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«LOS HERMANOS»
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EL MILENIO
Aquí será bueno detenerse un momento y observar el
orden en que tendrán lugar los importantes acontecimientos del
período milenario. Hemos visto a los santos arrebatados para
reunirse con el Señor según Su promesa en Juan 14.
Ellos pasan al cielo, y, ya dispuestas todas las cosas, tienen lugar
las bodas del Cordero según la visión del
apóstol Juan (Ap. 19). «Han llegado las bodas del
Cordero, y su esposa se ha preparado.» Él se presenta a
Sí mismo una iglesia gloriosa, santa y sin mancha.
¡Qué día será éste! ¡Qué
día incluso para el cielo, de siempre acostumbrado a la
gloria! Pero esta será una nueva gloria, ¡la gloria
nupcial del Cordero! Así como la novia participa de la
dignidad de su novio, y la esposa de su esposo, ¡así la
iglesia participará de la posición de Cristo en aquel
día de gloria maravillosa, trascendente!
Terminada la escena de las bodas y de la cena de esponsales, el
bendito Señor, o el postrer Adán con su amada Eva, los
santos glorificados, y las huestes angélicas, se preparan para
Su manifestación en gloria y para la toma de posesión
de la tierra. Pero durante el intervalo entre la «venida» y
la «manifestación», el amor de Dios ha estado activo
reuniendo a los Suyos, y la tierra ha estado madurando para el
juicio. Cuando la verdadera iglesia haya abandonado la escena del
testimonio, y la parte meramente nominal haya sido rechazada para
siempre, el Espíritu de Dios comienza a obrar en el remanente
judío; y ellos, como misioneros de un nuevo testimonio,
predican «el evangelio eterno» a los moradores de la
tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo. El juicio de
las naciones vivas en Mateo 25 distingue en cuanto a los resultados
de esta misión. Y Apocalipsis 7 nos muestra a las multitudes
salvadas de judíos y gentiles por medio del «evangelio
eterno», como ha sido predicado por los «hermanos»
judíos del bendito Señor. Pero en tanto que el amor de
Dios está activo en estos términos, Satanás
está ejerciendo todo su poder, y suscitando todas sus fuerzas,
para corromper toda la tierra, y para disputar su posesión con
el Ungido del Señor. Pero ha llegado la hora de su juicio.
«Entonces vi el cielo abierto;» dice el apóstol,
«y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se
llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea» (Ap.
19:11). El Señor viene; está de camino. El cielo se
abre, pero Él no viene solo: los ejércitos celestiales
le seguían. «Viene en llama de fuego, para dar
retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al
evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 Ts. 1:8).
«Herirá la tierra con la vara de su boca, y con el
espíritu de sus labios matará al impío»
(Is. 11:4). La cristiandad apóstata, y los judíos que
habrán regresado a su propia tierra en incredulidad y que
habrán concertado una alianza con el Anticristo, serán
los especiales objetos de este juicio, pero un remanente de Israel se
salvará. Los lugares celestiales serán librados de
Satanás y sus ángeles; la tierra será limpiada
de sus malvados reyes; la bestia y el falso profeta serán
echados al lago de fuego, y Satanás quedará encadenado
en el abismo; toda la escena quedará así limpia
mediante juicios, y la victoria será completa, tras lo cual el
Señor tomará el reino. «Los reinos del mundo han
venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él
reinará por los siglos de los siglos» (Ap. 11:15). El
remanente perdonado de Israel y su descendencia, y el remanente de
los gentiles que sobrevivan a estos terribles juicios, junto con su
posteridad, constituirán la población de la tierra
durante el milenio, mientras que la iglesia reina con Cristo su
Cabeza y Esposo en gloria celestial. «Bienaventurado y santo el
que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte
no tiene potestad sobre éstos, sino que serán
sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil
años» (cp. Ap. 20:4_6).
Nunca podremos sentirnos suficientemente agradecidos al
Señor por avivar por Su Espíritu la bendita verdad de
la venida del Señor, y por darle, en estos últimos
días, tanta preponderancia en la enseñanza de tantos de
Su pueblo. Si se pasa por alto esta verdad sólo se puede
comprender una porción muy pequeña de la Palabra de
Dios. En tal caso se pierde totalmente el sentido de la primera
resurrección, por ejemplo, y el reinado milenario de Cristo
con Sus santos glorificados, junto con otras verdades colaterales. En
tiempos anteriores era casi universal la creencia de que la venida de
Cristo tendría lugar al final, y no al comienzo del milenio.
Existía la idea, que todavía sigue extendida en muchos
sectores, de que el mundo, o los gentiles, serán convertidos
mediante el evangelio; que después de esto «todo Israel
será salvo». Luego intervendría un milenio
espiritual antes de la venida del Señor. Pero en todo esto se
pasa por alto el propósito de Dios tocante a la iglesia, que
es el llamamiento afuera de entre los judíos y
gentiles. Nunca podremos tener celo suficiente en la extensión
del evangelio, siendo que la comisión es: «Predicad el
evangelio a toda criatura». Pero cada conversión es una
adición a la iglesia, que será trasladada al cielo
antes del milenio.
Si fuese cierto lo que se dice a menudo, que «Cristo no
vendrá hasta después de mil años de
bendición sobre la tierra», ¿qué es lo que el
creyente tendría que esperar ahora? Necesariamente la muerte
al final de su carrera, y el cumplimiento de los acontecimientos
predichos mientras su cuerpo yace durmiendo en el sepulcro durante el
gran jubileo de la tierra. ¡Qué pobre esperanza para la
verdadera esposa, la amada novia del celestial Novio! Cierto, las
almas de los creyentes estarían con Cristo, pero sus cuerpos
estarían en la callada tumba mientras que toda la tierra
estaría regocijándose bajo Su llamado cetro espiritual.
Cada verdadero creyente debería rechazar esta teoría
como rotundamente opuesta a toda la Escritura. En lugar de esperar la
muerte y mil años interpuestos antes que su Señor
venga, está esperándole como la expectativa
sustentadora, consoladora y confortante de su vida diaria. El
verdadero efecto de la conversión —excepto cuando el
convertido es extraviado por una falsa enseñanza— es
esperar del cielo a su Salvador.
Cuando el Señor venga, como hemos visto, la iglesia va a su
encuentro en el aire. Ella es conducida a goces nupciales
celestiales, y a la eterna bienaventuranza de la casa del Padre.
Luego seguirán —una vez que el juicio haya limpiado la
escena— las pacíficas glorias del reino. Todo lo que han
cantado los salmistas y que han predicho los profetas acerca de la
bendición de la tierra durante aquel gozoso período se
cumplirá totalmente entonces. Excluidos Satanás y sus
huestes, los malvados ángeles, de los cielos y de las moradas
de los hombres, con Cristo reinando y con Sus santos resucitados
asociados con Él en el trono de Su gloria celestial y
terrenal, todo esto distinguirá de manera esencial el
período milenario de todas las dispensaciones anteriores.
Entonces llegará el día de alborozo y regocijo
universal de la creación en la presencia del Señor, tan
constantemente anunciado en el Antiguo Testamento.
«Jehová reina; regocíjese la tierra,
alégrense las muchas costas. ... Los montes se derritieron
como cera delante de Jehová, delante del Señor de toda
la tierra. ... Los ríos batan las manos, los montes todos
hagan regocijo delante de Jehová, porque vino a juzgar la
tierra. Juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con
rectitud» (Salmos 97 y 98).
Hermosas más allá de toda
descripción son las santas notas de gozo triunfante que brotan
de labios de videntes del Antiguo Testamento en anticipación
de este día de alegría. Toda la naturaleza es llamada a
unirse al gran coro de gozo universal. Se alegrarán el
páramo y la soledad, y el desierto se regocijará y
florecerá como la rosa; la tierra seca se convertirá en
estanque de aguas y el suelo sediento en manantial. Los montes
destilarán mosto y los collados manarán con leche y
miel. Las fieras del campo —curadas de su ferocidad— se
volverán gentiles e inofensivas como los corderos, y
cesarán las luchas y contiendas entre los hijos de los
hombres. Así Dios dará la vuelta a la historia del
hombre; Él sanará su dolor, aliviará su miseria;
lo coronará de salud, paz y plenitud, y extenderá gozo
por toda la creación restaurada, según Su
estimación de Su Hijo amado. En aquel día se
verá y reconocerá que la cruz del Señor
Jesús es el fundamento de la extensa escena de gloria y
bendición milenarias.[1] Col. 1:20; Is. 11;
Sal. 72.
«Los reyes ante Él se postrarán,
Y oro e incienso traerán;
Todas las naciones le adorarán,
Y su alabanza todos cantarán.»Extendido su dominio será,
Sobre río, mar y las costas llegará;
Tan lejos como el águila en su volar,
O vuelo de paloma pueda alcanzar.»
Nada puede ser más humillante para el hombre que lo que
encontramos al final del milenio. Dios mostrará entonces que
mil años de gloria manifiesta no convertirán el
corazón del hombre sin Su gracia salvadora. En el momento en
que Satanás sea de nuevo libre y ejerza su poder, la
porción no convertida de las naciones gentiles será
engañada por él. Él los congrega en
rebelión; pero fuego desciende de Dios del cielo y los consume
totalmente. Y esto nos lleva a la última y definitiva escena
en la historia del hombre —el juicio eterno. «Y vi»,
dice Juan, «un gran trono blanco y al que estaba sentado en
él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y
ningún lugar se encontró para ellos.» El lector no
tendrá ninguna dificultad en distinguir entre este
último juicio y el juicio de las naciones vivientes (Mt. 25).
Cuando el Señor venga al principio del milenio, la tierra,
como hemos visto, recibe una bendición universal bajo Su
reinado durante mil años. Pero esto no es lo que aparece
aquí. Lo que aquí tenemos es la resurrección y
el juicio de los malvados al final del milenio. La idea general de
que Cristo no dejará los cielos hasta el final del milenio,
cuando habrá una resurrección general y un juicio
general de los justos y de los malvados, carece de fundamento alguno
en la Escritura; y no sólo esto, sino que está
directamente opuesta a la naturaleza misma del cristianismo y a los
propósitos de Dios en Cristo Jesús.
Al comienzo del milenio, los santos resucitados son vistos en tronos,
asociados con Cristo. «Y vivieron y reinaron con Cristo mil
años» (Ap. 20:4). Éste fue el tiempo de su
recompensa pública por el servicio o por el sufrimiento con
Cristo durante Su ausencia. «Ha venido ... el tiempo de juzgar a
los muertos, y de dar el galardón a tus siervos los profetas,
a los santos, y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a
los grandes» (Ap. 11:18). Pero en el gran trono blanco se ve a
Cristo solo. Cuando se trataba de la cuestión del gobierno de
la tierra milenaria, los santos gobernaron con Él. Ahora se
trata de una cuestión de juicio eterno, y Él
actúa en solitario. Desnudos de toda falsa cubierta —sin
púrpuras ni mitras, sin báculos ni mantos de una mera
profesión de fe para encubrir su culpa ahora— cada uno es
visto en su verdadero carácter y con todos sus pecados;
ninguno ha sido borrado: todos han de encontrarse sobre ellos.
«Y el mar entregó los muertos que había en
él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que
había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus
obras.» Las profundidades, el mundo invisible, son forzados a
entregar sus miserables presos, para que oigan de boca de aquel que
fue rechazado, Jesús, su sentencia definitiva.
Todos están ahora reunidos, y el tiempo ya no es más.
Los cielos y la tierra creados huyen y desaparecen; nada se ve ahora
más que el gran trono blanco de cegador resplandor, y la
majestad gloriosa del Hijo del hombre.
La terrible sentencia, pronunciada en medio del augusto silencio de
aquella solemne escena, envía a los malvados a las
profundidades de una desventura sin esperanza. Pero la gloria y
hermosura del Salvador Jesús, a quien despreciaron en el
tiempo, y las miríadas de felices santos que le rodean, nunca
podrán ser olvidados. Así culminan la historia del
hombre y los eventos del tiempo. Comienza la eternidad —con los
malvados juzgados, los justos bendecidos, y vindicados para siempre
todos los caminos de Dios. «Por lo cual Dios también le
exaltó hasta lo sumo [al antes humillado Jesús], y le
dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de
Jesús se doble toda rodilla de los que están en los
cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese
que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre»
(Fil. 2:9-11). Esto ya cumplido, el amor crea nuevos cielos y nueva
tierra como futura morada de los redimidos; y Dios desciende para
habitar en medio de ellos. «He aquí el tabernáculo
de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos
serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su
Dios» (cp. Ap. 21:1-7).
Las páginas que anteceden fueron escritas, creemos,
alrededor de 1890, hace más de ciento diez años; es con
sonrojo y tristeza que contemplamos todos estos años: el
espíritu mundano, la contienda y las divisiones se han
introducido entre los llamados «Hermanos» durante este
tiempo, de modo que sólo podemos tomar nuestro puesto junto a
Daniel, y con él orar y hacer nuestra confesión. Hemos
pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impíamente ...
No hemos obedecido a tus siervos los profetas ... Tuya es,
Señor, la justicia, ... Oh Jehová, nuestra es la
confusión de rostro, ... y de nuestros padres; porque contra
ti pecamos. De Jehová nuestro Dios es el tener misericordia y
el perdonar, aunque contra él nos hemos rebelado ... Ahora
pues, Dios nuestro, oye la oración de tu siervo, y sus ruegos;
y haz que tu rostro resplandezca sobre tu pueblo, por amor del
Señor. ... porque no elevamos nuestros ruegos ante ti
confiados en nuestras justicias, sino en tus muchas misericordias.
Oye, Señor; oh Señor, perdona; presta oído,
Señor, y hazlo; no tardes, por amor de ti mismo, Dios
mío; porque tu nombre es invocado ... sobre tu pueblo (cp.
Dan. 9:5-19).
Una última palabra de exhortación al lector de parte
del autor de esta obra: lo que el pueblo de Dios más debe
vigilar y orar en contra es respecto al mundo. Es difícil, lo
sabemos, mantener un caminar constante en el camino de rechazamiento
fuera del mundo, pero es la única senda coherente para los
santos de Dios. «No son del mundo, como tampoco yo soy del
mundo» (Jn. 17:16). La muerte, resurrección y
ascensión separan a Cristo del mundo; ésta es la medida
del creyente y la responsabilidad también del creyente. Y es
esto lo que tenemos tendencia a olvidar, y a perder de vista en los
innumerables detalles de la vida cotidiana. Pero el creyente es uno
con Cristo, unido a Él en gloria celestial, aunque
todavía aquí abajo, y debería ser diligente y
estar atento a todos sus deberes por amor al Señor. Pero vivir
así aquí abajo mientras abrigamos el espíritu de
nuestra ciudadanía celestial demanda velar y orar en
comunión con el Señor. La prueba y la dificultad
tendrán lugar en el mantenimiento del puesto de
separación y rechazo que el bendito Señor les
señala de manera tan llana en Su oración a Su Padre.
Pero si Él les da el puesto de rechazo en la tierra, a la vez
les da Su propio puesto de aceptación en el cielo. Cuando
gozamos de esto último, no es difícil aceptar lo
primero.
Tras haber hablado llanamente, podemos retirarnos al santuario, y
orar por todos los que aman al Señor, sea cuál sea el
nombre por el que sean designados. Sentimos que debemos decir:
Estad unidos; abundad en oración, en oración unida,
y en la plena confianza del amor fraternal. Sólo
querríamos añadir —y de todo corazón—
en el lenguaje de ruego ferviente del apóstol:
«Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de
Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo,
santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os
conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la
renovación de vuestro entendimiento, para que
comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios,
agradable y perfecta.»
—Romanos 12:1, 2.
1. Plain Papers on Prophetic Subjects [Artículos sobre temas proféticos], por W. Trotter, pág. 481, antigua ed. Véase también Ocho lecturas sobre la profecía, por Trotter y Smith. Volver al texto
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