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RIQUEZAS INESCRUTABLES

O,
ALGUNAS DE LAS RELACIONES
DE CRISTO
CON SU PUEBLO

*  *  *  *

Edward Dennett

Traducción del inglés:
Santiago Escuain


«CRISTO ES EL TODO»—Col. 3:11

PREFACIO

LOS capítulos que siguen y que componen este volumen no son conferencias (aunque el escritor puede haber hablado ocasionalmente acerca de estos mismos temas) ni notas de conferencias. Se trata de estudios o meditaciones por escrito; y por cuanto le han sido de ayuda al mismo escritor, se aventura a esperar que puedan ser también útiles para la edificación de sus lectores.

Son muy sencillos, y por ello mismo apropiados para la comprensión de los más sencillos santos de Dios. Por ello, no se ha dado nada por supuesto, porque el escritor ha llegado a la convicción, tras una cierta experiencia, de que es un error suponer que los oyentes o lectores ya no necesitan una reafirmación de verdades fundamentales. Se tiene que añadir que cada capítulo está completo en sí mismo, y que por ello mismo no se han evitado repeticiones si con ello el tema tratado podía ser hecho más inteligible y completo.

El tema es uno: es el mismo Cristo; y nadie sentirá más profundamente que el escritor cuán débil ha sido su intento de presentar algunas de las relaciones que Él tiene con Su pueblo. Pero es provechoso estar ocupados con Cristo en cualquier medida; y es la oración del autor que el Señor condescienda a emplear estas páginas para conducir a los Suyos a un creciente conocimiento de Él mismo, y que así Él pueda glorificarse a Sí mismo ministrando bendición a Sus santos en conformidad a Su corazón. ¡Y a Su nombre será toda la alabanza!

BLACKHEATH, 1878



ÍNDICE


RIQUEZAS INESCRUTABLES
O,

 

ALGUNAS DE LAS RELACIONES DE CRISTO

 

CON SU PUEBLO




CAPÍTULO I

CRISTO NUESTRO SALVADOR

ESTE es el primer carácter bajo el que Cristo es conocido. Los títulos y las glorias de Hijo de Dios, Hijo del Hombre, el Cristo de Dios, etc., son todos ellos de los que tenemos poco o ningún conocimiento hasta después de haber sido capacitados, por la gracia de Dios, para conocerle como Aquel que suple nuestra necesidad como pecadores, y para asirnos de Él por la fe como nuestro Salvador. Entonces, en paz con Dios, nuestros corazones quedan liberados, y, conducidos por el Espíritu Santo, nos deleitamos en seguir, estudiar y gozar de cada aspecto en el que Él es presentado para nuestra contemplación en las Escrituras. Este orden es mantenido en el evangelio de Mateo. Así, cuando el ángel se presentó ante José, para instruirlo en su perplejidad acerca de María, le dijo: «Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1:21). Es cierto que tenemos Su linaje regio y Su concepción milagrosa expuestos con anterioridad; pero, con todo, el primer anuncio acerca de Él es en Su carácter de Salvador. Así sucede en la Epístola a los Romanos. Después de la salutación e introducción, tenemos primero de todo la exposición del estado y la necesidad del hombre —sea gentil o judío—; inmediatamente después se introduce la sangre de Cristo como provisión para la culpa del hombre, esto es, Cristo como Salvador. «Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús» (Ro 3:22-26).(1)

Así, al considerar a Cristo como Salvador, se incluyen principalmente dos cosas: Su persona y Su obra. Además de esto, está la acción de Dios al resucitarle de entre los muertos y ponerlo a Su diestra. Pero esto es más bien declarativo, siendo la respuesta de Dios a lo que Cristo había hecho —la valoración de Su obra por parte de Dios, de lo que le era debido a Aquel que le había glorificado en la tierra, y acabado la obra que le había dado que hiciera (Jn 17:4). Por ello Dios a una lo exhibe y declara como Salvador en virtud de Su obra acabada —en virtud de la cruz.

La persona de Cristo como el Salvador es lo primero que puede atraer nuestra atención. En las Escrituras ya citadas Su persona demanda la precedencia. Así, en Romanos es «el evangelio de Dios acerca de su Hijo, ... (cito conforme al orden verdadero) que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos, Jesucristo nuestro Señor» (Ro 1:1-4). En Mateo se dice también de Él que es el Hijo de David, el hijo de Abraham (Mt 1:1), y luego que es engendrado del Espíritu Santo, antes de ser anunciado como el Salvador. Es la persona la que atrae nuestra mirada antes que podamos considerar Su obra. Pero no es así con el pecador. Como norma, primero aprende el valor de la obra de Cristo antes de considerar la verdad acerca de Su persona. El bendito Señor mismo, antes de Su conversación con Nicodemo, declara primero la misteriosa dignidad de Su persona, y luego proclama Su rechazamiento y muerte. «Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Jn 3:13-15).

Hay, pues, dos facetas en la persona de Cristo. Él fue Dios manifestado en carne. «Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad» (Jn 1:14). El Verbo era el Hijo Eterno, y el Hijo Eterno devino hombre. Era así Dios y hombre —una unión de extremos que no era posible en nadie más, y haciendo a Su persona tan insondable, tan incomprensible, que Él mismo dijo: «Nadie conoce al Hijo, sino el Padre» (Mt 11:27). Pero es esencial que nos aferremos tanto a Su verdadera divinidad como a Su igualmente verdadera humanidad. Porque si no hubiera sido verdadero hombre, no hubiera podido ser sacrificio por el pecado; y si no hubiera sido Dios, Su sacrificio no hubiera podido ser capaz para todos. Satanás sabe esto, y por ello, en todas las edades, ha tratado de minar una u otra de estas verdades, insinuando dudas en ocasiones acerca de Su humanidad, y en ocasiones acerca de Su divinidad. Pero es la gloria de la persona de Cristo que Él es a la vez divino y humano, que Él es, en Su singular persona, a la vez Dios y hombre. Esta verdad se encuentra en el fundamento de la redención, y más aún, le da su carácter.

¡Cuán inmenso el campo que se abre a nuestra contemplación! Siguiendo a Cristo en Su caminar aquí abajo, desde el pesebre de Belén hasta la cruz del Calvario, vemos las manifestaciones tanto de lo humano como de lo divino. Al contemplar Su humilde apariencia: «De tal manera fue desfigurado su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres» (Is 52:14); al observarle en compañía de Sus discípulos, y verle fatigado y reposando, comiendo y bebiendo, llorando con los que lloraban (Jn 11), y durmiendo, también, sobre un cabezal en la popa del barco (Mr 4:38), no podemos dudar que Él era hombre. Fueron, en verdad, las pruebas de Su humanidad las que, saltando a la vista, confundieron a Sus adversarios, cegándolos a Sus más altas reivindicaciones.

Por otra parte, las evidencias de Su divinidad no son menos claras para el ojo ungido. ¿Quién sino Dios podía sanar al leproso, abrir los ojos del ciego, levantar al muerto a la vida, y controlar los vientos y las olas? Por ello le dijo Él a Felipe, respondiendo a su petición de mostrarle al Padre: «¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Las palabras que yo hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras. Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras» (Jn 14:10, 11). Y lo que Él era, lo que se declara en las Escrituras que Él es, es, si es posible, aún más concluyente: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios». «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Jn 1:1, 18). De Él se declara que es «el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia» (He 1:3). En otra Epístola Él es descrito como «la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten» (Col 1:15-17). Consideremos además Sus propias palabras: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14:9); «Yo y el Padre uno somos» (Jn 10:30); «De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy» (Jn 8:58); y ¿quién puede dudar que Él afirmó ser divino?(2)

Nunca podremos bendecir a Dios suficientemente por los cuatro Evangelios, en los que se funden estos dos aspectos de la persona de Cristo. Por ello, son lo más profundo de todas las Escrituras, porque contienen el desplegamiento de una vida divina-humana. Es indudable que en la superficie las narraciones son sencillas, pero al ser conducidos por el Espíritu de Dios, comenzamos a descubrir que hay profundidades en las que nunca habíamos ni soñado, y en las que debemos poner la mirada, y mantenerla atenta, si queremos observar los tesoros que en ellas se contienen. Y cuanto más familiarizados estemos con su contenido, tanto más impresionados estaremos con la majestad de la persona de Cristo como el Dios-hombre, Dios manifestado en carne. Y no se debería olvidar nunca que no puede haber estabilidad allí donde hay incertidumbre acerca de la persona de nuestro Salvador. ¡Qué fuerza le da al alma poder decir (para citar el lenguaje de otro): «¡Los pilares de la tierra reposan sobre aquel Hombre que fue menospreciado, escupido y crucificado!» Es el conocimiento de lo que Él es, no menos (si no más) que el de lo que Él ha hecho, lo que llena nuestros corazones de confianza, adoración y alabanza. Porque en verdad Él es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén (Ro 9:5).

Podemos ahora pasar a la obra de Cristo. Por ella generalmente entendemos lo que Él cumplió en la Cruz —Su muerte. En una perspectiva más amplia de la misma, se incluiría Su vida así como Su muerte; pero hay una amplia y esencial distinción entre estas dos cosas. Fue sólo en Su muerte que Él llevó los pecados de Su pueblo(3) (1 P 2:24). Su vida reveló lo que Él era, mostrando, si podemos así decirlo, Su aptitud para ser ofrenda para el pecado, y demostró que Él era el Cordero sin tacha ni contaminación —el Cordero de Dios; pero fue sobre la cruz solamente que tomó el lugar del pecador, afrontando todas las justas demandas de Dios, soportando la ira por el pecado. Es la sangre la que hace la expiación (Lv 17:11; véase también Lv 1, 2 y 16). Por ello, fue sólo sobre la cruz que Dios trató con Cristo acerca de la cuestión del pecado y de los pecados. Todo a través de Su vida, aunque fue «Varón de dolores, experimentado en quebranto», reposó en la conciencia del amor y de la sonrisa del Padre; jamás se interpuso una nube entre Su alma y Dios. Pero cuando Él estuvo en la cruz, hubo un cambio total; porque allí fue donde fue hecho pecado; y en la insondable angustia de Su espíritu, cuando le cubrieron todas las ondas y las olas de Dios, clamó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27:46). Fue así abandonado por Dios —abandonado debido al puesto que Él tomó voluntariamente como sacrificio por el pecado. Así, en aquel terrible momento, Dios estuvo tratando con Él, en lugar de con nosotros, acerca de la cuestión del pecado; aunque jamás fue Él más precioso para Dios que entonces, porque fue en la cruz que Él demostró Su obediencia hasta lo sumo. «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar» (Jn 10:17).

Así, fue en la cruz —mediante el derramamiento de Su sangre, y ciertamente por todo lo que sufrió allí, por Su muerte, que fue llevada a cabo la expiación. Por ello, antes de que «habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu», clamó por anticipación: «Consumado es»(4). Entonces quedó consumada aquella obra que tanta gloria dio a Dios que Él salva sobre esta base, y es justo por ello, más aún, es glorificado, al salvar a todo el que cree. Todas las bendiciones de todos los redimidos, la bendición milenaria de la tierra, la reconciliación de todas las cosas, la eterna felicidad de los santos de todas las dispensaciones, la perfección de los nuevos cielos y de la nueva tierra —todas estas multiformes bendiciones y diversas glorias fluirán de la obra consumada de Cristo.

Esta obra, para hablar generalmente, tiene dos aspectos: para con Dios, y para con el hombre. El aspecto primero, y podríamos añadir que el esencial, es para con Dios. Así, en el gran día de la expiación, la sangre de la ofrenda por el pecado era llevada dentro del velo, y rociada «hacia el propiciatorio al lado oriental; hacia el propiciatorio esparcirá con su dedo siete veces de aquella sangre» (Lv 16:14). Esto fue hecho tanto con la sangre del becerro que era la ofrenda por Aarón y su casa (un tipo especial de la Iglesia como la familia sacerdotal de Dios), y también con la sangre del macho cabrío de la expiación por Israel. Sin entrar aquí en las diferencias características y en los detalles de estos sacrificios, el punto que quiero apremiar es que en ambos casos la sangre era para Dios. No digo (porque esto sería olvidar otras Escrituras) que la sangre nunca es para nosotros, pero aquí es enteramente para Dios; porque en verdad era rociada delante así como sobre el propiciatorio, y rociada allí siete veces, de manera que cuando el adorador se allegaba podía encontrar su perfecto testimonio en presencia de Dios. Pero seguía siendo para Dios, habiéndose hecho con ella la expiación conforme a las demandas de Su santidad, y de la justicia de Su trono. Hacía propiciación por los pecados del pueblo. Así es con Cristo: «Y él es propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por todo el mundo» (1 Jn 2:2, Besson). Por ello, la eficacia de la sangre de Cristo es en conformidad a su valor a los ojos de Dios; y es infinita. Así, si la sangre derramada sobre el propiciatorio podía por una parte hacer propiciación por los pecados de Su pueblo, por la otra, debido a su indecible valor delante de Dios, por cuanto Él ha sido glorificado por ello, y a tal costo, ha venido a ser la base sobre la que Dios puede actuar en gracia con todo el mundo, y enviar a Sus siervos con el mensaje implorante: «Reconciliaos con Dios». «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Jn 3:16).

El otro aspecto al que hemos aludido es el de la sustitución—prefigurada en el macho cabrío vivo. Después de haber sido rociada la sangre, según la instrucción divina, se dice: «Hará traer el macho cabrío vivo; y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará las iniquidades de ellos a tierra inhabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto» (Lv 16:20-22). Esto se corresponde de manera precisa con lo que tenemos en Romanos. Al final del tercer capítulo Cristo es expuesto como el propiciatorio por la fe en Su sangre (v. 25), y luego, al final del capítulo cuarto leemos: «El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación» (v. 25). Así, no sólo ha sido hecha la propiciación ante Dios por medio de la sangre de Cristo, sino que, si somos creyentes, podemos decir que Él fue entregado por nuestras transgresiones, que Él ha llevado nuestros pecados sobre Su propio cuerpo en el madero, llevándolos lejos a una tierra no habitada —dejándolos allí— donde ya no pueden ser más hallados; porque si Él fue entregado por nuestras transgresiones, ha sido resucitado para nuestra justificación.

Se puede añadir otra cosa. Nuestro pecado, así como nuestros pecados, ha sido todo ello tratado en la cruz. «Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne» (Ro 8:3). Así, no sólo Dios ha sido glorificado, sino que todo el caso —tanto la necesidad como el estado del pecador— queda cubierto por la muerte de Cristo. La verdad de todos los sacrificios queda incluido en ello —el holocausto así como la ofrenda por el pecado, el cordero pascual así como los sacrificios del día de la expiación. Todo esto eran meras figuras, sombras del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, sombras de aquel un sacrificio que fue cumplido en el calvario en la consumación de los siglos. Pero es sólo después de conocerle como Salvador que aprendemos estas cosas. Entonces, en paz con Dios, nos deleitamos, como nos deleitaremos a través de toda la eternidad, en contemplar la muerte de Cristo, y en seguir, aunque ahora podamos verlo sólo en parte, los maravillosos contornos de la obra que llevó a cabo, y sus múltiples relaciones tanto con Dios como con nosotros.

La resurrección de Cristo tiene un sentido particular y especial. «A éste,» dice Pedro, «entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole; al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuera retenido por ella» (Hch 2:23, 24). Y destaca una y otra vez el hecho de que Dios ha resucitado y exaltado a Su diestra a Aquel a quien ellos habían rechazado y crucificado. (Véase Hch 3:14, 15; 4:10; 5:30, 31). También el Apóstol Pablo enfatiza la misma verdad (véase Hch 13:27-31; 17:31, etc.; también Ro 4:24, 25; 1 Co 15; Ef 2; etc., para su enseñanza doctrinal acerca de toda la cuestión de la resurrección de Cristo). En lo que quisiera detenerme aquí es en que la resurrección de Cristo fue la declaración de satisfacción por parte de Dios con Su obra, que el ponerle en la gloria a Su diestra fue la expresión de la estimación que Él hizo de su valor—la respuesta de Su corazón al gran valor de Aquel que lo había hecho, así como a los derechos que Cristo había adquirido ante Él por ello. Nuestro mismo bendito Señor presenta esta verdad. Cuando el traidor hubo salido a solas para llevar a cabo su malvada obra, Él dijo: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida le glorificará» (Jn 13:31, 32). Así, cuando en el capítulo diecisiete toma Su lugar en espíritu más allá de la cruz, alega Su obra como constitutiva de un derecho obtenido ante el Padre, de glorificarle a Él con la gloria que tenía con el Padre antes que el mundo fuese (vv. 4, 5). Y ciertamente la justicia de Dios fue exhibida al glorificar a Aquel, poniéndolo a Su diestra, que para glorificarle se hizo «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2:8-10).

Pero este hecho tiene otra voz para el creyente. Si Cristo llevó nuestros pecados en Su propio cuerpo en el madero, y descendió a la muerte bajo la ira y el juicio que nos eran debidos, el hecho de Su resurrección por Dios demuestra, y ello de manera indiscutible, que nuestros pecados nos han sido quitados. Porque, ¿dónde está nuestro sustituto? En la gloria de Dios. Entonces, si Él está en la gloria de Dios, sabemos no sólo que nuestros pecados han quedado atrás, sino también que Dios reposa en perfecta complacencia en Aquel que los expió mediante Su muerte, por cuanto Él ha recibido el lugar supremo en el cielo. En palabras de otro: «No puedo ver la gloria de Cristo ahora sin saber que soy salvo. ¿Cómo llega Él allí? Él es un hombre que ha estado aquí abajo entre publicanos y pecadores, amigo de los tales, escogiéndolos como compañeros. Él es un hombre que ha llevado la ira de Dios debido al pecado; Él es un hombre que ha llevado mis pecados en Su propio cuerpo en el madero (hablo del lenguaje de la fe); Él está ahí, como habiendo estado acá abajo en medio de las circunstancias y bajo la imputación de pecado; y sin embargo es en Su rostro que veo la gloria de Dios. Lo veo allá en consecuencia de haber quitado mi pecado, porque Él ha cumplido mi redención. No podría ver a Cristo en la gloria si hubiera una tacha o mancha de pecado no quitadas. Cuanto más veo la gloria, tanto más veo la perfección de la obra que Cristo ha cumplido, y de la justicia en la que soy acepto. Cada destello de aquella gloria se ve en la faz de Uno que ha confesado mis pecados como Suyos, muriendo por ellos en la cruz, de Uno que ha glorificado a Dios en la tierra, llevando a cabo la obra que Su Padre le había dado que hiciera. La gloria que veo es la gloria de la redención. Habiendo glorificado a Dios con respecto al pecado —“Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese”— Dios le ha glorificado consigo mismo allí. Cuando le veo en aquella gloria, en lugar de ver mis pecados, veo que están quitados. Veo mis pecados puestos sobre el Mediador. He visto mis pecados confesados sobre la cabeza del macho cabrío de expiación, y que han sido llevados fuera. Y de tal manera ha sido Dios glorificado respecto a mi pecado (esto es, en respecto a lo que Cristo ha hecho por causa de mis pecados), que éste es el derecho que Cristo tiene de estar allá, a la diestra de Dios. No temo mirar a Cristo allá. ¿Dónde están ahora mis pecados? ¿Dónde se pueden encontrar, en el cielo o en la tierra? Veo a Cristo en la gloria. Una vez estuvieron sobre la cabeza de esta bendita Persona; pero se han ido, y no pueden ya ser hallados más. Si lo que yo viera fuese, por así decirlo, un Cristo muerto, podría temer que mis pecados pudieran volver a ser hallados; pero con Cristo viviente en la gloria, es en vano buscar. El que los llevó todos ha sido recibido al trono de Dios, y ningún pecado puede ser hallado allí».

Como conclusión, podemos preguntar: ¿cómo quedamos vinculados a Cristo? Por medio de la fe. «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Jn 3:36). Una vez más, «El que cree en mí, tiene vida eterna» (Jn 6:47). «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa» (Hch 16:31). «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Ro 5:1). Dios, en el evangelio, nos presenta a Cristo, de quien hemos hablado, como el Salvador. Es por ello el evangelio de la gloria de Cristo (2 Co 4:4), así como de la gracia de Dios. Al recibir Su testimonio, inclinándonos ante Él en juicio de nosotros mismos, ejercitando arrepentimiento para con Dios y fe para con nuestro Señor Jesucristo, somos salvados, unidos a Cristo, y traídos a Dios con toda la aceptación que Cristo mismo tiene. Cada creyente es así asociado con Cristo delante de Dios, y es traído al goce de todo lo que Cristo es por nosotros, así como de todas las bendiciones que Él ha asegurado para nosotros por medio de Su meritoria muerte y resurrección. ¡Cuán indeciblemente bendito es, entonces, poder decir, por el Espíritu de Dios, Cristo nuestro Salvador. Querido lector, ¿puedes tú reclamarlo como tal? Si no, ¡cuán indeciblemente penosa es tu posición! Pero Dios, incluso ahora, en los tiernos anhelos de Su gracia, se encuentra contigo, al dirigir tu mirada a Cristo a Su diestra, proclamando en Su palabra: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna». Si puedes llamarle tu Salvador, entonces no tenemos palabras para expresar tu bienaventuranza; pero podemos recordarte la obligación en que te encuentras por ello mismo de hacer patente, por tu palabra y vida, que eres salvo, y de testificar de aquella gracia que te ha llamado de las tinieblas a la maravillosa luz de Dios.

«¡Oh Salvador, que Tú a Ti me atraigas!
Así yo sin fatiga correré;
Que con gentil palabra me consueles;
Mi único anhelo seas Tú.
Todo temor y peso en Ti reposar;
En calma al saber que Tú cerca estás.

«¿Qué es lo que yo en tu amor no poseo?
Luz en mi noche, de día mi sol,
En la tierra seca Tú mi manantial,
Mi vino de gozo, pan de sostén,
Mi fuerza, mi escudo y gran protección,
¡Tú mi vestido ante el trono de Dios!»


NOTAS

1. No se debe olvidar que el Señor Jesús sólo puede presentarse como Salvador sobre la base de una redención consumada. Por ello, a este respecto, Él es primero Redentor, y luego Salvador. Pero aquí hablamos del orden de nuestra comprensión. Volver al texto

2. Cuando hablamos de las pruebas de la Deidad de nuestro Señor, siempre me ha parecido que si se concede todo lo que Él afirma, se debe conceder que Él es Dios. Por ejemplo, si creemos en Él, acudimos a Él, le amamos y le servimos como Él demanda, le hacemos divino: porque si fuera sólo un hombre, sería un atentado contra las demandas de Dios que Él demandase de nosotros, o que nosotros diésemos, lo que Él en efecto nos demanda. Volver al texto

3. Somos bien conscientes de la controversia suscitada por este pasaje. Con la intención de mantener unos puntos de vista particulares, algunos han pretendido que epi to xulon, tomado con el verbo se debería traducir como «hacia el madero». Pero no sólo se demuestra esta postura carente de base por el uso mismo de las palabras, sino que toda la enseñanza de la Escritura acerca de la doctrina de la expiación está en directa oposición a la misma. Volver al texto

4. Se usa el término «por anticipación», porque Su muerte todavía no había sucedido. Pero todas las cosas estaban ya consumadas. (Véase versículos 28-30.) Volver al texto



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Otras versiones empleadas:
RV: Versión Reina-Valera, revisión 1909.
V.M.: Versión Moderna de H. B. Pratt, revisión de 1923.


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