SEDIN
Servicio Evangélico de Documentación e Información
línea sobre línea

||||||||||   Apartado 2002 - 08200 SABADELL (Barcelona) ESPAÑA | SPAIN   ||||||||


«LOS HERMANOS»
(Según su designación común)
Su Origen, Desarrollo y Testimonio

UN BREVE BOSQUEJO

Andrew Miller



(Ligeramente revisado y abreviado,
por G. C. Willis)

Traducción del inglés:
Santiago Escuain


«Vendrá el enemigo como río, mas el Espíritu de Jehová
levantará bandera contra él.»
—Isaías 59:19.



NOTA

Algunos han suscitado objeciones al título «Los Hermanos», como conllevando la idea de una denominación; otros, como arrogando para una comunidad determinada aquello que es igualmente cierto de todos los cristianos. Estos pensamientos nunca se me ocurrieron mientras escribía el libro, y no fueron sugeridos por aquellos con quienes yo hablé. Expresiones como «los escritos de los Hermanos», «las reuniones de los Hermanos», etc., son de uso común entre ellos mismos, lo que sencillamente significa una designación adecuada, y que no puede ser confundida. No se emplea en ningún otro sentido aquí. Verse obligado a emplear una descripción en lugar de un nombre cargaría excesivamente el estilo y dificultaría la tarea del escritor.

Andrew Miller



PREFACIO

Unos amados santos de Dios han pedido que este librito, mucho tiempo fuera de circulación, fuese vuelto a publicar; y como creemos que puede ser para verdadera bendición de los santos de Dios, es un gozo y privilegio que se nos permita emprender este pequeño servicio.

Andrew Miller, su autor, fue uno de los hermanos primeros bien conocidos. Escribió varios otros libros, incluyendo Short Papers on Church History, posteriormente circulado como Miller's Church History (Historia de la Iglesia, de Miller); Meditations on the Song of Solomon (Meditaciones sobre Cantares), recientemente vuelto a publicar en inglés por Bible Truth Publishers; Meditations on the 23rd and 84th Psalms (Meditaciones sobre los salmos 23 y 84); Meditations on the Christian's Standing, Vocation, Warfare and Hope (Meditaciones sobre la posición, vocación y esperanza del cristiano); Meditations on the Beatitudes and Christian Devotedness (Meditaciones sobre las Bienaventuranzas y la devoción cristiana), y varios opúsculos. Creo que también escribió el prefacio a los seis volúmenes de Notas sobre el Pentateuco de C. H. Mackintosh.

Este libro acerca de los Hermanos fue, suponemos, publicado por primera vez alrededor del año 1892; desde entonces la historia ha ido progresando, con cambios que hacen inapropiado reproducir la obra sin alguna revisión y omisiones. Lo uno y las otras se han hecho, pienso yo, en el temor de Dios, y con la esperanza de que la utilidad de este libro no resulte en absoluto perjudicada.

La primera parte del libro no sólo es profundamente interesante para los que se deleitan en seguir la obra del Espíritu de Dios en enseñar y conducir al pueblo del Señor, sino que podrá también ser provechosa para guiar los pasos de algunos en los caminos que Él ha marcado para los Suyos. La carta que describe la reunión para el Partimiento del Pan, en las páginas 25 a 27, aunque escrita alrededor de la misma época, no estaba en el libro original, y es de otro autor.

Las verdades expuestas de manera sencilla y clara en la segunda parte del libro serán, esperamos, de bendición para las almas de muchos, especialmente entre los santos más jóvenes.

Este libro se publica de nuevo con la esperanza y oración de que el Señor lo use en Su gracia para Su honra y gloria, y para bendición de Su pueblo amado.

G. C. Willis
Sandakan, Sabah, Malasia
Octubre de 1963



ÍNDICE

Primera Parte

Introducción

1. Los «Hermanos»

2. Las Reuniones de Lectura

3. El Origen del Título—
    «Los Hermanos de Plymouth»


4. Detección de falsa doctrina

5. Divididos

Segunda Parte

6. Selecciones de los escritos
    de los Hermanos

7. La Posición Cristiana

8. La Iglesia de Dios

9. El Milenio



LOS HERMANOS:

(Según su designación común)

UN BREVE BOSQUEJO DE SU ORIGEN,
DESARROLLO Y TESTIMONIO

INTRODUCCIÓN

Es siempre un alivio para la mente, al estudiar la historia de la iglesia, poder seguir con alguna medida de certidumbre la hebra plateada de la gracia, y las operaciones del Espíritu de Dios en aquellos que han asumido una parte destacada en sus asuntos. Éste fue un privilegio infrecuente durante la larga noche de la Edad Media; pero con el alborear de la Reforma se pusieron más y más de manifiesto las operaciones del Espíritu Santo. Se hizo el llamamiento a la palabra de Dios como la única autoridad en cuestiones de fe y salvación, y la gran doctrina cristiana de la «Justificación por la sola fe» pasó a ser el fundamento y la piedra angular de la Reforma en el siglo dieciséis. Por medio de esta verdad quedó subvertido el poder del papado, y las naciones de Europa quedaron liberadas de su tiranía.

Ningún cristiano instruido que haya estudiado la gran revolución de aquel período dejará de dar gracias a Dios por la poderosa obra que fue entonces llevada a cabo por Su gracia, mediante la fe y persistencia de los Reformadores.

Tenemos siempre que honrar con gratitud y admiración a aquellos grandes testigos que laboraron para esparcir la pura luz del evangelio en oposición a la superstición papal, a la incredulidad y a la inmoralidad, todo lo cual estaba respaldado por los poderes imperiales, y haciendo frente a prisiones y muerte. El despertar y la agitación de las mentes fueron tan generales, y todo ello en dirección de la verdad y de la santidad, que los más incrédulos tienen que reconocer que tal Reforma sólo pudo haber tenido su origen en causas más que humanas, y de una eficacia sumamente poderosa.

Pero los líderes de aquel gran movimiento pasaron por alto muchas de las más importantes doctrinas de la palabra de Dios. Era tan sorprendente y abrumadora la vital verdad de la salvación mediante la fe en el sacrificio de Cristo, sin el mérito de buenas obras, para aquellos que habían sido educados en las supersticiones del Romanismo, que parecía que creían que no se precisaba de ninguna otra verdad. Enseñaban ellos que la obra expiatoria de Cristo dio satisfacción a la justicia de Dios, reconciliándolo con el hombre rebelde, y que todos los que tuvieran la plena certidumbre de la fe en esta verdad eran salvos. No parece que nunca llegasen a comprender la preciosa verdad de que fue el amor de Dios al hombre pecador lo que le hizo enviar a Su Hijo a morir por ellos, para que ellos fuesen reconciliados con Él. Ésta es la gran verdad fundacional de todo testimonio del evangelio. Si no hubiera habido amor, no habría habido Jesús-Salvador, ni salvación ni gloria. Pero «de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Jn. 3:16).

Dios nunca fue el enemigo del hombre, y no tenía que ser reconciliado, aunque Él necesitaba y proveyó una propiciación por nuestros pecados. Muchos y dulces pensamientos brotan de esta bendita verdad; el hijo de la fe puede apoyarse no sólo en la obra de la cruz como su reposo, sino en el corazón de Dios que le amó y que envió a Su Hijo a morir por él. En 2 Corintios 5:19 leemos, «que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados». Las primeras palabras que oímos de un Dios ofendido después que el hombre hubiera pecado, dirigidas a Adán, son: «¿Dónde estás tú?» El hombre estaba perdido —y Dios lo estaba buscando. Ésta fue la primera acción en la obra de la redención; en verdad, el gran rasgo del amor redentor.

La Reforma del Siglo Diecinueve

Debemos ahora pasar a observar una obra muy especial del Espíritu de Dios en la primera parte del siglo diecinueve, y en las Islas Británicas. Agradó a Dios, en las riquezas de Su gracia, para aquel tiempo, despertar en las mentes de muchos y en diferentes partes del país un profundo deseo del estudio de las sagradas Escrituras. Por este medio, muchos de Sus hijos fueron llevados a un nueva indagación de la «palabra profética más segura», y otros fueron llevados a la conciencia de la importancia y bienaventuranza de lo que Él había revelado en Su Palabra tocante a la iglesia, el cuerpo de Cristo. Esto era algo totalmente nuevo en aquel tiempo. Hablar de la iglesia como el cuerpo de Cristo, del que Él es la Cabeza glorificada en el cielo, y de que la iglesia era habitada y gobernada por el Espíritu Santo, eran verdades nuevas a oídos de la Cristiandad.

Sería difícil encontrar en la teología de los Padres o de los Escolásticos, de los Reformadores o de los Puritanos, la doctrina de la iglesia como la Esposa Escogida de Cristo, separada del mundo para esperar a Su regreso del cielo como la única esperanza de ella, y conociendo la presencia constante del Espíritu Santo como la única fuente de poder y gozo de ella. Desde finales del primer siglo hasta comienzos del siglo diecinueve, no parece que ningún escritor teólogo haya mostrado a la iglesia estas preciosas verdades. Incluso el sencillo evangelio quedó tan recubierto y mezclado con sentimientos y actos humanos, que casi nadie esperaba tener en este mundo la certidumbre de la salvación. De ahí que encontramos a algunos de los maestros de vida más santa y espiritual que haya habido en la iglesia, orando en sus lechos de muerte que «no fuesen a llevar sus pecados e iniquidades ante el tribunal divino». Y este estado de mente no es en absoluto infrecuente ni siquiera en nuestros tiempos, aunque la luz y la verdad que se han estado extendiendo desde principios del siglo diecinueve hayan dado a muchos una esperanza mucho más cierta y una perspectiva mucho más luminosa. La plena eficacia de la redención, tal como aparece en Hebreos 10, era, y sigue siendo, relativamente poco conocida. Allí leemos: «los que tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecado». Esto no significa no más conciencia de estar pecando, sino, lit., no más conciencia de pecados. La preciosa sangre de Cristo ha limpiado la conciencia del creyente para siempre. «Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (He. 10:14). No hay necesidad de la Misa para perpetuar el sacrificio, ni de sentimientos y actos humanos que añadan a su valor. Cuando se comprende esta verdad, el pleno perdón de los pecados y la aceptación en el Amado llegan a ser la feliz condición del alma.

La diferencia entre la justicia de la ley y la justicia de Dios fue también otra de las importantes verdades recuperadas en aquel tiempo. Esta cuestión la considera de forma clara el apóstol en Filipenses 3. Son tan amplias sus ramificaciones, especialmente en la teología puritana, que no trataremos de seguirlas aquí, sino que sólo daremos la conclusión del apóstol: «Y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe» (Fil. 3:9). Cada cristiano debería saber que Aquel que no conoció pecado por nosotros fue hecho pecado «para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Co. 5:21). El más débil creyente en Cristo se encuentra ante Dios con una justicia absolutamente completa, divina y eterna. En lugar de llevar «sus pecados e iniquidades ante el tribunal divino», en el momento en que está ausente del cuerpo está presente con el Señor, y en toda la perfección del mismo Cristo.

La verdad profética

Agradó al Señor avivar, durante el primer cuarto del siglo diecinueve, un profundo interés en muchas mentes acerca de la restauración de Israel en su propia tierra, y a la consiguiente gloria del reinado del Mesías. Fueron varios los libros que se publicaron acerca de este tema durante los años 1812-1825, pero el que suscitó el mayor interés fue el titulado La venida del Mesías en Gloria y Majestad, por un sacerdote católico romano sudamericano, Emanuel Lacunza, que adoptó el seudónimo de Ben-Ezra, un judío converso. Esta obra fue originalmente escrita en castellano, y fue publicada por vez primera en España en 1812. Fue traducida al inglés y publicada en Londres en 1827, con un largo prefacio del Rev. Edward Irving. Luego empleó su enorme influencia para despertar a su congregación, a sus hermanos en el ministerio y a toda la iglesia profesante, al estudio de este magno y relativamente novedoso tema. La descripción profética de la gloria del reino milenario le dio abundante material para sus elocuentes discursos. La circulación de estos nuevos libros y de nuevos artículos que aparecían constantemente en las revistas despertó un renovado interés en el tema, y muchos, tanto laicos como clérigos, se convirtieron en diligentes estudiosos de la profecía.

Estos estudios llevaron al establecimiento de lo que se denominó «Las reuniones proféticas», que durante algunos años se celebraron en Albury, el centro del Sr. H. Drummond, en Surrey, y en el castillo de Powerscourt, en Wicklow. Clérigos y particulares acudían libremente a estas reuniones al principio; pero después de un cierto tiempo sus asistentes pasaron a ser, al menos en Irlanda, principalmente los Hermanos. Fue entonces, creemos, que se levantó el clamor de medianoche: «¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle!» (Mt. 25:6). Y desde aquel día, el número de los que predican la segunda venida del Señor ha aumentado en gran manera. Este clamor ha sido oído en todas las tierras de la Cristiandad, y sigue vibrando y lo seguirá haciendo, hasta que Él venga y llame a Su esposa a Sí mismo. «Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente» (Ap. 22:17).

El efecto de la verdad acerca de la Iglesia

El primer efecto de descubrir en la Palabra de Dios cuáles son el llamamiento, la posición y las esperanzas de la iglesia ha de ser un profundo sentimiento del contraste entre aquello que el hombre llama la iglesia y lo que la iglesia realmente es a la luz de las Escrituras del Nuevo Testamento. Así sucedió con unos pocos cristianos en Dublín en la primera parte del siglo diecinueve. El Señor, no nos cabe duda alguna, había estado obrando en sus almas durante un tiempo, y los había estado preparando para la recepción de muchas verdades que habían quedado perdidas para los hijos de Dios. No cabe duda alguna de que había dignos miembros de sus diferentes comunidades, sanos en la fe, devotos y apartados del mundo; pero éstos comenzaron a observar, a la clara luz de la Palabra de Dios, que permanecer donde estaban sería una negación práctica de lo que la iglesia es. Así, fueron guiados por el Señor a separarse de los sistemas religiosos existentes con los que habían estado respectivamente conectados, y a dar testimonio de las relaciones celestiales del cristiano y de la naturaleza y unidad de la iglesia de Dios. A diferencia de las meras abstracciones de los ascéticos, se trató de una separación moral del mundo y de la religión que el mundo autorizaba. Ni siquiera los confesores en un tiempo temprano de la historia de la iglesia, ni tampoco los Reformadores y los puritanos en época posterior, tuvieron inclinación alguna a abandonar la comunión de la Iglesia Establecida, siempre que la tal hubiera aceptado reformar abusos. La mayoría de ellos fueron excomulgados; pero cuando un cambio de gobierno introdujo la libertad religiosa, ellos se volvieron satisfechos a sus púlpitos y beneficios eclesiásticos.

Cuando este libro fue escrito al principio, muchos de los que habían tomado este puesto de separación de los sistemas religiosos seguían aun vivos, de modo que el autor no necesitaba más que declarar el origen de esta comunidad, o compañía de cristianos, y dar un breve bosquejo de su desarrollo. Aquello que esta «comunidad» consideraba como verdadero y precioso puede ser juzgado por lo que ha aparecido impreso y que ha sido escrito por ellos mismos, y de esto podemos hablar libremente. Sus escritos, en forma de libros, tratados y publicaciones periódicas han sido extensamente difundidos por toda la Cristiandad, de modo que sus posturas se pueden conocer fácilmente. No citaremos las opiniones de sus adversarios como dando una estimación imparcial de su carácter, como tampoco aceptaríamos la opinión de un católico romano integrista acerca del carácter de Martín Lutero.



CAPÍTULO 1

«LOS HERMANOS»

Durante el invierno de 1827-1828, cuatro hombres cristianos, que durante algún tiempo se habían sentido preocupados por la condición de toda la iglesia profesante existente, acordaron, después de muchas consultas y oración, reunirse el día del Señor para el partimiento del pan, como lo hacían los cristianos primitivos, contando con que el Señor estaría con ellos; estos fueron: el Sr. Darby, el Sr. (después Dr.) Cronin, el Sr. Bellett y el Sr. Hutchinson. Su primera reunión se celebró en la casa del Sr. Hutchinson, en el número 9 de Fitzwilliam Square, Dublín. Ellos, junto con otros que asistían a sus reuniones de lectura, habían estado estudiando las Escrituras y comparando lo que descubrían en la Palabra de Dios con el estado de cosas que les rodeaba, y no pudieron encontrar una expresión de la naturaleza y carácter de la iglesia de Dios ni en la oficial Iglesia Anglicana ni en las diversas formas de los cuerpos no conformistas. Esto los condujo al lugar de separación de todos estos sistemas eclesiásticos, y los llevó a reunirse en el nombre del Señor Jesús, reconociendo la presencia y acción soberana del Espíritu Santo en medio de ellos, mostrándose con ello solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, cp. Mt. 18:20; Ef. 4:3, 4.

Por algún tiempo se siguieron reuniendo en Fitzwilliam Square, y otros fueron añadiéndose gradualmente a su número.

Las circunstancias que condujeron a estos hombres fervorosos a leer las Escrituras y a llegar a la decisión que se acaba de describir fueron evidentemente guiadas por el Señor. Uno de los cuatro, que era un clérigo del condado de Wicklow, había sufrido un accidente que le había dejado incapacitado de un pie, y había acudido a Dublín para recibir tratamiento. Antes de esto, sin embargo, había pasado por una gran lucha en su conciencia acerca de su puesto en la iglesia oficial [la iglesia anglicana], y había decidido abandonarla. Algunos de sus amigos en la ciudad, con similares preocupaciones, y sintiendo la ausencia de vida espiritual y de comunión cristiana en las denominaciones, estaban de verdad sedientos de algo que no se podía encontrar allí. Así, en aquel tiempo el Espíritu de Dios estaba obrando en muchas mentes, y de una manera especial. Había creado una necesidad sentida en los corazones que sólo la gracia y la verdad podían llegar a satisfacer. En este estado de mente acordaron estudiar la Palabra juntos, y buscar al Señor para luz y dirección respecto a su camino futuro.

Amigos interesados, y supervivientes de aquellos que estuvieron relacionados en época temprana con este movimiento, han suscitado la cuestión acerca de quiénes fueron los primeros en ser visitados por el Espíritu de Dios y que pasaron a la importante cuestión de la unidad de la iglesia y de la separación de los sistemas religiosos existentes. Pero sin intentar responder a esta pregunta, contestaríamos sencillamente que el pensamiento era el pensamiento de Dios por cuanto era Su verdad, y que el dirigente en la obra fue Su instrumento escogido. La historia no tiene que ver con teorías, sino con realidades, hasta allí donde son conocidas.

La mano directora de Dios

Aquí tenemos que observar, antes de proseguir, la existencia de una pequeña congregación con una medida de inteligencia respecto a la iglesia de Dios como un cuerpo, anterior a la reunión de los cuatro en Fitzwilliam Square. Habían formado parte de un grupo independiente, pero no parece que abandonasen aquel grupo tanto por cuestión de principio como por insatisfacción acerca de sus formas. Sin embargo, Dios estaba obrando en sus corazones por Su gracia y dirigiendo la disciplina de aquella iglesia para la bendición espiritual de ellos. Así ha sucedido muchas veces con personas en todos los movimientos similares, de los que se puede decir: «salieron, sin saber a donde iban» (cp. He. 11:8). Pero el Señor estaba guiando, y ellos dependían de Él. Fue como sigue:

Hacia el año 1826, un joven estudiante de medicina —posteriormente el doctor Cronin— había llegado a Dublín por motivos de salud, procedente del sur de Irlanda. Solicitó ser recibido a comunión como visitante, y fue bien recibido a las mesas de los Independientes; pero cuando supieron que se había establecido como residente, le privaron de esta libertad. Entonces le informaron de que no podía más ser admitido a la mesa de ninguna de las congregaciones sin la calidad de miembro especial a alguna de ellas. Este anuncio hizo un gran impacto en su mente, y sin duda alguna fue empleado por Dios para hacer volver su atención a la verdad del un cuerpo. Pensaba él: «Si todos los creyentes son miembros del cuerpo de Cristo, ¿qué puede significar esta extraña expresión, de calidad de miembro especial con los Independientes? Se detuvo, y tras muchas reflexiones y oración, rehusó someterse a este orden eclesiástico. Esto lo forzó fuera, y lo expuso a la acusación de irreligión y antinomianismo. Permaneció fuera durante varios meses, sintiendo profundamente su soledad y separación de muchos a los que amaba en el Señor. Fue una época de prueba a su manera, y podría haber resultado de gran perjuicio para su alma; pero el Señor lo dispuso para bendición. Para evitar aparentar impiedad, pasaba las mañanas del día del Señor encerrado en su casa. Estas ocasiones las encontró de gran bendición espiritual, y también de profundas reflexiones acerca de su dirección en el futuro. Así son los caminos del Señor con los instrumentos que Él está preparando para un futuro testimonio y servicio.

El joven estudiante fue finalmente excomulgado públicamente por nombre en una capilla de la que el Rev. William Cooper era el ministro. Esto lo afectó profundamente; no consideraba a la ligera ser así denunciado en público y evitado por aquellos a los que apreciaba como cristianos. Pero la iglesia se había excedido en cuanto a la jurisdicción que le era propia. Tiene autoridad sólo de su Cabeza en el cielo para cortar a aquellos que hayan demostrado ser perversos. «Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros» (1 Co. 5). Así, la iglesia, al actuar de esta manera, recibió ella la herida mayor. Uno de los diáconos, Edward Wilson, secretario de la Sociedad Bíblica, se vio obligado a protestar contra esta acción, lo que lo condujo a abandonar el cuerpo congregacionalista.

Estos dos hermanos, los Srs. Cronin y Wilson, después de estudiar la palabra durante un tiempo, comenzaron a ver claro su camino para reunirse en la mañana del domingo para el partimiento de pan y la oración. Primero se reunieron con este propósito en casa del Sr. Wilson, en Sackville Street. Pronto se unieron a ellos dos señoritas Drury, que abandonaron la capilla del Sr. Cooper, de la que eran miembros; también un Sr. Tims, librero, de Grafton Street. Tras partir el Sr. Wilson poco después hacia Inglaterra, la pequeña congregación pasó a la casa del Sr. Cronin en Lower Pembroke Street, donde varios se añadieron a su número.

Alguien podría decir que la existencia de esta congregación se debió a las circunstancias, no a una convicción divina. Creemos que ambas cosas concurrieron en ella. Es indudable que se vieron forzados al lugar de separación por la errónea conducta del cuerpo congregacional, pero también es cierto que fueron guiados a recurrir a la segura palabra de Dios, a actuar en base de los instintos recibidos de Dios, y de la conducción segura del Espíritu Santo. Esta pequeña congregación nunca se disolvió formalmente, sino que se unió en el acto con aquellos que comenzaron a partir el pan en Fitzwilliam Square; la acomodación fue mayor, y los principios de reunión eran sustancialmente los mismos.

Ahora pasamos a lo que puede ser en justicia designado como la primera congregación de «los Hermanos», celebrada en Fitzwilliam Square. Puede que muchos estuvieran reflexionando profundamente en muchos lugares en períodos anteriores a éste, y ello sin consultas; pero, por lo que respecta a la comunidad de los Hermanos, según su designación común, tenemos que empezar a partir de este punto. Y aquí tenemos algo más concreto y positivo, algo más en lo que apoyarnos que en los informes generales o en los recuerdos personales.

El primer opúsculo de los Hermanos

En 1828, el Sr. Darby publicó su primer opúsculo,[1] titulado, The Nature and Unity of the Church of Christ [La naturaleza y Unidad de la Iglesia de Cristo].[2] Podríamos considerar este tratado como una declaración de lo que la joven comunidad creía y practicaba, aunque no en forma de credo o confesión; y, además, como presentación del terreno divino sobre el que actuaban. También se puede considerar que contiene casi todos los elementos de aquellas verdades distintivas que han sido mantenidas por los Hermanos desde entonces y hasta el presente. No que el escritor considerase esto en este sentido en aquel tiempo; estaba sencillamente dando a conocer, para ayuda de los demás, aquello que había aprendido de la Palabra de Dios para sí mismo. Pero, ¿quién podría poner en duda la conducción de parte del Espíritu de Santo en tal obra? De cierto, Él estaba guiando a Sus instrumentos escogidos de una manera que ellos no conocían, para que se pudiera ver que la bendición que iba a seguir procedía de Su propia gracia y verdad.[3]

Por cuanto este artículo fue el primer testimonio público de un movimiento que iba a producir tan rápidamente unos resultados de tanta bendición al liberar almas, transcribiremos aquí, para comodidad del lector, unos pocos extractos, principalmente acerca de la unidad de la iglesia.

«Sabemos que era el propósito de Dios en Cristo reunir todas las cosas en Cristo, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra; reconciliadas a Sí mismo en Él; y que la iglesia debía ser, aunque necesariamente imperfecta en Su ausencia, sin embargo por el poder del Espíritu, el testigo de esto en la tierra, congregando en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Los creyentes saben que todos los nacidos del Espíritu tienen una unidad sustancial de pensamiento, de modo que se conocen mutuamente y se aman unos a otros como hermanos. Pero esto no es todo, incluso si se cumpliese en la práctica, que no se cumple; porque ellos debían ser uno de tal forma que el mundo conociese que Jesús había sido enviado por Dios; en esto debemos todos confesar nuestro triste fracaso. Intentaré no tanto proponer medidas aquí para los hijos de Dios como establecer principios sanos; porque para mí está claro que ello tiene que proceder de la creciente influencia del Espíritu de Dios y de Su enseñanza invisible: pero tenemos que observar aquellos obstáculos positivos y en qué consiste esta unión ...

»En primer lugar lo deseable no es una unión formal de los cuerpos profesantes externos; lo cierto es que es sorprendente que haya protestantes reflexivos que la deseen. Lejos de ser para bien, concibo que sería imposible que un cuerpo así pudiera ser reconocido en absoluto como la iglesia de Dios. Sería una contrapartida de la unidad romanista; nos perderíamos la vida de la iglesia y el poder de la Palabra, y la unidad de vida espiritual quedaría totalmente excluida. Sean cuales sean los planes en el orden de la providencia, nosotros podemos sólo actuar sobre los principios de la gracia; y la verdadera unidad es la unidad del Espíritu, y tiene que ser obrada por la operación del Espíritu. ...

»Si la perspectiva que he adoptado del estado de la iglesia es la correcta, podemos concluir que es enemigo de la obra del Espíritu de Dios quien defienda los intereses de cualquier denominación determinada; y que aquellos que creen en "el poder y la venida del Señor Jesucristo" deberían guardarse cuidadosamente de un espíritu así; porque está llevando de nuevo la iglesia a un estado causado por ignorancia de la Palabra y de no sujeción a ella, e imponiendo como un deber sus peores y más anticristianos resultados. Ésta es una de las más sutiles y predominantes perturbaciones de la mente, "no sigue con nosotros", incluso cuando estos hombres sean verdaderamente cristianos.

»Los cristianos son poco conscientes de hasta qué punto esto domina en sus mentes; cómo buscan lo suyo, no las cosas de Jesucristo; y cómo esto seca los manantiales de la gracia y de la comunión espiritual; cómo estorba aquel orden al que acompaña la bendición, reunirse en el nombre del Señor. Ninguna congregación que no esté dispuesta a abrazar a todos los hijos de Dios sobre la base plena del Reino del Hijo puede encontrar la plenitud de la bendición, porque no la contempla —porque su fe no la abraza. ... Por ello, el símbolo externo de la unidad es la participación de la cena del Señor; "nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan". ¿Y qué declara San Pablo acerca de la verdadera intención y testimonio de este rito? Que " todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga". Aquí encontramos el carácter y la vida de la iglesia —aquello a lo que es llamada— aquello en lo que subsiste la verdad de su existencia y en lo cual solamente está la verdadera unidad. ... ¿Deseo yo que los creyentes corrijan las iglesias? Les estoy rogando que se corrijan ellos mismos, viviendo en conformidad, en cierta medida, con la esperanza de su llamamiento. Les ruego que muestren su fe en la muerte del Señor Jesús, y que su gloria sea en la maravillosa certidumbre que han obtenido por ella, amoldándose a ella, mostrando su fe en Su venida, y esperándola en la práctica con una vida que se ajuste a los deseos que esta esperanza conlleva.

»Que ellos testifiquen ante el secularismo y ceguera de la iglesia; pero que sean consecuentes en su propia conducta. "Vuestra gentileza [lit., equidad, moderación] sea conocida de todos los hombres". En tanto que prevalezca el espíritu del mundo, no podrá subsistir la unión espiritual. Pocos creyentes son realmente conscientes de cómo el espíritu que abrió gradualmente la puerta al dominio de la apostasía sigue arrojando su asoladora y funesta influencia en la iglesia profesante. ... Creo que Dios está obrando por medios y modos poco conocidos, al "Preparar el camino del Señor, y enderezar sus sendas"—haciendo con una mezcla de providencia y testimonio la obra de Elías. Estoy persuadido de que Él manchará la soberbia de la gloria humana, y que "la altivez del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y solo Jehová será exaltado en aquel día" [Is. 2:17].

»Pero hay una parte práctica en la que los creyentes deben actuar. Pueden poner sus manos en muchas cosas que en sí mismas son inconsecuentes en la práctica con el poder de aquel día —cosas que muestran que no tienen su esperanza en el mismo—, con un amoldamiento al mundo que muestra que la cruz no tiene su gloria apropiada a sus ojos. ... Además, la unidad es la gloria de la iglesia; pero una unidad para asegurar y promover nuestros propios intereses no es la unidad de la iglesia, sino confederación y negación de la naturaleza y esperanza de la iglesia. La unidad, esto es, la de la iglesia, es la unidad del Espíritu, y sólo puede tener lugar en las cosas del Espíritu, y por ello sólo puede consumarse en personas espirituales. ... Pero, ¿qué debe hacer el pueblo del Señor? Que esperen en el Señor, y que esperen según la enseñanza de Su Espíritu, y en conformidad a la imagen del Hijo por la vida del Espíritu. ...

»Pero si alguien dice: "Si usted ve estas cosas, ¿qué está haciendo usted mismo?" Sólo puedo que reconocer profundamente tantas extrañas e infinitas faltas, y dolerme y lamentarme por ellas; reconozco la debilidad de mi fe, pero busco con fervor ser guiado. Y dejadme añadir, cuando tantos que deberían estar guiando van por sus propios caminos, aquellos que hubieran estado bien dispuestos a seguir se vuelven lentos y débiles, no sea que se aparten del camino recto, y su servicio queda impedido, aunque sus almas estén a salvo. Pero repito con energía lo que he dicho antes —no se puede encontrar la unidad de la iglesia hasta que la gloria del Señor sea el objetivo común de sus miembros,[4] la gloria de Aquel que es el Autor y consumador de su fe; una gloria que tiene que ser dada a conocer en su resplandor en Su manifestación, cuando se desvanecerá la apariencia de este mundo. ... El Señor mismo dice: «que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado» (Jn. 17:21-23).

»¡Oh, que la iglesia ponderase esta palabra, y comprobase si su presente estado no impide de necesidad que resplandezcan en la gloria del Señor, y estorba el cumplimiento de aquel propósito para el que fueron llamados! Y yo les pregunto: ¿se cuidan en absoluto de esto o lo desean? ¿O se sienten felices con aposentarse y decir que Su promesa ha fallado para siempre jamás? Lo cierto es que si no podemos decir: "Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti", deberíamos decir: "Despiértate, despiértate, vístete de poder, oh brazo de Jehová; despiértate como en el tiempo antiguo, en los siglos pasados". ... ¿Dará Él Su gloria a una división o a otra? ¿O dónde encontrará Él un lugar para que Su gloria repose en medio de nosotros? ...

»He ido más allá de mi intención original en este artículo; si en algo he ido más allá de la medida del Espíritu de Jesucristo, aceptaré agradecido la reprensión, y oro a Dios que lo tal sea olvidado.»

El efecto de este opúsculo

Los efectos de estas declaraciones, tan llanas, solemnes y escriturarias, fueron inmediatos y grandes. Encontraron eco en muchos corazones cristianos. Hombres fervorosos de varios lugares, sintiendo cuán imposible era proseguir con el estado de cosas existente en la iglesia profesante, dieron buena acogida a la verdad que así les había sido expuesta, y abandonaron sus respectivas denominaciones. Siguieron en rápida sucesión opúsculos y libros, más claros y completos. En aquellos días de prístina vivacidad y sencillez, las almas crecieron rápidamente en la gracia y en el conocimiento del Señor y de Su verdad. Muchos se preguntaban adónde iría a parar todo aquello. Pero el Señor estaba obrando, y muchos siguieron Su guía.

«Entre aquellos,» dice el Sr. Mackintosh en una carta a un amigo, «que se separaron de las diversas organizaciones había algunos hombres considerablemente dotados, de peso moral, capacidad intelectual e inteligencia —clérigos, abogados, procuradores, oficiales militares y navales, médicos y hombres de elevada posición y posesiones. Su apartamiento, como se puede suponer, causó una considerable agitación, y suscitó mucha oposición. Muchos vínculos de amistad se rompieron; muchos entrañables lazos de afecto quedaron destruidos; se hicieron muchos sacrificios; se afrontaron muchos dolores y pruebas; se tuvieron que soportar muchos vituperios, infamia y persecuciones. No puedo intentar entrar en los detalles, ni tengo deseo de hacerlo. No serviría a ningún fin útil, y este relato causaría innecesarios dolores. Todos aquellos que vivan piadosamente —todos los que estén decididos a seguir al Señor; todos los que quieran mantener una buena conciencia; todos aquellos que, con un propósito firme de corazón, actúen en base de la autoridad de las Sagradas Escrituras— tendrán que disponerse a soportar pruebas y persecución. Nuestro Señor Cristo nos ha dicho que no vino para traer paz, sino espada. «¿Pensáis que he venido para dar paz en la tierra? Os digo: No, sino disensión. Porque de aquí en adelante, cinco en una familia estarán divididos, tres contra dos, y dos contra tres.» Y nos anuncia luego que «los enemigos del hombre serán los de su casa» (Lc. 12:51-52; Mt. 10:36).[5]

Muchos creyeron que este movimiento pronto quedaría en nada, porque no tenían una organización definida, ni orden clerical, ni confesión de fe, ni ningún vínculo visible de unión, ningún presidente ni ningún ministro ordenado. Pero el Señor mismo estaba con ellos; fiel a Su promesa, «donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Y allí el Señor estaba para gozo, bendición y edificación de Su amado pueblo. Si le reconocemos el lugar que le corresponde, Él no sólo lo tomará, sino que Su presencia guiará nuestros corazones con un gozo inefable y glorioso. Así fueron ellos fortalecidos y así prosiguió la buena obra del Señor. El evangelio fue predicado con claridad, plenitud y poder. Se escribieron libros y tratados, que fueron ampliamente circulados. Las magnas doctrinas de la iglesia, las operaciones del Espíritu Santo, la esperanza bienaventurada del inminente regreso del Señor, todo ello fue expuesto con gran vivacidad y poder, para elevación de muchos corazones, y para bendición eterna de cientos de preciosas almas.

Pero debemos volver por un momento a nuestro verdadero punto de arranque, Fitzwilliam Square.

Cuando estas cosas se comenzaron a difundir, surgió un gran interés en muchas mentes acerca del verdadero carácter de este movimiento. Los que se aventuraban a sus reuniones se quedaban asombrados ante la realidad de cientos de personas congregadas sin un llamado ministro, y sin embargo no había confusión, sino que todo se hacía «decentemente y con orden». Uno tras otro, sintiéndose convencidos por la verdad, eran, tras un debido examen acerca de la rectitud de doctrina y de la santidad de vida, recibidos a la comunión. Los concurrentes llegaron a ser tantos que en poco más de un año se encontró que la casa del Sr. Hutchinson no era adecuada para las reuniones.

El primer salón público

El Sr. Parnell —posteriormente Lord Congleton— que parece haberse unido a los Hermanos en 1829, alquiló una gran sala de subastas en Aungier Street para su uso el día del Señor. Su idea era que la mesa del Señor había de ser un testimonio público de su posición. Éste fue su primer salón público; comenzaron a partir el pan en este lugar hacia la primavera de 1830, o quizá el invierno de 1829. Este extraño lugar para el santo servicio del Señor puede ser tomado como muestra de cómo han sido los salones en todas partes del país desde aquel entonces. Para preparar el lugar para la reunión por la mañana del día del Señor, tres o cuatro de los hermanos tenían la costumbre de ir el sábado por la noche para arrinconar el mobiliario. Uno de estos activos hermanos, refiriéndose a su trabajo de sábado de la noche, después de casi cincuenta años, dice: «Estas fueron épocas de bendición para mi alma; J. Parnell, W. Stokes y otros moviendo muebles, y disponiendo la sencilla mesa con el pan y el vino —un tiempo que que nunca olvidaré; porque desde luego teníamos la presencia del Señor, su sonrisa y aprobación, en un movimiento como el que éste fue.» Hemos oído a algunos describir sus extraños sentimientos al visitar el salón por primera vez, estando acostumbrados a todo el decoro de «iglesias y capillas», pero lo que oían les era totalmente nuevo, y se recuerda hasta el día de hoy. A estas personas les encanta hablar de la peculiar vivacidad, unción y poder de la palabra en aquel tiempo.

Posteriormente, los Hermanos alquilaron un salón enteramente para su uso, y siguieron reuniéndose en él durante varios años; de modo que llegó a ser bien conocido en Dublín como «el salón de los Hermanos».

Anthony Norris Groves y los Hermanos

Uno de los primeros visitantes de los Hermanos desde una distancia, y cuyo nombre ha quedado relacionado con sus comienzos, fue el Sr. Anthony Norris Groves. Debido a la insuficiencia de datos, incluso en sus Memorias, es difícil averiguar con certidumbre cuándo se encontró por primera vez con los Hermanos en Dublín, o con cuanta frecuencia. Después de haber cotejado al máximo las fechas de las cartas, creemos que lo que sigue es sustancialmente correcto.

Este amado y devoto hombre había sido un dentista de éxito en Exeter; pero desde un período temprano en su vida había recibido un llamado para salir al exterior como misionero. La siguiente conversación, tal como él mismo la relata, muestra un corazón con una devoción casi ascética a su objeto: «El Sr. Bickersteth,» cuenta él, «vino a visitarme, y en nuestro salón comedor en Exeter le hablé de mis circunstancias. Le hablé que me había ofrecido a la sociedad misionera hacía diez años; y que todo mi deseo era hacer la voluntad del Señor y el mayor bien a la iglesia en general, pero más especialmente en aquel tema a cuyos intereses me había comprometido —la causa de las misiones. Pero esto, le dije, se podía hacer de dos formas: primero, dando de los propios recursos; segundo, por el esfuerzo personal. Desde la primera perspectiva tengo unos ingresos personales, y este año he conseguido casi mil quinientas libras, y la querida Sra. Groves, a la muerte de su padre, tendrá muy probablemente diez o doce mil libras más; todo ello, naturalmente, desde mi perspectiva actual, se desvanecerá en el momento en que tomemos el paso que contemplamos. La respuesta del Sr. Bickersteth fue: "Si usted es llamado a la obra del Señor, el dinero no puede ser empleado como compensación; es a hombres que el Señor envía, y Él necesita más a los hombres que el dinero". Pensé que su parecer era sabio y santo, y así lo pienso hasta el día de hoy.»[6]

Aunque no tenemos fechas en cuanto a cuándo tuvo lugar esta conversación, deducimos por una carta a un amigo que no fue posterior a marzo de 1827. Escribiendo con fecha del 2 de abril de 1827, dice él: «La muerte del padre de la Sra. Groves, hace unas tres semanas, nos ha facilitado mucho el camino en algunos respectos; pero ha puesto algo de aquel mortífero corruptor del corazón humano —dinero— en nuestro camino, en circunstancias sobre las que no tenemos control. Orad por nosotros, por ello, para que glorifiquemos al Señor con cada céntimo.»

Pero debido a que la Sociedad Misionera de la Iglesia En inglés, Church Missionary Society, de la Iglesia Anglicana. exigía que todos sus misioneros tuvieran una educación universitaria y que fuesen debidamente ordenados para el ministerio, el Sr. Groves tuvo que abandonar sus deberes profesionales y dirigir su atención al estudio de la teología. Pero no era necesario que residiera en Dublín durante sus estudios, sino que compareciese en la universidad allí dos o tres veces al año para exámenes para comprobar su progreso. Fue durante estas visitas periódicas que llegó a conocer a los Hermanos. Como cristiano, partió el pan con ellos en Fitzwilliam Square, siendo que entonces la congregación estaba radicada allí. Este fue su grado de involucración con la joven comunidad. La realidad es que nunca estuvo de acuerdo con sus principios eclesiásticos ni con el terreno que habían asumido de separación de todos los sistemas religiosos a su alrededor. En el año 1828, el Sr. Groves tuvo una larga conversación con algunos de los Hermanos acerca de la cuestión de las Misiones y de la Iglesia, pero por lo que respecta a la naturaleza de ésta, no pudieron ponerse de acuerdo. El Sr. Groves contendía calurosamente que la cizaña iba a crecer en la iglesia hasta el fin, lo que los Hermanos resistían enérgicamente como antiescriturario y como necesariamente opuesto a toda sana disciplina: «el campo es el mundo», y no la iglesia.[7]

Ésta fue probablemente la última vez que se reunieron antes que él partiera para Bagdad. Durante estas visitas a Dublín había tenido lugar un gran cambio en su mente acerca de la necesidad de una educación universitaria y de una ordenación ministerial para la obra del ministerio. Abandonó su vinculación con la Facultad, consideró que sus preparativos y visitas a Dublín eran una pérdida de tiempo, y recomendó a todos los misioneros que salían al extranjero que se evitasen los dictados de las frías formalidades de un comité. El Sr. Groves y su grupo se embarcaron en Gravesend rumbo a Bagdad el 12 de junio de 1829, y arribaron allí tras un azaroso viaje el 6 de diciembre.

Aunque consideramos que la abnegada devoción del Sr. Groves para la extensión del cristianismo entre los paganos bien merece un tratamiento extenso en todas las historias de la iglesia —y ninguna pluma podría escribir de manera adecuada acerca de lo determinado de su propósito— éste sin embargo no es nuestro objeto en esta obra. En varios apresurados e inexactos bosquejos acerca del origen de los Hermanos que han sido objeto de nuestra atención, se ha mencionado al Sr. Groves como el que sugirió por primera vez la idea de reunirse para partir el pan sin la presencia de un ministro. A partir de esta equivocación algunos lo han designado como el «fundador» de los Hermanos, y algunos como el «padre» de los mismos, pero esta conclusión no está en absoluto respaldada por los hechos. Es bien posible que algunos de los primeros Hermanos haya recibido provecho de la relación que él tuvo con ellos, especialmente por lo que respecta a la Iglesia Establecida oficial y a la ordenación; pero ellos habían estado reuniéndose para el culto y la comunión antes que el Sr. Groves los conociera, y estamos plenamente seguros de que él nunca tuvo una verdadera simpatía con el curso de conducta que habían adoptado.

Volvemos ahora a seguir brevemente, aunque con escasos materiales, la extensión de estas verdades.



Notas

1. Me parece que en realidad el primer opúsculo fue uno escrito en 1827, titulado: «Consideraciones dirigidas al Arzobispo de Dublín y al Clero que firmaron la petición a la Cámara de los Comunes pidiendo protección». Éste fue enviado de manera privada al Arzobispo y al Clero, «habiendo sido escrito un cierto tiempo antes de ser imprimido, y retenido, por intranquilidad acerca de lo justo de tomar este paso». Véase Collected Writings of J. N. Darby, vol. 1, pág. 1. Volver al texto

2. Creo que más adelante el Sr. Darby hubiera escrito «la Iglesia de Dios», porque no encontramos la expresión «Iglesia de Cristo» en las Escrituras. Volver al texto

3. Véase una reimpresión del original en Collected Writings of J. N. Darby, vol. 1, segundo artículo. Volver al texto

4. En escritos posteriores creo que el Sr. Darby hubiera escrito «miembros de Su cuerpo», en lugar de sus miembros (esto es, refiriéndose a ellos como miembros de la iglesia). Volver al texto

5. Things New and Old, vol. 18, pág. 426. Volver al texto

6. Memoirs of A. N. Groves, pág. 23. Volver al texto

7. Véase este tema considerado en la obra Church History [Historia de la Iglesia] de este mismo autor, vol. 1, pág. 22. Volver al texto


||||||||||    IR AL SIGUIENTE CAPÍTULO     ||||||||||

||||||||||    IR A LA PÁGINA PRINCIPAL     ||||||||||



© SEDIN 2001


Traducción: © Copyright Santiago Escuain 2001 por la traducción.© Copyright SEDIN 2001 para la presentación electrónica. Este texto se puede reproducir libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.

SEDIN
Servicio Evangélico - Documentación - Información
Apartado 2002
08200 SABADELL
(Barcelona) ESPAÑA

Índice:

Índice de boletines

Índice de línea sobre línea

Página principal

Índice general castellano

Libros recomendados

   
orígenes

   
vida cristiana

   
bibliografía general

Coordinadora Creacionista

Museo de Máquinas Moleculares

Temas de actualidad

Documentos en PDF
(clasificados por temas)



Para descargar el
libro entero en
formato PDF,
haga clic aquí.


Senyera catalana
Union Jack
drapeau
Flagge

 

|||  Índice: |||  Índice de boletines  |||  Página principal  |||  Índice general castellano  |||
|||  
General English Index  |||  Coordinadora Creacionista  |||  Museo de Máquinas Moleculares  |||
|||  Libros recomendados  |||  
orígenes  |||  vida cristiana  |||  bibliografía general  |||
|||  
Temas de actualidad  |||  Documentos en PDF (clasificados por temas)  |||


Senyera catalana     Union Jack     drapeau     Flagge