William Kelly
La Iglesia de Dios
Traducción del inglés:
Santiago Escuain
SEXTA CONFERENCIA
(2 Timoteo 2:11-22)
EL RECURSO DE LOS FIELES
EN LAS RUINAS DE LA CRISTIANDAD
Introducción
¡Cuántos elementos solemnes se encuentran apiñados
en el tema que tenemos ahora ante nosotros! Es solemne contemplar la
Cristiandad y ver sus ruinas, ahora demasiado palpables para poderlas
negar. Es solemne, por otra parte, pensar en la fiel bondad de Dios,
que la sabía de antemano, que la predijo en la inerrante
palabra de Su gracia y que nos ha mostrado que, si Él
sentía el mal que estaba a punto de cubrir la escena de la
profesión del nombre de Cristo sobre la tierra, Su amante
sabiduría trazó una senda segura —senda que ni ojo
de buitre la vio, pero que sin embargo Él hace que Su pueblo
discierna, y por la que Su pueblo puede tener la feliz certeza de que
está agradando a Dios.
Los que por causa del Señor y de la verdad lamentan las
actuales prácticas de la Cristiandad y rehúsan tener
comunión con ellas pueden tener una cierta necesidad de tener
unas pruebas tan evidentes como sea posible de aquellos males que son
ahora abundantes, y de los cuales Dios advirtió de antemano
cuando estaban solamente en embrión. Es cierto que puede haber
una cierta tentación a dar prueba del mal, cuando sentimos de
algún modo la necesidad de una justificación para el
camino de separación a Dios. Pero esta tendencia se corrige
pronto, y el corazón recibe su tono debido y su actitud
apropiada, cuando pensamos en quién es después de todo
el más afectado, y cuyo honor es el que tenemos que
justificar. ¡Quiera el Señor libramos de pensar en
nosotros mismos! Es indigno de aquellos que pertenecen a Cristo. Que
sea nuestra gloria la de justificarle sólo a Él.
Será ahora mi ocupación la de exponer, no que Él
necesite nada de nosotros, no que Sus palabras luminosas necesiten de
las pobres candelas humanas para hacerlas más visibles, sino
que el amor divino busca la bendición de cada uno,
especialmente de aquellos que son relativamente jóvenes y
precisados de información acerca de la verdad de Dios. Espero
dar al menos suficiente evidencia para exponer de la manera
más llana cuál sea la voluntad del Señor; con
cuánta fidelidad trata Su Palabra con nosotros; cuán
digno de confianza es Él mismo, y aquello que Él ha
puesto en nuestras manos. Esto puede alentar a los más
apocados de entre los hijos de Dios para que miren hacia arriba con
confianza, siendo que el fin estaba tan claro para Él como el
principio, y que para nosotros el único camino es el de
Cristo, porque no puede haber dos. Él es el camino, y
como hay solamente un Cristo, así sólo puede haber un
camino que satisfaga el corazón y la mente de Cristo para
aquellos que le aman.
¿Voy acaso a presentar razones de peso, como si se tuviera que
justificar tal cosa? Será suficiente con explicar lo que
Él ha señalado. Para los que le conocen habrá la
justificación más completa y la razón más
poderosa en el hecho de que sea Su senda para nosotros, aunque
ciertamente Su bondad ha dado también, ¡ay!, pruebas bien
seguras y abundantes de hasta qué punto es esta senda
necesaria.
Además, esta noche tendré la oportunidad de repasar
brevemente lo expuesto en ocasiones anteriores, y de exponer como
todo lo que es más precioso ha sido puesto a buen recaudo para
los fieles. No que el Señor no se haya complacido en quitar
mucho. No que debiéramos carecer de sentimientos acerca de
nada que competa al poder del Señor y de Su gloria en la
iglesia. Pero si afirmamos con razón un puesto más
elevado para aquello que atañe a Dios en sus caminos morales,
si debiéramos sentir que aquello que trae y mantiene ante
nosotros la gracia de Cristo tiene que ser de un valor más
profundo que ninguna manifestación de poder ante los hombres,
por otra parte, queridos hermanos, sería un pecado ante el
Señor que contemplásemos con fría indiferencia
la debilidad extrema de nuestra época y la deshonra que con
ello recae sobre el nombre de Jesús en la misma Cristiandad.
¡Ay!, no hay ningún lugar entre los extraños al
Señor Jesús donde se cometan unas enormidades
más atrevidas que las que se cometen en la misma escena donde
los hombres están los bautizados a Su nombre. Cuando miramos
atrás a las épocas ya pasadas, a los tempranos
días de la peregrinación de la iglesia sobre la tierra,
y al poder del Espíritu Santo que se manifestaba entonces,
quedo persuadido de que debiéramos sentir dolor por las
heridas infligidas en casa de Sus amigos; debiéramos sentirnos
dolidos de que el comportamiento de la iglesia haya sido tal que el
Señor no pudiese derramar honor sobre ella de forma
manifiesta, sino que se viera obligado, por decirlo así, a
dejarla desnuda, y a avergonzarla delante de los enemigos de Su
nombre.
Reconozcamos todo esto, como también el dolor mucho más
profundo de que haya tan poco aprecio por la verdad, y que se sienta
tan poco por el honor de la persona del Señor en la
Cristiandad, por no hablar de la carencia casi universal de
sentimiento incluso de lo que la iglesia es en sus formas más
elementales y sencillas, y todavía más del total olvido
de su magnífica porción en identificación con el
Salvador, y de aquello que la iglesia espera en el día
venidero. Tened la certeza de que si no compartimos en nuestra
pequeña medida estos sentimientos con el Señor, no
estamos en una condición moral como para actuar en base de Su
Palabra en las cosas presentes. Es una lección no
insignificante ver que el Señor no nos ha dado en las
Escrituras nada que admita una mera imitación. No es
suficiente tomar, por ejemplo, las epístolas de San Pablo, y
ponernos a la obra como si fuésemos competentes para poner en
orden lo deficiente, y para ordenar ancianos aquí o
allá. Una cosa es apoyarnos en la Palabra que Dios nos ha
dado, y otra muy distinta dar por supuesto que podemos reinstaurar la
iglesia, ahora que ha sido quebrantada y arruinada. Es correcto
sentir su bajo estado, pero el pensamiento mismo de que
deberíamos reconstruir de nuevo lo que ha caído
así demuestra que el corazón no está en
comunión con Cristo; que hay una falta de santa desconfianza
en uno mismo; que hay una tal insensibilidad con respecto al
verdadero estado de las cosas ahora que no sólo descalifica
para restaurar la iglesia de forma autorizada, sino que anula
también la humildad de la fe que confía en los
verdaderos recursos de Cristo. Porque es un principio invariable de
Dios que cuando se ha dado un apartamiento de Él, no importa
bajo qué circunstancias, época o pueblo —sea antes
del diluvio o después, sea en Israel o en la iglesia —,
Dios insiste en que el primer paso a lo moralmente bueno es llegar a
sentir nuestra verdadera iniquidad a Sus ojos. Cuando así sea,
la presunción estará lo suficientemente alejada de
nosotros, y así podremos tener beneficio de aquella
maravillosa exhibición de poder, gracia y sabiduría
divinas — ¡la iglesia de DIOS! Ésta es la obra de
mayor envergadura, por decirlo así, que Dios jamás haya
emprendido sobre la tierra (después de la Cruz, mediante la
cual, tan solo, se hizo posible tal obra).
No quiera Dios que, al pensar en lo que Él ha hecho,
fuésemos a establecer comparaciones con aquello que se levanta
de manera singular— ¡singular por toda la eternidad! Pero
si contemplamos todo lo que jamás se haya hecho sobre la
tierra, o incluso en el cielo y en la tierra, diré que la obra
de Dios en Su iglesia —la iglesia de Dios— fue aún
mayor. Y ahora nosotros, pobres vasos agrietados que no
podíamos guardar la bendición, nosotros que por nuestra
propia debilidad y falta de vigilancia hemos sido un blanco de las
tretas de Satanás y hemos dejado entrar a los ladrones y
salteadores que han despojado la casa de Dios, ¿hemos de ser
nosotros los que la volvamos a establecer? ¿Es éste el
sentir de la fe humilde? Si para un hombre fue malo irse, si fue una
cosa grave para Israel deshonrar la ley de Dios, ¿qué no
ha de ser para la iglesia tener en poco a Dios el Espíritu
Santo? Es la epístola de Cristo, la morada de Dios por el
Espíritu, el objeto de Su más perfecto amor, aceptada
en el Amado, en Cristo, hecha justicia de Dios en Él.
¿Qué es pues para la iglesia dejar en la práctica
de lado la gloria de Dios aquí abajo —preferir la obra de
sus propias manos a Su Palabra y Espíritu— para
inclinarse una vez más a ídolos labrados por el arte y
la invención del hombre? ¡Ah! esto es más
detestable que lo que las Escrituras o incluso la historia registran
acerca de épocas y de hombres infinitamente menos
privilegiados.
No penséis que estoy exagerando lo que ha hecho o está
haciendo la Cristiandad. Y no quiero extenderme más
allá de lo que sea absolutamente necesario acerca el penoso
fracaso de aquello que lleva el nombre de Cristo aquí abajo.
Pero oigamos lo que dice la Palabra de Dios sobre este tema.
¿Quién admitiría el pensamiento de que Él
habla de manera excesivamente enérgica acerca de aquello que
Él vio desde el principio, y de lo que nos advirtió que
se estaba introduciendo, al contemplar el futuro?
El anuncio divino de la apostasía de la Cristiandad
Empecemos con el mismo Salvador y veamos lo que Él
indicó a Sus discípulos acerca de lo que
existirá cuando Él vuelva de nuevo a la tierra, cuando
Él convoque al hombre a dar cuenta de sí mismo. En
Lucas 17 no nos dice que el mundo iría cambiando gradualmente
de un desierto a un Paraíso, no nos dice que los paganos
dejarían sus dioses falsos ni que los judíos
abandonarían su odio contra el verdadero Mesías. Al
contrario, Él da a los discípulos la necesaria
advertencia de que sucedería como en los días de
Noé y como en los días de Lot. Eran aquellos tiempos de
comodidad y de mundanalidad, cuando toda la humanidad se estaba
levantando contra Dios; y con ello estas escenas proporcionaban
comparaciones para la situación que existirá cuando el
Señor aparezca del cielo para juzgar el mundo. «Como fue
en los días de Noé, así también
será en los días del Hijo del Hombre. Comían y
bebían, se casaban y se daban en casamiento, hasta el
día en que entró Noé en el arca, y vino el
diluvio y los destruyó a todos.» La seguridad propia y el
amor a la comodidad serán sustancialmente iguales cuando el
Señor sea revelado como lo fue antes del diluvio. Entonces
como en los días antiguos los hombres estarán absortos
en los asuntos ordinarios de la vida cotidiana. A pesar de la ley, a
pesar del evangelio, de nuevo se ve y proseguirá aquel estado
de violencia y de corrupción que atrajo el diluvio sobre la
tierra, no menos culpable que totalmente despreocupada. Y Cristo mira
hacia adelante al día de Su retorno, un regreso que no
irá precedido de un milenio de santa gloria; a un mundo que no
estará caracterizado de forma general por corazones felices y
llenos de gozo; al contrario, vendrá a un mundo que
presentará la misma condición moral, la misma
indiferencia a la voluntad de Dios y a Su gloria, que el que
precedió al diluvio.
Después del diluvio, cuando empezaron las naciones y las
lenguas, hubo otra escena más asombrosa y degradante, y que se
nos presenta en el mismo libro de Génesis; dicha escena
constituye también un triste complemento a la escena de los
días precisamente anteriores al regreso del Hijo del Hombre.
«Asimismo como sucedió en los días de Lot;
comían, bebían, compraban, vendían, plantaban,
edificaban; mas el día en que Lot salió de Sodoma
[palabras llenas de un presagio ominoso], llovió del cielo
fuego y azufre, y los destruyó a todos. Así será
el día en que el Hijo del Hombre se manifieste.»
Si pasamos ahora a las Epístolas, encontraremos que la luz que
arroja el Espíritu Santo en absoluto atenúa el
testimonio del Señor Jesús, sino que confirma en todos
los respectos; sólo que ahora tenemos al Espíritu Santo
considerando naturalmente la Cristiandad, en tanto que nuestro
Señor hizo de los judíos Su punto de partida y
centro.
Así vemos en Romanos 11, sin extendernos acerca de este
capítulo, que el Espíritu de Dios anticipa el fin de la
Cristiandad. «No te jactes contra las ramas; y si te jactas,
sabe que no sustentas tú a la raíz, sino la raíz
a ti.» Ésta es la advertencia que se da al profesante
gentil. Los que son significados por las ramas naturales son los
judíos. Desde la antigüedad ellos habían sido los
depositarios de la promesa, y tenían por ello el puesto de
responsabilidad en el testimonio de Dios sobre la tierra. Así,
ellos eran las ramas originales del olivo, la línea de la
promesa y del testimonio en la tierra que se originó con
Abraham. Pero los judíos quebrantaron la ley, siguieron en pos
de los ídolos, y rechazaron y dieron muerte al Mesías.
Había un recurso en el evangelio; pero rechazaron el evangelio
del cielo así como al Señor el Rey de ellos sobre la
tierra. La consecuencia de esto fue que las ramas naturales del olivo
fueron desgajadas, y se injertaron las del olivo silvestre, los
gentiles, en el viejo tronco de la profesión divina. Y
ésta es la advertencia que se da: «Pues las ramas,
dirás, fueron desgajadas para que yo fuese injertado».
¿No ha sido éste exactamente el sentir de la Cristiandad?
Desprecio hacia los judíos, asombro ante la maldad de ellos, y
una insensibilidad total hacia la propia condición.
«Bien; por su incredulidad fueron desgajadas, pero tú por
la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, sino teme. Porque si
Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te
perdonará. Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; la
severidad ciertamente con los que cayeron, pero la bondad para
contigo, si permaneces en esta bondad.»
La ruina de la cristiandad
Quisiera preguntar a cada persona que tenga el más
pequeño temor de Dios, o incluso una familiaridad externa con
Su Palabra. ¿Ha continuado la Cristiandad en la bondad de Dios?
¿Hay algún Protestante, algún Católico
Romano, que lo crea? ¿Hay alguna persona, no importa
dónde, no importa quién —hay una sola alma que se
atreva a decir que la Cristiandad, el gentil profesante, se ha
mantenido en la bondad de Dios? El Romanista no puede pensar que el
cisma Protestante siga en la bondad de Dios. El Protestante
está seguro de que el cuerpo Romano es el fruto de un evidente
apartamiento de Dios en superstición; y así
podríamos pasar por todos los sistemas existentes. Cada uno de
ellos podrá argumentar en pro de su propia asociación
pero ¿quién dirá que incluso la suya propia ha
continuado fiel? Podrán creer que sus intenciones son buenas y
que, si se llevasen a cabo, los resultados serían admirables;
pero ¿quién dejará de reconocer que no ha sido
llevado a cabo? ¿Que, por consiguiente, ninguna secta, ninguna
sección, ni siquiera ningún fragmento, se ha mantenido
en la bondad de Dios? Todos concuerdan en que, por lo que se refiere
a la masa de la profesión afuera de ellos, ésta ha
frustrado el testimonio de Dios. Por consiguiente se da por parte de
todos el reconocimiento de que el gentil no ha continuado en ella. No
que se sienta el fracaso como se debiera sentir; no que exista una
confesión adecuada y un abandono de nuestro común
pecado ante Dios. Allí donde el pecado se confiesa de verdad
ante Dios, no se persistirá en Él. Pero por lo menos
existe hasta cierto punto un reconocimiento externo ahora en la
tierra, plenamente suficiente para demostrar que la Cristiandad no ha
permanecido en la bondad de Dios. ¿Qué es lo que dice
entonces la Palabra del Señor? «Tú también
serás cortado». El gentil será cortado por su
infidelidad, con tanta certeza como lo fue el judío.
Observemos que esto no aparece en ninguna sección
profética de la Palabra de Dios que algunos pudieran creer
ambigua, aunque no debiéramos ni por un momento admitir el
pensamiento de que lo sea ningún pasaje de la Palabra de Dios.
Pero aquí tenemos una epístola que cada cristiano
admite como una de las más fundamentales y de mayor alcance,
que expone el cristianismo a partir de sus elementos, y mediante la
cual el Señor ha establecido a las almas en Su paz
quizás más que mediante cualquier otra porción
de Su Palabra; es en esta Epístola a los Romanos que tenemos
el anuncio solemne de que los gentiles serán ciertamente
cortados. No meramente una parte o la otra, sino que la
profesión gentil se halla sentenciada por Dios, debido a que
no ha permanecido en Su bondad, tan de cierto como que el
judío esta ahora echado de su herencia, y es un refrán
y un vituperio por toda la tierra, evidentemente llevando su
sentencia estampada en su frente.
Proceder a examinar muchas de las epístolas me llevaría
mucho más que el tiempo disponible. Será suficiente
decir que, al pasando por ellas desde 2 Tesalonicenses, que fue
una de las primeras escritas por Pablo, hasta las más
posteriores, las Epístolas de Juan y de Judas, vemos tan solo
un testimonio creciente, que va haciéndose más claro,
urgente y terrible. Al ir aumentando la iniquidad, así las
señales del juicio se hacían más evidentes. El
Espíritu de Dios toca la trompeta con un sonido no incierto, y
despierta a los fieles allí donde hay un oído para
oír. La Cristiandad estaba siendo gradualmente minada, e iba a
transformarse, en no mucho tiempo, en el motor de la oposición
a Dios— iba a transformarse en la escena de la más crasa
iniquidad, al adoptar no sólo las abominaciones de los
judíos, sino de los mismos paganos, llegando a consagrar un
sistema de idolatría bajo el nombre de Cristo y de Su madre,
de santos y de ángeles, aun más espantoso y culpable
que nada que se haya visto jamás aquí abajo. Porque el
mismo hecho de orar a Pedro, a Pablo o a la Virgen demuestra que la
luz del cristianismo tiene que haber sido conocida antes de que
cayese en una apostasía tan acongojante. ¿Cree alguno que
la expresión «apostasía» es excesivamente
dura? Que se me permita decir que la misma frase «la
apostasía» es la expresión que usa el
Espíritu santo en la Segunda Epístola a los
Tesalonicenses, donde se nos dice que «Ya está en
acción el misterio de la iniquidad». Solo que existe
actualmente un poder que retiene. Por consiguiente no iba a estallar
repentinamente en toda su extensión; la buena mano del
Señor lo mantenía refrenado hasta un cierto momento
para los propósitos de Su propia gracia. Pero en el momento en
que este freno desaparezca, entonces no habrá ya misterio,
sino una iniquidad manifiesta. Ésta recibe el nombre de
«la apostasía». Dicha apostasía tiene que
madurar, y se tiene que manifestar «el hombre de pecado».
Así tenemos, de manera bien evidente, una sucesión
ininterrumpida de iniquidad.
Ésta es el panorama que tenemos descrito en las Escrituras:
una sucesión de maldad que persiste, aumentando siempre en
intensidad y en volumen hasta el fin, cuando sea quitado el freno, y
estalla con un resultado aun más terrible —no solamente
«la apostasía», sino «el hombre de
pecado».¡Qué contraste con el Hombre de justicia,
cuando el hombre se atreve a tomar el puesto de Dios en el templo de
Dios!
Esto es entonces lo que es la Cristiandad para el vigía
cristiano. Naturalmente, no se ha cumplido en toda su fuerza, aunque
no se niega que han habido varias y también crecientes
manifestaciones de iniquidad. Como nos lo dice el apóstol
Juan: «Así ahora han surgido muchos anticristos; por esto
sabemos que es el último tiempo». Esto es más
notable todavía debido a que él expone que el
Anticristo iba a venir, y que la gran prenda de ello era que
había entonces muchos anticristos. Por ello sabían que
era el último tiempo. El Espíritu no iba a cerrar el
volumen del Nuevo Testamento hasta que el peor de los males estuviera
realmente allí, por lo menos en embrión; y al ser esto
así, y así proclamado por la inspiración, ya no
había necesidad de más. El Espíritu de Dios
podía, por así decirlo, cerrar el rollo sagrado. Estaba
completo. El misterio de iniquidad se muestra ya en acción, se
predice «el hombre de pecado»; el misterio de Cristo y de
la Iglesia ya no está escondido, sino revelado. La Escritura
ha llegado a un abarcarlo todo. Lo que queda es, no una nueva
consideración de Cristo, por así decirlo, sino al
revés el desarrollo de aquel Cristo que ya tenían,
exponer de forma más entrañable y apreciativa la luz
del amor de Dios que estaba en el Señor Jesucristo desde el
principio. Éste es el antídoto a todo lo que
Satanás pueda traer —a los muchos anticristos, y por
último al Anticristo. Me refiero a esto a fin de dar
una especie de conexión entre los diferentes estados —el
surgimiento, el progreso y la manifestación final de la
iniquidad. Y mucho más es lo que el inicuo va a exaltarse en
contra del Señor de la gloria. El último libro del
Nuevo Testamento expone el reino milenario sobre la tierra,
introducido por la destrucción de la bestia y del falso
profeta con toda la compañía de ellos, como Babilonia
ya lo habrá sido anteriormente.
Así de rápidamente hemos procedido, sin considerar
todas las pruebas de la sentencia que pende sobre la Cristiandad.
Éstas son evidentes en las epístolas generales y en
particular en la epístola de Judas, donde se da un bosquejo de
lo más enérgico en el espacio de un solo
versículo (v. 11). Con aquel poder que solamente sabe
comunicar el Espíritu Santo se dibujan las sombras de
Caín, de Balaam y finalmente de la contradicción de
Coré. ¿No hay aquí nada para la Cristiandad?
¿No hay un sonido de un juicio seguro, aunque aún lejano?
«¡Ay de ellos! porque han seguido el camino de
Caín» —aquel hermano innatural, aquel que
pretendía religión, que trajo su ofrenda al
Señor, pero que dio muerte al inocente. ¿No hay un
presagio en aquel que recibió el sueldo de la injusticia
—el hombre que, a pesar de sí mismo, profetizó
cosas gloriosas de un pueblo al que no amaba, sino que hubiera
vendido a la destrucción? ¿No hay acaso una
lección solemne en la paga recibida por enseñar,
pudiera ser, las cosas gloriosas de Dios, sin corazón para Su
pueblo, y aun más, sin ningún cuidado o celo por Su
Palabra, por Su voluntad, por Su gloria? Finalmente, en la terrible
rebelión de Coré, «la contradicción de
Coré», en aquellos que tenían el ministerio del
santuario, en los orgullosos levitas que codiciaron y se arrogaron
para sí mismos el puesto de Moisés y de Aarón
(el apóstol y el sumo sacerdote de la profesión
judía), ¿no hay en ello una terrible advertencia?
¿Nunca habéis oído de hombres profesando ser los
siervos de Cristo, y a pesar de ello pretendiendo ser estrictamente
sacerdotes, oficial y exclusivamente —arrogándose la
condición de canales autorizados del perdón divino, con
el poder sobre la tierra de absolver de culpabilidad ante Dios? No
hablo solamente de aquellos que pretenden ofrecer, en la oscuridad de
su paganismo, un sacrificio tanto por los muertos como por los vivos.
Con certeza, no es con amargura que uno piensa en cosas como
éstas, pero todos podemos quedarnos atónitos cuando
contemplamos estos hechos en la Cristiandad. Si se trata de una
profecía, es una profecía cumplida.
Todo esto puede bastar para mostrar cuán poco ha permanecido
la Cristiandad en la bondad de Dios. Son innecesarios los detalles.
Los miembros más piadosos de las varias sociedades religiosas
serían los primeros en confesar su propio fracaso. La
controversia de Dios no es solamente con una, sino con todas ellas,
aunque es indudable que las más soberbias afrontarán un
juicio peculiar. Es asimismo evidente que la Palabra de Dios no deja
a la experiencia humana ni al discernimiento espiritual la inferencia
de Sus pensamientos acerca de la Cristiandad; Él los ha
pronunciado por Sí mismo sobre ella. Por ello no constituye
una presunción, sino al contrario la parte de la fe humilde,
creer a Dios en esto. ¡Cuán bueno es Él al
eliminar de esta manera el temor a emitir un juicio tan firme! Porque
ahora, el que no lo pronuncia conforme al Señor, o bien ignora
la mente de Su Señor, o es infiel a Su voluntad. El que quiera
defender o justificar a la Cristiandad no teme, en la
práctica, dar un mentís al Señor. Se ha expuesto
lo suficiente de las Escrituras para mostrar que el hombre que pueda
contemplar la Cristiandad y vindicar lo que está a nuestro
alrededor, rechaza, bien por ignorancia, bien voluntariosamente, toda
la instrucción que nos ha dado el Espíritu Santo acerca
de este tema. Sin duda alguna, esta es una afirmación fuerte;
pero es la bondad del Señor la que hace que el reconocimiento
de esto sea un asunto de compenetración con Él y no de
una pretensión orgullosa a una luz superior.
La responsabilidad del creyente
La Palabra de Dios está abierta a todos. Por ella nos
encontramos ligados a ver como Él ve. El Señor no
admite excusas vanas en el sentido de que nosotros no podemos
juzgar. El Espíritu de Dios, que juzga y discierne todas las
cosas, habita en cada cristiano. Aquel que dice que no puede juzgar
la cristiandad está virtualmente negando que él sea un
hombre espiritual; pero si juzgamos que la Cristiandad ha
caído en estos males predichos, uno tras otro, y que lo que
estaba entonces sólo en embrión está ahora dando
los frutos más amargos y perjudiciales, yo pregunto:
¿Debemos participar nosotros en esto? ¿Tenemos que ser
insensibles a nuestra propia parte en el pecado común? Si el
Señor imparte en Su gracia la más firme advertencia,
¿tenemos que satisfacernos con la más endeble y profana
de las disculpas, y decir que cuando el Señor venga lo
enderezará todo? Sí, pero entonces será
demasiado tarde para enderezar mi infidelidad consciente que deshonra
a Cristo; será para mi vergüenza vivir hasta entonces de
una forma indiferente a Su Palabra, descuidando Su gloria,
indiferente al Espíritu Santo, que es contristado por lo que
he estado permitiendo en mi práctica. ¿Tengo que
apartarme o no de aquello que le ultraja? Si conozco estas cosas,
¿tengo que contentarme sin actuar? El que esto hace se pone a
sí mismo en la posición de mayor culpabilidad.
¿Conozco y siento la resistencia que la Cristiandad le hace, y
que yo he hecho, al Espíritu de gracia? Entonces miremos a lo
alto en dependencia del Señor, a fin de no persistir en ello,
y no nos acomodemos a un pretexto tan cojo y criminal como el de que
el Señor vendrá a enderezar todas las cosas. ¿No
va a venir acaso a juzgar todo mal camino? Es indudable que va a
introducir el bien, y aún con más abundancia que en los
tiempos pasados. Por ello, es en vano tratar de refugiarme bajo esta
bendita verdad de que el Señor vendrá a extender el
reino de Dios sobre la tierra. Cierto que Él lo hará.
Vendrá del cielo y llenará la tierra de la paz y la
bendición que Él trae consigo mismo, en lugar de
hallarlas aquí abajo. A unos pocos corazones quebrantados
hallará en este mundo —un remanente piadoso, clamando a
Él como la viuda importuna en la ciudad mala donde gobernaba
aquel juez que no temía ni a Dios ni a hombre. Así, y
peor aún, será el estado de cosas, y
¿hallará Él, en medio de ello, fe en la tierra?
Sí, pero clamando llena de alarma. Y así Él
limpiará el mundo con la espada vengadora, antes de establecer
sobre él Su trono de justicia. Naturalmente, hablo ahora en
forma figurada; pero el hecho es que habrá un juicio divino
implacable. Por consiguiente, ¡qué ceguera la de
endurecerse uno mismo yendo en pos del pecado con la excusa de que el
Señor va a venir a enderezar el mundo y la iglesia!
«Dos o tres …»
Dejad que os diga además que el Señor no nos ha dejado
a nuestros propios pensamientos, ni en lo bueno ni en lo malo.
Él nos ha dado Su camino, y esto es lo que el corazón
ansía tener —el recurso de los fieles en las ruinas de la
Cristiandad. ¿No sería ciertamente algo extraño
que la Palabra de Dios no arrojara una luz cierta allí donde
es tan necesaria? ¿Podemos concebir tal cosa como el
Señor dando Su visión del futuro en creciente
oscuridad, y que no dé Su provisión solícita a
Sus amados, débiles y temblorosos seguidores? Hemos comenzado
con el testimonio del Señor acerca de la maldad del hombre;
veamos cómo Él asegura el bien de Su pueblo en medio de
todo ello. Podemos bendecir al Señor por Mateo 18. Aunque
está dando en este pasaje una instrucción con respecto
al propulsor de la asamblea, que es la gracia (así como la ley
era el principio rector de la sinagoga), el Señor provee lo
que iba a ser profundamente necesario si quedaban reducidos a un mero
puñado. «Porque donde están dos o tres congregados
en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (v. 20).
¿Pudiera acaso concebirse un pensamiento más
entrañable, o una sabiduría más evidente que
esta solicitud del Señor, cuidando así de los Suyos en
un día oscuro? A esto podría llegar la numerosa grey
—aquella asamblea que una vez había sido tan
espléndida, con sus miles sobre los cuales había gran
gracia. ¡Qué sabiduría al preparar así los
corazones de Sus siervos! ¡Cuán bien sabía, y
cómo prevenía Él las ansiedades de Sus santos!
Sabemos lo que los números son para el espíritu
mundano, y cuán propensos somos para reposar sobre aquello que
parece grande en la tierra. Pero nada hay que sea más
subversivo del cristianismo. Aquel que no tiene corazón para
los dos o tres tiene que ser solamente un peso muerto cuando se halla
entre los diez miles. No puede caber duda alguna de que sería
barrido corriente abajo por la torrente de multitudes felices; y que
aquello que era así infiel a la mente de Cristo pudiera pasar
inadvertido en la fuerte corriente y en el deleite recién
surgido en el Salvador, arrastrándolo todo junto, como
indudablemente fue el caso en aquel día resplandeciente cuando
el Espíritu Santo descendió del cielo para ser el
heraldo de la gloria del Señor, y para hacer de los creyentes
en la tierra la morada de Dios. Podemos comprender que en
Pentecostés la marea de gozo subió tan alto que
cubrió todos estos elementos, tan de cierto como que iban a
aparecer más tarde.
Y pronto sucedió, demasiado pronto, que se oyeron rumores de
descontento incluso en aquella bendita morada de Dios. ¡Ay!, el
hombre estaba allí; no solamente Dios en Su bondad, sino
también el hombre; y detrás estaba el adversario, listo
para buscar deshonrar al primero mediante el segundo.
La iglesia, como el hombre e Israel, tiene que ser probada sobre la
tierra. ¿Cuál es el resultado declarado? Nunca se
confió tal bendición en manos de los hombres; pero el
hombre es tan infiel bajo el evangelio como fue rebelde bajo la ley.
El Espíritu Santo queda tan relegado como lo había sido
el Hijo; y en el día en que se revelan las realidades eternas,
el hombre se vuelve a las sombras del judaísmo, prefiriendo
éstas antes que la verdad sustancial de Dios. Ésta es
la historia de la Cristiandad. Y el Señor, con todo ello
extendido ante Sus ojos prescientes, consuela a Sus seguidores, por
pocos y débiles que fuesen, con la seguridad de Su presencia
allí donde Su nombre tiene el puesto central en fe de
ellos.
En la perspectiva del mal que se avecinaba, cuán lleno de
gracia fue el Señor al pensar, pudiera ser, en algún
ignorado pueblo —en algún barco solitario que navega a
través del océano, en alguna isla relativamente
desierta, en alguna inmensa y populosa ciudad —¡donde la
misma soledad del discipulado se ve quizás de forma más
patente que en ninguna otra parte! Sea donde sea, como sea que fuere,
en la época que sea, el Señor da Su propio peso de
autoridad a los dos o tres reunidos a Su nombre. No se trata
meramente de Su bendición —¿Dónde no puede
Él bendecir? Bendiciendo subió Él a lo alto, y
nunca desde entonces —si se puede expresar de esta manera—
ha bajado las manos que entonces levantó en bendición.
No puede ser de otra forma hasta que venga en juicio. Su obra fue
infinita. ¿Quién pudiera limitar el valor inmenso de Su
sangre? ¿Quién pudiera decir que la redención,
como el primer pacto, se ha envejecido, y que está
próxima a desaparecer? ¿Podría acaso ninguna
dificultad, peligro, o necesidad en la Cristiandad hacer retirar
aquella gracia hacia su fuente, por así decirlo, o secar
aquellos ríos de aguas vivas que iban a recibir aquellos que
creyesen? No, imposible; pero hay más que esto en lo que
estamos considerando. No se trata solamente de bendición, sino
también del peso de Su autoridad garantizado a la
representación más pequeña de Su asamblea.
Sabemos que los hombres esquivan la disciplina eclesial; y no hay por
qué extrañarse de ello cuando se es consciente de
cómo fue transformada, bajo las más sublimes de las
pretensiones, en el azote más abominable de tiranía que
la tierra haya jamás padecido. Por esto, no es sorprendente
que aquellos cristianos que hayan escapado del peso de aquella mano
de hierro se encojan en cierta manera sólo al oír esta
palabra. Pero tenemos que guardarnos de desconfiar de Aquel a quien
debemos cada una de nuestras bendiciones porque Babilonia, la iglesia
del mundo, haya pervertido Sus palabras. Pero si hubiera solamente
dos o tres, debiera haber tanto celo como si hubiera tres mil en
mantener de manera pública y privada, colectiva e
individualmente, las formas en coherencia con el carácter de
Cristo. Esto no puede ser a no ser que haya una disciplina. La
obligación de un andar puro en unión está
incluida en la propia integridad y ser de la asamblea de Dios.
Ésta cesa de ser la iglesia de Dios, a no ser que haya la
solemne práctica que el Señor ha establecido.
«Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis
nueva masa, sin levadura como sois.» Ninguna ruina puede afectar
ni por un momento esta responsabilidad. Por otra parte el
Señor toma cuidado en Su gracia de que la bendición
siga manando a pesar de los fracasos.
Pero hay más que la acción soberana de la gracia
divina, allí donde la responsabilidad pueda haber sido poco
sentida y la voluntad de Dios mal comprendida. El Señor vigila
sobre aquellos reunidos a Su nombre, y está allí
presente en medio de ellos aunque ellos sean dos o tres.
¡Qué consolación tan cierta e inestimable!
Concibamos por un momento a algún cristiano despertado a la
conciencia de que el lugar de un creyente no es el de ser meramente
un miembro del sistema eclesiástico del país, o de unos
puntos de vista particulares, sino que por el contrario la
única cosa en consonancia con Cristo y debida a Él es
que debiéramos renunciar —no podemos ser demasiado
humildes, pero tampoco podemos ir nunca demasiado allá en
renunciar— a cada uno de los lazos que no estén
relacionados con Cristo. Ahí donde podamos obedecer a Cristo
en medio de aquellos que son Suyos —allí donde se
reconoce la libertad al Espíritu Santo a obrar conforme a la
Palabra de Dios— ahí se halla la iglesia de Dios, y en
ninguna otra parte. La libertad del Espíritu es para exaltar a
Cristo, y para esto solamente. Éste es un principio universal,
verdadero de cada individuo, y verdadero de la asamblea. Sería
algo miserable si la asamblea no fuese una escena de una verdadera y
bendita libertad; pero tiene como fin que Dios pueda ser glorificado
en Cristo Jesús. También surgirá la conciencia
de aquello que es ofensivo precisamente en proporción al poder
espiritual que se manifiesta en la asamblea.
Que la compañía sea grande o pequeña no
constituye ninguna diferencia esencial. El Espíritu Santo ha
sido enviado para cuidar de los intereses del nombre de Cristo. Los
dos o tres débiles e ignorantes reunidos a Su nombre saben por
lo menos que son Suyos; y por ello no deberían pertenecer al
hombre; por ello, no deberían estar bajo ningún otro
vínculo; que las normas hechas por uno, o muchos, o todos
—aunque pudieran ser las mejores que se pudieran promulgar—
no tienen derecho alguno a atar a los cristianos, siendo que Dios ha
dado ya la única normativa perfecta no solamente de fe sino
también de comunión eclesial, y que reconocer otra es
deshonrar la Palabra de Dios y al Espíritu Santo que
está allí para ponerla en vigor en Su poder. No se
trata de si podemos hacerlo mejor que otros: no quiera Dios que sea
esta nuestra actitud. Desde luego que se trataría de una
presunción. Pero esto os pregunto, seáis quienes
seáis (y espero que, si sois cristianos, estaréis de
acuerdo conmigo), ¿qué es mejor, vuestras normas, o la
Palabra de Dios? Si es Dios el más sabio, y no tú,
¿cómo has llegado a inventar estas normas? ¡Has
llegado a pensar que la Palabra de Dios era deficiente, y que
tenías que suplir la deficiencia! ¿Cuál es el
resultado? Contempla lo que está en acción en el
presente y en cualquier sociedad que quieras. Los mismos diarios
resuenan con el escándalo de lo que se está haciendo en
nombre de Cristo. ¿Qué es lo que consiguen vuestras
normas? Ni vosotros ni los más sabios entre los hombres
podéis componer una normativa para todas las épocas;
¿y por qué debiera tal cosa intentarse? Dios ha
promulgado Su propia normativa, y Sus hijos no precisamos de
otra.
La norma de Dios para todas las edades
Tenemos ya la única norma divina y segura. Lo único de
que se carece es de fe para darle su valor y para actuar conforme a
ella. Cierto, las consecuencias de esto son graves. La fidelidad a
Cristo cuesta mucho ahora, como siempre. Pero, ¿no es un
pensamiento solemne el que ahora, en este orgulloso siglo diecinueve
después de que el Señor haya cumplido la
redención, estemos solamente despertando, aquí y
allí, para darnos cuenta de que la Palabra de Dios es mejor
que la palabra de los hombres? ¡Que descubrimiento! Pero, con
todo, es tan grande como humillante que se trate de algo nuevo
—un descubrimiento que muchos de los hijos de Dios no han
efectuado todavía. Todos admiten que la Palabra de Dios es
infinitamente sabia para la salvación del alma.
¿Quién, pues, cuando se trata de unos temas de eternidad,
confiaría su alma a doctrinas de hombres? Entonces se siente
el valor de aquella palabra que revela al Salvador, y del bendito
Espíritu que hace que sea preciosa la palabra en la
revelación de Él. ¿Pero no es temerario delinear
estas distinciones en la Palabra de Dios, y poner de lado aquello que
habla de la iglesia, del ministerio, de la adoración, del
partimiento del pan, y de la oración? ¿A qué se
debe que los hombres se hayan de comportar en la práctica como
si las palabras de Dios tuvieran menos peso y autoridad en estos
temas que los mudables pensamientos de los hombres? ¿A
qué se debe que los hombres piensen tan poco en ser guiados
solamente por la Palabra de Dios? ¿A qué se debe que los
creyentes recurran como una cosa normal a las normas
eclesiásticas humanas? ¿A qué se debe que, por
ejemplo, los mejores de ellos, cuando quieren un ministro de la
Palabra, pasan en el acto a elegirle, sin una sola sílaba de
las Escrituras que les autorice para ello? ¿Quién les dio
licencia para hacerlo?
«Así tiene que ser; tenemos nuestro propio médico
y nuestro propio abogado, y ¿por qué no nuestro propio
ministro?» Es exactamente este espíritu mundano el que ha
provocado este mal. ¿Por qué no se consulta a Dios en Su
Palabra? ¿A qué se debe que en las Escrituras nunca haya
una iglesia que se elija un ministro? Evidentemente, en aquellos
tiempos tuvo que haber muchos que necesitasen ayuda ministerial, como
en la actualidad; y Dios, que sabía todo lo bueno, tiene que
haber conocido también cada una de las necesidades. ¿A
qué se debe entonces que nunca hubiera un hombre elegido por
una congregación cristiana para predicar el evangelio o para
enseñar a los santos —ni en un solo caso aislado en la
Palabra de Dios? No pueden librarse de la dificultad.
¿Qué tienen que hacer? El hecho es que el principio de la
disidencia queda vacío de entrada. No pueden pasar por el
umbral. No pueden pasarse sin un ministro, y no pueden elegir a un
ministro según las Escrituras. Miremos ahora, no al
congregacionalismo, sino a los dos o tres reunidos al nombre de
Cristo. Ellos precisan también de ayuda, estos pocos tan
débiles; y, ¿qué es lo que tienen que hacer?
Ésta es la palabra de su Señor: «Porque donde
están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos». Dios no quiera que yo desprecie los
beneficios que aporta el ministerio; pero estar sencillamente sujetos
al Señor, sea que Él envíe o no a uno, es el
mejor camino a tomar. El hecho es que no estamos autorizados, por lo
que no tenemos necesidad de elegir a ninguno; porque todo es nuestro
ya. «Sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas». A Dios corresponde
escoger y dar. Él ha unido y hecho a Sus ministros parte y
parcela de la iglesia. Ellos son miembros del cuerpo de Cristo. Ellos
son Su don a la iglesia. Constituye ignorancia y un entrometimiento
inicuo por parte de la iglesia el escoger. Además, en el mismo
momento en que uno elige a uno para ser peculiarmente el propio
ministro, por aquel mismo acto uno se defrauda de todo el resto. Se
está saliendo del camino de Dios a fin de enriquecerse unos
mismos a este respecto; pero por este mismo acto de urgencia
egoísta, como sucede con todo otro apartamiento del camino de
la fe, se da, como resultado necesario, el empobrecimiento más
seguro. Supongamos entonces que la gente consigue su ministro; puede
que sea muy joven, y puede que ellos necesiten ser nutridos y
alimentados en la verdad. A no ser que él posea todos los
dones concentrados en su propia persona, ellos quedan reducidos a la
medida individual de dicho ministro. Luego, puede que otro sea un
pastor, y que ame a los santos; pero es posible que la
congregación esté compuesta en su mayor parte de
personas que necesiten ser convertidas, en tanto que él no es
evangelista, sino pastor, y quizá maestro. ¡Qué
evidente es que, si se pone así a prueba de una manera
práctica, el hombre siempre provoca la ruina de la obra de
Dios! El sistema parroquial en los cuerpos establecidos es causa de
un mal igual o incluso mayor. Puede que parezca natural y prudente,
pero la sabiduría humana en las cosas divinas es tan insensata
como fatal. ¿Qué otra cosa podrían esperar,
aquellos que conocen a Dios y al hombre, de un alejamiento así
de la rica provisión que el Señor ha dado?
Miremos ahora al otro lado. El Señor está allí.
Los «dos o tres» no ven su camino de una manera exacta. Se
hallan en presencia de una gran dificultad. Es posible que hayan
oído el murmullo de alguna terrible doctrina, y no la
comprenden, no estando versados en estos asuntos. ¿Qué,
entonces? Esperan en el Señor —una cosa muy saludable
para cada uno de nosotros—: es de lo más saludable verse
obligados a sentir que solamente el Señor tiene la salida.
Pero Él ama y cuida a sus santos. Él suscita y
envía oportunamente a uno de Sus siervos. El mal latente es
denunciado de una manera clara; y en el momento en que la luz de
Dios, sea por el medio que fuere, cae sobre aquello, la conciencia de
los santos responde a la llamada del Señor, y repudian aquel
mal de todo corazón.
Otro caso, tenemos a alguien que ha caído en lo que parece un
pequeño mal, pero lo suficientemente grande como para hacerle
indiferente al Señor, a Su Palabra, a Su gracia. Éste
rehúsa oír la advertencia de uno, después de
más, y por último de la asamblea de Dios. «Tenle
por gentil.» No es un gentil, sino que se supone que es un
hermano. Pero ha de ser tratado como un gentil, porque desprecia a
Cristo en la iglesia. Éste es de hecho el caso que aquí
se supone (Mt. 18:20). Una decisión de esta clase es una carga
para el corazón, donde la voluntad propia actúa entre
los santos. Pero demuestra con claridad que no es su sabiduría
ni experiencia lo que les guía en rectitud, sino el
Señor en medio de ellos; y Él promete Su presencia
aunque se trate de dos o tres reunidos a Su nombre. Aquí,
pues, tenemos una provisión clara y explícita para los
fieles en los peores tiempos. Es difícilmente posible concebir
circunstancias en las que no pudiera haber «dos o
tres».
No obstante, estará bien añadir que el punto esencial
es que se reúnan a Su nombre. No es una reunión
así a Cristo allí donde se permite una cerrazón
o sectarismo, como tampoco si se adopta el carácter más
craso de dejar introducirse al mundo o de tolerar iniquidad. Si
algunos de los «dos o tres» estuvieran tan felices juntos
como para mirar con prevención a personas piadosas fuera de
ellos, estarían con ello abandonando su puesto de privilegio,
y se hallarían en un terreno falso. ¿Acaso el
Señor considera de tal forma a Sus discípulos?
¿Los escruta como si se tratara de caracteres dudosos, o los
pone en cuarentena como si pudieran tener la plaga? Hablo de santos
en los que no hay sospecha de mala doctrina, directa o indirecta, ni
de un andar impío. El Señor les da la bienvenida, y
así deberíamos hacerlo nosotros. Su nombre no tiene el
valor que le corresponde allí donde no somos amplios a causa
de Él.
Pero puede haber otro caso. Viene una persona de gran
reputación en el mundo, que ha estado predicando y que es
universalmente respetado; pero ¡ay! se traiciona por una falta
de corazón y de conciencia en lo que toca a Cristo. A
éste se le rechaza. Así el mismo nombre de Cristo, que
es la garantía que tienen para dar la bienvenida al más
débil que le ama, es aquí exactamente el mismo poder
para rehusar al más elevado que no ame a nuestro Señor
Jesucristo en incorrupción. ¡Qué poder hay en
aquel Nombre para atraer y mantener juntos a corazones por otra parte
ajenos, y con todo qué prueba más crítica para
detectar y excluir a todo lo que no es de Dios! Si se trata de una
cuestión de una verdad, el nombre del Señor es la
única piedra de toque; si se trata de una cuestión de
disciplina, aquel nombre es fortaleza para el corazón
más débil; si se trata de una cuestión entre
personas y principios, solamente allí se halla toda la
sabiduría y el poder necesarios tanto en lo que respecta a los
individuos como con respecto a la asamblea.
La separación respecto al mal, deber del cristiano
Pero examinemos ahora 2 Timoteo 2. Tenemos en este pasaje de las
Escrituras un retrato hecho por el Espíritu Santo del cuerpo
profesante, de la casa de Dios. La primera Epístola trata
adecuadamente del orden y del buen gobierno en la casa de Dios. La
segunda Epístola anticipa el influjo de males hasta tal grado
que se hace alusión a la casa meramente como
comparación. Con todo, «el fundamento de Dios está
firme, teniendo este sello»; por una parte, «Conoce el
Señor a los que son suyos», y por la otra,
«Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de
Cristo». Tenemos así la soberanía del Señor
por un lado, así como por el otro la justa responsabilidad
—dos grandes principios que nos confrontan por todos los lados.
Sigue entonces una aplicación más detallada: «Pero
en una casa grande, no solamente hay utensilios de oro y de plata,
sino también de madera y de barro; y unos son para usos
honrosos, y otros para usos viles». Algunos profesarían
el lugar de conocer al Señor, no siendo reconocidos por
Él, y que no sentirían la incompatibilidad de Su nombre
con la iniquidad. Timoteo tiene que estar preparado ante el
desarrollo del mal entre aquellos que confiesan a Cristo —no
solamente «algunos para usos honrosos», sino también
otros para «usos viles». «Si pues se purificare alguno
de éstos, será un vaso para honra, santificado,
útil al dueño, y preparado para toda buena obra»
(V.M.). Separarse de la iniquidad constituye el principio invariable
de Dios, modificado, claro está, en cuanto a la forma por el
carácter especial de la dispensación. Así es con
Isaías, Jeremías, y los profetas en general. ¿Es
acaso el cristianismo menos exigente? Al contrario, es ahora que se
hace más apremiante y absoluto. «Si pues se purificare
alguno de éstos [de los vasos para deshonra] será vaso
para honra». Quitad al perverso (1 Co. 5); si esto ya no
fuere posible, tiene uno que purificarse de entre ellos. No hay nada
que el hombre tema y sienta con mayor profundidad. Uno puede
protestar, uno puede denunciar, y el mundo lo soportará en
tanto que se ande dentro del grupo; pero «el que se aparte del
mal, a sí mismo se hace presa». Actuad en base de
vuestras convicciones, y la cortesía más melosa se
vuelve agria; vuestro deseo de agradar a Dios a toda costa
será calificado de orgullo farisaico y de exclusivismo. No
importa con cuánta gentileza y con cuánto amor uno se
purifique a sí mismo de los vasos para deshonra; el dolor, la
ofensa, quedan allí, y nada hay que lo pueda endulzar, por
encima de todo para aquellos a quienes se condena. Y se siente
más agudamente allí donde con más gracia se
lleva a cabo, siempre y cuando se haga de una forma completa; porque
es evidente que el motivo con que se hace no es el de unos
sentimientos heridos sino por el deseo de sujetarse plenamente a
Cristo, con un corazón perfectamente feliz en aquello de lo
que nada saben y que no podrían gozar.
Todo esto constituye una afrenta imperdonable para el mundo.
Añadamos a esto, que en 2 Timoteo lo que se expone es la
separación respecto al mundo religioso o cristiano.
¡El mundo cristiano! ¡Qué frase!
¡Qué contradicción! Como si pudiera haber la menor
alianza posible entre el cristianismo, que es del cielo y de Cristo,
con este mundo de afuera que le crucificó. No es de
extrañar que en esta epístola leamos de tiempos
peligrosos en los postreros días. Cuánto más
peligro que, después que hayan conocido la verdad, se vuelvan
sustancialmente a las mismas condiciones de iniquidad que las que se
encontraban en el mundo pagano antes que irrumpiera el cristianismo.
Comparemos 2 Timoteo 3 con Romanos 1. ¡Qué semejanza
tan penosa! La diferencia es que algunas de las
características más crasas del paganismo han sido
sustituidas por una iniquidad más sutil. La comparación
es de lo más instructiva. En este estado de cosas, la
profesión cristiana es en verdad una casa grande; y,
así como en una casa así existe aquello que está
destinado a los más bajos de los usos no menos que lo que
está destinado a los mejores de los propósitos, lo
mismo aparece en aquella casa grande que lleva el nombre de Cristo
— el mundo cristiano, si así queréis
llamarlo.
Y si nos encontramos allí, ¿qué deberíamos
hacer? Esta es una solemne pregunta para el creyente. Él no
abriga duda alguna acerca del mundo profano; pero el mundo que lleva
el nombre de Cristo le comporta una dificultad. Siendo como es que
allí se encuentra la profesión del cristianismo,
¿no estoy acaso ensalzándome a mí mismo, y
condenando a lo excelente de la tierra? Pero se ha de considerar
esto: ¿podemos señalar alguna cosa mala en la tierra que
no tuviera un buen nombre asociado con ella? No hablo ahora de un
veneno tan fatal como el Socinianismo, o cosas parecidas; pero
tomemos el Romanismo, o la iglesia Griega, o incluso sectas conocidas
como heréticas, y que, a pesar de ello, por la malicia del
enemigo y la sutileza con la que ha escondido su obra, algunos hijos
de Dios han quedado atrapados allí. Queda pues bien evidente
que, sea lo que fuere que buenos hombres puedan hacer aquí o
allá, el único verdadero interrogante es en cuanto a la
voluntad del Señor. No es una cuestión de que otros
anden en tu luz, sino que tú no debes andar en sus
tinieblas. Ésta es la gran cuestión, no ocuparnos con
otros para prescribir lo que ellos deban hacer, sino sentir mi propio
pecado, así como el pecado colectivo, y sin embargo resolver
por la gracia, cueste lo que cueste, encontrarme allí donde yo
pueda honrar y obedecer al Señor. ¿No es éste un
deber claramente imperativo, un principio innegable de las
Escrituras, que se recomienda a sí mismo a vuestra conciencia?
Puede que no actuéis según ello; pero no podréis
negar que es una cosa recta, y lo que debierais hacer.
Pero tienes relaciones y dificultades. Quizás tengas una
familia y amigos que no pudieras soportar herirlos; quizás
tienes esperanzas para tus hijos, si no para ti mismo. ¿Puede un
corazón purificado por la fe dejar así a un lado la
Palabra del Señor? ¿Crees que Él no conoce tus
necesidades y que no siente más que tú por tu familia?
Sabes que el Señor te ama: ¿Acaso no puedes confiar en
Él por un poco de pan? Tú, que estás
confiando en Él para vida eterna y para el cielo, ¿no
puedes confiar en Él para que tome cuidado de ti frente a
estas pruebas y obstáculos de cada día? Quizás
seas demasiado cómodo, demasiado ansioso acerca de lo que es
respetable para ti y para tus hijos. Que el Señor trate
contigo; estoy seguro de que no te hará daño alguno,
sino que solamente hará aquello que sea lo más amante y
entrañable para ti y los tuyos. Es imposible para
ningún corazón estar más allá del amor y
de la sabiduría del Señor, y de su cuidado
solícito y generoso. Si realmente crees en Él,
¿por qué no te aferras a Su Palabra sin resquemores ni
condiciones, y sales a Su llamado? ¿No sabes cuál va a
ser el siguiente paso que vas a tener que tomar? Es suficiente con
que sepas que estás ahora en contra de la Palabra de Dios. Es
en vano hablar de amar si no estás dispuesto a seguir Su
Palabra. ¿Dices que no sabes que debes hacer después? El
Señor no te pide que lo sepas: no es Su voluntad mostrarlo
todo de golpe. Actúa sobre lo que ves en Su Palabra, y espera
en el Señor para lo que seguirá; Él es digno de
tu confianza, y te dará más cuando hayas dado el primer
paso. Pero abandona para siempre aquello que se halla condenado en la
Palabra de Dios. Acordaos de la mujer de Lot, y no miréis
atrás, sino id adonde os señale Su Palabra, y
hallaréis que «a cualquiera que tiene, a éste le
será dado». Y por lo que se refiere al camino, para el
Señor tanto da que sea escabroso como suave, profundo o llano,
grande o pequeño; puede que para ti haga mucha diferencia,
pero las mayores dificultades llegan a ser tan solo el medio de
probar qué Dios es el que hemos encontrado.
Pero hay más en 2 Timoteo 2. No sólo debes separarte o
purificarte de los vasos para deshonra, sino que la palabra que se da
es: «Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la
justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón
limpio invocan al Señor». No hay excusa alguna para
adoptar una postura de aislamiento. Vuélvele la espalda a lo
que sabes que está opuesto a las Escrituras. ¿Tengo acaso
que demostrar a cada cristiano que lo que no es escriturario no es
santo? ¿Tengo que insistir en que «al que sabe hacer lo
bueno, y no lo hace, le es pecado»? Si entonces se abandona lo
que no tiene justificación en las Escrituras sino que
está condenado por ellas, oíd esta Palabra de Dios:
«Sigue la justicia, la fe, el amor y la paz», no de una
manera solitaria, sino «con los que de corazón limpio
invocan al Señor». ¡Qué consuelo, incluso si
hay solamente dos o tres! ¿Tienes temor debido a que hay
solamente dos o tres? Dios puede actuar sobre cientos o miles: Este
es un asunto en el que Él es soberano. Tú tienes que
seguir el camino del Señor mediante Su Palabra, con un
espíritu sumiso, pero no con tristeza, sino lleno de gozo y de
agradecimiento, si encuentras aunque sean tan pocos que invoquen al
Señor de corazón limpio. En otras palabras, la fe tiene
una autoridad divina para esperar compañía en su
camino, aunque este camino pase ahora por las ruinas de la
profesión cristiana. Y es imperativo apartarse de todo mal
conocido; no puede haber excusas válidas para rechazar el
llamamiento de Dios, por lo que se indica el compañerismo a
seguir en pos de la justicia, de la fe, del amor y de la paz, con
aquellos que de puro corazón invoquen al Señor.
¡Que no nos alarmen ni los obstáculos ni los peligros,
sino, sabiendo que es el Señor el que ha pensado en nosotros
de una forma tan llena de gracia, ¡que podamos tú y yo y
cada uno de los que aman aquel bendito nombre tener una confianza
inquebrantable en Él! Él se dirige a los corazones
doloridos en medio de la deshonra hecha a Su gracia y verdad, y se ha
tomado el cuidado de señalar de la manera más clara el
camino no solamente de separación, sino también de
asociación —el camino para apartarse de lo malo y de
seguir lo bueno.
¡Qué claros permanecen los grandes principios morales de
Dios a pesar del desorden! ¡Cómo sobreviven a toda la
ruina las operaciones de Su gracia! Así el principio de la
asamblea de Dios permanece, puede ser, en solamente dos o tres
reunidos al nombre del Señor. Los miles de cristianos que haya
en un sistema nacional o en una secta disidente no podrían
anular este error fundamental; habrá miembros del cuerpo de
Cristo en estos sistemas y sectas, pero el principio de la asamblea
de Dios queda abandonado por su misma constitución. Que
«dos o tres» salgan atendiendo a la Palabra del
Señor, haciendo de Su nombre el centro de ellos, y
reconociendo al Espíritu de Dios presente en ellos y con ellos
para conducirlos según las Escrituras; éstos, y
solamente éstos, están cumpliendo Su designio en la
inteligencia real del Espíritu Santo. No se trata de una
cuestión de cantidad, sino de estar reunidos, pocos o muchos,
al nombre del Señor.
Todos aquí saben lo que es el Parlamento. Cien miembros del
Parlamento pudieran pertenecer al Club del Servicio Unido, o al
Ateneo, o a lo que queráis. Estos cien miembros pudieran estar
tratando en su propio Club acerca de las cuestiones que se
están debatiendo en el Parlamento; pero esto nunca
haría que el Club fuese el Parlamento; en cambio, en su
verdadera posición con el Presidente en medio, un
número mucho menor constituiría el Parlamento en
sesión oficial. Aquí tenemos exactamente el mismo
principio. ¿Qué es lo que constituye a la asamblea de
Dios como tal? «Dos o tres» reunidos al nombre del
Señor. Le ha complacido a Él llevar el quorum
hasta esta cantidad tan baja como la que se describe, y ello con el
sello más evidente posible de Su aprobación y
autoridad.
Supongamos por otra parte que se reúnen diez mil cristianos
simplemente como cristianos —¿es esto suficiente? Puedo
concebir de una asamblea de cristianos profesantes, sí,
genuinos; y sin embargo no habría más razón para
considerarlos como asamblea de Dios que considerar a cualquier
cantidad de miembros en un club como Parlamento. No es el hecho de
que unos cristianos se reúnan lo que constituye la asamblea de
Dios, sino que estén reunidos al nombre del Señor. El
punto práctico para nosotros es si estamos meramente reunidos
bajo el nombre de cristianos, o al nombre de Cristo. Si lo primero,
se tiene que aceptar cualquier cosa mala a la que el enemigo consiga
arrastrar a cristianos. Porque si alguien es cristiano, tengo que
recibirle a pesar del mal que esté haciendo o permitiendo.
¡Pero no es así! La cuestión real es:
¿Está invocando al Señor de puro corazón?
La exclusión de esta Palabra de Dios ha arruinado a la
Cristiandad para daño incalculable de las almas, y ello nunca
más que ahora, cuando se pone a los cristianos en la
práctica en lugar de Cristo, lo que tiene como consecuencia la
confusión y toda obra mala.
En cambio, si el Señor recibe Su lugar y es el centro al cual
yo acudo, tengo entonces en Su nombre un terreno y un punto de
reunión al cual puedo convocar, con toda humildad, a todos los
santos del mundo —más aún, no puedo descansar en
mi espíritu y no debiera hacerlo en tanto que alguno que le
pertenece a Él esté fuera. ¡Qué!
¿Incluso aquellos que están bajo disciplina, o que son
evitados por causas graves? Sí, cada uno de ellos; no
naturalmente para recibirlos mientras persisten en un pecado
manifiesto, pero para desearlos a ellos mismos, habiendo juzgado y
abandonado aquello que es contrario a Cristo.
¡Que el Señor nos dé firmeza y que nos dé
que sintamos cómo nos conviene el más humilde de los
espíritus! ¿Cómo podemos jactarnos de haber dejado
de hacer el mal que nosotros mismos hemos hecho! ¡Ojalá
que le miremos a Él más y más! Aquel que nos ha
sacado afuera nos ha hecho probar con nuestras propias dificultades
el verdadero estado de la iglesia; pero Él ha vuelto en
nuestro provecho nuestros propios errores, aunque de una manera
humillante. Él ha utilizado la tormenta, por así
decirlo, para eliminar el aire brumoso, y ha exhibido con más
claridad que nunca el puesto central de Su propio nombre para nuestra
reunión no menos que para nuestra salvación.
Así podemos dejar de lado todos los temores y ansiedades. Si
el Señor es nuestro ayudador, ¿para qué temer?
¿Qué hará el hombre? Además, por lo que se
refiere a las acusaciones de sectarismo o de presunción, o de
desorden, sería en realidad muy fácil mostrar que los
verdaderamente culpables de esto son precisamente aquellos que son
tan rápidos en suscitarlas y en diseminarlas. Sabemos que las
Escrituras condenan todo tipo de asociación eclesial que no
esté fundamentada en el nombre de Cristo y que no esté
gobernada por Él. No se trata de una mera cuestión de
errores aquí o allá; se trata de si son cristianos
reunidos al nombre de Cristo. Tampoco se trata de una cuestión
de cantidad de iniquidad, porque ¿qué maldad no se
deslizó en Corinto debido a la ignorancia y a la falta de
vigilancia? Es indudable que rehusar juzgar una iniquidad conocida es
algo fatal. Pero suponiendo la ausencia de todo pecado manifiesto, la
verdadera cuestión es: ¿Estamos allí dónde
el Señor quiere que estemos? Entonces, felices seremos si es
así, aunque solamente seamos «dos y tres» así
reunidos: si fuésemos diez millones en cualquier otra
posición, todo estaría mal, debido a que Cristo no es
el centro eclesiástico reconocido y exclusivo. Aquel que es el
único objeto adecuado y legítimo para todos los santos
sobre la tierra se digna de ser el centro de tan solo «dos o
tres», como Él dice, que estén «reunidos a su
nombre».
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- Traducción:
Santiago Escuain - © Copyright SEDIN 2002 por la
traducción, www.sedin.org. Este texto se puede reproducir
libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y
dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.
Libro publicado originalmente en 1988 por
Verdades Cristianas
Apartado 1469 • Lima 100, Perú
Casilla 1360 • Cochabamba, Bolivia
P.O. Box 649 • Addison, Illinois 60101 EE. UU.
Edición revisada, 2002
Revisión: Santiago Escuain
Publicado en forma electrónica por
SEDIN,
Servicio Evangélico de Documentación e
Información
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