siguiendo» (o, sosteniendo —se trata de una palabra compleja, alêtheuontes) «la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor» (Ef 4:15, 16). El bienestar, la bendición y el crecimiento del cuerpo como un todo depende así de la armónica actividad de cada uno de sus miembros. Sin embargo, es en otra epístola que se nos indica de manera especial el carácter de nuestras mutuas responsabilidades. Ya nos hemos referido a ellas cuando hemos hablado de la formación del cuerpo por el bautismo del Espíritu (v. 14); y, en segundo lugar, que aunque hay muchos miembros, se trata de sólo un cuerpo. Por un lado, por tanto, debemos mantener la multiplicidad, la diversidad, de los miembros; y por otro, la unidad del todo. Luego él pasa a especificar la interconexión de los miembros, y sus consiguientes relaciones y responsabilidades.

Primero, cada miembro necesita a todos los otros miembros. «Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito, ni tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros. Antes bien los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son los más necesarios», etc. (vv. 21, 22). Por ello, todos se necesitan unos a otros. Sabemos esto con respecto al cuerpo humano; porque si hemos sufrido la pérdida —incluso temporalmente— del más mínimo de nuestros miembros, ¡qué inconvenientes que surgen en el acto, afectando al bienestar de todo el cuerpo! De la misma manera el Espíritu de Dios quisiera que sintiéramos la necesidad de cada miembro del cuerpo de Cristo. Y este sentimiento debería gobernar nuestra actitud para con todos. No podemos ser independientes los unos de los otros; y el estado de la Iglesia en la actualidad es simplemente la consecuencia del descuido de esta verdad. Nuestro propio bienestar —el bienestar de todos— exige que todos reconozcamos nuestra necesidad mutua, en lugar de ¡ay! estar de acuerdo en muchas ocasiones en diferir y en separarnos unos de otros en pos de la paz. Lo que Dios ha unido —podemos decir esto con respecto al cuerpo de Cristo— no lo separe el hombre; y jamás podremos estar suficientemente agradecidos de que, aunque no sea mantenida externamente, su unidad no pueda ser destruida. Con todo, jamás debemos olvidar nuestra responsabilidad; y desde luego, deberíamos tener más poder en nuestros tratos con las almas que ignoran esta bendita verdad, si tratáramos con ellas con este espíritu anhelante por ellas, porque constituyen parte necesaria de la gloria de la Cabeza, en el mantenimiento de la unidad del cuerpo en la tierra, y para la bendición de todos sus miembros. Lo mismo que los miembros de una familia que se duelen porque alguno de sus miembros se ha ausentado de su hogar, y no pueden sentirse felices hasta su regreso, también nosotros deberíamos sentirnos así cuando pensamos en tantos santos dispersos, y no atendiendo a su responsabilidad para con sus compañeros miembros del cuerpo de Cristo.

Y obsérvese de manera distintiva que no son los dones lo que aquí se menciona, sino los miembros del cuerpo. ¡Qué responsabilidad que tenemos todos, por insignificantes que podamos ser, o que otros consideren que somos! Yo, sea lo que sea, soy necesario para todos los santos. Cada uno me necesita a mí, y yo necesito al resto. Nuestras mismas necesidades, por no decir nada de la mente de Cristo, deberían por ello atraernos unos a otros, y estorbar de manera eficaz todas las divisiones sectarias que la voluntad del hombre y la malicia de Satanás han introducido en la Iglesia de Dios. ¡Ojalá que esta verdad quedara grabada en los corazones de todos los santos, y con tan gran poder que pudiera desenredarlos de todo lo que está tan opuesto a la voluntad del Señor, y traerlos juntos sobre la base de la unidad del cuerpo de Cristo!

En segundo lugar —y surgiendo de nuestras mutuas necesidades— debería haber un cuidado mutuo. El apóstol dice: «Y a aquellos del cuerpo que nos parecen menos dignos, a éstos vestimos más dignamente; y a los que en nosotros son menos decorosos, se tratan con más decoro. Porque los que en nosotros son más decorosos, no tienen necesidad; pero Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba, para que no haya desaveniencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros» (vv. 23-25). Aquí se ve con claridad que nuestra responsabilidad fluye de lo que Dios ha hecho. Él ha unido al cuerpo, ajustándolo todo en sus diferentes partes para la ayuda mutua y bendición, y debemos actuar en la línea de Su propósito para preservar aquello que Él ha hecho, teniendo en ello Su propia mente y comunión con Sus propios pensamientos y objetivos. Él nos enseña nuestro deber en base de nuestros propios cuerpos, que son también obra de Sus manos. Todos nosotros damos mayor cuidado a nuestros miembros más débiles, y todos los recursos de los otros miembros van en ayuda de ellos. El cuidado de los más débiles es la preocupación de todos, y así debiera ser en la Iglesia de Dios. ¿No hay acaso el peligro de olvidar esta verdad, de cuidarnos principalmente de los miembros destacados del cuerpo —dones espléndidos— descuidando aquellos miembros del cuerpo que nosotros consideramos menos honrosos? Y desde luego no es un caso infrecuente que las asambleas que tienen los dones más distinguidos son las más débiles. Porque el peligro de ellas es la de perder su sentimiento de dependencia de la Cabeza, y también de unos de otros, y de mirar demasiado al don o a los dones que atraen su admiración. Los dones pueden llegar a ser de esta manera un lazo para el pueblo del Señor, y siempre sucede así cuando adquieren una indebida prominencia, oscureciendo los principios de la asamblea de Dios, o cuando en cualquier medida se interponen entre la asamblea y el Señor. Pero si hemos ya aprendido la verdad en que se insiste aquí, que aquellos miembros del cuerpo que parecen ser más débiles son necesarios, escaparemos entonces al peligro, y reconoceremos nuestra responsabilidad de ejercitar el mismo cuidado los unos por los otros.

Sería para provecho de todos si con frecuencia nos preguntáramos a nosotros mismos acerca de si estamos reconociendo de una manera real nuestro deber acerca de este aspecto particular, si confesamos de manera práctica la responsabilidad de tener «el mismo cuidado» por todos los miembros del cuerpo que conocemos. Muchos de nosotros tenemos una tendencia muy manifiesta a formar nuestros propios círculos dentro de la Iglesia de Dios, y es de temer que, en ocasiones, se trata de círculos de amistad más que de comunión espiritual. No se olvida que necesariamente los que estén más cercanos a Cristo se verán ellos necesariamente atraídos entre sí, y que los que están más alejados de Cristo también se atraerán entre sí. Es cierto. Pero la responsabilidad que aquí se expone es la basada en la común membresía en el cuerpo, por lo que debo tener cuidado por mis compañeros de membresía simplemente por cuanto ellos son del cuerpo. Podríamos aprender esta lección de las relaciones familiares. Los padres tienen cuidado de sus hijos por cuanto son sus hijos, y no en absoluto porque concuerden con lo que ellos quisieran. Así, tenemos todos que tener el mismo cuidado unos por otros sobre la base de la común membresía en el cuerpo. Por esto, también nuestra responsabilidad va mucho más allá de los que están reunidos sobre la base del cuerpo. Desde luego, habrá muchas más frecuentes oportunidades para exhibir el cuidado hacia aquellos que están juntamente asociados, pero la deuda es para con todos, sea donde sea que se hallen; porque no debemos olvidar reivindicarlos como miembros de Cristo, incluso si ellos no nos reconocen como tales. En verdad, debemos expresar el corazón de Cristo, y en el mismo círculo; y Sus afectos abrazan a todos los que son Suyos.

Tenemos, finalmente, simpatías mutuas. «Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan» (v. 26). Padecer unos con otros tiene dos aspectos. De una manera, lo hacemos necesariamente: Así como, por ejemplo, todo nuestro cuerpo padece con el sufrimiento del menor de sus miembros, lo mismo sucede en el cuerpo de Cristo; si un miembro está sufriendo espiritualmente de tibieza, por haber recaído, o por haber caído en tentación, todos los miembros, aunque inconscientemente, quedarán afectados. El estado del todo es el estado de sus miembros individuales. Tomemos, por ejemplo, un lebrillo de agua caliente, y si se añaden sólo dos gotas de agua fría, la temperatura del todo descenderá. Así es en la Iglesia. Que haya sólo uno en la asamblea con el corazón frío, y el tono de la asamblea quedará afectado —todos padecerán con el miembro que padece.

Esto es cierto, pero aquí se trata más bien del sufrimiento activo, porque está conectado con la responsabilidad. Es lo que nos debemos unos a otros. ¡Y qué cosa más bendita —y demos gracias a Dios que su exhibición no es cosa rara— cuando la simpatía de la asamblea se extiende a uno de sus miembros sufrientes! ¡Y ver prácticamente cómo esta manifestación de simpatía con el sufrimiento liga entre sí los corazones de los miembros de Cristo! Ciertamente, ésta es una de las más benditas presentaciones de lo que es el mismo Cristo, que no puede dejar de compadecerse de nuestras debilidades. Así, aprovechemos estas oportunidades, no sólo reconociendo nuestra responsabilidad de sufrir con los que sufren, sino también con el propósito de exhibir la gracia de Cristo, que tomó sobre Sí mismo nuestras enfermedades y llevó nuestros dolores.

El otro lado de esta responsabilidad, de que si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan, es más difícil. El caso que se supone es el de un miembro del cuerpo a quien el Señor le ha dado algún honor especial, dándole algún papel destacado, o usándole en el servicio de una manera notable. Cuando éste sea el caso, se da por supuesto que todos los miembros se regocijarán en su exaltación, en el hecho de ser honrado, «glorificado». Digo que esto se da por supuesto; y la verdad es que si se mantiene en la práctica la unidad del cuerpo, habrá esta perfecta simpatía. Ello queda frecuentemente ejemplificado en una familia. Si uno de sus miembros recibe algún honor, o alguna marca especial de aprobación de parte del soberano, toda la familia se siente honrada, y se regocija con su distinguido miembro. Así debería ser en la Iglesia de Dios. Pero, ¿será una exageración decir que en realidad la simpatía en esta dirección es más infrecuente que en el caso del dolor? Somos unas criaturas tan débiles que en lugar de regocijarnos con el hermano al que el Señor pueda haber señalado para honra, encontramos en esta decisión del Señor alimento para la envidia y los celos. Estos sentimientos no deberían ser ni siquiera nombrados ente los santos, y sin embargo, ¡ay!, no son infrecuentes. Cada uno de nosotros necesita vigilarse a sí mismo, porque sabemos cómo es la carne —y ésta sigue en nosotros—, para juzgarnos a nosotros mismos sin contemplaciones cuando fracasemos con respecto a esto. Y más aún, somos responsables de regocijarnos con el miembro que recibe la honra. El Señor cuenta de tal manera en la unidad de sentimiento que espera verla exhibida. Se puede citar a Juan el Bautista como una ilustración, aunque él no supiera nada acerca del cuerpo de Cristo. «Rabí», le dijeron sus discípulos: «Mira que el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él. Respondió Juan y dijo: No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido. Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe» (Jn 3:26-30). ¡Qué gracia más bendita y maravillosa —pensar en todo por Cristo y en nada por uno mismo, y entrar en Su gozo, regocijándose a causa de este gozo Suyo! Es precisamente este espíritu el que deberíamos abrigar; y es en la expresión del mismo que proclamamos que somos de Cristo, siguiendo por ello en el camino de la humildad y del abatimiento propio que siempre caracterizaron Sus caminos mientras estuvo aquí en la tierra. Entonces no tendríamos dificultades en regocijarnos con la honra que reciba un miembro.

Todas estas responsabilidades —éstas que hemos considerado— fluyen de que estamos unidos con Cristo, y de que le tenemos como nuestra Cabeza. ¡Que nos deleitemos más y más en la relación a la que, por la soberanía y gracia de Dios, hemos sido así introducidos! ¡Y que seamos hallados siempre reconociendo de una manera eficazmente práctica que somos a la vez miembros del cuerpo de Cristo y miembros unos de otros, esforzándonos por mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz!

Como miembros de Su cuerpo, conocemos a Cristo ahora como nuestra Cabeza. Pero Él pronto volverá para recibirnos a Sí mismo; y aquellos a los cuales Él así reunirá consigo mismo, aquellos que han sido Sus miembros sobre la tierra, constituirán entonces la Esposa, la Iglesia que Él amó, y por la cuál se entregó a Sí mismo, «para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni ninguna cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Ef 5:25-27). Es de esta Iglesia que habla San Juan cuando dice: «Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido» (Ap 21:2). Los mil años han pasado ya, y sigue teniendo la hermosura inmarcesible de la Esposa; porque en verdad ha sido revestida de la gloria de Dios (v. 11); y así, por toda la eternidad, será siempre la idónea compañera del Cordero. ¡Qué honra entonces ser miembros del cuerpo de Cristo; y qué gracia sobrepujante que nos ha puesto en tal lugar de bendición! ¡Y con qué gratitud llena de adoración deberíamos reconocer ahora a Cristo como nuestra Cabeza!



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Otras versiones empleadas:
RV: Versión Reina-Valera, revisión 1909.
V.M.: Versión Moderna de H. B. Pratt, revisión de 1923.


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