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C. Stanley

Romanos

CAPÍTULO 1



«Pablo, siervo de Jesucristo.» No era siervo de ninguna sociedad ni de ningún partido, sino de Jesucristo. ¡Cuán pocos pueden seguir a Pablo en estas cuatro palabras, y sin embargo cuánta importancia tienen, si el servicio ha de ser aceptable para Cristo! ¿Has reflexionado acerca de esto por lo que respecta a toda tu vida y servicio? Esto significará una diferencia capital en el día del galardón.

«Llamado a ser apóstol» debería ser «apóstol por llamamiento». Cuando el Señor Jesús lo llamó, no fue para que se dirigiese a los demás apóstoles y así ser educado, preparado u ordenado para que fuese apóstol; no, sino que fue constituido apóstol en el acto y sin autoridad humana alguna. Fue llamado a actuar y a predicar como apóstol porque lo era, no para que llegase a serlo (cp. Hch. 26:15-19; Gá. 1:10-16). Así Pablo fue «apartado para el evangelio de Dios». Bien sabía el Espíritu Santo cómo todo esto sería trastornado en aquella misma Roma. Sí, este mismo versículo es de la mayor importancia para nosotros si queremos hacer la voluntad de Dios. Debemos recordar que Pablo había sido apóstol durante un cierto tiempo cuando el Espíritu Santo lo separó y envió a una gira especial de servicio con la aprobación de los ancianos (Hch. 13:1-4).

Aquí vemos a Pablo como siervo de Jesucristo, apóstol por llamamiento, apartado para el evangelio de Dios. Esta palabra «apartado», o separado, tiene un gran significado —separado del mundo, de la ley y del judaísmo a las gloriosas buenas nuevas de Dios. En esta epístola no tenemos el tema de la iglesia, sino del evangelio de Dios. La iglesia no era tema de promesa, pero el evangelio sí («que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras»). A partir de Génesis 3 y en adelante, las Escrituras contienen abundantes promesas tocantes al evangelio de Dios, «acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo». ¡Que esta bendita Persona sea siempre el principio y el fin del evangelio de Dios que predicamos!

Él «era del linaje de David según la carne». En Él, como Hijo de David, se cumplían todas las promesas. ¡Qué manifestación del amor de Dios! El Santo fue hecho carne (vino a ser hombre verdadero), descendiendo de Su gloria eterna en medio de una raza caída y culpable bajo pecado y juicio, y en Su estado de humanidad sin pecado, ¡fue a la cruz! En Sí mismo enteramente puro, y sin embargo fue hecho pecado para llevar todo el juicio contra el pecado hasta la muerte, y descendió así a la muerte misma y nos liberó del poder que de derecho tenía sobre nosotros, porque Él nos ha liberado de nuestras iniquidades.

Aunque Él se hizo hombre en semejanza de carne de pecado, sin embargo Él no «nació en pecado» y no estaba contaminado, al revés que nosotros, que hemos nacido de «carne de pecado» y que formamos parte de la humanidad caída, de la humanidad pecadora. Él fue siempre el Santo de Dios, y fue por ello determinado, o «declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos».

Contemplemos al Hijo de Dios, puro e incontaminado, a lo largo de todo Su camino aquí abajo, no sólo en Sus benditas acciones, sino también en Su naturaleza, santa, en conformidad al Espíritu de santidad. Así, aunque en medio del mal, Él vino en amor hacia nosotros, y vino a participar en simpatía de todo el dolor que el pecado ha introducido y fue tentado desde fuera en todo según nuestra semejanza; pero en Sí mismo, Su santa naturaleza estaba totalmente exenta de pecado. Todo esto quedó patente en el hecho de que, tras haber cumplido nuestra redención, Dios lo resucitó de entre los muertos. Personalmente, la muerte no tenía derechos sobre Él —no le podía retener. Por cuanto Él era según el Espíritu de santidad, Dios, en justicia, tuvo que levantarlo de entre los muertos y recibirlo a la gloria. Él había glorificado a Dios en la naturaleza humana, y, como hombre, está ahora resucitado de entre los muertos según el Espíritu de santidad, y allí está ahora en el cielo, el Hombre que ha glorificado a Dios.

Debemos comprender claramente lo que Él es en Sí mismo, y luego comprenderemos mejor lo que Él ha hecho por nosotros y lo que Él es por nosotros ahora, resucitado de entre los muertos. Esperamos poder examinar estas verdades más adelante.

De este Santo resucitado de entre los muertos, Pablo había recibido «la gracia y el apostolado, para la obediencia a la fe en todas las naciones por amor de su nombre». Es importante observar esto que sigue: Todo lo que Pablo fuese como apóstol, todo lo había recibido por gracia. ¿No había resplandecido el Señor, irrumpiendo en su camino en un favor puro y gratuito, en el mismo momento en que estaba enfurecido —sí, enfurecido sobremanera— contra Cristo? ¿Acaso el Señor no lo había llamado y había hecho de él de una vez Su apóstol escogido a los gentiles, en un favor gratuito, inmerecido? ¿Y no es en principio lo mismo en cada caso? Sea cual sea el servicio que podamos desempeñar para Cristo, ¿no es acaso la misma gracia, el mismo favor gratuito? Así era como el Apóstol contemplaba a los santos en Roma. A ellos se les había mostrado esta misma gracia. «Entre quienes estáis también vosotros, llamados de Jesucristo» (Gr. —cp. RV). Así la gracia resplandece con toda su plenitud. Aquel que había ido al encuentro de Saulo en su camino a Damasco, Jesucristo el Señor, también había llamado a cada creyente en Roma. «A todos los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos: Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo».

Las dos palabras «a ser», introducidas por los traductores en la cláusula «llamados a ser santos», cambian totalmente el sentido de este importante pasaje de la Escritura, y han sido causa de graves errores en la cuestión de la santidad. La palabra «llamados» es la misma que se emplea en el primer versículo, «llamado apóstol», o «apóstol por llamamiento». Así, esto significa «santos por llamamiento». No habían sido llamados a alcanzar la santidad —lo que constituye el error común—, sino que así como Pablo había sido constituido apóstol por el Señor que le había llamado, así todos los creyentes en Roma habían sido constituidos en santos por llamamiento. Éste era el fundamento sobre el que eran exhortados a andar en conformidad con aquello que eran.

Cada creyente es santo por llamamiento. Ha nacido de Dios, es participante de la naturaleza divina, que es santa. Es santo en virtud del nuevo nacimiento. Ha muerto con Cristo, ha resucitado en Cristo —Cristo, que ha pasado por la muerte y es la resurrección y la vida, es su vida. «El que tiene al Hijo, tiene la vida» (1 Jn. 5:19). Ahora bien, si posee la vida del Santo de Dios, esta vida, de la que es ahora participante, es tan santa como eterna. Todos los creyentes tienen vida eterna, y por ello todos los creyentes tienen una vida santa. El intento, por cualquier medio, de alcanzar lo uno o lo otro para poder ser aceptado es un total malentendido de nuestro llamamiento y de nuestros sublimes privilegios.

Toda la Escritura apoya esta verdad. La exhortación a la santidad práctica se basa en este principio: «como hijos obedientes, … como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo» (1 P. 1:14-16). Sí, deben ser santos porque han sido hechos renacer a una esperanza viva; están siendo guardados por el poder de Dios, porque han nacido de Dios; y, como hijos, han purificado sus almas por la obediencia a la verdad. En una palabra, así como eran santos por llamamiento y naturaleza, y teniendo el Espíritu Santo, debían dar toda diligencia a ser santos en vida y en conversación.

Juan expone la santidad de la nueva naturaleza como nacida de Dios. El que ha nacido de Dios no practica el pecado. En cada epístola se encuentra primero el santo llamamiento, y luego sigue como resultado el santo andar (cp. 1 Ts. 1:1 con cap. 5:23). Es importante observar el puesto que tiene la Palabra, aplicada por el Espíritu Santo, tanto respecto al nuevo nacimiento como respecto a la santidad práctica. «Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad» (Stg. 1:18). «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad» (Jn. 17:17). ¡Qué triste en nuestros días ver esto desechado, y las multitudes a miles buscando ser santos mediante sacramentos y ceremonias, y no sólo ellos, sino a muchos que escriben y que enseñan acerca de la santidad y que pasan totalmente por alto aquello en que es constituido cada cristiano por llamamiento y nuevo nacimiento y la morada en ellos del Espíritu. No cabe duda alguna de que esta es la causa de gran debilidad, error y de un andar muy por debajo de lo que debiera ser.

Versículo 7. No pasemos de ligero sobre estas otras preciosas palabras: «Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo». ¡Qué cambio respecto al judaísmo —el libre favor de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo, y paz a todos los amados de Dios en Roma! ¿Llegan nuestras almas a entrar en el pleno sentido de estas palabras? En lugar de una ley demandando en justicia una obediencia perfecta de parte del hombre, ahora tenemos una perfecta paz con Dios sobre el principio de un favor gratuito e inmerecido. Israel, si se hubiese mostrado fiel, sólo hubiera podido conocer a Dios como Jehová; nosotros lo conocemos como Padre. En esta epístola veremos como Su gracia y paz pueden fluir a nosotros sin estorbos y en perfecta justicia.

Revelando como lo hace esta epístola la base de la posición del pecador delante de Dios, observamos que lo primero por lo que el Apóstol da gracias a Dios es por esto: «que vuestra fe se divulga por todo el mundo». De modo que la fe tiene el primer puesto. Querido lector, ¿es tu fe bien conocida, o es dudoso de que realmente creas en Dios? Esto es lo primero que debe quedar decidido; todo seguirá en orden después de esto. Encontraremos que si crees en Dios, entonces puedes decir: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (5:1). ¿Puedes decir esto con toda confianza? Entonces bebe de este río de la gracia y paz que brotan siempre de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.

¡Qué actividad de corazón se movía en Pablo! Dice él: «Porque testigo me es Dios, a quien sirvo en mi espíritu en el evangelio de su Hijo, de que sin cesar hago mención de vosotros siempre en mis oraciones». ¡Qué profundidad de amor hacia aquellos a los que nunca había visto! Y no se trataba de un mero servicio externo, sino «en mi espíritu». Todo era hecho para Dios en el evangelio de Su Hijo. ¿Es así en nuestro caso, o se trata de una mera fría imitación? ¿No es este el secreto del éxito de Pablo? Si está ausente en nosotros, ¿no habrá necesariamente fracaso?

Pablo tenía un gran anhelo para ver a los santos en Roma, pero hasta ahora se había visto estorbado. Aquí tenemos una prueba de la sabiduría y de la presciencia de Dios. Si Pablo o Pedro hubieran fundado la asamblea en Roma, ¡Qué poderoso argumento hubiera sido esto para la pretendida sucesión apostólica! No hay evidencia alguna acerca de a quién usó el Espíritu Santo en la formación de aquella importante asamblea —no hay evidencia alguna de que ningún apóstol hubiera estado allí en aquel momento, aunque la fe de esta asamblea, o más bien de todos los santos llamados, era así noticiada y bien conocida. Es también de destacar que no se dirige a ellos como la iglesia en Roma, como hace con otras iglesias en otras epístolas.

Pablo deseaba tener una mutua comunión con ellos y poder tener algún fruto entre ellos, tanto en el sentido que pudiera tener de conversión de almas como de la impartición de algún don espiritual a aquellos que ya habían sido llevados a Cristo. Al haberle sido confiado un tesoro tan valioso como el evangelio, se sentía deudor para impartirlo a todos, tanto judíos como gentiles. Podía decir, por ello: «Así que, en cuanto a mí, pronto estoy a anunciaros el evangelio también a vosotros que estáis en Roma». Una disposición totalmente abierta, y con ella la dependencia más genuina en Dios solo. Si hubiera sido siervo de los hombres, podría haber necesitado un llamamiento de parte de ellos para predicar en Roma o ser designado humanamente de alguna forma, pero aquí no tenemos este pensamiento. ¿Y por qué no debería ser igual en la actualidad? Si tuviéramos más energía divina, así sería. Pablo podía decir: «Pronto estoy». Sí, dando la espalda al mundo, dice: «Estoy dispuesto en cuanto mi Dios abra el camino». ¡Ah!, ¿dónde están los sucesores de Pablo? Que nuestro Dios nos despierte mediante la consideración de la senda de este consagrado siervo de Dios.

Versículo 16. Comenzamos ahora a aproximarnos a la cuestión de la naturaleza del evangelio. «Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego.» La razón de que no se avergüenza del evangelio la expone con toda claridad. La ley mandaba, pero no tenía capacidad para liberar del pecado. Había sido dada para que abundase no el pecado, sino la ofensa (cp. Ro. 5:20, RVA). Pero en contraste directo, el evangelio es el poder no del hombre, sino de Dios para salvación. En esto hay un gran significado. Intentaremos aclarar esto a nuestros jóvenes lectores mediante unas pocas ilustraciones.

Puede que hayas leído y oído mucho que socava esta verdad, porque hay mucha predicación que dice que el pecador tiene que abandonar sus pecados y dejarlos antes de poder acudir a Dios y recibir el perdón de los pecados y la salvación. Esto parece muy razonable y plausible. Tomemos esta ilustración. Detengámonos un poco antes de las cataratas del Niágara. ¡Con qué serenidad discurre el caudaloso río, liso como el cristal! Y cuanto más se acerca a la catarata, tanto más liso discurre. Se ve una barca que se desliza aguas abajo, con dos hombres en su interior. Oyen el creciente fragor de la terrible caída de agua. Uno despierta a su peligro —unos minutos más y la barca caerá— mientras que el otro parece sumido en un sopor. Ambos son igualmente incapaces de impedir que la barca caiga así de suavemente hacia su total destrucción. Llámalos ahora e intenta el evangelio humano. ¡Diles que abandonen la barca, que abandonen aquel río caudaloso, que acudan a la ribera antes que caigan, y que tú les ayudarás entonces! ¡Les estás pidiendo una imposibilidad! ¿Acaso no es una burla? ¿No es cruel burlarse así de ellos? Falta un minuto o dos para que la barca caiga a su destrucción. Lo que se necesita es poder para salvarlos.

¿Y no está el pecador en la corriente del tiempo precipitándose a una destrucción mucho peor? Sí, dice él, el poder del pecado me está arrastrando. Se despierta a su peligro: se le avecinan la muerte y el juicio. Está oyendo el fragor, pero, ¿puede salvarse? ¿Puede salir del río? Si puede, no necesita un Salvador. Para este hombre, deslizándose en la corriente fatal, serían buenas noticias llamarle y asegurarle de que hay Uno dispuesto y poderoso para salvarlo con seguridad. Sí, y así es como Dios habla al impotente, culpable pecador que está para perecer, como veremos más adelante: «Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo».

Contemplemos otra ilustración. Oyes el repentino clamor de «¡Fuego!, ¡fuego!». Apenas has andado algo más que unos pocos metros y ves una casa ardiendo. Salen llamas de todas las ventanas del primer piso. Se sabe que hay algunas personas en el cuarto piso, y que están o dormidas o aturdidas por el humo. Si tuviesen capacidad para escapar, no necesitarían quien las salvase. Apoyan la escalera contra la ventana superior. Ahora contempla aquel valeroso y fuerte bombero. ¿Qué hace? ¿Les dice acaso a los ocupantes de la casa que salgan primero de la casa en llamas y que luego él los salvará? No; sube la escalera, rompe la ventana y penetra en la escena del peligro. Los saca, y quedan a salvo.

Lo mismo sucede en una tempestad en el mar. El pobre buque desarbolado se está deslizando hacia una total destrucción, con su impotente tripulación a bordo. ¿De qué serviría una lancha de salvamento si el capitán se quedase en la ribera, y comunicase a los hombres a punto de perecer que deben primero salir y abandonar la nave naufragada y acudir a la ribera, y que entonces la lancha de salvamento los recogerá?

Así es el evangelio humano. El hombre ha de salvarse por sí mismo, y luego Cristo lo salvará. Y, por extraño que parezca, a los hombres les gusta esta insensatez y la aceptan. Pero el evangelio de Dios es precisamente lo contrario: Él envió a Su amado Hijo para buscar y salvar lo que se había perdido. Sí, perdido, como aquellos en la barca tan cerca de las fragorosas cataratas de aquel río. Perdido, como los ocupantes de la casa en llamas. Perdido, como aquellos marineros a la deriva en la tempestad en la nave sin gobierno. Sí, si los hombres tan sólo conocieran y reconocieran su condición perdida y de impotencia, reconocerían entonces la total insensatez de aquel evangelio que les invita primero a salvarse a sí mismos para que luego Dios los salve.

Consideremos otra ilustración más. Un hombre ha sido juzgado y hallado culpable. Ha sido sentenciado, y está encerrado con seguridad en la celda de los condenados. ¿Le invitarías a salir de aquella celda, a que abandone sus pecados, sus cadenas, la cárcel y la sentencia que ya ha sido pronunciada contra él, y que no será hasta este punto que será perdonado? ¿No sería esto una cruel burla para un hombre en esta condición? Esta es la verdadera condición del pecador, y, por ello, «no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego».

La pregunta para aquel que descubre que está siendo llevado en su impotencia hacia las cataratas o a los escollos, que es un culpable pecador bajo juicio, sin fuerzas, es la siguiente: ¿Cómo puedo ser salvo? ¿Cómo puedo yo, un pecador condenado, quedar justificado? Esta es, precisamente, la cuestión que se afronta y explica en esta primera sección de la epístola. Sí, es la razón misma por la que Pablo no se avergonzaba del evangelio: «Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe [o, sobre el principio de la fe] y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá». No es la justicia del hombre, porque no posee ninguna. ¿Cómo puede tener ninguna si es culpable, si está bajo condenación? Si tuviera alguna, sería la justicia del hombre, no la de Dios.

Encontraremos que la justicia de Dios está en total contraste con la justicia del hombre. Y no puede ser por la ley, porque Dios no puede estar bajo la ley: Él fue el promulgador de la ley. Si hubiera dicho «la justicia de Cristo», se habría tratado de otra verdad. Pero se trata de la justicia de Dios, revelada en el evangelio en base del principio de fe para fe. Fue anunciada repetidas veces en el Antiguo Testamento, pero ahora es explicada o revelada. «No hay más Dios que yo; Dios justo y Salvador; ningún otro fuera de mí. Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, … Y se dirá de mí: Ciertamente en Jehová está la justicia y la fuerza» (Is. 45:21-24). «En tu nombre se alegrará todo el día, y en tu justicia será enaltecido» (Sal. 89:16).

Obsérvese que la justicia de Dios es el primer y gran tema de nuestra epístola. Es el primer tema; luego viene el amor de Dios. Porque el amor de Dios no se unirá a la ira de Dios. La cuestión de la justicia se suscita en el acto. «Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad.» Esta ira no ha sido todavía ejecutada, pero no puede caber duda alguna acerca de la ira de Dios contra toda maldad humana —contra el pecado. Esta ira se manifestó en el diluvio, en la destrucción de Sodoma, y en el hecho de que el Santo fue hecho pecado por nosotros. También se revela que Él vendrá en juicio, «para dar retribución». De cierto que los malvados serán echados en el lago de fuego.

¿Soy yo un pecador culpable? Entonces, ¿de qué me serviría el amor de Dios en el día de la justa ira contra toda impiedad? Tiene que ser evidente, entonces, que la primera gran cuestión es la justicia de Dios al justificar al que cree. ¿Cómo puede Dios ser justo al contar como justo ante él a un pecador como yo? ¡Qué cuestión, ésta!

Esta cuestión, la de la justicia de Dios, se afronta de nuevo en el capítulo 3, versículo 21. ¿Cuál es entonces el objetivo del Espíritu en esta gran porción de las Escrituras, desde el capítulo 1:17 hasta el capítulo 3:21? ¿No es principalmente dejar de lado de una manera absoluta toda pretensión de justicia por parte del hombre, sea sin ley o bajo la ley? Esto es necesario, porque el hombre nunca se aferrará a nada tanto como a sus esfuerzos por establecer su propia justicia. Por ello, se examinan cada una de las pretensiones humanas.

El poder eterno de Dios se manifestó en la creación y de nuevo en el diluvio. Dios era ciertamente conocido por Noé y sus descendientes. «Habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias». En una palabra, se hundieron en la idolatría. Apostataron de Dios hasta que Dios los dejó a sí mismos. Esto se repite tres veces. «Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia» (v. 24). «Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas» (v. 26). «Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada» (v. 28). Lee el terrible catálogo de maldades en las que se hundió todo el mundo gentil. ¿Dónde estaba entonces la justicia del hombre? Ser entregado es un acto de Dios en juicio. Así Él abandonó a los gentiles, y vemos lo que el hombre llegó a ser.

Sabemos también que cuando los judíos rechazaron de manera plena el testimonio del Espíritu Santo, Dios los abandonó, por el presente, como pueblo. Este será también el fin de la Cristiandad profesante, «por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia» (2 Ts. 2:10-12). El hecho de que Dios entregó a los gentiles a las terribles concupiscencias de sus corazones demuestra la total apostasía que habían cometido contra Dios. Toda la historia profana corrobora esta descripción inspirada de la maldad humana.

Puede que se pregunte: ¿Acaso no había gobernantes, reyes y magistrados que promulgasen leyes contra la maldad y que castigasen los crímenes? «Quienes habiendo entendido el juicio de Dios, que los que practican tales cosas son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que también se complacen con los que las practican». Así, tanto entonces como ahora, las más grandes maldades se encuentran en los gobernantes o magistrados. Para prueba de ello, solo es necesario leer a cualquiera de los historiadores antiguos. Si el hombre es dejado a sí mismo, cuanto más poder tiene, mayor es su maldad. Es abrumador contemplar la crueldad y la terrible maldad del paganismo. Así era el mundo al que Dios en Su misericordia envió a Su Hijo. En el mundo gentil no se podía encontrar justicia. Las multitudes se precipitaban a los anfiteatros a gratificar sus ojos con crueles maldades.


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Traducción: Santiago Escuain - © Copyright 2002.
© Copyright SEDIN 2006 para esta presentación electrónica, www.sedin.org. Este texto se puede reproducir libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.

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