Al conectar los primeros
once versículos del capítulo 5 con el último
versículo del capítulo 4, tenemos tres cosas que nos
son aseguradas. La primera es que, siendo justificados (contados como
justos delante de Dios), tenemos paz para con Dios respecto a todos
nuestros pecados. Con todo, reconocemos plenamente Su santidad y
justicia, y esta paz no procede de nada que nosotros hayamos hecho,
sino que es por medio de nuestro Señor Jesucristo. Es una paz
que resulta del bendito conocimiento, por la fe, de que todos
nuestros pecados han sido quitados por la sangre de Jesús, de
modo que Dios no puede tener acusación acerca de culpa alguna
contra nosotros. Tenemos paz para con Dios por medio de nuestro
Señor Jesucristo. En cuanto al pasado, todo queda
limpiado.
La segunda cosa es: «Por quien también tenemos entrada
por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes».
Por la fe entramos en el pleno favor de Dios, sin nube alguna. Esta
gracia implica el favor gratuito, revelado en la redención que
tenemos, habiendo sido justificados gratuitamente. Esta es nuestra
feliz y permanente morada; allí estamos firmes.
¡Qué paz tan maravillosa, ya presente! No es necesario
decir que no podemos gozar de esto si caminamos de manera negligente
o si admitimos el pecado en forma alguna en nuestras vidas.
La tercera cosa es respecto al futuro: «Nos gloriamos en la
esperanza de la gloria de Dios». No tenemos la esperanza de ser
justificados o de tener paz —estas cosas las tenemos—, pero tenemos esperanza, con gozo, de
la gloria de Dios. ¿No debería llenar nuestros corazones
de gozo saber que estaremos pronto en la escena donde todo es para la
gloria de Dios, todo apropiado para Él, todo puro por dentro y
por fuera? Sí, estaremos en un estado de pureza impecable
apropiada a Su presencia, cuando Él que nos ha redimido haya
venido y nos haya llevado consigo. ¿Hay algo que pueda dar a
nuestros corazones un gozo tan grande como éste —estar
con Él y ser como Él?
Versículos
3-5. «Y no
sólo esto» —no sólo tenemos paz para con
Dios, un acceso presente al favor gratuito de Dios y la esperanza
anhelante de Su gloria, sino que esto nos capacita también
para gloriarnos en las tribulaciones presentes. «Sabiendo que la
tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la
prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza; porque el amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos fue dado.»
Debemos observar un error muy común en cuanto a estos
versículos. A menudo son leídos como significando
exactamente lo contrario de lo que dicen, como si debiéramos
tener esta experiencia a fin de que el amor de Dios pueda ser
derramado en nuestros corazones, y que si oramos mucho y somos muy
diligentes en la paciencia, experiencia y esperanza, entonces podemos
esperar que el Espíritu Santo nos será dado. No hay
palabras para expresar lo erróneo que es todo esto. El
Espíritu Santo nos es dado porque Jesús ha consumado la
obra de redención, y estando Él ahora glorificado,
somos sellados por el Espíritu, y el amor de Dios es derramado
en nuestros corazones. Así, la suposición de que el
Espíritu Santo vaya a ser dado debido a ningunos esfuerzos de
experiencia o de devoción propia es echar a un lado la
perfecta obra de Cristo. No, la verdad es precisamente lo contrario;
toda esta bendita y paciente experiencia se debe a que el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que nos ha sido dado.
Supongamos ahora que eres invitado a una cena con Su Majestad el Rey,
y que él te muestra toda posible atención y bondad.
Pero en lugar de gozar de su bondad, dices a los presentes que vas a
orar con todo fervor que puedas tener un rey y que el rey te muestre
su favor. ¿Qué diría él, o cualquier
presente, de una conducta así? Sólo los ciegos y sordos
podrían cometer tal error. Es indudable que los que conocen un
rey así son los más leales, y que aquellos que conocen
que el amor de Dios ha sido derramado en sus corazones por el
Espíritu Santo que les ha sido dado le amarán mejor y
tendrán esta bendita experiencia debido a la misma
realidad.
¿Qué diremos de los ciegos y sordos que no perciben nada
del amor de Dios a nosotros o que haya sido derramado en nuestros
corazones, sino que, convirtiendo esta preciosa escritura en
legalidad, piensan y dicen que Dios nos amará sólo en
tanto que nosotros le amemos, y afirman: Cuanto más amemos a
Dios, tanto más nos amará Él? Este pensamiento
está en la raíz de una gran cantidad de falsos
esfuerzos en pos la santidad de parte del hombre. Muchos se
sobresaltarían al ver esto descrito de una manera tan
clara.
¿Qué dirías acerca de esforzarte por hacer santa
la carne a fin de que Dios pueda amarla? ¿No son a miles los que
están en esta empresa? ¿Es acaso esto lo que tú
has estado intentando? ¿No hemos dicho en la práctica que
el viejo «Yo» ha de ser santo a fin de que Dios me pueda
amar? Es cierto que la carne ha de ser sometida, pero no para que
Dios pueda amarme, sino debido a que me ha amado.
Pasaremos ahora a considerar cómo Él nos ha amado y en
qué estado estábamos cuando Él nos
amó.
Versículos
6-11. «Porque
Cristo, cuando aún éramos
débiles, a su tiempo murió por los impíos.»
¿Se han inclinado nuestros corazones a esta realidad? No
sólo éramos culpables, sino que no teníamos
fuerzas, carecíamos de fuerzas para ser mejores. Mientras
estábamos en este estado mismo, se nos manifestó un
amor infinito: «A su tiempo murió por los
impíos». No había otro posible medio para que Dios
justificase a los impíos sino que Su Hijo muriese por dichos
impíos. Por Su muerte nos resplandece el amor de Dios.
«Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo
aún pecadores, Cristo murió por nosotros.»
¿Fue esto en base del principio de que cuanto más amamos
a Dios tanto más nos amará Él a nosotros?
¿Puede haber una exhibición más grande de Su amor
que esta realidad, que «Cristo murió por nosotros»?
¡Imposible! Y esto sucedió cuando nosotros éramos
aún pecadores.
¡Oh, deténte, y medita en el amor de Dios hacia nosotros
—no nuestro amor a Dios primero, ni que nosotros hayamos amado a
Dios, sino que Él nos amó de tal manera. Cuanto
más este pensamiento domine nuestras almas, tanto más
le amaremos.
Es posible que digas: Todo esto puede ser bien cierto respecto al
pasado, pero, ¿no podemos fallar en el futuro, y, en este caso,
no dejará Dios de amarnos? Habiendo conocido el amor de Dios,
¿no será posible que seamos dejados al final bajo la ira
eterna? Oigamos la respuesta del Espíritu Santo a esta tan
solemne cuestión. Si Dios ha mostrado de tal manera Su amor
por nosotros, que cuando éramos aún pecadores, Cristo
murió por nosotros, «mucho más, estando ya
justificados en su sangre, por él seremos salvos de la
ira». Observa esto: estando justificados por Su sangre es algo que
queda inmutable e inalterable; no es que habiendo sido justificados
una vez por Su sangre necesitemos serlo de nuevo, sino que, estando
justificados, ello permanece para siempre. Su sangre es siempre la
misma delante de Dios, habiendo hecho la expiación por todos
nuestros pecados. Por tanto, estamos siempre justificados por Su
sangre. No hay cambios. Luego, no sólo estamos, sino que
«por él seremos salvos de la ira». ¡Oh, que
gracia tan preciosa, infinita!
Y hay más aún: «Porque si siendo enemigos, fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos
por su vida». ¡Ah, cuánto esfuerzo se toma nuestro
Padre para convencernos de Su amor eterno, inmutable! Sólo
piensa esto: toda la obra expiatoria de reconciliarnos con Dios fue
llevada a cabo por la muerte de Su Hijo. Dios quedó
glorificado; nuestros pecados, todos nuestros pecados, fueron
transferidos a Cristo y llevados por Él, ¡cuando nosotros
éramos enemigos! Y ahora somos justificados de todas las
cosas, redimidos para Dios, hechos hijos Suyos. Él, que nos
reconcilió por Su muerte, vive para servir, para lavar
nuestros pies, para salvar hasta el final mediante Su sacerdocio y
mediante Su abogacía si fracasamos.
«Mucho
más, estando
reconciliados, seremos salvos por su vida.» Esta certidumbre por
lo que atañe al futuro elimina todo obstáculo al pleno
gozo del corazón en Dios. No sólo tenemos esta
certidumbre de ser salvos al final por Su vida, «sino que
también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro
Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la
reconciliación».
Esto concluye toda la cuestión tocante a nuestros pecados.
Dios es absolutamente justo en la manera en que los ha quitado
mediante la muerte de Su Hijo. En infinito amor a nosotros, han sido
puestos sobre el Sustituto expiatorio cuando nosotros éramos
enemigos y débiles. Aquel que los llevó en Su cuerpo ha
sido resucitado de entre los muertos para nuestra
justificación. Estamos justificados y tenemos paz para con
Dios. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos fue dado. El amor de Dios y la justicia
de Dios han quedado plenamente revelados y expuestos en que nos ha
reconciliado con Él mismo por la muerte de Su Hijo.
Nuestra liberación y salvación de la ira en el futuro y
de forma práctica son cosas absolutamente ciertas. Hemos
recibido en nuestras almas el pleno efecto de todo esto por lo que
respecta a nuestros pecados. Y, ¡oh, maravilloso privilegio!,
nos gloriamos en Dios con un gozo sin estorbos.
La salvación es totalmente de Dios, y le conocemos de tal modo
que nos gozamos en Dios según todo lo que Él es. No es
necesario decir que esto no podía ser con la ley. Incluso si
la ley nos hubiera podido justificar de nuestros pecados pasados
—lo cual es imposible—, ¿quién podría
mantenerse en base de su propia responsabilidad con respecto al
futuro, y gozarse en Dios? No, es todo por medio de nuestro
Señor Jesucristo, de comienzo a fin. Cuidémonos de
dejar escapar esta perfecta gracia, de admitir la más
mínima confianza en la carne. Es Cristo en el futuro, como es
Cristo en el pasado.
Así, el versículo 11 concluye la cuestión de los
pecados —los actos de desobediencia contra Dios. La
cuestión del pecado —la carne adentro— es lo que se
trata a partir de ahora. Quiera el Espíritu Santo profundizar
en nuestras almas un sentimiento de la gracia infinita de nuestro
Dios, de modo que podamos gozarnos continuamente en Él.
Versículo
12. Llegamos ahora a la
cuestión del pecado —de la naturaleza caída del
hombre— y a las cabezas de las dos familias; la primera cabeza,
Adán, por quien el pecado entró en el mundo, y la otra
cabeza, Cristo, por quien ha abundado la gracia por encima del
pecado.
Muchos que creen que sus pecados han sido perdonados sienten gran
perplejidad al encontrar la raíz, el pecado, en la carne.
Mucha de esta confusión surge por falta de observar
cuidadosamente la distinción entre los pecados y el pecado. Como hemos visto, el versículo
11 concluye la cuestión de los pecados. El versículo 12 afronta la
cuestión del pecado.
«Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un
hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a
todos los hombres, por cuanto todos pecaron.» En este
versículo tenemos dos pruebas del origen del mal: en primer
lugar, el pecado entró en el mundo por un hombre, y en segundo
lugar, todos los de la raza humana pecan y todos mueren.
¡Qué coherencia más absoluta entre la Palabra de
Dios y los hechos!
Y la muerte reinó tanto si el hombre era puesto bajo la ley
como si estaba sin ley. Después de la entrada del pecado y de
la caída del hombre, la ley no fue dada durante dos mil
quinientos años. «Pues antes de la ley, había
pecado en el mundo; pero donde no hay ley, no se inculpa de pecado.
No obstante, reinó la muerte desde Adán hasta
Moisés, aun en los que no pecaron a la manera de la
transgresión de Adán, el cual es figura del que
había de venir» (vv. 13-14). Esto es, no transgredieron
una ley dada, pero había muerte, lo que era prueba de que
había la presencia del pecado.
El pecado y la muerte entraron en la creación por medio de su
cabeza, Adán. La muerte no es meramente la pena de una ley
quebrantada, sino que al haber entrado el pecado, el resultado es la
muerte, como lo expresa la Palabra: «La paga del pecado es
muerte».
En contraste con el pecado y la muerte que entraron por la primera
cabeza, a Dios le agradó revelarnos que la justicia y la vida
han entrado para una nueva raza por la dádiva de Su propio
Hijo. Sólo que el don infinito tiene que sobreabundar sobre el finito, por
terrible que haya sido el resultado del pecado del hombre. Dios no
podía, en Su favor gratuito a nosotros, darnos un don que se
quedase corto de nuestra necesidad. Por ello, el Espíritu
Santo nos muestra con todo esmero cómo el don del favor
gratuito ha sobreabundado por encima del pecado (la raíz del
mal) y por encima de la muerte que entró por Adán.
Versículo
15. «Pero el don
[el acto de favor] no fue como la transgresión; porque si por
la transgresión de aquel uno murieron los muchos, abundaron
mucho más
para los muchos la
gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo.»
Es indudable que el efecto de la ofensa del pecado de Adán
sobre los muchos, sobre toda su posteridad, es grande y terrible, y
todos pertenecemos a estos «muchos». La muerte pasó
a todos los hombres. Sin embargo, si hemos pasado de muerte a vida en
la Cabeza resucitada de la nueva creación, tenemos que ver
ahora cómo la gracia de Dios, y el don por gracia, por Uno
—Jesucristo— ha abundado a los muchos en Él.
Versículo
16. «Y con el don
no sucede como en el caso de aquel uno que pecó; porque
ciertamente el juicio vino a causa de un solo pecado para
condenación, pero el don vino a causa de muchas transgresiones
para justificación.» En Adán vemos un pecado, y
las consecuencias que se han derivado del mismo en juicio. Ahora
contemplemos el don gratuito. Veamos a Jesús, nuestro
Sustituto: todas nuestras iniquidades fueron cargadas sobre
Él, y ello para el propósito mismo de que por fe
pudiésemos ser justificados de todas ellas. Y mucho más
que esto, no sólo justificados de todas nuestras iniquidades
por Su sangre, sino que Él, habiendo muerto por nuestros
delitos, fue resucitado para nuestra justificación. Meditemos
acerca de esta gran realidad —la resurrección de
Jesús de entre los muertos. Su resurrección tuvo lugar
con el expreso propósito de nuestra completa y abundante
justificación.
Cuando Jesús fue resucitado de entre los muertos, Él
tomó para Sí mismo aquella santa vida que Él
tenía y que Él mismo era. Pudo asumirla en perfecta
justicia, al haber glorificado a Dios y al haber redimido a «los
muchos» según aquella gloria, y podía comunicar a
ellos (a
nosotros) aquella misma
vida eterna —una vida justificada en una justicia inmutable y
perdurable. Será de gran bendición si nuestras almas
comprenden esta justificación reinante y perdurable de
vida, aunque admitiendo plenamente que
habíamos perdido todo derecho a nuestra vida, como hijos de
Adán.
Versículo
17. «Porque, si
por un delito reinó la muerte por uno, mucho más
reinarán en vida por un Jesucristo los que reciben la
abundancia de gracia, y del don de la justicia» (RV). (Este
versículo cierra el paréntesis iniciado en el
versículo 13.) ¿Puede nadie negar que la muerte reina por
el pecado sobre la raza de Adán? ¿Dónde
está el médico que pueda suprimir el reinado de la
muerte? Jesús dice de Sus muchos: «Yo les doy vida
eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las
arrebatará de mi mano» (Jn. 10:28). La muerte no tiene
derecho alguno sobre aquellos que reciben la abundancia de la gracia
y del don de la justicia. Ellos reinan en vida por Uno —Jesucristo. Nada
puede detener el curso de esta gracia; nadie puede arrebatarlos de Su
mano.
Versículo
18. «Así
que, de la manera que por un delito vino la culpa a todos los hombres
para condenación, así por una justicia vino la gracia a
todos los hombres para justificación de vida» (RV). El
verdadero sentido de este versículo es: por un delito vino
juicio hacia todos los hombres; asimismo por un acto
de justicia vino el don gratuito hacia todos para justificación de
vida. Es, como en el versículo 19, el efecto de las dos
acciones —el pecado de Adán y la obediencia de Cristo
hasta la muerte— sobre los dos «muchos» —las dos
familias. «Porque como por la desobediencia de un hombre los
muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de
uno los muchos serán constituidos justos» (RV).
Es de absoluta importancia ver que esta justificación
de vida está relacionada con, y resulta
de, Su Resurrección de entre los muertos. No está
escrito que Él guardase la ley para nuestra
justificación, sino que Dios lo resucitó de entre los
muertos para este mismo propósito —para nuestra
justificación. Ni es ni podría ser nuestra vida en la
carne bajo la ley la que es justificada; esto no podría ser en
manera alguna. Es juzgada y desechada. La vida que tenemos ahora
delante de Dios es la vida de uno que ha pasado por la muerte por
nosotros; y todo aquello que había en contra de nosotros en
las justas demandas de Dios queda plenamente satisfecho por aquella
sola muerte de nuestro Sustituto.
Cristo es nuestra vida. ¿Puede haber una acusación contra
Él, incluso como nuestro Sustituto? Así, por la
abundancia de la gracia tenemos una vida contra la que no hay ni
puede haber acusación alguna —y por tanto, una vida
justificada.
En Adán, o en la carne bajo la ley, nada hay que nos pueda
justificar en la vida de pecado. La muerte y el juicio están
sobre ella. En Cristo tenemos una vida que reina, una vida
completamente justificada, y que nada puede condenar. Por lo que
respecta a nuestros pecados, somos contados justos —la fe es
contada como justicia—, y, estando justificados, tenemos paz
para con Dios. Por lo que respecta a nuestra naturaleza pecaminosa
adánica, a nuestra vida y posición adánicas, ya
no estamos más en ellas, sino en Cristo resucitado de entre
los muertos, y la vida eterna que tenemos en Él es la vida
justificada —¡en Él, y cuán totalmente
justificados! Es de la mayor importancia asirse de esto
—completamente justificados por Él de nuestros pecados,
y, estando en la nueva creación, completamente justificados en
Aquel que resucitó de entre los muertos. Esto es totalmente de
parte de Dios, a la vez por medio de y en Cristo Jesús.
Querido joven creyente, ¿sabes que ya no estás más
en Adán ni relacionado con las cosas viejas que pertenecen a
Adán? El gran punto que debes ver es éste: «Si
alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas
pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. Y todo esto es de
Dios» (2 Co. 5:17-18). ¡Qué triste error
cometerías si volvieras atrás o te aferrases a las
cosas viejas —a la ley y a una naturaleza pecaminosa— y
supusieras que ninguna cosa podría mejorar esta naturaleza o
justificarte bajo la ley, cosas que ahora han pasado! Observa esto,
tu justicia y vida son para ti como cosas totalmente nuevas y todo
ello es de Dios. Lo que es de Dios tiene que ser perfecto.
Así, estamos perfecta y eternamente justificados en el Cristo
resucitado.
Versículos
20-21. ¡Oh, el
maravilloso y gratuito favor de Dios, su gracia! Acaso preguntes:
¿Por qué fue dada la ley, si el hombre no puede ser
justificado por ella, si no puede dar una vida justificada? «La
ley entró para agrandar la ofensa» (RVA). Y puede que
así haya sido incluso en tu misma experiencia personal. Puede
que haya entrado con poder mortífero, y cuanto más te
hayas esforzado por guardarla, tanto más ha abundado la
ofensa. ¡Cuánto te habrás esforzado por hacer
santa la carne! Y cuanto más te has esforzado, tanto
más has fracasado.
«Mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la
gracia.» ¿Crees tú a Dios en cuanto a esto?
¿Puedes ahora cesar de obras y reposar en el infinito y gratuito
favor de Dios? «Para que así como el pecado reinó
para muerte, así también la gracia reine»
—Sí, y ello «por la justicia para vida eterna
mediante Jesucristo, Señor nuestro». No es la gracia sola
la que reina, porque esto sería indiferencia al pecado; ni
es la justicia sola, o el pecador tendría que ser condenado;
sino que es la gracia por la justicia. Sí, y así
reina y sigue reinando, para vida eterna.
Pero si somos constituidos justos por y en Cristo, totalmente aparte
de cualquier obra propia, habiendo sido perdonados los pecados, y no
siéndonos contado el pecado a nosotros, luego se suscita una
cuestión por lo que atañe a la justicia
práctica: ¿Persistiremos en la práctica del
pecado? Los enemigos de la gracia de Dios siempre plantean esta
pregunta, o la presentan como acusación de que aquellos que
mantienen las doctrinas de la gracia soberana de Dios implican que
viven en pecado para que la gracia abunde. Esta acusación es
tan común en nuestro tiempo como lo era de parte de los
fariseos en aquellos tiempos contra el Apóstol. En el
próximo capítulo tenemos su respuesta inspirada contra
esta acostumbrada calumnia. Pero ten la seguridad de que nada menos
que esta gracia abundante puede dar reposo al alma.