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RIQUEZAS INESCRUTABLES

O,
ALGUNAS DE LAS RELACIONES
DE CRISTO
CON SU PUEBLO

*  *  *  *

Edward Dennett

Traducción del inglés:
Santiago Escuain


VIENE DEL CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CRISTO NUESTRO REDENTOR

ES sólo al considerar cada aspecto en el que Cristo nos es presentado en las Escrituras que podemos ser capacitados en alguna medida a asimilar lo que Él es para y por nosotros, así como la plenitud de la verdad de nuestra salvación. Hemos contemplado a Cristo como nuestro Salvador, y podría parecerles a algunos como si este título incluyera también lo que Él es como nuestro Redentor; pero veremos, al seguir este tema, que somos llevados a nuevos aspectos tanto de Su obra como de nuestra condición.

De hecho, Él en realidad consumó la redención antes que pudiera ser presentado como Salvador; porque Él puede salvar sólo sobre la base de Su obra consumada. Por ello, desde el lado de Dios la redención precede a la salvación; pero aquí estamos hablando más bien del orden en que Cristo es percibido en el alma.

Cosa a destacar, Él nunca recibe este título con estas mismas palabras en el Nuevo Testamento. De Él se dice que nos ha redimido; y se nos dice que tenemos redención en Él, por medio de Su sangre, etc., pero nunca es llamado nuestro Redentor. En cambio, en el Antiguo Testamento este título aparece con frecuencia (véase Job 19:25; Sal 19:14; 78:35; Is 41:14; 43:14; 44:6; 47:4; 49:26, etc.). Pero el hecho de que Cristo nos ha redimido, y que es por ello nuestro Redentor, se encuentra en cada libro de las Escrituras del Nuevo Testamento; y los ancianos en el cielo, al contemplar al Cordero tomando el libro de los consejos de Dios, cantan un nuevo cántico, diciendo: «Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje, y lengua, y pueblo, y nación», etc. (Ap. 5:9). Así, en cada dispensación Dios ha sido Redentor; y por ello no hay tema más digno de nuestra meditación.

En las Escrituras hebreas hay dos palabras que se emplean con frecuencia para expresar la verdad de la redención. La primera significa «rescatar», «redimir mediante el pago de un rescate» (gâal), y la otra, «desatar» (pâdâh), y por ello empleada en un sentido muy similar a la primera, aunque su sentido primario sea «desatar». En el Nuevo Testamento tenemos sólo una palabra (lutroô), pero incluye el significado de ambas palabras hebreas, esto es, liberar contra la recepción de un rescate. Así, hay dos conceptos en la palabra «redención», el pago del rescate, y la consiguiente liberación; nuestra puesta en libertad, y el estado al que somos introducidos como resultado de haber sido redimidos.

Así, antes que estemos en una posición de contemplar a Cristo como nuestro Redentor, tenemos que considerar en primer lugar el estado en que nos encontrábamos, que hizo necesaria Su venida con este carácter. No sólo se trata de que fuéramos pecadores. «Como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Ro 5:12). Así, fue por el pecado que reinó la muerte sobre todo el mundo. Pero había aun más que esto, por terrible que pueda parecer esta afirmación. Por la caída —el pecado del hombre— Satanás había adquirido derechos sobre el hombre, y retenía el poder de la muerte, blandiéndola, ciertamente, como el justo juicio de Dios (He 2:14). Así, por cuanto todos habían pecado, vino a ser el príncipe del mundo (Jn 12:31; 16:11); el dios de este mundo (2 Co 4:4); manteniendo a todos los hombres cautivos bajo su poder y dominio (Hch 26:18; Col 1:13). Por ello, estábamos en el caso de un cautiverio sin esperanzas, vendidos por nuestro pecado al poder de Satanás, que reinaba sobre nosotros, afligiendo nuestras almas bajo el duro rigor de la esclavitud bajo él. Y éramos tan impotentes como desesperada era nuestra condición; porque habiendo caído por nuestro propio pecado bajo la pena de muerte, y por ello mismo bajo el poder de Satanás, y no teniendo medio alguno de proveer un rescate, nos veíamos encerrados para siempre, a no ser que alguien de fuera, competente para ello y poderoso, interviniera para liberarnos de la cárcel de nuestro cautiverio. Por ello dice San Pablo: «Estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia», etc. (Ef 2:1, 2).

Ésta era nuestra condición. Habíamos dejado de responder a las demandas de Dios sobre nosotros, y por ello habíamos caído en la condenación del pecado; y al mismo tiempo habíamos quedado bajo el poder de Satanás, que reinaba sobre nosotros por medio del poder de la muerte que blandía como juicio de Dios sobre nosotros por causa de nuestros pecados. Y fue entonces, cuando no teníamos derecho alguno ante Dios, sino habiendo incurrido en la justa condenación por nuestros pecados, que Él, conforme a los consejos de Su gracia, siendo rico en misericordia, en Su amor y compasión, nos redimió —y no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha ni contaminación (1 P 1:18).

Consideraremos ahora de manera más particular el método por medio del cual se logró nuestra redención. Consistió propiamente hablando de dos partes, del precio pagado, y de la liberación efectuada; la satisfacción de las demandas de Dios, y nuestra liberación de manos y del poder de Satanás; y encontraremos estas dos cosas históricamente ilustradas en la redención de Israel.

(1) El precio pagado, o el dinero del rescate. Hablando a los discípulos, nuestro bendito Señor les dijo: «El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20:28). En otra Escritura leemos que Cristo «se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo» (1 Ti 2:6). Esto es, se dio a Sí mismo a la muerte —correspondiéndose con ello a la otra Escritura citada, «dar su vida». La significación de estas declaraciones será explicada por un pasaje del Antiguo Testamento: «La vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona» (Lv 17:11). Por ello, «sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (He 9:22). Fue por ello la sangre de Cristo (porque la vida está en la sangre) lo que constituyó nuestro dinero de rescate: éste fue el precio pagado por nuestra redención. Por ello San Pablo dice: «En quien tenemos redención por su sangre» (Ef 1:7); y San Pedro, en la Escritura que hemos citado antes, que hemos sido redimidos con la preciosa sangre de Cristo. No podemos asombrarnos de que la llame «preciosa», por cuanto valió para dar satisfacción a todas las demandas de un Dios santo sobre nosotros, para que sobre esta base pudiera proclamar el perdón para todos. Porque, en verdad, no sólo dio satisfacción a las demandas de Dios, sino que tan infinito fue su valor que el Señor Jesús, por el derramamiento de Su sangre, glorificó a Dios en todo lo que Él era —en cada atributo de Su carácter— y así Él puede de manera justa justificar a todo aquel que cree en Jesús. Más aun, Él se glorifica a Sí mismo, al traer a cada creyente a Sí mismo, haciendo de él Su hijo, y si hijo, heredero, heredero de Dios y coheredero con Cristo (Ro 8:17).

Por ello, la sangre de Cristo es el dinero de la redención, y por ello todo el que está bajo su protección está salvo para siempre del juicio. Esto quedó prefigurado en el caso de Israel en Egipto. Cuando Dios estaba a punto de azotar la tierra de Egipto, de pasar a través de ella como Juez, suscitando por ello la cuestión del pecado, Su propio pueblo —Israel— era tan merecedor del golpe del destructor como los egipcios. ¿Cómo, pues, podía ser Israel pasado por alto con la misma justicia con la que Egipto era justamente juzgado? En uno de Sus mensajes a Faraón, Él dice: «Y Yo pondré redención entre mi pueblo y el tuyo» (Éx 8:23); y esto fue hecho de una manera notable cuando, por orden de Jehová, «Moisés convocó a todos los ancianos de Israel, y les dijo: Sacad y tomaos corderos por vuestras familias, y sacrificad la pascua. Y tomad un manojo de hisopo, y mojadlo en la sangre que estará en un lebrillo, y untad el dintel y los dos postes con la sangre que estará en el lebrillo; y ninguno de vosotros salga de las puertas de su casa hasta la mañana. Porque Jehová pasará hiriendo a los egipcios; y cuando vea la sangre en el dintel y en los dos postes, pasará Jehová aquella puerta, y no dejará entrar al heridor en vuestras casas para herir» (Éx 12:21-23). Así, el Señor redimió a Su pueblo mediante la sangre —figura de la sangre del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1:29). Pero observemos esta importante distinción: el mandamiento fue dado a todos que rociaran la sangre —la provisión, por ello, era para todos; pero si el pueblo no llevaba a cabo en obediencia las instrucciones recibidas, no quedarían protegidos. Así que ahora la sangre de Cristo es suficiente para refugiar a todo el mundo; pero a no ser que haya fe, de nada servirá. «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel [y sólo aquel] que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Jn 3:16). «A quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre» (Ro 3:25).

(2) La primera parte de la redención, entonces, fue el pago de la redención; y esto, como hemos visto, fue hecho mediante la sangre de Cristo. Pero Israel no estaba redimido —aunque perfectamente a salvo bajo la protección de la sangre— mientras estuviera en Egipto. Por ello, la segunda parte, o consumación de la redención, fue llevada a cabo cuando Dios, con mano alzada y brazo extendido, los sacó de la tierra de Egipto a través del Mar Rojo, destruyendo a Faraón y a toda su hueste en sus poderosas aguas. Sobre la base de la sangre derramada, Dios, habiendo quedado satisfecho como Juez, puede ahora actuar en favor de Su pueblo como Libertador; y por ello los saca de Egipto con poder. Entonces pudieron cantar, pero no mientras estaban en Egipto: «Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación. ... Condujiste con misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada» (Éx 15:1-13). Son ahora, y desde ahora, un pueblo redimido.

Así sucede con los creyentes ahora: no se puede decir que son redimidos hasta que sepan no sólo que están resguardados por la sangre, sino también que han sido sacados limpiamente del territorio enemigo mediante la muerte y el juicio, por la muerte y resurrección de Cristo. En el caso de Israel, por cuanto fue un acontecimiento histórico, el rociamiento de la sangre y el paso del Mar Rojo fueron necesariamente dos etapas sucesivas. Pero ahora se ha llevado a cabo la obra, en la muerte y resurrección de Jesucristo, que se corresponde con ambas; y aunque en realidad las dos partes —el refugio de la sangre y la liberación— son a menudo sucesivas en nuestro conocimiento, no hay sin embargo razón alguna por la que no se pueda recibir y gozar en el acto de la plenitud de la redención. Y así sería mucho más frecuentemente, si se proclamara más comúnmente un evangelio pleno; mientras que pocas veces se va más allá del perdón de los pecados, y por ello las almas quedan desconocedoras de la salvación que Dios ha obrado para ellas en Cristo.

Pero será oportuno explicar con una mayor extensión cómo nuestra liberación tiene lugar en Cristo. Es por ello de la mayor importancia que sepamos que en la muerte de Cristo no sólo que Dios ha tratado con la cuestión de nuestros pecados —nuestra culpa— sino que también ha tratado con el pecado —nuestra mala naturaleza. «Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne». Así que Él ya ha juzgado el pecado, raíz y rama; y por ello Cristo se enfrentó con todo el poder de Satanás, quebrantándolo en Su muerte (así como Dios quebrantó todo el poder de Egipto —figura del poder de Satanás— en el Mar Rojo). La consecuencia de ello es que, creyendo en Cristo, soy llevado a través de Su muerte fuera de la vieja condición en la que me encontraba (fuera de Egipto), y por Su resurrección soy introducido en un nuevo lugar —un lugar (en Cristo Jesús) no sólo donde no hay condenación, sino donde la ley del espíritu de vida en Cristo Jesús me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte (Ro 8:1, 2). Consiguientemente, Dios puede decir ahora a los creyentes: «Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros» (Ro 8:9). Por ello, nuestra redención es completa; Dios ha actuado por nosotros —habiendo quedado todas Sus demandas afrontadas y satisfechas por la sangre de Cristo— y nos ha sacado de nuestra vieja condición trayéndonos a Sí mismo. «Nos ha llevado con Su poder a Su santa morada». Ya hemos pasado de muerte a vida, habiendo quedado para siempre detrás de nosotros la muerte y el juicio. Ya no estamos en la carne, contemplados como hijos de Adán, sino que, habiendo muerto con Cristo, queda roto cada lazo que nos ataba a aquel estado, y estamos ahora en Cristo, y en Cristo donde Él está, y consiguientemente un pueblo redimido. Ahora sabemos que todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios, a los que son llamados conforme a Su propósito, y teniendo entonces la seguridad de que, según este propósito, debemos ser conformados a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos; sabiendo también que a los que Él predestinó, a ellos también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó, podemos hacernos eco del triunfante lenguaje del Apóstol: «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» Sí, podemos reposar en la plena persuasión de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada, nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro (Ro 8:28-39).

(3) Pero se debe observar una cosa. En tanto que estamos redimidos —en cuanto a nuestras almas de una manera total— tenemos que esperar a la consumación de nuestra redención en cuanto al cuerpo. Sacados de Egipto, y habiendo pasado a través del Mar Rojo, plenamente liberados, y habiendo recibido el Espíritu Santo como las arras de nuestra herencia, esperamos la adopción —la redención de nuestro cuerpo. Porque en verdad seguimos estando en el desierto, y por medio de nuestros cuerpos, atados a una creación gimiente; y por ello nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos también en nosotros mismos, esperando el tiempo en que nuestros cuerpos serán redimidos (Ro 8:23).

«Nuestros vasos terrenos quiébranse,
Y el mundo mismo envejece;
Mas Cristo nuestro valioso polvo tomará,
Y nueva forma le ha de dar.

Él dará a esos cuerpos viles
Una forma cual la suya,
Dará sonrisa a la creación entera,
Y sus gemidos acallará».

«Esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo, el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra» (Fil 3:20, 21), y entonces veremos lo gloriosamente completa que es la redención que Él ha obrado para Su pueblo, tan completa que nada quedará en manos del enemigo, sino que el espíritu, el alma y el cuerpo a una quedan rescatados y hechos suyos.

Entonces, al contemplar esta obra en toda su extensión, podemos ciertamente reconocer con corazones gozosos que Cristo es nuestro Redentor. Y nunca deberíamos olvidar a qué precio nos ha redimido para Dios. Estamos acostumbrados a decir: con Su sangre. Pero cuán poco comprendemos del alcance de las palabras; cuán poco entramos en el maravilloso hecho de que Él se dio a Sí mismo para morir, yendo bajo toda la ira que nos era debida, fue hecho pecado por nosotros, para que pudiéramos venir a ser justicia de Dios en Él. De cierto que mientras meditamos acerca de esto, evocará de nuestros corazones el más constante clamor de adoración: «Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1:5, 6).(5)

¿Cuáles son, pues, nuestras responsabilidades como pueblo redimido? La primera y principal, el reconocimiento de que pertenecemos a Aquel que nos ha redimido. Esta verdad es constantemente expuesta incluso en las Escrituras del Antiguo Testamento: «Ahora, así dice Jehová, Creador tuyo, oh Jacob, y Formador tuyo, oh Israel: No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú» (Is 43:1). Es por ello que el apóstol, como observaremos más a fondo en el capítulo siguiente, se autodesigna tan frecuentemente el esclavo (doulos) de Jesucristo. Porque por cuanto el Señor ha pagado, en Su maravillosa gracia y amor, nuestro dinero de rescate, ha adquirido plenos derechos y título a todo lo que somos y tenemos. Desde entonces somos propiedad Suya. Pero esto involucra un doble aspecto: privilegio y responsabilidad. Tenemos el privilegio de pertenecer a Cristo, de ser Suyos, de estar ligados a Él por especiales vínculos (porque Él amó a la Iglesia, y se entregó a Sí mismo por ella), y por ello de ser los especiales objetos de Su cuidado, ternura y amor. Ahora decimos: «Mi amado es mío, y yo suya»; más aún, «Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento» (Cnt 2:16; 7:10). ¡Y cuán dulce y bendito el pensamiento de que Él ha adquirido, por un título que nadie puede jamás poner en tela de juicio, la posesión de nosotros! ¡Qué reposo para el alma recordar que somos de Él! En el dolor, en la turbación o en el duelo —en las silenciosas vigilias de la noche— ¡qué solaz indecible poder levantar nuestros ojos a Él, y poderle decir: Tú nos has redimido, y tuyos somos, tuyos para siempre!

Pero el privilegio involucra la responsabilidad de mostrar prácticamente en nuestro caminar y conversación que somos de Él, de vivir no para nosotros, sino para Aquel que murió por nosotros, y resucitó (2 Co 5:15). Porque por nuestra redención somos separados de todos los pueblos de la tierra, y por tanto debemos distinguirnos por el testimonio de nuestras vidas que pertenecemos a nuestro Redentor. Debemos cada uno de nosotros, como delante del Señor, preguntarnos: ¿hasta qué punto es cierto en mi caso? ¿Estamos nosotros separados, como pueblo redimido, de los que están a nuestro alrededor, como lo estaba Israel, por ejemplo, de las tribus que los rodeaban cuando pasaba a través del desierto? Cierto es que en el caso de ellos, hasta esto, se trataba de una separación externa; pero es cosa cierta que esto estaba dispuesto como tipo y figura de una separación más real que la de ellos, más real por cuanto el carácter de nuestra redención es tanto más profundo. Sin embargo, la cuestión es, ¿estamos confesando a diario, con nuestro corazón, vida y labios, que pertenecemos a Cristo?

Y esta cuestión nos lleva a una especial responsabilidad en relación con nuestra redención, como la enuncia el apóstol Pablo. Él les dice a los corintios: «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? ... glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo»(6) (1 Co 6:19, 20). Por ello, el Señor demanda nuestros cuerpos, por cuanto nos ha comprado por precio; y es por ello que querría tener nuestros cuerpos como órganos para la expresión de Sí mismo en esta escena. Así, después de la plena declaración de la redención en la Epístola a los Romanos, el apóstol dice: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional» (Ro 12:1). ¡Qué honor que así se nos hace, que tome Él estos cuerpos nuestros, que eran antes instrumentos de Satanás, y que haga de ellos los medios de exhibirse Él mismo, para que Dios sea glorificado! ¡Ah, que poco que sabía Satanás lo que estaba haciendo cuando apremió a los judíos a que dieran muerte a Cristo! Consiguió hacerlo desaparecer de la escena, pero, ¿cuál ha sido la consecuencia? Que hay miles de seguidores de Cristo cuya única misión es que reflejen Su semejanza, que lleven en sus cuerpos la muerte del Señor Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en sus cuerpos (2 Co 4:10). ¿Cuán lejos estamos de cumplir con nuestra responsabilidad a este respecto? Todos lo reconoceremos; y si lo reconocemos, y al mismo tiempo tenemos que reconocer nuestro fracaso en responder a ello, podemos, y ciertamente lo haremos, echarnos sobre Él para la gracia y fuerza para presentarnos enteramente a Dios como vivos de entre los muertos, y nuestros miembros a Dios como miembros de justicia (Ro 6:13).

San Pablo enseña también que habiendo sido redimidos deberíamos desconocer y rechazar toda autoridad que entre en conflicto con la de Cristo. «Por precio fuisteis comprados; no os hagáis esclavos de los hombres» (1 Co 7:23). Difícilmente será necesario decir que esto no significa que no debamos tener amos en este mundo. Por otra parte, Él, por el Espíritu, ha dado instrucciones especiales a los que están así puestos. Pero lo que aquí afirma es la supremacía de la autoridad de Cristo, y que nosotros, por cuanto Él nos ha comprado por precio, le pertenecemos, sea cual sea nuestra situación. «El que en el Señor fue llamado siendo esclavo, liberto es del Señor; asimismo el que fue llamado siendo libre, esclavo es de Cristo. Por precio fuisteis comprados; no os hagáis esclavos de los hombres» (1 Co 7:22, 23). De la misma manera, apremiando la misma verdad, recuerda en otra epístola a los siervos que «a Cristo el Señor servís» (Col 3:24). Así, sea cual fuere nuestra posición en este mundo, por muy sujeta que pueda ser, nunca debemos olvidar que pertenecemos a Cristo, que Él nos ha comprado con Su sangre; y de ahí que nuestro ojo siempre debe estar sobre Él, porque Él es nuestro Señor, y es a Él a quien servimos.

Otra Escritura nos indicará una responsabilidad adicional. «Quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras» (Tit 2:14). Ya hemos visto que el Señor nos ha adquirido por redención, y este pensamiento está también expresado en las palabras «purificar para sí un pueblo propio», pero aquí se añaden dos cosas que Él desea que caractericen al pueblo que Él ha redimido. Su objeto era redimirnos de toda iniquidad, tanto de su poder (véase Ro 6:14) como de su práctica, y que fuéramos celosos de buenas obras. Como redimidos, por tanto, deberíamos ser conocidos por nuestra separación del mal, y por nuestra separación para Cristo, señalados como pueblo peculiar—un pueblo peculiar y propio de Él, y conocido por el celo por las buenas obras.

Es bueno que nos juzguemos frecuentemente por esta Escritura, para que podamos detectar nuestros fracasos y descubrir hasta dónde estamos respondiendo a la mente de Cristo acerca de nosotros —Su objetivo en nuestra redención. Y especialmente que podamos aplicar la frase «celosos de buenas obras». Porque mientras que no hay un mayor peligro en el tiempo presente que una actividad excesiva, en la que el alma pierde con frecuencia toda comunión, y por ello mismo todo poder, nunca debería haber descuido acerca de las obras que son conforme a la mente de Dios. En verdad, somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, que Dios preparó de antemano, para que en ellas anduviéramos (Ef 2:10). Por ello, somos responsables para ser celosos de tales buenas obras.

Si nos volvemos a 1 Pedro, encontraremos otro carácter de responsabilidad en relación con nuestra redención. «Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación; sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1 P 1:17, 18). San Pedro nos pone así en presencia de Dios Padre, y nos pone allí como peregrinos, para que pasemos el tiempo de nuestra peregrinación en temor, aquel santo temor que surge de Su santidad, según la que nuestras obras son ya ahora juzgadas. Él quisiera tenernos como peregrinos que han sido sacados de Egipto, en nuestro paso por el desierto, para mantener la santidad, para ser santos, por cuanto Dios es santo (v. 16). Porque es para Dios que hemos sido redimidos; y por ello Él demanda que seamos como es digno de Él, de Su carácter, en nuestro caminar y en nuestra forma de vivir. ¡Cuán vigilantes, pues, deberíamos ser, para mantenernos apartados del mal, para caminar como es digno de la vocación con que hemos sido llamados, teniendo delante de nuestros ojos el temor de Dios, sabiendo que Él marca todos nuestros caminos, y que sin santidad nadie verá al Señor (He 12:14).

Finalmente, somos siempre invitados a mirar adelante al día de la redención. Así, se nos dice que el Espíritu que mora en nosotros es «las arras de nuestra herencia, hasta la redención de la posesión adquirida» (Ef 1:14); y otra vez, que no debemos contristar «al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef 4:30). Es entonces que se entrará en los plenos frutos de la redención, y que se gozará de ellos, cuando el Señor tomará posesión en poder de todo lo que ha sido comprado por Su preciosa sangre. Ya hemos tratado de esto en cuanto al cuerpo. Pero hay más que esto. Tenemos al Espíritu como las arras «de nuestra futura plena participación en la herencia que pertenece a Cristo, por la que Él ha comprado todas las cosas para Sí mismo, pero de las que Él sólo se apropiará con Su poder cuando haya reunido a todos los coherederos para que gocen de ellas con Él». Es a esto que esperamos —no sólo la venida de Cristo, la resurrección de nuestros cuerpos, y nuestra glorificación juntamente con Él, sino aquel tiempo en el que, como coherederos con Él mismo, entraremos con Él en la posesión de toda aquella escena de dominio, bienaventuranza y gloria que Él ha adquirido mediante Su muerte —Su obra de redención—, siendo todo ello comprado por Su preciosa sangre. ¡No podemos asombrarnos de que esta consumación sea para alabanza de la gloria de Dios! Nuestra presente aceptación en el Amado es para la alabanza de la gloria de Su gracia; nuestra parte con Cristo en Su herencia será para alabanza de Su gloria. Pronto entraremos en esta escena de bienaventuranza y exaltación, por la gracia de nuestro Dios. Porque somos herederos por cuanto somos hijos, herederos de Dios, y coherederos con Cristo; y Él está esperando aquel momento en que podrá cumplir el deseo de Su corazón al tenernos consigo mismo, en conformidad a Su propia oración: «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo» (Jn 17:24). ¡Quiera Él capacitarnos a caminar ahora como aquellos que están esperando la consumación de tal bienaventuranza!


NOTAS

5. No entramos aquí en el aspecto más amplio de la redención. Cristo también gustó la muerte por todos (He 2:9), y por ello mismo todas las cosas quedarán sujetas a Él (Ef 1:10; He 2:8). Se nos dice claramente que Él compró todo el campo (Mt. 13:44), y a todos los hombres (2 P 2:1). Volver al texto

6. No añado las palabras «y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios», por cuanto carecen de autoridad textual. De hecho, el peso mismo del argumento da evidencia de que son una interpolación injustificada. Volver al texto



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Salvo mención en contrario, todas las citas de la Biblia se hacen de la versión Reina-Valera, revisión 1960.
Otras versiones empleadas:
RV: Versión Reina-Valera, revisión 1909.
V.M.: Versión Moderna de H. B. Pratt, revisión de 1923.


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