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«LOS HERMANOS»
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LAS REUNIONES DE LECTURA
El Sr. Darby, que parece desde el principio haber sentido un gran
amor por llevar la verdad de Dios de lugar en lugar, poco
después de la formación de la congregación en
Fitzwilliam Square se mudó a Limerick. Este fue el primer
lugar que visitó; y con un espíritu verdaderamente
apostólico prosiguió firmemente durante cincuenta
años, y nunca con mayor intensidad que durante los
últimos diez o quince años de su vida.
En la providencia de Dios tuvo una visita de gran interés en
Limerick; el Señor le abrió la puerta para el
ministerio de la palabra. Celebró reuniones de lectura a las
que acudían muchos de la pequeña aristocracia y del
clero, y la verdad tuvo entrada entre ellos por la bendición
de Dios. El Sr. Maunsell, que vivía allí,
trabajó con él, y fue el hermano activo durante un
largo tiempo en aquel lugar. Por cuanto las reuniones de lectura han
sido un medio principal empleado por los Hermanos para introducir y
extender la verdad, podemos tratar brevemente acerca de ellas antes
de proseguir.
En base de su historia primera es evidente que las reuniones de
lectura, según se las denomina, han sido una forma de
enseñanza practicada universalmente; y, sin ningún
género de dudas, han sido grandemente empleadas por el
Señor para dar un conocimiento preciso y extenso de la Palabra
divina. Muchos cristianos tanto en la Iglesia Establecida como entre
los No Conformistas, que acudían a la casa de un amigo,
pudiera ser a media mañana o por la tarde, para leer y
estudiar la Palabra de Dios, se habrían negado a entrar en
ningún lugar público de culto que no fuera el propio de
ellos. De esta manera, la Palabra de Dios es leída de forma
intensa por pequeños grupos de veinte, treinta o más
personas; y siendo que todos son libres de hacer preguntas, las
dificultades se aclaran, y se ve con más claridad el verdadero
sentido de la Escritura. Al ser estas reuniones consideradas de
instrucción (no de iglesia), todos tienen libertad para
expresar qué luz el Señor les haya dado acerca de la
porción sobre la que están meditando.
De esta manera, cada uno encuentra su nivel, porque es sólo
aquella persona que conoce más de la Palabra que crece
moralmente. En esta clase de reuniones, el mismo arzobispo de
Canterbury no encontraría ventaja alguna de su dignidad
oficial, sino que tendría que tomar su puesto según su
conocimiento de la pura Palabra de Dios. Hablando en general, este es
necesariamente y siempre el resultado. El discernimiento espiritual
de la congregación, por medio de la presencia del
Espíritu Santo, es tan sensible que las opiniones o razones
humanas son sumamente ofensivas y no tienen peso; pero en el momento
en que se da el verdadero significado de la Palabra, se tañe
una cuerda que vibra por toda la congregación. Aunque la
verdad no tiene su propio poder, es empleada por el Espíritu
Santo para llevar al alma que espera a que sienta su divina
autoridad. Es la palabra que corta cuando Él la blande, y el
vino y aceite para la conciencia herida cuando Él la aplica.
Ninguna otra clase de reunión, como se verá, estimula
tanto al cristiano a estudiar constantemente su Biblia; y esto puede
explicar el dicho proverbial de que: «Sean cuales sean los
defectos de los Hermanos, desde luego conocen la Biblia».
Y el verdadero secreto de su conocimiento de la Biblia es su
conocimiento de Cristo. El Espíritu Santo, que conduce a toda
verdad, relaciona todo con la Persona y la obra de Cristo. Es cosa
meramente humana, dicen, considerar cualquier verdad concreta como un
tema. En tales casos, la mente toma el mando en el aprendizaje
de la verdad de Dios, y, como consecuencia, todo queda oscurecido y
desequilibrado. No es mediante un aprendizaje humano, ni por el poder
del intelecto humano, que se contempla la gloria de Cristo, sino por
la enseñanza del Espíritu Santo. Un rayo de esta
sagrada luz hará más para iluminar el alma respecto a
la Persona, obra y gloria de Cristo, que las operaciones de la mente
humana durante mil años. Y ahí reside la poderosa
diferencia entre una reunión de lectura dirigida bajo la
dirección de un líder designado, por sincero o
espiritual que sea, y otra bajo la guía reconocida del
Espíritu Santo. El estado de mente individual es muy diferente
entre una y otra reunión. En la primera participa más
de una disposición intelectual —se está dispuesto
a discutir, a inferir, a sacar conclusiones y a edificar sobre ellas.
En la segunda, cuando el alma es susceptible a la conducción
del Espíritu Santo, la conciencia es ejercitada ante Dios, y
los afectos quedan prendidos del bendito Señor Jesús.
No se trata ahora acerca de que un grupo u otro no sean verdaderos
cristianos, devotos y separados de lo mundano, sino acerca de a
quién se considera como el director de la reunión.
Tenemos amplia experiencia de ambas clases, y podemos hablar con
certidumbre acerca de esta cuestión.
Pero hay otro punto, importante, que se mantiene en relación
con todas estas reuniones: que la paz con Dios es necesaria para la
edificación. Todos los cristianos experimentados lo
admitirán, porque hasta que el alma tenga una paz
fundamentada, se ocupará de sí misma, y no de Cristo.
Dudas y temores acosarán, mientras que Dios quisiera que Sus
hijos estén sin distracciones. Esta paz implica la plena
certidumbre del perdón y la aceptación en el Amado.
Delante de Dios en la plena y prístina luz de Su presencia, al
ser uno con Cristo, Dios no tiene nada contra nosotros. Y por cuanto
Cristo es nuestra paz, y está siempre ahí, y nosotros
en Él, esta paz está asentada y es eterna; o, como lo
expresa el apóstol de manera sucinta: «Justificados,
pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro
Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por
la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la
esperanza de la gloria de Dios» (Ro. 5:1, 2). Estas cuatro cosas
—ser justificados, tener paz, estar en la gracia, y esperar la
gloria— son consideradas como verdades fundamentales del
cristianismo, necesarias para la feliz comunión como santos, y
para el crecimiento en la vida divina. Y a menudo hemos pensado por
conversaciones personales con otros que este conocimiento es
común a la comunidad. Personas que podrían ser
consideradas obtusas e ignorantes en cualquier otra cosa son
inteligentes y sanas acerca de la cuestión de la paz con Dios,
y responden acerca de ello con la mayor certidumbre. No
cuestionaremos que pueda haber excepciones a esta regla general, pero
creemos que no hay muchas.
Pero se podrá preguntar, ¿por qué son tantos los
logros, y tanto el precioso conocimiento, como muchos dirían,
en común a una comunidad compuesta de tal diversidad de
personas respecto a edad, inteligencia y condición social?
Desde luego, no se debe a que sean mejores que otros cristianos, sino
debido a que el Espíritu Santo es reconocido como el director
y maestro en sus asambleas, y ello por quienquiera que
ÉL quiere, y no por quienquiera que ellos
quieran (1 Co. 12:11). Puede que haya faltas por parte de algunos al
no ser conscientes de esta verdad, y una medida de estorbo a la
acción del Espíritu; sin embargo, es Su presencia la
que constituye sus asambleas y que las caracteriza como cristianas.
En lugar de un clericalismo en su forma menos ofensiva, creen en la
presencia y acción soberana del Espíritu Santo, y esto
según la palabra del Señor: «Pero yo os digo la
verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el
Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo
enviaré. ... Pero cuando venga el Espíritu de verdad,
él os guiará a toda la verdad; porque no hablará
por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os
hará saber las cosas que habrán de venir. Él me
glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo
hará saber» (Jn. 16).
Ésta es la gran verdad central que caracteriza a las reuniones
de estos creyentes, reunidos al nombre del Señor, y contando
con el Espíritu Santo en conformidad con la Palabra revelada.
Con tanta firmeza creen ellos que el Señor exaltado ha enviado
el Espíritu Santo para obrar en y guiar Su asamblea, que no
considerarían correcto estar presentes en cualquier
reunión de la asamblea cuando una persona ocupase el estrado
como líder. Pero los Hermanos mismos no vieron al principio
esta verdad con claridad; por un cierto tiempo consideraron necesario
tomar algunas disposiciones, o tener algún entendimiento entre
ellos, acerca de quién debería partir el pan o dar una
plática. Sus primeros prejuicios estaban demasiado
profundamente arraigados para que fuesen erradicados en el acto; y el
Señor, en Su bondadosa gracia, dispuso que fuese gradualmente.
Estaban sobre el terreno correcto, y moviéndose en la
dirección acertada, y Dios tuvo paciencia con ellos, como
siempre la tiene con la ignorancia honrada.
Al no tener mucho tiempo para esta clase de reuniones durante el
día, las clases obrera y media aprovechaban su tiempo libre al
atardecer para el estudio de la Palabra. Bien recordamos la primera,
o una de las primeras, de estas reuniones a las que comenzamos a
asistir. Fuimos invitados por un amigo cristiano a encontrarse con
unos pocos cristianos en su casa para un té social y una
lectura, y así acudimos la tarde en que habíamos sido
invitados. Al observar a los amigos que se reunían, nos
sentimos sorprendidos al ver lo llanamente vestidos que iban y por la
ausencia de adornos. El tema de la conversación antes del
té parecía ser sólo ellos mismos, o más
bien, la obra del Señor en sus diferentes reuniones. En cuanto
a las noticias generales, no se mencionaba nada, y la mención
de cuestiones políticas hubiera parecido claramente profana.
Los Hermanos, como cuerpo, no se registran, y nunca votan en
elecciones.
Pero el té está listo; y toda la compañía
se sume en un profundo silencio. Algún hermano, tras una breve
pero clara pausa, pidió la bendición del Señor.
Todos se mostraron muy libres y alegres durante el té; algunos
estaban sentados y ocupados en conversaciones, otros andando por uno
y otro lado con el propósito de hablar con tantos como
pudiesen. Esta fue una parte muy feliz de la reunión, y
duró hasta casi las siete de la tarde —una hora entera.
Cuando terminó el té y llegó el tiempo para la
edificación, cada uno se buscó un asiento, con una
Biblia y un himnario a la mano. Todos habían acudido provistos
de ambos libros. De nuevo hubo una pausa y una perfecta quietud.
Después de esperar un poco se cantó un himno y se
ofreció una oración pidiendo la presencia del
Señor en luz y bendición.
El cabeza de la casa dijo ahora: «Si algún hermano tiene
una porción de la palabra en mente que quisiera leer, tiene
libertad de decirlo». Esta parecía una parte muy
responsable de la reunión, y hubo una larga pausa. Al final,
se citó un capítulo, y todos abrimos nuestras Biblias
por él. Se leyó aquella porción, y se mantuvo un
libre intercambio de pensamientos acerca de su significado,
relaciones e importancia hasta alrededor de las nueve de la noche.
Casi todos los hermanos tenían algo que decir acerca de alguna
parte del mismo; otros se contentaban con hacer preguntas; pero
pronto se hizo evidente quién estaba más ricamente
instruido en la Palabra, por cuanto las preguntas se fueron
dirigiendo a él. Después de un himno y una
oración, la compañía se dispersó hacia
las diez de la noche. Pero hubo una pausa clara entre cada parte del
servicio, dejando al Espíritu Santo con libertad para usar a
quien Él quisiera, aunque no se trataba de una reunión
de asamblea.
Desde alrededor de las cinco y media hasta las nueve y media,
pareció que estábamos en una atmósfera puramente
espiritual, lo que tuvo un gran efecto sobre la mente. No hay manera
de saber si todos lo sintieron así; hablamos sólo de lo
que nosotros experimentamos. A partir de aquel momento, la Biblia
vino a ser como un libro nuevo, la oración como algo renovado,
la cercanía a Dios una realidad más clara que nunca,
aunque habíamos conocido al Señor más de veinte
años, y habíamos sido felices en Él y en Su
servicio todo aquel tiempo. No había necesidad de presidente
en una reunión así; el sentimiento de la Presencia
divina era tal, que la menor impropiedad, o cualquier
manifestación carnal, habría sido intolerable. El
sentido espiritual de los así reunidos hubiera señalado
su desaprobación de una manera inequívoca al
intruso.
Esto podría considerarse como un ejemplo objetivo de estas
reuniones en aquel tiempo, en el segundo cuarto del siglo diecinueve.
Ahora puede que haya más multitudes, y tememos que se puede
observar un mayor elemento del mundo en sus reuniones, por mucho que
lo podamos lamentar. Pero incluso hasta el día de hoy muchas
de las reuniones sociales y de lectura soportarían la
comparación con la que acabamos de describir. Sin embargo,
hemos de decir de algunas personas, como un hermano dijo de alguien
hace mucho tiempo, «todavía no ha llegado el tiempo de
hacer la muda».
Habiendo dicho todo esto acerca de las reuniones de lectura y acerca
de su valor, parece necesario añadir que hay muchos de gran
peso moral en estas congregaciones, que puedan no poder tomar mucha
parte en estas reuniones; pero la piedad de sus vidas, su servicio
como pastores del rebaño, y su espíritu cristiano, los
encomiendan a la estima y afecto de todos. Debemos también
añadir, aunque con profundo dolor, que estas reuniones han
sido empleadas también para los peores propósitos del
enemigo. Se puede congregar a un grupo cuidadosamente seleccionado y
un capcioso falso maestro puede insinuar malas doctrinas, y las notas
tomadas por sus partidarios pueden circular con gran
profusión. Pero, ¿qué cosa buena no hay que el
enemigo no trate de corromper, si no puede impedirla? ¿O que la
carne no vaya a abusar, incluso en un cristiano? Incluso en los
días del apóstol hubo un «Diótrefes»
que gustaba de tener el primer lugar; y estos hombres aún
existen (3 Jn. 9).
Al dar así nuestros recuerdos de una reunión de
lectura, tengo un doble propósito a la vista. (1) Presentar un
relato verdadero y fiel de cómo los Hermanos se daban al
estudio de la Palabra de Dios con oración, bajo la
conducción del Espíritu Santo, y aparte de toda
perspectiva teológica preconcebida. No podríamos hablar
de la gran bendición que se deriva de tales reuniones. No se
trata de que las reuniones de lectura sean siempre provechosas; al
contrario, si no hay una verdadera sujeción a la verdad,
pueden ser muy problemáticas. La pobre, débil e
inquieta naturaleza puede ocasionalmente exhibirse en la
congregación, y hacer de ella cualquier cosa menos feliz y
provechosa. Pero esto es fracaso y flaqueza, a pesar de la presencia
del Espíritu Santo, así como un cristiano individual
puede fallar aunque el Espíritu Santo habita en él.
Hablamos de las reuniones de lectura tal como debieran ser.
(2) Llamar la atención a la diferencia entre tales reuniones y
aquellas con las que estábamos anteriormente familiarizados. Y
esto querríamos hacerlo, con todo amor y con el más
sincero y fervoroso deseo de que los queridos amigos cristianos
quieran considerar con imparcialidad cuál está
más en conformidad con la mente del Señor.
Después de la conversión, la mayor bendición que
puede recibir un alma en esta vida es ser llevada por Él al
terreno divino para la comunión y el culto. De las reuniones
que conocíamos con anterioridad, la que se parece más a
la reunión acabada de describir recibía el nombre de
«Reunión de Compañerismo». En inglés,
Fellowship Meeting. Esto puede consistir en una docena o más
de cristianos fervientes de la misma denominación, y que viven
no demasiado lejanos, y que acuerdan reunirse una vez a la semana o
al mes, para oración y lectura de la Palabra. Se escoge un
presidente, que escoge los himnos, ora, lee la porción de la
tarde, y hace unas cuantas consideraciones introduciendo la Palabra;
los primeros veinte minutos pueden ser tomados enteramente por
él. Ahora se espera de los demás que den sus opiniones,
y todas las observaciones tienen que dirigirse al presidente.
No nos cabe duda alguna de que esta clase de reuniones tiene la
tendencia a alimentar la comunión cristiana y la piedad
personal, pero carecen de la luz y poder vivientes que revelan a
Cristo al alma y que la transforman a Su imagen. Aunque no de manera
intencionada, el Espíritu Santo queda desplazado en la
práctica, y la mente queda en la oscuridad causada por la
falta de una sencilla dependencia del Señor. Luego se anuncia
la porción para la siguiente reunión, y se espera que
el presidente designado la estudie bien.
La única otra reunión que nombraremos es «la
reunión social del té». Se selecciona a los
invitados, que son convocados por el hermano en la casa del que tiene
lugar la reunión. A veces puede haber una mezcla de ricos y
pobres, según la voluntad del anfitrión. Después
del té puede haber una conversación general, o
círculos de conversación mientras otros disfrutan de
algo de música. Nadie había pensado en llevar consigo
una Biblia ni un himnario, pero alrededor de las 9 de la tarde se
observaba el culto familiar. Se traía la gran Biblia a la
mesa, y se pedía a alguien que oficiase, generalmente el
ministro si estaba presente. Se leía un capítulo, y se
elevaba una plegaria, y luego todos reanudaban su libre y
cómoda actitud y conversación general, hasta que eran
llamados a cenar. La hora de despedirse dependía un poco de la
animación de la reunión o de la cordialidad del
anfitrión. Difícilmente se podría considerar una
reunión espiritual; sin embargo, tenía un buen objeto,
en cuanto reunía socialmente a los miembros de una
congregación y cultivaba un sentimiento fraternal entre
ellos.
Los más familiarizados con esta clase de reuniones
estarán bien dispuestos a testimoniar que los hemos descrito
de la manera más positiva y a la mejor luz; no hay nada
más lejos de nuestra intención de decir una palabra que
haga dolerse a la mente más sensible. Nuestro objeto no es
alabar a los Hermanos, sino buscar la gloria del Señor en la
bendición de todo Su pueblo, y exponer y alentar a todos los
cristianos a la adopción de estos medios que Él ha
bendecido de manera tan rica para edificación. La
bendición de Dios reposó evidentemente de la manera
más abundante sobre aquellos que estaban así reunidos
al nombre del Señor Jesús.
Además del estudio con oración de la Palabra de
Dios, estos creyentes mostraban un gran celo por predicar el
Evangelio a los pecadores; y en base de su creciente conocimiento de
la obra consumada de Cristo y de las riquezas de la gracia divina, se
predicaba con claridad, plenitud y poder; y muchos en diferentes
lugares fueron llevados a conocer al Señor. Tanto celo
mostraban en difundir las buenas nuevas que en algunos lugares casi
cada hermano se transformó en un predicador. También
los más instruidos impartían enseñanza o
conferencias sobre las Escrituras a cristianos. La importante
distinción entre predicar el Evangelio a los inconversos y
enseñar a cristianos, como ahora se practicaba, era algo
totalmente nuevo. El don y la obra del evangelista son totalmente
distintos del caso del maestro; pero en la iglesia, de manera
general, no se había actuado siguiendo esta distinción,
exceptuando siempre la era apostólica. Poco después del
gran Avivamiento en 1859 comenzaron a celebrarse servicios
evangelísticos especiales en salones públicos, y nunca
han cesado desde entonces. La misión evangelística de
los Srs. Moody y Sankey a este país en 1873-1875 fue una
derivación del Avivamiento Americano; pero, por extraño
que parezca, esta misión adoptó más la actitud
de evangelizar en las denominaciones que a los de fuera.
Otro medio adoptado para extender la verdad fue la redacción y
difusión de libros y tratados. Esto se hizo a gran escala. Al
recibir una luz renovada de la Palabra de Dios acerca de cualquier
cuestión importante, ésta era inmediatamente
incorporada en un tratado, que era luego publicado. De esta manera no
sólo se suplía instrucción, sino
también alimento para el alma, recién salidos de
los inagotables tesoros de la verdad divina. En un tiempo
relativamente breve, el público tuvo en sus manos, y a bajo
coste, los medios para familiarizarse con la Palabra de Dios,
especialmente con aquellas verdades que estaban entonces atrayendo la
atención de miles de personas. Podríamos hablar de
muchos tratados que fueron escritos y que fueron apareciendo con las
magnas doctrinas de la iglesia, el llamamiento celestial, las
operaciones del Espíritu, el ministerio, el culto, la
profecía, la eficacia de la redención, las
vinculaciones celestiales del cristiano, la venida del Señor,
el arrebatamiento de los santos, la primera y segunda
resurrección, etc., etc.
De esta manera y por estos medios se difundía la verdad de
manera rápida y amplia. Estos creyentes poseían
evidentemente una gran ventaja sobre los cuerpos populares de lo que
se designa como ministerio laico. Al ser la ordenación
absolutamente esencial para el ejercicio del ministerio en estos
cuerpos, la obra quedaba necesariamente limitada a los pocos
autorizados. Los Hermanos siempre han mantenido que este sistema de
ministerio está opuesto a la verdad de Dios, y en muchos casos
resulta ruinoso en su funcionamiento. Por ejemplo, un hombre educado,
aunque destituido de dones espirituales, y quizá incluso de
vida espiritual, puede sin embargo, si está debidamente
ordenado, ejercer cualquier rama del ministerio en la
denominación a la que pertenece; en cambio, si un cristiano
posee los más evidentes dones de predicación y
enseñanza, no puede ejercer ni lo uno ni lo otro dentro de la
jurisdicción de la iglesia excepto si es autorizado por la
autoridad humana.
Felizmente para ellos, para la iglesia de Dios y para las almas de
los hombres, descubrieron la verdadera fuente de ministerio, en todas
sus ramas, en Cristo mismo la Cabeza glorificada en el cielo. «a
cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don
de Cristo. Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva
la cautividad, y dio dones a los hombres. ... Y él mismo
constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a
otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de
perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la
edificación del cuerpo de Cristo» (Ef. 4:7-12).
Aquí tenemos la verdadera base y la única fuente de
todos los dones ministeriales —la redención cumplida por
Cristo en la cruz, y Su ascensión a la diestra de Dios en el
cielo. Cristo como Cabeza de la iglesia es el Dador de estos dones;
nada se dice de autoridad humana ni de ordenación humana. La
iglesia profesante ha padecido de manera inmensa por sus ideas
tradicionales acerca del ministerio, considerándolo como una
profesión honrosa entre los hombres y dándole una
cierta posición en la sociedad; mientras que el don
ministerial es aquí denominado gracia, que es
ciertamente poseída por todos los que aman a la iglesia y se
cuidan de sus miembros, o que buscan ganar nuevas almas mediante el
evangelio.
Antes de concluir este capítulo, desearía reproducir
una carta escrita hacia el mismo tiempo que el resto del libro,
aunque no es de su autor; una carta que describe la reunión
más amada de todas por el corazón del pueblo de Dios,
reunidos a Su solo Nombre:
«Porice Park,
27 de noviembre de 1891
»Querido Hermano—
Su carta del 22 llegó anoche y la he recibido con mucha
alegría. ... Respecto a la cuestión que usted menciona,
ha estado también durante mucho tiempo en mi
corazón.
Tengo unos fuertes sentimientos acerca de ello, pero no estoy seguro
de poder expresar de manera correcta lo que siento. Hay reuniones que
están entre mis recuerdos más preciosos, cuando uno
casi podía ver o tocar a Aquel que estaba presente con
aquellos reunidos a Su Nombre. Recuerdo una reunión en que el
espíritu de adoración nos embargó de tal manera
que mientras cantábamos un himno de adoración, las
voces cesaron una tras otra, hasta que sólo dos se oyeron al
final de la estrofa —los corazones estaban demasiado llenos para
hablar, y la emoción más allá del control
físico.
Pero, ¡cuántas veces dejamos el local y la hora de
adoración con una sensación de desilusión! Hemos
"disfrutado de la reunión", como decimos, y puede que hayamos
sido edificados —pero faltaba algo, y este "algo" era algo
debido a Dios y que no habíamos ofrecido. Es difícil
hablar acerca de ello, pero no el sentirlo y reconocerlo. Como en un
ramo de flores, o en un fruto, pueden estar ausentes un aroma y una
fragancia que el ojo no puede ver, pero toda la hermosura que el ojo
capta no puede compensar esta pérdida.
Ahora le daré mis pensamientos acerca de la adoración y
acerca de la reunión de la mañana, que espero que sean
conforme a Su Palabra, pero no siempre citaré los pasajes, y
dejaré que lleve a los mismos, si le agradan, la delicadeza de
la fragancia —el sabor de las cuatro "especias principales" que
eran sólo para Dios —la composición que no podemos
hacer para nosotros, sino que es "sagrada para Jehová". Pero,
observemos, esta "composición" la hacemos para Él. Se
trata ciertamente del siempre bendito Señor Jesús
—el propio Hijo de Dios—, pero el incienso se levanta
cuando el sacerdote lo pone sobre el fuego tomado del altar de
bronce, este perfume de cuádruple composición, bien
molido y quemado sobre el altar de oro junto al velo.
Pongamos el símbolo en términos del Nuevo Testamento y
tendremos el fondo de la respuesta a su pregunta. Quizá el
resto de mi carta lo incluya. Establezcamos primero unas
definiciones, comenzando desde nuestro lado, o desde nuestro
acercamiento a Dios —desde "pecadores salvos" hasta nuestra
posición ante Dios "en el lugar Santísimo".
Antes de llegar al primer punto se trata de "todo del yo" y nada de
Dios: pero cuando somos adoradores es todo de Dios y nada de
nosotros.
Pero cuando "nacemos de nuevo" recibimos una sensación de
necesidad, y pedimos lo que necesitamos; esto es, oramos.
Luego, al abundar Sus misericordias y llegar a la conciencia de Su
amante reconocimiento y provisión de nuestra necesidad, le
agradecemos las misericordias recibidas.
Aprendiendo más de nuestro Dios —el Padre del Hijo, por
medio del Espíritu, reconocemos "Su grandeza—Su gloria",
las glorias de la creación y de la redención,
también de la preservación, y así
alabamos. Hay todavía otra cumbre —estamos
conscientes "en el Lugar Santísimo por la sangre de
Jesucristo" y ante nosotros tenemos a Dios. Nos inclinamos
ante Él (la palabra adoración significa
primariamente una genuflexión o prosternación, como en
Mt. 2:11), por lo que Él es en Sí mismo —el yo
queda olvidado, de modo que no oramos ni presentamos acciones de
gracias: adoramos, reverenciamos. Ésta será
nuestra feliz ocupación en el cielo —en nuestra debilidad
aquí más bien aspiramos a ello que lo alcanzamos.
Nuestra adoración aquí irá mezclada de
alabanza, su pariente más próximo, y a menudo
también de recuerdo del yo —lo que Él ha hecho por
nosotros, y por ello también damos gracias; y bajando
más llegamos a la oración —pero si nuestros
pensamientos se han movido juntos, distinguiremos entre una y otra
actividad. La cruz, esto es, el altar de bronce, es la base de todo.
Ahí acude el sacerdote y toma del fuego, esto es, del juicio
de un Dios santo sobre el pecado, como ha sido soportado por Su Hijo,
nuestro Salvador. Este fuego puede ser depositado sobre Su propia
intrínseca santidad, y sobre él se dispone el incienso,
y el perfume del mismo es la porción de Dios. Y cuando en el
gran día de la Expiación el Sumo Sacerdote entraba
más allá del velo, con sus manos llenas de incienso
molido (manos llenas significa consagración), su humo le
protegía del juicio del Santo de Israel, mientras presentaba a
Israel a su Jehová.
Sólo para aplicar estas cosas a nuestra reunión de la
mañana. Pero primero, como ejemplo escriturario, contemplemos
los Salmos 28, 29 y 30, y vinculemos el primero con la
oración, el segundo con la adoración y el 30 con la
alabanza.
Acudimos a recordar al Señor Jesús —los
símbolos son un memorial de Él: el maná,
—Su carne, —Su sangre, —son símbolos que
Él emplea de Sí mismo. Él toma asimismo el pan y
la copa —y parte el pan —separa la copa del pan, e invita a
Sus discípulos a repartirlo entre ellos. Estos actos hacen que
estos símbolos nos sean recordatorio, no sólo del
Señor Jesús en Su persona, sino que el comer el pan
partido y el participar de la copa son proclamación de Su
muerte. De modo que la Cena del Señor es el recuerdo de
nuestro Salvador —de nuestro Señor Jesús— en
Su muerte. Este es el pensamiento primordial de la reunión, y
nada debería interferir con él ni nublarlo.
Pero no podemos pensar en Su muerte sin asociarla con el
propósito y resultados de la misma, y estos en relación
con Dios y con nosotros. ¿Podemos hacer nada mejor que seguir a
nuestro mismo Señor en el Salmo 22 y en el 102? Él
padece bajo la mano de Dios, pero le glorifica, le alaba, pero como
el Director en la gran congregación; el resultado final se ha
de manifestar todavía en Su Señorío sobre la
tierra, y en la bendición a sus gentes.
No tenemos reglas dadas para la reunión, sino sólo como
se nos enseña de forma general en Hechos 20 y en 1 Corintios
14 —de modo que nuestros sentidos espirituales han de estar
despiertos y alertas para hacer todo lo idóneo y excelente u
ordenado en nuestro papel. Si tenemos en mente el
propósito de la reunión, y si somos conscientes
de la invisible Presencia y estamos sujetos a Su Espíritu (y
por nosotros me refiero a cada uno de los presentes),
estaremos juntos a la hora señalada —esperando en el
Señor. La asamblea alabará o adorará,
expresando juntos en un himno de alabanza o de adoración, o
mediante una voz en expresión audible.
El Evangelio de Su gracia, por inexpresablemente precioso que sea, no
vendrá a la mente. Las pruebas del camino, nuestra
peregrinación, serán olvidados. No tenemos necesidades,
ni deseos. El corazón está lleno, y
rebosa —la asamblea tiene que alabar o adorar
—puede estar en silencio, o en voz: no importa. Así, con
un solo corazón, "unánimes, a una voz,
glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo". Jesús está ante nosotros —Su Persona
— Su muerte — nuestras "manos llenas" de Él
—molido— porque la comprensión de uno puede ser
mayor que la de otro, esto no importa ahora; no se trata de
cuánto de Jesús pueda yo recibir; estoy lleno,
por poco que pueda contener de Él. El anciano y probado santo,
que ha andado años con Jesús y le conoce
íntimamente —el "padre"—, queda lleno; el
recién nacido que acaba de emprender su camino queda lleno
—no se trata de capacidad ahora: sino de Jesús que
llena cada capacidad, sea ésta grande o pequeña.
¡Oh, cómo mi corazón anhela estar ahora en esta
reunión! ¿Puede haber una regla —un orden de
ritual para una reunión así? Un himno —una voz
expresando la adoración de la asamblea; una porción de
Su dulce Palabra que nos hace gozar tanto más de la conciencia
de Su presencia, todo esto puede preceder o no al solemne
cumplimiento del un rito que sí que está
ordenado. Ahora "damos gracias" —todos nosotros — la
asamblea — al ponerse uno en pie para pronunciarlas por
nosotros. No sé quién —si hay alguien dotado, que
dé más tiempo, no sea que interfiera entre el
Espíritu Santo y Su elección de portavoz.
Si el Espíritu Santo es dejado libre para mover a la asamblea,
Él escogerá aquel aspecto de Jesús que sea
apropiado —porque no podemos contemplarlo en todas Sus
glorias de una vez. Luego el himno — la Escritura — la
expresión de la adoración de la asamblea, todo ello
estará en armonía con el tema escogido. No se precisa
de ningún arreglo previo — sólo de esperar
verdaderamente en Él. Y el período después de la
reunión mostrará también armonía respecto
a ello: la palabra, si se da alguna, para edificación o
exhortación, no atacará a ningún corazón.
Es siempre una reunión hacia Dios, y por ello no es lugar ni
ocasión para ejercitar los dones —mucho menos para una
larga arenga o sermón.
Si lo he bosquejado de manera correcta, no caeremos en una rutina de
una forma o procedimiento largamente continuados. Tampoco hay regla
alguna acerca de dirigirse al Padre o al Hijo a la mesa; que sea como
el Espíritu dirige. Hay sólo una regla, y es la
de estar sujetos al Espíritu. Y luego que todas las cosas sean
hechas "decentemente y con orden". Él empleará a aquel
que Él escoja, Dios será adorado —nuestro
Señor Jesús será recordado, y el santo
dejará el lugar como uno que ha tenido un paladeo del
cielo.
Pero, cuán infrecuente es una reunión así:
porque si hay alguien que no esté "en sintonía" con el
tema del Espíritu, la armonía queda afectada,
quizá echada a perder. Especialmente si el tal toma parte
audible, dando un himno no apropiado para la ocasión o una
porción de la Escritura no ajustada al tema, u ora, por cuanto
no está en disposición de adorar.
Entonces, ¿qué hará el adorador? Nada, sino poseer
su alma en paciencia —unirse a ello cuando lo pueda hacer, y
cuando no pueda, estar a solas con Dios.
... En el amor de Cristo a usted ...»
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