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«LOS HERMANOS»
(Según su designación común)
Su Origen, Desarrollo y Testimonio

UN BREVE BOSQUEJO

Andrew Miller


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CAPÍTULO 8

LA IGLESIA DE DIOS

Según el antiguo principio del catolicismo, era la iglesia lo que hacía al cristiano. No había perdón de pecados ni salvación para el alma fuera de su comunión. No importa cuán genuina fuese la fe y piedad de alguien, si no pertenecía a la santa iglesia católica y gozaba del beneficio de sus sacramentos, era imposible la salvación. En base del principio protestante, los cristianos constituyen la iglesia. Un resultado de la Reforma en el siglo dieciséis fue la transferencia de poder de la iglesia al individuo. La idea de la iglesia como única dispensadora de la bendición fue rechazada; y cada persona fue llamada a leer la Biblia por sí misma, a examinar por sí mismo, a creer por sí mismo, por cuanto tenía que responder por sí mismo. Este fue el pensamiento acabado de surgir de la Reforma: la bendición individual en primer lugar; la formación de la iglesia después.

Hasta aquí, los Reformadores estaban en lo cierto. Pero olvidaron examinar la Escritura acerca de cómo estaba formada la iglesia. La verdadera idea de la iglesia de Dios como cuerpo de Cristo, vitalmente unida a Él por el Espíritu Santo enviado del cielo fue totalmente pasada por alto, aunque está abundantemente enseñada en las epístolas. Al perderse así de vista el propio puesto y obra del Señor en la asamblea por el Espíritu Santo, los hombres comenzaron a unirse y a constituir llamadas iglesias según sus propios pensamientos. Una gran variedad de iglesias o sociedades religiosas brotó rápidamente en muchas partes de la Cristiandad; pero cada país tenía su propio concepto acerca de cómo se debía constituir y regir la iglesia; unos creían que el poder eclesiástico debía quedar en manos del magistrado civil; otros creían que la iglesia debía retener este poder en su interior; y esta diferencia de opinión tuvo como resultado los innumerables cuerpos nacionales y no conformistas que vemos en todas partes a nuestro alrededor. Gracias a Dios, se insistió en la fe individual como el gran principio de salvación para el alma; y las almas humanas fueron salvas, y con ello Dios fue glorificado; pero quedando esto asegurado, los hombres podían unirse para constituir iglesias según sus propios pensamientos. La gran Sardis fue el resultado de ello; y de esta iglesia dice el Señor: «Yo conozco tus obras, que tienes nombre que vives, y estás muerto». Ésta es la condición de lo que se conoce como Protestantismo, después de los días de los primeros Reformadores. Un gran nombre de vivir — una sublime profesión y apariencia de cristianismo, pero sin poder vital.

Nada es más manifiesto para el estudioso de la historia de la iglesia con su Nuevo Testamento delante de él que estas penosas realidades; y nada nos parece más llano ni más extensamente enseñado en las epístolas que la doctrina de la iglesia. Por ejemplo, leemos en Efesios 4, «Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu» (v. 4, RVR77, RVA, NVI); pero según el Protestantismo deberíamos leer: «Hay muchos cuerpos y un espíritu». Pero sólo puede haber uno de constitución divina. También leemos: «procurando con diligencia guardar la unidad del Espíritu» (v. 3).

Esto significa llanamente la unidad constituida por el Espíritu —siendo el Espíritu Santo el poder conformador de la iglesia que es el cuerpo de Cristo. Los cristianos son las unidades que el Espíritu Santo confirma en una unidad perfecta. Esto nosotros debemos con toda diligencia procurar «guardar», mantener, exhibir, llevar a cabo en la práctica; y no inventar alguna nueva organización, alguna nueva compañía de cristianos, como ha sido el caso siempre desde la Reforma. «Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu» (1 Co. 12:12, 13).

Después de lo que ha sido citado del primer opúsculo del Sr. Darby, The Nature and Unity of the Church [La naturaleza y unidad de la iglesia], será innecesario abundar acerca de esta cuestión bajo este encabezamiento. Además, esta verdad, con la del Espíritu Santo que se identifica con el creyente y la iglesia desde el día de Pentecostés, está firmemente entretejida en la totalidad de este «breve bosquejo». Con todo, unos pocos pasajes de la Palabra de Dios pueden ser de utilidad para aquellos que deseen hacer Su voluntad.

En primer lugar observaríamos aquel que afecta más profundamente al corazón: «Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Ef. 5:25-27). Esta revelación del amor del Salvador debería hacernos sentir a todos la indecible importancia de aquello que recibe el nombre de iglesia, y de cumplir toda la mente del bendito Señor hacia la misma en nuestros caminos prácticos. Ella es el objeto especial de Su afecto, de Su cuidado. Ha sido redimida a costa de Su sangre, de Su vida, de Él mismo. Y, antes de mucho, Él se la presentará a Sí mismo como una iglesia gloriosa sin lo más mínimo que sea indigno de Su gloria, o que pudiera ofender la mirada o causar dolor al corazón del Esposo celestial. ¡Qué privilegio formar parte de aquella «iglesia gloriosa» entonces, y qué bendición actuar como miembro de este «un cuerpo» ahora!

Cristo mismo es el primero en anunciar el comienzo de la iglesia. «Sobre esta roca edificaré mi iglesia» (Mt. 16:18). La edificación no había comenzado todavía. Cristo, reconocido como el Hijo del Dios viviente, iba a constituir el fundamento de esta nueva obra, y la declaración de que «las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» muestra con llaneza que iba a ser edificada sobre la tierra, no en el cielo, y en medio de las tempestades y persecuciones que la asaltarían a causa de la astucia y del poder del enemigo.

El siguiente pensamiento que tenemos acerca de la iglesia es su unidad. Según la involuntaria profecía de Caifás, Jesús iba a morir por la nación judía; «y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn. 11:50-52). Ya había hijos de Dios, pero estaban dispersos, aislados; como piedras preparadas y listas para edificar, pero no unidas aún. Por la muerte de Cristo se llevó a cabo la gran obra sobre la que se fundamentan las esperanzas futuras de Israel y la reunión actual en uno de los hijos de Dios que estaban dispersos —la iglesia que es el cuerpo de Cristo.

Esto tuvo lugar por medio del poder del Espíritu Santo descendido del cielo en el día de Pentecostés. El hecho de su existencia se declara en Hechos 2: «Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos.» Así el Señor añadió el remanente salvo de Israel a la asamblea cristiana. La unión y unidad de los salvos se cumplieron como un hecho por la presencia del Espíritu Santo descendido del cielo. Ellos formaron un cuerpo sobre la tierra, un cuerpo visible, reconocido por Dios, al que todos los que Él llamaba al conocimiento de Jesús eran unidos por el Espíritu Santo que habitaba en ellos.

Luego podemos observar un notable desarrollo en relación con la conversión de Saulo de Tarso, un nuevo instrumento de la gracia soberana de Dios (Hch. 9). Saulo nunca conoció personalmente a Cristo en Su vida aquí en la tierra; ahora le ve por primera vez en gloria celestial. Esta fue una nueva revelación del Hijo. ¡Una verdad sumamente bendita y llena de verdad en gracia para el corazón! Aunque era el Señor de la gloria, se presenta como Jesús: «Mas yendo por el camino, aconteció que al llegar cerca de Damasco, repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? El dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues.»

Nada podría ser más claro que esto por lo que respecta a la unión del Señor en la gloria con los miembros de Su cuerpo sobre la tierra. Los santos son Él mismo —Su cuerpo. Pero, ¿quién puede hablar de las innumerables bendiciones que brotan para el creyente, para la iglesia, mediante esta unión? ¡Uno con Cristo! ¡Qué verdad tan maravillosa, tan preciosa! Uno con Cristo como el Hombre exaltado en la gloria; uno con Él en posición, en privilegio, en el amor del Padre, en gloria sin fin. ¡Y qué gran luz arroja esta verdad sobre los detalles de la salvación! ¿Qué hay ahora del perdón? La fe responde: Soy uno con Cristo; mis pecados están tan alejados de mí como de Él. ¿Qué hay ahora de la justificación? Soy uno con Cristo, justo como Él lo es. ¿Qué hay de la aceptación? Soy aceptado en el Amado. ¿Qué de la vida eterna? Soy uno con Cristo; no hay una vida diferente en la cabeza de la que hay en la mano. ¿Qué de la gloria? Uno con Él en la misma gloria para siempre jamás.

Pero algunos preguntarán: «¿No hay peligro de caer de esta posición?» Hay un constante peligro de perder el justo aprecio de la misma y el goce de la misma, pero no de perder la cosa misma. Esta unión nunca puede romperse. El que es unido al Señor, un espíritu es con él. El Espíritu Santo, que une al creyente en la tierra con Cristo en el cielo, nunca puede fracasar. Pero hay mucho menos fracaso por parte de aquellos que viven en el poder de esta verdad que con aquellos que están en la esclavitud del legalismo, y acosados por dudas y temores. Con la mente en perfecto reposo, goza más de Cristo y se cuida menos del mundo y de las cosas del tiempo. La gracia es nuestro único poder para andar, como dice Pablo a Timoteo: «Tú, pues, hijo mío, esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús» (2 Ti. 2:1).

El funcionamiento práctico de la Asamblea

Como ya se ha observado la enseñanza de las epístolas acerca de la doctrina de la iglesia, especialmente en 1 Corintios 12 y Efesios 4, podemos pasar al funcionamiento práctico de la asamblea. En Mateo 18 el bendito Señor nos da una indicación de ello mismo, asignando a ello la autoridad del cielo mismo, aunque sólo dos o tres constituyan la asamblea. Sea para disciplina o para presentar petición a Dios, el Señor establece este gran principio, de que «donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (v. 20). Así reunidos, es una reunión de asamblea. Nada podría ser más sencillo, más alentador, más bendito: Cristo el centro, el Espíritu Santo como poder de reunión a este centro, con estas palabras de indecible seguridad para el corazón: «Allí estoy yo» (la mejor traducción es: «reunidos a mi nombre»).

A los ojos de un mero espectador, la reunión puede parecer algo muy pobre. Sólo unos pocos cristianos reunidos, puede que en un local muy humilde, sin una apariencia de grandes dones entre ellos; pero para la fe no ha sido una pobre reunión, ni nunca puede serlo. El Señor ha estado allí; ¿y podríamos calificar de pobre una reunión en la que está el bendito y adorable Señor?

Al mismo tiempo, admitimos que, para aquellos que están acostumbrados a todo el estilo y la grandeza de las reuniones populares, la apariencia puede haber sido muy pobre. Pero para los que conocen la feliz libertad, el gozo celestial, la peculiar bendición, de reunirse sencillamente al nombre del Señor, los arreglos humanos más perfectos serían totalmente intolerables. Se tiene que experimentar la diferencia entre las dos reuniones para ser conocida y apreciada; el lenguaje no puede describirla.

Pero algunos dirán que se reúnen en el nombre de Jesús, y que el evangelio se predica fielmente, y que entre ellos hay muchas personas fervientes. Y puede que así sea; pero la buena predicación y personas excelentes no constituyen a la reunión en iglesia. Ninguna comunidad de santos, si no están reunidos en obediencia a la Palabra de Dios y sujetos al Señor Jesús mediante la energía del Espíritu Santo, está realmente sobre terreno divino. La cuestión es: ¿estamos sobre el fundamento de la Palabra de Dios? ¿No tenemos ningún otro centro, ningún otro nombre alrededor del que nos reunimos, más que el nombre de nuestro ausente Señor; ningún poder de unión y gobierno más que el Espíritu Santo, y ninguna regla de acción más que la veraz Palabra de Dios? En el momento en que comencemos a reunir personas —aunque se trate de cristianos verdaderos— alrededor de una persona particular, o hacia algún punto de vista o sistema, estamos sólo constituyendo un grupo sectario. Pero los que se mantienen adheridos a Cristo como el centro de la unidad del Espíritu no forman una secta, y nunca pueden serlo en tanto que abracen en principio a cada uno de los que pertenecen a Cristo sobre la faz del mundo entero.

El partimiento del pan —observado el primer día de la semana (Hch. 20:7)— es la más alta expresión de la unidad de la iglesia. «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan» (1 Co. 19:16, 17).[1]

Profecía

Desde el avivamiento de la verdad profética en la primera parte del siglo diecinueve el estudio de la profecía ha hecho algún progreso, aunque en el caso de algunos no ha llegado a ser tema de interés general. Grandes secciones de la iglesia profesante siguen rechazándolo como especulativo y no provechoso. Esta es una situación profundamente deplorable, aunque no sorprendente. Han surgido diversas escuelas de interpretación profética que han tratado de publicar sus puntos de vista, pero muchas de ellas carecen de lo necesario para darles consistencia y para hacerlas interesantes y provechosas para una mente espiritual. Cristo no es el centro de sus sistemas como lo es siempre del de Dios —el centro en el que todas las cosas han de ser reunidas en los cielos y en la tierra. Al no contemplar la mente de Dios respecto al juicio de las naciones, la restauración de Israel y el establecimiento del reino de Cristo sobre la tierra en poder y gloria, no saben qué hacer con las Escrituras proféticas. Muchos se han refugiado en el principio de interpretar la profecía mediante la historia, alegando que sólo se puede comprender cuando está cumplida. Tomemos un ejemplo de esta escuela y sometámoslo al juicio de la palabra de Dios.

«Los diez cuernos. ¿Cuál es la historia providencial de estos cuernos, según es generalmente aplicada por los comentaristas? Azotes que han persistido durante ciento cincuenta años, desde el primero hasta el último, operando el derrumbamiento del Imperio Romano, antes existente, y estableciéndose ellos como conquistadores en todo su territorio occidental. Tomemos el relato profético. Surge una bestia del mar con diez cuernos, todos crecidos, después de lo cual surge un cuerno pequeño; y la bestia, junto con sus cuernos, son objetos de los juicios de Dios, no sus ejecutores. Esto es profecía; aquello fue providencia.»[2]

Este modo de interpretación, como se verá, aparta la mente de Cristo para emprender un rastreo de personas y acontecimientos en la historia que de alguna manera se correspondan con los rasgos de la profecía. Pero si es necesario para los cristianos estudiar las historias de Roma y de otras naciones para poder comprender la profecía, ¡cuán pocos entre ellos tienen los medios para hacerlo! Desde luego que este principio se condena a sí mismo como no de Dios. No dudamos de que muchas profecías han tenido un cumplimiento parcial, que no completo, en la providencia de Dios. «Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, ... sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo». (2 P. 1:20, 21). «El sentido es que ninguna profecía de la escritura tiene una interpretación aislada y propia. Limitemos una profecía al acontecimiento particular que se supone que sea designado por esta escritura, y lo hacemos de interpretación privada. Por ejemplo, si se contempla la profecía de la caída de Babilonia en Isaías 13, 14 como el único sentido de esta escritura, se hace que esta profecía sea de interpretación privada. ¿Cómo? Porque se hace que el acontecimiento cubra la profecía —se interpreta la profecía por el acontecimiento. Pero esto es precisamente lo que según la Escritura la profecía no debe ser; y es para advertir al lector de este error que el apóstol escribe aquí como lo hace. La verdad, al contrario, es que toda profecía tiene como objeto el establecimiento del reino de Cristo; y si se apartan las líneas de la profecía del gran punto focal al que convergen todas, uno destruye la relación final de estas líneas proféticas con el centro. Toda la profecía se proyecta hacia el reino de Cristo, porque procede del Espíritu Santo.»[3]

En relación con esto mismo, el apóstol se refiere de una manera notable, y con referencia a la profecía, a la esplendorosa escena en «el monte santo». «Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones» (2 P. 1:19). Tenemos en dicha escena una prefiguración muy bendita de la venida y reino del Señor Jesús, según lo que los profetas habían presentado a la esperanza del pueblo de Dios —una hermosa ilustración de la gloria y bendición milenaria, que confirma como con un sello divino su certidumbre, aunque no había llegado todavía el tiempo para su manifestación. Los santos muertos son representados como resucitados en Moisés; los vivos transformados —que no han pasado por la muerte— son vistos en la persona de Elías; además, había santos en sus cuerpos naturales representados por Pedro, Jacobo y Juan; y allí estaba el bendito Señor, el Cabeza y Centro de toda la gloria, conversando de manera familiar acerca de la partida (Su muerte) que iba a ser cumplida en Jerusalén.

Se debe prestar mucha atención a la palabra profética, como a una luz que resplandece en un lugar oscuro, hasta que el día amanezca; pero el cristiano tiene algo mejor que la antorcha de la profecía. Pertenece a Cristo, que habita en su corazón por la fe, como la estrella resplandeciente de la mañana —el apropiado objeto de todas sus expectativas hasta que Él venga.

Las tres esferas de la gloria de Cristo

En 1 Corintios 10:32 el apóstol nos provee de una clasificación de la humanidad que nos ayuda en gran manera no sólo a comprender la profecía sino también toda la Palabra de Dios. «No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios». Aquí tenemos las tres grandes esferas en las que se manifiesta la gloria de Cristo. Por lo que respecta a la condición del hombre ante Dios con referencia a la eternidad, hay sólo dos clases: los salvos y los perdidos —aquellos que han sido realmente nacidos de nuevo, y los que siguen en las tinieblas de la naturaleza y de la incredulidad. Pero por lo que se refiere al gobierno del mundo por parte de Dios, hay tres clases: judíos, gentiles y la iglesia; y nadie puede trazar rectamente la Palabra de verdad si pasa por alto esta división. El seguimiento en la Escritura del propósito de Dios acerca de estas tres clases es la forma más segura de dilucidar el orden de las dispensaciones de Dios, y la armonía de todas las porciones de las Sagradas Escrituras entre sí. Por el presente sólo podremos referirnos a unos pocos pasajes de la Escritura por vía de introducción del lector a este triple propósito de Dios.

1. «Los judíos.» En Génesis 12:1-3, «Jehová había dicho a Abram: ... haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra». Tenemos un desarrollo adicional de este propósito en el capítulo 13: «Y Jehová dijo a Abram, después que Lot se apartó de él: Alza ahora tus ojos, y mira desde el lugar donde estás hacia el norte y el sur, y al oriente y al occidente. Porque toda la tierra que ves, la daré a ti y a tu descendencia para siempre. (vv. 14, 15). En el capítulo 15 se definen los límites de la tierra. En Deuteronomio 28 tenemos la promesa de bendición para ellos en caso de obediencia, y las maldiciones amenazadas en caso de desobediencia. Pero, ¡ay!, este pueblo tan favorecido demostró ser una raza desobediente y dura de cerviz. «Dios ejercitó una enorme longanimidad para con ellos, pero, cuando hubieron rechazado y apedreado a los profetas, Sus siervos, que Él les había enviado, envió a Su Hijo, el heredero de todas las cosas; a Él lo crucificaron y dieron muerte, y así llenaron la medida de sus iniquidades y sellaron su condenación. Por esto, llegó a ellos la ira hasta el extremo; su ciudad y templo fueron destruidos; el país de ellos fue dado al saqueo, y su población entregada a la espada o llevada a la cautividad; durante casi dos mil años han sido un monumento al desagrado de Dios contra el pecado, sufriendo los severos males anunciados a causa del pecado.»[4]

2. «Los gentiles.» Desde el tiempo en que Abraham fue llamado a ser el padre del pueblo propio de Dios, Dios no trató directamente con ninguna nación sobre la tierra excepto los judíos. Hasta la época de Nabucodonosor, el trono y la presencia de Dios estuvieron en medio de Israel. Desde el tiempo en que los judíos fueron llevados cautivos a Babilonia, «Dios dejó de ejercer Su poder soberano en la tierra de manera directa, y éste fue confiado al hombre, de entre los que no eran Su pueblo, en la persona de Nabucodonosor. Este fue un cambio de la mayor importancia por lo que respecta al doble tema del gobierno del mundo y al juicio de Su pueblo por parte de Dios. Ambas cosas abrieron el camino a los grandes objetos de la profecía desarrollados al final —la restauración, mediante tribulación, de un pueblo rebelde, y el juicio de una cabeza del poder infiel y apóstata de los gentiles».

Tenemos un relato de este gran cambio en el profeta Daniel (capítulo 2): «Tú, oh rey, eres rey de reyes; porque el Dios del cielo te ha dado reino, poder, fuerza y majestad. Y dondequiera que habitan hijos de hombres, bestias del campo y aves del cielo, él los ha entregado en tu mano, y te ha dado el dominio sobre todo; tú eres aquella cabeza de oro» (vv. 37, 38). Los tiempos de los gentiles comienzan aquí. El poder que fue así investido en el rey de Babilonia descendió a los medos y persas; de ahí pasó a manos de los griegos, y luego a los romanos, el último reino representado en la imagen. El Imperio Romano, aunque después fue disgregado en varios reinos separados, siguió su nombre en estos reinos, y proseguirá hasta la venida del Señor. Es por este poder que los judíos han sido tan terriblemente asolados y oprimidos. Al final de su cautividad de setenta años, una porción de los judíos regresaron a Jerusalén, pero como meros tributarios del rey de Persia; ya nunca tuvieron un gobierno legítimo independiente propio. Estaban bajo el yugo romano cuando Cristo apareció entre ellos, y no pudieron siquiera dar muerte a su Mesías sin el consentimiento del gobernador romano y la intervención de soldados romanos. Por segunda vez los gentiles destruyeron su ciudad y templo, y el Salvador mismo declaró que Jerusalén sería hollada por los gentiles, hasta que se cumplieran los tiempos de los gentiles (Lc. 21:24).

Pero estos tiempos no durarán para siempre. Dios no ha desechado a Su pueblo al que primero conoció. Él cumplirá a su debido tiempo el pacto de gracia que hizo con Abraham el padre de ellos. Ellos serán todavía una gran nación y cabeza de todas las otras naciones —el centro del que fluirá la bendición a todas las naciones de la tierra.[5]

Incluso en nuestros tiempos podemos ver el comienzo de la gracia restauradora de Dios para con Su pueblo, al darles mucho de su tierra y parte de su antigua ciudad; y esto nos hace anticipar mucho más anhelantes el completo cumplimiento de todas las promesas hechas a los padres.

3. «La iglesia de Dios.» La iglesia, como se verá, es algo totalmente distinto de judíos y gentiles. Cristo vino a los judíos —su propio pueblo, pero ellos no le recibieron. Fue despreciado y desechado de los hombres. Judíos y gentiles se unieron en llevar a cabo Su muerte. Por este acto de insuperable maldad quedó sellada la condenación de ambos. Pero Dios volvió todo esto en una ocasión para su más rica gracia soberana. El bendito Jesús, rechazado por los hombres, tras haber cumplido la gran obra de redención fue resucitado de entre los muertos, y se ha sentado a la diestra del Poder donde ahora espera hasta que Sus enemigos sean puestos por estrado de Sus pies. En tanto que esté sentado a la diestra de Dios, se ha de predicar a las naciones arrepentimiento y remisión de pecados por Su nombre. Todo aquel que de las naciones reciba este mensaje —todo aquel que crea en el evangelio— es perdonado, salvado y queda asociado con el Rechazado de la tierra y Glorificado en el cielo. A los ojos de Dios, en el momento en que un judío recibe este mensaje de misericordia, deja de ser contado como judío; y en el momento en que un gentil lo recibe, deja de ser considerado gentil. Este es un punto de enorme importancia para los caminos y tratos dispensacionales de Dios. El judío, cuando cree en Cristo, muere a todas sus responsabilidades y privilegios como judío, y a todas sus queridas esperanzas de una heredad en la tierra. El gentil muere a toda participación en el poder terrenal que, por un tiempo, está en manos gentiles.

Entonces, los que creen, ¿que son? Forman parte de la verdadera iglesia, y el mundo no tiene lugar para él. Son sencillamente extranjeros y peregrinos ahora en este mundo. Su hogar está en las alturas. Son llamados a compartir la humillación de su Señor en la tierra durante Su ausencia; y compartirán Su gloria cuando Él vuelva.

Otra verdad de gran importancia práctica se hace ahora muy clara; que la iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, no existió hasta después de la muerte, resurrección y glorificación de Cristo en el cielo, y el descenso del Espíritu Santo en el día de Pentecostés. No es cierto lo que muchos suponen, que «la iglesia de Dios se compone de todos los salvos desde el comienzo hasta el fin de los tiempos».[6]

Admitimos ya de entrada que los santos que componen la iglesia tienen mucho en común con los santos del Antiguo Testamento: el ser vivificados por el mismo Espíritu Santo, justificados mediante la misma preciosa sangre, preservados por la misma gracia omnipotente y destinados en resurrección a ser hechos conforme a la imagen del amado Hijo de Dios. Pero la maravillosa distinción de ser el cuerpo de Cristo, Su esposa, bautizados por el Espíritu Santo, y así uno con Él como el Hombre exaltado en la gloria, todo esto son bendiciones peculiares de la iglesia. En contraste con la idea de que la iglesia se componga de todos los creyentes desde el comienzo hasta el fin de los tiempos, la Escritura la limita a la asamblea de verdaderos creyentes desde el día de Pentecostés —cuando fue constituida por el Espíritu Santo descendido del cielo— hasta el descenso del Señor Jesús en el aire, para recibirla a Sí mismo en la casa del Padre, con sus muchas moradas.

Fue gracias a la cruz que quedó derribada la pared intermedia de separación para que judíos y gentiles pudieran venir a formar un cuerpo. «Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos [judíos y gentiles] un solo y nuevo hombre [no una continuación ni una mejora de lo antiguo, sino UN SOLO Y NUEVO HOMBRE], haciendo la paz» (Ef. 2:14, 15).

La venida del Señor y el arrebatamiento
de los santos

Nos mueve a una sincera gratitud que la verdad de Dios acerca de la venida del Señor y del arrebatamiento de los santos haya sido muy extensamente recibida estos últimos años. Los muchos opúsculos puestos en circulación acerca de esta cuestión y la abrumadora cantidad de Biblias puestas también en circulación han obrado, con la bendición de Dios, un considerable cambio en las mentes de muchos cristianos. La antigua y común objeción a esta verdad, que «la muerte de cada persona es virtualmente la venida del Señor a él», ha sido abandonada por muchos estudiosos de la Escritura. Pero como hay muchos a los que todavía se les presenta dicha objeción, observaremos algunas claras Escrituras acerca de esta cuestión. La dificultad radica en la selección, con el limitado espacio de que disponemos. Con excepción de Gálatas y Efesios, cada libro del Nuevo Testamento presenta de manera específica y clara la venida del Señor como la esperanza conocida y constante del cristiano. Los gálatas habían caído de la gracia, y el apóstol tuvo que laborar otra vez con ellos como de parto en cuanto a la justificación por la fe. En Efesios, la iglesia es vista como ya sentada en lugares celestiales en Cristo. Los demás libros o bien enseñan la venida de Cristo para Sus santos, o Su manifestación en gloria con ellos para juzgar el mundo. Lo que caracteriza al cristiano es la esperanza de la venida de Cristo, la espera del Hijo de Dios desde el cielo. Entra en cada estado, pensamiento, sentimiento y motivo de la vida cristiana, y es también el gran poder impulsor de la evangelización.

Pero volvamos a nuestro argumento.

No hay ningún caso en el Nuevo Testamento en el que se haga referencia a la muerte como venida del Señor. Los dos acontecimientos son mencionados más bien como cosas contrastadas que idénticas. Cuando morimos, nuestros espíritus, separados del cuerpo, van a Jesús —ausentes del cuerpo, presentes con el Señor (2 Co. 5:8). Mediante la muerte, el creyente es separado de sus compañeros cristianos en la tierra; cuando el Señor venga, todos los creyentes serán recogidos a Él en el cielo. Los muertos resucitarán en gloria, y los vivos serán transformados a Su semejanza, y todos serán arrebatados para reunirse con el Señor en el aire (1 Ts. 4:13-18).

Ahora nos volveremos a la primera Epístola de Pablo a los Tesalonicenses como la más conveniente para el propósito que nos ocupa. En el capítulo 4 tenemos una revelación especial, no sólo respecto a la venida del Señor y el arrebatamiento de los santos, sino también respecto al orden en que tendrán lugar estos acontecimientos. Nada puede ser más claro que el hecho de que la venida de Cristo es la doctrina central en ambas epístolas. Era una importante parte de la verdad a la que habían sido convertidos. La Persona de Cristo como el apropiado objeto de su esperanza estaba constantemente ante sus mentes, y el efecto de su conversión era la espera de Su regreso. «Porque ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo» (Cap. 1:9, 10). Su esperanza era la venida de Cristo; no se les había hablado de ningún acontecimiento que tuviera que interponerse antes de Su venida, y ellos estaban esperándolo en carácter de inminente. Es cosa bien cierta que estaban tan llenos de la venida del Salvador, que ni habían pensado que ninguno de ellos fuese a morir antes que Él viniese, de modo que se sintieron muy afligidos cuando algunos de sus hermanos murieron. No habían sido instruidos acerca de cómo los santos muertos podrían estar con el Señor cuando Él viniera, y compartir Su gloria. Esta era la gran aflicción de ellos. Debemos recordar que eran muy jóvenes en la fe, que hacía sólo unos pocos meses que se habían convertido, que el Nuevo Testamento no estaba entonces escrito, y que el apóstol no pudo permanecer con ellos a causa de la persecución. Pero el testimonio de estos cristianos es digno de nota. El mismo mundo hablaba del enorme cambio que había tenido lugar en estos gentiles, y daba su testimonio inconsciente del poder de la gracia en la conversión de ellos a Dios (cap. 1:8-10). Con todo, necesitaban instrucción adicional acerca de los que habían dormido en Jesús, y es acerca de este punto que el apóstol les da ahora la mente del Señor.

Se trata de una revelación de enorme importancia. Los teólogos actuales dicen, acerca de los que actualmente mantienen esta esperanza, que están obsesionados con este punto de vista particular; que necesariamente ha de haber unos eventos antes que el Señor venga. Pero no encontramos una sola palabra de la pluma del apóstol que modere o enfríe unas expectativas demasiado ardientes de estos jóvenes y fervientes creyentes, ni de que tuvieran que esperar una secuencia de acontecimientos que fuesen a preceder la venida del Señor. El apóstol se regocija acerca de sus amados tesalonicenses, y alimenta el celo de ellos con un valioso atisbo de la consumación de todas las esperanzas de ellos, que eran también las suyas propias. «Porque ¿cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida? Vosotros sois nuestra gloria y gozo» (cap. 2:19, 20). Ellos debían seguir esperando al Señor durante su vida. No interpone circunstancia alguna, ningún acontecimiento, entre sus corazones y el objeto de su esperanza. Y les asegura que todos los que habían dormido en Jesús tendrán igualmente su parte en la gloria con aquellos que estén vivos cuando Él venga.

Lo primero que hace el apóstol es dirigir a Jesús la mirada de los dolidos tesalonicenses para que la fijen en Aquel que murió y resucitó. «Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él» (cap. 4:14). En Jesús vemos la victoria sobre la muerte y el sepulcro —vemos a Aquel que murió, fue sepultado, resucitó, y está ahora en la gloria. Observemos estas palabras: «Así también». ¡Qué consolación celestial para un corazón enlutado y entristecido! Todos los que han dormido en Jesús serán resucitados y dejarán esta tierra exactamente como Él lo hizo. «Hay esta diferencia,» dice uno: «Él ascendió en base de Su pleno derecho; Él ascendió. En cuanto a nosotros, Su voz llama a los muertos y ellos acuden desde el sepulcro, y, siendo cambiados los vivos, todos son arrebatados juntos. Es un solemne acto del poder de Dios, que sella la vida del cristiano y la obra de Dios, y trae a éstos a la gloria de Cristo como Su compañera celestial. ¡Qué glorioso privilegio! ¡Qué gracia maravillosa! Perder esto de vista significa la destrucción del carácter propio de nuestro gozo y de nuestra esperanza».[7]

Del versículo 15 al 18 tenemos un paréntesis, que explica lo que se afirma en el versículo 14, «así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él.» Cuando el Señor venga en gloria, todos los santos estarán con Él; pero antes Él habrá despertado a los que duermen, transformado a los vivientes y trasladado unos y otros al cielo. Los versículos 15-17 nos explican cómo esto se lleva a cabo. El Señor Jesús se levanta de Su trono, desciende del cielo, Él mismo da la palabra, la voz del arcángel la transmite, y la trompeta da un son bien conocido. La imagen es militar. Como las tropas bien adiestradas conocen las órdenes de su comandante por el toque de la trompeta, así el ejército del Señor responde en el acto a Su llamada. Todos los muertos en Cristo resucitarán, y todos los vivos serán transformados; y todos ellos entrarán en la nube y serán arrebatados juntos, para reunirse con el Señor en el aire, y así estarán para siempre con el Señor. Esta es la primera resurrección, el arrebatamiento de los santos. ¡Antes que se rompa un sello de los juicios, que se toque una trompeta de los mismos o que se derrame una copa, los santos han desaparecido, todos, trasladados a la gloria, trasladados para estar para siempre con el Señor! ¡Qué pensamiento! ¡Qué acontecimiento! No quedará ni rastro del polvo redimido de los hijos de Dios en el sepulcro; y ni un creyente quedará sobre la faz de toda la tierra. Todos juntamente arrebatados en las nubes para encontrarse con el Señor en el aire, y ser llevados por Él a la casa del Padre, donde hay muchas moradas. Pero, ¿quién puede pensar, quién puede hablar, de las felices reuniones en aquella mañana de gozo sin sombras? Es indudable que la Persona del Señor llenará todos los ojos y arrebatará cada corazón; sin embargo, habrá un claro reconocimiento de aquellos que, aunque separados de nosotros por la muerte durante mucho tiempo, nunca perdieron su puesto en nuestros corazones. Y por cuanto todos llevarán perfectamente la imagen del Señor, nunca le perderemos a Él de vista. Aunque cada uno poseerá su propia identidad y su propio y especial gozo, sin embargo todos seremos como el Señor, y el gozo de cada uno será el gozo común de todos. Pero el mayor de todos nuestros gozos, aquella mañana, y de la que manarán todos nuestros otros gozos, será ver Su rostro, oír Su voz y contemplar Su gloria. O, como lo expresa el apóstol Juan, recapitulando toda bendición en dos expresiones: «Seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es»[8] (1 Jn. 3:2).

«Escucha la trompeta que con su son
El silencio de los siglos rasga;
La luz de la gloria resplandece
En muchas doloridas frentes.

Cambiados al instante—a vida levantados,
Los vivos y los muertos se levantan,
La voz del arcángel obedecemos
Que nos convoca a los cielos.

No deslumbrados por la luz gloriosa
De aquella frente amada,
¡Vemos ya sin nube alguna
Vemos ahora al Salvador!

Oh, Señor, la brillante y bendita esperanza
Que en el pasado nos alentó,
De un pleno y eterno reposo en Ti,
Queda cumplida por fin.»

   —Sir Edward Denny



Notas

1. Para entrar en detalle en los diversos aspectos de la iglesia, véase The Present Testimony, vol. 1. Synopsis of the Books of the Bible — 1 Corinthians y Ephesians, por J. N. Darby. Lectures on the Epistle to the Ephesians, por W. Kelly. A Treatise on the Lord's Supper, por C. H. Mackintosh. Volver al texto

2. Collected Writings of J. N. Darby, «Prophetic», vol. 9, pág. 67. Volver al texto

3. Lectures Introductory to the Catholic Epistles, pág. 281, por W. Kelly. Volver al texto

4. Véase el valioso tratado God's Threefold Purpose [El triple propósito de Dios], y también Plain Papers on Prophetic Subjects [Artículos sobre Temas Proféticos], ambos de William Trotter, y este último un libro podríamos decir que exhaustivo acerca de la cuestión de la profecía, valiosísimo para el estudioso. En castellano recomendamos la obra Ocho lecturas sobre la profecía, una obra escrita a mediados del siglo diecinueve pero que mantiene toda su actualidad, por el antedicho autor Trotter, y Smith. Volver al texto

5. Para detalles acerca del orden de acontecimientos mediante los que tendrá lugar este gran cambio en la posición de ellos, véase las obras del Sr. Trotter que aparece en la nota anterior. Volver al texto

6. En un libro muy alentador que hemos estado leyendo recientemente, Historia y recuerdos del evangelista Brownlow North, por Kenneth Moody-Stuart, encontramos expresiones como «la sinagoga judía, sobre cuyo modelo está fundada nuestra iglesia presbiteriana. ... La constitución de la sinagoga judía, en su gobierno y culto, fue el modelo de la primitiva iglesia cristiana. En ella encontramos el conferimiento a los ministros de la ordenación, el llamamiento y la comisión, desde los Hechos de los Apóstoles hasta el presente» (págs. 135-136, ed. inglesa). El escritor se refiere a la iglesia del Antiguo Testamento y del Nuevo, como si ésta fuese una continuación de aquélla. Pero la Escritura se refiere a las bendiciones judía y cristiana por vía de contraste, la una terrenal, la otra celestial. La bendición judía es mencionada como «todas las bendiciones temporales en una tierra deleitosa». La iglesia tiene ahora «toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo». Observamos esto como venido accidentalmente a nuestra atención, y suponiendo que sea una expresión apropiada de los puntos de vista eclesiásticos de la Iglesia Presbiteriana de Escocia en el momento presente. (Debe recordarse que esto fue escrito hacia o antes del año 1890 —Ed.) Volver al texto

7. Synopsis, J. N. Darby, vol. 5, pág. 90. Volver al texto

8. Véase el tratado Arrebatados por el Esposo, vienen con el Rey, de George Cutting. Volver al texto


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Traducción: © Copyright Santiago Escuain 2001 por la traducción.© Copyright SEDIN 2001 para la presentación electrónica. Este texto se puede reproducir libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.

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