William Kelly
La Iglesia de Dios
Traducción del inglés:
Santiago Escuain
CUARTA CONFERENCIA
(Juan 4:10-24)
LA ADORACIÓN, EL PARTIMIENTO
DEL PAN Y LA ORACIÓN
Introducción
La primera parte y la más importante del tema que tenemos
ahora ante nosotros es la adoración. Esto nos atañe
más que ninguna otra cosa, debido a que es lo que toca
más de cerca al mismo Dios; y estoy convencido de que
éste es el verdadero criterio, así como el más
seguro y el más saludable para nuestras almas. Es indudable
que el partimiento del pan puede incluirse en la adoración,
pero demanda una consideración por separado, al ser de una
naturaleza compleja y teniendo un aspecto distintivo hacia los santos
mismos, en tanto que la adoración, como tal, se dirige
esencialmente hacia Dios. Además, parecía acorde con su
importancia darle un lugar propio, por cuanto proporciona de una
manera impresionante, y en un acto que ocupa a todos los corazones,
aquello que trae ente nuestras almas la más profunda y solemne
revelación de la santidad y gracia divinas en la muerte del
Señor, en presencia de la cual todos hallan su nivel, todos
reconocen lo que eran sin Su preciosa sangre, lo que ahora son en
virtud de ella, y por encima de todo lo que es Aquel que murió
en expiación por ellos, a fin de que ellos le recuerden
—y ello para siempre— en una paz agradecida y en
adoración.
Requisitos para la adoración
El pasaje que hemos leído esta noche expone no sólo que
la adoración forma una parte bendita, elevada, y sumamente
fructífera de la vida cristiana, sino que además el
Señor mismo la pone en contraste con aquello que Dios
había demandado en el pasado. Así como en ocasiones
anteriores nos ha servido de ayuda considerar los caminos de Dios en
el pasado para ver más con mayor claridad las nuevas
revelaciones de Dios en el Nuevo Testamento, así veremos lo
mismo en el tema de la adoración.
Ante todo dejemos sentado que es necesario un cierto estado del alma
para la adoración. Dios busca la adoración de Sus
hijos, y se trata de un deber en el que todos ellos tienen un
interés directo e inmediato; pero hay una base necesaria tanto
por parte de Dios como de ellos, para que pueda haber una
adoración real y propiamente cristiana. Así era con
respecto al un cuerpo, la asamblea de Dios, y al don del
Espíritu Santo. Si existe un ámbito en el que la
intrusión de la voluntad humana sea a la vez un pecado y una
vergüenza, es cuando ésta se entromete en la
adoración de Dios. Y, sin embargo, ¿hay acaso algo que se
haga más frecuentemente y con menos conciencia? ¿Hay
acaso un acto en el que el hombre se exalte más a sí
mismo, e ignore de forma más palmaria al Espíritu de
gracia? Que nadie suponga que esto sea hablar con una severidad
excesiva. ¿Se puede hablar acaso con excesiva severidad en
contra de una interferencia que engaña al mundo, que contamina
a la Iglesia y que oculta la gloria moral de Cristo? Desde un falso
fundamento, o mejor dicho, sin fundamento alguno, el hombre
está constantemente deshonrando activamente a Dios, y esto
frente a la más brillante manifestación que Él
haya hecho de Sí mismo, porque es en Su Hijo. Si en verdad
Dios ha hablado y actuado así, entonces tenemos a Dios
plenamente revelado; y sería necesario tener a alguien
superior al Hijo de Dios a fin de hallar una revelación
más brillante y más plena que la que tenemos en
Cristo.
Ésta es pues la fuente de todas nuestras esperanzas y de toda
nuestra bendición, y la base sobre la que procede la
adoración cristiana. No obstante, aunque sea totalmente
esencial para la adoración cristiana que haya una perfecta
revelación de Dios en Cristo, esto, por infinito que sea, no
es suficiente. Hay una necesidad por parte del hombre que tiene que
ser suplida según la gloria divina. Dios no ha dejado de
revelarse plenamente a Sí mismo; nada ha dejado sin hacer;
nada ha hecho que no sea absolutamente perfecto; y todo esto es
así de forma que no es preciso que haya dudas ni cuestiones
acerca de ello.
Es indudable que hubo un desarrollo gradual de la mente, voluntad y
gloria de Dios; desde luego, creo que podríamos decir que
Él no hubiera podido expresar todo lo que estaba en Su mente
hasta que dio a Su Hijo. Pero ahora que el Hijo de Dios ha venido,
podemos decir sin presunción alguna, como creyentes: «Nos
ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero». De
hecho, tendríamos que dejar deliberadamente de lado o
desobedecer maliciosamente lo que Dios nos ha dado a fin de que
Él pudiera ser conocido, si no dijéramos confiadamente:
«conocemos». ¿No es una cosa magnífica y grande
en un mundo oscuro como éste que Dios prepare, incluso para
Sus bebés, un lenguaje como «conocemos»? Sí,
y Él querría que nosotros probásemos la verdad
de esta palabra «conocemos», no solamente acerca de
nosotros, sino de Él mismo. Es una gran cosa tener un libro
divino en el que podemos, conducidos por el Espíritu, mirar
hacia atrás en el pasado, hacia adelante en el futuro, dentro
del laberinto del presente, y decir, acerca de todo:
«conocemos». Es infinitamente más y mejor que
podamos decir con humildad y verdad: «Nos ha dado entendimiento
para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su
Hijo Jesucristo» (1 Jn 5).
No se trata aquí de hasta qué punto pueda haberse
desarrollado la inteligencia en el hijo de Dios. Evidentemente, se da
el desarrollo en el conocimiento; pero junto con esto tenemos que
defender también la gran bendición y verdad fundamental
de que cada alma que Dios ha traído a Sí mismo tiene
una unción del Santo y conoce todas las cosas. Ahora bien, la
posesión de esta capacidad divina va mucho más
allá de ninguna medida de diferencia que pueda haber en el
desarrollo práctico. Naturalmente que existen tales
diferencias, y existe por tanto lugar para el ejercicio de una mente
espiritual, e indudablemente el Espíritu de Dios actúa
a través de la verdad sobre nosotros a fin de que podamos
progresar. Pero luego podemos descansar confiados, al pensar en los
hijos de Dios, que, estén donde estén, quizá en
las circunstancias más irregulares, Dios les ha dado una nueva
naturaleza, una naturaleza capaz, por el Espíritu, de
comprender y apreciar y gozar de Él. Todo el tiempo pasado
aquí abajo es o debiera ser tan solo la época de
crecimiento. Es la escuela en la que tenemos que aprender la verdad
en la práctica; pero, con todo, se trata de la
aplicación y de la profundización en nuestras almas de
aquello que ya tenemos en la gracia de Dios. «No os he escrito
como si ignoraseis la verdad,» dice el apóstol,
«sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira
procede de la verdad» (1 Jn 2). Ésta es la
porción de cada hijo de Dios.
Pero este mismo privilegio indica el gran requisito esencial del
hombre para ser adorador. El hombre, como tal, a no ser que nazca de
Dios, es incapaz de adorar a Dios —no más capaz de ello
que un caballo sea capaz de entender ciencia o filosofía.
Niego enteramente y en principio que haya ninguna capacidad en el
hombre, tal cual él es naturalmente, para adorar a Dios. Tiene
que ser una nueva criatura en Cristo; necesita poseer una nueva
naturaleza que sea de Dios para poder comprender o adorar a Dios. No
que el simple hecho de la vida eterna, que cada hombre recibe al
creer en el Hijo de Dios, dé por sí sola la aptitud
para adorar; pero tampoco Dios la da sola. Él ha
proveído de otros medios de la mayor importancia, y los ha
concedido no solamente a algunos, sino a todos Sus hijos. No
obstante, y es lamentable decirlo, en muchos casos puede estorbarse
la manifestación y el goce de esta inmensa gracia. Puede que
sea apenas posible discernir o bien la capacidad divina, o bien el
poder de la adoración. Pero siempre tenemos derecho a contar
con el Señor, con la infalible verdad de Su Palabra, y con la
plenitud de Su gracia.
Si Dios ha dado una nueva vida a Sus hijos, y los ha reconciliado a
Sí mismo mediante Aquel que ha llevado los pecados de ellos
sobre Su propio cuerpo en la cruz, ¿para qué fin se ha
llevado a cabo esta obra? Indudablemente que para Su propia gloria y
debido a Su propio amor; pero es como una parte de esta gloria y como
una respuesta a Su amor que Él llama ahora a Sus hijos a
alabarle así como a servirle. Y tenemos ante nosotros
precisamente la consideración de esta cuestión —la
adoración cristiana, que precisa del don del Espíritu
de Pentecostés tanto como pueda precisarlo la asamblea o el
ministerio— una parte del homenaje de los hijos de Dios, y una
respuesta de corazón que Dios reclama de todos los que son
Suyos.
El motivo de la adoración
Así, el primer gran requisito para el hombre para poder adorar
como cristiano es que haya nacido de Dios como objeto de Su gracia en
Cristo, y que reciba al Espíritu Santo para que habite en
él. El Señor enseña este principio en la
respuesta que le da a la mujer de Samaria: «Si conocieras el don
de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú
le pedirías, y él te daría agua viva».
Ahí tenemos, por así decirlo, la base de la
adoración —«Si conocieras el don de Dios». No
se trata de la ley, por mucho que procediera de Dios mismo, aunque
ella no conocía la ley como los que estaban bajo ella; porque
los samaritanos eran un pueblo mestizo, gentiles en realidad, aunque
parcialmente judíos en profesión y en forma. Pero
incluso si hubiese habido el conocimiento de la ley de Dios en toda
su plenitud, no distorsionada ni corrompida por el hombre, lo cierto
es que no hubiera hecho apto a nadie para la adoración
cristiana. Pero la palabra era: «Si conocieras el don de
Dios» —Su libre don; si conociera a Dios como Dador
—que Él está actuando según Su rica
generosidad y amor. Ésta es la primera verdad. Pero en
siguiente lugar, «Si conocieras … quién es el
que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él
te daría agua viva».
Durante todo el tiempo que Dios dio Su sanción a la ley como
sistema, Él habitó en espesas tinieblas; esto es, no se
revelaba, sino que, por así decirlo, se ocultaba. Pero cuando
el Hijo unigénito declaró al Padre, Dios no
ocupó ya más la posición de acreedor del hombre,
que era necesariamente la forma en que la ley presentaba Su
carácter. Naturalmente que este carácter era recto,
justo y bueno, como el mandamiento mismo; y el hombre hubiera debido
inclinarse y haber correspondido a Su demanda. Pero el hombre era
pecador; y el efecto de apremiar la demanda fue el de exponer con
más claridad aún los pecados del hombre. Si la ley
hubiera sido la imagen de Dios, como algunos teólogos
ignorantes y perversos enseñan, el hombre se hallaría
perdido y dejado a un lado sin remedio. Pero esto está lejos
de ser verdad. La ley, aunque procede de Dios, ni es Dios ni un
reflejo de Dios, sino solamente la medida moral de lo que el hombre
pecador debe a Dios. Dios es luz; Dios es amor; y si el hombre se
halla en lo más profundo de la necesidad, Él da libre y
plenamente, como corresponde a Su naturaleza. Ciertamente, esto es lo
que sale de Él, y lo que es Su deleite. «Mejor es dar que
recibir.» Sería cosa extraña que Dios fuese
defraudado de aquella que es la más bendita de las dos cosas.
Según la ley Él hubiera debido ser un receptor, si el
hombre no se hubiera arruinado. En el Evangelio Él es
inequívocamente el Dador y, lo que es más, un Dador de
lo mejor de lo Suyo a aquellos cuyo único merecimiento es la
destrucción eterna.
Pero esto deviene posible sólo a través de la gloria y
de la humillación del Hijo de Dios, descendiendo y sufriendo
hasta lo indecible por los pecadores. De qué manera tan
hermosa y verdadera dice entonces el Señor: «Si
conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de
beber; tú le pedirías, y él te daría agua
viva»: en otras palabras, si ella hubiera conocido la gracia de
Dios y la gloria de Aquel que hablaba libremente con ella, ella
hubiera buscado y hallado todo lo que anhelaba. Poco sospechaba ella
quién era Aquel hombre humilde a quien tenía solamente
por un judío, aunque se asombrase de que un judío
pudiera ser tan solícito y rebajarse ante una mujer
samaritana. Bien poco se imaginaba ella que se hallaba ante el
Señor Dios del cielo y de la tierra, el unigénito en el
seno del Padre. Si ella hubiera sabido tan solo un poco de esto, le
hubiera pedido y Él le hubiera dado agua viva. Por esta
«agua viva» se comprende el Espíritu Santo.
Así, en este versículo tenemos, de una u otra manera,
mencionada a toda la Trinidad. La propia gracia de Dios es el primer
pensamiento, la fuente; tenemos a continuación la gloria de la
Persona del Hijo, y Su presencia en humillación entre los
hombres en la tierra; finalmente el Hijo, conforme a Su propia
gloria, da agua viva —el Espíritu Santo— a las almas
sedientas y necesitadas. ¿Es acaso preciso decir que nadie sino
una persona supremamente divina podría impartir tal
bendición?
Aquí tenemos, pues, el testimonio de parte de nuestro
Señor Jesús de las bases necesarias para la
adoración cristiana: ante todo, la revelación de Dios
que tenemos en el Evangelio, en contraste con la ley —Dios en Su
gracia; en segundo lugar, el Hijo que desciende en perfecta bondad, y
dispuesto a ser el deudor del hombre en lo menos a fin de que
Él pudiera bendecirle en lo más mediante un amor que
puede ganar a los más descuidados y endurecidos. Y, en tercer
lugar, el don del Espíritu Santo. ¡Qué no
será la adoración cristiana en su verdadero
carácter y objeto en la mente de Dios, si son necesarias todas
estas cosas a fin de que pueda existir! Por sí misma presupone
de parte de Dios una revelación plena de lo que Él es
en Su propia naturaleza y en Su gracia al hombre. Presupone que el
Hijo ha venido entre los hombres en amor para hacer efectiva esta
revelación quitando el pecado mediante el sacrificio de
Sí mismo. Supone también que el corazón,
despertado a sus verdaderas necesidades, ha pedido y recibido del
Señor el agua viva, el Espíritu Santo, no solamente
como el agente de la vida y de la renovación, sino como un
manantial interior de refrigerio continuo saltando para vida
eterna.
El carácter de la adoración
Por consiguiente, algo más adelante de este capítulo
tenemos una instrucción más desarrollada acerca de este
tema, aunque hemos visto su fundamento en el versículo 10. La
mujer, al sentir tocada su conciencia, y sintiendo que estaba en
presencia de un profeta, aunque no reconociera en Él
aún al Mesías, le expuso sus dudas religiosas para que
les diera solución, con la certeza de que Él
traía la verdad de Dios —«me parece que tú
eres profeta». Observemos de pasada que el concepto esencial de
un profeta, tanto en el sentido del Antiguo como del Nuevo
Testamento, es que lleva la conciencia directamente ante la presencia
de Dios, para que así Su luz se derrame sobre el alma. Hubo
muchos profetas que predijeron poco, pero no por ello fueron menos
profetas. Así, al encontrarse en presencia de uno que
podía anunciarle la verdad de Dios, ella anhela recibir
respuesta a las dudas que tenía en su alma. Se dirigió
a Él con aquello en lo que en toda época y en todas
partes ha tenido y debe tener un interés máximo y sin
rival. El mundo mismo, ciego y muerto, no luchará por nada con
mayor intensidad que por su religión. Había diferencias
entonces, como ahora. «Nuestros padres, dijo ella, adoraron en
este monte; y vosotros decís que en Jerusalén es el
lugar donde se debe adorar.» El Señor le dice
solemnemente: «Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni
en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre».
La reprende también: «Vosotros adoráis lo que no
sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la
salvación viene de los judíos». Es evidente que
fuesen cuales fuesen las esperanzas de salvación prometidas a
los judíos, éstas se basaban en su fe en Cristo. Pero,
en tanto que Él vindica la posición (que no la
condición) de los judíos, proclama también el
amanecer de un día más radiante: «Mas la hora
viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán
al Padre en espíritu y en verdad, porque también el
Padre tales adoradores busca que le adoren». Él
podía hablar con una claridad y poder tan grandes debido a que
Él mismo era el Hijo en el seno del Padre, y tenía
derecho, en virtud de la gloria de Su Persona, a introducir una
adoración apropiada a Su propio conocimiento íntimo y
revelación perfecta del Padre.
A continuación se expone el carácter pleno y distintivo
de la adoración cristiana. Se da a conocer a Dios como un
Padre que llama y adopta hijos; más aún, que
está buscando hijos. En esto aparece la plenitud del
amor divino que procede de y es para el cielo. En Israel los hombres
tenían que buscar a Jehová, y ello mediante unos ritos
y unas rígidas ceremonias cuidadosamente prescritas:
sólo así podía el pueblo elegido presentarse en
su adoración y comparecer ante Dios. A pesar del cuidado
más estricto, nadie podía comparecer delante de Su
misma presencia —ni siquiera el mismo sumo sacerdote; y si a
él le hubiera sido posible allegarse y quedarse cerca, no
hubiera sido ante Dios revelado como Padre. Dios no era más
Padre para Aarón, Finées o Sadoc que lo era para el
último miembro de la más oscura tribu de Israel. En
aquel tiempo Dios no se manifestaba de esta manera. Pero ahora estaba
viniendo la hora, y en principio había llegado, en que el
Padre estaba buscando adoradores. El sistema judío
había sido juzgado y hallado falto, y estaba ahora
sentenciado. Ante Dios, el santuario terreno estaba ya caído,
y Cristo era el verdadero templo. El Hijo de Dios había
venido, y esto no podía por menos que cambiar todas las cosas
—no había venido solamente a enseñar, sino a
cambiarlo todo. No es extraño entonces que hubiera, en y por
Su presencia, una nueva y plena manifestación de Dios, una
declaración del nombre del Padre. Aquí Cristo da a
conocer lo nuevo en este punto de vista: cómo tenía que
desaparecer la adoración terrenal, no meramente en el monte
Gerizim, sino incluso en Jerusalén; que a partir de ahora se
trataba de una cuestión de adorar al Padre, y esto en
espíritu y en verdad; porque, maravilloso es decirlo, ¡el
Padre estaba buscando a los tales que le adoraran!
¡Qué verdad! ¡Dios el Padre saliendo en Su propio
amor incausado, creador, en busca de adoradores! Naturalmente,
Él estaba cumpliendo esta obra por Su Hijo y en la
energía del Espíritu Santo. Con todo, éste era
el principio, en contraste directo con la naturaleza y el
judaísmo —que el Padre buscara adoradores. No solamente
se trataba de un carácter enteramente nuevo de
adoración, apropiado a la nueva revelación de Dios, y
demandándola, sino que necesariamente apagaba totalmente las
antiguas lámparas del santuario todavía reconocido del
judaísmo. No solamente quedaba condenada más que nunca
la adoración falsa de Samaria, sino que el resplandor del
cielo, ahora brillando libremente, eclipsó los débiles
rayos que en Israel tenían la misión de hacer que por
lo menos se pudieran apreciar las tinieblas, y mantener un testimonio
de la luz que iba a venir. Lo que había sido reconocido y
utilizado temporalmente por parte de Dios estaba ahora pasando a ser
algo sin valor y un estorbo; y, como sería de esperar, Dios
introdujo con toda justicia el inmenso cambio. Hasta este momento el
hombre había estado bajo prueba. El judío, como muestra
de hombre elegido y favorecido, estaba siendo probado: ¿Y
cuál fue el resultado? La cruz y la vergüenza del
Señor Jesucristo. Rechazaron y mataron a su propio
Mesías, sin darse verdaderamente cuenta de que Él era
Jehová, Dios sobre todo, bendito para siempre. En justicia,
por ello, y después de un largo ejercicio de paciencia, los
judíos fueron puestos de lado. Tal fue el desarrollo moral de
los caminos de Dios. No había nada arbitrario, como tiene que
ver y sentir en el acto cada uno de los que creen lo que Dios declara
en Su palabra con respecto al desechamiento del Mesías por
parte de Israel. En la vida y en el ministerio de Cristo hubo una
manifestación de tal gracia y paciencia como jamás se
había testificado, ni tan solo concebido, en la tierra. Pero
ahora había llegado el fin delante de Dios. Con su conducta,
los judíos estaban rompiendo los últimos lazos que un
pueblo en la carne pudiera tener con Dios. Al rechazar a su
Mesías se rechazaron a sí mismos. Pero cuando la cruz
constituyó un hecho, y la redención fue consumada,
cuando Jesús fue levantado de entre los muertos, la gracia y
la verdad que habían venido con Él brillaron en Su obra
en la cruz, y la abundante redención, ahora no prometida, sino
cumplida, fue dada a conocer por el Espíritu Santo. Por
consiguiente, aquellos que creyesen quedaban capacitados para adorar
al Padre. No se trataba meramente de que tuvieran fe en el
Mesías, porque esta fe ya la tenían cuando Él
estaba aquí. Se trataba ahora que tenían
redención en Él por Su sangre, el perdón de los
pecados; ahora que Cristo había dado a conocer a Dios mismo
como Su Padre y el Padre de ellos, Su Dios y el Dios de ellos (y esto
en el poder y en la presencia del Espíritu Santo enviado del
cielo), podían entrar en el lugar santísimo, y adorar
en verdad al Dios verdadero; podían decir, no solamente
mediante el Señor Jesús, sino con Él,
«Abba, Padre».
No sólo era necesaria la vida espiritual y la
redención, sino que también se precisaba del
Espíritu Santo; y por consiguiente el Señor
añade aquí que «Dios es Espíritu; y los que
le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que le
adoren». Señalemos la diferencia del lenguaje. Cuando
Él habla de Su Padre buscando adoradores, se trata de la pura
gracia que surge libremente; se trata de Él que
está buscando. No se trata meramente de que acepte la
adoración de Su pueblo, sino de que Él busca
adoradores. Pero recordemos que nuestro Padre es Dios. Es una cosa
que fácilmente se olvida, por extraño que resulte
decirlo; pero esto surge de nuestra carnalidad, y no de nuestro
privilegio que tenemos, en Su misericordia infinita, de ser hechos
cercanos a Él, que no debiera en ningún grado atenuar,
sino incrementar y fortalecer nuestro sentido de Su majestad.
«Dios es Espíritu», dice Él; «y los que
le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que le
adoren.» Hay aquí una cierta necesidad moral de la que no
se puede prescindir. La verdad es que Cristo crea, en tanto que la
ley nunca lo hace. La ley mata; ¿qué otra cosa pudiera o
debiera hacer a criaturas pecadoras? Sería una ley mala si nos
dejara tranquilos. Si yo merezco morir como hombre culpable
responsable ante Dios, entonces, digo yo, la ley es justa, santa, y
buena en condenarme. Es el papel exclusivo del Salvador el de darme
vida, y no esto meramente, sino de darme vida por Su muerte y
resurrección, sin pecado, en raíz o fruto, para que yo
pueda estar en Él poseído de una nueva naturaleza,
completamente liberado por gracia de la miseria, culpa, poder y
condenación del viejo hombre.
Éste es el lugar de cada cristiano. Estos son los elementos
sencillos, pero de la mayor bendición, de su vida y de su
posición ante Dios; pero, como son inseparables del don del
Espíritu Santo, así Él es absolutamente
imprescindible para que podamos adorar a nuestro Dios y Padre; y
Él es dado para éste y otros propósitos.
Así vemos qué significa el agua de vida. «El que
bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed
jamás; sino que el agua que yo le daré será en
él una fuente de agua que salte para vida eterna.» Es el
Espíritu Santo dado por Cristo para que esté
en el creyente; sin Él no puede haber poder de
adoración. Pero Él ha sido dado, y la hora de la
adoración cristiana verdadera ha llegado ya en el sentido
más estricto.
Y vosotros que estáis aquí reunidos esta noche,
¿estáis dispuestos a reconocer, por cualquier
consideración que sea, una adoración que no sea de este
carácter? Vosotros, especialmente los jóvenes, y
también, quizás, poco arraigados en la verdad de Dios,
oíd bien. Podéis ser tentados, no solamente debido a
una apetencia del mundo y de su adoración, sino que
tenéis parientes, amigos, relaciones, que creen es muy duro de
vuestra parte que no os unáis a ellos. ¿En qué?
¿En adoración cristiana? En ella uníos a ellos
totalmente. En todo lugar y en todo momento en que halléis
adoración en espíritu y en verdad, no temáis
tomar parte; buscadlo, sí, buscadlo intensamente. Más
bien os preguntaría, ¿estaríais dispuestos a dejar
de lado esta adoración por aquella que hace todo lo que puede
para volver a la montaña de Samaria, ya que no puede llegar a
Jerusalén, por un servicio religioso que es a la vez falso y
formal; y por un orden que mezcla algunos adoradores genuinos con una
multitud de adoradores falsos? ¿Cuántos hay en la
actualidad que, pretendiendo de palabra poseer una liturgia
celestial, pasan en realidad rápidamente a través de
ella con un evidente desinterés que demuestra que el
sermón es todo lo que les interesa? Uno se imagina que se
trata de personas que nada saben, que nada desean, excepto oír
el camino de salvación, en lugar de ser hijos de Dios,
llamados y capacitados para adorar al Padre en espíritu y en
verdad. Pero ésta es la miseria que proviene de estar en una
posición que está atada a lo que ellos aprecian en la
carne y en el mundo, desde donde no se puede conocer ni se conoce la
adoración al Padre según Su Palabra.
Admitiré que incluso esto es mejor que pertenecer a otra clase
de religionistas, nominalmente en la misma secta, que desconocedores
de la redención de Cristo, soportan una prédica
evangelística por amor a los servicios, cuya oscuridad les es
deleitosa, debido a que se corresponde con la propia condición
de ellos. La adoración carnal es apropiada a un estado
carnal.
Mi censura no radica en que un hipócrita pueda deslizarse
entre los verdaderos —es indudable que éstos se deslizan
por todas partes. El punto principal en que insisto es en el error y
pecado de abrazar al mundo en una adoración conjunta a Dios
debido a un falso principio, que es sumamente común en la
actualidad, y a los ojos de algunos de lo más deseable. Es
evidente que esto no es adoración cristiana; pero a pesar de
todo recibe este nombre; se la acepta y justifica como tal; y el
rechazo de tal cosa es denostado como fruto de un espíritu
crítico y carente de amor, en lugar de ser considerado como lo
que es, como un deseo que surge del corazón de cumplir la
voluntad del Señor. Adoración no la puede haber, a no
ser que se tome el terreno de la gracia: tiene que haber vida en el
Espíritu, nada menos que la vida divina y el poder del
Espíritu Santo obrando en el adorador.
La influencia del mundo en contraste con la adoración en
espíritu y en verdad
Insisto, no debería ser muy difícil discernir donde se
encuentra la adoración cristiana. Se puede ver
fácilmente dónde no está. ¿Cómo
puede existir allí donde no hay un reconocimiento de la
asamblea de los fieles en separación del mundo; allí
donde formularios humanos desplazan en buena medida la Palabra
divina; allí donde el Espíritu Santo no es aceptado
para que actúe según el orden establecido en las
Escrituras; allí donde cualquiera puede estar afiliado y donde
los inconversos pueden unirse o incluso dirigir los más serios
servicios? El efecto invariable es que como no se puede elevar el
mundo a las alturas de la fe, los creyentes que lo mezclan todo
indiscriminadamente tienen que descender al nivel del mundo. Por
ello, allí donde la adoración cristiana es desconocida
u olvidada, se van introduciendo gradualmente hermosos edificios,
ceremonias imponentes, una música conmovedora, el sentimiento
poético. De ahí también la necesidad de un orden
legal, porque parece temerario confiar en la gracia de Dios.
Puede haber adoradores cristianos en este estado de cosas; no tengo
ningún deseo de caer en una exageración: pero no puede
haber adoración cristiana. ¿Lo dudáis?
Quizá porque nunca hayáis conocido realmente lo que es
adoración. Esto es en gran medida lo que sucede en la
actualidad. Los pensamientos de los cristianos son tan inciertos,
informes y oscuros que para muchos se ha perdido el significado mismo
de la adoración. ¡Cuántos de ellos llaman al
edificio en el que se van a reunir un lugar de adoración, y
cuando van a escuchar algo, creen y dicen que van a adorar! ¿No
demuestra todo esto que la misma idea de adoración es
desconocida? Tampoco hay para asombrarse de ello. La verdad es que
hay mucha predicación de Cristo en nuestros días, mucho
que está calculado para despertar y también para ganar
almas, pero, ¿dónde tenemos una plena exposición
del Evangelio de la gracia de Dios? Que Cristo sea predicado en
absoluto es algo por lo que tenemos que dar gracias a Dios. Se
convierten almas, y aprenden, hasta allí adonde llega, el
testimonio ortodoxo normal, que es totalmente verdad respecto a sus
pecados y al peligro en que se hallan; pero deseamos que se proclame
plenamente el evangelio de Dios —el evangelio tal como lo vemos
expuesto en las epístolas— las gratas nuevas no
sólo de que la obra de Cristo ha quitado el pecado, sino de
que el creyente está en posesión de una nueva vida y en
una nueva relación con Dios, de la que el Espíritu
Santo es dado como sello. Cuando esto se sabe, la adoración es
el sencillo y necesario fruto; el corazón, así
libertado por la gracia, acude a Dios en acción de gracias y
alabanza.
Así, en el capítulo que hemos leído al comienzo,
el creyente disfruta no solamente de una nueva vida que se le
comunica, sino de un manantial de agua dentro de él, que salta
a vida eterna. Así, por la energía del Espíritu
Santo que nos ha sido dado, poseemos, y ello de una manera
consciente, una paz perfecta e inalterable, y no podemos dejar de
respirar el gozo de nuestras almas redimidas para alabanza de nuestro
Dios Salvador. De hecho, puede que esto no se encuentre entre los
hijos de Dios, excepto en unos pocos, relativamente hablando, debido
a que, en general, allí donde hay una percepción de
Cristo, ponen la ley en lugar del Espíritu Santo, y así
caen en la incertidumbre que, invariablemente, allí donde
exista la conciencia, brota de la ley así mal utilizada, en
lugar de disfrutar de la luz, del poder y de la paz en Cristo y en Su
redención, lo cual es el fruto específico del
testimonio del Espíritu Santo acerca de Cristo y del hecho de
que Él habita en el creyente. Es solamente en este caso que se
puede tener adoración cristiana. Pero no sólo esto:
porque Dios es Espíritu, y la consecuencia de ello es que la
adoración cristiana repudia la formalidad. «Dios es
Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en
verdad es necesario que le adoren.» Ahí tenemos
revelada la naturaleza de Dios, y de ahí se deduce la
necesidad moral de adorarle en espíritu y en verdad, no
según una forma terrena o una voluntad humana.
La adoración por el Espíritu
Estos son, pues, la fuente, la base y el carácter de la
adoración cristiana. Pero tenemos un elemento adicional cuando
proseguimos con las posteriores instrucciones del Nuevo Testamento.
En 1 Co. 14 la vemos relacionada con la asamblea. Aprendemos
allí sobre qué principio, y por quién, se da
adoración a Dios. Ésta es una importante adición
a nuestro conocimiento de la voluntad de Dios. Nadie pretende ni por
un momento que no deba predicarse el evangelio, ni que los creyentes
no deban ser instruidos en la verdad. Éstos son unos deberes
claramente conformes con las Escrituras. En los mismos tenemos una
completa provisión para todo aquello que pueda ser necesario
para el bien de la iglesia y para el bienestar de las almas; tenemos
a la vez el principio y el hecho de que todo servicio cristiano se
halla establecido de la manera más clara en la Palabra de
Dios. Entre todo lo demás no hay duda alguna acerca de la
manera en que se deba llevar a cabo la adoración cristiana.
Hemos visto que no hay nadie que pueda rendir a Dios una
adoración aceptable salvo los cristianos — el mundo queda
claramente excluido de ella, según las enseñanzas de
las Escrituras. No se trata de cerrar la puerta ni de excluir a nadie
del lugar donde los fieles se reúnen; pero se hallan
incapacitados para rendir una adoración propia y aceptable a
Dios, debido a que ni tienen la nueva naturaleza, ni tienen al
Espíritu Santo, quien es el único poder para la
adoración; tampoco conocen la redención, que es la base
de la adoración, ni tampoco conocen al Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo que, juntamente con el Hijo, es el objeto de
la adoración. Así, desde todos los puntos de vista, el
mundo queda necesariamente fuera del ámbito de la
adoración cristiana, y el haber introducido al mundo
constituye una gran parte del pecado y de la ruina de la
Cristiandad.
El culto racional
De nuevo tenemos en 1 Corintios 14 el puesto que la
acción de gracias tiene en la adoración de Dios; y ello
relacionado no solamente con el individuo, ni con una clase separada,
sino con el orden y la operación de Dios en la asamblea. Por
ello leemos (v. 15), «¿Qué, pues? Oraré con
el espíritu, pero oraré también con el
entendimiento; cantaré con el espíritu, pero
cantaré también con el entendimiento». Por
importante que sea el canto, su fin no es evidentemente el dulce son
que tiene: lo esencial, como se nos dice, es «cantar con el
espíritu y también con el entendimiento».
¡Qué prueba de que Dios busca el servicio inteligente de
Su pueblo! Así, leemos en el versículo 16, «Porque
si bendices sólo con el espíritu, el que ocupa lugar de
simple oyente, ¿cómo dirá el Amén a tu
acción de gracias? pues no sabe lo que has dicho». Si en
la adoración cristiana hubiera expresión en una lengua
desconocida al dar gracias o al bendecir a Dios, se
traspasarían las normas de edificación de la asamblea,
debido a que se dejaría de lado a aquellos que no pudieran
decir «Amén» de una manera inteligente. Este pasaje
se utiliza también para demostrar que la acción de
gracias y la bendición, así como el canto, y otros
componentes de la adoración que nos son familiares, se
hallaban desde el principio en la asamblea cristiana.
Pero precisamente ahí se halla la dificultad. Miremos a la
derecha o a la izquierda —mirad a donde queráis:
¿dónde halláis la asamblea cristiana?
¿Dónde se halla la reunión de los hijos de Dios en
el nombre del Señor Jesús dedicados a la acción
de gracias y a la bendición, a la alabanza y al canto, como
leemos aquí? Y, con todo, la asamblea de Dios, reunida como
tal, es esencial para la adoración cristiana. Pudiera haber
los mejores hombres elegidos para llevar el servicio, y
también el orden de la alabanza y de la oración pudiera
ser tan impecable como abiertas a la crítica son las liturgias
existentes. ¿Pero, qué entonces? ¿Sería
ésta la adoración de la familia de Dios? Si no,
¿cómo puede ser verdaderamente de carácter
cristiano? Dios busca la adoración de Sus hijos en el
Espíritu. ¿Dirá alguno que después de todo
se trata solamente de la ligera diferencia de que sean varios los que
tomen parte, en lugar de solamente uno? Pero, por grave que pudiera
ser, tal diferencia no constituye el punto esencial, sino esto: que
pueda haber una perfecta libertad para la acción del
Espíritu mediante aquel por el cual Él se complazca en
hablar. No se trata por tanto de una cuestión de que se trate
de un hombre o de media docena. En algunas ocasiones el
Espíritu Santo pudiera utilizar a uno o dos; en otras, a
más de seis en varias formas. Lo que demanda la Escritura es
que haya fe en la presencia del Espíritu, demostrada al
reconocerle a Él Su debido derecho a emplear a tantos como
Él quiera. No se trata, por tanto, de una mera cuestión
de uno, ni de unos pocos, ni de muchos oradores para dar las gracias
o para bendecir, o para tomar parte en actos de adoración
cristiana. La característica real y esencial es que el
Espíritu Santo, hallándose Él presente, sea
tenido en cuenta, y que se tenga en cuenta el empleo que Él
haga de este o de aquel cristiano como Él quiera. En una
asamblea en la que haya muchos hombres espirituales, sería
sorprendente si tan sólo uno o dos de ellos tomaran una parte
activa en la adoración del Señor. Con todo, sea que
sean pocos o muchos los que hablen en un momento dado, el
único modo escriturario por el que se hace aceptable la
adoración es aquel en el que se reúne toda la asamblea
en la libertad del Espíritu, con corazón y mentes
unidos, en la ofrenda de sus alabanzas y acciones de gracias a Dios
por medio del Señor Jesucristo. El Espíritu Santo,
actuando en la asamblea mediante sus miembros, puede ver apropiado
emplear a uno o a doce para que proclamen las alabanzas apropiadas a
Su intención, y ello según sea la condición de
la asamblea. ¿ Y qué hay que pueda ser más dulce
para todos, tanto si son empleados así o no como instrumentos
audibles de adoración, que tener la conciencia de que el
Espíritu Santo se digna realmente de guiar a cada uno y a
todos? Lo valioso es que Él sea libre para dirigirlo
todo para gloria de Cristo.
La práctica de la adoración
Hay otra observación de tipo práctico que debe hacerse
en cuanto a la adoración. Tenemos que guardarnos en contra de
introducir en la asamblea nuestros propios pensamientos acerca de la
adoración que tenga que ofrecerse a Dios. Un individuo puede
dar un himno que a él le guste para que sea cantado, y que
puede que sea no solamente bello sino además verdadero y
espiritual en sí mismo; pero puede que sea un fallo de su
parte el indicarlo —un himno totalmente inadecuado para la
ocasión en que él desea que se cante. De nuevo, puede
que haya algunos de fuera de la asamblea, conocidos o desconocidos
que, por curiosidad, vengan a ver qué es la adoración.
Y ¿acaso vais vosotros, por temor a que se asombren del silencio
de vez en cuando, a leer un capítulo, o a proponer un bello
himno? ¿Tengo acaso que demostrar que un acto así es
indefendible, y que está por debajo del carácter de las
personas que creen en la presencia del Espíritu Santo? Algunos
podrán pensar que hay libertad para hacer esto o algo parecido
pero, ¿quién puso estos pensamientos en la mente?
¿Creéis que el Espíritu Santo se halla preocupado
por lo que puedan decir o pensar los de afuera, ni por nada por el
estilo? ¿No está al contrario lleno de Sus propios
pensamientos sobre Cristo, y comunicándonoslos? Por ello, lo
pertinente en estas circunstancias es quitar la mirada de sobre
nosotros mismos y de aquellos dentro y afuera, y dirigirla a Dios a
fin de que Él, obrando por el Espíritu, nos pueda dar
comunión con los pensamientos presentes del Espíritu de
Dios sobre el Señor Jesucristo.
Cuando esto es así, ¡cuán simple es el brote de
acción de gracias por Sus misericordias especiales a nosotros
y a todos los santos! ¡Cuán fragante el sentido que Dios
nos da de Su deleite en Cristo! ¡Qué alabanza de Su
gracia! ¡Qué anticipaciones allí de Su gloria, y
del mismo Cristo! Todo esto y más aún son sólo
ingredientes; y predominarán de varias maneras en la forma que
el Señor lo vea adecuado. Incluso un carácter inferior
de adoración, si es apropiada a un estado determinada, es
más agradable a Dios, a mi juicio, que cualquier línea
elevada que no posea la energía presente del Espíritu
de Dios conectada con ella.
Además, acudiendo a la cuestión de la crítica:
no puedo creer que la asamblea de Dios sea el sitio correcto para que
nadie se ponga en pie y muestre en ella su superior sabiduría;
por el contrario, éste es, más que en toda otra
ocasión, el lugar para que los más grandes muestren su
pequeñez delante de Dios. Pueden surgir ocasiones y
circunstancias en que juzgar lo que se está dando no sea un
error, sino un deber; pero la asamblea de Dios no es el lugar para
una acción de esta clase. ¿Puedo tomarme la libertad de
aplicar a esto lo que el apóstol establece con respecto a otra
innovación: «Si alguno quiere ser contencioso, nosotros
no tenemos tal costumbre, ni las iglesias de Dios»?
¿Cómo, dónde, puede uno encontrar una
práctica así en la Palabra de Dios? Y aquí no me
limito, ni en estas observaciones en general, a un texto determinado,
sino que me refiero a todo el tenor, esencia y objeto de todo lo que
se nos da en las Escrituras. Por consiguiente, así como no hay
autorización para ello, el resultado no puede ser otra cosa
que pernicioso. ¿Qué otro efecto puede tener la
crítica en la asamblea de Dios sino la siembra de discordia y
de distracción allí donde debieran prevalecer la unidad
y la concordia? Y a pesar de todo, puede que se haga demasiadas
veces; quiero advertir fervientemente a mis oyentes en contra de
ello. Todos somos susceptibles a errar, y todos merecemos
ocasionalmente ser corregidos; pero, como norma general, los
comentarios acerca de otro están fuera de lugar en la asamblea
cristiana. Existe un tiempo y un lugar apropiados para cada verdadero
deber; y nunca puede ser justo tratar de rectificar un error mediante
otro, por muy piadosa que sea la intención.
La Cena del Señor
A continuación, con respecto al partimiento del pan,
serán suficientes unos pocos pasajes. La Cena del
Señor, no el bautismo, fue revelado por el Señor, como
todos sabemos, al apóstol Pablo, como se expone en la misma
epístola (1 Co. 11), de la cual ya se ha citado mucho. Es
una institución santa, íntimamente ligada a la unidad
del cuerpo de Cristo y constituyendo su expresión exterior
distintiva, lo que fue precisamente misión especial de San
Pablo el desarrollar. El Señor no había enviado a Pablo
a bautizar, como él mismo dice, sino a predicar el evangelio.
No hay la menor duda de que él bautizaba, ni tampoco de que
fuese perfectamente correcto de su parte que bautizara. Pero el
bautismo, tan expresamente encomendado a los once después de
la resurrección del Señor, no constituye solamente una
observancia iniciadora sencilla —«un bautismo»—
sino que es para cada individuo la confesión de la verdad
fundamental de la muerte y resurrección de Cristo. El que
recibe el bautismo se manifiesta como un creyente en Aquel que
murió y resucitó; por tanto, el tal ya no es más
un judío ni un pagano, sino un confesor de Cristo. La Cena del
Señor, en cambio, pertenece a la asamblea, y constituye un
objeto importante y conmovedor en la adoración de los santos
de Dios. Es primeramente y en sentido estricto el signo permanente de
nuestro único fundamento; constituye el testimonio de Su amor
hasta la muerte, y de Su obra, en virtud de la cual podemos nosotros
adorar. Así, no es de extrañar que el apóstol
Pablo exponga el solemne y bendito puesto que tiene la Cena del
Señor en las revelaciones que el Señor le
concedió: «Porque yo recibí del Señor lo
que también os he enseñado: Que el Señor
Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo
dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi
cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de
mí. Asimismo tomó también la copa,
después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto
en mi sangre, haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria
de mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este
pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor
anunciáis hasta que él venga». Es evidente, a la
luz de esta afirmación, la importancia y el relieve que tiene
la muerte del Señor en Su Cena. No se puede permitir por un
momento que ningún gozo, ni el resplandor del favor de Dios en
el cielo, ni la consiguiente comunión, ni las esperanzas de
bendición eterna con Él, nos distraigan, o ensombrezcan
la muerte del Señor. Pero lo recíproco también
es cierto; porque cuanto más el cristiano reconozca la
importancia central de la muerte del Señor, todas las
demás cosas brillan no solamente con más esplendor,
sino de forma más dulce y conmovedora para el corazón.
Y así es que el mismo hombre que fue el instrumento bendito de
Dios para desarrollar en toda su extensión la verdad de los
privilegios cristianos es el mismo que nos reúne alrededor de
la muerte del Señor como aquello que atrae y llena de una
manera preeminente los corazones de aquellos que aman Su nombre.
Está claro por Hechos 20:7 que los santos debieran partir el
pan el primer día de la semana, no del mes o del trimestre.
Sin embargo, se trata del día de la resurrección, no
del día de Su muerte como si se nos llamara en tal día
al desconsuelo por el muerto. Él ha resucitado, y por ello,
con un gozo solemne y lleno de gratitud, tomamos la Cena en el
día que nos habla de Su poder en resurrección. No puedo
dejar de creer que el Espíritu Santo registra este día
para nuestra instrucción, así como primariamente para
el objeto que convocaba a los creyentes a la reunión. Es
indudable que el apóstol, que iba a partir después de
una corta estancia, hizo un discurso a los que se habían
reunido; pero ellos se habían reunido aquel día para
partir el pan. ¿Hemos consentido a otros pensamientos o
arreglos? ¿O actuamos como creyendo que el Espíritu Santo
conoce y nos muestra la manera más buena, más
verdadera, más santa y más feliz de complacer a Dios y
de honrar a Cristo? La muerte del Señor mantiene
constantemente ante el alma nuestra necesidad absoluta como habiendo
sido una vez pecadores culpables, demostrado ello por la cruz; que
nuestros pecados fueron totalmente borrados por Su sangre; la
glorificación de Dios hasta, y por encima de, la muerte misma;
la manifestación de una gracia absoluta, y con ello la
justicia de Dios al justificarnos; la gloria perfecta del Salvador;
todas estas cosas, y una infinidad de otras, se nos presentan a la
mente mediante estas sencillas pero maravillosas palabras: «La
muerte del Señor».
Tomar la Cena en recuerdo del Señor, y mostrar así Su
muerte, es lo que nos reúne juntos en cuanto a nuestro deseo
principal. No puede haber duda alguna acerca del significado de la
Palabra de Dios, la cual lo registra para nuestro consuelo y
edificación. Pero ¿cómo podríamos deducir
que ésta es Su voluntad si consideramos la práctica de
los cristianos? Comparemos lo que hacen domingo tras domingo frente a
las lecciones evidentes de las Escrituras y a la intención del
Señor al revelarnos Su mente de esta manera, y digamos si la
mayor parte de las veces este sencillo y conmovedor memorial no ha
sido devaluado por los mismo verdaderos creyentes, y si su verdadero
carácter no ha sido cambiado en la Cristiandad de forma
universal. No hablo de cuestiones de forma, sino de principio
—de una interferencia tal con respecto a su modo de
celebración que apenas deja nada que sea conforme a la
institución del Señor.
Librémonos de pensar que nada pueda ser de la misma
importancia que anunciar adecuadamente la muerte del Señor. La
Cena del Señor tiene una importancia incuestionable en la
adoración de los santos. No se trata del mero hecho de
celebrarlo, con referencia al tiempo, en el momento central de la
reunión. Ciertamente, es de destacar cómo el
Espíritu Santo evita establecer leyes acerca de la Cena (y lo
mismo es cierto acerca del cristianismo en general)
—circunstancia de la que los faltos de fe abusan, pero que da un
ámbito infinitamente mayor al espíritu del afecto y de
la obediencia del cristiano. No obstante, podemos decir sin temor a
errar que no se trata de una cuestión del instante en que
tiene lugar el acto del partimiento del pan. Lo verdaderamente
importante es que la Cena del Señor sea el pensamiento
dominante cuando los santos se reúnen para este
propósito el día del Señor; que no las oraciones
de muchos, ni las enseñanzas de nadie, hagan sombra al gran
objeto de la reunión. En el ministerio, por espiritual que
ésta sea, el hombre tiene su lugar; en la Cena, si se celebra
correctamente, solamente se exalta al humillado Señor. Pudiera
haber ocasiones en que la evidente guía del Espíritu lo
adelanta, o lo pospone hasta adelantada la reunión, y
así cualquier norma técnica con respecto a su
limitación al inicio, en el momento central, o a su fin,
sería una limitación humana sobre Aquel que es el
único autorizado para decidirlo en cada ocasión.
Esta libertad puede parecer extraña a los habituados a formas
rígidas, incluso cuando no hay formularios escritos, pero esta
extrañeza aparente se debe más bien a su falta habitual
de familiaridad con la verdadera presencia y guía del
Espíritu Santo en la asamblea. No obstante, allí donde
queda abierta la puerta a la acción del Espíritu
según las Escrituras, y allí donde la asamblea
está saturada de un sentido justo de lo que conviene, el
Espíritu de Dios, de una u otra forma, y según la
verdad de las cosas que tenga a la vista, sabe cómo ajustar el
momento adecuado así como también todas las otras
cosas, y darnos el consuelo de su guía, si tan solo el
Señor es la confianza de nuestras almas.
Puede ser que algunas veces vais a la mesa del Señor y
salís decepcionados debido a que no ha habido
exposición de la Palabra ni exhortación. ¿Es
posible que se haya ido a recordar y a anunciar la muerte de Cristo,
y que se salga de allí con un sentimiento de decepción?
¿Cómo puede ser esto así? ¿No es ésta
la insalubre influencia del estado en que se halla la Cristiandad? Es
indudable que en el corazón natural hay aquello que sintoniza
con lo que ahora está de moda y que le agrada; y es
fácil desear los apetitosos alimentos de Egipto, en tanto que
se detesta el maná celestial como alimento ligero. Es
indudable que hay dentro de nosotros mismos aquello que ayuda a lo
que se encuentra afuera; pero es algo que es humillante y que aflige
a mi propia mente que pueda parecer indispensable un discurso para
adornar el partimiento del pan, y que haya un sentido de necesidad en
una reunión en la que la muerte del Señor ha estado
ante los corazones, ¡cuando se ha estado reunido alrededor del
Señor a Su propio nombre con aquellos que le aman!
¿Suponéis acaso que hay un servicio más aceptable
para Dios mismo que el simple recuerdo de Cristo en Su propia
Cena?
Pero, sea como fuere que se valora esto, todo esto se ha olvidado con
frecuencia, y no sólo se ha pasado a celebrar la Cena del
Señor en muchos casos con mucho menos frecuencia de lo que la
Escritura permite, sino que se ha manipulado su propio
carácter, y se han dejado completamente a un lado los
límites que el Señor mismo había establecido, de
forma que la celebración ha llegado a ser cualquier cosa que
los hombres quieran llamarle, excepto la Cena del Señor.
Decid, si queréis, que se trata de un sacramento, pero se
podría dudar que, si es así, se trate de la Cena del
Señor. Los corintios acostumbraban el domingo a tomar una
comida juntos; porque en aquellos tiempos los cristianos
sentían de manera intensa el carácter social del
cristianismo, y es de lamentar que desde entonces se haya perdido
tanto de vista. Después de la comida, celebraban la Cena del
Señor. No obstante, el diablo consiguió mediante la
licencia introducir oprobio y confusión en esta fiesta entre
los corintios; algunos de ellos se emborrachaban. Indudablemente, se
trataba de una terrible deshonra para el nombre del Señor;
pero difícilmente les conviene hablar duramente a aquellos que
están prontos a pronunciar los más duros de los
reproches. Tenemos que recordar que en aquella época acababan
de salir del paganismo; y que solía formar parte de la
adoración de los falsos dioses el emborracharse en su honor.
Los gentiles no sentían la inmoralidad de esto de la manera
que todo el mundo la conoce en la actualidad. No se creía que
fuera una cosa impropia el excitarse así, y peor, en sus ritos
religiosos y, ciertamente, en otras ocasiones. Es por ello probable
que en esta iglesia acabada de nacer en Corinto no se considerase
como una enormidad tan grande, como en la actualidad sabemos que es,
que los cristianos se olvidaran hasta tal punto del Señor en
el ágape. Lo que agravaba el pecado era que se mezclaba
la Cena del Señor, entonces y allí, con el
festín de amor. esta conducta era subversiva del
carácter de Su Cena. Comer y beber de esta manera conllevaba
comer juicio (1 Co. 11:29). Lo que había empezado en el
Espíritu terminaba en la carne. Me refiero a esto simplemente
con el propósito de mostrar que, al introducir una forma de
placer carnal en una asamblea tan santa, perdemos o destruimos su
verdadera naturaleza y propósito.
El clericalismo humano contra la libertad divina
Así, sin limitarnos a señalar ningún grupo
determinado, la práctica de designar a oficiales determinados
que tengan en exclusiva1 el derecho de
administrar el pan y el vino a cada comunicante es claramente
contraria a la práctica de las Escrituras, y se opone
abiertamente a la evidente intención de Dios, tanto como la
penosa conducta de los mismos corintios. Porque, ¿qué es
la Cena del Señor? ¿No es la fiesta de familia? Cuando
uno perturba el orden entre los miembros de Su familia, o cuando se
introducen aquellos que no pertenecen a Su familia, desaparece su
carácter, ya no se trata más de la fiesta de familia.
Tomemos entonces la suposición menos desfavorable de que se
trate de una compañía cristiana, y de que se trate
exclusivamente de cristianos. Suponiendo, además, que la
administración de la Cena del Señor, como dicen los
hombres, se confía a un verdadero ministro de Cristo, o a
todos los que son Sus ministros, como prerrogativa exclusiva
solamente de aquellos que ministran —y con ello presento la
forma más favorable que se pueda concebir para el concepto
popular— esto es, bajo cualquier circunstancia, una
invención humana, no solamente carente de la autoridad de
Cristo, sino decididamente en contra de la doctrina y de los hechos
registrados en las Escrituras. Admito plenamente el ministerio; pero
la Cena del Señor no tiene relación alguna con el
mismo. Hagamos que la administración del pan y el vino sea una
función necesaria de aquellos que tienen el gobierno, y deja
de tener cualquier parecido siquiera exterior con la Cena del
Señor. Viene a ser un sacramento, no Su Cena; es una
innovación manifiesta, un apartamiento decidido y completo de
lo que el Señor ha dispuesto en Su Palabra. La idea misma de
que una persona se ponga aparte y pretenda administrarla como un
derecho altera y arruina la Cena del Señor. Esta Cena,
según las Escrituras, no deja lugar para la exhibición
de la importancia humana en las pretensiones del clericalismo; y
menos que nunca cuando había apóstoles en la tierra.
Bendecidos y honrados de parte de Dios como lo eran, en la
celebración de la Cena del Señor estaban ellos
allí en Su presencia como almas que habían sido
salvadas del pecado y del juicio por la muerte del Señor. En
la reglamentación de las iglesias, en la elección de
ancianos, en la designación de diáconos,ellos
tenían su propio puesto de dignidad apostólica. La
Palabra de Dios demuestra clara y plenamente que la
administración de la Cena por un ministro es un invento y una
tradición de los hombres, totalmente carente del soporte de
las Escrituras.
Juicio propio y participación
Pero hay otro punto que a menudo perturba algunas almas, y que
pudiera inquietar, incluso allí donde se parte el pan de una
manera santa, sencilla, y escrituraria— el peligro de comer
indignamente y de por ello incurrir en juicio. Permitidme que trate
acerca de esta cuestión en el acto mediante la certeza de que,
aunque uno tiene que ser vigilante en contra de una
participación descuidada o indigna por alguna otra
razón, no se trata aquí de condenación, que
ciertamente perturbaría al creyente, desarraigándolo
del consuelo del evangelio y de la línea general de la Palabra
de Dios. Pero puede que algunos pregunten, ¿no es esto lo que
dice la Palabra de Dios? No es de condenación de lo que
aquí se trata. El apóstol nos está mostrando en
este pasaje cuán esencial es que vayamos a la mesa del
Señor, a la cual estamos invitados cada día primero de
la semana, para estar allí con corazones llenos del recuerdo
agradecido del amor abnegado y sacrificado de Cristo, que
murió en expiación por nuestros pecados a fin de que
fuésemos salvados por Él. ¿Cuál es el
resultado de un estado superficial y falto de atención en la
Cena del Señor? Si tomamos el pan y el vino en aquella fiesta
santa como comemos el alimento común que Dios provee para
nosotros en nuestras propias casas, no discerniendo el cuerpo del
Señor —en otras palabras, si comemos y bebemos
indignamente—, no es la Cena del Señor lo que estamos
comiendo, sino más bien juicio para nosotros mismos. La mano
del Señor estará sobre los tales, como el
apóstol muestra en el caso de los desordenados corintios; pero
incluso en este grave caso, se trataba expresamente de un juicio
temporal, a fin de que no fuesen «condenados con el
mundo». Por otra parte, no hay excusas para ausentarse de la
mesa del Señor. No hay forma de escapar a la mano del
Señor, excepto por la propia humillación y la
vindicación de Él mediante el juicio de uno mismo, y
compareciendo entonces. La Cena del Señor no es más un
dulce privilegio que un solemne deber para todos los suyos, excepto
para aquellos que se hallan bajo disciplina; y cuando pensamos en el
amor que Él nos ha mostrado en el sacrificio sin
límites que Él ha hecho por nosotros —la
liberación totalmente inmerecida que Él ha obrado por
nosotros en Su propia humillación profunda y sufrimiento bajo
la ira de Dios en la cruz, juntamente con todo el aliento lleno de
gracia que Él nos ha traído para nuestra
consolación, exhortación y apoyo en nuestro conflicto a
través del mundo, no podemos sino considerar la agradecida
conmemoración de la muerte del Señor como una
obligación que no debiera ser dejada de lado bajo ninguna
circunstancia.
La falta de otra persona no debiera mantenerme apartado a mí:
si impide justamente a una persona, debiera de impedir a todas.
¿Se tiene entonces que olvidar al Señor porque haya uno
que merezca censura? Que el individuo que haya cometido la falta sea
reprendido o que se trate con él de alguna otra forma
según las Escrituras; pero mi lugar es el de «hacer
esto en memoria de Cristo». Además, tampoco me
debiera mantener apartado el sentimiento de mi propia indignidad.
«Pruébese cada uno a sí mismo, y coma
así del pan» —no que se mantenga aparte. El que
se abstiene de la Cena del Señor está en la
práctica como diciendo que no es de Él.
Esto será suficiente en cuanto al partimiento del pan, por
mucho que solamente se haya arañado el tema. Quedan por
añadir unas pocas palabras con respecto a la oración.
Se comete muy frecuentemente un gran error con respecto a la
oración. Algunas veces oímos hablar del «don de la
oración»; pero, ¿dónde lo encontramos?
Mostradme un pasaje en las Escrituras en el que se hable del
«don de la oración» en el sentido en que la gente
utiliza comúnmente el término. ¿Cuál es el
efecto? Que con frecuencia se estorba a almas sencillas y modestas,
que de otra manera se unirían de corazón a la
oración en público. Pero no pueden considerarse dotados
del «don de la oración». Se intimidan por lo que es
solamente un disparate —por lo que en realidad es, si ellos tan
solo lo supieran, un desatino. La consecuencia es que se mantienen
remisos, que se callan, cuando la reunión se
beneficiaría en gran manera de su participación.
¿No hay algunos presentes aquí que bien saben que han
tenido en muchas ocasiones el deseo de orar, y de expresar de esta
manera la necesidad de la asamblea de Dios ante Él, pero que
se han retenido debido a que temían su carencia de un
«don de oración», y que pudieran ser incapaces de
orar el suficiente rato, o de una forma aceptable para algunos a los
que ellos han oído hablar insistiendo acerca del «don de
la oración»? ¿No es esto un hecho? Os apremio,
queridos amigos, a que no escuchéis más sus voces ni
vuestros propios pensamientos y sentimientos.
Examinad por vosotros mismos la palabra de Dios, y hallaréis
que el apóstol establece (1 Ti. 2), incluso de manera
perentoria, su deseo de que los hombres oren en todo lugar. Que se
confíen al Señor sin dudar, y que recuerden al mismo
tiempo que las Escrituras nunca insinúan siquiera
ningún «don de oración». Esto nos lleva a
otro punto relacionado con el que acabo de tratar de exponer. Es en
mi opinión un concepto perjudicial que aquellos que poseen un
don ministerial deban ser considerados como las únicas
personas idóneas para levantar sus voces en la asamblea de
Dios.
1 Permítaseme dar unos pocos extractos de la famosa
obra de un hombre capaz y moderado, Juan Calvino:
—«También es pertinente observar aquí, que es
impropio que personas privadas se arroguen la administración
del bautismo, porque ello, como también la
administración de la Cena, forma parte del oficio ministerial;
porque Cristo no dio mandato a hombres o mujeres en general para que
bautizaran, sino a aquellos a los que Él había
señalado como apóstoles. Y cuando, en la
administración de la Cena, Él ordenó a Sus
discípulos que hicieran lo que le habían visto hacer a
Él (habiendo tomado Él el lugar de dispensador
legítimo), es indudable que significaba que en esto ellos
debían imitar Su ejemplo. La práctica que ha estado
vigente durante muchos años, y casi desde el mismo inicio de
la iglesia, de que los laicos bauticen en caso de peligro de muerte,
cuando un ministro no podía estar presente a tiempo, no puede,
me parece a mí, ser defendida sobre una base suficiente.»
(Inst. IV., XV.
20.) «Porque las palabras de Cristo son claras: “Id,
[enseñad] a todas las naciones, bautizándolas”
(Mt. 28:19). Ya que Él designó a las mismas personas
para ser predicadores del evangelio y dispensadores del bautismo en
la iglesia — “Y nadie toma para sí esta honra, sino
el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón” —
cualquiera que bautiza sin un llamamiento legítimo usurpa el
oficio de otro.» (Ibid. 22.) A
continuación, en el capítulo XVII. 43 del mismo libro
IV., después de aludir a algunas antiguas ceremonias para
rechazarlas, prosigue diciendo que la Cena «pudiera ser
administrada muy apropiadamente, si se dispensara a la iglesia con
gran frecuencia, por lo menos una vez a la semana. El comienzo
debiera ser con oración pública; a continuación
se debiera dar un sermón; después el ministro, habiendo
puesto el pan y vino sobre la mesa, debiera leer la
institución de la Cena, después explicar la promesa que
en ella nos ha sido dejada, y al mismo tiempo mantener fuera de la
comunión [excomunicaret] a todos aquellos que están
impedidos por la prohibición del Señor. Después
de esto debiera orar que el Señor, conforme a la bondad con la
que nos concedió este sagrado alimento, también de la
misma manera nos instruya y nos forme para que lo recibamos con fe y
gratitud de mente, y que nos haga dignos, mediante Su misericordia,
de esta fiesta, ya que no lo somos por nosotros mismos. Aquí
se debieran cantar salmos, o bien se debiera leer algo, en tanto que
los fieles, en debido orden, comunican en el banquete sagrado,
partiendo el pan los ministros, y distribuyéndolo al pueblo.
Habiendo finalizado la Cena, se debiera dar una exhortación a
la fe y confesión sincera de ella, a la caridad y al
comportamiento digno de los cristianos. Al final, se debiera ofrecer
una acción de gracias, y cantar una alabanza al Señor.
Esto hecho, se debiera despedir en paz a la iglesia.»
¡Cómo le gusta a la naturaleza humana inmiscuirse y
legislar! Ahora bien, es instructivo observar que la
reglamentación más plena que tenemos de la Cena del
Señor en las Escrituras aparece en 1 Corintios, esto es,
en una epístola escrita a una asamblea en la cual no
había aún ancianos. Éste creo yo que era el
caso; pero incluso si existían ancianos en ella, permanece el
hecho de que se mantiene un silencio absoluto con respecto a ellos,
allí donde el pensamiento moderno hubiera demandado que
aparecieran en el acto para afrontar el desorden mediante una
administración apropiada del sacramento. Esto nunca se le
ocurre al apóstol. Se exhorta a toda la asamblea en base de
razones morales. Éste es el remedio divino, y no una
apelación a los ancianos si estos existían, ni tampoco
unas instrucciones para que fueran designados a fin de corregir el
abuso, si no existían aún.
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- Traducción:
Santiago Escuain - © Copyright SEDIN 2002 por la
traducción, www.sedin.org. Este texto se puede reproducir
libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y
dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.
Libro publicado originalmente en 1988 por
Verdades Cristianas
Apartado 1469 • Lima 100, Perú
Casilla 1360 • Cochabamba, Bolivia
P.O. Box 649 • Addison, Illinois 60101 EE. UU.
Edición revisada, 2002
Revisión: Santiago Escuain
Publicado en forma electrónica por
SEDIN,
Servicio Evangélico de Documentación e
Información
Apartado 2002 • 08200 SABADELL (Barcelona)
ESPAÑA
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