«Pablo, siervo de
Jesucristo.» No era siervo de ninguna sociedad ni de
ningún partido, sino de Jesucristo. ¡Cuán pocos
pueden seguir a Pablo en estas cuatro palabras, y sin embargo
cuánta importancia tienen, si el servicio ha de ser aceptable
para Cristo! ¿Has reflexionado acerca de esto por lo que
respecta a toda tu vida y servicio? Esto significará una
diferencia capital en el día del galardón.
«Llamado a ser apóstol» debería ser
«apóstol por llamamiento». Cuando el Señor
Jesús lo llamó, no fue para que se dirigiese a los
demás apóstoles y así ser educado, preparado u
ordenado para que fuese apóstol; no, sino que fue constituido
apóstol en el acto y sin autoridad humana alguna. Fue llamado
a actuar y a predicar como apóstol porque lo era, no para que
llegase a serlo (cp. Hch. 26:15-19; Gá. 1:10-16). Así
Pablo fue «apartado para el evangelio de Dios». Bien
sabía el Espíritu Santo cómo todo esto
sería trastornado en aquella misma Roma. Sí, este mismo
versículo es de la mayor importancia para nosotros si queremos
hacer la voluntad de Dios. Debemos recordar que Pablo había
sido apóstol durante un cierto tiempo cuando el
Espíritu Santo lo separó y envió a una gira
especial de servicio con la aprobación de los ancianos (Hch.
13:1-4).
Aquí vemos a Pablo como siervo de Jesucristo, apóstol
por llamamiento, apartado para el evangelio de Dios. Esta palabra
«apartado», o separado, tiene un gran significado
—separado del mundo, de la ley y del judaísmo a las
gloriosas buenas nuevas de Dios. En esta epístola no tenemos
el tema de la iglesia, sino del evangelio de Dios. La iglesia no era
tema de promesa, pero el evangelio sí («que él
había prometido antes por sus profetas en las santas
Escrituras»). A partir de Génesis 3 y en adelante, las
Escrituras contienen abundantes promesas tocantes al evangelio de
Dios, «acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo».
¡Que esta bendita Persona sea siempre el principio y el fin del
evangelio de Dios que predicamos!
Él «era del linaje de David según la carne».
En Él, como Hijo de David, se cumplían todas las
promesas. ¡Qué manifestación del amor de Dios! El
Santo fue hecho carne (vino a ser hombre verdadero), descendiendo de
Su gloria eterna en medio de una raza caída y culpable bajo
pecado y juicio, y en Su estado de humanidad sin pecado, ¡fue a
la cruz! En Sí mismo enteramente puro, y sin embargo fue hecho
pecado para llevar todo el juicio contra el pecado hasta la muerte, y
descendió así a la muerte misma y nos liberó del
poder que de derecho tenía sobre nosotros, porque Él
nos ha liberado de nuestras iniquidades.
Aunque Él se hizo hombre en semejanza de carne de pecado, sin
embargo Él no «nació en pecado» y no estaba
contaminado, al revés que nosotros, que hemos nacido de
«carne de pecado» y que formamos parte de la humanidad
caída, de la humanidad pecadora. Él fue siempre el
Santo de Dios, y fue por ello determinado, o «declarado Hijo de
Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la
resurrección de entre los muertos».
Contemplemos al Hijo de Dios, puro e incontaminado, a lo largo de
todo Su camino aquí abajo, no sólo en Sus benditas
acciones, sino también en Su naturaleza, santa, en conformidad
al Espíritu de santidad. Así, aunque en medio del mal,
Él vino en amor hacia nosotros, y vino a participar en
simpatía de todo el dolor que el pecado ha introducido y fue
tentado desde fuera en todo según nuestra semejanza; pero en
Sí mismo, Su santa naturaleza estaba totalmente exenta de
pecado. Todo esto quedó patente en el hecho de que, tras haber
cumplido nuestra redención, Dios lo resucitó de entre
los muertos. Personalmente, la muerte no tenía derechos sobre
Él —no le podía retener. Por cuanto Él era
según el Espíritu de santidad, Dios, en justicia, tuvo
que levantarlo de entre los muertos y recibirlo a la gloria.
Él había glorificado a Dios en la naturaleza humana, y,
como hombre, está ahora resucitado de entre los muertos según el
Espíritu de santidad, y allí está ahora en el
cielo, el Hombre que ha glorificado a Dios.
Debemos comprender claramente lo que Él es en Sí mismo,
y luego comprenderemos mejor lo que Él ha hecho por nosotros y
lo que Él es por nosotros ahora, resucitado de entre los
muertos. Esperamos poder examinar estas verdades más
adelante.
De este Santo resucitado de entre los muertos, Pablo había
recibido «la gracia y el apostolado, para la obediencia a la fe
en todas las naciones por amor de su nombre». Es importante
observar esto que sigue: Todo lo que Pablo fuese como apóstol,
todo lo había recibido por gracia. ¿No había
resplandecido el Señor, irrumpiendo en su camino en un favor
puro y gratuito, en el mismo momento en que estaba enfurecido
—sí, enfurecido sobremanera— contra Cristo?
¿Acaso el Señor no lo había llamado y había
hecho de él de una vez Su apóstol escogido a los
gentiles, en un favor gratuito, inmerecido? ¿Y no es en
principio lo mismo en cada caso? Sea cual sea el servicio que podamos
desempeñar para Cristo, ¿no es acaso la misma gracia, el
mismo favor gratuito? Así era como el Apóstol
contemplaba a los santos en Roma. A ellos se les había
mostrado esta misma gracia. «Entre quienes estáis
también vosotros, llamados de Jesucristo» (Gr. —cp.
RV). Así la gracia resplandece con toda su plenitud. Aquel que
había ido al encuentro de Saulo en su camino a Damasco,
Jesucristo el Señor, también había llamado a
cada creyente en Roma. «A todos los que estáis en Roma,
amados de Dios, llamados a ser santos: Gracia y paz a vosotros, de
Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo».
Las dos palabras «a
ser», introducidas
por los traductores en la cláusula «llamados
a ser santos», cambian totalmente el
sentido de este importante pasaje de la Escritura, y han sido causa
de graves errores en la cuestión de la santidad. La palabra
«llamados» es la misma que se emplea en el primer
versículo, «llamado apóstol», o
«apóstol por llamamiento». Así, esto
significa «santos por llamamiento». No habían sido
llamados a alcanzar la santidad —lo que constituye el error
común—, sino que así como Pablo había sido
constituido apóstol por el Señor que le había
llamado, así todos los creyentes en Roma habían sido
constituidos en santos por llamamiento. Éste era el fundamento
sobre el que eran exhortados a andar en conformidad con aquello que
eran.
Cada creyente es santo por llamamiento. Ha nacido de Dios, es
participante de la naturaleza divina, que es santa. Es santo en
virtud del nuevo nacimiento. Ha muerto con Cristo, ha resucitado en
Cristo —Cristo, que ha pasado por la muerte y es la
resurrección y la vida, es su vida. «El que tiene al
Hijo, tiene la vida» (1 Jn. 5:19). Ahora bien, si posee la vida
del Santo de Dios, esta vida, de la que es ahora participante, es tan
santa como eterna. Todos los creyentes tienen vida eterna, y por ello
todos los creyentes tienen una vida santa. El intento, por cualquier
medio, de alcanzar lo uno o lo otro para poder ser aceptado es un
total malentendido de nuestro llamamiento y de nuestros sublimes
privilegios.
Toda la Escritura apoya esta verdad. La exhortación a la
santidad práctica se basa en este principio: «como hijos
obedientes, … como aquel que os llamó
es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera
de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy
santo» (1 P. 1:14-16). Sí, deben ser santos porque han
sido hechos renacer a una esperanza viva; están siendo
guardados por el poder de Dios, porque han nacido de Dios; y, como
hijos, han purificado sus almas por la obediencia a la verdad. En una
palabra, así como eran santos por llamamiento y naturaleza, y
teniendo el Espíritu Santo, debían dar toda diligencia
a ser santos en vida y en conversación.
Juan expone la santidad de la nueva naturaleza como nacida de Dios.
El que ha nacido de Dios no practica el pecado. En cada
epístola se encuentra primero el santo llamamiento, y luego
sigue como resultado el santo andar (cp. 1 Ts. 1:1 con cap. 5:23). Es
importante observar el puesto que tiene la Palabra, aplicada por el
Espíritu Santo, tanto respecto al nuevo nacimiento como
respecto a la santidad práctica. «Él, de su
voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad» (Stg. 1:18).
«Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad»
(Jn. 17:17). ¡Qué triste en nuestros días ver esto
desechado, y las multitudes a miles buscando ser santos mediante
sacramentos y ceremonias, y no sólo ellos, sino a muchos que
escriben y que enseñan acerca de la santidad y que pasan
totalmente por alto aquello en que es constituido cada cristiano por
llamamiento y nuevo nacimiento y la morada en ellos del
Espíritu. No cabe duda alguna de que esta es la causa de gran
debilidad, error y de un andar muy por debajo de lo que debiera
ser.
Versículo
7. No pasemos de ligero
sobre estas otras preciosas palabras: «Gracia y paz a vosotros,
de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo».
¡Qué cambio respecto al judaísmo —el libre
favor de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo, y paz a
todos los amados de Dios en Roma! ¿Llegan nuestras almas a
entrar en el pleno sentido de estas palabras? En lugar de una ley
demandando en justicia una obediencia perfecta de parte del hombre,
ahora tenemos una perfecta paz con Dios sobre el principio de un
favor gratuito e inmerecido. Israel, si se hubiese mostrado fiel,
sólo hubiera podido conocer a Dios como Jehová;
nosotros lo conocemos como Padre. En esta epístola veremos
como Su gracia y paz pueden fluir a nosotros sin estorbos y en
perfecta justicia.
Revelando como lo hace esta epístola la base de la
posición del pecador delante de Dios, observamos que lo
primero por lo que el Apóstol da gracias a Dios es por esto:
«que vuestra fe se divulga por todo el mundo». De modo que
la fe tiene el primer puesto. Querido lector, ¿es tu fe bien
conocida, o es dudoso de que realmente creas en Dios? Esto es lo
primero que debe quedar decidido; todo seguirá en orden
después de esto. Encontraremos que si crees en Dios, entonces
puedes decir: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para
con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (5:1).
¿Puedes decir esto con toda confianza? Entonces bebe de este
río de la gracia y paz que brotan siempre de Dios nuestro
Padre y del Señor Jesucristo.
¡Qué actividad de corazón se movía en
Pablo! Dice él: «Porque testigo me es Dios, a quien sirvo
en mi espíritu en el evangelio de su Hijo, de que sin cesar
hago mención de vosotros siempre en mis oraciones».
¡Qué profundidad de amor hacia aquellos a los que nunca
había visto! Y no se trataba de un mero servicio externo, sino
«en mi espíritu». Todo era hecho para Dios en el
evangelio de Su Hijo. ¿Es así en nuestro caso, o se trata
de una mera fría imitación? ¿No es este el secreto
del éxito de Pablo? Si está ausente en nosotros,
¿no habrá necesariamente fracaso?
Pablo tenía un gran anhelo para ver a los santos en Roma, pero
hasta ahora se había visto estorbado. Aquí tenemos una
prueba de la sabiduría y de la presciencia de Dios. Si Pablo o
Pedro hubieran fundado la asamblea en Roma, ¡Qué poderoso
argumento hubiera sido esto para la pretendida sucesión
apostólica! No hay evidencia alguna acerca de a quién
usó el Espíritu Santo en la formación de aquella
importante asamblea —no hay evidencia alguna de que
ningún apóstol hubiera estado allí en aquel
momento, aunque la fe de esta asamblea, o más bien de todos
los santos llamados, era así noticiada y bien conocida. Es
también de destacar que no se dirige a ellos como la iglesia
en Roma, como hace con otras iglesias en otras epístolas.
Pablo deseaba tener una mutua comunión con ellos y poder tener
algún fruto entre ellos, tanto en el sentido que pudiera tener
de conversión de almas como de la impartición de
algún don espiritual a aquellos que ya habían sido
llevados a Cristo. Al haberle sido confiado un tesoro tan valioso
como el evangelio, se sentía deudor para impartirlo a todos,
tanto judíos como gentiles. Podía decir, por ello:
«Así que, en cuanto a mí, pronto estoy a
anunciaros el evangelio también a vosotros que estáis
en Roma». Una disposición totalmente abierta, y con ella
la dependencia más genuina en Dios solo. Si hubiera sido
siervo de los hombres, podría haber necesitado un llamamiento
de parte de ellos para predicar en Roma o ser designado humanamente
de alguna forma, pero aquí no tenemos este pensamiento.
¿Y por qué no debería ser igual en la actualidad?
Si tuviéramos más energía divina, así
sería. Pablo podía decir: «Pronto estoy».
Sí, dando la espalda al mundo, dice: «Estoy dispuesto en
cuanto mi Dios abra el camino». ¡Ah!, ¿dónde
están los sucesores de Pablo? Que nuestro Dios nos despierte
mediante la consideración de la senda de este consagrado
siervo de Dios.
Versículo
16. Comenzamos ahora a
aproximarnos a la cuestión de la naturaleza del evangelio.
«Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de
Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío
primeramente, y también al griego.» La razón de
que no se avergüenza del evangelio la expone con toda claridad.
La ley mandaba, pero no tenía capacidad para liberar del
pecado. Había sido dada para que abundase no el pecado, sino
la ofensa (cp. Ro. 5:20, RVA). Pero en contraste directo, el
evangelio es el poder no del hombre, sino de Dios para
salvación. En esto hay un gran significado. Intentaremos
aclarar esto a nuestros jóvenes lectores mediante unas pocas
ilustraciones.
Puede que hayas leído y oído mucho que socava esta
verdad, porque hay mucha predicación que dice que el pecador
tiene que abandonar sus pecados y dejarlos antes de poder acudir a
Dios y recibir el perdón de los pecados y la salvación.
Esto parece muy razonable y plausible. Tomemos esta
ilustración. Detengámonos un poco antes de las
cataratas del Niágara. ¡Con qué serenidad discurre
el caudaloso río, liso como el cristal! Y cuanto más se
acerca a la catarata, tanto más liso discurre. Se ve una barca
que se desliza aguas abajo, con dos hombres en su interior. Oyen el
creciente fragor de la terrible caída de agua. Uno despierta a
su peligro —unos minutos más y la barca
caerá— mientras que el otro parece sumido en un sopor.
Ambos son igualmente incapaces de impedir que la barca caiga
así de suavemente hacia su total destrucción.
Llámalos ahora e intenta el evangelio humano. ¡Diles que
abandonen la barca, que abandonen aquel río caudaloso, que
acudan a la ribera antes que caigan, y que tú les
ayudarás entonces! ¡Les estás pidiendo una
imposibilidad! ¿Acaso no es una burla? ¿No es cruel
burlarse así de ellos? Falta un minuto o dos para que la barca
caiga a su destrucción. Lo que se necesita es poder para
salvarlos.
¿Y no está el pecador en la corriente del tiempo
precipitándose a una destrucción mucho peor? Sí,
dice él, el poder del pecado me está arrastrando. Se
despierta a su peligro: se le avecinan la muerte y el juicio.
Está oyendo el fragor, pero, ¿puede salvarse? ¿Puede
salir del río? Si puede, no necesita un Salvador. Para este
hombre, deslizándose en la corriente fatal, serían
buenas noticias llamarle y asegurarle de que hay Uno dispuesto y
poderoso para salvarlo con seguridad. Sí, y así es como
Dios habla al impotente, culpable pecador que está para
perecer, como veremos más adelante: «Porque todo aquel
que invocare el nombre del Señor, será salvo».
Contemplemos otra ilustración. Oyes el repentino clamor de
«¡Fuego!, ¡fuego!». Apenas has andado algo
más que unos pocos metros y ves una casa ardiendo. Salen
llamas de todas las ventanas del primer piso. Se sabe que hay algunas
personas en el cuarto piso, y que están o dormidas o aturdidas
por el humo. Si tuviesen capacidad para escapar, no
necesitarían quien las salvase. Apoyan la escalera contra la
ventana superior. Ahora contempla aquel valeroso y fuerte bombero.
¿Qué hace? ¿Les dice acaso a los ocupantes de la
casa que salgan primero de la casa en llamas y que luego él
los salvará? No; sube la escalera, rompe la ventana y penetra
en la escena del peligro. Los saca, y quedan a salvo.
Lo mismo sucede en una tempestad en el mar. El pobre buque
desarbolado se está deslizando hacia una total
destrucción, con su impotente tripulación a bordo.
¿De qué serviría una lancha de salvamento si el
capitán se quedase en la ribera, y comunicase a los hombres a
punto de perecer que deben primero salir y abandonar la nave
naufragada y acudir a la ribera, y que entonces la lancha de
salvamento los recogerá?
Así es el evangelio humano. El hombre ha de salvarse por
sí mismo, y luego Cristo lo salvará. Y, por
extraño que parezca, a los hombres les gusta esta insensatez y
la aceptan. Pero el evangelio de Dios es precisamente lo contrario:
Él envió a Su amado Hijo para buscar y salvar lo que se
había perdido. Sí, perdido, como aquellos en la barca tan cerca de
las fragorosas cataratas de aquel río. Perdido, como los ocupantes de la casa en
llamas. Perdido, como aquellos marineros a la deriva en
la tempestad en la nave sin gobierno. Sí, si los hombres tan
sólo conocieran y reconocieran su condición perdida y
de impotencia, reconocerían entonces la total insensatez de
aquel evangelio que les invita primero a salvarse a sí mismos
para que luego Dios los salve.
Consideremos otra ilustración más. Un hombre ha sido
juzgado y hallado culpable. Ha sido sentenciado, y está
encerrado con seguridad en la celda de los condenados. ¿Le
invitarías a salir de aquella celda, a que abandone sus
pecados, sus cadenas, la cárcel y la sentencia que ya ha sido
pronunciada contra él, y que no será hasta este punto
que será perdonado? ¿No sería esto una cruel burla
para un hombre en esta condición? Esta es la verdadera
condición del pecador, y, por ello, «no me
avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para
salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente,
y también al griego».
La pregunta para aquel que descubre que está siendo llevado en
su impotencia hacia las cataratas o a los escollos, que es un
culpable pecador bajo juicio, sin fuerzas, es la siguiente:
¿Cómo puedo ser salvo? ¿Cómo puedo yo, un
pecador condenado, quedar justificado? Esta es, precisamente, la
cuestión que se afronta y explica en esta primera
sección de la epístola. Sí, es la razón
misma por la que Pablo no se avergonzaba del evangelio: «Porque
en el
evangelio la justicia
de Dios se revela por fe [o, sobre el principio de la fe] y para fe,
como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá».
No es la justicia del hombre, porque no posee ninguna.
¿Cómo puede tener ninguna si es culpable, si está
bajo condenación? Si tuviera alguna, sería la justicia
del hombre, no la de Dios.
Encontraremos que la justicia de Dios está en total contraste
con la justicia del hombre. Y no puede ser por la ley, porque Dios no
puede estar bajo la ley: Él fue el promulgador de la ley. Si
hubiera dicho «la justicia de Cristo», se habría
tratado de otra verdad. Pero se trata de la justicia de Dios,
revelada en el evangelio en base del principio de fe para fe. Fue
anunciada repetidas veces en el Antiguo Testamento, pero ahora es
explicada o revelada. «No hay más Dios que yo; Dios justo
y Salvador; ningún otro fuera de mí. Mirad a mí,
y sed salvos, todos los términos de la tierra, … Y se
dirá de mí: Ciertamente en Jehová está la
justicia y la fuerza» (Is. 45:21-24). «En tu nombre se
alegrará todo el día, y en tu justicia será
enaltecido» (Sal. 89:16).
Obsérvese que la justicia de Dios es el primer y gran tema de
nuestra epístola. Es el primer tema; luego viene el amor de
Dios. Porque el amor de Dios no se unirá a la ira de Dios. La
cuestión de la justicia se suscita en el acto. «Porque la
ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e
injusticia de los hombres que detienen con injusticia la
verdad.» Esta ira no ha sido todavía ejecutada, pero no
puede caber duda alguna acerca de la ira de Dios contra toda maldad
humana —contra el pecado. Esta ira se manifestó en el
diluvio, en la destrucción de Sodoma, y en el hecho de que el
Santo fue hecho pecado por nosotros. También se revela que
Él vendrá en juicio, «para dar
retribución». De cierto que los malvados serán
echados en el lago de fuego.
¿Soy yo un pecador culpable? Entonces, ¿de qué me
serviría el amor de Dios en el día de la justa ira
contra toda impiedad? Tiene que ser evidente, entonces, que la
primera gran cuestión es la justicia de Dios al justificar al
que cree. ¿Cómo puede Dios ser justo al contar como justo
ante él a un pecador como yo? ¡Qué
cuestión, ésta!
Esta cuestión, la de la justicia de Dios, se afronta de nuevo
en el capítulo 3, versículo 21. ¿Cuál es
entonces el objetivo del Espíritu en esta gran porción
de las Escrituras, desde el capítulo 1:17 hasta el
capítulo 3:21? ¿No es principalmente dejar de lado de una
manera absoluta toda pretensión de justicia por parte del
hombre, sea sin ley o bajo la ley? Esto es necesario, porque el
hombre nunca se aferrará a nada tanto como a sus esfuerzos por
establecer su propia justicia. Por ello, se examinan cada una de las
pretensiones humanas.
El poder eterno de Dios se manifestó en la creación y
de nuevo en el diluvio. Dios era ciertamente conocido por Noé
y sus descendientes. «Habiendo conocido a Dios, no le
glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias». En una palabra,
se hundieron en la idolatría. Apostataron de Dios hasta que
Dios los dejó a sí mismos. Esto se repite tres veces.
«Por lo cual también Dios los entregó a la
inmundicia» (v. 24). «Por esto Dios los entregó a
pasiones vergonzosas» (v. 26). «Y como ellos no aprobaron
tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente
reprobada» (v. 28). Lee el terrible catálogo de maldades
en las que se hundió todo el mundo gentil. ¿Dónde
estaba entonces la justicia del hombre? Ser entregado es un acto de
Dios en juicio. Así Él abandonó a los gentiles,
y vemos lo que el hombre llegó a ser.
Sabemos también que cuando los judíos rechazaron de
manera plena el testimonio del Espíritu Santo, Dios los
abandonó, por el presente, como pueblo. Este será
también el fin de la Cristiandad profesante, «por cuanto
no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les
envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a
fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad,
sino que se complacieron en la injusticia» (2 Ts. 2:10-12). El
hecho de que Dios entregó a los gentiles a las terribles
concupiscencias de sus corazones demuestra la total apostasía
que habían cometido contra Dios. Toda la historia profana
corrobora esta descripción inspirada de la maldad humana.
Puede que se pregunte: ¿Acaso no había gobernantes, reyes
y magistrados que promulgasen leyes contra la maldad y que castigasen
los crímenes? «Quienes habiendo entendido el juicio de
Dios, que los que practican tales cosas son dignos de muerte, no
sólo las hacen, sino que también se complacen con los
que las practican». Así, tanto entonces como ahora, las
más grandes maldades se encuentran en los gobernantes o
magistrados. Para prueba de ello, solo es necesario leer a cualquiera
de los historiadores antiguos. Si el hombre es dejado a sí
mismo, cuanto más poder tiene, mayor es su maldad. Es
abrumador contemplar la crueldad y la terrible maldad del paganismo.
Así era el mundo al que Dios en Su misericordia envió a
Su Hijo. En el mundo gentil no se podía encontrar justicia.
Las multitudes se precipitaban a los anfiteatros a gratificar sus
ojos con crueles maldades.