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«LOS HERMANOS»
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LA IGLESIA DE DIOS
Según el antiguo principio del catolicismo, era la
iglesia lo que hacía al cristiano. No había
perdón de pecados ni salvación para el alma fuera de su
comunión. No importa cuán genuina fuese la fe y piedad
de alguien, si no pertenecía a la santa iglesia
católica y gozaba del beneficio de sus sacramentos, era
imposible la salvación. En base del principio protestante, los
cristianos constituyen la iglesia. Un resultado de la Reforma
en el siglo dieciséis fue la transferencia de poder de la
iglesia al individuo. La idea de la iglesia como única
dispensadora de la bendición fue rechazada; y cada persona fue
llamada a leer la Biblia por sí misma, a examinar por
sí mismo, a creer por sí mismo, por cuanto tenía
que responder por sí mismo. Este fue el pensamiento acabado de
surgir de la Reforma: la bendición individual en primer lugar;
la formación de la iglesia después.
Hasta aquí, los Reformadores estaban en lo cierto. Pero
olvidaron examinar la Escritura acerca de cómo estaba formada
la iglesia. La verdadera idea de la iglesia de Dios como cuerpo de
Cristo, vitalmente unida a Él por el Espíritu Santo
enviado del cielo fue totalmente pasada por alto, aunque está
abundantemente enseñada en las epístolas. Al perderse
así de vista el propio puesto y obra del Señor en la
asamblea por el Espíritu Santo, los hombres comenzaron a
unirse y a constituir llamadas iglesias según sus propios
pensamientos. Una gran variedad de iglesias o sociedades religiosas
brotó rápidamente en muchas partes de la Cristiandad;
pero cada país tenía su propio concepto acerca de
cómo se debía constituir y regir la iglesia; unos
creían que el poder eclesiástico debía quedar en
manos del magistrado civil; otros creían que la iglesia
debía retener este poder en su interior; y esta diferencia de
opinión tuvo como resultado los innumerables cuerpos
nacionales y no conformistas que vemos en todas partes a nuestro
alrededor. Gracias a Dios, se insistió en la fe individual
como el gran principio de salvación para el alma; y las almas
humanas fueron salvas, y con ello Dios fue glorificado; pero quedando
esto asegurado, los hombres podían unirse para constituir
iglesias según sus propios pensamientos. La gran Sardis fue el
resultado de ello; y de esta iglesia dice el Señor: «Yo
conozco tus obras, que tienes nombre que vives, y estás
muerto». Ésta es la condición de lo que se conoce
como Protestantismo, después de los días de los
primeros Reformadores. Un gran nombre de vivir — una sublime
profesión y apariencia de cristianismo, pero sin poder
vital.
Nada es más manifiesto para el estudioso de la historia de la
iglesia con su Nuevo Testamento delante de él que estas
penosas realidades; y nada nos parece más llano ni más
extensamente enseñado en las epístolas que la doctrina
de la iglesia. Por ejemplo, leemos en Efesios 4, «Hay un solo
cuerpo y un solo Espíritu» (v. 4, RVR77, RVA,
NVI); pero según el Protestantismo deberíamos leer:
«Hay muchos cuerpos y un espíritu». Pero
sólo puede haber uno de constitución divina.
También leemos: «procurando con diligencia guardar la
unidad del Espíritu» (v. 3).
Esto significa llanamente la unidad constituida por el
Espíritu —siendo el Espíritu Santo el poder
conformador de la iglesia que es el cuerpo de Cristo. Los cristianos
son las unidades que el Espíritu Santo confirma en una
unidad perfecta. Esto nosotros debemos con toda diligencia procurar
«guardar», mantener, exhibir, llevar a cabo en la
práctica; y no inventar alguna nueva organización,
alguna nueva compañía de cristianos, como ha sido el
caso siempre desde la Reforma. «Porque así como el cuerpo
es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo,
siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo.
Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un
cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a
todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu» (1 Co.
12:12, 13).
Después de lo que ha sido citado del primer opúsculo
del Sr. Darby, The Nature and Unity of the Church [La
naturaleza y unidad de la iglesia], será innecesario abundar
acerca de esta cuestión bajo este encabezamiento.
Además, esta verdad, con la del Espíritu Santo que se
identifica con el creyente y la iglesia desde el día de
Pentecostés, está firmemente entretejida en la
totalidad de este «breve bosquejo». Con todo, unos pocos
pasajes de la Palabra de Dios pueden ser de utilidad para aquellos
que deseen hacer Su voluntad.
En primer lugar observaríamos aquel que afecta más
profundamente al corazón: «Cristo amó a la
iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua
por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una
iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante,
sino que fuese santa y sin mancha» (Ef. 5:25-27). Esta
revelación del amor del Salvador debería hacernos
sentir a todos la indecible importancia de aquello que recibe el
nombre de iglesia, y de cumplir toda la mente del bendito
Señor hacia la misma en nuestros caminos prácticos.
Ella es el objeto especial de Su afecto, de Su cuidado. Ha sido
redimida a costa de Su sangre, de Su vida, de Él mismo. Y,
antes de mucho, Él se la presentará a Sí mismo
como una iglesia gloriosa sin lo más mínimo que sea
indigno de Su gloria, o que pudiera ofender la mirada o causar dolor
al corazón del Esposo celestial. ¡Qué privilegio
formar parte de aquella «iglesia gloriosa» entonces, y
qué bendición actuar como miembro de este «un
cuerpo» ahora!
Cristo mismo es el primero en anunciar el comienzo de la iglesia.
«Sobre esta roca edificaré mi iglesia» (Mt. 16:18).
La edificación no había comenzado todavía.
Cristo, reconocido como el Hijo del Dios viviente, iba a constituir
el fundamento de esta nueva obra, y la declaración de que
«las puertas del Hades no prevalecerán contra ella»
muestra con llaneza que iba a ser edificada sobre la tierra, no en el
cielo, y en medio de las tempestades y persecuciones que la
asaltarían a causa de la astucia y del poder del enemigo.
El siguiente pensamiento que tenemos acerca de la iglesia es su
unidad. Según la involuntaria profecía de
Caifás, Jesús iba a morir por la nación
judía; «y no solamente por la nación, sino
también para congregar en uno a los hijos de Dios que
estaban dispersos» (Jn. 11:50-52). Ya había hijos de
Dios, pero estaban dispersos, aislados; como piedras preparadas y
listas para edificar, pero no unidas aún. Por la muerte de
Cristo se llevó a cabo la gran obra sobre la que se
fundamentan las esperanzas futuras de Israel y la reunión
actual en uno de los hijos de Dios que estaban dispersos
—la iglesia que es el cuerpo de Cristo.
Esto tuvo lugar por medio del poder del Espíritu Santo
descendido del cielo en el día de Pentecostés. El hecho
de su existencia se declara en Hechos 2: «Todos los que
habían creído estaban juntos, y tenían en
común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus
bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de
cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el
templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con
alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y
teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor
añadía cada día a la iglesia los que
habían de ser salvos.» Así el Señor
añadió el remanente salvo de Israel a la asamblea
cristiana. La unión y unidad de los salvos se cumplieron como
un hecho por la presencia del Espíritu Santo descendido del
cielo. Ellos formaron un cuerpo sobre la tierra, un cuerpo visible,
reconocido por Dios, al que todos los que Él llamaba al
conocimiento de Jesús eran unidos por el Espíritu Santo
que habitaba en ellos.
Luego podemos observar un notable desarrollo en relación con
la conversión de Saulo de Tarso, un nuevo instrumento de la
gracia soberana de Dios (Hch. 9). Saulo nunca conoció
personalmente a Cristo en Su vida aquí en la tierra; ahora le
ve por primera vez en gloria celestial. Esta fue una nueva
revelación del Hijo. ¡Una verdad sumamente bendita y
llena de verdad en gracia para el corazón! Aunque era el
Señor de la gloria, se presenta como Jesús: «Mas
yendo por el camino, aconteció que al llegar cerca de Damasco,
repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo; y
cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo,
Saulo, ¿por qué me persigues? El dijo: ¿Quién
eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien
tú persigues.»
Nada podría ser más claro que esto por lo que respecta
a la unión del Señor en la gloria con los miembros de
Su cuerpo sobre la tierra. Los santos son Él mismo —Su
cuerpo. Pero, ¿quién puede hablar de las innumerables
bendiciones que brotan para el creyente, para la iglesia, mediante
esta unión? ¡Uno con Cristo! ¡Qué verdad tan
maravillosa, tan preciosa! Uno con Cristo como el Hombre exaltado en
la gloria; uno con Él en posición, en privilegio, en el
amor del Padre, en gloria sin fin. ¡Y qué gran luz arroja
esta verdad sobre los detalles de la salvación!
¿Qué hay ahora del perdón? La fe responde: Soy uno
con Cristo; mis pecados están tan alejados de mí como
de Él. ¿Qué hay ahora de la justificación?
Soy uno con Cristo, justo como Él lo es. ¿Qué hay
de la aceptación? Soy aceptado en el Amado. ¿Qué
de la vida eterna? Soy uno con Cristo; no hay una vida diferente en
la cabeza de la que hay en la mano. ¿Qué de la gloria?
Uno con Él en la misma gloria para siempre jamás.
Pero algunos preguntarán: «¿No hay peligro de caer
de esta posición?» Hay un constante peligro de perder el
justo aprecio de la misma y el goce de la misma, pero no de perder la
cosa misma. Esta unión nunca puede romperse. El que es unido
al Señor, un espíritu es con él. El
Espíritu Santo, que une al creyente en la tierra con Cristo en
el cielo, nunca puede fracasar. Pero hay mucho menos fracaso por
parte de aquellos que viven en el poder de esta verdad que con
aquellos que están en la esclavitud del legalismo, y acosados
por dudas y temores. Con la mente en perfecto reposo, goza más
de Cristo y se cuida menos del mundo y de las cosas del tiempo. La
gracia es nuestro único poder para andar, como dice Pablo a
Timoteo: «Tú, pues, hijo mío, esfuérzate en
la gracia que es en Cristo Jesús» (2 Ti. 2:1).
Como ya se ha observado la enseñanza de las
epístolas acerca de la doctrina de la iglesia, especialmente
en 1 Corintios 12 y Efesios 4, podemos pasar al funcionamiento
práctico de la asamblea. En Mateo 18 el bendito Señor
nos da una indicación de ello mismo, asignando a ello la
autoridad del cielo mismo, aunque sólo dos o tres constituyan
la asamblea. Sea para disciplina o para presentar petición a
Dios, el Señor establece este gran principio, de que
«donde están dos o tres congregados en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos» (v. 20). Así
reunidos, es una reunión de asamblea. Nada podría ser
más sencillo, más alentador, más bendito: Cristo
el centro, el Espíritu Santo como poder de reunión a
este centro, con estas palabras de indecible seguridad para el
corazón: «Allí estoy yo» (la mejor
traducción es: «reunidos a mi nombre»).
A los ojos de un mero espectador, la reunión puede parecer
algo muy pobre. Sólo unos pocos cristianos reunidos, puede que
en un local muy humilde, sin una apariencia de grandes dones entre
ellos; pero para la fe no ha sido una pobre reunión, ni nunca
puede serlo. El Señor ha estado allí; ¿y
podríamos calificar de pobre una reunión en la que
está el bendito y adorable Señor?
Al mismo tiempo, admitimos que, para aquellos que están
acostumbrados a todo el estilo y la grandeza de las reuniones
populares, la apariencia puede haber sido muy pobre. Pero para los
que conocen la feliz libertad, el gozo celestial, la peculiar
bendición, de reunirse sencillamente al nombre del
Señor, los arreglos humanos más perfectos serían
totalmente intolerables. Se tiene que experimentar la diferencia
entre las dos reuniones para ser conocida y apreciada; el lenguaje no
puede describirla.
Pero algunos dirán que se reúnen en el nombre de
Jesús, y que el evangelio se predica fielmente, y que entre
ellos hay muchas personas fervientes. Y puede que así sea;
pero la buena predicación y personas excelentes no constituyen
a la reunión en iglesia. Ninguna comunidad de santos, si no
están reunidos en obediencia a la Palabra de Dios y sujetos al
Señor Jesús mediante la energía del
Espíritu Santo, está realmente sobre terreno divino. La
cuestión es: ¿estamos sobre el fundamento de la Palabra
de Dios? ¿No tenemos ningún otro centro, ningún
otro nombre alrededor del que nos reunimos, más que el nombre
de nuestro ausente Señor; ningún poder de unión
y gobierno más que el Espíritu Santo, y ninguna regla
de acción más que la veraz Palabra de Dios? En el
momento en que comencemos a reunir personas —aunque se trate de
cristianos verdaderos— alrededor de una persona particular, o
hacia algún punto de vista o sistema, estamos sólo
constituyendo un grupo sectario. Pero los que se mantienen adheridos
a Cristo como el centro de la unidad del Espíritu no forman
una secta, y nunca pueden serlo en tanto que abracen en principio a
cada uno de los que pertenecen a Cristo sobre la faz del mundo
entero.
El partimiento del pan —observado el primer
día de la semana (Hch. 20:7)— es la más alta
expresión de la unidad de la iglesia. «La copa de
bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la
sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión
del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser
muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo
pan» (1 Co. 19:16, 17).[1]
Desde el avivamiento de la verdad profética en la primera
parte del siglo diecinueve el estudio de la profecía ha hecho
algún progreso, aunque en el caso de algunos no ha llegado a
ser tema de interés general. Grandes secciones de la iglesia
profesante siguen rechazándolo como especulativo y no
provechoso. Esta es una situación profundamente deplorable,
aunque no sorprendente. Han surgido diversas escuelas de
interpretación profética que han tratado de publicar
sus puntos de vista, pero muchas de ellas carecen de lo necesario
para darles consistencia y para hacerlas interesantes y provechosas
para una mente espiritual. Cristo no es el centro de sus sistemas
como lo es siempre del de Dios —el centro en el que todas las
cosas han de ser reunidas en los cielos y en la tierra. Al no
contemplar la mente de Dios respecto al juicio de las naciones, la
restauración de Israel y el establecimiento del reino de
Cristo sobre la tierra en poder y gloria, no saben qué hacer
con las Escrituras proféticas. Muchos se han refugiado en el
principio de interpretar la profecía mediante la historia,
alegando que sólo se puede comprender cuando está
cumplida. Tomemos un ejemplo de esta escuela y sometámoslo al
juicio de la palabra de Dios.
«Los diez cuernos. ¿Cuál es la
historia providencial de estos cuernos, según es generalmente
aplicada por los comentaristas? Azotes que han persistido durante
ciento cincuenta años, desde el primero hasta el
último, operando el derrumbamiento del Imperio Romano, antes
existente, y estableciéndose ellos como conquistadores en todo
su territorio occidental. Tomemos el relato profético. Surge
una bestia del mar con diez cuernos, todos crecidos, después
de lo cual surge un cuerno pequeño; y la bestia, junto con sus
cuernos, son objetos de los juicios de Dios, no sus ejecutores. Esto
es profecía; aquello fue
providencia.»[2]
Este modo de interpretación, como se
verá, aparta la mente de Cristo para emprender un rastreo de
personas y acontecimientos en la historia que de alguna manera se
correspondan con los rasgos de la profecía. Pero si es
necesario para los cristianos estudiar las historias de Roma y de
otras naciones para poder comprender la profecía,
¡cuán pocos entre ellos tienen los medios para hacerlo!
Desde luego que este principio se condena a sí mismo como no
de Dios. No dudamos de que muchas profecías han tenido un
cumplimiento parcial, que no completo, en la providencia de Dios.
«Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la
Escritura es de interpretación privada, ... sino que los
santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el
Espíritu Santo». (2 P. 1:20, 21). «El sentido es que
ninguna profecía de la escritura tiene una
interpretación aislada y propia. Limitemos una profecía
al acontecimiento particular que se supone que sea designado por esta
escritura, y lo hacemos de interpretación privada. Por
ejemplo, si se contempla la profecía de la caída de
Babilonia en Isaías 13, 14 como el único sentido de
esta escritura, se hace que esta profecía sea de
interpretación privada. ¿Cómo? Porque se hace que
el acontecimiento cubra la profecía —se interpreta la
profecía por el acontecimiento. Pero esto es precisamente lo
que según la Escritura la profecía no debe ser; y es
para advertir al lector de este error que el apóstol escribe
aquí como lo hace. La verdad, al contrario, es que toda
profecía tiene como objeto el establecimiento del reino de
Cristo; y si se apartan las líneas de la profecía del
gran punto focal al que convergen todas, uno destruye la
relación final de estas líneas proféticas con el
centro. Toda la profecía se proyecta hacia el reino de Cristo,
porque procede del Espíritu
Santo.»[3]
En relación con esto mismo, el apóstol se refiere de
una manera notable, y con referencia a la profecía, a la
esplendorosa escena en «el monte santo». «Tenemos
también la palabra profética más segura, a la
cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que
alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el
lucero de la mañana salga en vuestros corazones» (2 P.
1:19). Tenemos en dicha escena una prefiguración muy bendita
de la venida y reino del Señor Jesús, según lo
que los profetas habían presentado a la esperanza del pueblo
de Dios —una hermosa ilustración de la gloria y
bendición milenaria, que confirma como con un sello divino su
certidumbre, aunque no había llegado todavía el tiempo
para su manifestación. Los santos muertos son representados
como resucitados en Moisés; los vivos transformados —que
no han pasado por la muerte— son vistos en la persona de
Elías; además, había santos en sus cuerpos
naturales representados por Pedro, Jacobo y Juan; y allí
estaba el bendito Señor, el Cabeza y Centro de toda la gloria,
conversando de manera familiar acerca de la partida (Su muerte) que
iba a ser cumplida en Jerusalén.
Se debe prestar mucha atención a la palabra profética,
como a una luz que resplandece en un lugar oscuro, hasta que el
día amanezca; pero el cristiano tiene algo mejor que la
antorcha de la profecía. Pertenece a Cristo, que habita en su
corazón por la fe, como la estrella resplandeciente de la
mañana —el apropiado objeto de todas sus expectativas
hasta que Él venga.
En 1 Corintios 10:32 el apóstol nos provee de una
clasificación de la humanidad que nos ayuda en gran manera no
sólo a comprender la profecía sino también toda
la Palabra de Dios. «No seáis tropiezo ni a
judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios».
Aquí tenemos las tres grandes esferas en las que se manifiesta
la gloria de Cristo. Por lo que respecta a la condición del
hombre ante Dios con referencia a la eternidad, hay sólo dos
clases: los salvos y los perdidos —aquellos que han sido
realmente nacidos de nuevo, y los que siguen en las tinieblas de la
naturaleza y de la incredulidad. Pero por lo que se refiere al
gobierno del mundo por parte de Dios, hay tres clases: judíos,
gentiles y la iglesia; y nadie puede trazar rectamente la Palabra de
verdad si pasa por alto esta división. El seguimiento en la
Escritura del propósito de Dios acerca de estas tres clases es
la forma más segura de dilucidar el orden de las
dispensaciones de Dios, y la armonía de todas las porciones de
las Sagradas Escrituras entre sí. Por el presente sólo
podremos referirnos a unos pocos pasajes de la Escritura por
vía de introducción del lector a este triple
propósito de Dios.
1. «Los judíos.» En Génesis
12:1-3, «Jehová había dicho a Abram: ...
haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y
engrandeceré tu nombre, y serás bendición.
Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren
maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de
la tierra». Tenemos un desarrollo adicional de este
propósito en el capítulo 13: «Y Jehová dijo
a Abram, después que Lot se apartó de él: Alza
ahora tus ojos, y mira desde el lugar donde estás hacia el
norte y el sur, y al oriente y al occidente. Porque toda la tierra
que ves, la daré a ti y a tu descendencia para siempre. (vv.
14, 15). En el capítulo 15 se definen los límites de la
tierra. En Deuteronomio 28 tenemos la promesa de bendición
para ellos en caso de obediencia, y las maldiciones amenazadas en
caso de desobediencia. Pero, ¡ay!, este pueblo tan favorecido
demostró ser una raza desobediente y dura de cerviz.
«Dios ejercitó una enorme longanimidad para con ellos,
pero, cuando hubieron rechazado y apedreado a los profetas, Sus
siervos, que Él les había enviado, envió a Su
Hijo, el heredero de todas las cosas; a Él lo crucificaron y
dieron muerte, y así llenaron la medida de sus iniquidades y
sellaron su condenación. Por esto, llegó a ellos la ira
hasta el extremo; su ciudad y templo fueron destruidos; el
país de ellos fue dado al saqueo, y su población
entregada a la espada o llevada a la cautividad; durante casi dos mil
años han sido un monumento al desagrado de Dios contra el
pecado, sufriendo los severos males anunciados a causa del
pecado.»[4]
2. «Los gentiles.» Desde el tiempo en que Abraham fue
llamado a ser el padre del pueblo propio de Dios, Dios no
trató directamente con ninguna nación sobre la tierra
excepto los judíos. Hasta la época de Nabucodonosor, el
trono y la presencia de Dios estuvieron en medio de Israel. Desde el
tiempo en que los judíos fueron llevados cautivos a Babilonia,
«Dios dejó de ejercer Su poder soberano en la tierra de
manera directa, y éste fue confiado al hombre, de entre los
que no eran Su pueblo, en la persona de Nabucodonosor. Este fue un
cambio de la mayor importancia por lo que respecta al doble tema del
gobierno del mundo y al juicio de Su pueblo por parte de Dios. Ambas
cosas abrieron el camino a los grandes objetos de la profecía
desarrollados al final —la restauración, mediante
tribulación, de un pueblo rebelde, y el juicio de una cabeza
del poder infiel y apóstata de los gentiles».
Tenemos un relato de este gran cambio en el profeta Daniel
(capítulo 2): «Tú, oh rey, eres rey de reyes;
porque el Dios del cielo te ha dado reino, poder, fuerza y majestad.
Y dondequiera que habitan hijos de hombres, bestias del campo y aves
del cielo, él los ha entregado en tu mano, y te ha dado el
dominio sobre todo; tú eres aquella cabeza de oro» (vv.
37, 38). Los tiempos de los gentiles comienzan aquí. El poder
que fue así investido en el rey de Babilonia descendió
a los medos y persas; de ahí pasó a manos de los
griegos, y luego a los romanos, el último reino representado
en la imagen. El Imperio Romano, aunque después fue disgregado
en varios reinos separados, siguió su nombre en estos reinos,
y proseguirá hasta la venida del Señor. Es por este
poder que los judíos han sido tan terriblemente asolados y
oprimidos. Al final de su cautividad de setenta años, una
porción de los judíos regresaron a Jerusalén,
pero como meros tributarios del rey de Persia; ya nunca tuvieron un
gobierno legítimo independiente propio. Estaban bajo el yugo
romano cuando Cristo apareció entre ellos, y no pudieron
siquiera dar muerte a su Mesías sin el consentimiento del
gobernador romano y la intervención de soldados romanos. Por
segunda vez los gentiles destruyeron su ciudad y templo, y el
Salvador mismo declaró que Jerusalén sería
hollada por los gentiles, hasta que se cumplieran los tiempos de los
gentiles (Lc. 21:24).
Pero estos tiempos no durarán para siempre.
Dios no ha desechado a Su pueblo al que primero conoció.
Él cumplirá a su debido tiempo el pacto de gracia que
hizo con Abraham el padre de ellos. Ellos serán todavía
una gran nación y cabeza de todas las otras naciones —el
centro del que fluirá la bendición a todas las naciones
de la tierra.[5]
Incluso en nuestros tiempos podemos ver el comienzo de la gracia
restauradora de Dios para con Su pueblo, al darles mucho de su tierra
y parte de su antigua ciudad; y esto nos hace anticipar mucho
más anhelantes el completo cumplimiento de todas las promesas
hechas a los padres.
3. «La iglesia de Dios.» La iglesia, como se verá,
es algo totalmente distinto de judíos y gentiles. Cristo vino
a los judíos —su propio pueblo, pero ellos no le
recibieron. Fue despreciado y desechado de los hombres. Judíos
y gentiles se unieron en llevar a cabo Su muerte. Por este acto de
insuperable maldad quedó sellada la condenación de
ambos. Pero Dios volvió todo esto en una ocasión para
su más rica gracia soberana. El bendito Jesús,
rechazado por los hombres, tras haber cumplido la gran obra de
redención fue resucitado de entre los muertos, y se ha sentado
a la diestra del Poder donde ahora espera hasta que Sus enemigos sean
puestos por estrado de Sus pies. En tanto que esté sentado a
la diestra de Dios, se ha de predicar a las naciones arrepentimiento
y remisión de pecados por Su nombre. Todo aquel que de las
naciones reciba este mensaje —todo aquel que crea en el
evangelio— es perdonado, salvado y queda asociado con el
Rechazado de la tierra y Glorificado en el cielo. A los ojos de Dios,
en el momento en que un judío recibe este mensaje de
misericordia, deja de ser contado como judío; y en el momento
en que un gentil lo recibe, deja de ser considerado gentil. Este es
un punto de enorme importancia para los caminos y tratos
dispensacionales de Dios. El judío, cuando cree en Cristo,
muere a todas sus responsabilidades y privilegios como judío,
y a todas sus queridas esperanzas de una heredad en la tierra. El
gentil muere a toda participación en el poder terrenal que,
por un tiempo, está en manos gentiles.
Entonces, los que creen, ¿que son? Forman parte de la verdadera
iglesia, y el mundo no tiene lugar para él. Son sencillamente
extranjeros y peregrinos ahora en este mundo. Su hogar está en
las alturas. Son llamados a compartir la humillación de su
Señor en la tierra durante Su ausencia; y compartirán
Su gloria cuando Él vuelva.
Otra verdad de gran importancia práctica se
hace ahora muy clara; que la iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, no
existió hasta después de la muerte, resurrección
y glorificación de Cristo en el cielo, y el descenso del
Espíritu Santo en el día de Pentecostés. No es
cierto lo que muchos suponen, que «la iglesia de Dios se compone
de todos los salvos desde el comienzo hasta el fin de los
tiempos».[6]
Admitimos ya de entrada que los santos que componen la iglesia tienen
mucho en común con los santos del Antiguo Testamento: el ser
vivificados por el mismo Espíritu Santo, justificados mediante
la misma preciosa sangre, preservados por la misma gracia omnipotente
y destinados en resurrección a ser hechos conforme a la imagen
del amado Hijo de Dios. Pero la maravillosa distinción de ser
el cuerpo de Cristo, Su esposa, bautizados por el Espíritu
Santo, y así uno con Él como el Hombre exaltado en la
gloria, todo esto son bendiciones peculiares de la iglesia. En
contraste con la idea de que la iglesia se componga de todos los
creyentes desde el comienzo hasta el fin de los tiempos, la Escritura
la limita a la asamblea de verdaderos creyentes desde el día
de Pentecostés —cuando fue constituida por el
Espíritu Santo descendido del cielo— hasta el descenso
del Señor Jesús en el aire, para recibirla a Sí
mismo en la casa del Padre, con sus muchas moradas.
Fue gracias a la cruz que quedó derribada la pared intermedia
de separación para que judíos y gentiles pudieran venir
a formar un cuerpo. «Porque él es nuestra paz, que de
ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de
separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de
los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí
mismo de los dos [judíos y gentiles] un solo y nuevo hombre
[no una continuación ni una mejora de lo antiguo, sino UN SOLO
Y NUEVO HOMBRE], haciendo la paz» (Ef. 2:14, 15).
Nos mueve a una sincera gratitud que la verdad de Dios acerca de
la venida del Señor y del arrebatamiento de los santos haya
sido muy extensamente recibida estos últimos años. Los
muchos opúsculos puestos en circulación acerca de esta
cuestión y la abrumadora cantidad de Biblias puestas
también en circulación han obrado, con la
bendición de Dios, un considerable cambio en las mentes de
muchos cristianos. La antigua y común objeción a esta
verdad, que «la muerte de cada persona es virtualmente la venida
del Señor a él», ha sido abandonada por muchos
estudiosos de la Escritura. Pero como hay muchos a los que
todavía se les presenta dicha objeción, observaremos
algunas claras Escrituras acerca de esta cuestión. La
dificultad radica en la selección, con el limitado espacio de
que disponemos. Con excepción de Gálatas y Efesios,
cada libro del Nuevo Testamento presenta de manera específica
y clara la venida del Señor como la esperanza conocida y
constante del cristiano. Los gálatas habían
caído de la gracia, y el apóstol tuvo que laborar otra
vez con ellos como de parto en cuanto a la justificación por
la fe. En Efesios, la iglesia es vista como ya sentada en lugares
celestiales en Cristo. Los demás libros o bien enseñan
la venida de Cristo para Sus santos, o Su manifestación
en gloria con ellos para juzgar el mundo. Lo que caracteriza
al cristiano es la esperanza de la venida de Cristo, la espera del
Hijo de Dios desde el cielo. Entra en cada estado, pensamiento,
sentimiento y motivo de la vida cristiana, y es también el
gran poder impulsor de la evangelización.
Pero volvamos a nuestro argumento.
No hay ningún caso en el Nuevo Testamento en el que se haga
referencia a la muerte como venida del Señor. Los dos
acontecimientos son mencionados más bien como cosas
contrastadas que idénticas. Cuando morimos, nuestros
espíritus, separados del cuerpo, van a Jesús
—ausentes del cuerpo, presentes con el Señor (2 Co. 5:8).
Mediante la muerte, el creyente es separado de sus compañeros
cristianos en la tierra; cuando el Señor venga, todos los
creyentes serán recogidos a Él en el cielo. Los muertos
resucitarán en gloria, y los vivos serán transformados
a Su semejanza, y todos serán arrebatados para reunirse con el
Señor en el aire (1 Ts. 4:13-18).
Ahora nos volveremos a la primera Epístola de Pablo a los
Tesalonicenses como la más conveniente para el
propósito que nos ocupa. En el capítulo 4 tenemos una
revelación especial, no sólo respecto a la venida del
Señor y el arrebatamiento de los santos, sino también
respecto al orden en que tendrán lugar estos acontecimientos.
Nada puede ser más claro que el hecho de que la venida de
Cristo es la doctrina central en ambas epístolas. Era una
importante parte de la verdad a la que habían sido
convertidos. La Persona de Cristo como el apropiado objeto de su
esperanza estaba constantemente ante sus mentes, y el efecto de su
conversión era la espera de Su regreso. «Porque ellos
mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y
cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir
al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo»
(Cap. 1:9, 10). Su esperanza era la venida de Cristo; no se les
había hablado de ningún acontecimiento que tuviera que
interponerse antes de Su venida, y ellos estaban esperándolo
en carácter de inminente. Es cosa bien cierta que estaban tan
llenos de la venida del Salvador, que ni habían pensado que
ninguno de ellos fuese a morir antes que Él viniese, de modo
que se sintieron muy afligidos cuando algunos de sus hermanos
murieron. No habían sido instruidos acerca de cómo los
santos muertos podrían estar con el Señor cuando
Él viniera, y compartir Su gloria. Esta era la gran
aflicción de ellos. Debemos recordar que eran muy
jóvenes en la fe, que hacía sólo unos pocos
meses que se habían convertido, que el Nuevo Testamento no
estaba entonces escrito, y que el apóstol no pudo permanecer
con ellos a causa de la persecución. Pero el testimonio de
estos cristianos es digno de nota. El mismo mundo hablaba del enorme
cambio que había tenido lugar en estos gentiles, y daba su
testimonio inconsciente del poder de la gracia en la
conversión de ellos a Dios (cap. 1:8-10). Con todo,
necesitaban instrucción adicional acerca de los que
habían dormido en Jesús, y es acerca de este punto que
el apóstol les da ahora la mente del Señor.
Se trata de una revelación de enorme importancia. Los
teólogos actuales dicen, acerca de los que actualmente
mantienen esta esperanza, que están obsesionados con este
punto de vista particular; que necesariamente ha de haber unos
eventos antes que el Señor venga. Pero no encontramos una sola
palabra de la pluma del apóstol que modere o enfríe
unas expectativas demasiado ardientes de estos jóvenes y
fervientes creyentes, ni de que tuvieran que esperar una secuencia de
acontecimientos que fuesen a preceder la venida del Señor. El
apóstol se regocija acerca de sus amados tesalonicenses, y
alimenta el celo de ellos con un valioso atisbo de la
consumación de todas las esperanzas de ellos, que eran
también las suyas propias. «Porque ¿cuál es
nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No
lo sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su
venida? Vosotros sois nuestra gloria y gozo» (cap. 2:19, 20).
Ellos debían seguir esperando al Señor durante su vida.
No interpone circunstancia alguna, ningún acontecimiento,
entre sus corazones y el objeto de su esperanza. Y les asegura que
todos los que habían dormido en Jesús tendrán
igualmente su parte en la gloria con aquellos que estén vivos
cuando Él venga.
Lo primero que hace el apóstol es dirigir a
Jesús la mirada de los dolidos tesalonicenses para que la
fijen en Aquel que murió y resucitó. «Porque si
creemos que Jesús murió y resucitó,
así también traerá Dios con
Jesús a los que durmieron en él» (cap. 4:14). En
Jesús vemos la victoria sobre la muerte y el sepulcro
—vemos a Aquel que murió, fue sepultado, resucitó,
y está ahora en la gloria. Observemos estas palabras:
«Así también». ¡Qué
consolación celestial para un corazón enlutado y
entristecido! Todos los que han dormido en Jesús serán
resucitados y dejarán esta tierra exactamente como Él
lo hizo. «Hay esta diferencia,» dice uno: «Él
ascendió en base de Su pleno derecho; Él
ascendió. En cuanto a nosotros, Su voz llama a los muertos y
ellos acuden desde el sepulcro, y, siendo cambiados los vivos, todos
son arrebatados juntos. Es un solemne acto del poder de Dios, que
sella la vida del cristiano y la obra de Dios, y trae a éstos
a la gloria de Cristo como Su compañera celestial.
¡Qué glorioso privilegio! ¡Qué gracia
maravillosa! Perder esto de vista significa la destrucción del
carácter propio de nuestro gozo y de nuestra
esperanza».[7]
Del versículo 15 al 18 tenemos un
paréntesis, que explica lo que se afirma en el
versículo 14, «así también traerá
Dios con Jesús a los que durmieron en él.» Cuando
el Señor venga en gloria, todos los santos estarán con
Él; pero antes Él habrá despertado a los que
duermen, transformado a los vivientes y trasladado unos y otros al
cielo. Los versículos 15-17 nos explican cómo esto se
lleva a cabo. El Señor Jesús se levanta de Su trono,
desciende del cielo, Él mismo da la palabra, la voz del
arcángel la transmite, y la trompeta da un son bien conocido.
La imagen es militar. Como las tropas bien adiestradas conocen las
órdenes de su comandante por el toque de la trompeta,
así el ejército del Señor responde en el acto a
Su llamada. Todos los muertos en Cristo resucitarán, y todos
los vivos serán transformados; y todos ellos entrarán
en la nube y serán arrebatados juntos, para reunirse con el
Señor en el aire, y así estarán para siempre con
el Señor. Esta es la primera resurrección, el
arrebatamiento de los santos. ¡Antes que se rompa un sello de
los juicios, que se toque una trompeta de los mismos o que se derrame
una copa, los santos han desaparecido, todos, trasladados a la
gloria, trasladados para estar para siempre con el Señor!
¡Qué pensamiento! ¡Qué acontecimiento! No
quedará ni rastro del polvo redimido de los hijos de Dios en
el sepulcro; y ni un creyente quedará sobre la faz de toda la
tierra. Todos juntamente arrebatados en las nubes para encontrarse
con el Señor en el aire, y ser llevados por Él a la
casa del Padre, donde hay muchas moradas. Pero, ¿quién
puede pensar, quién puede hablar, de las felices reuniones en
aquella mañana de gozo sin sombras? Es indudable que la
Persona del Señor llenará todos los ojos y
arrebatará cada corazón; sin embargo, habrá un
claro reconocimiento de aquellos que, aunque separados de nosotros
por la muerte durante mucho tiempo, nunca perdieron su puesto en
nuestros corazones. Y por cuanto todos llevarán perfectamente
la imagen del Señor, nunca le perderemos a Él de vista.
Aunque cada uno poseerá su propia identidad y su propio y
especial gozo, sin embargo todos seremos como el Señor, y el
gozo de cada uno será el gozo común de todos. Pero el
mayor de todos nuestros gozos, aquella mañana, y de la que
manarán todos nuestros otros gozos, será ver Su rostro,
oír Su voz y contemplar Su gloria. O, como lo expresa el
apóstol Juan, recapitulando toda bendición en dos
expresiones: «Seremos semejantes a él, porque le
veremos tal como él es»[8] (1 Jn.
3:2).
«Escucha la trompeta que con su son
El silencio de los siglos rasga;
La luz de la gloria resplandece
En muchas doloridas frentes.Cambiados al instante—a vida levantados,
Los vivos y los muertos se levantan,
La voz del arcángel obedecemos
Que nos convoca a los cielos.No deslumbrados por la luz gloriosa
De aquella frente amada,
¡Vemos ya sin nube alguna
Vemos ahora al Salvador!Oh, Señor, la brillante y bendita esperanza
Que en el pasado nos alentó,
De un pleno y eterno reposo en Ti,
Queda cumplida por fin.»
—Sir Edward Denny
1. Para entrar en detalle en los diversos aspectos de la iglesia, véase The Present Testimony, vol. 1. Synopsis of the Books of the Bible — 1 Corinthians y Ephesians, por J. N. Darby. Lectures on the Epistle to the Ephesians, por W. Kelly. A Treatise on the Lord's Supper, por C. H. Mackintosh. Volver al texto
2. Collected Writings of J. N. Darby, «Prophetic», vol. 9, pág. 67. Volver al texto
3. Lectures Introductory to the Catholic Epistles, pág. 281, por W. Kelly. Volver al texto
4. Véase el valioso tratado God's Threefold Purpose [El triple propósito de Dios], y también Plain Papers on Prophetic Subjects [Artículos sobre Temas Proféticos], ambos de William Trotter, y este último un libro podríamos decir que exhaustivo acerca de la cuestión de la profecía, valiosísimo para el estudioso. En castellano recomendamos la obra Ocho lecturas sobre la profecía, una obra escrita a mediados del siglo diecinueve pero que mantiene toda su actualidad, por el antedicho autor Trotter, y Smith. Volver al texto
5. Para detalles acerca del orden de acontecimientos mediante los que tendrá lugar este gran cambio en la posición de ellos, véase las obras del Sr. Trotter que aparece en la nota anterior. Volver al texto
6. En un libro muy alentador que hemos estado leyendo recientemente, Historia y recuerdos del evangelista Brownlow North, por Kenneth Moody-Stuart, encontramos expresiones como «la sinagoga judía, sobre cuyo modelo está fundada nuestra iglesia presbiteriana. ... La constitución de la sinagoga judía, en su gobierno y culto, fue el modelo de la primitiva iglesia cristiana. En ella encontramos el conferimiento a los ministros de la ordenación, el llamamiento y la comisión, desde los Hechos de los Apóstoles hasta el presente» (págs. 135-136, ed. inglesa). El escritor se refiere a la iglesia del Antiguo Testamento y del Nuevo, como si ésta fuese una continuación de aquélla. Pero la Escritura se refiere a las bendiciones judía y cristiana por vía de contraste, la una terrenal, la otra celestial. La bendición judía es mencionada como «todas las bendiciones temporales en una tierra deleitosa». La iglesia tiene ahora «toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo». Observamos esto como venido accidentalmente a nuestra atención, y suponiendo que sea una expresión apropiada de los puntos de vista eclesiásticos de la Iglesia Presbiteriana de Escocia en el momento presente. (Debe recordarse que esto fue escrito hacia o antes del año 1890 —Ed.) Volver al texto
7. Synopsis, J. N. Darby, vol. 5, pág. 90. Volver al texto
8. Véase el tratado Arrebatados por el Esposo, vienen con el Rey, de George Cutting. Volver al texto
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