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EL HOMBRE FÓSIL

Frank W. Cousins


4—LA COMPARACIÓN DE CRÁNEOS FÓSILES NO ES PRUEBA DE EVOLUCIÓN

A veces, las comparaciones ofenden.—John Lydgate.

En la presentación de su propuesta al público, los evolucionistas hacen una gran exhibición de una falsa erudición al yuxtaponer cráneos humanos con una apelación al índice cefálico o craneano. De hecho, el índice craneano, que dice algo acerca de la forma de la cabeza, no nos dice nada acerca de su tamaño ni acerca de la capacidad intelectual de su propietario. Incluso cuando se añade al índice craneano la capacidad real del cráneo y se estima el peso del cerebro, no puede establecerse nada de cierto sin un conocimiento del peso del cuerpo. Incluso en este caso no se puede deducir nada acerca de la capacidad, carácter o cociente intelectual del propietario. Veremos ahora que hay una total falta de un decente cuidado acerca de la evidencia en este asunto de poner juntos cabezas y partes de cabezas y de disponerlas en una secuencia predeterminada pero arbitraria.

La yuxtaposición de dos o más cráneos de animales diferentes tiene poca relevancia en el argumento acerca de la evolución, a no ser que se establezca un vínculo genealógico. La yuxtaposición de dos o más cráneos de Homo sapiens carece de todo valor en apoyo de la macroevolución, por cuanto el Homo sapiens es una especie y es totalmente interfértil. Si una cabeza es menos noble que otra, esto sólo puede significar una cosa; que los propietarios de las cabezas probablemente tenían diferentes capacidades para (entre otras cosas) el goce intelectual. Pero lo que fuese y cómo les fuese en vida es totalmente incognoscible.

Se ha dicho ya al principio que la hipótesis de la evolución se caracteriza por la confianza desmesurada y audacia por parte de sus adeptos. Lo que era cierto de Darwin y T. H. Huxley ha sido cierto siempre.

Consideremos tres ejemplos que se ofrecen al público general:

En su libro The Kingdom of Man [El Reino del Hombre],1 Sir Ray Lankester, F.R.S., director que fue del Departamento de Historia Natural del Museo Británico, hizo insertar como anteportada una fotografía en la que se yuxtapone la cubierta craneana de Trinil (Pithecanthropus erectus) con el cráneo de un antiguo griego, esto es, un hombre de la Grecia clásica, véase Fig. 2.




Fig. 2
Anteportada de The Kingdom of Man por E. Ray Lankester, Constable 1907.
—con permiso, The Rationalist Press Assoc. Ltd.
La figura superior I de un molde del célebre espécimen descubierto en la grava de un río en Java, probablemente de tanta antigüedad como las gravas paleolíticas de Europa. Aunque con derecho a ser considerado como «hombre», el ser que poseyó este cráneo ha recibido la designación de «Pithecanthropus». La forma de la bóveda craneana difiere de la del cráneo humano europeo bien desarrollado (que aparece en la fotografía inferior, la de un cráneo griego) en los mismos rasgos que difieren los cráneos prehistóricos de gran antigüedad de las cuevas belgas de Spey y de Neanderthal en Renania. Estas diferencias, sin embargo, son mensurablemente mayores en el cráneo de Java.

Los tres grandes rasgos de la diferencia son: (1) el gran tamaño de los arcos superciliares (la parte inferior y delante de A en las ilustraciones) en el cráneo de Java; (2) la altura relativa mucho mayor de la parte media y posterior de la bóveda craneana (líneas e y f) en el cráneo griego; (3) la prominencia mucho mayor en el cráneo griego de la parte anterior de la bóveda craneana —la protuberancia del área prefrontal o frontal (la parte delante de la línea A C, cuya profundidad se muestra mediante la línea d).

Las partes de la cavidad craneana que tienen así evidentemente una mayor capacidad en el cráneo griego son precisamente aquellas que son pequeñas en los simios y cubren aquellas convoluciones cerebrales que se han desarrollado de manera especial en el Hombre en contraste con los Simios más superiores.

La línea A B en ambas figuras es la línea ofrio-tentorial. Se dibuja desde el ofrión (el punto medio en la línea dibujada a través de la parte más estrecha del hueso frontal justo por encima de las arcadas superciliares), que se corresponde externamente con el límite más anterior del cerebro, hasta el punto extra-tentorial (entre los surcos occipitales) y es prácticamente la línea basal del encéfalo. Las líneas e y f son perpendiculares a esta línea basal, la primera a mitad de camino entre A y B, y la segunda a mitad de camino entre el primer punto y el extra-tentorial.

C es el punto que los craneólogos conocen como «bregma», el punto de unión del hueso frontal y los dos parietales.

La línea A C está dibujada como una recta que une A y C, pero si el cráneo está dispuesto de manera precisa se corresponde con el borde del plano en ángulo recto con el plano sagital del cráneo —que atraviesa el bregma (C) y el ofrión (A)— y donde «corta» el cráneo señala el área o protuberancia prefrontal. Indica la profundidad de la región cerebral prefrontal. Dibujado a ambos lados en la superficie del hueso y contemplado desde el frente (la línea blanca de puntos en las Figs. 1 y 2) da la amplitud máxima del área prefrontal.

Dividiendo la línea ofrio-tentorial en 100 unidades y empleando estas unidades como medidas, se puede expresar numéricamente la profundidad de la cavidad cerebral en las regiones medidas por las líneas d, e y f, y sus diferencias en una serie de cráneos, expresadas en porcentajes de la longitud ofrio-tentorial.

Descripción de la Anteportada de The Kingdom of Man.


El lector es inmediatamente sumergido por Sir Ray en una descripción académica de la anteportada, pág. 33. Es curioso que buscamos en vano la pertinencia de esta descripción de este tema que nos ocupa hasta que llegamos a su capítulo 8; allí Sir Ray tiene esto que decir tocante a la evolución del hombre:

«No es improbable que fuese en el remoto período conocido como Mioceno Inferior que la Selección Natural comenzase a favorecer aquel aumento en el tamaño del cerebro de un gran y no muy poderoso simio semierguido que a su tiempo, tras cientos de miles de años, con la crianza de un ser con un espacio relativamente enorme para el cerebro, una mano hábil y una tendencia inveterada a arrojar piedras, a blandir palos y a satisfacer sus apetitos naturales mediante el uso de su ingenio en lugar de mediante sólo su fuerza —en la cual, sin embargo, no era deficiente.»

Ahora bien, Sir Ray no poseía la más mínima evidencia de que la selección natural (un «mecanismo»2 totalmente insatisfactorio) comenzase a favorecer un aumento en el tamaño del cerebro de un gran y no muy poderoso simio semierguido. El medio siglo que ha transcurrido desde entonces no ha remediado la deficiencia. Un inexperto que examine el la anteportada de The Kingdom of Man que exhibe la cubierta craneana de Trinil y el cráneo de un griego puede llegar a creer, mediante alguna extraña alquimia mental, que ve una relación entre los simios y el hombre. De hecho, no ve más que dos cráneos totalmente separados, hallados a 28.000 kilómetros de distancia geográfica entre sí, separados por 270 grados de longitud y 40 grados de latitud efectivos. El Pithecanthropus erectus, el pretendido propietario de la cubierta craneana de Trinil, es descrito como Homínido. La cubierta craneana es dolicocéfala y el esqueleto no está disponible; incluso en tal caso no se podría inferir genealogía alguna. Puede que pertenezca a una cabeza de hombre o a una de simio. En realidad, si no hubiera sido por los fémures humanos descubiertos a más de 15 metros de la cubierta craneana un año después, la cubierta craneana habría sido considerada como no humana. La cabeza del griego es sin duda alguna la de un hombre. Uno se queda pensativo acerca del propósito que Sir Ray haya tenido aquí, porque su integridad en general nunca ha sido puesta en duda.

Sir Ray no es el único comentarista sobre la evolución que yuxtapone o superpone materiales no relacionados para dar apoyo a un argumento sin pruebas. Las obras acerca de evolución están repletas de dibujos que ofrecen series variadas de diversos animales y de restos de animales. No caben dudas acerca de la inferencia que se quiere derivar de las figuras que se presentan en la literatura acerca de evolución, pero es necesario poner en guardia al lector. Demasiadas veces se hacen juegos de manos intelectuales con engañosa destreza. Lo cierto es que Galton, ya en 1889, advirtió en contra de estas falsas representaciones cuando señaló que se puede disponer cualquier cosa en forma de series, desde armas de fuego hasta cerámica, y que es necesario ser cauto al considerar este mismo fenómeno en biología. Tomemos, por ejemplo, el bien conocido dibujo (Fig. 3) de la famosa obra de Huxley, Man’s Place in Nature [El puesto del hombre en la naturaleza].3 Ni Huxley ni nadie desde entonces ha aportado evidencia de que los animales cuyos cráneos él ha escogido para yuxtaponerlos en una serie lineal estén relacionados genealógicamente en manera alguna. La carga del argumento de Huxley4 es la evolución del hombre. Actúa cautamente para no aparecer dogmático, pero su presentación es sumamente sugerente y tiene la intención de llevar a la convicción y de conseguir la aceptación de la tesis evolucionista.

En nuestra Figura 3 hemos redibujado la serie de Huxley, acompañada de una serie geométrica igualmente carente de relación como advertencia de que la seriación se da fácilmente en la mano de cualquier hábil artista, y que se puede de la misma manera intentar demostrar la genealogía de un icosaedro a partir de una esfera. Weidenreich yuxtapone dibujos similares, pero de un perro lobo irlandés, un buldog, un spaniel King Charles, un gorila macho, un Pithecanthropus robustus y el hombre moderno.5


Fig. 3

Las relaciones del hombre con los animales inferiores—Huxley, T. H.

Todas estas figuras son atractivas e interesantes pero carecen de todo valor para la evolución excepto que pueda demostrarse una relación genealógica entre los cráneos que se proponen para su comparación. No podemos entronizar en nuestra razón una vinculación o relación genealógica entre fósiles sin testimonio humano, y es precisamente este testimonio el que está ausente. Para ilustrar este punto crucial, supongamos, por ejemplo, que se nos presentase fortuitamente de la tierra una serie completa de cráneos fósiles como la descrita por Huxley o por Weidenreich. ¿Qué inferencia legítima se podría deducir de la misma? Esta sola, que los cráneos habían sido dispuestos en la tierra en aquella milagrosa disposición por alguna acción desconocida. Lo último que se podría pretender desde una perspectiva científica para ello sería una relación genealógica. Los huesos no pueden hablar, y no se conoce todavía ningún medio científico para iluminar la vida pasada de tantos materiales óseos muertos. Si abrimos una tumba reciente, puede que podamos conocer al sepulturero que enterró aquellos restos y que pueda testificar acerca de los vínculos familiares del difunto, pero sin un testimonio humano todo queda en pura especulación.

Una obra más reciente, dirigida al público lector en general, es el ensayo del Profesor W. E. Le Gros Clark The Origin of Man [El Origen del Hombre].6 Esta obra sólo presenta una sola ilustración, que he reproducido más adelante, en la Fig. 4.

Él decide seleccionar los cráneos de cinco «especies» de Homo y los yuxtapone con el cráneo de un gorila y el cráneo de un miembro del género Australopithecus. No está claro el propósito específico de la ilustración, pero es indudable que tiene la intención de sugerir la evolución del cráneo humano en una serie de tipos homínidos fósiles, dispuesta en una secuencia temporal. El cráneo del gorila (una hembra) se da con puntos de referencia (a) a (i) inclusive, lo que, combinado entre sí, posibilita distinguir el cráneo de simio antropoide respecto del homínido. La selección es arbitraria y susceptible de una seria objeción sobre bases paleontológicas y etnológicas. La calidad y la precisión de la presentación gráfica dejan mucho que desear. La selección es curiosa, y hay unas omisiones sorprendentes. La parte más objetable de la presentación es la inferencia a la que se induce en base de los diagramas y del texto. La carga del argumento que hace es la evolución del hombre, y uno se pregunta si esta ilustración se da para apoyar esta idea. Si es así, se trata de una caricatura del método científico, por cuanto los cráneos individuales no pueden estar relacionados genealógicamente. De ello sigue que no puede darse un argumento en favor de una vinculación en descendencia. Ningún cambio menor ni principal de cráneo en cráneo constituye evidencia en favor de la evolución del hombre. Las especies no pueden criarse de especies diferentes, y de ahí que lo que realmente aparece no es nada más impresionante que las diferencias entre los cráneos individuales de un animal inconexo y la especie humana. Esto era de esperar. Es algo entretenido, de una manera muy similar a que siete teteras tomadas al azar de diferentes lugares geográficos y de eras muy distintas pueden ser diversos en su forma y apariencia. La figura presentada por le Gros Clark no es nada más que una ilustración mal dibujada de cinco cabezas de homínidos, la cabeza de un gorila y la cabeza de un Australopitecino. No hay duda alguna acerca de la inferencia que se nos invita a hacer —siempre y cuando uno esté dispuesto a aceptar el texto que la acompaña.



Fig. 4
A—Australopithecus. 500.000 - 1.000.000 años,
      basado en un cráneo de Sterkfontein.
B—Homo erectus 200.000 - 500.000 años,
      anteriormente designado como Pithecanthropus erectus.
C—El Homo sapiens más primitivo. 100.000 - 200.000 años,
      basado en el cráneo de Steinheim.
D—Homo sapiens posterior. 50.000 - 100.000 años,
      Neanderthal generalizado basado en un cráneo del Monte Carmelo.
E—Homo neanderthalensis, alrededor de 50.000 años,
      basado en un cráneo del Monte Circeo.
F—Homo sapiens moderno (Europeo).

Las edades de los cráneos son las mencionadas por el Profesor le Gros Clark. La figura ha sido retocada por este autor y es menos elegante que la original.

Agradecemos a Penguin Books Ltd. el permiso para presentar las figuras que anteceden.



Sacudámonos por un momento de la tiranía del dogma evolucionista. Respetemos los hechos y reconsideremos la ilustración de le Gros Clark. Eliminaremos las flechas que emplea para sugerir descendencia (porque no existe evidencia alguna de descendencia), y eliminaremos la cabeza de la hembra de gorila por cuanto no se ha aducido jamás evidencia alguna de que un gorila hembra haya jamás evolucionado hasta el hombre. Dispondremos los restantes cráneos en el mismo orden, por cuanto todos proceden del Pleistoceno. ¿Qué nos muestra ahora la ilustración? Nos muestra, sugiero yo, seis cráneos, inconexos, y con características diversas; uno, el del Australopiteco, es simio; los otros, con la excepción del europeo moderno, son dolicocéfalos y sin embargo todos podrían pertenecer a la única especie Homo sapiens. Esto no es muy alentador para la hipótesis de la evolución.

La superioridad del Hombre sobre todos los otros animales nunca se pone en duda; lo cierto es que está reconocida por todas las partes de la controversia. Esta superioridad se atribuye al cerebro relativamente grande del hombre. Los evolucionistas (o transformistas), sin excepción, apelan a un señalado aumento en la capacidad craneana del hombre por encima de sus pretendidos progenitores en el Pleistoceno. Weidenreich7 da un esbozo que ha sido reproducido en muchas partes. Se presentan dos cráneos esquemáticos para mostrar un cambio evolutivo desde el Sinanthropus hasta el Hombre Moderno. Esta «evidencia» es muy sospechosa y no puede pretender validez alguna en el argumento en favor del transformismo a no ser que se pueda aducir y documentar una relación genealógica entre el Sinanthropus y el hombre moderno. Esta evidencia, crucial para el argumento evolucionista («ascendencia a partir del simio») nunca se ha conseguido, y sigue sin aparecer. El esbozo resulta también inherentemente sin valor porque se puede evidenciar que se han encontrado cráneos de hombres de tipo moderno en estratos más antiguos que aquellos en los que apareció el Sinanthropus. Esta evidencia de la antigüedad del Hombre Moderno es pasada por alto por Weidenreich y su escuela.

Se puede demostrar, creo yo, que el índice craneano sin el peso corporal no constituye una base sana para la estimación de la inteligencia en un animal. La escuela de Weidenreich intenta, sin embargo, proponer su argumento en favor de la evolución del hombre apelando al tamaño del cráneo de varios animales inconexos. Una vez más me veo obligado a explicar que la presentación de una «serie» no constituye evidencia de descendencia. La siguiente tabla que aparece en una obra reciente de von Koenigswald8 es típica de esta clase de presentaciones. No tiene valor debido a que es, como mucho, una evidencia de que no todas las cabezas tienen el mismo tamaño y que por ello no encierran el mismo volumen. Es engañoso leer esta tabla como evidencia de transformación. Nadie puede decir, por ejemplo, si el Pithecanthropus estaba relacionado genealógicamente con un tatarabuelo de Solo V o de Tabun I.

Capacidad craneana de los homínidos fósiles

Pithecanthropus II

775 cc


Sinanthropus X

1.225 cc

Sinanthropus III

915 cc


Solo V

1.255 cc

Pithecanthropus I

935 cc


Tabun I

1.270 cc

Sinanthropus XI

1.015 cc


Gibraltar

1.300 cc

Solo VI

1.035 cc


La Quina

1.350 cc

Solo XI

1.060 cc


Neanderthal

1.370 cc

Solo IX

1.135 cc




De un modo similar, la escuela de Weidenreich apela al aumento de la pendiente del ángulo de la frente y al aumento en el ángulo de la inclinación de la sínfisis. El aumento de la pendiente del ángulo de la frente en animales para los que no se puede pretender ninguna relación genealógica es evidencia de frentes con mayor pendiente —no de evolución. De manera similar, el cambio de ángulo en la mandíbula de animales no relacionados entre sí es totalmente irrelevante para el tema que nos ocupa. Uno no puede dejar de desear que los antropólogos hicieran un pequeño esfuerzo en comprender la evidencia y su presentación de una forma que tuviera peso de convicción en disciplinas distintas a la de la antropología.

Cuando dejamos los cráneos del hombre fósil y nos volvemos a examinar el esqueleto, lo más que podemos decir es que en lo sustancial no se sabe nada del mismo.9 El polémico fémur descubierto muy posteriormente en un emplazamiento distinto de aquel en que se había encontrado la cubierta craneana de Trinil y designada como fémur del Pithecanthropus erectus es indistinguible del fémur del Hombre Moderno. El fémur «patológico» del Homo neanderthalensis está ligeramente curvado; por esta razón, al hombre de Neanderthal es invariablemente representado agachado. La introducción de un argumento evolucionista sobre este pequeño cambio en la geometría de la pierna sin un conocimiento preciso de la edad, de la forma de vida o de la historia clínica de su dueño es evidencia sólo de una tendencia señalada a prejuzgar la cuestión.10

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1 Lankester, E. Ray. The Kingdom of Man; Constable, 1907.

2 Good, R. Natural Selection Re-examined. The Listener, 7 de mayo, 1959. págs. 797-799.

3 Everyman Library, 1906, pág. 73. (Fig. 16).

4 Widenreich critica a Huxley por poner un indebido énfasis en las semejanzas de sus dibujos del orangután, chimpancé, gorila y hombre, en lugar de en las desemejanzas, porque quería mostrar que la organización del esqueleto humano es antropóidea. Las poses que Huxley escogió son artificiales.

Weidenreich, F. Apes, Giants and Man, 1946, University of Chicago Press.

El Profesor Thompson mantiene que el éxito del darwinismo fue acompañado de una decadencia en la integridad científica. Esto, dice él, es evidente en las temerarias afirmaciones de Haeckel y en los volubles, tortuosos e histriónicos argumentos de T. H. Huxley. (Véase mi referencia 11, p. *** de esta obra).

5 Weidenreich, F. Apes, Giants and Man, 1946. University of Chicago Press, pág. 44, Figs. 43, 45.

6 Penguin Science Survey B., 1964, págs. 30-45.

7 Weidenreich, F. Apes, Giants and Man, 1946, págs. 31-35 (Fig. 31).

8 Von Koenigswald. The Evolution of Man, pag. 120. University of Michigan, 1962.

9 Ibid., pág. 127, líneas 11-12.

10 Virchow había diagnosticado raquitismo. [Véase Z. Ethnol 4, 157 (1872)]. Ahora, F. Ivanhoe sugiere que los Neandertales que vivieron en la primera parte del Würm pueden haber padecido una deficiencia en vitamina D. (Véase Nature, 227, 577, 1970).



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