William Kelly
La Iglesia de Dios
Traducción del inglés:
Santiago Escuain
TERCERA CONFERENCIA
(1ª Corintios 14)
LA ASAMBLEA Y EL MINISTERIO
Introducción
Los dos temas que han de ocupar ahora nuestra atención pueden
parecer a primera vista bastante divergentes; pero, en realidad, y
por muy divergentes que parezcan, ambos surgen de Cristo. Los dos se
basan en Su obra, como un hecho cumplido; derivan de Él en su
actual puesto de exaltación a la diestra de Dios; están
establecidos con el objeto expreso de ensalzar al Señor
Jesucristo, así como son llamados ahora de una forma muy
directa a estar bajo Su Señorío. Y este último
punto es de una importancia inmensa. Porque, sea cual fuere el poder
del Espíritu Santo en el ministerio, sean cuales fueren los
privilegios de la asamblea, con todo ello el Señorío de
Jesucristo es una verdad de carácter ciertamente elemental en
la mente de Dios, pero de una importancia inmensa para la obra
práctica del Espíritu de Dios, tanto en los miembros
individuales, que son Sus siervos, como en la asamblea, el cuerpo del
cual Él es la Cabeza. De ahí podemos ver en el acto
que, sean cuales fueren las diferentes líneas que bien el
ministerio o la asamblea puedan tomar, surgen sin embargo ellas de un
mismo manadero, y ambas, en el propósito de Dios, han de estar
sujetas al Señor Jesucristo y deben ser el medio de Su
exaltación. Esta noche me ocuparé de atraer la
atención al testimonio que tenemos en la Palabra de Dios en
cuanto a estos dos temas, a fin de exponer, hasta donde el tiempo lo
permita, en qué difieren; en donde están unidos por un
principio común; y por encima de todo el fin común que
tienen, así como también la responsabilidad
consiguiente del cristiano.
Breve consideración sobre la asamblea
Primero de todo, por lo que toca a la asamblea, podemos ser tanto
más breves cuanto que ya hemos tenido ante nosotros el un
cuerpo así como el un Espíritu. Pero os
puedo señalar unos cuantos pasajes que demuestran lo que acabo
de adelantar, que la asamblea de Dios se halla basada sobre la obra
acabada de Cristo y su exaltación a la gloria celestial.
Adelantemos que la palabra iglesia tiene el mismo significado que
asamblea; por ello se utiliza a menudo la palabra
«asamblea» a fin de evitar malos entendidos. Se
podrían suscitar muchas cuestiones en cuanto al significado de
la palabra «iglesia»: difícilmente se pueden
suscitar dificultades con la palabra «asamblea». Y el hecho
es que la iglesia es la asamblea. Asamblea es la palabra castellana
adecuada, en lugar de «iglesia», que ha venido a ser
castellanizada, indudablemente, a partir de la palabra griega
ekklesia que aparece el Nuevo Testamento, pero que con
frecuencia sirve de vehículo a conceptos no solamente
imprecisos, sino incluso opuestos para mentes diferentes.
Sobre esta Roca …
Ahora bien, en los Hechos de los Apóstoles, comparando con
Mateo 16, encontramos una luz clara. El Señor, en un punto
sumamente crucial de Sus tratos con los discípulos, informa a
Pedro más particularmente, pero de hecho a todos sus
seguidores, que Él iba a edificar Su asamblea. «Sobre
esta roca», dice Él, «edificaré mi
iglesia». La razón de esto es que la incredulidad del
pueblo judío era total, después que les hubiera dado la
prueba divina más plena, tanto mediante milagros y
señales como en profecías cumplidas, y por encima de
todo en el poder moral que siempre le rodeaba —una corona de
gloria más resplandeciente que ningún milagro ni
profecía. Pero cuando el Señor hubo agotado, por
así decirlo, todos los medios que incluso Su bondad y
sabiduría podían sugerir en dependencia a la voluntad
de Dios el Padre, y cuando el resultado de Su paciente gracia fue que
se hicieron más y más patentes la incredulidad y el
escarnio contra el verdadero Mesías, y que se hizo más
mortífero en su carácter el espíritu de
hostilidad contra Él, Él lo lleva todo a un punto de
decisión con su pregunta de quién decían los
hombres que Él era. La respuesta manifestó la total
incertidumbre de Israel; más aún, que la única
certidumbre era que los hombres, los mejores y los más sabios
entre ellos, hablando humanamente, aquellos que le habían
visto más, estaban totalmente equivocados. Él apela
entonces no a un grande, sino a uno que tenía un
corazón fiel —a Simón, el hijo de Jonás; y
de sus labios sale la confesión por la cual el Señor
mismo le pronunció bendito— bendito debido a que no era
por sangre ni por carne, con su total debilidad y oposición a
Dios. Era el Padre que estaba en el cielo quien había revelado
a su alma esta gloriosa verdad, que bajo aquella forma despreciada
—aquel proscrito— el Nazareno era no solamente el Cristo,
sino además el Hijo del Dios viviente. El Señor
Jesucristo acepta de inmediato esta confesión, y dice, con
referencia especial a su última parte —que no era
meramente el Mesías o Cristo, sino el Hijo del Dios
viviente—: «Sobre esta roca edificaré mi
iglesia».
La iglesia comenzó en Pentecostés
El Mesías, en vergüenza y humillación, era una
piedra de tropiezo para Israel; pero el Hijo de Dios confesado era la
roca sobre la que se edifica la iglesia. Esta era una
confesión más plena y más profunda —y en la
plenitud con que había sido hecha era ciertamente nueva, y
así la trata el Señor. Naturalmente, y como sabemos,
Cristo era el Hijo del Dios viviente desde toda la eternidad; pero
por vez primera unos labios humanos le confesaban en este aspecto, y
ello desde un corazón enseñado por Dios Padre. Luego, y
también por primera vez, el Señor Jesús
manifiesta que sobre esta confesión iba a ser edificada Su
iglesia; e inmediatamente les prohíbe proclamar que Él
era el Cristo, mostrando que no se trataba ahora de ser recibido y de
reinar como Mesías. Él iba a ser rechazado y a padecer.
De ahí, a causa de su rechazo de parte del pueblo, pero en
base del reconocimiento de Su mayor gloria por parte del remanente
representado por Pedro, tenemos en el acto el anuncio de Sus
padecimientos y muerte. Esto es lo que abrió la puerta para
aquella nueva obra de Dios —la iglesia que iba a ser edificada
sobre la confesión de Jesucristo, «el Hijo del Dios
viviente». Por consiguiente, llega pronto que el Señor
muere en la cruz, y que es proclamado Hijo de Dios con poder por la
resurrección de entre los muertos, y después
glorificado, y que, a su debido tiempo, envía al
Espíritu Santo del cielo. El segundo capítulo de los
Hechos de los Apóstoles, que muestra la presencia del
Espíritu Santo, nos presenta por vez primera la asamblea como
un hecho existente en la tierra. Esto es digno de toda
mención. El Señor, en Mateo 16, se había
referido a Su asamblea como algo que se tenía que edificar
todavía: «Sobre esta roca edificaré mi
iglesia.» Pero ahora, en Hechos 2, encontramos que la iglesia
está en proceso de edificación; como se dice al final
de dicho capítulo: «Y el Señor
añadía cada día a la iglesia[1] los que
habían de ser salvos».
Esta es una lección muy importante, y llena de resultados de
gran consecuencia. Demuestra que la iglesia no significa meramente
personas salvadas, o en proceso de ser salvadas. La salvación
era una cosa que existía ya antes de la asamblea. El
Señor tomó a los que tenían que ser salvados, y
los introdujo en la iglesia. Si no hubiera habido asamblea en la que
introducirlos, esto no hubiera anulado el hecho de que aquellos eran
de los «que tenían que ser salvos».
¿Cuál es el significado de «los que tenían
que ser salvos»? Significa aquellos en Israel destinados a
salvación —aquellos judíos a los que la gracia
estaba contemplando y obrando con sus almas. En la inminente
disolución del sistema judío, Dios se reservaba para
Sí mismo un remanente según la elección de la
gracia. Siempre existió este remanente, que una época
de decadencia y de ruina servía meramente para definir.
Así, durante la época de la vida del Señor, los
discípulos eran el remanente, o «aquellos que
tenían que ser salvos». Todos aquellos que iban pronto a
confesar a Jesús como Mesías por el Espíritu
Santo eran «aquellos que habían de ser salvos»; pero
no había todavía tal cosa como la iglesia a la que ser
añadidos. Ahora bien, en la época a la que se refiere
Hechos 2, la asamblea o iglesia existía ya, a la cual ellos
podían ser añadidos. Coincidiendo con la presencia del
Espíritu Santo, tenemos la iglesia; y esto concuerda con
1 Co. 12:13, donde se dice que «por un solo Espíritu
fuimos todos bautizados en un cuerpo»; esto es, la
formación del cuerpo depende del bautismo del Espíritu.
Hechos 1 muestra que el bautismo del Espíritu no
había tenido lugar todavía; Hechos 2 muestra que
ya había tenido lugar; e inmediatamente se hace
evidente el hecho de que la iglesia estaba allí como una
entidad que realmente se hallaba sobre la tierra, a la cual «los
que habían de ser salvos» iban siendo añadidos por
el Señor. Esto es, el Señor tenía ahora una casa
sobre la tierra. Las piedras habían estado ya antes
allí —piedras vivas, pero separadas, porque no
había habido ningún edificio de Dios aquí abajo
en este sentido.
Ahora, el Señor actúa según Sus palabras:
«Sobre esta roca edificaré mi Iglesia». Él
reúne las piedras vivas; las edifica formando una sola casa
—la casa de Dios, y esto no meramente por la fe, sino por el
Espíritu Santo enviado del cielo. Sabemos que, antes de que
fueran introducidas en la iglesia, había ciento veinte
personas expresamente mencionadas en Hechos 1. Éstas
también eran de «los que habían de ser
salvos.» Y no tengo duda alguna de que había un
número considerablemente mayor de los que eran hermanos.
Así, en 1 Co. 15:6 oímos hablar de
«más de quinientos hermanos» que vieron al
Señor después de su resurrección. Por tanto,
queda patente que había bastantes creyentes en la tierra de
Israel. Los «ciento veinte» eran aquellos que, durante o
después de la crucifixión, vivían en
Jerusalén. Pero, fuese cual fuese la cantidad de hermanos a lo
largo y ancho de la tierra, o de personas en Jerusalén,
todavía no existía una entidad como «la
iglesia», la asamblea de Dios, hasta que el Espíritu
Santo fue enviado para dar unidad —para constituirlos en una
corporación que ahora existe, tanto si se la contempla como
casa de Dios, o como cuerpo de Cristo. Hay diferencias muy
importantes relacionadas con estas facetas de la asamblea; pero
siempre es la presencia del Espíritu Santo que la constituye
bien como cuerpo de Cristo, bien como templo de Dios. En
1 Corintios se habla de ella como constituida por el
Espíritu Santo, presente y actuando en ella; allí se la
designa también como cuerpo de Cristo, como vemos del pasaje
de las Escrituras al que acabamos de remitirnos: «Por un solo
Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo».
La iglesia, la congregación en uno de los creyentes
Evidentemente, esto es muy importante, debido a que lo que la gente
piensa y habla acerca de la «iglesia invisible»
—aunque la Escritura nunca utiliza esta expresión—
existía ya sustancialmente antes de «la iglesia»; y,
de hecho, era a este estado invisible de cosas al que el Señor
estaba poniendo punto final al formar la iglesia. Como todos sabemos,
en los tiempos del Antiguo Testamento había una nación
que Dios reconocía, y a la que designaba como Su pueblo, en
medio de la cual había creyentes aislados, como es indudable
que había otros creyentes entre los gentiles. Así, por
ejemplo, en los tiempos más tempranos tenemos a Job; y de vez
en cuando, a través de las Escrituras, hallamos a uno u otro
gentil que evidentemente manifestaban la posesión de la vida
divina, y esperando al Redentor, fuera de los límites de
Israel. Con todo, no había tal cosa como «la
iglesia» —ninguna congregación en uno de los
creyentes esparcidos, hasta la muerte de Cristo. Los hijos de Dios
habían estado esparcidos, pero entonces fueron reunidos en
uno. A partir de ahora los discípulos en Israel no estaban
solamente destinados a la salvación, sino además
reunidos en uno sobre la tierra. Ésta es la iglesia. La
asamblea supone necesariamente una reunión de los santos en un
solo cuerpo, separado del resto de la humanidad. Antes de esto no
había un cuerpo así. Por lo tanto, es un craso error
hablar de «la iglesia» en los tiempos del judaísmo o
en épocas anteriores. La mezcla de creyentes con sus
compatriotas no creyentes (esto es, lo que recibe el nombre de
«iglesia invisible») era precisamente aquello a lo que el
Señor estaba poniendo fin —no iniciando— cuando
Él «añadía cada día a la iglesia los
que habían de ser salvos».
El error común acerca de esta cuestión es que el
conjunto de los que han de ser salvos es lo que compone la iglesia.
Pero es lo contrario lo que se desprende de este pasaje y de muchos
otros de las Escrituras. Hasta este tiempo, «los que
habían de ser salvos» no se encontraban en la iglesia.
Ahora el Señor los toma y añade,
reuniéndolos, día a día, formando un cuerpo
unido. Así, es bien evidente que «la asamblea» es
una cosa, y ser salvo es otra. Naturalmente, la salvación es
cierta de aquellos que están en y pertenecen a la iglesia. El
Señor no deja a «los que habían de ser
salvos» en sus antiguas asociaciones, sino que gradualmente los
edifica juntos en la Iglesia. Pero las dos ideas son tan totalmente
distintas que, a través de todo el Nuevo Testamento,
existían ya antes aquellos que «habían de ser
salvos», y a pesar de ello no había ninguna «iglesia
de Dios» en el sentido que estamos ahora deduciendo de las
Escrituras. Es indudable que había la asamblea de Israel, y
ésta recibe el nombre de «la congregación de
Jehová» — «la asamblea», si se quiere, de
Jehová; pero se trataba meramente de la nación, de la
masa entera del pueblo judío. Fue de esta nación que se
tomó el primer núcleo de «la iglesia»; y,
habiendo acabado de descender el Espíritu Santo para habitar
en aquellos que estaban ya allí, el Señor toma a los
otros que fueron convertidos en Pentecostés o después,
y los añade al cuerpo existente —a la iglesia ahora en
curso de formación. Por ello, es evidente que el primer
estado, el del pacto antiguo, que estaba ahora listo para
desaparecer, se corresponde con lo que la gente quiere decir cuando
hablan de «una iglesia visible e invisible».
Llamarían ellos a la nación judía la iglesia
visible, y a «los que habían de ser salvos»
en medio de ella, la iglesia invisible. Bien, que hablen
así, si quieren; pero todo lo que afirmo ahora y quiero
apremiar a cada uno que se sujete a la palabra de Dios es que, cuando
se aplica a lo que el Nuevo Testamento denomina «la iglesia de
Dios», este tipo de pensamiento y de lenguaje queda condenado
por las claras y decididas afirmaciones de la Palabra de Dios. No
hablaría de una manera tan tajante si las Escrituras dieran
lugar a la más mínima sombra de duda sobre este punto.
Pero si la Palabra de Dios es expresa, me parece que es algo criminal
por parte del creyente el hablar dudosamente. No solamente no
está haciendo todo lo que debiera hacer, sino que está
en realidad dando su apoyo al espíritu de la incredulidad que
hay en el mundo. Le debemos a nuestro Dios el ser firmes allí
donde Su Palabra es llana; le debemos el no admitir componendas,
así como el serle obedientes. Si la Palabra de Dios es
así de explícita, que ahora por primera vez tenemos
«la iglesia», constituida por el bautismo del
Espíritu Santo concedido a los creyentes, y que aquellos que
estaban destinados a salvación, «los que habían de
ser salvos», fueron sacados de Israel y añadidos a la
asamblea, entonces digo yo que la iglesia, en el sentido que el Nuevo
Testamento da a la palabra, nunca existió ni pudo existir
antes —que empezó a existir allí y entonces—,
que consiste de personas salvadas tomadas de los judíos
primeramente y después de los gentiles, como sabemos, pero
siendo ambos llevados al uno y solo cuerpo existente sobre la tierra.
Este cuerpo es y recibe el nombre de «la iglesia», o
asamblea de Dios.
A su debido tiempo el Señor empezó a extender la obra.
Así, en Hechos 8 encontramos que Samaria recibe el evangelio,
y que a continuación se da el Espíritu Santo a los
creyentes. Tenemos después al eunuco etíope llevado al
conocimiento de Cristo. Después el gran apóstol de los
gentiles se convierte de tal manera que llega a ser el más
idóneo testigo de la gracia, así como la iglesia
—una con Cristo en el cielo: como desde luego en
Colosenses 1 se describe él no solamente como ministro
del evangelio, sino de la iglesia. Sólo que trata acerca de
ella como el cuerpo de Cristo.
La iglesia o las iglesias
También, de pasada, quisiera señalar que Hechos 9:31
tiene su sentido afectado, por decir poco, en el texto griego
común y en la versión castellana. «Entonces las
iglesias tenían paz,» leemos, «por toda Judea,
Galilea y Samaria; y eran edificadas, andando en el temor del
Señor, y se acrecentaban, fortalecidas por el Espíritu
Santo.» Pero las mejores copias y las versiones más
antiguas dan «la iglesia», no
«las iglesias». Admito sin problemas que había
iglesias en estos distritos; pero no hay nada de peculiar en ello.
Pero estoy persuadido de que lo que el Espíritu Santo
escribió aquí fue «la iglesia». Desde
luego, las mentes quedaron confundidas en época bien temprana.
La idea de la iglesia como una sociedad subsistiendo unida sobre la
tierra se pierde fácilmente de vista, particularmente al
contemplar distintos distritos y países, como Judea, Galilea y
Samaria. La verdadera lectura de este pasaje nos devuelve
inmediatamente a la unidad sustancial propia de la iglesia, o
asamblea de Dios, aquí abajo. Puede que hubiera muchas
asambleas por toda Judea, y Samaria, y Galilea, pero se trataba de
la iglesia. Admito que oímos hablar a menudo de las
iglesias de Judea, y de otros países, como por ejemplo de
Galacia. Nadie pone en duda el hecho de muchas asambleas diferentes
en estas tierras diferentes. Pero hay también otra verdad que
no ha sido vista durante largo tiempo por la gran masa de los hijos
de Dios —no solamente que Dios estableció un cuerpo que
no existía con anterioridad, sino que allí donde
pudiera haber asambleas, era todo ello la asamblea. No
solamente constituyó Él la iglesia sobre la tierra,
susceptible de un crecimiento diario, sino que en tanto que
extendía la obra, en tanto que Él constituía
nuevas asambleas en este o en aquel distrito y país, se
trataba sin embargo de una y la misma iglesia fuera donde fuera que
estuviera. Este pasaje, leído rectamente, aporta una poderosa
prueba de ello; y ahora añadiré sencillamente que las
mejores autoridades textuales no me dejan en mi mente con ninguna
duda acerca de ello. La palabra iglesias suplantó la
palabra la iglesia en época ya muy temprana; y ello
puede deberse a que muy pronto los copistas, como las otras personas,
comenzaron a perder de vista la unidad que Dios estaba estableciendo
entre Sus hijos sobre la tierra.[2] Es mucho más
natural concebir meramente unas distintas iglesias que asimilar la
preciosa verdad de la iglesia allí donde ésta se
encuentre sobre la faz de la tierra. Esto puede haber conducido a
asimilar la verdadera frase a otra frase, más familiar,
especialmente cuando el sentido de la unidad decayó y
desapareció.
La autoridad en la iglesia
Del relato histórico en los Hechos de los Apóstoles
pasamos a la instrucción que el resto del Nuevo Testamento
ofrece con respecto a la asamblea. En primer lugar el Señor,
en Mateo 18, había establecido el espíritu que
tenía que manifestarse en la asamblea en asuntos personales,
empezando con uno de sus miembros. Él había expuesto
allí que el espíritu legal está totalmente fuera
de lugar. Les había hecho observar de la forma más
hermosa como Él mismo era el Hijo del hombre que vino «a
buscar y a salvar lo que se había perdido» —no
meramente que Él era el Pastor de Israel, recogiendo a Su
propio pueblo, sino que Él había venido en busca de los
perdidos, en la gracia pura, simple y plena de Dios. Tomemos un caso
que Él sabía que podría suceder en la asamblea
que Él iba a erigir —el caso de un hermano pecando contra
otro: ¿Qué debería guiarlos? No la ley, ni la
naturaleza, sino la gracia. La justicia del hombre diría:
«El hombre que ha hecho lo malo tiene que venir, y
humillarse». «No,» dice la gracia, «ve a
buscarle.» «¡Qué! ¿Buscar al hombre
que me ha hecho este mal?» «Sí, esto es exactamente
lo que el Señor ha hecho.» Esto es, el Señor
presenta Su gracia propia como el modelo, la fuente, y el poder que
han de gobernar a cada persona, y que naturalmente han de ser
también el aliento vital de la asamblea. Por consiguiente,
leemos así: «Si tu hermano peca contra ti, ve y
repréndele estando tú y él solos». Aquel
que ha sido ofendido llega a ser en gracia la parte activa. Va, y,
¿con qué propósito? Para decirle a su hermano en
qué ha sido ofendido. ¡Qué llamamiento a la
abnegación entregada del amor! Y si su hermano le oye,
él ha «ganado a su hermano». ¡Qué
alabanza, de parte del mismo Señor! Sería ciertamente
una tristeza grande que el ofensor se extraviara todavía
más. Así es que el amor, el amor divino, se reproduce
en aquellos a los que el Señor no se avergüenza de llamar
hermanos. Los llama a ser testigos, no del siervo por quien fue dada
la ley, sino de Sí mismo, que estaba lleno de gracia y de
verdad. Así, entonces, la gracia es la enérgica
influencia que actúa; pero la verdad no se deja a un lado ni
por un momento. Aun menos puede el cristiano abrigar aquella soberbia
de corazón que diría, «Bien, él ha actuado
mal; yo estoy por encima de ello, y no lo tomaré en
cuenta». Habría en ello un espíritu de duro olvido
de Cristo y de Su gracia, así como de la indiferencia mundana
acerca del propio hermano. Nada de ello queda permitido en las
palabras del Salvador. De nuevo queda totalmente excluido el
principio legal, por correcto que sea en sí mismo, de tratar
al hombre como merezca. La gracia divina, tal como ésta se ve
en la persona y en la misión del Salvador de los perdidos,
opera en el alma si seguimos Su voz. Bien sabemos cuán
fácilmente pudiera dejarse esto en el olvido, y cómo el
corazón pudiera empezar a razonar: «Debido a que
él es mi hermano, es aun menos excusable —debiera tener
más conocimiento». Es indudable que hay razón en
esto: Debiera haber tenido más conocimiento; pero si no ha
sido así, uno puede por los menos tener el sentimiento de cual
es su lugar y privilegio. «Ve y repréndele», etc.
Así, el Señor no establece una ley para que el culpable
rehaga sus malos pasos, sino que llama al hombre que está en
su derecho para que vaya, no en el espíritu de
vindicación, sino en el de gracia, para ganar al que
está equivocado; y si este último atiende a la llamada,
el primero se ha ganado a su hermano. Si el ofensor rehúsa
escuchar, el asunto tiene que ser expuesto delante de otros.
«Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para
que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra.»
Habría, por decirlo así, una acción combinada de
la gracia actuando sobre el alma del ofensor, a fin de que
éste no pueda resistirse más. Ya es bastante malo
rechazar a uno: ¿Podrá rechazar a otro o a dos
más? Bien, pero ¿qué pasa si rehúsa
escucharlos a ellos, qué entonces? Toda la iglesia escucha y
habla; todos los objetos y testigos de la gracia divina que se hallen
en aquel lugar se ocupan atentamente del ofensor. ¿Puede
rechazar a la iglesia? Si lo hace, «tenle por gentil y
publicano».
Hermanos, ¿qué sentencia hay que sea más terrible
que la sentencia arrojada sobre el rechazo de la gracia y de la
verdad? Y en ello se ve el triste error que se hace frecuentemente
cuando se habla de amor, pero me temo que con poco aprecio de
él. Tiene que haber un amor en obra y en la verdad de Cristo
mismo, para empezar y dedicarse a una obra como ésta. Pero
observemos, la misma delicia en someterse a Cristo que puede hacer
que uno persista en ir tras un ofensor personal de tal manera, no
como cumpliendo con un deber, sino con un deseo ferviente de ganarle
—este mismo espíritu de fe le considera, si se muestra
refractario, como «gentil y publicano». Puede que se trate
realmente de una persona convertida; pero el que rechaza la gracia de
Cristo brotando así conforme a la verdad no tiene que ser ya
más considerado como un hermano. No importa que sea o no sea
verdaderamente un hermano delante de Dios, él está
rechazando al Señor, por así decirlo, en aquellos que
le representan en la tierra en Su asamblea. «Tenle por gentil o
publicano.»
Los dones del Señor
Ésta es, así, la lección permanente y de peso
que el Señor nos da antes de que la asamblea llegara a
existir; pero no nos quedamos tan solo con estos preparativos
preliminares del Señor. En 1 Corintios, y más
particularmente en el capítulo que hemos leído, aparece
un relato muy completo de la forma en la que el Señor ordena
la asamblea. Antes de llamar vuestra atención a ocuparse en
ello, dejad que me refiera primero al capítulo 12, donde
empieza el tema de las manifestaciones espirituales. Allí
halláis al Espíritu Santo en operación activa.
Se halla obrando en los varios miembros de la asamblea de Dios.
Porque «hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el
mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el
mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las
cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es dada
manifestación del Espíritu para provecho. Porque a
éste le es dada por el Espíritu palabra de
sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo
Espíritu; a otro, fe por el mismo Espíritu; y a otro,
dones de sanidad por el mismo Espíritu» —etc. Pero
si tenemos aquí una actuación espiritual en la
asamblea, observemos que el tema empieza con pruebas que deciden
entre los espíritus que no son de Dios, y el Espíritu
Santo. No se trata de establecer quiénes son cristianos y
quiénes no, sino de discriminar entre lo que es del
Espíritu Santo y lo que es de espíritus que se hallan
opuestos a Él —los instrumentos del enemigo.
¿Y cuáles pueden ser estas pruebas? «Nadie que hable
por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús; y nadie
puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu
Santo.» Así, el Santo Espíritu de Dios nunca
trataría a Cristo en Su propia Persona, o relación con
Dios, como bajo maldición. Ésta es una prueba muy
simple y solemne, y debiera ser sopesada por nosotros —creo que
puedo decir, amados hermanos, especialmente por nosotros. Porque en
nuestros días se ha puesto en marcha un esfuerzo de lo
más audaz por parte del diablo. ¿Acaso no ha habido
hombres que se han atrevido a afirmar que el Señor
Jesús, en Su propia relación con Dios como hombre sobre
la tierra, se hallaba bajo la maldición de la ley quebrantada?
— ¿Que Él se hallaba bajo los efectos, entre Su
propia alma y Dios, de la distancia entre el hombre y Dios? En el
acto discernimos cuál es este espíritu. «Nadie que
hable por el Espíritu de Dios llama anatema a
Jesús.» Por otra parte, «Nadie puede llamar a
Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo».
Cuando hay un espíritu malo obrando, puede pronunciar muchas
cosas que estén muy bien; puede aparentar exaltar a Cristo y a
Sus siervos, como vemos en los Evangelios y en los Hechos de los
Apóstoles; pero nunca reconoce a Jesús como
Señor. Es la marca segura de un espíritu malo el
rebajar a Jesús, poniéndole, de una u otra manera, bajo
la maldición por Sí mismo. No estoy hablando ahora del
hecho de que Él tomase aquel lugar, por gracia, en la cruz,
sino en cuanto a Su propio lugar como hombre ante Dios, aparte de la
expiación. La pretensión puede ser la de que así
se incrementa Su simpatía hacia nosotros, o para magnificar Su
triunfo ante las dificultades y Su salida de ellas; pero nadie que
hable por el Espíritu Santo dice que Jesús sea maldito.
Luego tenemos la contraprueba, que aquellos que reconocen el
Señorío de Jesús le reconocen en el poder del
Espíritu Santo. Aquí no se trata de discernir acerca de
la salvación de las almas, sino de un medio de detectar
qué forma de espíritu está en acción en
la iglesia. Es la piedra de toque escritural para descubrir a
aquellos que hablan por el Espíritu Santo. Lo que es del
Espíritu Santo exalta realmente a Cristo y le da Su lugar
debido como Señor. El espíritu de error trata igual de
ciertamente rebajar Su persona y frustrar Su obra.
El propósito y la prueba de la iglesia
El Espíritu Santo mantiene invariablemente dos cosas —la
gloria de Cristo en cuanto a Su persona, y el Señorío
de Cristo en cuanto a Su puesto: Lo primero como haciéndole
idóneo para Su obra, lo otro como consecuencia de ella. Ahora
bien, esto abre el camino en el acto para la importante verdad
práctica de que el gran propósito de la asamblea de
Dios es el reconocimiento de Cristo como Señor. Por ello, nos
quedamos en el acto ante la siguiente cuestión: ¿Ha dado
el Señor reglas para Su asamblea, o nos ha dejado a nosotros
mismos? ¿No tenemos unos principios rectores para la manera en
la que la asamblea de Dios se ha de conducir en este mundo?
¿Está la iglesia totalmente dejada, por así
decirlo, a sus instintos espirituales? ¿Ha de ser moldeada por
la época o país particular en que los santos puedan
hallarse? Espero que nadie aquí presente apruebe unos
pensamientos tan evidentemente terrenales como estos.
¡Qué! ¡La asamblea cristiana dependiente de una
época o de un país! ¿Pueden creer realmente los
que así especulan o actúan que la iglesia de Dios es
después de todo una criatura del mundo, que Dios la ha dejado,
como huérfana, para que sea una cosa aquí y otra
allá? Instituciones de este tipo pudieran ser buenas o malas
iglesias del hombre, pero ciertamente uno se queda sorprendido que
puedan establecer ninguna pretensión de ser la iglesia de
Dios. Es de la máxima importancia, entonces, que todos los
creyentes, desde el más sencillo, tengan una
comprensión de lo que está tan claro y patente en las
Escrituras, y que se aferren a ello, que si hay algo que Dios aprecie
en gran manera sobre la tierra, es Su iglesia; que si hay algo de lo
que Dios está celoso sobremanera de mantener en ella, es la
gloria de Cristo; y que no es todavía en el mundo, sino en los
hijos de Dios, que el mismo Dios está ahora activo por Su
Espíritu, con el propósito de glorificar a Cristo.
Pero, como es de costumbre en Sus caminos, todo lo que es establecido
sobre la tierra es siempre puesto a prueba primero aquí, y es
después puesto en manos de Cristo, mediante Quien estos
propósitos son llevados sin fallo alguno a la práctica.
Hoy es el día de la prueba. Cuando vuelva Jesús, no
habrá ya más prueba a este respecto. La iglesia
entrará entonces en el lugar debido que le es reservado en el
propósito de Dios. La hora de nuestra responsabilidad
habrá llegado a su término. Pero ahora es el tiempo en
el que los hijos de Dios son puestos a prueba.
El infantilismo de Corinto
Señalemos, además, que uno de los objetos de la Primera
Epístola a los Corintios es el de mostrar que su iglesia era
una iglesia de niños, una asamblea de personas ya no reunida
aparte del mundo, y por ello con una gran ignorancia práctica.
Les vemos asaltados por males que en estos días no
constituirían normalmente una prueba entre los hijos de Dios.
Evidentemente, había un estado muy bajo de pensamiento y
sentimientos morales, y, en un caso por lo menos, una bajeza tan
grande de conducta externa que ni se oía de tal cosa entre los
gentiles. Parecería como si el diablo hubiera llevado a cabo
denodados esfuerzos para sacar buena partida de la feliz libertad de
estos recientes cristianos. Se olvidaron totalmente acerca de la
carne, al estar tan ocupados con el poder del Espíritu. No
parecen haber reflexionado sobre los peligros de la carne. No andaban
juzgándose a sí mismos. Es preciso recordar que ellos
poseían pocas de las Escrituras del Nuevo Testamento
todavía, y que el apóstol no les había estado
enseñando durante mucho tiempo. Naturalmente, después
hubo una gran ganancia a través de su misma caída por
la instrucción que el Espíritu Santo dio a otros a
causa de ello, y, podemos tener la esperanza, a ellos mismos. Pero la
epístola muestra con claridad que la infantil iglesia de
Corinto tenía la responsabilidad de iglesia de Dios. Es la
única a la que se dirigen expresamente estas palabras: «a
la iglesia de Dios». En esta época no había
allí apóstoles ni parece que tampoco ancianos; pero
tendré más adelante oportunidad de ocuparme más
de este tema. No obstante, no había escasez de personas con
dones; pero se debe señalar que el orden espiritual no se
consigue mediante tales manifestaciones de poder, sino mediante la
sujeción a Cristo como Señor. No es suficiente ser
enriquecido en toda profecía y conocimiento. Pocas iglesias
tenían dones más abundantes que la asamblea en Corinto.
No obstante se trataba de un espectáculo de lo más
desordenado; y la razón era que estaban ejercitando estos
poderes sin referencia a la voluntad del Señor ni a Su gloria,
y, por ello, lo hacían para los propios fines de ellos. Se
estaban complaciendo a sí mismos —exaltándose a
sí mismos. En la exuberancia de su nuevo nacimiento, estaban
dando rienda suelta a toda la energía espiritual que les
había sido concedida, y la consecuencia es que hubo la
necesidad especial de devolverles a los caminos de Dios.
El propósito de los dones: la edificación de la
asamblea
Sea cual fuere el poder del Espíritu mediante y en los hombres
sobre la tierra, debiera quedar siempre sometido a Cristo el
Señor. Los corintios no comprendían esto, y se les
tiene que recordar desde el mismo principio del capítulo 1
—«los que … invocan el nombre de nuestro Señor
Jesucristo, Señor de ellos y nuestro». Así, todo a
lo largo de esta epístola encontraremos que se da un gran
énfasis a que Él es Señor. Lo tenemos
aquí con referencia a la concesión y al carácter
de estos dones. Así, tenemos de nuevo en el capítulo 14
el ejercicio de estos dones regulado en la asamblea. La iglesia se
reúne en un lugar; allí los santos se reúnen
como asamblea de Dios. ¿Hablaban ellos en una lengua? Era en
vano que argumentasen que era indudablemente el Espíritu de
Dios el que les había capacitado para hablar así. De
nuevo tenemos que no se suscita ninguna cuestión en cuanto a
la calidad del tema pronunciado en la lengua desconocida:
podía ser algo totalmente verdadero, sano, y bueno; pero el
Señor proscribe todo aquello que no edifica a la asamblea.
Como norma general, en ausencia de uno que pudiera interpretar, el
ejercicio de estas lenguas queda prohibido en la asamblea.
Éste es un tema de una importancia máxima con respecto
a la práctica de los dones en la asamblea. No importa
cuán verdaderamente una persona posea un poder que le venga
del Espíritu Santo, no tiene que usarlo siempre;
y más aún, tiene que usarlo siempre en obediencia a
Cristo. Se establecen unas ciertas normas que dicha persona debe
obedecer. El apóstol toma en particular la profecía,
debido a que se trataba de la forma más elevada de actuar
sobre la conciencia: lo mismo que al mencionar los varios dones,
sitúa en último lugar a los diversos géneros de
lenguas (cap. 12:28). Así reprendió la vanidad de los
corintios; porque lo que ellos tenían en más el
apóstol lo reduce al último lugar.
«A unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles,
luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros,
después los que sanan, los que ayudan, los que administran,
los que tienen don de lenguas.» A continuación,
después de la más maravillosa consideración del
amor en el capítulo 13 (y ¡cuán necesario es en
estos asuntos!) pasa al ejercicio debido de los dones en la asamblea
en el capítulo 14. «Si, pues, toda la iglesia se
reúne en un solo lugar, y todos hablan en lenguas, y entran
indoctos o incrédulos, ¿no dirán que estáis
locos? Pero si todos profetizan, y entra algún
incrédulo o indocto, por todos es convencido, por todos es
juzgado; lo oculto de su corazón se hace manifiesto; y
así, postrándose sobre el rostro, adorará a
Dios, declarando que verdaderamente Dios está entre
vosotros». Obsérvese la trascendencia del principio en el
que insiste aquí el apóstol. Dios ha formado la
iglesia, la asamblea, como un testimonio para Cristo sobre la tierra
—un testimonio de Su Señorío. La consecuencia de
ello es que todo aquello que pudiera dar un falso testimonio, o
incluso vanaglorioso, todo aquello que impulsara a los hombres a
decir, «Están locos», queda prohibido, no importa
cuán verdaderamente el poder, así mal utilizado,
pudiera en sí mismo proceder de Dios. El don de lenguas, por
ejemplo, era evidentemente del Espíritu Santo, y no de la
naturaleza; pero su utilización estaba sujeta a unas
instrucciones divinas, como aquí vemos. Y esto tiene un amplio
alcance: desde luego, mantengo que éste es el gran criterio
que cada cristiano tiene que aplicar tanto para su propia conducta
como para juzgar la de otros. Pero, cuando hablamos de juzgar lo que
otros hacen o dicen, ¿es acaso necesario añadir que nos
conviene considerarlo todo humildemente y en amor, completamente
conscientes de que no estemos pensando en nosotros mismos, sino en la
gloria del Señor? Pero desde luego digo que estamos siempre
obligados a pensar en la gloria del Señor; y que por ello, no
importa bajo cuáles circunstancias, no importa dónde,
somos responsables de juzgar en sujeción a Él.
La profecía y las lenguas
Contra los que algunos puedan suponer, profetizar, aquí,
evidentemente, no se refiere a predecir; ni tampoco, como otros
dicen, a la mera predicación. Hay una buena cantidad de
predicación que no constituye profecía. En realidad, se
podría decir que la predicación del evangelio nunca es,
considerándolo estrictamente, profecía; porque esto
último es aquel carácter de enseñanza que deja a
la conciencia desnuda ante la presencia de Dios, y que así
acerca al hombre y a Dios, si puedo a aventurarme a expresarlo
así. Así, esto es lo que el apóstol contrasta
con el ejercicio de una lengua. La lengua quedaba prohibida, si no
había intérprete; y ello por la simple razón de
que de otra manera la iglesia no sería edificada. El objeto de
todo lo que se hace en ella tiene que ser «para
edificación». Por esto, todo lo que no edifique no es
adecuado para la asamblea de Dios, y no debiera ser permitido en
ella. Puede que la intención sea buena; puede que, por lo que
respecta a poder, proceda del Espíritu Santo; pero todo lo que
no sea inteligible y que no posea el carácter de edificar a
los santos de Dios, no es adecuado para la asamblea. Estas cosas
pueden estar muy bien afuera de la asamblea; y además era su
lugar adecuado, como testimonio a los incrédulos. Pero no
tenían lugar en la asamblea, si su ejercicio no tendía
a la instrucción, edificación y consolación de
la misma; y no podían ser para la edificación de la
asamblea, a no ser que hubiera uno que tuviera el don de
interpretación de lenguas y que pudiera, de esta forma, darles
la interpretación para la edificación de los santos de
Dios en la gracia y verdad que vinieron por Jesucristo.
El ejercicio de los dones
Ésta es, pues, la pauta por la que todo se ha de regir.
«Si habla alguno en lengua extraña, sea esto por dos, o a
los más tres, y por turno; y uno interprete. Y si no hay
intérprete, calle en la iglesia, y hable para sí mismo
y para Dios.» Pero supongamos que sois profetas; supongamos que
podéis hablar para edificación de esta forma poderosa:
«Los profetas hablen dos o tres, y los demás
juzguen». Aquí el apóstol toma el ejemplo de los
profetas en contraste con las lenguas; porque todo lo que el profeta
decía, lo decía con el propósito expreso de
edificar. En tanto que con esto admite que están en la primera
línea de importancia en los dones de edificación, se
afirma sin embargo esta importante salvaguarda que no debían
de hablar más de dos o tres en la misma ocasión. Es
indudable que tenían que hablar uno después del otro;
tenían que hablar en orden; sujetos unos a otros, pero no
más de dos o tres. ¿Y por qué? Porque lo contrario
no tendería a la misma edificación que
constituía el gran objeto de la profecía; sería
excederse, siendo más de lo que los santos podrían
asimilar; y por ello estos son los límites que se definen. Se
concede que los profetas constituyen el carácter más
elevado de la instrucción cristiana; pero solamente
debían hablar dos o tres, y los otros tenían que
juzgar.
Profecía y revelación
«Y si algo le fuere revelado a otro que estuviere sentado, calle
el primero.» Pudiera haber entonces aquello que ya no existe
más en la actualidad, como tampoco el hablar en lenguas: esto
es, revelación. Se debe mantener esto siempre presente. Se
puede exponer la verdad de Dios por el Espíritu Santo en
nuestro tiempo de la forma más poderosa, de modo que
actúe sobre la conciencia, y que ahora, como entonces, se
pueda comunicar la más firme convicción, a un
incrédulo que haya entrado, de que Dios está
ahí. No dudo que todo esto es perfectamente posible, y puede
suceder ahora en cualquier momento; ¡Y pluguiera a Dios que
así fuera siempre! Pero esto es algo totalmente distinto de
una revelación. Dios puede utilizar la instrucción
cristiana con gran poder, tomada de la Palabra escrita, como
testimonio de Su presencia entre Sus hijos en la tierra. Pero no se
puede ahora esperar, no debiera esperarse, ninguna nueva
revelación. El apóstol estaba instruyendo a estos
santos antes de que el canon de las Escrituras quedara terminado. En
aquel tiempo no estaba toda la verdad de Dios registrada por escrito;
y por ello me parece que es un hecho que, según el orden de
Dios, hubiera podido entonces haber revelaciones positivas, siendo
que quedaba aún por escribir mucha parte de la palabra de
Dios. En cambio, pretender en la actualidad la recepción de
revelaciones constituiría una acusación contra la
perfección de las Escrituras, y no me cabe duda alguna de que
esto demostraría pronto no ser nada más que un fraude o
necedad humana, y una trampa del diablo. Sea cual fuere el poder del
Espíritu de Dios obrando en la actualidad, tiene que ser
mediante el uso de la verdad ya revelada —una verdad ya presente
en las Escrituras. No se trata de algo añadido a lo que Dios
ha dado, sino de la utilización poderosa, en manos del
Espíritu de Dios, de aquello que ya ha sido entregado
permanentemente para la ayuda de la iglesia en su peregrinaje a
través de este mundo. Puede haber una recuperación de
lo que ha quedado escondido debido a la infidelidad de los santos;
pero está allí. Una nueva verdad, revelada ahora por
vez primera, sería algo incompatible con las Escrituras como
el libro completo de Dios.
La pertinencia presente de las instrucciones divinas
Si tenemos ciertas cosas, incluso en este capítulo, que se
refieren claramente a lo que entonces existía y que ya no
existe en la actualidad, cabría que una persona sencilla,
deseosa de comprender la Palabra de Dios, hiciese la siguiente
pregunta: «¿Por qué se mantiene entonces que este
capítulo tiene como misión la regulación de la
asamblea en la actualidad? Está claro que no hay ahora estas
lenguas, y que no puede haber ninguna revelación de nuevas
verdades. Si ha habido unas modificaciones de esta magnitud,
¿por qué mantiene usted que este capítulo
constituye la regla permanente de Dios para Su asamblea?» La
respuesta es bastante sencilla. Necesariamente, el Espíritu de
Dios reguló lo que estaba allí ante Él; pero el
gran propósito de toda la instrucción no es los poderes
milagrosos ni otras actuaciones transitorias, que tuvieron existencia
evidentemente para el especial propósito del testimonio en los
primeros días del cristianismo. Ninguna de estas cosas
constituye el tema central de estos capítulos.
¿Cuál es este tema? La presencia del Espíritu
Santo. Es en esta cuestión que debe centrarse toda
consideración seria y toda argumentación sobria de este
tema.
La palabra de Dios frente a los sistemas eclesiásticos
humanos
¿Tenemos todavía este uno y mismo Espíritu?
¿Podemos contar con Su presencia? ¿Creemos que se digna
Él de actuar incluso en la actualidad en la asamblea? Muchos
son los que, día tras día, dicen: «Creo en el
Espíritu Santo»; pero, ¿muestran ellos su fe por sus
obras? Quisiera preguntaros, y quisiera preguntarle a cada santo de
Dios, ¿Crees tú en la presencia real del Espíritu
Santo como una persona divina, que está con la iglesia, que
está en los santos, que está ahí expresamente
para dirigir la asamblea conforme a la palabra del Señor, y
para mantener el Señorío de Cristo en ella? Si tenemos
al Espíritu Santo; si Él sigue estando en y con los
santos; si ésta es una verdad segura, y que no depende para su
demostración de ningún pasaje determinado de las
Escrituras donde se hable de milagros ni de señales, sino que
queda claramente establecida donde éstos no tienen lugar
alguno; si se ha dado la promesa de que Él estaría con
nosotros para siempre, entonces yo pregunto: ¿cómo
actúa Él? ¿Se atreverá la incredulidad a
hacer del Espíritu nada mejor que un ídolo mudo?
Permitidme que os haga una o dos preguntas: ¿Ha abandonado el
Espíritu Santo la palabra del Señor como Su
única norma de nuestra práctica, así como de
nuestra fe? ¿O es que hay hombres que introducen razones
ingeniosamente preparadas para evitar sujetarse a esta Palabra? Pero,
¿es posible que haya hijos de Dios que se puedan contentar con
razones de ningún tipo para desobedecer? ¡Ay!, no es una
falta de caridad el hablar de esta manera. Ellos pueden dedicarse a
citar de continuo: «Hágase todo para
edificación», y «hágase todo decentemente y
con orden». Pero, ¿reflexionan ellos alguna vez que ni
siquiera los corintios habían violado de tal manera el orden
de la asamblea de Dios, con sus exhibiciones inoportunas, como lo
hacen ellos constantemente por medio de una rutina de su propia
invención (fija o improvisada) que no se parece en nada a la
forma, ni tampoco incorpora el espíritu, del orden divino?
Éste es precisamente el mismo capítulo que ellos citan
por una parte; por la otra hay los hechos positivos y llanos de su
práctica religiosa habitual.
Desobediencia y confusión—obediencia y orden
Tenemos que la iglesia de Dios ya no está sobre el terreno de
la una asamblea —que ya no se mantiene más en un
principio tan fundamental como el de la libertad del Espíritu
en ella para edificar mediante aquellos que Él quiera. Lo que
tenemos es el establecimiento de diferentes asociaciones religiosas,
a menudo peculiares de diferentes países, y que en absoluto se
corresponden ni con la asamblea ni con las asambleas en la Palabra de
Dios. Si alguien pertenecía a la iglesia de Dios en
Jerusalén, pertenecía a la iglesia de Dios en Roma. Se
trataba tan solo de una cuestión de localidad. El tal era un
miembro de la iglesia de Dios y, por ello, allí donde
estuviera, si él se encontraba en un cierto lugar,
pertenecía a la iglesia de Dios en aquel lugar. Las Escrituras
no reconocen la membresía en una iglesia, sino en la
iglesia. Si la iglesia de Dios está en un lugar
determinado, el cristiano, a no ser que haya sido excluido
disciplinariamente, tiene su puesto en ella. Insisto, nunca se
encuentra nada en las Escrituras acerca de la membresía en
una iglesia; se trata siempre de la iglesia.
Ésta es una diferencia sumamente significativa, por indicativa
de hasta qué punto se ha desviado la Cristiandad de la Palabra
de Dios. Porque en nuestros días, si uno pertenece a esta
iglesia, no por esta razón pertenece a aquella iglesia. En
lugar de constituir la afiliación de uno en la iglesia de Dios
la base de que uno sea miembro de ella en todas partes, bien al
contrario, tan grande es el cambio, que ahora el hecho de pertenecer
a una iglesia constituye la mejor prueba posible de que no se
pertenece a otra. Si uno pertenece a la iglesia de Escocia, no tiene
relación con la iglesia de Inglaterra; si es Bautista, no
pertenece al mismo tiempo a la sociedad Wesleyana ni a ningún
otro de los cuerpos no conformistas. Pero la Escritura no conoce nada
de esto.
Así, se ha completado el trastocamiento de la Cristiandad. Se
ha introducido un estado de cosas enteramente contrario a la Palabra
de Dios. Han surgido sociedades religiosas enteramente independientes
unas de otras. No me estoy refiriendo en particular ahora a lo que se
llama comúnmente el sistema Independiente o Congregacional,
aunque en el mismo se practica este principio aún de una
manera más antagonista contra la unidad de la asamblea tal
como la Escritura nos la presenta que en cualquiera de los otros.
Pero tomemos una de estas sociedades, o todas ellas; son todas ellas
más o menos independientes. Así sucede en el sistema
nacional establecido, en alto grado. Por el contrario, en la
época de los que echaron los cimientos de la asamblea de Dios,
todo aquel que pertenecía en absoluto a la iglesia,
pertenecía naturalmente a ella allí donde vivía;
pero si se desplazaba o viajaba de uno a todo lugar, podría
haber en ciertos casos alguna duda en cuanto a su realidad; porque la
sutileza, así como la violencia, arrojaban sus embates contra
los primeros cristianos. Por ello, llevaban cartas de
recomendación, o se les visitaba: esto es, puede verse en las
Escrituras precisamente el principio de lo que ahora tenemos a
nuestra disposición. Así, en el caso de Saulo de Tarso,
cuando Bernabé oyó las noticias de su remarcable
conversión, no creyó como otros discípulos que
se tratase de algo demasiado difícil para el Señor,
sino que, siendo un hombre bueno y lleno del Espíritu Santo,
está bien dispuesto a creer lo que la gracia podía
hacer, y va y se encuentra con Saulo, que es así reconocido
por la iglesia en Jerusalén. Así es ahora, si un
extraño pasa adelante, profesando ser creyente en el
evangelio, le visitan personas en quienes todos pueden confiar; y
así la iglesia, sobre el informe de ellos, acepta con plena
conciencia y de todo corazón al confesor de Cristo.
Pero no estamos limitados a ningún rígido canon, sea el
que fuere. Hay luz divina en la Palabra de Dios para cada posible
exigencia, y si no tenemos esta luz, mejor que esperemos en el
Señor, y veamos si la preciosa plenitud de las Escrituras no
se puede aplicar, de una manera indudable, a la dificultad, por el
poder del Espíritu, sin que presumamos añadir nada como
una regla para afrontar el caso. No se quiere decir con ello que
nunca vaya a haber perplejidades, y que no podamos sentir nuestra
debilidad y falta de sabiduría. La humildad, la paciencia y la
fe demostrarán antes de mucho tiempo ser las mejores
soluciones que todas las aplicaciones del arte humano. Dios ha
asumido proveernos a través de Su Palabra; y el poder
espiritual consiste en aplicar esta Palabra, por el Espíritu,
en cada caso que se nos plantee.
Pero el principal punto sobre el que insisto es éste
—que, según las Escrituras, el que viene a ser un miembro
de la iglesia de Dios es un miembro de ella en todas partes. Puede
que llevase cartas de recomendación a la asamblea a la que
fuese. Pero, ¿por qué? Porque a que a través de
todo el mundo se trataba de la iglesia de Dios. Ahora os pregunto,
¿deberíamos aceptar como asamblea de Dios nada
sistemáticamente diferente del relato escritural que tenemos?
¿Debiéramos permitir que otro principio contrario
gobernase sus servicios públicos? Si lo permitimos,
¿estamos realmente sujetándonos en ello a la Palabra de
Dios? Podréis hablarme de los obstáculos que existen
ahora, y que os encontráis con tantas dificultades contra las
cuales luchar. Todo esto se reconoce. Tan solo mantengámonos
firmes en que aquí, como en todas las otras cuestiones, la
voluntad de Dios es más importante que toda otra
consideración. Si nos encontramos acreditando aquello que se
opone a las Escrituras, lo que debemos hacer es dejar de hacer lo
malo, y aprender a hacer lo bueno.
No es nuestro deber — ni mucho menos — formar una
nueva iglesia, sino aferrarnos a aquella que es la más antigua
de todas, a la única iglesia que es verdadera —la
asamblea de Dios tal como ésta se exhibe en las Escrituras.
¿Por qué dudáis? ¿No os satisface la iglesia
de Dios? ¿Cuya iglesia, qué iglesia, preferís?
La libertad del Espíritu en la asamblea
Pero alegaréis que han cambiado la época y las
circunstancias, y ello de una manera total; y preguntaréis,
con aire de triunfo, si acaso dos o tres cristianos reunidos
aquí o allá pueden ser asamblea de Dios. Mi
contestación a ello es: indudablemente que ha habido un triste
cambio; pero la verdadera pregunta que se debe hacer es ésta:
¿Ha cambiado a voluntad de Dios con respecto a Su asamblea?
¿Qué es lo correcto, aceptar el cambio del hombre, o
volverse a la voluntad de Dios, incluso en el caso de que haya
solamente dos o tres que se reúnen en sumisión a Su
palabra? Si estoy con ellos, reunidos al nombre del Señor,
reconociendo a los miembros de Su cuerpo, esperando en Dios para que
Él obre mediante Su palabra y Espíritu, ¿no se
halla Jesús en medio de nosotros? ¿Y dónde puede
haber tanta consolación para nuestras almas? Espero demostrar,
otra noche que nos reunamos, que ésta es la expresa
provisión del Señor para estos últimos
días; pero, sea como fuere, todo lo que digo ahora es que el
principio de la asamblea de Dios, establecido por Dios en Su Palabra,
es el de la libre acción del Espíritu entre los
miembros reunidos de Cristo. No puede haber otro que Él
apruebe. O bien estoy actuando conforme a ello, o no. Si estoy
tratando así de ser fiel al Señor, bienaventurado soy,
sea cual fuere mi tristeza por el estado de la iglesia. Si no lo
estoy, por lo menos debería confesar mi falta de fe. La
Palabra de Dios no nos deja con dudas de ningún tipo acerca de
cuál es Su inmutable designio acerca de Su asamblea. El
Espíritu Santo ha descendido para ser siempre el Guía
de Su asamblea. Todo lo que necesito es un espíritu de
arrepentimiento y de fe. Hay obstáculos; hay lazos; se tiene
que pagar un alto precio, en este mundo, para ser un seguidor del
Señor Jesús. Pero, ¿soy de Él? ¿Tengo
en algo Su amor? ¿Me es Él más valioso que
cualquier otra cosa en este mundo? ¿Es una carga Su yugo?
¿Es dulce Su voluntad para mi alma? Con todo, digo, hay
solamente un camino. Es en vano proclamar en voz alta nuestra buena
disposición a ir con el Señor a la prisión o a
la muerte. Puede que Él no nos vaya a pedir esto; pero
Él sí demanda de cada cristiano que le sea fiel a Su
gloria en la asamblea de Dios. No se trata de una cuestión de
instituciones rivales pertenecientes a diferentes países, o a
diferentes líderes; tampoco se trata de una cuestión de
una escuela especial de doctrina, ni de un peculiar plan de
disciplina y de gobierno. ¿Acaso los viejos hábitos, la
tradición, el interés en esta vida, han de mantenerme
apartado de la fidelidad a lo que Dios me manifiesta como Su voluntad
para Su asamblea?
El deber del creyente, obedecer—Dios, libre para dar
bendición
Si veis cuál sea la voluntad de Dios, no titubeéis ni
un día más. No esperéis hasta que todo se
aclare. No es fe, cuando Dios llama a alguien, que éste le
diga, «Muéstrame primero la tierra». Apartaos de lo
que sabéis que es malo; nunca persistáis en aquello que
sabéis que es indudablemente contrario a la Palabra de Dios.
«A aquel que tiene le será dado.» ¿Has
renunciado a lo que sabes que no concuerda con la Palabra de Dios,
sino que se opone a ella? No te aferres a nada sino a la Palabra.
Deja que te pregunte, por ejemplo, qué hiciste el
último domingo. ¿Te hallabas, como cristiano, allí
donde pudieras honradamente decir, «me hallaba en mi puesto en
la asamblea de Dios»? ¿Fueron allí los diversos
miembros del cuerpo para reunirse esperando en la guía del
Espíritu Santo, con una puerta abierta para este o aquel
creyente, habiendo cada uno recibido su don, para ministrar el mismo
unos a otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de
Dios? ¿O te reuniste con otros donde la pauta escritural hubiera
sido considerada como un desorden? Si lo último, ¡quiera
el Señor concederte que veas claramente que no te encuentras
en tal caso dentro de Su voluntad ni de Su gloria en la asamblea! No
digo que los tales sean ajenos a la gracia de Cristo, ni que
estén fuera de la obra del Espíritu Santo —lejos
de mí pensar tal cosa. Creo que Él bendice no solamente
en asociaciones protestantes, sino incluso más allá de
ellas. Creo que el Espíritu de Dios actúa allí
donde Él ve apropiado, para utilizar el nombre de Cristo para
el bien del creyente y del incrédulo. Por lo que a mí
respecta, no dudo ni un momento que Dios ha utilizado Su Palabra para
la conversión y consuelo de almas entre los católicos
romanos —sí, y de sacerdotes, monjes y monjas
católicos romanos. Puede que en escasa medida, ya que
evidentemente la oposición a la verdad es enorme, y
ciertamente la apertura parece sumamente pequeña; pero en
verdad así ha sucedido hasta nuestros propios días, y
aún más clara y extensamente en el pasado.
Pero ya hay suficiente de esto. De lo que se trata no es si el
Espíritu de Dios puede hacer que la verdad cause efecto en
esta o aquella denominación. El principal tema que estamos
tratando ahora es: ¿estamos dando honra a Cristo según la
Palabra de Dios? ¿Estamos sujetos al Señor en la
asamblea? ¿Estamos llevando a término Su voluntad hasta
allí donde la conozcamos? Puede que fallemos al obrar —de
cierto que todos fallamos. Cuando os reunís todos juntos,
puede que algunos se hallen inquietos, otros que no hacen en absoluto
lo que debieran; puede que oigáis a algunos que sería
mejor que se callasen, y algunas veces veréis callados a
aquellos que seria una bendición escuchar. Puede ser que
estén cediendo a un sentido morboso de responsabilidad y al
temor a la crítica, y muchas otras cosas que obstaculizan la
expresión de lo que está en sus corazones. Es bien
posible que las cosas estén así. Nadie niega la
posibilidad ni el hecho de que hay faltas. Pero, ¿de qué
forma debilita esto en ningún sentido la verdad de Dios, ni el
deber que tienen Sus hijos?
Dejadme poner un ejemplo que entenderá todo creyente. El
Espíritu Santo habita en ti, si eres cristiano; pero,
¿estás siempre obrando en el Espíritu? No. Y el
Espíritu, ¿habita siempre? Ciertamente que sí.
Tú eres siempre templo de Dios; nunca puedes ser otra cosa si
eres miembro de Cristo; pero con todo esto podéis en ocasiones
contristar al Espíritu Santo. No obstante, vuestra
obligación nunca cesa. Así es con el Espíritu en
la iglesia.
Que se reúna la asamblea. Supondremos que están
convertidos, que han recibido al Espíritu Santo, y que
realmente, como asamblea, esperan en Él para que sea el
guía de ellos. Utilizo la expresión «como
asamblea», porque no se da por supuesto que cada miembro
comprende la verdad acerca del Espíritu de Dios. Puede que
algunos de ellos tengan mucho desconocimiento. Es para más o
menos vergüenza de su parte, pero puede que existan tales casos,
y de hecho los hay. Algunos santos se habrán sentido
atraídos por instinto espiritual, y puede que hayan recibido
su instrucción en el no-conformismo o en las iglesias
nacionales, y que se establezcan en la asamblea con poco progreso en
la comprensión. Estos, por así decirlo, pueden ser
vehículos para la introducción de los efectos de la
rutina en la que se habían criado espiritualmente; y no es
preciso decir que su experiencia no siempre les ayudará a ser
siempre sumisos a la guía del Espíritu. Y esto no se
limita sólo a éstos; porque sabemos qué
debilidades pueden hallarse entre aquellos que han sido alimentados
con la verdad desde su infancia. El haber estado allí
costándoles poco; no han conocido ningún sentimiento
profundo de la ruina de la Cristiandad. Sus almas no se han
ejercitado enérgicamente. Les supongo convertidos, pero
entrando en la verdad de la posición de la iglesia más
bien mediante la instrucción paterna que mediante la
pérdida de todo; y por ello hay la disposición a dar
por sentado, sin ninguna convicción divina, que las cosas
están bien. ¿Es acaso necesario indicar cuán
deseable que es que una inteligencia espiritual realmente ejercitada
en cuanto a la operación del Espíritu Santo en la
asamblea de Dios?
Pero aun así, teniendo en cuenta estos inconvenientes, y todo
lo que se pudiera añadir, se mantiene el gran hecho de que tan
ciertamente como habita el Espíritu Santo en cada persona
cristiana, es igual de cierto que Él habita en toda la
asamblea —en la iglesia de Dios. Lo que tenemos que considerar
es que, bien individualmente, bien como asamblea, nos debemos someter
a ser conducidos por Él para la gloria de Cristo. Desde luego,
no puedo por menos que considerar como verdaderamente antinomiano, en
principio, que se mantenga de forma expresa que lo verdaderamente
importante es ser cristianos —que si el Señor nos ha
mostrado Su gracia, no es preciso tomar demasiado en cuenta Su
voluntad ni ninguna otra cosa. ¿A esto se ha llegado, entonces,
a que la gran masa del pueblo de Dios no solamente no conozca, sino
que además no le preocupe conocer, la voluntad de Dios acerca
de Su asamblea? ¿Os disgusta esta acusación? Entonces
escudriñad y ved cuál es vuestro deseo en cuanto a
ello. ¿Es el de estar sujetos a Dios y a Su Palabra? ¿Puede
haber una prueba más directa para mí como cristiano, o
una manera más evidente de probar mi lealtad a mi
Señor, que en esto mismo? Si pertenezco a la asamblea de Dios,
¿no debería yo renunciar a todo aquello que es
incongruente con el relato y la normativa escritural de dicha
asamblea?
Además, dejad que os advierta a los que hayáis adoptado
esta posición, que pueden deslizarse hacia adentro principios
erróneos, doctrinas falsas, malos caminos. Conocemos las
añagazas de Satanás, pero lo que algunos de nosotros
podemos haber dicho antes de que éstas se manifestasen como
tales, podemos repetirlo ahora con creciente énfasis, que
así como el Espíritu de Dios es el Espíritu de
verdad, también Él es el Espíritu de santidad.
Así, cuando la asamblea rehúsa inclinarse ante la
Palabra de Dios, y prefiere aceptar abiertamente la iniquidad antes
de juzgarla a causa de Cristo, ¿qué tiene que hacerse en
este caso? Primero, naturalmente, se tiene que dar un testimonio
pleno de ello, y advertencias, en privado y quizá en
público, y una paciente espera en una lentitud y temor
sinceros, con el propósito de rectificarlo todo. Pero
supongamos que se hayan rechazado todos los esfuerzos, y que la
asamblea en algún lugar prefiera su propia comodidad o
voluntad a la Palabra de Dios. ¿Qué entonces? El deber de
la separación es entonces todavía más perentorio
que respecto a las instituciones eclesiásticas ordinarias de
la Cristiandad; porque es un mayor pecado ante Dios que aquellos que
han conocido la verdad de Dios, y que parecían estar andando
en ella por la fe, la abandonen por la razón que sea. ¿No
se debiera, entonces, separarse de los tales con una seriedad y
horror aún mayores en presencia de Dios, que como uno se
separaría de las reuniones de aquellos que nunca han conocido
el valor del nombre del Señor para la asamblea de Sus
santos?
Al mismo tiempo, cuando encontramos una asamblea se encuentra reunida
—sea esta pequeña o grande—, y reconocemos su fe en
la presencia del Espíritu Santo, no debiéramos
apresurarnos a acusarlos de pecado. Es cosa cierta que tiene que
haber todavía más precaución al juzgar una
asamblea que a un individuo. ¿Vamos a suponer que nuestros
pensamientos, nuestros sentimientos, están
necesariamente de acuerdo con los de Dios? Aquí hallamos la
importancia suprema de esperar en el Señor. Pero con todo esto
persiste el hecho de que si el pecado público es cierto y
evidente, y si se rechazan todas las advertencias, cuanto más
tome la asamblea la postura de ser la asamblea de Dios, tanto
más se tiene que lamentar su alejamiento de Él, y se le
tiene que volver la espalda, debido a que se trata ahora por lo menos
de una falsa profesión. Dios quiere verdad en Sus santos, pero
la quiere también en Su asamblea. Es el lugar en el que
Él espera la manifestación de Su carácter ante
los hombres, y no solamente donde Él lleva a cabo la
edificación de Sus santos. En todas partes Él mantiene
la gloria de Su Hijo. Admito todas las dificultades debido al
surgimiento de los sistemas nacionales después de la gran
apostasía romanista, a partir de la extensión
subsiguiente de los cuerpos no conformistas, y debido a intentos
más recientes de todo tipo. Pero permitidme que os apremie a
todos los que me oís que no estamos defendiendo nada nuestro,
sea que lo heredáramos de nuestros padres, ni una
invención nuestra; no defendemos nada porque se trate de algo
nuevo, ni porque se trate de algo viejo —bien tuviera la
reciente edad de tres siglos o la cana cabellera de mil quinientos
años. Volvernos al terreno que fue pecado nuestro —el
pecado de la Cristiandad— haber abandonado; volvemos a un camino
que sabemos que es absolutamente bueno y verdadero debido a que es el
camino de Dios. Tomamos nuestro lugar sobre el único
fundamento divino para la iglesia. No tenemos confianza en nosotros
mismos, pero estamos seguros que estamos en lo verdadero y correcto
al encomendarnos a Dios y a la palabra de Su gracia; y por ello
podemos tener buen ánimo. Si el carácter de nuestras
dificultades, peligros y pruebas nos demuestra cuánto
precisamos de las Escrituras, aprendemos también como se
aplican las Escrituras, siempre de una manera renovada y poderosa; y
así nuestros corazones encuentran aliento para aferrarse
más y más a Dios.
El ministerio en la asamblea
Hasta ahora me he ocupado de la asamblea, y ello de forma tan extensa
que no podré hablar mucho acerca del ministerio esta noche.
Pero puedo ser breve, ya que tendremos ante nosotros en otra
ocasión el tema de los Dones y de los Cargos. Permitidme
entonces que haga unas cuantas sencillas observaciones en cuanto al
ministerio, antes de terminar.
Hemos visto que la iglesia surge de Cristo resucitado y glorificado
mediante el Espíritu Santo enviado del cielo para unir y
formar la asamblea sobre la tierra. Ésta es la única
asamblea que Dios acredita, y que por ello todo miembro de la misma
debiera acreditar, hasta que el Señor la saque de este mundo.
Tenemos, en el pasaje ya mencionado, las palabras y operaciones del
Espíritu de Dios en la asamblea. Llego ahora a unos ciertos
principios generales. Y ante todo, así como la iglesia es una
entidad divina, así lo es su ministerio. No surge ni del
creyente ni de la iglesia, sino de Cristo, por el poder del
Espíritu.
Ahora bien, esto despeja el camino en el acto. Es el Señor
el que llama, no la iglesia; el Señor envía,
no los santos; el Señor controla, no la asamblea. Hablo
ahora del ministerio de la Palabra. Hay ciertos funcionarios que la
iglesia elige o puede elegir; por ejemplo, la asamblea puede nombrar
a las personas que vea adecuadas para encargarse de los fondos y para
distribuir sus recursos. La iglesia puede emplear a sus siervos,
escogiéndolos según su mejor sabiduría; y el
Señor reconoce esta elección. Así se hizo en la
antigüedad, como leemos en Hechos 6, donde la multitud
eligió, y los apóstoles impusieron sus manos sobre
aquellos elegidos para que se encargasen de las mesas. Así se
hizo allí donde «las iglesias» (en 2 Co. 8)
eligieron hermanos para que fueran sus mensajeros; y así, de
nuevo, donde la iglesia de Filipos hizo de Epafrodito su mensajero
para ministrar a las necesidades de Pablo (Fil. 2).
Pero nunca hallamos este tipo de selección allí donde
se trata del ministerio de la Palabra. ¡Nunca! Al contrario, el
mismo Señor contempló una vez a Su pobre, desalentado,
y disperso pueblo, tuvo compasión de ellos, y dijo a los
discípulos que oraran al Señor de la mies, que
enviara obreros (Mt. 9). El capítulo inmediatamente siguiente
muestra que Él era el Señor de la mies, que
consiguientemente los envía Él mismo. Después
Él prepara a Sus discípulos para el carácter
pleno de ministerio cristiano para cuando Él los dejara.
Así, en Mateo 25, donde aparece la parábola del
Señor partiendo para un país lejano, tenemos la misma
verdad —el Señor dando dones a Sus siervos. Bien, esto
realmente decide el asunto. Porque la diferencia entre aquello que la
Palabra de Dios reconoce, y aquello que se ve en la actualidad, recae
en esto, que según las Escrituras el ministerio de la Palabra,
en su llamamiento y en su ejercicio, es más verdaderamente
divino que aquello que ahora tiene la Cristiandad en su lugar. Con
ello también se le daña su propia dignidad,
especialmente su santa independencia respecto al hombre que es
esencial para su debido ejercicio y, por encima de todo, para la
gloria del Señor mismo. Si los predicadores son enviados
por hombres, se trata de una usurpación de las
prerrogativas del Señor, y para el más grave perjuicio
de Sus siervos que se sometan a ello.
¿Cuál es el efecto del ministerio ejercido según
las Escrituras? La libertad más perfecta para todo lo que da
Dios para la bendición de las almas. Por consiguiente,
encontramos que la doctrina universal de las Epístolas
confirma plenamente aquello que la historia muestra en los Hechos de
los Apóstoles. Pero tengo que referirme tanto a la doctrina
como a la historia tan brevemente como pueda.
Bosquejo de historia neotestamentaria del ministerio, y sus
implicaciones doctrinales
En 1 Corintios 12:14 hemos visto que pertenece a la esencia de
la iglesia, como asamblea de Dios, y el propósito de la
presencia del Espíritu en ella, que Él tenga entera
libertad para utilizar a quien Él quiera para la gloria del
Señor y para la bendición de todos. La
exhortación en 1 Pedro 4:10, 11 y la advertencia en
Santiago 3:1 suponen la misma libertad y la posibilidad de su abuso.
Esto puede ser suficiente para «los de adentro».
Con respecto a «los de afuera», la voluntad de Dios es
igual de clara. Así, en Hechos 8 leemos de la
persecución que cae sobre la iglesia, y que todos ellos fueron
esparcidos (excepto los Doce), y que fueron por todas partes
predicando la Palabra. Ahora bien, no digo que se tratara
necesariamente de una actividad ministerial. Naturalmente que algunos
de ellos eran ministros de la Palabra, y que otros no lo eran; pero
todos fueron por todas partes evangelizando. Lo que esto demuestra es
que el Señor reconoce a todo y a cada cristiano que sale a
anunciar las buenas nuevas. (Comparar Hch. 9:19-21.)
Pero cuando vamos a los detalles, hallamos a Felipe en el mismo
capítulo 8 predicando libremente. «Pero,»
dirán algunos, «la iglesia lo había elegido.»
No se le había sido elegido para que ministrara la
Palabra. Al contrario, había sido elegido para poder dejar a
los apóstoles que ministraran la Palabra, sin el embarazo que
suponía servir a las mesas. Fue expresamente con el
propósito de aliviar a los apóstoles del trabajo
secular que la multitud eligió a siete hombres; el llamado de
la iglesia fue solamente a esto. Fue el Señor el que
había llamado a Felipe a predicar el Evangelio, y el
Señor bendijo la Palabra, que se extendió a Samaria y
más allá. (Comparar Hch. 21:8 para ambos extremos.)
En Hch. 9 vemos a un hombre en el camino de Damasco con una
comisión del sumo sacerdote para perseguir a los judíos
cristianos. Ésta fue la única comisión que Pablo
recibió del hombre —un mandato no precisamente para
predicar el evangelio, sino para extinguirlo, si tal cosa fuera
posible. Pero el Señor, en gracia soberana, no solamente
convirtió a Saulo de Tarso, sino que lo envió,
directamente de Sí mismo, como Predicador y apóstol, y
maestro de los gentiles en fe y en Verdad. Así, Pablo viene a
ser el ejemplo sobresaliente del ministerio cristiano. Aparte de los
hechos milagrosos, constituyó un ejemplo viviente de estas
palabras: «nosotros también creemos, por lo cual
también hablamos» (2 Co. 4).
Hallamos después de esto al Señor introduciendo a otros
a la obra, más particularmente a Apolos, que era
«varón elocuente, poderoso en las Escrituras», pero
tan falto de conocimiento al principio que no conocía nada
más allá del bautismo de Juan (esto es, el testimonio
que se había dado de Cristo cuando Él vivía
sobre la tierra). Pero si bien estaba en ignorancia en cuanto a la
Iglesia y en cuanto a la verdad plena del cristianismo, era un hombre
convertido. Naturalmente, había almas convertidas antes de la
venida de Cristo. Es mera ignorancia encontrar una dificultad en tal
afirmación. Apolos había recibido por el
Espíritu el primer testimonio con respecto al Señor,
pero no conocía la obra de Cristo. Esto le fue enseñado
por un buen hombre y su mujer, que le ayudaron a llegar a una
comprensión más plena de las Escrituras, y salió
más poderoso que nunca en la verdad, sin haber ni indicios de
una inauguración humana antes de que empezara a predicar.
Pero, con todo, el apóstol Pablo escribe con todo respeto
acerca de Apolos, poniendo a este hombre no ordenado entre él
mismo y Pedro (1 Co. 3). De nuevo les dice, en el último
capítulo de esta epístola, que él había
pedido a Apolos que viniera, pero que «de ninguna manera tuvo
voluntad de ir por ahora». ¿No indica esto un estado muy
diferente de cosas de lo que los hombres sueñan que era la
autoridad apostólica, así como del estado que existe
ahora? Lo que realmente ilustra es la forma en la que el Señor
mantenía Su lugar. Un apóstol inspirado da su consejo a
Apolos, el cual no accede. Esto lo registra el mismo Pablo sin
censura de ningún tipo; y, de hecho, las Escrituras no nos
dicen quién tenía la razón: puede ser probable
que fuera el gran apóstol, pero en este punto se nos deja
totalmente a oscuras. En todo caso el registro deja patente la
importante verdad de que es el Señor quien permanece
como Señor y Director absoluto de Sus siervos. Al hombre le
gusta sentar reglas; pero el Señor, a quien ciertamente
estamos ligados por encima de todo, ejercita los corazones de Sus
siervos, y les da en esta palabra un principio director para todo
tiempo. ¿Es cierto esto de tu alma y de la mía?
¿Somos en la práctica siervos del Señor —del
Señor solamente? ¿O estamos sirviendo a una
denominación como sus ministros? Si solo somos
ministros nacionalistas o no conformistas, nada tengo que decir; pero
si somos realmente ministros de Cristo,
guardémonos. «Nadie puede servir a dos
señores»: si hemos estado luchando por servir a Cristo y
a la secta a la que servimos como funcionarios, ¿a quién
tenemos que apegarnos? ¿Qué es lo que tenemos que
abandonar?
Así, junto a la asamblea de Dios hay el ministerio de la
Palabra, confiado soberanamente a algunos de sus miembros, no a
todos, pero ciertamente para el bien de todos. Que la asamblea
respete a los siervos en su lugar, y que los siervos respeten a la
asamblea en su lugar. Que nadie confunda nunca estas dos cosas, lo
cual conllevaría la más desastrosa de las
consecuencias: ninguna de las dos partes tiene que ser sacrificada.
Indudablemente, es el lugar de un siervo predicar o enseñar en
sujeción a Cristo; es asimismo el lugar de un siervo orientar,
guiar, gobernar, según el don que tenga del Señor. Pero
sea cual sea la mente del siervo, su juicio, u orientación,
nada aminora la responsabilidad directa de la asamblea hacia Cristo.
El mismo Jesús es Señor del siervo, pero Él es
también reconocido como el Señor por la asamblea de
Dios.
Tomemos de nuevo el caso que se muestra en Hechos 13. Bernabé
y Saulo parten a un viaje misionero, dirigidos por el Espíritu
Santo, y toman con ellos a Marcos. Pero Marcos resulta ser un siervo
indiferente, y se vuelve pronto a su casa. Salen de nuevo (Hechos
15), pero Pablo insiste en ir sin Marcos. Bernabé, que estaba
emparentado con Marcos, no quería dejarlo de lado, y discute
con Pablo acerca de ello —buen hombre que era— , y el
desacuerdo se hace tan profundo que lleva a una ruptura de estos dos
siervos de Cristo tan devotos y tan estrechamente unidos.
Después Pablo toma a Silas consigo, y son encomendados por los
hermanos a la gracia de Dios. La iglesia, o los obreros, estaban
desde luego convencidos de que Pablo estaba en lo cierto. Nada se
dice de Bernabé en este sentido; la historia, por lo que a
él se refiere, finaliza. Pablo entra en una esfera grande y en
crecimiento, y Silas va con él, tomando, por así
decirlo, el puesto de Bernabé. Aquí encontramos no
solamente a un siervo individual en la obra, sino la acción de
dos o más en el servicio del Señor. Bernabé
pudiera haber estado tan equivocado al elegir a Marcos como Pablo en
lo cierto al elegir a Silas; pero el principio está claro. Es
preciso el discernimiento espiritual en la elección de un
colaborador. Es evidente que la asociación forzada con alguien
que no consideremos competente o deseable no es conforme con la
voluntad del Señor.
Así, en Su servicio existe la asociación, pero ninguna
esclavitud en cuanto a ella. Bernabé tenía tanta
libertad de predicar la Palabra como antes. Evidentemente, no
había escasez de santos para dar la bienvenida a
Bernabé, ni falta de pecadores a quienes predicar. Pero Pablo
no quería que se le obligase a llevar a Marcos consigo, y
elige a otro; y éste es un ejemplo importante para nosotros.
¡Cuán plenamente nos provee la Escritura tanto en cuanto
a cooperación como para rechazarla! El Señor
Jesús mantiene Su lugar propio, no solamente en
relación con la asamblea, estableciendo cómo
ésta tiene que ordenarse, sino también en
relación con el ministerio, mostrando cómo se tiene que
llevar a cabo la obra sobre la tierra. La Palabra de Dios suple toda
necesidad.
Pero hay otra cosa que todos nosotros necesitamos. ¿Cuál
es? Una fe sencilla en el Señor, en Su gracia, en Su Palabra.
Donde esto no existe, las almas quedan expuestas a verse abatidas por
las dificultades. Entonces, cuando ven que las cosas se ven
diferentes a como cuando fueron atraídas por ellas, empiezan a
dudar de todo. ¡Qué diferencia si hemos decidido tener
que ver con el Señor! Asegurémonos bien de que estamos
sujetos a Él. Naturalmente, no estoy negando la
sujeción moral a «varones principales» en el temor
del Señor; ésta puede ser una parte de nuestra
sujeción a Él; pero lo que tenemos que dejar sentado es
que, en todo tiempo, y bajo las circunstancias que fueren, tenemos
que agradar al Señor. Él estará con nosotros;
nuestras circunstancias pueden parecer críticas y muy duras;
pero hallaremos bendición infinita para nuestras almas —y
desde luego es en tiempos de prueba que probamos la solidez de la
bendición. Tened la certidumbre de que, así como el
Señor fue a través de la cruz a Su gloria celestial,
así encontraremos Su cruz estampada en cada servicio; pero, en
este caso, se trata del Señor y se trata de Su cruz. Por ello,
que se alienten nuestros corazones.
Resumen doctrinal sobre la asamblea y el ministerio
Las dos líneas de verdad aquí bosquejadas —la
asamblea de Dios, y el ministerio de Cristo— están
establecidas en la Palabra de Dios. Ambas fluyen de Cristo, en lugar
de tratarse de meras asociaciones voluntarias; y en cuanto a ambas,
estamos bajo una responsabilidad insoslayable. La iglesia se halla
obligada a recibir a los ministros de Cristo, en lugar de
tener el derecho a elegir.[3]
Es de Cristo de quien procede el poder; es ante Cristo que el siervo
es inmediatamente responsable. Si un hombre es llamado a servir, que
se goce en la verdad, pero que se incline también ante ella,
de que tiene que servir al Señor Jesucristo. La consecuencia
de llevar a cabo este servicio será que el mundo se
desvanecerá; puede ser incluso que muchos de sus amigos
cristianos se enfríen acerca de él. El ministerio de
Cristo nunca ha sido dispuesto para que funcione en el sistema del
mundo, como tampoco la asamblea de Dios; lo uno y la otra tienen como
designio la exaltación del Señor Jesucristo, y
constituir un ejercicio de fe para Sus santos y siervos. Y así
tiene que continuar. Más que esto, se ha dispuesto que en la
iglesia y en el mundo sintamos las dificultades y las tristezas de la
fe, así como sus gozos. No dudo del triunfo en Cristo; pero es
cosa cierta que podemos contar con pruebas y tribulaciones en este
mundo. Podemos hallar diferencias en cuanto al mundo. También
algunas veces podrá haber fluctuaciones en la iglesia de Dios.
Cada uno de los que ha servido a Cristo sabe algo de esto. Pero en
cuanto a Aquel a Quien pertenece la iglesia, y a Quien servimos,
Él permanece «el mismo ayer, y hoy, y por los
siglos». La cuestión es, ¿estamos dispuestos a
seguirle?
1 Se ha objetado que algunos editores, como Lachmann y
otros, han omitido tê
ekklêsia aquí, en deferencia
al Sinaítico, Vaticano, Alejandrino, y el Rescrito de
París, y otros más recientes, junto con las versiones
Vulgata, Cóptica, Etiópica, y Armenia; pero todos los
otros unciales y cursivos, juntamente con las versiones
Siríaca, Arábiga y Eslavónica, por no hablar de
citas tempranas, aceptan la palabra; y éstos han sido seguidos
por Griesbach, Scholz, etc., así como por Bengel, aunque
vacilando. Tischendorf, que al principio había rechazado la
lectura normal, la volvió a introducir en sus ediciones
posteriores, aunque es probable que Alef le incline de nuevo en
contra de ella. Pero se debería recordar que la escuela de
Lachmann, si bien la rechaza, separa epi to
auto del capítulo 3: 1, de forma
que el pasaje tendría sustancialmente el mismo sentido que si
se leyera tê
ekklêsia, «a la iglesia»,
esto es, «el Señor añadía diariamente
aquellos que habían de ser salvos». Así, en Hechos
4:23 se dice de Pedro y de Juan que, cuando se les dejó
marchar, se fueron a los suyos, o su propia compañía
(pros tous idious). Había ahora una nueva asociación a la que
ellos pertenecían, distinta de la antigua congregación
de Israel; y esta asociación recibe sin duda alguna el nombre
de hê ekklêsia en el capítulo 5, versículo 11, no como si
fuera entonces originada, sino bien evidentemente como ya existente y
conocida. Así, está claro que con independencia de la
frase en Hechos 2:47, la «asamblea», en el sentido
neotestamentario, empezó de hecho en Pentecostés, como
lo confiesan Pearson, Whitby, y otros.
2 La autoridad externa se mantiene de la siguiente manera:
El Alejandrino, el Vaticano, el Palimpsesto de París y el
Sinaítico son MSS del máximo valor, y concuerdan en la
lectura de «la iglesia», no «las iglesias». En
esto están apoyados por el cursivo más importante
actualmente en existencia, en la actualidad en el Museo
Británico, juntamente con una buena cantidad de otros. De las
versiones antiguas, no hay ni
una autoridad de primera línea que
no confirme el singular — la Peshita siríaca, la
Cóptica, Sahídica, Vulgata, Etiópica, Armenia, y
la Arábiga Erpeniana. El uncial más antiguo que da la
forma plural es el de Laud, en la Biblioteca Bodleiana, datado
alrededor de los siglos sexto y séptimo, apoyado por otros dos
del siglo noveno, con la masa de cursivos, la Siríaca
filoxeniana, y una versión arábiga. Pero incluso
aquí se tiene que señalar que la copia más
importante, la de Laud, está indudablemente equivocada al leer
«todas las
iglesias»; y las otras pueden haber recibido la influencia de
Hechos 16:5. Desde luego, es más fácil suponer que la
forma menos usual pudiera haber sido cambiada por escribas a un tipo
común, y no que las autoridades más antiguas se unieran
en un error que la multitud de manuscritos más recientes
evitaran después. Por lo general, la tendencia corre en la
dirección exactamente opuesta.
3 Podemos comparar la Conferencia Congregacional acerca de
«La política eclesiástica del Nuevo
Testamento», por el Dr. S. Davidson, con lo que hemos visto en
las Escrituras. «Pasemos ahora a una iglesia y sigamos sus
varias actuaciones. Un grupo de creyentes acuerda asociarse. En una
competencia unida resuelven confesar a Cristo, observar Sus preceptos
y seguir Su voluntad. Eligen pastores que consideran poseedores de
las cualidades descritas en el Nuevo Testamento. De esta manera el
creyente que ellos escogen pasa a ser una persona oficial tan pronto
como acepta su invitación» (pág. 269). «El
pacto que se ha concertado entre el rector y los regidos puede ser
disuelto por una parte o por ambas. La unión formada entre
pastor y pueblo se puede deshacer» (pág. 271).»
«Un ministro es bien el ministro de una iglesia, esto es, de
aquella por la cual haya sido elegido, o bien no es ministro en
absoluto. Cuando deja de ser pastor de una iglesia deja de ser
ministro del evangelio, hasta que sea elegido por otra … No es
constituido ministro por el acto de la ordenación, sino por el
llamamiento del pueblo, y por su aceptación del mismo, en
virtud de lo cual se concierta un solemne pacto; y cuando cesa el
compromiso, deja de ser ministro [¡!]» (págs. 252,
253). No hay ningún principio que parezca más rotundamente opuesto a la
Palabra de Dios que el radicalismo religioso.
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