William Kelly
La Iglesia de Dios
Traducción del inglés:
Santiago Escuain
ÍNDICE
PRIMERA CONFERENCIA
(Efesios 4)
UN CUERPO
Introducción
El tema acerca del que quiero tratar esta noche, con la ayuda del
Señor, es el del un cuerpo, el cuerpo de Cristo; y
además no solo como una gran doctrina que el Espíritu
Santo ha expuesto con la máxima claridad, y a través de
una parte considerable del Nuevo Testamento, sino también,
hasta allí donde pueda hacerlo en poco espacio, deduciendo
algunas de sus consecuencias prácticas, y mostrando sus
implicaciones acerca de la comunión y de la conducta de cada
uno de sus miembros, esto es, de cada cristiano.
Pero, a fin de poder esclarecer las especiales características
del cuerpo de Cristo, será necesario explicar cómo
difiere de lo que Dios reveló o instituyó en pasadas
dispensaciones; porque existen distinciones, e incluso contrastes,
entre los tratos de Dios en el pasado y lo que Él está
llevando ahora a cabo para la honra de Su amado Hijo. En tanto que,
naturalmente, siempre ha habido un solo Dios verdadero, que ha tenido
en las edades del pasado a aquellos que Él ha amado sobre la
tierra; en tanto que siempre ha obrado por Su Espíritu; en
tanto que necesariamente había fe en acción a fin de
que hubiera bendición para las almas, sin embargo existen
diferencias esenciales, y profundamente importantes, que nadie puede
pasar por alto sin perjuicio para sí mismo, sin debilitar de
cierto su testimonio a otros y, sobre todo, sin que pierda de vista
la justa medida de lo que Dios mismo tiene en lo más profundo
de Su corazón: Su propia gloria en Cristo.
El protoevangelio y la promesa
Si acudimos al Antiguo Testamento, queda perfectamente evidente que,
cuando el hombre cayó en pecado, Dios dio ciertas revelaciones
de bendición, todas las cuales encuentran su centro en el
Señor Jesús. Vemos esto desde el mismo principio de
Génesis. Cuando el pecado entró, no solamente
siguió el justo gobierno de Dios, sino también, de
inmediato, la gracia. Dios estaba allí; y, en presencia de la
culpable pareja, y en desafío a la serpiente, la misericordia
de Dios habló acerca de aquella Persona Bendita misma de la
que vamos a oír glorias adicionales y más profundas. A
su debido tiempo Dios sacó a luz, de una manera distintiva y
personal, bendiciones en relación con Abraham y su simiente.
Aquí tenemos el ámbito de la promesa —no solo una
revelación de misericordia, sino una promesa evidente— a
una persona en concreto y a su simiente. Éste no había
sido el caso en el huerto del Edén. El hombre había
caído allí; y es evidente que el hombre caído no
podía ser, en absoluto, el objeto de la promesa de Dios. Hay
promesas respecto a él. Pero no podía haber una
promesa a él. Cuando Abraham recibió la promesa,
no era meramente un hombre caído, sino un creyente. Fue a
él como a un elegido, llamado y fiel, a quien Dios hizo
depositario de la promesa. Pero fue cuando Adán cayó,
antes que hubiera nada de la operación de la gracia divina en
él, fue cuando él y Eva se habían separado
completamente de Dios, que la misericordia, sin contemplar para nada
la condición ni el mérito de ellos, extendió una
revelación de gracia en la persona de Cristo. La Simiente de
la mujer fue presentada más en particular como el destructor
de aquel que había provocado este mal profundo y, hasta
allí adonde llegaba, irreparable —irreparable para la
criatura, pero constituyendo solamente la ocasión para que
Dios expusiera Su propia gracia para la gloria de Aquel que, herido
Él mismo, iba a aplastar la cabeza de la serpiente.
El efecto de la promesa dada a Abraham fue que una familia
quedó separada para Dios y, a su debido tiempo, una
nación. Encontramos a continuación que esta
nación se hallaba llena de una autosuficiente confianza en su
propio poder, por lo que a Dios le plugo, en la sabiduría de
sus caminos, probarlos por la ley, que como todos sabemos fue dada en
Sinaí. No es preciso entrar en detalles, sino solamente
afirmar el bosquejo general de los tratos divinos con el
propósito de clarificar este tema. Pero el resultado de
aquella prueba, por mucho que Dios la dilatara, no estuvo en duda ni
por un solo momento; porque, en el mismo monte en el que Dios
habló, los hijos de Israel desecharon la autoridad y la gloria
de Dios, y se inclinaron ante la obra de sus propias manos: esto es,
la ley, como cuestión moral entre Dios y el hombre, fue
desechada en sus propias bases desde el mismo principio. Dios
esperó pacientemente —con una dilatada paciencia—, y
entretanto manifestó Sus caminos en todas las maneras
posibles. La prueba culminante fue la presencia de Cristo, la
Simiente de la mujer, y también la Simiente de la promesa;
porque ahora venía la persona que daba satisfacción a
todas las revelaciones y promesas, los caminos, tipos y
profecías de Dios. Vino Aquel en cuya persona se hallaba todo
lo que era digno de Dios y apropiado para el hombre. Pero la venida
de Cristo sacó a la luz la terrible verdad de que no solamente
el hombre está corrompido en sí mismo y depravado, que
ama su propia voluntad, sino también que aborrece la bondad
—la misma bondad divina— en el hombre. Es el enemigo de
Dios cuando Él se manifiesta de la manera más bendita
en Su propio Hijo; cuando Él se manifiesta a Sí mismo
no solamente en poder —porque es fácil comprender que una
criatura culpable se alarme ante un poder santo—, sino en
perfecto amor, descendiendo en humillación, poniéndose
a Sí mismo a los pies del hombre, rogando al hombre; porque en
realidad no se trata aquí de una figura de lenguaje ni de una
exageración de la mente humana, sino de lo que afirma la
propia palabra de Dios. Oigamos Su propia descripción de ello:
«Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no
tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos
encargó a nosotros la palabra de reconciliación.
Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si
Dios rogase por medio de nosotros», etc. (2 Co. 5:19).
Su amor que rogaba a los pecadores fue la actitud de la gracia divina
en la persona de Cristo. ¿Cuál fue el resultado? Que el
hombre demostró que no tenía ninguna posibilidad de
liberarse a sí mismo por ningún medio que Dios pusiera
a su alcance: que si se trataba de que el hombre se liberara a
sí mismo, no importa cuál fuera la misericordia o la
bendición, no importa cuán profunda y plena fuera la
gracia exhibida en una persona viviente, el hombre se hallaba
demasiado alejado —tan totalmente muerto en pecado que, lejos de
ser ganado por el amor de Dios, solamente se aprovechó de
dicho amor, y cuando Jesús se puso a los pies del hombre,
éste levantó su talón y lo pisoteó a
Él, al Hijo de Dios. Pero si así fue que el hombre,
bajo el maligno caudillaje de Satanás, arrojó y
crucificó a Cristo, en aquella cruz Dios no solamente
mostró Su amor (¡y ciertamente que esto es amor!), sino
que obró la redención, obra ésta eficaz incluso
para aquellos que crucificaron a Jesús, capaz de borrar el
pecado más negro del que el hombre haya podido hacerse
culpable. Dios ha triunfado allí donde el hombre hizo lo peor
que pudo en contra de Él.
La ley produce ira
Pero esto no es todo. En los tratos anteriores de Dios, cuando
Él dio Su ley, Dios había separado a la nación
que había sido llamada de Egipto, la había distinguido
de la forma más distintiva y positiva de entre las otras. Era
necesario. Los hombres podrían quejarse de que no se
había hecho un juicio imparcial; los ejemplos corrompidos de
otros llevarían naturalmente al descarrío. Dios puso
aparte a Israel mediante sus instituciones, ritos, ordenanzas,
servicios, y Su ley; y mediante esta ley, y por estos ritos, los
separó de todos los demás; de manera que hubiera sido
un pecado para un judío tener comunión con un gentil,
sin importar cuán piadoso éste fuera y cuán
dispuesto a respetar la ley de Dios. Es indudable que pudiera haber
tal cosa como ser sacado de la gentilidad por lo menos hasta cierto
punto, pero, con todo, a través de todo el sistema de los
tratos de Dios mediante Su ley con el pueblo judío,
había una separación expresa y total de Su pueblo de
entre todas las naciones. No hablo del abuso de esto, obrando en el
corrompido corazón del hombre en contra de los otros —el
orgullo del corazón de los hombres, que despreciaban a otros
debido a la propia posición divinamente aislada; pero, aparte
del mal uso que Israel hiciera de su separación, la fidelidad
a Dios la demandaba, y Su voluntad se hallaba en ello. Dios estaba
demostrando ante todo el mundo la penosa y humillante verdad de que,
aun si una nación tenía tales misericordias, incluso
tales privilegios, incluso tal sabiduría dirigiendo sus
movimientos, exterior e interior —todo lo que les
pertenecía— el resultado de todo ello es una creciente
enemistad en contra del mismo Dios.
La gracia por medio de Jesucristo
La muerte y la resurrección de Cristo introdujeron algo nuevo
en todos los sentidos. Ahora bien, los cristianos lo admiten en
general como la obra de Cristo en su aplicación a la necesidad
del alma. No hay ninguna persona de inteligencia espiritual tan
escasa que no confiese, con una mayor o menor claridad y gratitud de
corazón, la importancia suprema de la cruz de Cristo en cuanto
a su necesidad ante Dios. Puede ser que haya una escasa
percepción de la magnitud de la liberación, e
interrupciones y debilidad en el goce de la perfecta paz que ha sido
consumada por la sangre de la cruz de Cristo; pero no hay un solo
creyente que en cierta medida no la mantenga y la goce, y dé a
Dios las gracias por ella.
Pero hay más que la necesidad del pecador cubierta en la cruz;
y quisiera dirigir la atención a lo que el Espíritu
Santo nos da en Efesios 2, mostrándonos el puesto de la cruz
en los caminos de Dios —no meramente en la salvación del
alma. En el versículo 13 está escrito: «Vosotros
que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos
por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de
ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de
separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de
los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí
mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante
la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en
ella las enemistades». Ahora bien, es evidente que esta
Escritura afirma que la cruz es la base no solamente de la paz para
el alma, sino también la base sobre la que descansa el
«un cuerpo» que Dios está ahora formando de entre
judíos y gentiles ante Sí mismo. Y lo vemos con toda
claridad si tan solamente consideramos la presencia de nuestro
Señor sobre la tierra. Él prohíbe a Sus
discípulos que vayan por camino de gentiles —les
prohíbe que entren en ninguna ciudad de samaritanos.
¿Será necesario decir que no se debe ello a ninguna falta
de amor? No se trataba de que Su corazón no se doliera por el
más réprobo de los samaritanos; no se trataba de que no
apreciara la fe de un gentil —no había Él visto
tanta fe «ni aun en Israel». A pesar de todo, ellos
tenían que dirigirse solamente a las ovejas perdidas de la
casa de Israel, debido a que Él solamente había sido
enviado a las tales, y lo mismo sucedía con ellos. Ahora bien,
aquí hallamos en el acto que, en tanto que había esta
perfección de gracia en Cristo, no obstante se tenía
que mantener en su integridad el santo ordenamiento de Dios. La ley
afirmaba un estado de cosas esencialmente diferente del que hallamos
descrito en Efesios 2. Existía una barrera positiva, incluso
durante Su vida aquí abajo, estando prohibida la misma cosa
que, después de haber Él muerto y resucitado, no era
solamente un deber, sino un deleite de amor, la única
respuesta adecuada en los santos a aquella muerte y
resurrección (ver Mt. 28:19).
¿A qué se debe tal cosa? ¿En qué se basa un
cambio tan inmenso? En la cruz. La cruz expone la indignidad del
hombre y, sobre todo, la indignidad del hombre favorecido,
privilegiado, religioso —la indignidad del hombre bajo la ley de
Dios. Porque si el hombre bajo aquella ley fracasó,
¿qué otra ley podría servir? La ley de Dios era la
más sabia, la mejor, el trato más santo y justo que se
podía posiblemente aplicar al estado natural del hombre. Y
aquí se halla el fracaso total del hombre; y bien lo
sabía Dios desde el principio, porque tuvo buen cuidado de que
en el primer libro de las Escrituras, y a través de todas
ellas, incorporadas a la misma ley, hubiera palabras claras y
también sombras, que exponían que el hombre
pecaría, y que solamente Cristo, mediante el derramamiento de
Su sangre y Su muerte, podría dar la salida a ello. La primera
revelación en el huerto de Edén es un testimonio de
ambas cosas. La fe no tenía otra esperanza. Pero, con todo,
hubo una prueba paciente, prolongada, para ver si era posible extraer
algo bueno del hombre, en los tratos del único sabio Dios con
el hombre. Y ahora quedaba demostrado en la cruz que todo en el
hombre estaba en ruinas, y que las mayores de las ventajas, excepto
por la gracia salvadora de Dios, exponían con mayor claridad
la ruina que se había introducido. Hay ahora lugar para la
obra de la gracia y, queridos amigos, es acerca de esto que
será mi gozo hablar esta noche.
Los sufrimientos de Cristo y las glorias que han de venir tras
ellos
Hemos descendido por la corriente de la historia; hemos visto lo que
el hombre era cuando se trataba de su obra ante Dios; veremos ahora
brevemente a Dios cuando Él pone a la obra Su glorioso poder,
no meramente para el hombre, sino para Su Hijo. Porque nunca
conseguimos la bendición total hasta que vemos esta verdad
grande y gloriosa, que Dios tiene a Su Hijo como el objeto de Su
corazón —que Dios está pensando no meramente en la
bendición para ti y para mí, para aquellos que le
aman— sí, más aún, en gracia soberana para
aquellos que no le aman, si se arrepienten y creen el evangelio
—sino que tiene Su mirada puesta sobre Aquel que lo hizo todo y
lo sufrió todo para Su gloria, y ha envuelto aquella gloria de
Dios con la bendición más plena, rica y eterna para
todos los que creen en Su nombre. Y ahora, en consecuencia,
¿qué hallamos como fruto de la cruz de Cristo (en la que
tenemos la debilidad de Dios, y donde sin embargo tenemos el triunfo
de Dios —de Dios mismo descendiendo más y más
aún en amor, no meramente, por así decirlo, rogando al
hombre, sino además depositando todo el peso y la carga de
pecado sobre el Señor Jesús, proveyendo así a la
desesperada necesidad de los pecadores mediante el sufrimiento de Su
Hijo por ellos)? Hallamos que en la cruz Él ha dado el golpe
de muerte al pecado; que ha quitado el pecado «por el sacrificio
de Sí mismo», como se nos dice. Pero, además,
mediante la cruz se desvanecen todas las distinciones entre
judío y gentil, y que Dios saca a luz aquello que había
estado siempre anticipado —aquello que estaba en Sus consejos no
solamente desde la fundación del mundo, sino desde
antes de ella, y que por consiguiente Él había
expuesto antes de que hubiera una cuestión de ley, y antes de
que hubiera una cuestión de pecado. Porque es de
señalar que el magnífico tipo, que el apóstol
aplica en Efesios 5 al misterio de Cristo y de la iglesia, fue
introducido antes de que el pecado hiciera su entrada (Gn. 2). Era en
verdad un consejo que surgía de lo que Dios era y es. Era Dios
en Su propio amor, Dios obrando de acuerdo a lo que Él es en
Sí mismo. Había aquello que Él siempre
había tenido en Su propia mente, y para la revelación
de lo cual, indudablemente, el pecado podría dar la
ocasión. Pero el pecado no fue en absoluto el resorte
sugeridor, así como tampoco la medida de ello. Al contrario,
vemos a Dios satisfaciéndose, por así decirlo, en la
actividad de su perfecto amor; en todo caso le vemos pensando en,
lleno de, obrando para, Su propio Hijo. Y creo que es de un profundo
interés observar el hecho que se acaba de mencionar
—cómo la sombra de la unión de la iglesia con
Cristo precede a la entrada del pecado y a las provisiones de la
gracia en vista del pecado.
Tipo y antitipo
Y observemos además que, como se acaba de ver en el tipo de
Génesis, así es en la epístola a los Efesios.
¿Dónde es que tenemos delineados los consejos de Dios?
¿Es después de haber dado la descripción del
pecado del hombre en el capítulo 2? No, sino en los primeros
versículos del capítulo 1, donde Dios da los más
ricos desarrollos de Su gracia, pasando por alto totalmente y dejando
a un lado en el primer caso toda la cuestión del pecado,
vergüenza, necesidad del hombre. Esto lo tenemos representado
después, y de la manera más profunda. No hay
quizás ninguna parte de la Palabra de Dios que nos muestre
más claramente las profundidades de la maldad humana que
Efesios 2, pero no se trata en absoluto del pensamiento primario.
Así, hallamos en el primer capítulo: «Bendito sea
el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo
con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en
Cristo, según nos escogió en él antes de la
fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin
mancha delante de él». Y entonces es solamente de pasada
que el apóstol les menciona el hecho de sus pecados, y ello en
un solo versículo (v. 7), donde leemos, «en quien tenemos
redención por su sangre, el perdón de pecados
según las riquezas de su gracia». Con la excepción
de esta nota incidental del hecho de nuestra necesidad de
perdón, de la remisión de los pecados, nadie
sabría por el primer capítulo de la epístola a
los Efesios que los santos de Dios, estas personas tan bendecidas,
tenían un solo mal, ni una sola partícula de pecado
relacionada con ellos. Esto es, tenemos a Dios actuando perfectamente
desde Sí mismo, en y para su propio Hijo: deleitándose
en Él, poniendo honor sobre Él, dándole a
Él lo que era apropiado de Sus propios recursos de amor, y por
ello sin límites a los santos, al cuerpo de Cristo, como los
describe el final del capítulo 1. Es así que el
Espíritu Santo se complace en introducir estos asombrosos
consejos de la gracia.
Luego, en el segundo capítulo, tenemos el estado del hombre
considerado con la mayor penetración. Le vemos pesado y
hallado falto como en ningún otro pasaje de las Escrituras. Le
vemos aquí, no como un ser activo vivo en pecado, sino como
todo acabado en cuanto a él, muerto en pecado
—«muertos en nuestros delitos y pecados». Así,
se halla desesperadamente perdido y totalmente impotente en pecado.
Toda la causa se halla cerrada en contra de él; y es a esta
condición de muerte moral manifiesta y de sujeción a
Satanás que se aplica la gracia misma de Dios, en Su poder
vivificador, resucitador, celestial, en Cristo Jesús.
Pero, de nuevo, hallamos que en la última parte de Efesios 2
se expone la cruz de Cristo, no simplemente en relación con
los consejos de Dios como en el capítulo 1, ni siquiera en
vista de la desesperada necesidad de aquellos que son el objeto de
Sus consejos, como en el principio del capítulo 2, sino como
contraste a los caminos anteriores de Dios sobre la tierra. En este
pasaje Él se dirige a los gentiles. ¿No era ésta
acaso una ocasión apropiada para que Dios les expusiera la
verdad del nuevo hombre, el misterio de Cristo y de la iglesia, del
cuerpo de Cristo? Ellos habían sido hasta ahora dejados de
lado, evidentemente al margen de todo lo que Dios había hecho
desde la antigüedad. Dios había tomado para Sí a
un pueblo separado y los había puesto a prueba. Los gentiles
era como si no existieran, por así decirlo, delante de Dios.
No se trata, naturalmente, de que la secreta providencia de Dios no
velara y no obrara —no que la gracia de Dios no actuara con
respecto a los individuos; pero, considerados como gentiles, se
hallaban fuera. Pero ahora estos gentiles son el objeto mismo de la
gracia celestial; el llamamiento se dirige a los gentiles de una
forma potente e inclusiva. No que solamente ellos fueran introducidos
en la iglesia, porque también se compone de judíos;
pero fue a los gentiles a los que le pareció mejor a Dios
poner de relieve, en contraste con la condición en la que una
vez habían estado, a fin de poner más de manifiesto la
bendición que Su gracia confiere ahora sobre ambos, en Cristo
el Señor. «Por tanto, acordaos de que en otro tiempo
vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados
incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con
mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la
ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin
esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús,
vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos
cercanos por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz,
que de ambos pueblos hizo uno».
Una realidad enteramente nueva — un cuerpo
Aquí tenemos otro hecho, no solamente que son hechos cercanos
a Dios sino que ambos son hechos uno —los judíos y
gentiles que ahora creen son hechos un solo cuerpo, como se explica
más plenamente más adelante, con la pared intermedia de
separación derribada, la enemistad abolida en Su carne,
«la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear
en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre». No se
trata meramente de la nueva vida, sino de que Cristo y la iglesia
forman un nuevo hombre, una condición de cosas que nunca antes
había existido —«un solo y nuevo hombre, haciendo la
paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo
cuerpo, matando en ella las enemistades. Y vino y anunció las
buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que
estaban cerca». Así, los gentiles habían estado
dispensacionalmente lejos, y los judíos habían estado
dispensacionalmente relativamente cerca; pero ahora eran sacados
totalmente afuera de su vieja condición. No se trata, como se
observará, de que los gentiles que crean sean levantados al
nivel de los privilegios que los judíos solían poseer,
sino que hay ahora un nuevo hombre, en el que no hay ni
judío ni gentil. Por lo tanto, ambos abandonan sus estados
previos, para llegar a una posición totalmente nueva y de la
máxima bendición de unidad en Cristo, posición
que jamás había existido anteriormente excepto en los
consejos de Dios.
Aquí tenemos pues la iglesia, el cuerpo de Cristo; esto es lo
que Dios está ahora formando. No está Él
solamente salvando almas ahora, sino que las está reuniendo;
no solamente las está Él reuniendo en uno, sino que
Él hace que el judío creyente y el gentil, en tanto que
estén en la tierra, y aunque anteriormente estaban a la
máxima distancia, sean ahora un solo y nuevo hombre en Cristo,
Su mismo cuerpo unido.
La morada de Dios
Hay otra verdad relacionada con la iglesia, revelada al final del
capítulo, que señalo meramente de pasada. No se trata
solamente de que exista un cuerpo formado, un cuerpo en Cristo, sino
que hay también un edificio sobre la tierra, en el que Dios
mora. Aunque no es mi tema esta noche exponer la morada o
habitación de Dios, a pesar de todo no me puedo privar del
gozo de decir unas pocas palabras de pasada acerca de este
maravilloso lugar que Dios ha dado a Su iglesia.
Se tiene que señalar primeramente que en el Antiguo Testamento
no hubo nada que fuera un edificio o una morada de Dios hasta que
hubo un tipo de redención. No importa cuál fuera Su
misericordia o condescendencia hacia aquellos que Él amaba,
Él no podía morar con el hombre hasta que hubiera una
base de derramamiento de sangre, sobre la que Dios pudiera morar con
él en justicia. Por ello, a todo lo largo del libro de
Génesis, por ejemplo, Dios no mora con los hombres: ni tan
solo se habla de ello ni se promete. Pero en el momento en que se
derrama la sangre de la Pascua, y en que tenemos a Israel pasando el
Mar Rojo —los tipos combinados de redención (el uno
respondiendo a la sangre de Cristo, el otro a la muerte y
resurrección de Cristo, en el cual se muestra en figura la
redención completa)— entonces oímos de inmediato a
Dios hablando acerca de tener una morada. No se debe a que la gente
fuera mejor. ¿Quién pudiera imaginar tal cosa? Mirad a
Israel en el Mar Rojo; ¿Qué eran ellos comparados con
Abraham, con Isaac, o incluso con Jacob? Pero Aquel que solamente
visitaba a los padres podía ahora morar entre los hijos, y
pone estas palabras en labios de ellos: «Les construiré
una morada».[1*] ¿A qué viene esto? Viene a que
pocos de nosotros estimamos en mucho el poderoso cambio y maravilloso
efecto de la redención. No se trata de una cuestión de
hacer comparación entre hombres, ni entre la fe o la fidelidad
de ellos. De lo que se trata es de la valoración que Dios hace
de la redención, y Él muestra que si hay siquiera un
tipo de redención, Él puede descender en tipo, y puede
entonces morar en medio de Su pueblo. Admito que se trataba solo de
algo preparatorio. Era una prenda visible de ello, evidentemente
adaptada a un pueblo terrenal. Pero con todo ello queda el hecho
distintivo grabado en la historia de Israel, como el mismo centro de
la bendición de ellos, de que el mismo Dios se dignó
entonces de morar en medio de ellos. (Éx. 15:2, 13, 17;
29:43-46.)
Lo mismo hallamos aquí con mucha mayor bendición para
la iglesia en la tierra. En la tierra —y señálese,
no antes de la cruz sino a partir de ella— le
place a Dios hacer que Su pueblo sea Su morada. Él
descendió en la persona de Cristo, pero Cristo
permaneció solo como morada de Dios. «Destruid este
templo»: Él era el único templo verdadero. Pero
cuando Él murió y resucitó, ¿qué
entonces? Se cumplió la redención; y ahora Dios
podía descender con santidad y justicia, de una manera
apropiada a Su propio carácter, y podía morar en Su
pueblo: No a causa de que los santos del Nuevo Testamento sean
más dignos en sí mismos que los del Antiguo Testamento.
El que se conoce a sí mismo y conoce la redención sabe
que tal idea es una falacia y una falsedad; sabe que la naturaleza
humana no es buena para nada, como tal, ante Dios; sabe que en Su
presencia no se trata de una cuestión de la carne, ni de lo
que la carne se pueda vanagloriar, «mas el que se gloría,
gloríese en el Señor». 2 Co. 10:17. Pero esto
no es todo. No hay solamente un Señor en quien gloriarse, sino
que ahora tenemos una verdadera redención en Cristo mediante
Su sangre. ¿Qué valoración hace Dios de la
preciosa sangre de Su Hijo?
¿Qué siente Él acerca de aquellos sobre quienes la
sangre es aplicada por la fe —aquellos que son lavados en ella?
¿No viene Él a decir: «Yo puedo venir ahora y tomar
mi lugar en medio de ellos?» Ésta es ciertamente una de
las preciosas características de la iglesia. Es, de forma
especial, incluso ahora, la morada de Dios. Es en virtud de esto que
la iglesia recibe el nombre de casa de Dios y de Su
templo en diferentes pasajes de las Escrituras. Pero no debo
detenerme más en esto, debido a que mi tema es el
cuerpo.
Hallamos, entonces, en Efesios 4, que el Espíritu de Dios
apremia esta exhortación: «Solícitos en guardar la
unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.» A
continuación, explica Él: Hay «un cuerpo, y un
Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma
esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un
bautismo; un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por
todos, y en todos.»
El un cuerpo y la conducta del cristiano
¿Se imaginará alguien que esta magna verdad del un
cuerpo no afecta al juicio y a la conducta del cristiano,
así como a sus afectos? Daré por supuesto que hemos
sido conducidos al conocimiento de Cristo; hemos hallado en Él
al Hijo de Dios, el Salvador; descansamos en Él como nuestra
paz ante Dios; le invocamos como nuestro Señor. Pero, ¿no
tengo relación con otros en la tierra? ¿Se me deja a
mí aquí para fijar mi mirada en Dios de una forma
simple y solitaria? ¿Tengo que pasar a través de los
laberintos de este mundo utilizando solamente la Palabra de Dios con
la oración? Pregunto: ¿Cuáles son mis relaciones?
¿Soy yo solamente un hijo de Dios con otros hijos suyos
aquí y allá? ¿Qué tengo que sentir, al
mirar a mi alrededor hacia aquellos que invocan el nombre excelente
—que invocan al Señor Jesucristo, tanto Señor de
ellos como mío? La respuesta es EL UN CUERPO. Es Dios el que
lo forma para la gloria de Cristo: está unido a Él.
«Somos miembros», como está escrito, «de su
cuerpo, de su carne y de sus huesos».
No está en tu poder, ni en el mío, el definir a
nuestros hermanos y hermanas, ni tan siquiera en nuestras relaciones
humanas. Gracias a Dios, no se nos pide. Es Dios quien lo hace;
Él da lo que le parece bien, incluso en el dominio de la
tierra y de la carne. Él no nos da lo que nosotros
pudiéramos elegir: sabemos de nuestra ineptitud a este
respecto. Él asigna a cada hombre un lugar —pone al
sublime y al humilde según Su propia sabiduría. Y en lo
que está haciendo para Su amado Hijo, ¿tiene menos que
hacer, o menos que enseñarnos? ¿Es la voluntad de Dios
menos importante en esto que en el mero mundo material? No, hermanos,
no: incluso las personas morales no disputan acerca de la voluntad de
Dios en lo que refiere a las relaciones naturales. Conocemos lo que
las concupiscencias humanas pueden hacer —como pueden quebrantar
toda línea de demarcación; pero aun así el
hombre, en toda su miseria, encuentra incluso por sí mismo,
sin pensar en Dios, la necesidad y el valor de admitir las relaciones
que han quedado establecidas en la naturaleza aquí abajo.
Ahora bien, ¿no es un pensamiento solemne, y un hecho que
debiera avergonzar a cada corazón cristiano, que en la
iglesia, que se halla tan cercana a Dios, en aquello que es el fruto
de Su propio perfecto amor, en aquello que Él está
creando para la gloria eterna de Su Hijo amado, aquello que Dios
ordena, aquello que Dios quiere, lo que complace a Dios, sea
considerado por muchos cristianos como de un valor infinitamente
inferior a sus relaciones naturales con los demás? ¿Es
esto verdad o no? ¿Se trata o no de un profundo pecado?
¿Qué explicación hay para ello? ¿De
dónde este terrible triunfo del enemigo? ¿Por qué
hay una oscuridad tan grande en la actualidad acerca de todo el tema
de un cuerpo? ¿Se debe acaso a que Dios no haya revelado
su parecer? ¿Hay algo que pueda estar más claro en las
Escrituras? Solamente se ha presentado una parte de las pruebas de un
corto pasaje de la Palabra de Dios; pero, ¿qué puede
haber más claro que el hecho de que, en base de la cruz de
Cristo, Dios ha introducido y establecido una nueva condición,
que Él está llamando afuera a los judíos y
gentiles que creen, y constituyéndolos ahora en un
cuerpo? ¿Y que, puesto que Él no reconoce otro cuerpo
que el de Cristo, ésta es Su voluntad para nosotros y nuestra
obligación hacia Él, así como que éste es
el significado único y evidente de Su Palabra que habla de su
iglesia? ¿Cómo es entonces que una verdad así
escapa de los pensamientos de los hombres —que en vano se
rebuscará para hallarla en los escritos antiguos o
modernos— de forma que algunos de nosotros hemos vivido durante
largo tiempo como cristianos, y que muchos de nosotros fuimos en un
tiempo clérigos y de los llamados no conformistas, pero todos
totalmente ignorantes del carácter de dicha verdad? Pero si es
tan patente, y hay tal plenitud de verdad acerca de ella en la
Palabra de Dios, ¿cómo es que vino a ser algo olvidado
entre Sus hijos?
La oposición satánica al testimonio de la
iglesia
No se trata de que no haya habido sinceridad —una sinceridad
piadosa si se quiere— ente los cristianos. Pero aquello que
está más cercano a Dios, aquello que sea la
operación presente de Dios, es siempre aquello contra lo cual
Satanás se opone con todo su poder y sutileza. Y ello debido a
que está conectado con Cristo, debido a que es la especial
voluntad de Dios para Su pueblo. Por ello Satanás trata de
torcerlo y de desfigurarlo. No intenta ahora oscurecer tanto otras
verdades, sino que ataca aquello que trata más directamente de
la gloria de Cristo que ahora se exhibe; se trate de lo que se trate
en cualquier momento dado, allí está el campo de
batalla, ahí está la arena, donde no se deja nada por
remover en el esfuerzo de intentar cegar y obstaculizar a los hijos
de Dios en su entendimiento y cumplimiento de la voluntad de su Dios
y Padre. Cuando Dios está entresacando a Su iglesia para
reunirla, entonces es la época en que el esfuerzo activo del
enemigo se despliega para oponerse, confundir y oscurecer todas las
verdades relacionadas con ella de una forma incesante.
Además, hay otra cuestión. ¿Cómo le es
posible a Satanás triunfar frente a toda la evidencia que
aporta el Nuevo Testamento? ¡Ah! La razón de ello,
también —la razón moral— es evidente. Los
hijos de Dios pueden ser engañados con toda presteza debido a
que la doctrina de la iglesia, el cuerpo de Cristo, nos acerca
demasiado a Dios; pone Su gracia de forma demasiado rica ante
nuestras almas; nos hace sentir (si nuestras almas creen, se
inclinan, y entran en ello) la vanidad de todas las cosas aquí
abajo. Es muy natural que amemos la comodidad; nos gusta la
posición en este mundo; nos encariñamos con un poco de
reputación, puede que no en el mundo vulgar, sino en la
llamada iglesia —en cualquier caso, algo para el yo, algo
afuera de la porción de Cristo y de la cruz. El cuerpo es
solamente para la Cabeza, para la gloria de Dios, a fin de que por
él el Hijo de Dios sea glorificado. El hombre natural
desaparece; su gloria se apaga y desvanece; su voluntad es juzgada
como pecado. No nos gustan una doctrina y práctica tan
perentorias, y con ello tan celestiales. A los hombres les gusta
hacer algo y ser alguien. El hombre tiene en sí mismo, siempre
que se le permite, aquello que le expone al poder del pecado, a la
malicia y a los ardides de Satanás; y ésta es la
razón de que esta verdad empezara a apagarse tan pronto como
fue revelada. No hay testimonio de ella en absoluto en los Padres
primitivos, y evidentemente se va tomando una postura tanto
más lejana y antagonista a medida que se va descendiendo en la
corriente de la historia: —Papistas y Protestantes,
Episcopalianos, Presbiterianos, Luteranos, Calvinistas,
Arminianos— todos la ignoran. No se trata de que no se pueda
encontrar suficiente verdad afirmada y predicada a las almas para que
éstas se puedan salvar; pero la sola salvación de las
almas no es toda la verdad, ni tampoco aquella parte de la verdad que
revela a la iglesia de Dios. ¿Acaso no se salvaron almas antes
de Cristo? ¿No venía la salvación de los
judíos? ¿No había almas fieles antes de que Dios
tuviera una nación sobre la tierra? ¿No fue esto
así desde el mismo principio, antes del diluvio y
después de él? Con toda claridad y certeza que
sí.
Pero ahí se introduce otra cosa que no era cierta antes, que
Dios no había revelado ni establecido hasta que el
Mesías fue rechazado, y para la cual Él había
reservado enviar al Espíritu Santo del cielo. Ahora, en la
cruz de Cristo, Dios ha establecido las bases para esta nueva obra, y
está reuniendo de entre judíos y gentiles,
uniéndolos en uno, a su asamblea, hecha un solo y nuevo hombre
en Cristo. Al hombre le gusta sentirse importante ante sí
mismo, y ante este mundo. En la proporción en que admita esto,
cae presa de los manejos del enemigo; y se engaña tanto
más fácilmente, porque hasta la cruz de Cristo
había más o menos lugar para el hombre. No fue hasta
entonces que se expusieron su ruina total, su enemistad en contra de
Dios y su odio de la gracia en la persona revelada del Hijo, en toda
su plenitud. No fue hasta entonces que se pudo conocer a Dios como
ahora se le conoce. Pero el unigénito Hijo del Padre lo
reveló, y esto en respecto tanto al pecado como a Su justicia
—una nueva clase de justicia que, a todos los efectos y de una
manera total, justifica y bendice al mayor de los culpables que ahora
cree en Jesús.
Un ámbito nuevo — la verdad de la iglesia y la vida
cristiana
Ahora bien, si ha de haber un corazón que crezca en la
revelación que Dios ha hecho de Sí mismo en Cristo
según Su gracia hacia la Iglesia, el un cuerpo de Cristo,
tiene que haber el juicio de la naturaleza, raíz y rama
—el juicio del mundo en el cual el hombre pretende un lugar para
sí mismo. La iglesia de Dios está constituida sobre la
base de la demostrada ruina del hombre, y existe para la gloria de
Dios en Su Hijo, mantenida por el Espíritu Santo. Ahora bien,
esto muestra la capital importancia de esta verdad para el alma,
tanto por lo que respecta a la comunión como a la conducta.
¡Afuera con todo aquello que no tiene que ver con la
práctica y con la relación del alma con Dios! Pero el
hecho es que bien al contrario de que la verdad de la iglesia deje a
un lado el corazón y la conciencia, la relación con
Dios, la adoración y el servicio, no hay otra cosa que realce
más todas estas cosas, y que las vincule de una manera tan
estrecha, excepto solamente la verdad de la persona misma de Cristo;
nada hay que comprometa más, que abarque más, y que
influya más en el andar o conducta de una persona
cristiana.
Quita lo primero para establecer lo postrero
Tomemos como ejemplo todas las dificultades que las personas
encuentran en el Antiguo Testamento: ¿En qué se basan?
Hablo ahora de las dificultades legítimas —en todo caso
de las que parecen ser legítimas y con autoridad para la mente
de un creyente no instruido. ¿Cuál es su sustancia, en
realidad? El razonamiento en base de los preceptos o de la
práctica del Antiguo Testamento. Pero, ¿es justa la
analogía? ¿Cómo podemos razonar de una manera
absoluta, si existe este nuevo hombre —si la iglesia es
una cosa especial y nueva que no existía antes? Es evidente
que las conductas (por ejemplo, la de un David o de un Salomón
—la de un Abraham o de un Isaac o de un Jacob) pueden no ser
ahora aplicables, sino que estarían ahora fuera de
armonía con los caminos que Dios desea en Su Iglesia. No me
refiero a aquellas demarcaciones morales que siempre condenan la
falsedad, la corrupción o la violencia: no se supone que
ningún cristiano vaya a presentar los pecados de ningunos de
estos hombres para justificar su propio pecado. Hablo de lo que era
recto y conforme a la voluntad de Dios tal como entonces se
había revelado. En el momento en que se comprende la doctrina
de la Iglesia, el cuerpo de Cristo, se desvanecen todos estos
razonamientos y dificultades. Dios tiene ahora a Su Hijo en Su
presencia como el hombre resucitado. No podía haber tal cosa
como el cuerpo de Cristo hasta que Cristo estuviera allí, no
solamente como el Hijo, sino como hombre, la Cabeza del cuerpo;
Cristo no podía estar allí como hombre hasta que se
consumara la obra de la redención. Desde la antigüedad
había recibido el título de Hijo del hombre, mirando
hacia adelante, hacia a Su asunción de humanidad, cuando Aquel
que era Dios e Hijo de Dios vino a ser un verdadero hombre.
¿Pero cómo podía Él tomar este puesto en el
Cielo? Él nació como hombre en la tierra. No fue un
hombre hasta que nació en el mundo. ¿Pero cómo
podía el asumir este puesto en el cielo? Cristo no era cabeza,
ni mucho menos había el cuerpo, la iglesia, hasta este
momento. «La iglesia, que es su cuerpo» da por supuesto que
Cristo se había hecho hombre, y más que esto, que
Él es la cabeza, como el hombre resucitado y ascendido. Es
solamente después de haber muerto, como sabemos por Su propia
figura del grano de trigo, que ha producido fruto (Jn 12). Pero
más que esto, y para no basarnos en figuras solamente, sino
para exponer algún pasaje de las Escrituras que trate de esto
en términos explícitos, ¿qué es lo que
encontramos? Leamos el final de Efesios 1: «Y cuál la
supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos,
según la operación del poder de su fuerza, la cual
operó en Cristo, resucitándole de los muertos y
sentándole a su diestra en los lugares celestiales, sobre
todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre
todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino
también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo
sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la
iglesia.» Así, Él ha sido dado a la iglesia
por Cabeza sobre todas las cosas; pero esto fue después que
Él hubiera resucitado de los muertos, y se sentase a la
diestra de Dios. El hombre resucitado es allí la Cabeza: nunca
fue Él cabeza hasta después de la redención.
Así es que Él tomó allí Su puesto.
¿Cuál es, entonces, la consecuencia de todo esto,
queridos amigos? El cuerpo de Cristo es celestial, como la cabeza de
la iglesia lo es. Al hombre no le gusta esto —incluso muchos
cristianos lo encuentran demasiado elevado y difícil. Si es un
hombre celestial ¿adónde hay lugar para proyectos y
planes de literatura, de ciencia, de política?
¿Adónde quedan todas estas cosas que llenan la mente y
satisfacen los apetitos y los deseos del hombre? ¿Acaso
están en el cielo? ¿Hay en el cielo planes de guerra
—o sueños cortesanos? Desde luego, oímos de la
guerra contra el diablo, que es expulsado del cielo, cuando el
Señor presentará batalla en el futuro mediante los
ángeles de Su poder. Pero es innecesario decir que no hay
lugar en Su cuerpo para el orgullo, la ambición ni la
energía del hombre.
Cristo y el cristiano
¿Cuál es entonces la gran idea de la iglesia de Dios? La
iglesia es el cuerpo de Cristo, después que Él ha
cumplido la redención; y, como consecuencia, el pecado, por lo
que respecta al juicio de Dios respecto al creyente, está
totalmente desaparecido, quitado de tal manera que Dios es
glorificado y el creyente justificado. Consiguientemente, y en base
de esto mismo, aquellos que creen no solamente nacen del agua y del
Espíritu, no solamente quedan justificados de sus pecados por
la sangre de Cristo, sino que son también unidos a Él,
la bendita Cabeza de ellos, que está sentado a la diestra de
Dios. Así la iglesia de Dios no se compone meramente de los
redimidos o santos. Cristiano significa mucho más que
santo —¡mucho más! Soy consciente de que los
hay que creen que significa mucho menos, y que considerarán
que mi doctrina es algo extraña; ello debido a que consideran
que todo el mundo en estas tierras es cristiano, pero que muy pocos
en la tierra son santos —quizá ninguno hasta que lleguen
al cielo. Pero no hay nada para mí más evidente
—nada más seguro— que el hecho de que un cristiano
es un santo, y mucho más que esto; y este mucho más es
que el cristiano es un santo según la redención
efectuada por Dios en la sangre de Cristo; que es un santo unido a
Cristo que está a la diestra de Dios; que es un santo que
tiene a Dios morando en él por el Espíritu, porque
ahora Dios puede morar en él. La obra expiatoria
está consumada: la sangre ha sido derramada y rociada.
¡Dios puede tomar su morada, y lo hace en el
cristiano! ¿Cómo lo sé? Porque Dios me lo ha dicho
en Su Palabra. Uno puede, ¡ay!, tener un goce defectuoso de ello
—esto es otra cosa; pero el disfrute de la verdad depende de la
medida en que nuestras almas descansen primero en ella con fe:
incluso después, a no ser que juzguemos la carne que
obstaculiza nuestro pleno goce de esta realidad, no podemos disfrutar
de ella por mucho tiempo ni en gran magnitud, si es que podemos
disfrutar algo de ella en absoluto.
Dios muestra después en su Palabra que la iglesia es la
unión de los creyentes —una con Cristo, por el
Espíritu Santo, después que Cristo muriera y resucitara
y ascendiera al cielo. La consecuencia de esto es que tenemos que
consultar qué es lo que Dios ordena a los miembros de dicho
cuerpo, si queremos saber cómo debe ser nuestra vida y nuestra
adoración; cómo tenemos que andar y sentir respecto a
los otros miembros de Cristo; y cómo comportarnos en la
casa de Dios. El Nuevo Testamento se ocupa de estos temas,
más en particular las epístolas de San Pablo. Esto no
se podía tratar de una forma definitiva ni formal en los
Evangelios, debido a que éstos se dedican principalmente a un
Cristo viviente, y llegan a su fin con los hechos de Su muerte,
resurrección, ascensión. Pueden hallarse en los
Evangelios aspectos preparatorios para la nueva obra y testimonio
—no pocas indicaciones de lo que se iba a emprender; pero todo
esto manifiesta que la edificación de la iglesia no
había comenzado todavía. Por otra parte, en las
Epístolas tenemos revelaciones totalmente basadas en el magno
hecho de que la edificación estaba en marcha, de que el cuerpo
estaba en vías de formación. Y se debe observar otra
cosa, que espero desarrollar en la próxima ocasión en
que me dirija a vosotros, eso es, que juntamente con el cuerpo de
Cristo va la presencia del Espíritu Santo enviado del cielo.
Me refiero a ello aquí solamente para mostrar sus relaciones.
Hallaremos después su importancia. Aquellos que no hayan
examinado plenamente el testimonio de las Escrituras sentirán
el peso y el valor de la instrucción que aquí se nos
da, cuando se exponga dicho punto con más detalle. Pero por lo
menos queda en claro que aunque ésta sea una nueva obra,
enteramente novedosa y distinta de todo lo que Dios había
efectuado antes, existen unos grandes principios morales que siempre
permanecen, como ya se ha observado antes. En cada parte de las
Escrituras, en aquello que habla de los tiempos antes de la ley, o
durante la ley, así como ahora bajo el evangelio, Dios es el
Justo, Santo, Todopoderoso y Fiel, un Dios paciente, bueno y de
verdad: todo esto permanece. Incluso aquí la diferencia es que
todos estos atributos brillan ahora más gloriosamente y, en
consecuencia, profundizan la revelación de Dios, además
de las otras nuevas formas y obras de la gracia que antes no se
expresaban, ni podían expresarse. ¡Qué
manifestación de luz, cuando Cristo, la verdadera luz,
brilló! ¡Qué manifestación infinita del
mismo Dios en Su persona! Y, ¿qué diremos de la cruz y de
la muerte, de la resurrección y de la glorificación de
Jesús como la manifestación de Dios?
Por ello, toda la gloria moral de Dios habita naturalmente en este
nuevo hombre; pero ahora, en presencia de esta manifestación
infinitamente más plena, y del cumplimiento de la
redención eterna, ¿no ha de haber una correspondencia en
los pensamientos y caminos de Sus hijos a lo que el Dios y Padre de
Cristo está haciendo? Por ejemplo, si Dios llama a alguien al
puesto de siervo, hay ciertas responsabilidades que se corresponden
con un siervo. Pero supongamos que estos siervos se manifiestan
totalmente infieles y terminan rebelándose, y Dios dice:
«No voy a aceptar más esta situación;
crearé a una familia y adoptaré hijos para Mí
mismo; tomaré a personas, según me plazca
soberanamente, sacándolas de su antigua condición, y
las situaré en esta nueva posición».
¿Qué, entonces? Es evidente que retroceder a lo que era
propio de los siervos sería un criterio totalmente falso para
el caso de los hijos; y así lo es, en efecto. Sobre esta base
errónea, hay cristianos que se mezclan con el mundo, y se
ocupan en las cosas que complacen a la carne y que dan importancia al
hombre. En contraste con ello, Dios nos ha dado la verdad gloriosa de
que Él tiene, por así decirlo, solamente un hombre
(habiéndose acabado todo con el primer Adán, con el
veredicto sobre él de ruina, de estar muerto, y sepultado en
la tumba de Cristo). Nosotros los cristianos pertenecemos al segundo
Hombre, el Señor del cielo (1 Co. 1). Hay «un solo y
nuevo hombre» (Ef. 2:15), no solamente en contraste con las
antiguas distinciones, sino en cuanto a que une a todos, santos
judíos y gentiles, en un único cuerpo —Su cuerpo;
porque ésta es la manera en que se presenta en Efesios 2.
Una nueva revelación que desvela un propósito
eterno
La consecuencia es que necesitamos, y Dios nos da, una nueva
revelación; Él da nuevas instrucciones que no
tenían antes ocasión ni oportunidad. Supongamos que
hubiéramos tenido el Nuevo Testamento en los tiempos del
Antiguo Testamento, ¿Cuál hubiera sido (no diré la
valía, sino) su efecto entonces? ¡El de confundir
más allá de toda medida! Un judío no hubiera
sabido lo que hacer con él. Hubiera podido quedar impactado
por la sabiduría, belleza, santidad y amor reflejándose
en todo él; pero no le hubiera podido ser posible saber como
actuar en base de ello y conciliarlo con la ley dada por
Moisés. El Antiguo Testamento le ordenaba mantenerse
totalmente apartado de los gentiles; el Nuevo Testamento le
diría que unos y otros formaban un solo cuerpo, y que todos
eran uno en Cristo —que ambos tenían acceso por un mismo
Espíritu al Padre. No hubiera podido conciliar ambas cosas; y
no es para asombrarse: no fueron hechas para estar juntas. Pertenecen
a épocas distintas y a estados totalmente diferentes.
Confundir ambas cosas ha sido una de las maneras en que
Satanás ha triunfado en la iglesia profesante. ¡Ay!, la
cosa no fue distinta durante los tratos de Dios con los
judíos. En tanto que Él estaba manteniendo Su ley,
ellos la estaban quebrantando; en tanto que Él estaba
manteniendo la unidad de la Deidad, ellos estaban levantando
ídolos y siguiendo en pos de los dioses de las naciones.
Fueron totalmente infieles al testimonio que se les había
encomendado; pero tengo la certeza de que un judío, por muy a
oscuras que estuviera, y poco versado en la voluntad de Dios, hubiera
percibido que las instrucciones del Nuevo Testamento eran
irreconciliables con su llamamiento. Pero Dios nunca lo dio
así. Cuando fue consumada la obra de la expiación, Dios
fue desvelando estas nuevas relaciones de forma gradual. ¿Por
qué? Porque había aparecido un nuevo estado de cosas
—un nuevo hombre— que no existía antes. Por
consiguiente, vino de parte de Dios una nueva revelación,
apropiada para sacar a luz la debida relación de los
cristianos entre sí, y la operación de Dios en la
Iglesia, el cuerpo de Cristo.
La confusión presente y la unidad del Espíritu
Permítaseme señalar brevemente, antes de terminar, el
efecto práctico —«solícitos en guardar la
unidad del Espíritu en el vínculo de la paz».
¡Qué interés tiene este pasaje, si es que
realmente se puede aplicar ante la realidad de nuestras divisiones!
Consideremos por un momento el caso de un cristiano; es despertado,
halla paz, pero se pregunta qué es lo que tiene que hacer.
¡Cuán ciertamente ha sido esto cierto de nosotros,
habiendo quedado confusos en tales circunstancias! Podemos haber
conocido muy poco de la Palabra de Dios; pero con todo
hallábamos dificultades para conciliar aquella palabra con lo
que veíamos a nuestro alrededor —especialmente una
palabra como ésta: «solícitos en guardar la unidad
del Espíritu». Pero se trata en verdad de un camino llano
y humilde. No tengo nada que hacer en lo que respecta a
hacer la unidad; no tengo que establecer algo, ni
unirme a lo que otros hagan. ¿Qué, entonces? Tengo que
mostrar diligencia en guardar la unidad del Espíritu.
En otras palabras, Dios el Espíritu Santo ha hecho una unidad;
y la misión del creyente es la de observar esta unidad
—la de guardarla. ¡Qué alivio más asombrosos
para un alma humilde, que siente su capacidad de equivocarse, en
peligro por una parte de ser demasiado abierto, o demasiado cerrado
por la otra!
¿Qué es la unidad del Espíritu? ¿Dónde
empieza y termina? ¿Cuál es su naturaleza y
carácter? Las Escrituras nos dicen que Él ha
establecido una unidad entre los hombres, aunque aparte de y por
encima de ellos. ¿Cuál es esta unidad? La respuesta es:
Está en la Iglesia, que Dios ha constituido como el cuerpo de
Cristo. ¡Qué consuelo para el creyente, que tenga que
guiarse sencillamente por la Palabra de Dios acerca de dónde
se encuentra la unidad del Espíritu! ¿Pero cómo?
Vengo a un lugar, y me encuentro indeciso acerca de adónde ir.
¿Dónde encontraré la unidad del Espíritu de
Dios? ¿Cómo la reconozco? Dios ha dejado indicadores;
Él ha dado una luz clara y distintiva en Su Palabra. Investigo
y veo que Él está reuniendo en uno a todos los hijos de
Dios; los reúne al nombre de Cristo, asegurándoles que,
allí donde ellos estén así reunidos, Él
está en medio de ellos. Sin Cristo, nunca encontraré la
clave de ninguna dificultad espiritual. ¿Busco acaso la mera
unidad de los cristianos? Sin Cristo, se trata de un engaño y
un gran peligro. Cristianos —¿Dónde no los
voy a encontrar? ¿En qué sima de error no se puede
descubrir a algún extraviado hijo de Dios? Si voy en
búsqueda de los hijos de Dios, puedo fácilmente
hallarlos en ésta o aquella forma de mundanalidad; puedo
encontrarlos descuidados aquí, cerrados y fanáticos
allá; puedo hallarlos reunidos según unas normas
humanas, y con unos objetivos totalmente irrelevantes; puedo
oírlos levantando nombres de personas, ciertas doctrinas
especiales, puntos de vista predilectos, como sus centros de
unión. ¿Es ésta la unidad del
Espíritu? ¿Cuál es, entonces, su unidad, y
cómo se tiene que guardar? Es aquella que Él forma para
la gloria de Cristo.
Naturalmente, los que componen la unidad son cristianos; pero el
guardar esta unidad no reside en el hecho desnudo de que ellos sean
cristianos, sino en que se hallan reunidos hacia Cristo
—reunidos no alrededor de Su presencia corporal, sino a Su
nombre, ahora que Él está en el cielo; aunque no tienen
por ello menos de Él, sino más al contar con Su
presencia entre ellos, aunque invisible, fiel a Su propia palabra. Si
me aíslo a mí mismo de allí donde me pueda
reunir sobre esta base, soy indiferente a aquello que fue un
propósito de la muerte de Cristo (Jn. 11:52), y estoy
quitándole todo su valor a la unidad del Espíritu; si
le doy su valor a lo primero, y soy diligente en guardar lo segundo,
me reuniré sobre aquel terreno, y no sobre otro diferente. Es
indudable que hay muchos miembros de Cristo ahora en otras partes,
que debieran estar sobre este terreno, lo mismo que aquellos que
están reunidos a aquel nombre; pero ¿me tengo que
mantener apartado yo, conociendo la voluntad de mi Señor,
debido a que otros no lo vean, o son desobedientes si lo ven?
¿Tengo que decir que su voluntad no se puede cumplir?
La ruina del testimonio encomendado al hombre
Ahí recae parte de la ruina de la Cristiandad; ahí
tenemos este hecho doloroso, que Satanás ha emprendido
oponerse a aquello por lo que Cristo murió, y que ha
conseguido sus objetivos. No nos asombremos de esto, porque todo lo
que Dios emprende es puesto en primer lugar en manos del hombre, que
es responsable de usarlo para Él. Doloroso es decirlo,
éste es el resultado —la total ruina del hombre; y no
habrá cura para ello hasta que Jesús vuelva otra vez.
Además, habrá entonces otra prueba sobre el hombre
—para ver si usa la venida y el reino de Jesús para la
gloria de Dios; y el final del milenio demostrará que, como
fue antes, así sucederá entonces. No obstante, la fe
vence en todo tiempo. Mirad que os aferréis a la verdad. Que
nadie os prive de las bendiciones que Dios ha dado, y a las que os
llama a gozar. Fundada sobre la cruz, unida por el Espíritu a
Cristo, esperando Su regreso, la iglesia es el fruto precioso de la
gracia de Dios.
Después de que Su pueblo se apartara del poder de esta gran
verdad, e incluso dejara que se le escapara de las manos la forma
misma de esta gran verdad, Él de nuevo la ha vuelto a
presentar ante ellos. No puedo dudar de que su recuperación,
en cualquier medida, ha sido concedida por Dios en vista del pronto
regreso del Señor: De otra manera, ¿cómo
explicáis que Dios se haya complacido en volver a llamar a la
novia para que se disponga, por así decirlo, para la llegada
del Esposo, exponiendo de una manera señalada aquella masa de
testimonio celestial que había sido despreciado, abandonado, y
olvidado? ¡Felices son los que no solamente se inclinan para
recibir la gracia de Dios en este testimonio, sino que además
mantienen fielmente el tesoro! «He aquí, yo vengo pronto;
retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona.»
Tened la certeza, hermanos, de que nos hallamos en el mismo peligro
en que siempre estuvieron los hombres de dejar que se nos arrebate de
las manos lo que Dios nos ha dado; y que Satanás pondrá
en acción todo el ingenio que pueda imaginar para arrastrarnos
—aprovechándose de nuestros descuidos, dificultades,
pruebas, o cualquier cosa que nos pueda abrumar hasta lo
máximo—, no solo debido a que nos odia, sino a que odia a
Cristo y su verdad.
Pero, ya que el Señor ha tenido la gracia de volver a suscitar
un testimonio a Su persona, obra, y gloria celestial, así yo
os ruego y apremio, especialmente a los más jóvenes de
mis hermanos y hermanas que están aquí —a todos
los que no hayan sentido su fuerza y valor— más
particularmente a vosotros que habéis sido criados desde
vuestras percepciones más tempranas de la verdad, criados
dentro, por así decirlo, y no habiendo tenido que dejar nada
afuera, a un coste comparativamente pequeño, y que no
habéis conocido (como otros sí) el desgarramiento de
muchos lazos, con una profunda obra de disciplina en el
corazón, adquiriendo gradualmente la conciencia de la
verdadera condición de la Cristiandad—; os apremio a
todos vosotros a que estéis vigilantes, no sea que
Satanás os guiara, de alguna forma insidiosa, a apartaros de
la única roca divinamente sólida en medio de las mareas
crecientes de apostasía. Lo admito plenamente, que todos los
que son introducidos en este glorioso lugar, el cuerpo de Cristo,
debieran andar y comportarse como es digno de tal posición. Es
una profunda vergüenza que no haya una mayor devoción que
la que existía antes de que esta medida adicional de luz
amaneciera en nuestras almas; no solamente vergüenza nuestra,
sino un serio obstáculo para la verdad, y un reproche a la
gracia de Dios que la reveló, y que introdujo en ella a
nuestras almas, que después de ello haya una
manifestación tan indigna de su poder. Pero ¿cómo
vamos a actuar, entonces? ¿Tenemos por ello que dejar de lado la
verdad, o dudar de ella? ¿Acaso deberíamos en nuestra
infidelidad dejar a un lado la llana Palabra de Dios que nos condena,
y pasar a ocupar un terreno inferior sobre el que podamos descansar
de una forma más cómoda y consistente? ¿Tenemos
que ceder a aquello que tan a menudo ha buscado la mente carnal, y
donde tan menudo ha caído —el establecimiento de otros
centros que Cristo, y de otro ministerio que el del Espíritu?
¿Debemos abandonar el único lugar y el único
principio que permite el Nuevo Testamento para los miembros del
cuerpo de Cristo, con la excusa carente de fe de que el camino
conforme a esta luz celestial es impracticable en un mundo como en el
que estamos? Está más allá de toda duda que hay
dificultades y peligros que no son ni pocos ni pequeños al
mantenernos en este camino. Es bien cierto que hay una constante
necesidad de negarse a uno mismo, si se tiene que recorrer este
camino con Dios.
La experiencia en el terreno divino
Pero, ¿cómo vamos a juzgar, si no es mediante la Palabra
de Dios? ¿Estamos acaso dispuestos a abandonar Su palabra como
nuestra única norma de juicio? Ahora bien, en tanto que
naturalmente esta palabra condena profundamente las faltas de
aquellos que tienen tanto privilegio de parte de Dios —no
solamente introducidos en la unidad del Espíritu, como lo son
todos los santos, sino introducidos en el conocimiento consciente y
en la fe de esto mismo; y en tanto que los fracasos por parte de
ellos son en un cierto sentido más inexcusables que los de
otros, con todo ello, por lo menos éstos están
justificando a Dios, Su Palabra y a Su Espíritu de una manera
humilde. Tomando nuestra posición sobre esto, que nadie debe
gloriarse sino en el Señor, descubriremos (y también de
una manera dolorosa) que somos traídos a este lugar para
aprender nuestras faltas como nunca las conocimos —las faltas de
otros como nunca las sospechamos. Podemos asombrarnos ante los
múltiples y diversos fracasos, pruebas, escapes a duras penas,
y ocasiones de profunda vergüenza; Pero ¿cómo es que
todo esto se ve y se siente de una manera tan profunda? ¿Debido
a que éste no es el terreno de la Iglesia? ¡No,
más bien porque sí lo es! Y una de las cosas que
más consuelo puede dar a nuestra fe en aquello que más
naturalmente la pudiera confundir es, que aprendemos el valor
presente y permanente de las Escrituras como nunca lo habíamos
conocido antes. Tomemos todos los caminos de Dios en disciplina:
Éstos no contaban en tanto que estábamos mezclados con
la iglesia mundana, pero ¡cuán preciosos, provechosos, e
indispensables cuando tratamos de guardar la unidad del
Espíritu! Tomemos de nuevo todas las advertencias en cuanto al
mundo: a duras penas podíamos saber de qué se trataba.
¿No es con los cristianos una constante cuestión de
qué es el mundo? ¿Y no es la respuesta que nos dan la
prueba de una influencia insospechadamente cegadora? Tienen siempre
alguna cosa u otra que evitan hacer, y a esto le llaman el
mundo. Pero en el momento en que contemplamos el cuerpo de
Cristo, el mundo adquiere un significado llano: si nos damos cuenta
de qué es estar entre los que están
«adentro», aquellos de «afuera» no
constituyen ya más una cuestión vaga e incierta.
El puesto del cristiano
No temamos entonces dejarlo todo por el honor de Dios en este mundo;
esperemos en Él por la gracia, a fin de poderlo sobrellevar
todo antes que serles infieles. Puede que solamente haya dos o tres;
pero si estos dos o tres consideran el cuerpo de Cristo, no dejando a
nadie fuera excepto por Su voluntad revelada, no por ningunos
sentimientos que puedan ellos tener, es lo único que hay en
este mundo egoísta que sea o haya sido jamás
divinamente amplio, por lo que a los hombres concierne. No quiero con
ello decir que nadie que blasfeme de Cristo, o que se tome a la
ligera a los blasfemos en sus hechos, si no en sus palabras, debiera
ser aceptado. «En su consejo no entre mi alma, ni mi
espíritu se junte en su compañía.» Es vano
argumentar que la unidad del Espíritu pueda tomar tan a la
ligera a Cristo y Su gloria. No digo que individualmente personas
así no sean de Cristo. Sabemos lo que Satanás puede
hacer incluso con uno que realmente ame al Señor
—cómo le puede hacer caer en un lazo para que niegue a su
Señor, y ello incluso con juramentos; pero ¿quién
lucharía por justificar tal pecado, o por tener
comunión con el culpable, hasta que este pecado fuese
repudiado?
Repito, entonces, que si hay solamente dos o tres, y si tratan de
«guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de
la paz», con ellos está mi lugar como cristiano. Mi
corazón debiera abrirse a cada cristiano en cualquiera que sea
su circunstancia, sea nacionalista, independiente, o, si los hay, en
el papismo; mi corazón debiera salir en pos de ellos, a pesar
del error y del mal —más bien debido a estas cosas, en
intercesión. Pero entonces, ¿tengo que dejar a un lado la
observancia estricta de la unidad del Espíritu? ¿Tengo
que seguirlos y unirme a ellos en aquello que conozco que es
contrario a las Escrituras y pecaminoso, debido a que hay uno o
muchos cristianos allí? ¡De cierto que no!
Debiéramos conseguir que salieran con y para el Señor.
¿Cómo se tiene que hacer esto? No lanzándonos
nosotros al fango, sino por el contrario tomando resueltamente
nuestra posición sobre la roca afuera de él; y buscar
desde allí gracia de parte de Dios a fin de que, mediante la
manifestación de la verdad en cada conciencia, y mediante la
fidelidad a la luz de Cristo en la Palabra, y apremiando
también a la responsabilidad de andar como cuerpo de Cristo a
sus miembros, ellos puedan volverse del error de sus caminos. Nunca
negando que sean miembros del cuerpo de Cristo; más bien
recordándoles este mismo hecho y su suma importancia y
solemnidad —que ellos son miembros de Su cuerpo:
¿Por qué, pues, debieran ellos dar valor a ningún
otro cuerpo? Si son miembros de este un cuerpo, ¿por
qué no admitirlo, y reconocerlo siempre, y nada más? Si
pertenecen a la unidad del Espíritu, ¿por qué no
son solícitos en guardarla? Dios está ahora suscitando
una cuestión, no entre el papismo y el protestantismo, sino
acerca de la negación que la Cristiandad hace de la iglesia de
Cristo, Su cuerpo. Nuestra ocupación no debe ser la de
originar una iglesia, presente ni futura, sino la de adherirnos a la
iglesia que Dios ha hecho, y por consiguiente, confesar al pecado de
todas las rivales —repudiarlas y salir de ellas. Apartemos de
nosotros toda invención humana en las cosas de Dios, y
guardémonos de ídolos. En todo tiempo la Palabra de
Dios llama a Sus hijos a someterse a Sí mismo y a Su voluntad.
¿Estamos actuando así? Por una parte, «Si
sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las
hiciereis»; por la otra, «al que sabe hacer lo bueno, y no
lo hace, le es pecado». Ciertamente, si hay una cosa más
que otra en la que la voluntad humana constituye pecado de una manera
más evidente, es en aquel lugar en el que Dios exalta al
Señor Cristo; allí donde Él ha enviado al
Espíritu Santo a fin de que Él sea la fuente de poder
en la obediencia de Su pueblo.
Aunque ésta es meramente una conferencia introductoria, y que
por ello no se supone que vaya ahora a entrar en todas las pruebas
—sino como solamente echando una especie de fundamento para los
temas que esperamos tratar, con todo esto espero haber dicho lo
suficiente para poner en claro, incluso a los menos instruidos que me
estén oyendo, la inmensa importancia de buscar en Dios la
conciencia de que no son solamente santos, sino cristianos,
descansando sobre la base de la redención, unidos a Cristo, y
responsables de actuar como miembros de Su cuerpo, diligentes en
mantener la unidad del Espíritu y ninguna otra en este mundo.
Ésta es una obligación divina superior a ningunos
cambios en el estado de la iglesia aquí abajo. No se trata de
una cuestión de números, de cantidades de personas,
sino de un deber siempre vinculante, aunque haya solamente dos o tres
que vean la verdad.
1 * [«Lo alabaré», en Éx. 15:2, RVR,
es traducido en varias versiones de la Biblia como, «yo le
construiré una morada» (Reina-Valera 1569 dice
«adornaré», y solo en el margen «de
alabanças»), Ferreira de Almeida, King James Version,
versión francesa de J.N.D., Concordancia Analítica de
Young (N. del T.)]
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- Traducción:
Santiago Escuain - © Copyright SEDIN 2002 por la
traducción, www.sedin.org. Este texto se puede reproducir
libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y
dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.
Libro publicado originalmente en 1988 por
Verdades Cristianas
Apartado 1469 • Lima 100, Perú
Casilla 1360 • Cochabamba, Bolivia
P.O. Box 649 • Addison, Illinois 60101 EE. UU.
Edición revisada, 2002
Revisión: Santiago Escuain
Publicado en forma electrónica por
SEDIN,
Servicio Evangélico de Documentación e
Información
Apartado 2002 • 08200 SABADELL (Barcelona)
ESPAÑA
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