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William Kelly


La Iglesia de Dios



Traducción del inglés:
Santiago Escuain



QUINTA CONFERENCIA
(Efesios 4: 7-11)

LOS DONES Y LOS CARGOS LOCALES

Introducción

Pienso que mi tema esta noche sería ciertamente árido y que prometería poco para el provecho de las almas, si tuviéramos que considerar solamente los dones y los cargos por ellos mismos. Es así que se consideran frecuentemente, y por ello este tema es propenso a llegar a ser no solamente una cuestión especulativa estéril para algunas almas, sino un lazo para otras —estéril para aquellos que, considerándolo desde fuera, creen que ellos por lo menos no tienen nada que ver con dones ni con cargos, y un lazo quizás con la misma frecuencia para aquellos que llegan a la conclusión de que es a ellos especialmente, si no exclusivamente, que les compete. La verdad es que estas funciones espirituales afectan de una forma intensa y material a la vez a Cristo y a la iglesia de Dios. Procedentes de Cristo como su fuente, los dones fluyen del mismo depósito de la rica gracia en lo alto, de donde proceden todas las principales bendiciones características de la iglesia. Proceden de Él en lugares celestiales, y allí tenemos la respuesta a gran parte de la animadversión que algunos sienten a este tema, como si los dones ministeriales fuesen sólo un medio de dar importancia a los que los poseen. Difícilmente se puede pensar que tal giro sea otra cosa que una crasa perversión de lo que proviene de Cristo en el cielo. Cierto es que son de la mayor importancia ante Dios, al dignarse Él a utilizarlos para la gloria de Su Hijo, y cierto es que la consideración de la luz que las Escrituras nos dan acerca de este tema debiera ser preciosa para aquellos cuyo gozo y responsabilidad también es la de obtener provecho de los mismos; y ello no en menor grado por parte de aquellos que tienen que vigilar de una manera personal y llena de celo cómo se utiliza el don de gracia de Cristo, no sea que se desvíe del objeto para el cual lo dio el Señor, hacia algún fin egoísta o mundano. Me parece evidente que la mera afirmación de la procedencia de los dones significa la eliminación de toda excusa para el engrandecimiento terreno en diversas formas, que es demasiadas veces la manera en que se utilizan los dones del Señor.

Pero además se tiene que hacer otra observación. No solamente estos dones de Cristo surgen de Él en el cielo, y por ello tienen que rehusar, más que nunca, mezclarse con la vanidad de este mundo y con la soberbia del hombre (hablo, naturalmente, del don en sí mismo, y no de la perversión que la carne hace de él), sino que hay además otra faceta en estos dones, que para nosotros los creyentes en el Señor Jesús es de inmenso interés. Están esencialmente relacionados con el cristianismo, no en el lado contemplativo, sino en aquello que es igualmente necesario, su carácter activo y militante. Pero tanto si se considera su origen o su carácter, todo se basa en una redención eterna ya consumada. Cuanto más se sopesan estas consideraciones, tanto mayor se verá su importancia; y tanto más asimismo, me parece, se verá que el tema de los dones de Cristo está enteramente por encima del dominio terrenal y estéril en el que por lo menos la teología querría consignarlos.

Además, ¿no se le hace un agravio a Dios y a Sus santos, cuando se considera como una cuestión secundaria, que pueda tomarse o dejarse a voluntad, aquello que el Señor se ha dignado a darnos a conocer en Su Palabra —aquello que, aplicado rectamente, conforma una parte tan esencial de la bendición de la iglesia? De hecho, una indiferencia así a Su verdad es una enorme afrenta contra Dios, e invariablemente conlleva una pérdida para los santos que tienen tan en poco Su voluntad. Es bien evidente, si tan solo por las Escrituras que acabamos de leer, que el Espíritu Santo no deja en absoluto el tema de los dones en un rincón oscuro —si es que los hay en las Escrituras—, de donde podamos, si queremos, sacarlo de vez en cuando, y blandirlo para mejor provecho de nuestro partido. En la Epístola a los Efesios, donde el Espíritu Santo ha mostrado tanto las alturas como las profundidades de la bendición en Cristo y en la iglesia —en el mismo centro donde Él nos muestra también al mismo Señor en Su propia gloria a la diestra de Dios— allí es más que en ninguna otra parte del Nuevo Testamento que hallamos al Espíritu Santo dando una descripción de los dones del Señor a la iglesia.

Los dones, procedentes de Cristo, mediados por el Espíritu

Pero obsérvese que digo aquí «los dones del Señor», porque es de esta manera que se consideran aquí, en lugar de dones del Espíritu. Lo cierto es que es difícil hallar tal expresión en las Escrituras. Hay un pasaje que parece expresar esto en He. 2; pero allí se trata propiamente de «repartimientos del Espíritu». Hallaréis también en 1 Co. 12 se dice que la sabiduría, el conocimiento, y el resto, son dados por «el mismo Espíritu». Pero, con todo, en esto no se considera al Espíritu Santo como el dador excepto en forma mediata. El Señor es el dador real y específico; el Espíritu de Dios es más bien el medio intermediador de comunicar el don, distribuyéndolo o haciéndolo efectivo —el poder mediante el que actúa el Señor. Y creo que es importante, en la práctica, que veamos que los dones que se utilizan para llamar afuera a la iglesia y para edificarla, y que constituyen la única base del ministerio, surgen de Cristo mismo.

Así, el ministerio se puede definir como el ejercicio de un don, y es evidente entonces que estos dones de gracia están relacionados de la forma más íntima con el ministerio. No puede haber ministerio de la Palabra (hablando con propiedad) sin el don procedente de Cristo y aplicado por el Espíritu.

Pero contemplemos por un momento la exposición que hace el Espíritu Santo de la verdad de que estos dones fluyen de Cristo. «Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo.» No se trata de una mera cuestión de las cualidades que se posean; aún menos de una cuestión de logros, aunque sea con la buena intención de dar honra al Espíritu Santo. Es una cosa nueva que se da, y que es consecuencia positiva de la gracia; es el fruto del favor gratuito del Señor, que en estas cosas actúa según Su voluntad soberana y para la gloria de Dios.

Los dones, procedentes de Cristo glorificado en el cielo

«Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por lo cual dice [citando el Salmo 68]: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres». Aunque apenas será necesario decir que el Señor Jesús era, en Su persona, competente para ello en todo tiempo, con todo esto le plugo, en el orden de los caminos de Dios, esperar que la gran obra se consumase —y que se consumase además no sólo por lo que respectaba a la misericordia divina para con el hombre, sino también con vistas al enemigo que se tenía que afrontar; se tenía que quebrantar el poder de aquel que había llevado cautivos a los hijos de Dios. Por ello se acabó primero con los enemigos espirituales, y de esta manera se describe aquí al Señor Jesús ascendiendo al cielo tras la derrota, la derrota total ante Dios, de todo poderoso imperio del mal antes invisible. Es sobre este fundamento que se erige el ministerio. El Señor Jesús asciende al cielo. Él mismo ha plantado cara y derrotado a los poderes de las tinieblas. Él llevó cautiva la cautividad; y con ello «dio dones a los hombres». ¡De qué forma más completa queda cerrada la puerta a la energía y a la ambición humana! ¡Con cuánto cuidado Dios —el único apto para enseñarnos acerca de este tema, y que nos ha dado de hecho la perfecta verdad en Su Palabra revelada— nos muestra al Señor Jesús, desde el principio hasta el final, como el único medio de bendición para nosotros y para la gloria de Dios el Padre por el Espíritu Santo! ¿Le consideráis solamente como Salvador y Señor? La verdad es que no hay ni tan solo una simiente de bendición para la iglesia, no hay ningún medio de actuar sobre nuestras propias almas ni sobre las de las demás, que no tengan relación, en su integridad, con Cristo. Allí donde no hayamos aprendido esta relación vital que todo lo incluye en Él, y allí donde lo que pretende ser ministerio, por ejemplo, no proceda solamente de Él, queda claro que hay algo que no se ha de mantener, sino que al contrario nos hemos de librar de ello; un objeto por el que no se tiene que luchar como si fuera un premio, sino que, como sospechoso de contrabando, ha de ser sacado a la luz de Dios, y allí ser juzgado en Su presencia. Porque, ¿de quién es el ministerio, si no es del Señor Cristo? ¿Y por qué estamos luchando, si no por los dones de Cristo?

El Señor es entonces ascendido al cielo, y desde aquella altura de gloria y de bendición Él ha dado dones a los hombres, y el Espíritu Santo se pone de momento cuidadosamente a un lado, para ponernos en la misma presencia de la poderosa obra en base de la cual Cristo se sentó allí. «Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra?» ¡Qué gracia tan inmensa la que hay en Él! ¡Qué amor tan infinito hacia nosotros, para bendecirnos —para bendecirnos eternamente! Él tenía, con el Padre y el Espíritu, un mismo derecho divino a aquel puesto de suprema majestad. Solamente ellos eran competentes para ocuparlo. Pero Él descendió primero a las partes más bajas de la tierra. Él tenía el lugar más superior, si puedo expresarme así, que le pertenecía de una forma natural e intrínseca. Le pertenecía a Él como Hijo de Dios, que no tuvo el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse; sino que le plugo hacerse carne; porque, como parte de los consejos de Dios, le era necesario hacerse hombre. Sin la encarnación no hubiera habido solución a la ruina universal del hombre, ni a la deshonra causada a Dios por el pecado; no hubiera podido haber la derrota de Satanás, ni una liberación adecuada y en justicia del hombre. Pero ahora Él desciende primero a las partes más profundas de la tierra. Toma sobre Sí la tristeza, la vergüenza, el dolor. El hecho de haber condescendido a hacerse hombre y a vivir como vivió, rechazado y humillado sobre la tierra, hubiera sido mucho; pero ¿qué es esto frente a la cruz? Él descendió a lo más profundo, y, como consecuencia a esta humillación, Él está ahora como hombre exaltado en lo más alto. En Su muerte Él rescató todo lo que estaba arruinado —y ciertamente se podría añadir que infinitamente más. Él vino «a pagar lo que no había tomado». Él dio una nueva y mejor gloria a Dios que la que jamás se había pensado ni profetizado a este respecto; porque no me da miedo decir que así como todos los tipos y sombras son solamente débiles heraldos de Su gloria, así tampoco hay ni podía haber ninguna predicción que alcanzase a la altura de la bendición que se encontró en Cristo, ni que sondease las profundidades de Su gloria moral a la vista de Dios. Se precisaba de Él mismo para que saliera; se precisaba de Él mismo para que se pudieran conocer la suprema dignidad de Sus sufrimientos y de Su cruz. Antes de esto no podía haber una expresión suficiente de Su gloria. Fue por Su descenso a las partes más bajas de la tierra que Él ascendió —como resultado de este descenso total de parte de Aquel que era tan ciertamente Dios como hombre, en aquella misma naturaleza que antes había producido tales frutos de vergüenza y de deshonra para Dios.

Pero, ¡qué cambio! La humanidad constituye una naturaleza en la que el Dios bendito podía deleitarse al contemplarla en el Señor Jesús. Ahora, también, Él asciende; y no como descendió; porque, descendiendo simplemente como el Hijo de Dios para venir a ser el Hijo del hombre, Él asciende, no solamente como Hijo de Dios, sino también como Hijo del hombre. Ciertamente, es especialmente en este carácter mismo de hombre que le encontramos ahora sentado en los cielos. «Es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo.» Es sobre esta espléndida base, tanto si se contempla por una parte la humillación, o por la otra la exaltación —es sobre esta doble base de un peso de gloria consecuencia de una humillación hasta más allá de toda consideración, que se levanta el ministerio conforme a Dios, y que es el simple ejercicio del don de Cristo. Y, con todo, ¿se podría llegar a creer, si ya no se supiera que es así, que hay hombres, incluso cristianos, que pueden contemplar una escena así sin conmoverse, a no ser que sean movidos sólo al despecho, a escarnecer y a vituperar? Pero así tiene que ser. Obrar de esta forma es conforme a Aquel a quien el mundo no le conoció. Por ello no es de extrañar que tampoco reconozca los dones de Su gracia. El mundo podrá admirar todo aquello que pueda combinarse con la grandeza del mundo, todo aquello que se pueda alterarse para ajustarlo a los gustos del mundo. Incluso puede que se adopten el cristianismo y el nombre de Cristo —pervirtiéndolos, que duda cabe, y considerados solamente en forma parcial. Bien: ¡Incluso los paganos estaban dispuestos a hacerlo! Hubo un emperador, como ya lo sabréis probablemente algunos de vosotros, que se hubiera sentido feliz de poner al Señor Jesús como un dios en el Panteón. Y lo mismo sucede en la actualidad. ¿No ha hecho la Cristiandad algo parecido para triunfar? Ha adoptado esta y aquella institución; ha hecho de ellas unos medios para adornar la escena a la cual Dios «echó … fuera al hombre», exiliado por Él debido al pecado.

Pero los que creemos tenemos ciertamente derecho a mirar por encima de este mundo, y ver allí, más alto que los cielos, a nuestro Señor y Dueño. Y, ¿qué es lo que Él está haciendo allí? ¿Cuál es Su ocupación presente, según lo que nos muestra aquí el Espíritu Santo? Él está dando dones a los hombres. ¡Bendigámosle por esto! Él (Él mismo un hombre, porque es en esta condición que Él ha tomado este lugar) está dando dones a los hombres. Desde lo alto Él contempla alrededor de este mundo, y Su gracia hace que el hombre sea vaso de estos preciosos dones, que tienen no solamente el sabor de la Persona que está allí, y de la obra que ha hecho, sino también de la gloria de la cual Él los da. Son dones celestiales. No se conformarán, si se le consulta a Él, al pensamiento ni a la medida del mundo, ni tienen por designio servir al mundo sino al Señor Jesús, aunque ciertamente a causa de Él sirviendo a cada uno y a todos.

Los dones, procedentes de la Cabeza del cuerpo

Tengamos cuidado entonces de que nos hallamos verdaderamente sujetos a Aquel en quien creemos. Y guardémonos del corazón malo de incredulidad, no sea que nos tomemos a la ligera algunas de Sus palabras. Recordemos cuán fácil es pretender dar honor a Su palabra, y dejarla luego deslizar de nuestras manos, considerándola como algo perteneciente al pasado —sin duda mirando hacia atrás sobre ella con maravilla reverente, pero aun como sobre una cosa que ya está pasada. ¿Es o no es la Palabra viva de un Dios que vive para siempre jamás? ¿Vamos a tratar al Cabeza de la iglesia como si estuviera muerto? No, Él nunca ha estado muerto como Cabeza de la iglesia. ¡Desde luego que no! Él sólo asumió el puesto de Cabeza como vivo otra vez después de la tumba, y por ello como dador de la vida; solamente lo asumió ya resucitado y ascendido al cielo; ¡y a pesar de ello los hombres actúan como si el Cabeza de la iglesia fuera un Señor muerto y no viviente! Y si es así que Él vive, ¿con qué propósito? ¿Debemos considerarlo sólo en Su papel como Sumo Sacerdote como aparece en la Epístola a los Hebreos, para guiar a Su pueblo a través del desierto? Hay alguna tendencia entre los cristianos a pasar por alto el sacerdocio de Cristo; pero hay todavía un peligro mayor de que olviden a Cristo como el Cabeza viviente, que sigue siendo la cabecera de la bendición, siempre dando en amor fiel Sus dones al hombre. Es indudable que aquí se resume todo como si se tratase de una cosa hecha —«Él dio»; y existe una razón muy interesante para una manera así de presentar Sus dones. Es evidente que el Señor no presentaría los dones de Su gracia de manera que interfiriesen con la constante esperanza de la iglesia de Su venida. Al contrario, Él quisiera centrar la iglesia en la actitud de esperarle a Él del cielo. Por ello no se interpone ni siquiera el flujo del don ministerial de manera que pueda diferir el cumplimiento de la «esperanza bienaventurada» de época en época. En lo alto está el Cabeza de la iglesia, y como Cabeza forma parte de Su obra conceder todos los dones necesarios a los hombres.

Aquí pues tenemos resumida toda la escena de Su gracia: el Señor dio dones a los hombres. «Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros.» No tenemos un catálogo de todos los dones. No es en absoluto el estilo de las Escrituras ni del Señor proporcionar una mera lista formal; porque la verdad no está escrita en la Palabra de Dios para satisfacer la curiosidad humana ni para formar un sistema de teología. Lo que se hace es infinitamente mejor. Nos ha dado lo que era conforme a Su sabiduría en cada pasaje particular de las Escrituras. Por ello, si comparamos lo que tenemos aquí con la primera Epístola a los Corintios, hallaremos diferencias notables. Hay algunos dones que se hallan aquí y no allí, y algunos que se hallan allí, y no aquí. Y no se trata de algo aleatorio, ni de una forma en que el apóstol utilizara meramente su propio criterio o decidiera las cosas según su propia forma de pensar. Nadie niega que su corazón y mente se hallaban profundamente ejercitados. ¡Claro que lo estaban! Pero podemos bendecir a Dios porque hubiera una mente infinitamente sabia dirigiendo todas las cosas, y porque había un criterio que sabía el final desde el comienzo. Consiguiente, hallaremos que el apóstol menciona estos dones según aquella inteligencia divina. Y la razón de ello se podrá hacer hasta cierto grado evidente según prosigamos con nuestra exposición.

El propósito de los dones

En primer lugar, los dones (domata) aquí enumerados tienen como propósito la perfección de los santos, lo cual constituye el grande y principal objeto, derivando a la obra del ministerio y a la edificación del cuerpo de Cristo, que está relacionada con dicha obra.

Ahora bien, es ahí que en el acto se puede discernir la clave o razón divina para presentar aquí unos ciertos dones y no otros. Aquí no tenemos nada, por ejemplo, acerca de hablar en lenguas, ni tampoco tenemos ninguna mención de milagros. ¿Por qué? La razón me parece a mí clara y adecuada. Los dones para señales eran de la máxima importancia en su propio lugar, pero, ¿cómo podía una lengua o un milagro perfeccionar a un santo? Vemos, en la primera Epístola a los Corintios, que, en lugar de perfeccionarlos, en realidad vinieron a ser un lazo muy peligroso para los santos. Es indudable que los corintios eran carnales, y que por ello eran como niños que se divertían con un juguete nuevo —con lo que ciertamente era un motor de poder. Y sabemos cuán grande es su peligro precisamente en proporción con nuestra propia falta de espiritualidad. Tenemos la muy solemne lección de que incluso los más grandes poderes y las manifestaciones más asombrosas del Espíritu Santo en el hombre no pueden dar espiritualidad, y que no necesariamente ministran a la edificación de los santos en forma alguna; al contrario, si hay una mentalidad carnal, devienen unos medios efectivos para la propia exaltación del alma, de su apartamiento del Señor, de su pérdida de equilibrio, y para arrojar descrédito sobre aquello que lleva el nombre de Cristo sobre la tierra. No obstante, en esta epístola Dios se halla ocupado en Sus consejos de gracia en Cristo para la iglesia, empezando primero con los santos como tales. Él siempre toca la cuestión de los individuos antes de tratar con la iglesia. ¡Y cuán bendito y sabio es esto! No empieza con el cuerpo de Cristo, para acabar después con la perfección de los santos. Ésta sería probablemente nuestra forma de hacer, pero está muy lejos de ser la Suya. Él pone en primer lugar el perfeccionamiento de los santos, y nos muestra a continuación la obra del ministerio y la edificación del cuerpo de Cristo. Así, la verdadera explicación del pasaje es que se trata de la exteriorización del amor de Cristo hacia la iglesia. Su mirada se halla puesta sobre la bendición de las almas. Se trata de Cristo no sólo reuniendo, sino además edificando —haciéndoles crecer en Él en todas las cosas. Por todo ello, les da los dones por gracia apropiados para este fin. «Él constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas.»

El fundamento de los apóstoles y profetas

Estos son los dos dones que el segundo capítulo de esta epístola expone como pertenecientes al fundamento mismo, podemos decir, de este nuevo edificio, la iglesia de Dios. Así, leemos en el versículo 20, «Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo». Los evangelistas, evidentemente, no constituyen el fundamento; ni tampoco los pastores ni los maestros; pero los profetas lo son, al igual que los apóstoles. Y esto lo podemos comprender fácilmente. Podemos ver que, así como Dios introducía en el mundo un sistema enteramente nuevo al sentar a Su Hijo a Su diestra —una nueva obra de Dios en la iglesia—, así tenía que haber una nueva palabra para acompañar a esta obra, mediante la cual Él actuaría sobre los santos a fin de concederles que crecieran hacia el perfeccionamiento de Su voluntad y para gloria de Su Hijo en esta cosa sin precedentes, la iglesia de Dios.

Por consiguiente, tenemos el establecimiento del fundamento, y aquí no se trata solamente de Cristo. Naturalmente que Él es, en el mayor y más sublime de los sentidos, el fundamento: «Sobre esta roca edificaré mi iglesia»: lo es indudablemente la confesión de Su nombre, Su propia gloria como el Hijo del Dios viviente. Pero, ello no obstante, como medio no sólo de revelar la mente de Dios con respecto a la iglesia, sino particularmente de establecer con autoridad el ámbito central de Su señorío en la tierra —la iglesia de Dios, se utilizaron para ello los apóstoles y los profetas. Para distinguirlos, los primeros se caracterizaban por una autoridad en acción, y los profetas por la expresión de acuerdo con Dios de Su mente y voluntad acerca de este gran misterio.

Apenas valdrá la pena refutar la idea de que los profetas que aquí se mencionan son los del Antiguo Testamento. La frase «apóstoles y profetas» se limita estrictamente a aquellos que fueron posteriores a Cristo. Si apareciese el orden inverso —profetas y apóstoles, hubiera podido existir alguna sombra de razón para esta idea; pero el Espíritu de Dios, en Su sabiduría, ha tenido cuidado en excluir una tal idea. La obra a la que se hace mención es totalmente nueva. Los apóstoles y profetas parecen ser introducidos expresamente en este orden. Pero en el tercer capítulo de Efesios el Espíritu Santo da una razón decisiva. Se dice en el versículo 5 del misterio de Cristo, «que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu». De manera que tenemos aquí no solamente la más perfecta claridad acerca del mismo orden todavía preservado, sino la expresión positiva «ahora es revelado». Con ello quedan pues necesariamente excluidos los profetas del Antiguo Testamento. Estos profetas pertenecen al Nuevo Testamento, al igual que los apóstoles.

Pero más aún, permítaseme hacer la siguiente observación antes de seguir adelante, en el sentido de que este carácter del ministerio era totalmente nuevo. Cuando nuestro Señor estuvo en la tierra, es indudable que hubo una acción más o menos preparatoria de ello. Envió primero a doce apóstoles; después envió a los setenta a que llevaran un último mensaje a Su pueblo. Todo esto era algo nuevo, desconocido en las edades anteriores. Carecía totalmente de precedente sobre la tierra —una actividad de amor que salía con bendición hacia otros. Dios mismo no lo había hecho; porque la palabra solemne de parte de un profeta, y la acción secreta de Su gracia antes de esto, son cosas demasiado distintas para poderse confundir con esto. ¿Quién había oído nada semejante, como el hecho de que un Hombre sobre la tierra estuviese reuniendo a Sí mismo primero a unos hombres, y después enviando de parte de Él mismo un mensaje de amor, las gratas nuevas del Rey que venía de parte de Dios, del reino de los cielos sobre la tierra (no todavía, naturalmente, con la plenitud con que iba a impartirse después cuando estuviese consumada la gran obra de la redención, pero, en todo caso, eran las gratas nuevas)? Esto es lo que el Señor hizo en la tierra: envió a discípulos o apóstoles con el mensaje del reino. Y es indudable que esto era para los hombres algo extraño, y para la fe algo bendito, digno sólo de Aquel que tenía gracia divina, además de autoridad divina, algo digno del Señor Jesús y reservado para él aquí abajo. Pero es notable que en Efesios 4 se deja completamente en silencio toda la parte terrena de la acción de nuestro Señor, y que los dones que se mencionan aquí pertenecen, más allá de toda discusión, con posterioridad a la ascensión del Señor, ya que se muestra cómo dependen de ella.

¿Quiero acaso negar con ello la inclusión de los apóstoles —los Doce, o hablando estrictamente, los Once, juntamente con el que fue elegido para suplir el lugar de aquel que fue cortado? En modo alguno; pero, ello no obstante, su llamamiento y misión terrenos se pasan en silencio. Todos nosotros podemos comprender que el Señor como Mesías pudiera preparar una misión adecuada para Israel, lo mismo que tampoco me cabe ninguna duda de que «los Doce» tenían referencia clara a esto; porque los doce apóstoles se corresponden naturalmente con las doce tribus. Que fuesen a sentarse en doce tronos, mencionados en relación con ellos en Mateo 20, confirma evidentemente esta postura. ¿Qué es lo que estorbaría a estos hombres para que después de ello viniesen a ser vasos de un don celestial? Así, podemos reconocer en los primeros apóstoles una especie de doble vinculación. Había una vinculación con Israel, conferida por el Señor cuando Él estaba sobre la tierra en medio de y tratando con Su pueblo; pero llegaron a tener un nuevo puesto cuanto el Señor ascendió a lo alto.

El apostolado de Pablo

Pero, además de esto, el Señor se tomó el cuidado de asaltar esta forma y este orden israelitas, y el apostolado del apóstol Pablo pasa a ser un acontecimiento de importancia trascendental en el desarrollo de los caminos de Dios, debido a que con esto se abandonan todos los pensamientos acerca de Jerusalén, toda referencia a las tribus de Israel, todo lo cual es sustituido por aquello que es claramente extraordinario en todas sus circunstancias, y celestial en origen y carácter. Lo que quedaba más claro en particular es que el Señor ponía de manifiesto aquello que era realmente cierto con respecto a los otros, que en el día de Pentecostés ellos recibieron el don del apostolado apropiado para la obra celestial que iban a tener que ejercer, además de su anterior llamamiento y obra terrenales. Aparte de los Doce, y descollando en medio de ellos, se levantó el apóstol Pablo, exponiendo de la forma más destacada el principio de que su misión apostólica era algo celestial, y ello, por lo que a él respectaba, de una manera total y exclusiva. Por ello él era la persona adecuada para decir, como fue evidentemente por el Espíritu Santo que lo dijo: «Aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así». La gloria del Mesías sobre la tierra se desvanece ahora en la gloria más profunda y resplandeciente de Aquel que está ahora a la diestra de Dios. Indudablemente, es el mismo Cristo, el mismo Bendito, pero no se trata de la misma gloria; y más aún, es una gloria mejor y más duradera. Es la gloria apropiada a la nueva obra de Dios en Su iglesia, debido a que es la gloria de su Cabeza. «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida le glorificará.»

Así, siendo la iglesia un cuerpo celestial, y Cristo mismo su Cabeza, siendo en el sentido real y más pleno una persona celestial, el ministerio adopta una forma celestial: y estos dones que fluyen de Él constituyen su primera expresión. Así, pues, tenemos la clara indicación en el pasaje que tenemos delante de que estos dones de Cristo en lo alto son celestiales respecto a su carácter y origen.

También se puede mencionar otra cosa de pasada. Si tomamos el otorgamiento de estos dones como datando de la ascensión de Cristo, ¿qué lugar queda para la mano del hombre? ¿Dónde podemos insertar aquel ceremonial preliminar sobre el que la tradición pone tanto énfasis? ¿Quién ordenó a los apóstoles para su obra celestial? ¿Quién impuso las manos sobre ellos, instalándolos con autoridad en aquel cargo tan elevado? Diréis que es indudable que el Señor los llamó cuando Él estaba aquí «en los días de Su carne». Es cierto que Él los llamó para su misión en Israel; y tras resucitar, pero todavía en la tierra, les dio el encargo de que discipularan a las naciones (Mt. 10:28). Pero ¿qué manos humanas empleó Él al apartarlos para la obra celestial propia de ellos? ¿Acaso dirá algún creyente que se trató de una imperfección en el caso de ellos? ¿Acaso la nueva obra de Dios, basada en un Salvador muerto y resucitado, y llevada a cabo por el Espíritu Santo venido del cielo, careció de algo para su debido comienzo? Si no hay evidencias entonces de este rito de la imposición de manos, que algunos consideran no sólo como una cosa deseable, sino hasta esencial para todos los que ministran desde el grado más elevado hasta el más inferior, ¿a qué se debe esta extraña omisión? ¿Quién se atreverá a poner el régimen de Cristo en tela de juicio? ¿Acaso algunos zelotas de las «órdenes sagradas», como los hombres las designan, afirmará o insinuará que el Señor no sabía mejor que ellos lo que le conviene a Su propia gloria en Sus principales ministros? Que los tales tengan precaución con sus teorías y su práctica, por si cualquiera de ellas les lleva a ser «jueces de malos pensamientos».

Lo cierto es que el Señor se tomó el cuidado, ahora que se trataba de una cuestión de un testimonio nuevo y celestial, no de abolir de manera absoluta aquel signo antiguo de bendición, sino de irrumpir sobre orden terreno tan fácilmente abusado por el hombre y de no dejar excusa alguna para el mismo. Por ello, como si con el propósito de manifestar de una manera aun más patente el inmenso cambio que se había introducido en el caso de aquel que se designa a sí mismo enfáticamente como «ministro de la iglesia» (Col. 1:24, 25), no aparece ninguna derivación de los Doce que eran antes que él. Al contrario, desde Su propia posición en la gloria celestial, el Señor llama a uno que no estaba subiendo a Jerusalén, sino más bien saliendo de allí; a uno que no tenía relación alguna con los apóstoles —al revés, era un enemigo de ellos hasta tal extremo, que muchos tuvieron enormes dudas acerca de él después que la gracia soberana lo detuviera en medio de su decidido y sistemático odio en contra del cristianismo y de su persecución contra todo aquello que llevara el nombre de Jesús. ¡Qué prueba tenemos aquí de que no sólo la conversión de Saulo de Tarso provino de la rica y pura misericordia de Dios, sino de que su apostolado procedía de la misma fuente y llevaba el mismo sello que la salvación que le había alcanzado! A partir de entonces él pasa a ser el símbolo característico, ya que fue el testigo más distintivo y abundante de aquella gracia que no está ahora solamente salvando, sino eligiendo vasos y adecuándolos como instrumentos para la bendición activa de la humanidad, y en especial de la iglesia de Dios. Era el Señor Jesucristo a la diestra de Dios el que llamó y envió un apóstol a la iglesia, un vaso escogido por Él, para que llevara Su nombre ante los gentiles, a reyes y a los hijos de Israel, pero primeramente sacado de judíos y gentiles, y después enviado a ellos (Hch. 26:17).

Es indudable que el mismo principio incluía a los otros apóstoles: porque en el día de Pentecostés ellos fueron constituidos dones de gracia en el grado más elevado para la iglesia por el Señor ahora ascendido, su Cabeza. Pero hay una luz nueva y más brillante en el caso de Pablo, que no era más ciertamente semejante «a un abortivo», en comparación con los que le habían precedido, que alguien que da, con los colores más intensos, la indicación inconfundible de la mente y de la voluntad del Señor en cuanto al futuro.

Pero entonces se presentará la objeción de que después de todo hubo un milagro en la conversión y en el llamamiento de Pablo, lo que excluiría este caso de una justa aplicación al ministerio ordinario. Fue un milagro de lo más significativo y asombroso, cuando el Señor en la gloria se manifestó a Sí mismo como aquel Jesús a quien estaba persiguiendo en los miembros de Su cuerpo. A pesar de todo, ello descansaba principalmente en el testimonio del apóstol; y no faltaban aquellos que, incluso en la iglesia de Dios y entre sus mismos convertidos, pusieran en duda el apostolado de Pablo. Su llamamiento lejos de Jerusalén, su aislamiento de los otros apóstoles, la misma plenitud de la gracia manifestada a él, la impronta enfáticamente celestial marcada en su conversión y testimonio, todo ello tendía a hacer que su caso fuera peculiar, irregular, e imposible de ajustar allí donde prevaleciera tanto el antiguo sistema terreno como para arrojar sospechas sobre cualquier manifestación de los caminos del Señor más allá o de forma diferente a lo del pasado. Personalmente un extraño al Señor durante Su manifestación aquí abajo, no había posibilidad alguna para su candidatura, como en el caso de un José o de un Matías, sobre la base de haber estado en compañía de los doce desde el bautismo de Juan hasta la ascensión. No hubo en este caso ninguna decisión por suertes, ni ninguna inclusión formal entre los Doce. Él era un testigo de la resurrección de Cristo no menos que los demás, pero no era por ninguna contemplación de Él sobre la tierra después de Su pasión. Él había visto al Señor, pero en el cielo. El suyo era el evangelio de la gloria de Cristo no menos que de la gracia de Dios. ¡Con este sumo cuidado fue hecho el gran apóstol el testigo de la no-sucesión, esto es, de un ministerio directamente procedente del Señor e independiente del hombre! No cabe ninguna duda de que la expresión más elevada de este ministerio tuvo su expresión en Pablo, que desde entonces viene a ser el ejemplo más ilustre de su origen y carácter.

La imposición de manos, su verdadero carácter

Dejadme que os haga otra pregunta. ¿Quién ordenó a los profetas del Nuevo Testamento? ¿Cuándo, cómo, y por quién fueron designados? ¿Quién ha oído jamás de que hubiera la imposición de manos sobre sus cabezas? Investigad el Nuevo Testamento de principio a fin, si deseáis la mejor prueba de que tal idea carece de todo fundamento. Dejad que vaya de inmediato al grano, y que afirme además que ni los profetas ni ninguna de estas clases fue instalada por el hombre de esta manera. Aquí tenemos a los apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros: ¿Podéis mostrarme un solo caso dentro de estas clases donde un individuo fuese llamado por una autoridad humana? ¿Se niega con ello que existiera una forma de bendición como la de la imposición de manos en el Nuevo Testamento? Por mi parte, acepto este hecho no sólo por lo que se refiere a su aplicación apostólica a los enfermos y a aquellos que no habían recibido todavía el Espíritu, pero también en relación con nuestro tema. De lo que se trata es de su utilización escrituraria. Dejadme hacer esta pregunta: ¿cuándo se impusieron las manos sobre alguien, excepto para conferir un don por el poder del Espíritu, o para encomendar a aquellos que ya tenían un don de la gracia de Dios en una obra especial, o para asignar formalmente a unos hombres al cargo de unos trabajos seculares? Es evidente, por ejemplo, que a Felipe, juntamente con sus seis compañeros, les fueron impuestas las manos; pero ¿fue ello para su obra de predicación del evangelio? Al contrario, él fue uno de los siete hombres elegidos para servir a las mesas, a fin de que los apóstoles no hubieran de ser distraídos de la oración y del ministerio de la Palabra. «Los siete» fueron así ordenados para ser empleados en el servicio externo de la iglesia. Aparte de esto, al Señor le plugo enviarle a proclamar la Palabra aquí y allá; naturalmente, como evangelista iría de un lado a otro, no tanto por el significado de la palabra como debido a las exigencias de la obra.

Por esto, cuando se desató la persecución relacionada con Esteban y se provocó la dispersión de los que estaban en Jerusalén, Felipe se encontró con una nueva obra que nada tenía que ver con sus deberes locales como uno de los siete. Su servicio diaconal le hubiera mantenido en Jerusalén para cuidar de los pobres, pues éste era el propósito para el que había sido ordenado; en cambio, su predicación de Cristo provenía de un don de aquel carácter ya descrito, no de ninguna ordenación. De hecho, y hasta allí donde el Nuevo Testamento habla —y sobre ello habla de forma plena y clara— nadie fue jamás ordenado por ningún hombre para predicar el evangelio. Los apóstoles impusieron las manos sobre Felipe, como sobre los otros, después que fuese elegido por la multitud, y así es como fue designado para que estuviera al cargo de las mesas; porque las Escrituras, debido quizás a un cierto peculiar estado de cosas en Jerusalén, no da en este caso el título concreto de «diácono», aunque no se niega que sea en general apropiado, pues había algo de similar en sus deberes.

Así, es cosa cierta, sea que consideremos a un apóstol, a un profeta, a un evangelista o a un pastor o maestro, o a cualquiera de estos dos últimos, que no se instituyó ninguno de estos ministerios para la iglesia, que por otra parte tampoco existía, hasta después de la ascensión de nuestro Señor; y que en ninguno de estos casos hubo imposición de manos como signo iniciatorio o inaugural de estos ministros. Todos admitimos la imposición de manos en ciertos casos, ordinarios y excepcionales. La exageración del clericalismo no debiera estorbar al cristiano de ser totalmente justo al tratar acerca de esta y de otras cuestiones. No hay nada que pueda mejor eliminar las tradiciones dominantes con mayor presteza y de manera tan concluyente como la investigación de la Escritura y la sujeción a ella. En la Escritura tenemos una instrucción clara y plena, cuyo efecto es el de refutar todo lo que tienda a exaltar al hombre y rebajar a Cristo, sea cual fuere el apoyo que los hombres pretendan sacar de la Palabra de Dios para fines egoístas. Es fuera de la luz de la inspiración que medran estos errores; dejemos entrar esta luz, y pronto se verá que el Espíritu Santo no está proveyendo para el honor mundano del hombre sobre la tierra, sino para la glorificación de Cristo en el cielo.

La imposición de manos sobre Bernabé y Pablo en Antioquía

¿Cuál es, pues, el significado genuino y el alcance de Hechos 13? Este ha sido durante mucho tiempo el pasaje favorito de prueba que los polemistas teológicos son propensos a citar en apoyo de la ordenación en general. Algunos insisten en que aquí se justifican «tres órdenes» de obispos, sacerdotes y diáconos; otros alegan que es decisivo para la paridad entre los ministros, sean presbiterianos o congregacionales. El episcopaliano señala con gesto de triunfo a Bernabé y a Pablo en el primer orden; a Simón, Lucio, y Manaén en el segundo; y a Marcos en el tercero (así como, después de la discusión con Bernabé, a Pablo, Silas y Timoteo respectivamente).[1]

Examinemos sencillamente este pasaje, y cuanto más detenidamente lo hagamos, mejor seremos capaces de juzgar lo poco que contempla la idea, y lo enérgicamente que la condena, de ningún sistema de ordenación que los hombres quieran establecer en base del mismo.

En la iglesia que estaba en Antioquía había, se dice, «profetas y maestros: Bernabé, Simón el que se llamaba Niger, Lucio de Cirene, Manaén el que se había criado junto con Herodes el tetrarca, y Saulo». Esto es, tenemos que estos cinco profetas y maestros, dedicados al ministerio del Señor con ayunos, vienen a ser objeto de una importante comunicación del Espíritu Santo con respecto a dos de ellos. «Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado.» Bernabé había estado dedicado activamente durante años a la obra del Señor, lo mismo que Saulo de Tarso desde su conversión. No solo fue él apartado en el propósito providencial de Dios antes de su nacimiento, como vemos en Gálatas 1, sino que fue llamado por la gracia de Dios desde el momento en que fue abatido en el camino de Damasco. Pero el Espíritu de Dios lo separa ahora para una misión especial. Es evidente que no se trata aquí de un anuncio del llamamiento ministerial ni de Bernabé ni de Saulo. Los que dicen esto enfrentan Escritura contra Escritura. La primera parte de Hechos demuestra que Bernabé había sido bendecido durante largo tiempo en el ministerio de la Palabra dentro y fuera, y que Pablo en especial era intrépido y poderoso en la obra. Pablo mismo, por cierto, y desde el principio, expuso la filiación divina de Cristo de una forma que no hay pruebas que ningún otro lo hubiera hecho para entonces, como aprendemos de aquel mismo capítulo que nos relata su conversión. Por ello, la idea de que lo que tenemos en Hechos 13 es una ordenación es total y manifiestamente falsa.

Pero, ¿cómo no se dan cuenta los teólogos de que su insistencia en ver aquí una ordenación destruye sus respectivos sistemas, a la vez que contradice otros pasajes de las Escrituras? ¿Quién ordenó a Pablo y a Bernabé, y a qué fueron ordenados? Éstos reciben el nombre de apóstoles en el capítulo siguiente (14:4), y por ello es evidente que la idea de que Pablo y Bernabé hubieran sido ordenados carece totalmente de fundamento, a no ser que aquellos a los que Dios ha dispuesto segundos y terceros en la iglesia puedan ordenar a los primeros (1 Co. 12:28). De nuevo, lo cierto es que no hay la más mínima razón para decir que Marcos era entonces un diácono. Les acompañaba como ministro (probablemente para conseguir alojamientos, invitar a la gente a que fueran a oír la Palabra, y a servirlos, en general, en su viaje misionero); pero, por lo que respecta a ser el capellán de ellos, se trata de un mero espejismo. ¡Juan Marcos, predicando a Pablo y a Bernabé! La verdad es que resultó ser una pobre ayuda en la obra, ya que pronto se cansó y se volvió a casa con sus amigos. No obstante, esto es una digresión.

Pero está más que claro que aquellos que transforman el relato en una ordenación de Pablo y de Bernabé implican la consecuencia de que se trata en realidad de que ¡la clase inferior confiere el rango ministerial más elevado sobre ellos! Si no eran apóstoles antes, nada tienen que alegar en favor de tal dignidad ¡excepto la endeble base de que el acto de imposición de manos sobre ellos en Antioquía les confirió el apostolado! En este caso se trataba de que unos iguales en clase, o quizá inferiores, otorgaron un rango más elevado a aquellos que eran superiores a ellos. Así, es evidente que esta idea carece de todo fundamento.

¿Se insinúa acaso que no había significado ni valor en la imposición de manos? Esto sería ciertamente tratar la Palabra de Dios de forma injustificada. Era un acto solemne y precioso de comunión con aquellos honorables siervos de Cristo. Era un acto no solamente válido entonces, sino válido en la actualidad. Pero no hay la pretensión de conferir nada en absoluto. El verdadero sentido de la transacción se expresa en el capítulo 14:26. Se dice que «De allí navegaron a Antioquía, desde donde habían sido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido». Éste era el propósito de la imposición de manos por parte de sus compañeros en la obra en Antioquía; porque puede que no se haya tratado de los hermanos en general, sino solamente de aquellos dedicados a la obra, y deseo hacer todas las concesiones justas a aquellos que deseen sacar lo máximo de este pasaje. Pero el significado del pasaje no es ni más ni menos que una señal de bendición, o de comunión, con aquellos que salían a cumplir su nuevo encargo misionero. Y probablemente se repitió (ver Hch. 15:40).

La imposición de manos en las Escrituras

La imposición de manos es de lo más antiguo que se registra en el Antiguo Testamento. Así, Génesis lo registra en el caso de un padre o abuelo imponiendo sus manos sobre los hijos o nietos; y así en el Nuevo Testamento tenemos su frecuente uso allí donde no había la pretensión de conferir ningún carácter ministerial. Era una señal de encomendación a Dios por parte de uno que era consciente de estar tan cerca de Dios que podía contar con Su bendición. El Señor toma niños pequeños, pone Sus manos sobre ellos y los bendice; y así también lo hacía con algunos de los enfermos al sanarlos. en estos casos no se trataba en absoluto de orden eclesiástico. No hay duda de que hubo casos en los que se impusieron las manos con el propósito de inaugurar un cargo.

Se piensa a menudo que se utilizaba el mismo rito para constituir ancianos, como en Hechos 14:22, 23, donde los apóstoles Bernabé y Pablo estuvieron «confirmando los ánimos de los discípulos, exhortándoles a que permaneciesen en la fe, y diciéndoles: Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios. Y constituyeron ancianos en cada iglesia, y habiendo orado con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían creído». Pero es sólo una suposición. No se dice exactamente ni aquí ni en ningún otro pasaje que se imponían las manos sobre los presbíteros. Este silencio, si se hacía así realmente, es notable. Es probable que éste fuese el caso; pero la Escritura nunca se toma el cuidado de registrarlo. Tenemos la afirmación de que hubo imposición de manos en el caso de los diáconos. Sabemos que el anciano era un personaje mucho más importante en la iglesia que un diácono. La gente puede razonar y especular; pero no me queda ninguna duda de que el Espíritu de Dios, sabiendo de antemano la superstición que se iba a unir a la forma de imposición de manos, se tomó el cuidado de no relacionar las dos cosas, nunca, de forma explícita. El pasaje que algunos creen que lo hace está en la primera Epístola a Timoteo (5:22), donde Pablo le dice: «no impongas con ligereza las manos a ninguno». Pero el objeto aquí es demasiado vago para llegar a ninguna conclusión, no habiendo una conexión segura en modo alguno. No se hace ninguna alusión expresa a los ancianos después de los versículos 17-19. Así, leemos en el versículo 21: «Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, y de sus ángeles escogidos, que guardes estas cosas sin prejuicios, no haciendo nada con parcialidad». ¿Cómo se puede suponer que se refiere aquí en particular a los ancianos? Se ve una descripción general del trabajo de Timoteo en los versículos 20, 21, después de lo cual viene la exhortación sobre la que tanto se ha construido: «No impongas con ligereza las manos a ninguno, ni participes en pecados ajenos». Es posible se incluya aquí una alusión al peligro de la precipitación y de la negligencia en la acreditación de un anciano, pero el lenguaje es tan genérico que también engloba, me parece, todos los casos que pudieran demandar la imposición de manos.[2]

La constitución de diáconos y de los ancianos

Pero suponiendo que se refiriese de verdad a los ancianos, y que se impusieran las manos sobre estos funcionarios así como sobre los diáconos, el hecho importante e innegable en las Escrituras es que los ancianos jamás fueron ordenados excepto por personas debidamente autorizadas, que tenían una verdadera comisión del Señor para tal propósito. Ahora bien, algunos pensarán que esta es una concesión fatal para el libre reconocimiento y ejercicio de los dones. Puede que crean que es aun más extraño encontrar que aquellos que contienden por la amplitud de la acción del Espíritu Santo pongan el mayor énfasis sobre una comisión divina y una autoridad categórica. Pero tengamos la seguridad de que ambas cosas van juntas, allá donde se mantienen según Dios. No se encontrará a nadie más tenaz en defensa de un orden piadoso que las mismas personas que argumentan más insistentemente por los derechos del Espíritu Santo en la iglesia. Lo que afirmo es que, precisamente en este mismo asunto de la ordenación, la Cristiandad ha perdido de vista la mente y voluntad del Señor, y que, en ignorancia pero no sin pecado, está contendiendo en favor de un orden de propia hechura, y que ante Dios constituye un mero desorden. Si son las Escrituras las que lo tienen que decidir, el plan común de ordenación para todos aquellos que ministran a aquellos afuera y adentro constituye una desviación del orden de Dios prescrito en Su Palabra.

Es indudable que en el caso de «los siete» (Hechos 6) hallamos una designación apostólica. El gran punto en este caso es que la congregación eligió, y los apóstoles designaron solemnemente. Pero no se trataba más que de la congregación eligiendo a personas adecuadas para tener cuidado de sus pobres, etc. Nada podría ser más apropiado. Muestra la condescendiente bondad de Dios hacia aquellos que daban de sus bienes y hacia aquellos que los recibían. Si la iglesia contribuye, es conforme a Su voluntad que la iglesia tenga voz en la selección de aquellos en quienes tienen una justa confianza de que vayan a distribuir no solamente con buena conciencia y sentimiento ante Dios, sino también con sabiduría. Así, se ve aquí un caso evidente del cuidado sabio y lleno de gracia de Dios. La multitud eligió a hombres que ellos consideraban como los más apropiados a la exigencia. Pero incluso aquí la mera elección de los creyentes no les dio por ello mismo el puesto; porque si bien todos los eligieron, solamente los apóstoles los constituyeron en su cargo, a pesar de que era secular.

El principio es muy opuesto con respecto a los ancianos, y todavía más con respecto a los dones ministeriales de Cristo. No tenemos ninguna expresión de que una congregación se eligiera ancianos —nunca, en ningún pasaje de las Escrituras. Al contrario, tenemos el hecho de que los apóstoles viajaban; y allí donde había asambleas ya formadas, en las que había personas que tenían unas ciertas calidades morales y espirituales que las señalaban ante su visión experimentada espiritual como apropiados para ser ancianos, a éstos escogían. Entre estos antecedentes, aquellos que desearan tal cargo tenían que ser personas irreprensibles, y, si estaban casados, que tuvieran solamente una esposa. Había muchos individuos que habían sido llevados a la fe de Cristo, en aquellos tiempos, que tenían varias esposas. Esto era un escándalo, y desde luego se sentía más y más a medida que se difundía la verdad del cristianismo. Esta instrucción mostraba lo que estaba en la mente de Dios. No se podía rechazar en justicia la confesión de un hombre que tenía dos o tres esposas, si se convertía, pero no podía esperar llegar a ser un anciano u obispo; no podría ser un representante local adecuado de la iglesia de Dios.

Por otra parte, tomemos el caso de un hombre cuyos hijos hubieran sido criados de una manera desordenada. Quizás este descuido puede haber tenido lugar antes de que fuera convertido; quizás después de la conversión puede haber mantenido la mala idea de dejar a los hijos a sí mismos con el argumento infiel de que Dios, si lo veía adecuado, los convertiría a su debido tiempo. Estos errores se han cometido, y los resultados han sido desastrosos. Sea cual fuere la causa de una casa desordenada, su cabeza no podía ser obispo. No importan sus dones espirituales, no podrían contrapesar esto; a ningún hombre así se le podría encomendar la supervisión de la asamblea de Dios. Para un cargo así no se trata tanto de una cuestión de dones como de peso moral. Un hombre pudiera ser profeta, maestro, evangelista —su esposa o hijos desordenados no anularían su dones; pero no debía ser constituido anciano a no ser que criara a sus hijos en piedad y compostura, y que él mismo caminase irreprensiblemente entre los de afuera.

Necesidad de una autoridad legítima para la ordenación de los cargos

De modo que el Señor demandaba estrictamente para tales cargos estos requisitos morales además de una capacidad espiritual para su obra. Incluso si alguien poseía todas estas cosas, no era un anciano porque las poseyese, a no ser que fuese debidamente autorizado. Tenía que ser ordenado; además de todas estas cosas debía ser constituido por una designación legítima. ¿Y en qué consistía? Es manifiesto que todo su valor gira alrededor de un poder designador válido. ¿En qué consistía esta autoridad competente? ¿Tenemos acaso que establecer una, o imaginarla? Tiene que ser de acuerdo con el Señor y Su Palabra. Ahora bien, las Escrituras no admiten ningún poder designador válido excepto un apóstol o un delegado que tuviera una especial comisión de parte de un apóstol con este propósito.

¿Dónde tenemos en la actualidad a un delegado así que pueda exhibir una comisión adecuada (esto es, apostólica) para la obra de la ordenación? Ninguno de los presentes aquí ha visto nunca algo parecido, ni yo espero verlo. El hecho es que la Palabra de Dios no señala en ningún pasaje que fuese a haber una continuidad de un poder ordenador. La Palabra de Dios demuestra de la forma más explícita que, después que el Señor hubiera establecido iglesias aquí y allá, cuando Él establecía funcionarios locales en cada iglesia, la designación o elección apostólica, y únicamente ésta, quedaba sellada con Su aprobación. Los requisitos exigidos quedan claramente expuestos; pero está también igualmente claro que nadie sino un apóstol o un delegado apostólico estaba autorizado para designar a los ancianos para su cargo, y no hay ni una palabra acerca de la perpetuación de este poder de designación después que los apóstoles abandonaran la tierra. Tenemos a un apóstol escribiendo, no a la iglesia ni a las iglesias para que se eligieran ancianos, sino a uno que estaba especialmente encargado de llevar a cabo esta tarea. Pero ni a Tito se le da indicación alguna acerca de que otro continuara esta tarea; ni tan siquiera una insinuación de que el mismo Tito hubiera de proseguirla después de que el apóstol muriese. Tampoco estaba autorizado Tito para designar donde él quisiera, sino que el apóstol le asigna la esfera concreta de su comisión. Siendo un enviado especial del apóstol, es indudable que Tito era un maestro y predicador. Pero aquí habla una región definida donde él tenía el deber de ordenar ancianos en cada ciudad. Tito era responsable de hacer esto en Creta; pero nada se dice del establecimiento de ancianos en otros lugares ni en otras épocas ni acerca de su continuación permanente allí. Al contrario —y esto sería una instrucción extraña para un diocesano—, tenía que volver con toda diligencia a Nicópolis, donde estaba el apóstol. No debía quedarse en Creta.

La suficiencia total de la Palabra de Dios para el orden eclesiástico

Es evidente que instrucciones como las recibidas por Tito de parte del apóstol no autorizan a la designación de ancianos en la actualidad. Tal cosa sería una mera suposición, en tanto que tal acción depende de una autoridad válida. Tito tenía una comisión apostólica, y podía exhibir una carta inspirada con instrucciones que le habían sido dadas personalmente. ¿Quién en la actualidad puede hacer algo semejante? «Tiene que ser así» es una pobre razón para aquel que respeta la autoridad legítima. Es fácil resolver las cosas de una u otra manera allí donde se permite que esto pase; pero, queridos amigos, nosotros precisamos de la Palabra de Dios. Permitidme que demande una respuesta clara a esta pregunta: ¿Creéis que la Palabra es perfecta? ¿Dudáis acaso que el Señor, que se ocupa de Su propio orden en la iglesia, previó o no todas las necesidades y dificultades? ¿Insinuaréis acaso que se le olvidó algo a Él que tuviera un verdadero valor para nosotros? ¿Suponéis que Él omitió tener en cuenta la muerte de los apóstoles? Nada de esto. El apóstol habla explícitamente de su muerte (y no es el único apóstol que lo hace). Habla de los tiempos peligrosos y de la importancia de las Escrituras después que él se hubiera ido; pero no aparece ni un pensamiento acerca de una línea de sucesores a señalar después, ni una sola insinuación acerca de transmitir sus poderes en este caso. Vosotros que estáis encomendados a Dios y a la Palabra de Su gracia, y que tembláis a Su Palabra, ¿no os dice nada este silencio? Para mí es un hecho no más sorprendente a primera vista que crecientemente cargado de significado cuanto más se considera.

El papado, que desprecia este hecho, pretende lo contrario con razonamientos humanos, y se edifica sobre esta pretensión. No que se quiera denunciar los sistemas en particular por su nombre, excepto para exhibir la verdad que muestra la voluntad del Señor y que demuestra lo malo mediante lo bueno. En verdad, todo sistema terreno, no importa cuán opuesto pueda manifestarse a la Palabra de Dios, empieza añadiendo algo suyo a aquella Palabra. El poder de la ordenación no depende de los obispos, sino de los apóstoles y sus delegados. En el momento en que se permite a los hombres el principio de suplementación después del cierre del canon de las Escrituras, en el momento en que se reviste de autoridad apostólica a un cuerpo de funcionarios que nunca fueron autorizados divinamente para la obra emprendida, uno se halla fuera del terreno de la fe en la Palabra de Dios y del respeto debido a la misma. La práctica actual no tiene la más mínima base en las Escrituras.

El orden eclesiástico común de la Cristiandad, una deslealtad a Cristo

Además, se puede ir más allá sobre seguro, y afirmar no solamente que la ordenación, de la que tanto se habla, previa a predicar y enseñar acerca de Cristo, no es nada deseable en la forma presente en que se da entre los hombres, sino que se trata de una institución desordenada, de un profundo deshonor al Señor que da Sus dones ministeriales por el Espíritu. En resumen, se trata de una burda y triste imitación de lo que se registra en la Palabra de Dios. Examinémoslo bien, y pronto veremos que ni se parece a lo que se describe en lo que está escrito en ella. La Palabra de Dios permanece verdadera, segura y clara: sólo en el pasado hubo una comisión explícita y personal, dotada de una verdadera autoridad apostólica, bien directa, bien indirecta; y esto es lo que se debería tener si se pretendiera ordenar ancianos como Tito lo hizo.

Que se me permita ahora apremiar otra pregunta. ¿Cuál es la acción más escrituraria —hacer lo que siempre es propio de un cristiano, o copiar a un delegado apostólico? ¿Qué actitud es la que más se recomienda a vuestra conciencia, a vuestro corazón, a vuestra fe? Supongamos que ahora tenemos en este lugar una asamblea de hijos de Dios. Ven ellos en la Palabra de Dios que, además de los privilegios y deberes comunes a todos los santos, había unos ciertos dones para el ministerio, y que había también unos ciertos cargos que precisaban de un apóstol o de su representante para designarlos. Naturalmente, les gustaría tenerlo todo; pero, ¿qué tienen que hacer? ¿Tienen que dejar a un lado lo que fue escrito a la asamblea en Corinto o a los santos en Efeso, e imitar burdamente lo que no fue escrito a la iglesia, sino a Timoteo o a Tito? ¿No sería más humilde consultar la Palabra de Dios e inquirir de Él, a fin de aprender cuál es Su voluntad acerca de este asunto? ¿Qué es lo que vemos aquí? Que con respecto a los dones de Cristo, estos jamás precisaron de la sanción de nadie aquí abajo antes de ser ejercidos; más aún, nunca admitieron una intervención humana. La única excepción es allí donde había un poder positivo del Espíritu Santo transmitido por la imposición de las manos del apóstol. Admito totalmente que se trataba en estas circunstancias de una excepción. Timoteo fue designado por profecías dadas de antemano para la obra a la cual el Señor le había llamado (comparar Hch. 13:1, 2). Guiado por la profecía (1 Ti. 4:14; 2 Ti. 1:6), el apóstol impone sus manos sobre Timoteo y le comunica un poder directo (jarisma) por el Espíritu Santo, conforme al servicio especial que tenía que cumplir. Junto con el apóstol, los ancianos que estaban en aquel lugar se unieron en la imposición de sus manos. Pero hay una diferencia en la expresión que emplea el Espíritu de Dios, la cual muestra que la comunicación del don dependió para su agencia efectiva no de los ancianos en forma alguna, sino del apóstol solamente. La partícula de asociación (meta) aparece cuando se habla del presbiterio, en tanto que la del medio instrumental[3] (dia) cuando el apóstol habla de sí mismo. Fue un apóstol quien comunicó este don. Nunca oímos hablar de ancianos comunicando tal don: no era una función episcopal, sino una prerrogativa apostólica, bien para comunicar poderes espirituales, bien para investir de autoridad a hombres para un cargo. De ahí, se admite que en el caso peculiar de Timoteo se produjo un efecto muy especial por la imposición de las manos del apóstol; pero ¿quién puede hacer esto en la actualidad? Si se diera esta pretensión (por mucho que uno pueda desear considerar, no con indiferencia, sino con paciencia procedente de Dios, la perversión prevaleciente y supersticiosa de un signo que es, en sí mismo, admirable cuando se aplica de una forma escritural), si ahora cualquier persona pretendiera comunicar un poder espiritual como un apóstol, ¿se debiera dudar en llamarle impostor? Una acción errada al asumir los derechos de un soberano terrenal es o puede ser una traición. ¿Qué será la falsa pretensión de comunicar el Espíritu Santo o un poder distintivo del Espíritu Santo en nombre del Señor?

Queridos amigos, es algo grave frivolizar así con el Espíritu de Dios. Los hay en nuestros días cuya temeridad ignorante no teme arrogarse el derecho de comunicar el Espíritu Santo y el poder ministerial de esta manera; pero, gracias a Dios, se sabe por otra parte que son fundamentalmente heréticos, de manera que su influencia sobre los fieles es de poca consideración. Pero tenemos también, ¡ay! a los cuerpos Orientales y Occidentales de la Cristiandad, que difícilmente son menos culpables. Pero entre los protestantes ordinarios, y especialmente entre personas con una conciencia cristiana normal, tales pretensiones se consideran con lástima u horror. Incluso allí donde los formularios como el de la Comunión Anglicana se acercan peligrosamente al precipicio, la excusa es que sus piadosos redactores no querían otra cosa que impartir una solemnidad adecuada y escrituraria a los varios cargos en la iglesia. Admito, no obstante, que la excusa es coja, y que es difícil decidir si sufren más en conciencia los que emplean eclesiásticamente estas formas tan graves sin creérselas, o si sufren un mayor perjuicio en su fe aquellos que aceptan como divinas unas pretensiones que indudablemente tienen unas conexiones más respetables y venerables, pero que no se hallan mejor basadas que las de una impostura moderna.

El discernimiento de los dones

Pero la importante verdad que se tiene que ver en este asunto es que estos dones ministeriales fueron dados por el Señor sin ninguna otra forma adicional que el hecho de que Él los autorizaba y enviaba. Guardémonos de discutir Su voluntad y sabiduría. ¿Cómo tiene uno que juzgar acerca de la posesión de un don? Indudablemente por su ejercicio debido que halle una respuesta en la conciencia. Dejadme que os pregunte otra vez: ¿cómo se conoce a un cristiano? Cuando la gente habla teóricamente, o discute polémicamente, siempre hay grandes y numerosas dificultades en el camino. Pero si uno va por razones prácticas a un clérigo o a un ministro disidente piadoso, él os podría dar amplias razones para juzgar cuáles son cristianos en lo que él llama su congregación. Escuchemos a un hombre arrodillado; si se trata de un cristiano, hablará como un hijo a su Dios y Padre; pero escuchadle sobre sus pies, y quizás contradirá, sin saberlo, lo que acaba de decir en oración, hasta que, con sus principios pervertidos, no pueda distinguir si Dios es o no es su Padre. ¡Qué felicidad que existan aquellos momentos devocionales en los que la gente habla con un corazón sincero! Que hablen a Dios lejos de sus sistemas, y, como norma general, pronto se manifestará el verdadero carácter de ellos, e incluso su condición. Así, el hecho es que en la práctica los cristianos tienen poca dificultad en saber en la mayor parte de los casos quiénes están convertidos, y quiénes no. Puede que haya una cierta cantidad de almas dudosas, de las que no hay necesidad hablar ahora. Que un creyente sea enviado a un hombre enfermo, ¿acaso se queda sin saber que decir? ¿No trata él, tan pronto como sea posible, de saber si el enfermo tiene paz en Cristo, o si se halla en ansiedad acerca de su alma, o si se ha dado nunca cuenta de su condición perdida y culpable? Si el creyente no descubre conciencia de pecado, le advertirá solemnemente del juicio y pondrá la cruz ante aquella alma, implorándole que reciba a Cristo; o bien, si está seguro de la fe del tal, le exhortará a que descanse en Cristo.

Así, si caben tan pocas dudas acerca de quiénes son hijos de Dios y quiénes no, ¿creéis acaso que la posesión de un don es una cuestión tan oscura y dudosa? Puede que unos tengan más don que otros. Pero el don de la enseñanza implica el poder de exponer la Palabra de Dios y de aplicarla correctamente. Asimismo, tomemos la capacidad de gobierno —porque existe el gobierno en la iglesia, y espero que ninguno de los aquí presentes se imagine que es algo que se ha desvanecido— aquel que tiene la capacidad de gobierno busca naturalmente ejercerlo según la Palabra de Dios. Las Escrituras no saben nada de obediencia ciega. La conciencia se ha de despertar, el corazón ha de ser puesto en libertad y atraído a Cristo. Es a éstos que apela el ministerio cristiano. No se trata de ciegos guiando a ciegos, ni de los que ven guiando a ciegos, sino más bien de los que ven guiando a otros que ven. Cristo da libertad además de vida, y esto en tanto que responsables para hacer la voluntad de Dios. Así, en conformidad al designio de Dios, Sus hijos no hacen bien en recurrir a sistemas para escapar a dificultades; precisan de fe para pasarlas con Dios. Que prueben sus dones, si ciertamente tienen dones de parte del Señor, mediante un verdadero poder. Puede que en ciertas ocasiones encuentren duras pruebas y dificultades. El mismo Pablo se las tuvo que ver con personas que dudaban de su apostolado, y ello dentro de la iglesia y entre sus propios hijos en la fe. ¿Qué hombre fiel debiera desalentarse si le menosprecian a él? Pero llegó el tiempo en que el Señor vindicó a Su siervo, y en que la voluntariedad y el orgullo que rechazaba un don divino quedó totalmente avergonzado, si es que el corazón no fue restaurado a un agradecimiento humilde. El fallo principal que somos propensos a cometer es por la vía de la impaciencia; no dejamos al Señor espacio ni tiempo para obrar: y esta falta de paciente espera solamente difiere la solución deseada, debido a que hace que la dificultad se vaya agrandando.

Por lo que respecta al discernimiento de un don ministerial para la predicación o la enseñanza, es por lo general algo directo y sencillo. Si un hermano se levanta a hablar en la asamblea cristiana sin un don de parte de Dios, pronto lo descubrirá, y ello de forma dolorosa. Si se juzga a sí mismo, aprenderá mucho de su propia conciencia; pero puede que oiga bastante pronto de parte de otros aquello que le hará comprender que no tiene un don a juicio de sus hermanos. Pero ¿no es posible que allí donde haya un don actúe el prejuicio, y que éste sea rechazado? Ciertamente, puede que así suceda durante un tiempo. Es posible que el orador piense demasiado sublimemente acerca de su don; es posible que se equivoque con respecto a su carácter, y con respecto a la escena apropiada y la oportunidad de su ejercicio; quizás se halle demasiado exclusivamente ocupado con su línea de cosas, y que sea demasiado apremiante en afirmar su don. Todo esto puede suceder, a menudo sucede, y siempre crea una dificultad. Pero permanece la verdad que lo que procede de Dios se demuestra más tarde o más temprano. Mi propia experiencia, hasta allí donde llega mi limitado campo de observación y de conocimiento, me inclina a pensar que los hijos de Dios son propensos a ensalzar demasiado los dones, más que a tenerlos en poco. En el presente estado de la iglesia hay tan solo un débil desarrollo de los dones, y esto se siente más y más en proporción a la inteligencia espiritual y a la verdadera posición. ¿Deseas conocer de forma verdadera y plena cuál es tu puesto? Mira confiadamente al Señor y escudriña la Palabra de Su gracia. Son muchas las cosas que pueden ser un obstáculo y que pueden hacer que uno se retire: en parte el efecto de la educación, en parte la dificultad de hallar una manera honrada de ganarse la vida, especialmente si una persona determinada ha sido un predicador profesional. Si abandona no la predicación, sino la profesión como innovación no escritural, pierde prácticamente todo lo que tiene, incluso su pan, a no ser que disponga de medios propios. De ahí que son muy fuertes los condicionantes para que muchos sigan donde están; las dificultades para salir en obediencia a la Palabra del Señor son incalculables. Solamente el poder de Dios puede cumplir el cambio y sostener el alma en paz y alabanza, «firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre».

En tanto que podemos estar seguros de que la Palabra y el Espíritu de Dios nos dan claramente la verdadera posición del cristiano individual y de la asamblea cristiana, no debiéramos (creo yo, tal como están las cosas) esperar una gran variedad ni poder en los dones de la gracia del Señor. Cierto que Él puede obrar soberanamente, y cierto que debiéramos estar agradecidos por lo que se nos da. Es indudable también que se distribuyen dones en unos y otros lugares. Hay dones de Cristo en miembros y ministros de los sistemas nacionales, esto no lo pongo en duda; también están Sus dones en las sociedades disidentes; ¿y hemos de suponer que no hay ninguno de Sus dones de gracia en el mismo Romanismo? Por mi parte, no puedo dudar que los hay. ¿Quién quisiera, quién pudiera, rechazar el testimonio de los hechos de que ha habido en su seno personas —como por ejemplo Martin Boos, y de esto no hace mucho tiempo— que fueron utilizadas para la conversión de los pecadores y, hasta cierto punto, para ser de ayuda a los santos? ¿Y acaso tales hombres no son un don de Cristo a la iglesia —dones igual de verdaderos, a pesar de una falsa posición como si estuvieran fuera de ella? El hecho de que sean romanistas —y sacerdotes romanos— no destruye la gracia de Señor, sean cuáles sean nuestros pensamientos acerca de la fidelidad de ellos. El hecho es que el Señor da según Su propia voluntad por el Espíritu Santo, y que debiéramos reconocer estos dones allí donde estén. Si un hombre es disidente, tanto si es de los ministros o de la congregación, en cada caso soy consciente de que se halla en una posición falsa. No se trata de un sentimiento de desagrado hacia la disidencia, sino de creer que sus fundamentos no son escriturarios. Pido la paciencia de cualquier disidente que se pueda hallar aquí, en mi afirmación serena y solemne de que la disidencia es errónea en sus principios distintivos; una total contradicción del carácter mismo de la iglesia como un cuerpo; y con su elección y llamamiento populares socava el ministerio como institución permanente y divina que procede de la gracia del Salvador. La disidencia es un radicalismo religioso que se opone esencialmente a la voluntad de Dios más quizás que ningún otro principio. Las pruebas son demasiado claras. La disidencia impone la elección del pueblo en lugar de la elección soberana del Señor Jesucristo, sea esta inmediata o mediata.

¿Pero cómo se asegura mejor la verdad en los cuerpos nacionales? ¡Mediante el patrocinio, sea este clerical o gubernamental! ¡Y la penosa defensa de este voluntarismo sistemático es que los hombres designados por el gobierno de aquel momento, o por el terrateniente, o por una facultad, o por una corporación, hayan pasado por las ceremonias usuales! ¿Hay acaso el más mínimo parecido entre esta maquinaria mundana y el sistema divino de dones espirituales procedentes de Cristo que se expone en Efesios 4? Yo sólo veo a Uno que haya ascendido a lo alto. ¿Estáis mirando a alguna otra persona? ¿A otro tipo de ascensión? ¿A cualquier otro cielo por los favores que ansiáis? Apelo a vosotros como cristianos. ¿Apreciáis la Palabra de Dios? ¿Abrazáis en vuestros corazones solamente a esta Palabra para la salvación de vuestras almas? ¿Confiáis en la misma Palabra y en el mismo Espíritu para que os conduzcan con respecto al ministerio y a los cargos eclesiales? ¿Qué temas pertenecen al Señor de forma más clara? ¿Para qué le necesitamos más? Como creyente ciertamente siento la necesidad de la Palabra de Dios para mi andar diario, sin importar cuáles sean mis circunstancias, o esfera, o deberes. ¿Y creéis, podéis creer, que la Palabra que vive y permanece para siempre no se ocupa de una cosa tan grave, delicada y espiritualmente necesaria como el ministerio de la Palabra, o que, si habla acerca de ello, que no estáis obligados a oír e inclinaros ante ella?

Apóstoles y ancianos

La suma de lo que se ha dicho es entonces que estos dos grandes principios están revelados en las Escrituras y reconocidos por la iglesia primitiva: esto es, el Señor que da dones de Su propia gracia sin precisar de intervención humana; a continuación también un sistema de autoridad que sí requería aquella intervención, como en la designación de ancianos por los apóstoles o personas comisionadas a hacer la obra de los mismos en ciertos casos. Es evidente que en la actualidad no tenemos apóstoles viviendo en la tierra, ni representantes de los mismos, como Tito, comisionados por un apóstol para hacer una obra cuasiapostólica. La consecuencia de ello es que, si estamos sujetos a la Palabra de Dios, ahora no se puede esperar, y no esperamos, que haya ancianos en su forma oficial precisa. Si alguien alega que los puede haber, bueno sería oír sus razones en base de las Escrituras. Lo que se ha expuesto es, a mi juicio, sobradamente suficiente para refutar tal postura. No puede haber personas designadas de manera formal y apropiada para este cargo, a no ser que se tenga un poder formal y apropiadamente autorizado por el Señor para designarlos. Pero no se tiene, no existe, este poder necesariamente imprescindible para autorizar ancianos: este es vuestro punto fatalmente débil. No hay apóstoles ni hay funcionarios designados por los apóstoles para que actúen en su lugar; y por ello todo el sistema de designaciones se derrumba por carencia de una autoridad competente. ¿Se atreverán a decir vuestros ancianos que el Espíritu Santo les ha hecho obispos? No tenéis realmente a nadie, esto es, con derecho escriturario para designarlos.

¿Qué entonces? ¿No hay acaso personas adecuadas para ser ancianos u obispos, si hubiera apóstoles para elegirlos? ¡Gracias a Dios no hay pocos! Difícilmente se puede contemplar una asamblea de Sus hijos sin oír de algunos hombres ancianos y serios que van tras los que yerran, que advierten a los desordenados, que consuelan a los que se hallan desalentados, que orientan, exhortan, y guían las almas. ¿No son estos los hombres que pudieran ser ancianos, si existiera un poder para designarlos? ¿Y cuál es el deber de un cristiano, tal cómo están ahora las cosas, en el uso de aquello que permanece? No digo que los tengan que llamar ancianos, pero ciertamente deben estimarlos a causa de su obra, y amarlos y reconocerlos como aquellos que cuidan sobre el resto de sus hermanos en el Señor. Os pregunto esto solemnemente, hermanos: ¿Reconocéis vosotros a alguno por encima de vosotros en el Señor? —¿a algún siervo viviente del Señor para seguir su ejemplo en Él? ¿Imagináis acaso que un reconocimiento así vaya en contra de los principios de Dios? Más bien, dejad que os advierta en contra de entresacar ciertos textos favoritos de la Palabra de Dios a los cuales únicamente deis obediencia. Si esto hacemos, por lo que a nosotros respecta estaremos erigiendo una secta no menos verdaderamente que nuestros vecinos. Por otra parte, guardaos de adoptar aquella invención humana —la sucesión apostólica— para escapar a los dilemas. Si bajo la ficción de la sucesión nos atrevemos a llamar apóstoles a hombres que no lo son, el Señor, a Su tiempo, no dejará de desafiar nuestra palabra o acción, y nos demandará quién nos dio derecho a prestar nuestro apoyo a algo tan inaudito como esto. ¿Quién nos dio permiso para, sin Su Palabra, reconocer virtualmente a éste o aquél como un hombre apostólico al acreditar sus pretensiones de ordenar? Es evidente que el hecho de ordenar ancianos es, por muy buena intención que se ponga en ello, una imitación de lo que hacían los apóstoles, y, si no hay autorización para ello, no se trata solo de algo carente de valor, sino de una usurpación inconsciente de una autoridad que revertió y que ahora pertenece solamente al Señor Jesucristo. Así, en el presente estado de la iglesia, la diferencia entre una posición verdadera y una posición falsa no es en absoluto que una posea una ordenación debida y que la otra carezca de ella. En realidad no hay ni un cuerpo eclesiástico sobre la tierra que posea una ordenación debida. ¿Reconocéis esta carencia? ¿O estáis tratando de encubrir el hecho humillante, bien que evidente, de que no poseéis el único poder para ordenar que autorizan las Escrituras? ¡Y con todo ello, tú seguirás ordenando, aunque no seas apóstol ni delegado apostólico! ¿Qué curso de acción es el más ordenado? ¿Hacer como hacéis algunos, o reconocer nuestra carencia actual y comportarnos consecuentemente ante Dios y los hombres —confesar que carecemos de apóstoles y de sus delegados y que, por tanto, no podemos tener presbíteros elegidos adecuadamente y designados formalmente? Hay, repito, hombres dotados de tales calificaciones que les harían elegibles, hasta allí donde nosotros podamos pretender decir, si existiera un poder competente para ordenar. Y el principio general de las Escrituras (Ro. 12) es manifiestamente que aquel que tenga el don de gobierno, o de presidir entre los santos, está llamado a hacerlo con solicitud (así como el que enseña, el que exhorta, y otros, son responsables de sus funciones respectivas), incluso si las circunstancias hacen impracticable la designación legitima a un cargo.

La provisión divina para la necesidad del tiempo presente

Pero la sujeción a la Palabra de Dios descubre rápidamente que en las Escrituras se da provisión para un estado de cosas sustancialmente análogo a nuestra propia condición defectiva. El Señor, en Su sabiduría, permitió que tales carencias fuesen sentidas en la iglesia primitiva. Así, el apóstol fue inspirado a escribir epístolas a iglesias en las que no había ancianos, como por ejemplo las epístolas a los Tesalonicenses y a los Corintios. Esta última era notoriamente una iglesia en desorden, y se hubiera podido pensar que los ancianos eran útiles en este caso. No obstante, no se oye ni una palabra, de principio a fin, ni siquiera una insinuación, acerca de ancianos. Si se hubiera tenido a los ancianos en medio de ellos, ¿no les hubiera llamado a cuentas el apóstol a ellos, y les hubiera reprochado su falta de un cuidado piadoso y de diligencia en la supervisión? De esto no hallamos ni rastro. Además, sabemos que no era la práctica de los apóstoles constituir ancianos en una iglesia recién nacida. Allí donde Pablo y Bernabé elegían ancianos para los discípulos, se trataba de asambleas que habían existido probablemente durante años, y había así pasado un tiempo para que se desarrollaran las aptitudes espirituales. Pero en una nueva asamblea, donde los santos fueran relativamente jóvenes, se tenía que dejar pasar un cierto tiempo, de manera que se fueran manifestando aquellos que fuesen competentes para tal obra. Por consiguiente, es cosa más bien infrecuente encontrar a los apóstoles eligiendo u ordenando ancianos.

Por otra parte, en el último capítulo de la primera epístola a los Tesalonicenses tenemos una instrucción muy importante dada a los santos. Se trata también de un caso similar de una iglesia joven, y con todo se les mandó que reconociesen a los que trabajaban entre ellos. De modo que todo esto puede existir allí donde no haya presbíteros. Así, en 1 Tesalonicenses 5:12, 13 el apóstol escribe: «Os rogamos, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros, y os presiden en el Señor, y os amonestan; y que los tengáis en mucha estima y amor por causa de su obra». La presencia de ancianos no constituye un requisito a fin de tener y reconocer a aquellos que están sobre nosotros en el Señor. Este pasaje tiene mucha importancia para nosotros, porque no tenemos ancianos, lo mismo que sucedía con ellos. Creo que deberíamos llevar estas exhortaciones a nuestro corazón. Hay dentro y fuera no pocas almas mal instruidas que mantienen la idea de que, si no es por designación oficial, no pueden tener a nadie por encima de ellos en el Señor. Todo esto es un error. Es indudable que cuando un hombre era designado oficialmente, había una garantía definida ante la iglesia, dada por un apóstol o por un varón apostólico; y con ello no era pequeño el peso que se daba a aquellos que eran así designados. Una autorización así tenía un valor muy grande y justo en la iglesia, y sería de consecuencia entre los desordenados. Pero no por ello dejó Dios de dar instrucción a las asambleas en las que no hubiera aún una supervisión oficial. ¡Cuán misericordioso para cuando, debido a la ausencia de los apóstoles, no podría haber ancianos! Pero se observará que la asamblea de Corinto era abundante en dones, aunque no se ven ancianos en medio de ellos por parte alguna. No parece que los tesalonicenses poseyesen la misma variedad de poder externo, a la vez que no hay indicación de que hubiera allí ancianos u obispos. Pero en Corinto la casa de Estéfanas estaba dedicada regularmente (etaxan) al servicio de los santos; y el apóstol ruega a los hermanos que se sujeten a los tales, y a cada uno que ayudase y que trabajase. A los tesalonicenses ruega que reconozcan a aquellos que trabajaban en medio de ellos, que los presidían en el Señor y que los exhortaban. Es evidente que esto no dependía de que fuesen designados apostólicamente, lo que difícilmente pudiera haber tenido lugar en las circunstancias en que ellos estaban de ser una reunión naciente. Esto se fundamenta sobre aquello que, después de todo, es intrínsecamente mejor, si tenemos que contentarnos con una sola de ambas bendiciones. Desde luego, si se trata de una disyuntiva entre un poder espiritual real y un cargo externo, ningún cristiano debiera dudar entre ambos. Sin duda de ningún género, lo mejor de todo es tener la combinación de poder y de cargo, cuando al Señor le place dar ambas cosas; pero en aquellos primeros días vemos a menudo que había individuos entregados con todo derecho a la obra del Señor antes de que, por así decirlo, pudiera fijarse el sello de un apóstol; a éstos los alienta el apóstol y los recomienda fervientemente al amor y a la estima de los santos antes de con independencia de aquel sello. ¡Qué bendición que podamos ahora apoyarnos ahora en este principio!

Incluso en Corinto y Tesalónica se suscitaron entonces de entre los santos aquellos que evidenciaban una capacidad espiritual para conducir y orientar a otros. Ésta era la obra de aquellos respecto a los que una epístola demandaba sujeción, y que otra epístola encomia como «presidiendo en el Señor». Los hombres así no estaban solamente dedicados a la obra del Señor, porque algunos podían estarlo y no estar presidiendo sobre otros en el Señor. Pero los que presidían manifestaban poder para hacer frente a dificultades en la iglesia y para plantar batalla contra aquello que constituía una trampa para las almas, y de este modo guiar y alentar a los débiles y burlar los esfuerzos del enemigo. Éstos no temían confiar en el Señor en épocas de prueba y de peligro, y por ello el Señor los utilizaba, y les daba capacidad de discernimiento, y valor para actuar sobre lo que discernían. Esto era parte de lo que les capacitaba para asumir el gobierno en el Señor. De éstos los había en Tesalónica así como en Corinto, y a pesar de ello no hay la más mínima insinuación de que estuvieran constituidos formalmente como ancianos, sino que al contrario tenemos la evidencia más poderosa de que no se habían constituido ancianos todavía en ninguno de ambos lugares. La práctica regular era la de designar ancianos después de un cierto tiempo; desde luego, esto solo podía suceder cuando los apóstoles iban, o enviaban un delegado autorizado para elegir a hombres adecuados y para revestirlos ante la iglesia con un título que nadie sino los malos negarían.

¿Es acaso necesario señalar cómo Dios ha estado proveyendo con plena gracia a las necesidades de Sus hijos? Este tema pasará a ocupar nuestra atención de una forma definida en la próxima ocasión que tenga de dirigirme a vosotros. Por lo tanto, me limitaré a atraer vuestra atención a Su sabiduría, que llega a lo más recóndito para afrontar las dificultades de esta época, cuando no existe sobre la tierra una autoridad válida para ordenar como lo hacían los apóstoles. No se trata de que Sus hijos se hayan quedado sin ayuda: tienen al mismo Señor y al mismo Espíritu siempre presentes. Por ello no hay necesidad de ningún cambio ni de nuevas invenciones para afrontar las dificultades de nuestros días, sino de retornar con fe a aquello que era y es la voluntad del Señor; y esto con un conocimiento del verdadero estado de la iglesia, y de los sentimientos apropiados al mismo.

Hemos visto que, como norma, el Señor por sí solo daba estos dones ministeriales; esto depende de Su amor a Su iglesia, de Su fidelidad a los santos. ¿Acaso el Señor Jesús es algo menos entrañable y fiel en la actualidad que en el día de Pentecostés? ¿Quién insinuaría tal cosa? Tampoco puedo simpatizar con aquellos que miran nostálgicamente a los tiempos más tempranos, como si sólo ellos ofrecieran terreno para las almas fieles. Sin duda, un brillante halo de gracia rodea la escena en la que el Espíritu Santo fue por primera vez derramado sobre los hombres con una sencillez y un poder que se llevó todo por delante; pero ¿quién fue el manantial y de dónde provino la fuerza que produjo frutos tanto más maravillosos cuando pensamos en un suelo tan duro, pertinaz y frío? ¿No fue acaso el Señor actuando por causa de Su propio nombre mediante el Espíritu Santo después que Él asumiera Su puesto, en la gloria de resurrección y ascensión, para dar dones a los hombres? ¿No es acaso Su gracia tan capaz para estos tiempos peligrosos como demostró serlo Él cuando introdujo el misterio que había estado escondido desde la eternidad? ¿Han de ser perfeccionados los santos y se tiene que llevar a cabo la obra ministerial? ¿Precisa el cuerpo de Cristo de edificación? Entonces es cosa bien cierta que Sus dones no pueden faltar hasta que se haya acabado la obra y que todos hayan sido llevados a la unidad de la fe; y los muchos adversarios, las sutiles trampas y los crecientes peligros solamente atraerán más y más el amor fiel del Señor de todos. Hay en Cristo plenitud de bendición para la iglesia, tanto ahora como entonces. ¡Ojalá confiásemos más en Él para cada necesidad!

¿Debemos entonces tener en menos la verdad o dudar de Su gracia estableciendo alguna obra de nuestras manos, algún becerro de oro, como si no supiéramos qué le ha sucedido a Aquel que ha ascendido? ¡Lejos esté esto de los hijos de Dios! Supongamos que os reunís como asamblea de Dios; no sabéis quién es el que va a hablar, exhortar, dar gracias, orar. Para la incredulidad esto no es sino confusión. Cierto es que esto no parece sabio si uno se olvida de Quien está en medio los santos; no es cosa prometedora si no creo que el Señor está ahí; pero si estoy seguro de que Él, que tiene toda potestad en el cielo y en la tierra, ama y abriga a la iglesia, y de que el Espíritu Santo, divino como es Él, habita con y en nosotros, ¿qué tengo que temer? Si esta posición es buena para un santo, es buena para todos ellos. Por lo que a mí respecta, no me atrevería a permanecer ni por un momento sobre ningún fundamento que no contemplase toda la longitud y anchura de la iglesia de Dios, que en su fe y amor no se proyecte y abrace a todos los santos de Dios. Naturalmente, se tiene que dar lugar a casos excepcionales, como en el caso de personas que por ser culpables de pecado se debe proceder a su exclusión (por inmoralidad, mala doctrina, y cosas semejantes).

Pero entonces, si sé que ésta es la base de la iglesia conforme a las Escrituras, y que no ha habido otra desde que fue asumida y tomada como principio de acción por parte de los santos apóstoles, la cuestión es ahora, ¿me hallo sobre esta base? Si soy llamado a laborar en la palabra o en la doctrina, el Señor me señala el camino. Él abre la puerta que nadie puede cerrar, que Él cierra, y nadie puede abrir. Él abre un camino para los más débiles de Sus peregrinos, y les da valor, y les hace ver claro si tienen que servirle. Nunca dudemos de Él.

Pero, ¿no puede ser que haya una cantidad de dones? Cuantos más, mejor. Si hay cinco o diez hombres dotados en una asamblea, agradezcámoslo al Señor: hay sitio para todos. ¡Dios no quiera que autoricemos la novedad de que cada ministro tenga su propia pequeña congregación! ¿No es degradante para los que hablan así, como para aquellos de los que así se habla? Nadie se comporta de una manera adecuada —más aún, ni siquiera sabe como comportarse— si no es consciente en su alma de que los santos son «la grey [congregación] de Dios». Pero es evidente que no se habla de la congregación de Dios si se olvida el terreno divino de la iglesia: entonces se trata de «mi congregación», o de «tu congregación». Siempre hay sitio para el ejercicio de Sus dones, sean cuales fueren y por muchos que sean. Además, no estamos precisamente en una época como para pensar que se pudiera prescindir de ninguno de ellos como superfluo.

Recapitulación

La hora me advierte que se tiene que dar fin a este tema. Mi intención ha sido la de exponer y establecer la distinción fundamental entre dones y cargos —los primeros, como hemos visto, fluyendo de Cristo en lo alto, los segundos demandando una designación aquí abajo por parte de personas autorizadas ellas mismas por el Señor para este propósito. Con respecto a los dones, éstos siempre permanecen seguros con tanta seguridad como que Cristo sigue siendo la cabeza y la fuente de su suministración. En cuanto a la autorización formal de cargos, ésta ya no es posible debido a que no se tiene un poder debidamente autorizado para su designación. Todo lo que se puede hacer en cuanto a designaciones, si se quiere hacer algo, es establecer una imitación patética y más bien arrogante de los apóstoles y de sus delegados. Pero si verdaderamente amáis al Señor y dais su valor debido a un orden piadoso, ¿no es vuestro ineludible deber en el nombre del Señor reconocer todos Sus dones como nunca lo habéis hecho? Reconocedlos en privado y en público en la obra que Él les ha asignado. Si el don es pequeño, reconoced en él al Señor tan cordialmente como si fuese un gran don; y si se trata de un gran don, reconocedlo tan humildemente y con tan pocos celos como un don pequeño. Por otra parte, no tratéis de imitar lo que hicieron los apóstoles; guardaos de pretender hacer lo que no se debiera pensar hacer a no ser que hubiese poder apostólico. Y en cuanto a la designación de diáconos o a la elección de ancianos, las Escrituras no nos justifican para ello a no ser que existiese una autoridad apostólica directa o delegada, que no existe en la actualidad.

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NOTA ACERCA DE HECHOS 14:23

Con esta nota se quiere ofrecer una evidencia clara y concluyente en refutación de la idea de que los ancianos eran elegidos por los votos de las iglesias. Si se considera la etimología de la palabra jeirotoneô, significa extender la mano; de ahí se aplicaba a la elección, como decimos nosotros, a mano alzada, y, en un sentido general, a la elección o designación sin referencia al modo de la misma. Así, también, psefizomai se origina de un mero cálculo con piedrecitas, y se empleaba también en votaciones de esta clase; después para las votaciones en general, y finalmente se llegó a emplear de una simple resolución o decisión de la mente. Es el contexto, y no la palabra misma, lo que decide cómo se debe entender. Hesiquio explica jeirotoneô por kathistan (cp. Tit. 1:5), psêfizein; como Suidas da eklezamenoi por jeirotonêsantes. Con todo esto concuerda la utilización que hacen Aristófanes, Esquines, Demóstenes, etc., tanto en el sentido estricto y literal como en el de elección y designación. Apiano, Dión Casio, Plutarco, Luciano y Libanio ofrecen muchos ejemplos donde la palabra no significa otra cosa que elegir. Así, en éstos se excluye totalmente la idea de sufragio popular con o sin manos alzadas.

Pero es preciso citar unos cuantos casos de escritores helenistas familiarizados con el Antiguo Testamento y coetáneos de los que fueron inspirados para escribir el Nuevo Testamento. Así, Filón (peri Iôsêf) utiliza repetidamente jeirotonêo de la designación de José como primer ministro por parte de Faraón, y de Moisés al puesto para el que fue elegido por Dios, y de nuevo en la selección que hizo de los hijos de Aarón para el sacerdocio. Así Josefo (Ant. VI. XIII. 9) habla de Saúl como «rey escogido por Dios», hupo tou Theou kejeirotonêmenon basilea, y también (Ant. XIII. II. 2) describe a Alejandro escribiendo a Jonatán en estos términos: jeirotonoumen de se sêmeron arjierea tôn Ioudaiôn («Te constituimos este día sumo sacerdote de los judíos»). Esto puede ser suficiente para demostrar cómo hemos de considerar la afirmación del Dr. J. Owen (Works, vol. XV., págs. 495, 496, edición de Goold) en el sentido de que «se dice que Pablo y Bernabé ordenan a los ancianos en las iglesias por la elección y sufragio de ellas; porque la palabra que aquí se utiliza no admite otro sentido, por mucho que en nuestra traducción esté expresada de una manera ambigua». Es cierto que Beza, Diodati, Martin, y otros se han puesto de este lado. No obstante, el Dr. G. Campbell, por presbiteriano que fuese, repudió esta versión del texto y (en su Prelim. Diss. X, Parte V, nº 7) pronunció que per suffragia en el latín de Beza «constituye una mera interpolación para que se correspondiese con un propósito determinado». Si no se está de acuerdo con una censura tan enérgica, la única alternativa es que la glosa surgió de una investigación inadecuada y de un intenso prejuicio.

La verdad es que no es preciso salir del Nuevo Testamento para demostrar el error; porque aquí, como en todas partes, incluso cuando se aplica a la más rígida de las elecciones, nunca significa elegir por los votos de otros, que es lo que tendría que significar para sostener el sentido pretendido. Siempre que la palabra aparece como término técnico, la persona asociada no se limita a tomar los votos de los demás, ni a presidir como moderador de la elección, sino que es él mismo el votante. Ahora bien, en este caso el sujeto del verbo es, sin duda alguna, no los discípulos sino Pablo y Bernabé. Si alguien votó alzando la mano, fueron solamente los apóstoles. Por ello, la versión autorizada dejó de lado, y con justicia, «por elección», que es el sentido que aparece en algunas de las traducciones inglesas antiguas y extranjeras que habían quedado demasiado influidas por la escuela ginebrina, e incluso por Erasmo.

El verdadero sentido es que los apóstoles eligieron ancianos para los discípulos en cada asamblea (no los discípulos para ellos mismos). Y esto es plenamente confirmado por Hechos 10:41 y 2 Corintios 8:19, donde en el primer pasaje se dice que Dios había ordenado de antemano; en el segundo, que las iglesias son las electoras ahí tan precisamente como aquí los apóstoles. Ni Dios ni las asambleas recogieron los votos de otros: tampoco lo hicieron Pablo ni Bernabé en su caso. Pero éste es el único testimonio que jamás se haya podido imaginar para favorecer directamente la elección popular de los ancianos; y hemos visto que la inferencia que se deriva es ciertamente ficticia. Para el asunto que nos ocupa, la utilización de esta palabra en los asuntos políticos o civiles de Grecia no constituye ninguna evidencia.

Apenas será necesario añadir que jeirotoneô no significa la imposición de manos, para lo cual las Escrituras dan otra frase que nunca se confunde con esta palabra. Pero esta confusión empezó pronto hacerse patente en autores eclesiásticos, que no infrecuentemente utilizan jeirotonia donde debiéramos esperar jeirothesia o hê epithesis tôn jeirôn. Este error aparece en los llamados Cánones Apostólicos, en Crisóstomo y en escritores posteriores; y puede haber llevado a los traductores autorizados a que tradujesen «ordenaron», en lugar de «eligieron» o «designaron». El Obispo Bilson, en su obra Perpetual Government of Christ's Church, se hace culpable no solamente de esta confusión sino del extraño error de que «los ancianos» incluían a los «diáconos» (véase caps. 7 y 10). Pero en realidad la divergencia entre los comentaristas raya casi lo increíble, a no ser que uno haya leído extensamente y haya demostrado el hecho por la experiencia. Así, Hammond intenta extraer de este versículo la designación de un solo obispo para cada iglesia o ciudad, en tanto que uno pudiera haber inferido (sin apelar a la prueba irrefutable de lo contrario en Hch. 20:17- 28) que la pluralidad de los presbíteros con el distributivo singular estaba tan en contra de su postura como el lenguaje pudiera serlo excepto por la contradicción expresa. Si se hubiera querido expresar la idea de Hammond, nada hubiera sido más fácil que escribir presbuteron kat' ekklêsian o presbuterous kat' ekklêsias. Por otra parte, si se puede confiar en el tratado de Elsley, Whitby se opone a este ultraepiscopalianismo con el argumento igualmente insostenible de que estos ancianos eran los que tenían dones milagrosos ya bien directamente de Dios (como en Hch. 2, 4, 9, 10, 11), bien por mediación apostólica (como en Hch. 8), y que asumieron al principio el cuidado de las iglesias; no ministros fijos, sino con un rango justo inferior al de los apóstoles. ¿Se puede concebir una afirmación más endeble y carente de base?

La última y quizá la peor muestra de estas especulaciones la tomo de Inst. IV. III. 15, 16, de Calvino, donde, según el autor, «Lucas relata que Bernabé y Pablo ordenaron ancianos por las iglesias; pero al mismo tiempo marca el plan o modo cuando dice que fue hecho por sufragio. Las palabras son j. pr. k. ekkl. (Hch. 14:23). Por ello seleccionaron ellos (creabant) a dos; pero todo el cuerpo, como era costumbre de los griegos en las elecciones, declaraba a manos alzadas cuál de los dos querían tener.» Pocas veces me ha tocado encontrar una perversión tan transparente de los hechos y del lenguaje de la inspiración como la que exhibe este pasaje, cuya refutación ya se ha dado por anticipado. Se cita la nueva traducción por H. Beveridge con el propósito de eliminar las cavilaciones acerca de este punto; y se da el original en el pie de página para su verificación.[4] No obstante, es consolador hallar que una versión tan errónea no estaba destinada a tener una vida prolongada; porque su autor la ahoga, aunque de forma remisa, en su comentario sobre el pasaje: — «Presbyterium qui hic collectivum nomen esse putant, pro collegio presbyterorum positum, recte sentiunt meo judicio.» (Coment. in loc.).

Pero el final del capítulo está aún más lleno de perplejidades y de error. «Por último, se tiene que observar que no se trataba de todo el pueblo, sino que fueron sólo los pastores los que impusieron las manos sobre los ministros, aunque no es cosa segura que fueran varios los que siempre impusieran las manos, o no. Está claro que en el caso de los diáconos lo hicieron Pablo y Bernabé, y otros pocos (Hch. 6:6; 13:3). Pero en otro lugar Pablo menciona que él mismo sin otros impuso las manos sobre Timoteo. “Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos” (2 Ti. 1:6). Porque lo que se dice en la epístola acerca de la imposición de las manos del presbiterio no lo entiendo como si Pablo estuviera hablando de un colegio de ancianos. Por la expresión entiendo la ordenación misma [¡!]; como si él hubiera dicho: Actúa así, para que el don que recibiste por la imposición de manos, cuando te hice presbítero [¡!], no vaya a ser en vano.»

Es cosa clara que las manos apostólicas establecieron a los siete que habían sido elegidos por la multitud para el servicio de las mesas. Pero las Escrituras mantienen silencio con respecto a si se practicaba la imposición de manos en el establecimiento de ancianos; y para mí este silencio es admirablemente sabio, incluso si de hecho se imponían las manos, como provisión divina en contra de un abuso supersticioso. Pero, ¿qué se quiere decir con la referencia a Hechos 13:3, relacionada con la alegación de que Pablo y Bernabé, etc., imponían las manos sobre los diáconos? En cuanto a la idea de que tou presbuteriou (1 Ti. 4:14) significa no los ancianos como un cuerpo, sino la condición de anciano, y que por ello se tiene que separar de su conexión evidente y necesaria con jeirôn al final del versículo y ponerlo en aposición con jarismatos al principio, mantengo que la gramática resulta tan dura y sin precedentes como extraña la doctrina resultante de ello. La condición de anciano, en las Escrituras, no constituye un don sino un cargo local.

Las modernas defensas de este sistema no tienen más peso que las antiguas. Tengo ante mí ahora Presbyterianism Defended del Dr. Crawford, e Inquiry de Whitherow; pero no me parecen ni serias ni eficaces. La dificultad insuperable es que en las Escrituras los presbíteros no son nunca el poder ordenante, aun cuando pudieran acompañar a un apóstol incluso en la comunicación de un don extraordinario a Timoteo, al cual nunca se le presenta como un anciano. Además, el ministro es tan diferente de los ancianos en el Presbiterianismo como lo es de los diáconos en el Congregacionalismo, y es un personaje de tanta importancia en ambos sistemas como desconocido en las Escrituras. Insisto, afirmar que entre los presbiterianos los ancianos no son tan distintivamente laicos como el ministro es clerical es algo incongruente con la notoria diferencia en el tratamiento que se les aplica, y en el salario. Ambos sistemas yerran al mantener que los poseedores del cargo eran escogidos por el pueblo; solamente lo eran aquellos cuyo deber era la administración de los asuntos materiales. Y si había una pluralidad de ancianos (que eran lo mismo que los obispos), había la más plena libertad para todos los dones del Señor, en lugar de esta invención del hombre, el ministro. Los ancianos nunca ordenaban ancianos, solamente lo hacían los apóstoles o sus delegados; y los hombres dotados de dones no precisaban de ordenación antes de ejercer su ministerio. Tampoco Hechos 15 se parece a un tribunal eclesiástico, esto es, una asamblea representativa de ministros y ancianos de todas las partes de la esfera de jurisdicción. Este pasaje nos muestra a los apóstoles con su autoridad universal procedente de Cristo, y a los ancianos de la Iglesia en Jerusalén, con toda la Iglesia uniéndose a la decisión. Por ello los decretos se entregaron para ser observados mucho más allá de las ciudades de Jerusalén y Antioquía, en total contradicción con el Presbiterianismo.

1 Así el Arzobispo Potter, en el bien conocido libro de texto A Discourse on Church Government [Tratado sobre Gobierno Eclesial] (págs. 73, 74), si se puede, sin falta de bondad, señalar a uno entre muchos que van errados. Pero a pesar de ello el Arzobispo evidentemente abandonó este pasaje como apoyo a la ordenación. «No se puede demostrar que Pablo y Bernabé fuesen ordenados en esta ocasión para ser ministros. Si fueron ordenados a cualquier cargo o ministerio tiene que haber sido al apostolado, no sólo porque a partir de esto reciben el nombre de apóstoles, antes de que recibieran ninguna ordenación adicional, sino debido a que antes de esta ocasión eran profetas, como se expone en uno de los capítulos precedentes [cap. 3]. Pero esto es muy improbable, debido a que el rito de la imposición de las manos, mediante el que se ordenaba a los otros ministros [una presuposición del Arzobispo, sin las Escrituras y contra ellas], no se empleó nunca para constituir apóstoles. Formaba una parte distintiva del carácter de ellos que fueron inmediatamente llamados y ordenados por el mismo Cristo, que les dio [no es así, sino a «los discípulos» en general, y no solamente a los apóstoles, Juan 20] el Espíritu Santo, soplando sobre ellos; pero nunca se dice que ni Él ni otra persona impusieran las manos sobre ellos. Cuando hubo una vacante en el colegio apostólico debido a la apostasía de Judas, los apóstoles, con el resto de los discípulos, eligieron a dos candidatos, pero dejaron a Dios que constituyera a quien Él quisiera, para que asumiera la parte del ministerio y apostolado, del que había caído Judas. Tampoco fue San Pablo inferior al resto de los apóstoles en esta marca de honor; porque con frecuencia él se declara apóstol no de hombres, sino inmediatamente, y sin la intervención de hombres, habiendo sido señalado por Jesucristo, en oposición a aquellos que le negaban ser apóstol, como se expone en uno de los capítulos anteriores. Pero se preguntará entonces, ¿a qué fin recibieron Pablo y Bernabé la imposición de manos? A lo cual se puede responder, que este rito se utilizaba comúnmente, tanto por parte de judíos como de los cristianos primitivos, en sus bendiciones. Jacob puso sus manos sobre las cabezas de Efraín y Manasés al bendecirlos; y, por mencionar solamente otro caso, trajeron niños pequeños a Jesucristo, para que Él pusiera Sus manos sobre ellos y los bendijera. Por consiguiente, es probable que esta imposición de manos sobre Pablo y Bernabé fuese una solemne bendición sobre su ministerio de predicar el evangelio en un circuito determinado al que fueron enviados por orden del Espíritu Santo. Por ello en el siguiente capítulo se menciona esto como una encomendación a la gracia de Dios para la obra de proclamar el evangelio en ciertas ciudades, obra que se menciona como ya cumplida. Así que este rito no constituyó su ordenación al cargo apostólico, debido a que el fin para el cual se había efectuado se menciona como cumplido, en tanto que su cargo apostólico continuó durante todas sus vidas. Y por lo tanto, parece que a Pablo y Bernabé solamente se les había encomendado una misión particular de predicar el Evangelio en un cierto distrito limitado, de la misma manera que Pedro y Juan fueron enviados a Samaria por el colegio apostólico, para confirmar a los nuevos convertidos y establecer la iglesia allí. —Edición de Crosthwaite (o séptima), págs. 201, 202.
    Esto es sustancialmente correcto y sano, muy preferible a los comentarios de Calvino (
Inst. LV, iii. 14): «¿Por qué esta separación e imposición de manos, después de que el Espíritu Santo hubiera dado testimonio de la elección de ellos, a no ser que de esta manera pudiera ser preservada la disciplina eclesiástica en la designación de ministros por parte de los hombres? Dios no podía dar una prueba más palmaria de Su aprobación de este orden que hacer que Pablo fuera puesto aparte por la Iglesia [¿?] después de haberles Él declarado previamente que Él lo había designado como el Apóstol de los gentiles. Lo mismo podemos ver en la elección [¿?] de Matías. Como el cargo apostólico tenía tal importancia que no se atrevieron a aventurarse a designar a ninguno por propia decisión, presentaron a dos, en uno de los cuales podía caer la suerte, a fin de que así la elección tuviera el seguro testimonio del cielo, y a fin de que al mismo tiempo no se dejase a un lado la política de la Iglesia [¿?].» La cierto de todo esto es que el caso de Matías fue anterior a la misión del Espíritu Santo, y que no se trataba de una cuestión ni de política eclesial ni tampoco de elección; sino que por suerte se echó la elección entre los dos, en la forma judía (Pr. 26:33), a la sola disposición del Señor.

2 El Dr. Ellicott va tan lejos como para pensar, juntamente con Hammond, y con De Wette, etc., que las palabras se refieren al jeiro thesia acerca de la absolución de los penitentes y su readmisión a la comunión eclesial. Esto me parece demasiado específico en otra dirección.

3 El Dr. Crawford (Presbyterianism Defended [Defensa del presbiterianismo], págs. 34, 35, nota) dice que la distinción carece de base, ¡y que una preposición no menos que la otra significa a menudo la causa instrumental de una cosa! La Universidad de Edinburgo debiera sonrojarse por una afirmación de esta especie de su Profesor de Teología. En Hechos 15:4, met' autôn significa «con ellos», «en conexión con ellos», no «mediante ellos», como de' autôn en el versículo 12.

4 «Refert enim Lucas constitutos esse per ecclesias presbyteros à Paulo et Barnaba: sed rationem vel modum simul notat, quum dicit factum id esse suffragiis, jeirotonêsantes, inquit, presbuterous kat' ekklêsian. Creabant ergo ipsi duo: sed tota multitudo, ut mos Græcorum in electionibus erat, manibus sublatis declarabat quem habere vellent.» (Genevæ, 1618).


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Traducción: Santiago Escuain - © Copyright SEDIN 2002 por la traducción, www.sedin.org. Este texto se puede reproducir libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.


Libro publicado originalmente en 1988 por
Verdades Cristianas
Apartado 1469 • Lima 100, Perú
Casilla 1360 • Cochabamba, Bolivia
P.O. Box 649 • Addison, Illinois 60101 EE. UU.

Edición revisada, 2002
Revisión: Santiago Escuain


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Apartado 2002 • 08200 SABADELL (Barcelona) ESPAÑA

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