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EL ORDEN DE DIOS
para los cristianos que se reúnen
para el Culto y el Ministerio

La respuesta bíblica al orden eclesiástico tradicional

Por Bruce Anstey



IVª Sección

«¿Quién debe dirigir a la congregación?»


Alguien podría preguntar: «Si debemos acudir juntos para reuniones como las sugeridas en el capítulo anterior, ¿quién dirigiría esas reuniones?»

Reunirse como cristianos siguiendo el orden de Dios dado en las Escrituras demandará fe. Esto no debería sorprendernos a los cristianos, porque cada paso tomado en nuestro camino debería ser de fe. En todo caso, si realmente hemos creído que el Señor está en medio tal como Él lo ha prometido, dejaremos que Él guíe y dirija por el Espíritu. Cuando Cristo ascendió al cielo, Él envió al Espíritu Santo al mundo para que habite en la iglesia (Jn. 7:39; Hch. 2:1-33). Los principales propósitos del Espíritu son: Exaltar a Cristo; unir a los miembros del cuerpo de Cristo sobre la tierra a la Cabeza en el cielo mediante Su presencia morando en ellos, y guiar a la iglesia en todas las cosas, tanto si se trata de la adoración (Fil. 3:3), de la oración (Ef. 6:18; Jud. 20; Hch. 4:31), del ministerio (Jn. 14:26; 16:13-15; 1 Co. 12:11), o del evangelismo (Hch. 8:29; 13:1-4; 16:6-7). ¡Desde el momento en que el Espíritu de Dios fue enviado al mundo, buscamos en vano en el Nuevo Testamento para encontrar ningún gobierno de la iglesia excepto la conducción soberana del Espíritu Santo! Él es quien debe dirigir las reuniones de la iglesia.

Todos los grupos eclesiales afirmarán que reconocen la presencia del Espíritu, pero la prueba de si realmente creemos en el poder y en la presencia del Espíritu se verá en si le permitimos que Él dirija en las reuniones de la iglesia. Lo que la Escritura nos pide es que haya fe en la presencia del Espíritu, una fe que se demuestre al reconocer Su derecho de emplear a quien Él quiera para hablar en las reuniones. Si fue por el poder del Espíritu que Dios hizo el mundo y todo lo que hay en él (Job 26:13; 33:4; Gn. 1:2), ¡entonces es cosa cierta que Él puede guiar a unos pocos cristianos reunidos para el culto y el ministerio! Con alguien tan grande y tan competente como esta divina Persona presente en medio de los santos reunidos, no nos es necesario designar a una persona que haga Su trabajo, por muy dotada que sea tal persona. C. H. Mackintosh dijo: «Si Cristo está en medio de nosotros (Mt. 18:20), ¿por qué razón deberíamos establecer un presidente humano? ¿Por qué no darle a Él el puesto que le corresponde por derecho y dejar que el Espíritu de Dios conduzca y guíe en el culto y en el ministerio? No hay necesidad de autoridad humana.»

A pesar de todo, las denominaciones han establecido un hombre (como «Pastor» o «Ministro») para dirigir el culto. En cambio, en la Biblia no encontramos que Dios establezca un pastor o un ministro para dirigir el culto y el ministerio en la iglesia. En palabras de W. T. P. Wolston: «En la Cristiandad hay el concepto de que un pastor es un hombre que dirige una congregación. Esta idea está en las cabezas de la gente, pero no en la Escritura.» Si no es el orden de Dios, entonces es evidente que debe tratarse de un invento humano. La designación en la asamblea de un hombre que «administre» la Cena del Señor es en verdad un error monstruoso, porque en la Escritura ni siquiera se insinúa algo así como un hombre (ni siquiera un apóstol) designado para tal cosa. La Escritura dice simplemente: «... estando reunidos los discípulos para partir el pan ...» (Hch. 20:7).

Esta disposición humana está tan extendida en la Cristiandad que se puede observar desde San Pedro en Roma hasta la más pequeña capilla evangélica. En lugar de creyentes reunidos para el culto y el ministerio sólo en el Nombre del Señor, esperando en la conducción del Espíritu para que les guíe, apenas si se puede encontrar una reunión de oración sin alguien (un líder de oración) designado para presidirla. ¡Qué es esto, sino el hombre usurpando el puesto del Espíritu Santo, el triste fruto de la incredulidad en Su presencia personal en medio de los santos! La designación de un hombre, por dotado que sea, para dirigir y presidir las reuniones de la asamblea, es una negación práctica de la presencia y del poder del Espíritu Santo. En realidad es incredulidad en la competencia del Espíritu Santo para dirigir las reuniones. ¡Qué triste que una interferencia humana de tal calibre haya echado a un lado la sencillez del orden divino! Quiera el Señor librar a Su pueblo de tal sistema de cosas, tan contrario a Su mente.

El sacerdocio universal de todos los creyentes.

El significado raíz de la palabra «sacerdote» es «uno que ofrece» (He. 5:1; 8:3; 1 P. 2:5). Un sacerdote es uno que tiene el privilegio de entrar en la presencia de Dios en representación del pueblo. En el cristianismo, un sacerdote ejerce su sacerdocio al ofrecer los sacrificios de alabanza a Dios y al presentar peticiones a Dios en oración (He. 13:5; 1 Jn. 5:14-15). Con todo, una de las causas de la debilidad y de la confusión dominantes en la iglesia profesante es que el sacerdocio ha sido en muchos casos usurpado como derecho por una clase privilegiada de personas, ¡algunas de las cuales no son ni siquiera salvas!

La Escritura enseña ¡que todos los creyentes son sacerdotes! El libro de Apocalipsis declara que fuimos hechos «sacerdotes para Dios» con la muerte y derramamiento de sangre de Cristo (Ap. 1:6; 5:10). La Primera Epístola de Pedro también anuncia: «Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1 P. 2:5, 9). La epístola a los Hebreos exhorta a los cristianos como un todo a que se acerquen a Dios dentro del velo, en el lugar santísimo (la presencia inmediata de Dios) (He. 10:19-22; 13:15-16). Como sacerdotes, tenemos derecho a «acercarnos» a Su misma presencia. Es un lugar en el que ningún hijo de Aarón podía entrar. Incluso cuando Aarón, el Sumo Sacerdote de Israel, entraba una vez al año más allá del velo, no entraba con libertad como nosotros podemos ahora. En el Día de la Expiación entraba con temor a morir; pero nosotros podemos entrar con «plena certidumbre de fe». En los diversos pasajes de la Escritura en los que se trata de la cuestión del sacerdocio, no hay mención, ni tan siquiera una insinuación, de que sólo algunos de los santos sean sacerdotes. Tampoco hay ningún otro lugar del Nuevo Testamento donde se proponga un concepto así. Cuando el Nuevo Testamento habla del sacerdocio, se refiere en el acto a todos los creyentes constituidos como tal sacerdocio.

Por cuanto la Escritura enseña que todos los cristianos son sacerdotes, y por cuanto todos tienen el mismo privilegio de ejercer el privilegio en la presencia de Dios, es evidente que no hay necesidad de designar a ningún clérigo aparte de los otros creyentes para que ejerzan estos privilegios en favor del resto. En las reuniones para el culto y la oración (en los que los cristianos ejercen su sacerdocio), sólo tenemos que esperar en el Espíritu de Dios para que Él conduzca las oraciones y alabanzas de los santos. Si le dejamos dirigir en la asamblea en el puesto que le pertenece, Él conducirá a un hermano allí y a otro hermano allá, para que expresen de manera audible la adoración y la alabanza como portavoces de la asamblea.

Cuando comprendemos cuán estrecha es la relación que tienen todos los cristianos como parte del cuerpo y de la esposa de Cristo, podemos ver hasta qué punto es incompatible con el concepto de una casta ministerial de creyentes que estén más cerca de Dios que el resto (Ef. 2:13; 5:25-32). Mantener una clase sacerdotal para nosotros como cristianos significa negar que somos capaces, como sacerdotes, de ofrecer sacrificios espirituales a Dios. En realidad, esto elimina los privilegios del cristianismo y es una restauración del judaísmo.

Aunque pocas denominaciones llegan hasta tan lejos como dar a sus clérigos el título de «sacerdote» (lo que implica que el resto en aquella denominación no lo son), la mayoría de iglesias de tipo evangélico llaman a sus clérigos «Pastor» o «Ministro». Hay poca diferencia práctica en que esta posición en la iglesia sea designada con el término «Pastor» o «Sacerdote»: no es conforme a la verdad de la Escritura.

La diferencia entre sacerdocio y don

Es importante comprender la diferencia entre sacerdocio y don. Son dos cosas distintas. Un sacerdote va a Dios en representación del pueblo; aquel que ejerce su don va al pueblo en representación de Dios.

Más en particular, los dones son lo que el Señor da, como Cabeza ascendido de la iglesia, a los diversos miembros de Su cuerpo, para que puedan desempeñar el puesto que Dios les ha dado en el cuerpo. La Biblia enseña que cada miembro del cuerpo de Cristo ha recibido un don (1 Co. 12:7; Ef. 4:7; 1 P. 4:10; Ro. 12:6-8). Sin embargo, no todos los miembros del cuerpo de Cristo tienen un don para ministrar la Palabra. Algunos pueden tener un don fácilmente reconocible: como evangelistas, pastores o maestros (Ef. 4:4-16; Ro. 12:4-8; 1 Co. 12:4-31); en el caso de otros, puede tratarse de cosas menos definidas, como «hacer misericordia» (Ro. 12:8; 1 Co. 12:28). Tanto si se trata de evangelismo o de ayudas, una cosa cierta es que todos tenemos algo que hacer en el cuerpo de Cristo. Los dones han sido dados con el propósito de «equipar completamente a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, a la condición de un hombre maduro, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños, zarandeados por las olas y llevados a la deriva por todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que aferrándonos a la verdad en amor, crezcamos en todo hacia aquel que es la cabeza, esto es, Cristo» (Ef. 4:12-15). Esto nos muestra que los dones son para el beneficio espiritual de la Iglesia.

La diferencia entre capacidad y don

En Mateo 25:14-30 el Señor establece una distinción entre capacidad y don. Cuenta la historia de un hombre que emprendió un viaje a un lejano país; antes de partir, dio unos talentos (una suma de dinero) a sus siervos, los cuales debían negociar con ellos hasta que él volviese. Algunos recibieron más, y algunos menos. Ésta es una evidente alusión al Señor dando dones a Su pueblo, los cuales deben ejercerlos para Él en Su ausencia. Un día Él volverá otra vez, y pedirá cuentas de lo que hemos hecho con lo que nos ha dado como dones. En aquel día se darán recompensas a los que hayan desempeñado fielmente su ministerio (Mt. 25:19-23).

Es digno de observar que el hombre de la parábola dio «a cada uno conforme a su capacidad» (Mt. 25:15). Aquí el Señor distingue entre ambas cosas. Observemos que esos siervos tenían sus varias capacidades antes que el amo los llamase para darles los talentos.

La capacidad es algo que se da a una persona cuando nace en este mundo. En Su providencia, Dios señala y da forma al vaso de Sus propósitos mucho antes que él o ella sean siquiera salvados. Dios da y conforma los poderes y las capacidades intelectuales de la persona, ya incluso antes de su conversión. El don, en cambio, es algo que es dado a la persona por el Espíritu de parte del Señor cuando es salvo. En tanto que la capacidad es natural, el don es espiritual. El don se da a una persona para que pueda cumplir su ministerio en el cuerpo de Cristo. Aquí se ve la sabiduría del Señor, en cuanto a que da dones según nuestra capacidad. Por ejemplo, generalmente no da el don de evangelista a una persona reticente. La persona que de natural gusta de estar con las personas y que tiene facilidad de palabra sería candidata a recibir un don así. Asimismo, el don de enseñanza exige una cierta medida de capacidad natural en el área del poder intelectivo.

Mencionamos esto porque hay mucha confusión acerca de este extremo en el ámbito de la Cristiandad. A menudo oímos de cristianos refiriéndose a famosos músicos o atletas convertidos, en el sentido de que sus capacidades naturales son «su don». Aclaremos este punto: un don es una manifestación espiritual en el cuerpo de Cristo. Tiene que ver con cosas espirituales (1 Co. 12:1; 14:1). No vemos en las Escrituras que Dios quiera reuniones de la iglesia donde esas personas puedan exhibir sus capacidades naturales. A menudo esas personas famosas son usadas para poco más que para entretener a la audiencia. Preguntamos: «¿Se está consolidando a los santos de Dios en la verdad por medio de todas esas cosas naturales?» Los dones no son para el entretenimiento de los santos de Dios, sino para la edificación de los santos en su «santísima fe».

J. N. Darby dijo: «Es un principio totalmente falso que los dones naturales sean ellos mismos la justificación de su uso. Puede que yo tenga una fuerza asombrosa o gran velocidad en la carrera; dejo tendido a un hombre con lo primero, y gano un trofeo con lo segundo. La música puede ser algo más refinado, pero el principio es el mismo. Este creo que es de la mayor importancia. Los cristianos han perdido su influencia moral al introducir la naturaleza y el mundo como cosas inocuas. Todas las cosas me son lícitas. Pero, como he dicho, no podemos mezclar la carne y el Espíritu.»

¿Qué es el ministerio?

En el pensamiento de la mayoría de la gente, «el ministerio» es aquello en lo que está el Pastor o Ministro al ejercer sus funciones como dirigente de una iglesia local. Pero la Biblia enseña que el ministerio en la asamblea es el ejercicio del don que uno posee (1 P. 4:10-11; 1 Ti. 4:6; Ef. 4:11-12). Por cuanto todos los cristianos han recibido un don, todos los cristianos están en «el ministerio». Como ya hemos dicho antes, no todos tienen un don para el ministerio público de la Palabra de Dios, pero todos tienen algún ministerio que ejercer. El ministerio no siempre se refiere a hablar en público, al revés de lo que muchos creen. Mucho ministerio incluye obra hecha para el pueblo del Señor en la que se hace poco o nada de hablar. El problema en la iglesia en la actualidad es que hay muchos como Arquipo que no están cumpliendo su ministerio. El Apóstol tuvo que exhortarle: «Considera el ministerio que recibiste en el Señor, para que lo cumplas» (Col. 4:17). Ésta es una exhortación que necesitamos hoy.

La idea común en la Cristiandad es que cuando una persona piensa que tiene un don cree que Dios le está indicando que entre en «el ministerio». Por cuanto la tradición así lo ha establecido, llega a la conclusión de que debe entrar en un seminario para instruirse en tal cosa. Esto parece bien lógico, por cuanto puede pensar que no conoce mucho acerca de esta tarea. Sin intención de encontrar falta en la persona por su sinceridad, debemos decir que todo este orden de cosas no se halla en la Escritura.

La Biblia enseña que si alguien tiene un cierto don espiritual, la misma posesión de tal don es la justificación procedente de Dios para usarlo. Dice así: «Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros» (1 P. 4:10). No dice: «Cada uno según el don que ha recibido, que sea ordenado por un seminario, y luego minístrelo a los otros.» Las Escrituras dicen: «Si alguno habla, que hable como si fuesen palabras de Dios; si alguno ministra, que lo haga en virtud de la fuerza que Dios suministra.» Observemos otra vez que no dice, «Si alguien habla, que vaya a una escuela bíblica y sea ordenado, y que luego hable.» De nuevo dicen las Escrituras: «Y teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si es el de profecía, úsese conforme a la proporción de la fe; o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación» (Ro. 12:6-8). No hay una palabra acerca de una instrucción académica antes de usar el don recibido. Una vez más, la Escritura dice: «Cuando os reunís, cada uno de vosotros tiene salmo, tiene enseñanza, tiene lengua, tiene revelación, tiene interpretación. Hágase todo para edificación» (1 Co. 14:26). Una vez más, no encontramos ni una palabra, ni una insinuación siquiera, de que alguien deba recibir instrucción académica antes de poder ejercer su don en la asamblea. Sencillamente dice que si tenemos doctrina (enseñanza), etc., hágase para la edificación de la iglesia.

Ahora bien, es cierto que el don de cada persona necesita ser desarrollado. Esto precisa de tiempo y uso (Hch. 9:20-22; Gá. 1:17; Hch. 9:30; 11:25-26; 13:1-14). Cuanto más madure una persona en las cosas divinas, tanto más de servicio será en el ministerio (Hch. 18:24-28; Mr. 4:20). La vía bíblica para que una persona reciba enseñanza en las cosas divinas es mediante reuniones como las que hemos tratado con anterioridad. El Señor usa esas reuniones de asamblea, guiadas por la conducción divina del Espíritu Santo, para enseñarnos la verdad. También usa libros de ministerio (o ministerio registrado, p.e., en cintas magnetofónicas) de personas dotadas y con conocimiento que tienen capacidad para enseñarnos la verdad. Sin embargo, no existe en la Escritura el pensamiento de ir a un seminario para ser preparado para una posición como de «Ministro» o «Pastor» de una iglesia. Es un puro invento humano para preparar a una persona para una posición dentro de un sistema de hechura humana. El cristianismo bíblico simplemente no necesita esas escuelas. Mucha de la enseñanza que se da por esos seminarios se refiere a cómo administrar una iglesia en base de un sistema clerical que la Biblia desconoce en absoluto.

El ministerio en la iglesia

Volviéndonos a la Primera Epístola a los Corintios (capítulo 11:17 hasta el final del capítulo 14), vemos cómo deben funcionar los dones cuando se reúne la iglesia (localmente). Esta sección de la Escritura comienza con esas palabras del apóstol: «En primer lugar, cuando os reunís como iglesia ...» Antes de hablar del ministerio, el apóstol Pablo habla primero del privilegio de la Cena del Señor, que quizá sea la reunión primordial de la iglesia. Esta reunión no tiene lugar para el ejercicio de los dones, sino para recordar al Señor en Su muerte. Es una ocasión en la que ejercemos nuestro sacerdocio en la ofrenda de adoración y alabanza al Padre y al Hijo. Después de poner en orden varias cosas tocantes a esta reunión, da el orden para el ministerio en la asamblea en los siguientes capítulos 12 hasta el final del 14. El capítulo 12 presenta los grandes principios del ministerio cristiano; el capítulo 13 da el espíritu en el que se debe ejercer este ministerio: el amor; y el capítulo 14 da las normas para el ejercicio de los dones en la asamblea, para que el ministerio sea para edificación de todos.

Mirando más de cerca el capítulo 12, vemos que el primer gran principio de todo ministerio es la exaltación de Jesús como Señor. La evidencia de la guía del Espíritu en el ministerio es que Cristo será siempre exaltado y nunca mencionado de manera despreciativa. Dice: «Por tanto, os hago saber que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo» (1 Co. 12:1-3, RVR). «Él (El Espíritu) me glorificará» (Jn. 16:14).

El segundo gran principio del ministerio cristiano en el capítulo doce de Primera Corintios es que Cristo ha distribuido dones mediante el Espíritu a los varios miembros de Su cuerpo, y que esos dones no son todos administrados por un hombre. El apóstol dice: «Porque a uno es dada por medio del Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de conocimiento según el mismo Espíritu; a otro, ...» (1 Co. 12:4-10, 29-30). Ahora bien, si los dones no son poseídos por un solo hombre, entonces es evidente que la iglesia necesitará de más que el ministerio de un solo hombre, si quieren recibir el beneficio de los dones que puedan tener en medio de ellos.

Puede que algunos repliquen: «Pero nuestra iglesia no tiene un hombre como ministro único. Tenemos dos o tres pastores.» Sin embargo, se sigue perdiendo de vista el sentido de este pasaje de las Escrituras. El pensamiento de Dios es que la iglesia se edifique por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, no meramente por medio de dos o tres (Ef. 4:16). Es cierto que no todos van a tener un don para ministrar la Palabra en público, pero las Escrituras indican que todos los que son capaces deben tener libertad en la asamblea para ministrar. Dice: «Porque podéis profetizar todos uno por uno, para que todos aprendan, y todos sean exhortados» (1 Co. 14:24, 31). Y es también cierto que un hombre puede tener más de un don, pero la Escritura dice claramente que nadie tiene todos los dones. De hecho, el apóstol advierte que existe el peligro de no considerar los diversos dones que Dios ha establecido en el cuerpo. Dice: «Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito, ni tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros» (1 Co. 12:21). Esto muestra que todos los miembros en el cuerpo tienen algo que contribuir, aunque puedan parecernos insignificantes. Sin embargo, el sistema clerical en las iglesias es un arreglo mediante el que una o dos personas («Pastores» o «Ministros») llevan a cabo el ministerio. Es un sistema que obstaculiza (quizá no de manera intencionada) la expresión de otros dones en la iglesia. Esencialmente, es como decir: «No tengo necesidad de vosotros

A esto objetan enérgicamente aquellos que ocupan esta posición ministerial en las iglesias, porque alientan a las personas en su denominación a ejercitar sus dones en los estudios bíblicos por las casas, etc. Pero el contexto de estos capítulos es el ejercicio de los dones en las reuniones de asamblea (1 Co. 11:17, 18, 20, 33, 34; 14:23, 26). La cuestión es: «¿Permiten la libertad de los dones en la iglesia?» Como ya hemos visto, no la permiten.

El tercer gran principio del ministerio cristiano en el capítulo doce de Primera Corintios es que, cuando acudimos juntos en asamblea, se debe reconocer al Espíritu de Dios Su derecho propio a emplear a quien quiera para hablar. Como hemos mostrado con el sacerdocio, que el Espíritu debe ser libre en la asamblea para conducir mediante quien Él escoja en adoración y oración, igualmente debe contarse con Él para conducir los varios dones en el ministerio. Este capítulo declara claramente que los dones deben operar en la asamblea por el mismo Espíritu que distribuyó el don a la persona individual en el momento de su salvación. El Nuevo Testamento no conoce ningún otro orden de ministerio que el de la guía divina del Espíritu Santo. Las Escrituras suponen fe en nosotros al confiar en la guía del Espíritu. Si dejamos que Él conduzca en la asamblea, Él tomará todos los dones que estén allí, y los usará para la edificación de los santos en el ministerio. «Pero todas estas cosas las efectúa uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular según su voluntad» (1 Co. 12:7, 11).

El principio, entonces, es simple. El Espíritu Santo está en la iglesia, usando los dones según los escoge para la edificación de todos. Este es el orden de Dios para el ministerio cristiano. Ahora preguntamos: «¿cómo se espera que el Espíritu Santo distribuya a cada uno en particular como Él quiere, si la iglesia ha establecido un orden de cosas en el que un hombre ocupa este puesto de dirección de la asamblea?» ¡Con ello se niega en la práctica la presidencia del Espíritu Santo! Él podría desear llamar a esta o a aquella persona al ministerio, pero ello queda bloqueado y obstaculizado por el orden humano. En muchas de las iglesias, los servicios son programados de antemano, ¡a veces con días de adelanto! En la Escritura no encontramos nada así. Puede que esto se haga con buenas intenciones, pero desde luego no se trata del orden de Dios.

Después de hablar del motivo para el ministerio en el capítulo trece de Primera Corintios (el amor), el apóstol Pablo da en el capítulo catorce los simples principios que deben gobernar el ministerio en la asamblea. La primera parte del capítulo destaca la solicitud que el amor debería tener cerciorándose de que no ocupa el tiempo hablando de cosas que otros que estén presentes no puedan comprender. Esto mismo era lo que estaba sucediendo en Corinto. Había aquellos que usaban el don de lenguas sin intérprete. Como consecuencia, los de la asamblea desconocían lo que se estaba hablando. El apóstol muestra que si una persona haba sin esta solicitud, está en realidad hablando como una trompeta que da un sonido incierto. La gente no sabe como responder al mismo porque no saben qué es lo que se está diciendo. Esto es especialmente importante para los cristianos que se reúnen en conformidad a la Escritura, porque uno podría estar hablando de manera que los santos no le pueden comprender. Si las cosas que una persona tiene para decir no son para la edificación, exhortación y consolación de todos, entonces mejor le sería no hablar. El amor y la solicitud por el bien de los demás deben gobernar esto (1 Co. 14:1-11). Sea cual sea el don, el principio es el mismo, y es una guía para nosotros hoy.

Este principio subyacente, entonces, es que nuestro ministerio debe ser para la edificación de todos. Pablo dijo que sería mejor hablar poco en la asamblea (5 palabras) y que todos le comprendiesen y sacasen provecho de ello, que hablar muchísimo (10.000 palabras) y que nadie le comprendiese (1 Co. 14:12-17).

También muestra que si la iglesia se reúne según el orden de Dios para el ministerio, recibiendo el Espíritu de Dios el puesto que por derecho le corresponde en la asamblea para dirigir el ministerio, que los que acudan a tales reuniones recibirán un poderoso ministerio (1 Co. 14:23-25).

Luego, muestra que cuando los santos se reúnen, «todos» los que tienen algo que contribuir deben tener libertad para ministrar en la asamblea, para el provecho espiritual de todos (1 Co. 14:26). Pasa a decir que aunque todos puedan tener algo, no significa que todos deban hablar. Deben esperar la guía del Espíritu. En diferentes ocasiones, podrán hablar varios según el Espíritu guíe. (Profetizar, aquí, no es la predicción de cosas del futuro, como algunos pudieran suponer, sino la proclamación de la mente de Dios para la necesidad presente.)

La libertad del Espíritu no consiste, como piensan algunos erróneamente, en la libertad de los santos para hablar en las reuniones de asamblea como deseen. Recordemos que se trata de la libertad del Espíritu, y no de la nuestra. No debemos hablar, excepto que seamos conducidos por el Espíritu para hacerlo. Puede haber, y habrá en ocasiones, una persona que será impulsada por la carne, que se precipitará y que gastará el tiempo en un habla sin provecho que no edifica a los santos. Pero la asamblea no es una plataforma para la carne. «Y los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas,» lo que significa que la persona debería saber cómo ejercer el dominio propio y refrenarse de hablar en tales ocasiones. A pesar de esa exhortación, tal persona piensa a menudo que lo que está diciendo es provechoso para los santos, y en consecuencia insiste en hablar. En este capítulo, Pablo muestra que la asamblea tiene un recurso. Dice: «Asimismo, los profetas hablen dos o tres, y los demás disciernan.» Una asamblea escrituraria es responsable de «juzgar» el ministerio en medio de ella. Y si dicho ministerio no es provechoso, tiene autoridad para ejercer una piadosa disciplina, llamando al tal a que calle en las reuniones. Esto algunas veces recibe el nombre de «silenciamiento» (1 Co. 14:27-33).

En los versículos 34-40 el apóstol muestra el puesto que las hermanas deben asumir en las reuniones públicas; y luego concluye el capítulo dando un último principio de gobierno. «Pero hágase todo decentemente y con orden» (1 Co. 14:40).

Finalmente, en el capítulo quince de Primera Corintios, el apóstol destaca que en la asamblea debe mantenerse una sana doctrina. Los corintios se habían extraviado tocante a la doctrina de la resurrección, y él corrigió sus conceptos errados. Este es un principio importante para nosotros. También debemos mantener la sana doctrina en la asamblea.

De este modo, se nos ha dado el orden de Dios para el ministerio en la iglesia. Pero observemos: no encontramos que se diga nada acerca de uno o dos hombres (Pastores) establecidos para llevar a cabo el ministerio para el resto. Si Dios hubiera querido que ésta fuera la forma del ministerio en la iglesia, lo habría dicho en estos capítulos que tratan de esta cuestión. Pero no hay una sola palabra aquí acerca de ello.

Además, si sólo unos pocos debían tener el puesto de ministerio en la iglesia (o sea, el clero), entonces los capítulos acerca del ministerio habrían sido escritos específicamente para ellos; éste es el caso en el sistema mosaico, donde el Señor dio instrucciones específicas a aquella compañía especial de personas (los sacerdotes) que habían sido puestas aparte del resto del pueblo para llevar a cabo los servicios del tabernáculo. Pero no hay nada de todo ello en esos capítulos. Las instrucciones se dan a toda la iglesia.

«¿Significa esto que usted no cree en tener un pastor?»

De lo anterior, algunos podrían deducir que no creemos en tener pastores, pero creemos bien explícitamente en tener pastores en la asamblea, porque la Biblia se refiere a ellos (Ef. 4:11). Un pastor es una persona que ha recibido el don de pastorear a la iglesia de Dios. Es uno de los muchos dones que Cristo ha dado a la iglesia. A lo que objetamos es a lo que las iglesias denominacionales designan como «pastor». Ellos han transformado el don de pastor en algo que no se encuentra en la Escritura. Han tomado un término escriturario y lo han asignado a una posición clerical que no se encuentra en la Biblia. ¡Y, lo que es peor, una persona puede ocupar tal posición y no tener siquiera el don de pastor! Puede que tenga el don de evangelista o de maestro, etc., ¡y sin embargo le dan el título de «Pastor»! Es triste la confusión que todo esto ha traído a la casa de Dios.

Títulos lisonjeros

Las organizaciones eclesiales de la Cristiandad no sólo han creado un cargo que no existe en la Palabra de Dios, sino que también emplean diversos títulos para dicho cargo que no existen en la Palabra de Dios. Títulos como «Ministro», «Pastor» o «Doctor en Teología» son dominantes en la mayoría de las denominaciones.

Es cierto que las palabras «ministro» y «pastor» se mencionan en la Biblia, pero nunca se usan como un título. El término pastor se usa como descripción de un don, no como un título de un clérigo. De hecho, la Palabra de Dios dice: «No haré ahora acepción de personas, ni usaré con nadie de títulos lisonjeros. Porque no sé hablar lisonjas; de otra manera, en breve mi Hacedor me consumiría» (Job 32:21-22).

El Señor Jesús dijo: «Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno solo es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro en la tierra a nadie; porque uno es vuestro Padre, el que está en los cielos. Ni seáis llamados maestros; porque uno solo es vuestro Maestro, el Cristo. El mayor de vosotros, será vuestro servidor. Porque cualquiera que se ensalce a sí mismo, será humillado, y el que se humille a sí mismo, será ensalzado» (Mt. 23:8-12). Sin embargo, y en contradicción a una Escritura tan clara, algunas denominaciones llaman «Padre» a sus clérigos. Otras organizaciones eclesiales usan el título «Doctor». La palabra «Doctor» proviene del latín docere, que significa «enseñar». Doctor significa maestro. Esto es algo que el Señor dijo que no debíamos llamarnos unos a los otros. Cuando un hombre es presentado a la iglesia como «doctor», la implicación es que sus palabras tienen mayor autoridad debido a su título. Eso, naturalmente, carece totalmente de fundamento en las Escrituras. No estamos diciendo que sea malo tener el título de «Doctor» en campos académicos seculares, pero no tiene lugar en las cosas de Dios.

Otras denominaciones han llegado tan lejos como para usar el título de «Reverendo» o «Reverendísimo». ¡La Biblia dice que «Reverendo» es uno de los nombres del Señor! La traducción del Salmo 111:9 al castellano «Santo y temible es su nombre», significa «Santo y reverendo es su nombre». La Biblia de las Américas dice del término aquí traducido «temible»: «i.e., "que inspira reverencia".» ¿Deberían los hombres asumir el nombre del Señor y añadirlo al de ellos? Desde luego que no.

Cuando los licaonios intentaron dar nombres exaltados a Bernabé y a Pablo, éstos los rehusaron, diciendo: «Varones, ¿por qué hacéis esto? Nosotros también somos hombres semejantes a vosotros» (Hch. 14:15). Los siervos del Señor deberían también hoy rehusar esos títulos lisonjeros.

La Palabra de Dios enseña que los pastores son sencillamente uno de los muchos dones que Cristo ha dado (Ef. 4:11). ¿Por qué deberíamos establecer este don en la iglesia con un título oficial como poseyendo la preeminencia sobre los demás? No hay una línea de la Escritura que indique que la iglesia debiera hacer tal cosa.

La elección de un «pastor»

La práctica de que la iglesia elija al llamado «pastor» es también algo ajeno a Dios. Nos referimos al proceso de cómo llega un clérigo a presidir sobre una iglesia local. El procedimiento normal es que el candidato a «Pastor» o «Ministro» sea invitado a una iglesia, donde se le da la oportunidad de probar su valía predicando algunos sermones. Si su predicación es aceptable para la gente de la iglesia, le votarán para aceptarlo como su «Pastor». Pero esto está muy lejos del orden de Dios.

En primer lugar, la Palabra de Dios, que debe ser siempre nuestra guía, no da instrucciones para tal cosa. De hecho, no hay una sola asamblea local en la Biblia que escogiera a un pastor. ¡Ni una! Tampoco ningún apóstol designó jamás a un pastor para una iglesia local. En realidad, la Escritura advierte en contra de que la iglesia escoja a sus maestros, diciendo: «Vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, acumularán para sí maestros conforme a sus propias concupiscencias» (2 Ti. 4:3).

En segundo lugar, la idea de designar a un «Pastor» es pura y simplemente el principio mundano de la democracia. Pone al hombre en una posición muy incómoda. Si de veras quiere aquel cargo en la organización, se siente tentado a decirles a la gente lo que quieren oír. Generalmente se trata de temas como «Amor y matrimonio» o «Profecía». Cualquier clase de ministerio a la conciencia quedará probablemente muy abajo en la lista. Incluso después de recibir el cargo en la iglesia, se encuentra constantemente tentado a contemporizar tocante a la verdad, a causa de la gente; porque sabe que si la asistencia se reduce, se reconsiderará la oportunidad de que siga en el cargo. Necesita tenerlos contentos. ¡El resultado es que el pueblo puede controlar, y a menudo controla, la clase de persona y de ministerio que quieren oír! Viviendo bajo esta clase de condicionantes, llega verdaderamente a ser el «Pastor» de ellos. Comparar Jueces 17:7-13 («Mi sacerdote»). Sin embargo, esto dista mucho de la manera en que los siervos del Señor ministraban en la Biblia.

Además, es malo poner el poder de un voto en las manos de los jóvenes y de los nuevos convertidos. Sencillamente, no están establecidos en la verdad, ni experimentados de manera suficiente en las cosas divinas para poderse formar un juicio espiritual de tal magnitud.

El Señor de la cosecha dirige los dones

Cuando en la Escritura se hace referencia a la condición de Cabeza de Cristo, es en relación con los asuntos corporativos de la iglesia; cuando se hace referencia a Su Señorío, es en relación con Su guía soberana de los creyentes a nivel individual. Por ello, no leemos de Cristo como «el Señor de la Iglesia». Sin embargo, la Escritura sí dice que Él es el «Señor de la cosecha» (Mt. 9:38). Él (y no la iglesia) envía a Sus obreros como individuos allá donde quiere que le sirvan. Cuando Cristo da dones, ellos son responsables de manera directa ante Él en su ministerio. Como ya hemos hecho ver, los dones proceden de Cristo en el cielo y son para el beneficio espiritual de Su cuerpo entero. Una persona con un don específico debería tratar de ministrar a toda la iglesia de Dios (cuando pueda hacerlo sin comprometer principios escriturarios), y no debería limitarse a una secta que los hombres haya constituido en su seno. Su don es para la edificación de todo el cuerpo.

No sólo es Cristo la fuente de esos dones, sino que Él es también el director de ellos. En tanto que esos diversos siervos estén en comunión con el Señor, Él los dirigirá en su esfera de servicio. Por cuanto la fuente y la guía de los dones es Cristo en el cielo, los dones están más allá de poder ser controlados por ninguna organización religiosa terrenal (de factura humana), como tantas veces sucede con las iglesias en la Cristiandad. A menudo oímos decir a la gente que «el Pastor tal y cual» fue enviado por una organización determinada para llevar a cabo un ministerio. Pero no existe en la Escritura el concepto de que la iglesia (o una organización dentro de la iglesia) envíe a una persona dotada a cierto lugar para que sirva al Señor. La Escritura dice: «Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies» (Mt. 9:38). Y de nuevo dice la Escritura: «Mientras estaban ésos celebrando el culto del Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado. Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron. Ellos, entonces, enviados por el Espíritu Santo, descendieron a Seleucia» (Hch. 13:2-4).

Es evidente, en estos versículos, que el Señor es, por el Espíritu, el Único que envía a Sus siervos. La iglesia debería reconocer un don como enviado por el Señor, y debiera dar al tal «la diestra en señal de compañerismo», lo que puede incluir un don práctico de ayuda financiera (Gá. 2:9). Pero la iglesia no los envía. Los de Antioquía no tuvieron voz ni voto acerca de si Bernabé y Saulo debían ser enviados por el Señor. Sencillamente, «los despidieron», porque reconocieron que el Señor, por el Espíritu, los enviaba.

Un escritor antiguo ha dicho: «Podemos detenernos aquí por un momento para examinar la obra (en el libro de los Hechos). Samaria estaba evangelizada, los gentiles habían sido admitidos en el reino en Cesarea, y los griegos convertidos en Antioquía; este es el sumario del relato. Aparte de la obra en Judea y en Jerusalén, todo se llevaba a cabo sin dirección apostólica ni autoridad humana. El Espíritu Santo abría, por así decirlo, campos de labor con independencia de toda dirección humana. Lo que hizo entonces podemos contar con que Él siga haciéndolo aún. Es sabio dejar que Él obre Su voluntad, y entonces, como los Apóstoles, reconocer bien dispuestos lo que Él ha hecho. El ejercicio del ministerio de la Palabra nunca estuvo sujeto en los primeros tiempos a la dirección apostólica. ¿Debería acaso subordinarse hoy a los hombres, por piadosos y fervientes que sean? Nosotros hacemos la pregunta. El lector puede seguramente responder a ella.»

Si el Señor enviase a un hombre con el don de pastor entre nosotros, deberíamos reconocer este don y dejarle ministrar como tal. ¡No debemos hacer una votación para decidir si le queremos como nuestro pastor o no, y, si nos resulta aceptable, constituirlo en un «cargo» de la iglesia que no existe en la Escritura! Él no es nuestro siervo, sino el siervo del Señor. J. N. Darby dijo: «Si Cristo ha considerado apropiado darme un don, debo negociar con mi talento como siervo que soy, y la asamblea no tiene nada que ver con ello: yo no soy el siervo de ellos ... rehúso de plano ser siervo de ella. Si hago o digo cualquier cosa que de manera personal demande disciplina, esto es otra cosa; pero al negociar con mi talento no actúo en ni en nombre de una asamblea. Cuando salgo a enseñar, lo hago individualmente para ejercer mi don. ... Los que mantienen esas ideas (clericales) niegan el Señorío de Cristo; quieren que la asamblea, o ellos mismos, detenten el señorío. Si soy siervo de Cristo, debo servirle en la libertad de Espíritu. Pero ellos quieren hacer de los siervos de Cristo los siervos de la asamblea, y niegan el servicio individual responsable ante Cristo. ... Soy libre para actuar sin consultar con ellos en mi servicio a Cristo; ellos no son los amos de los siervos del Señor.»

Es evidente que un siervo del Señor que tenga los pensamientos de Dios acerca de la iglesia no puede ser el Ministro de una secta sin comprometer la verdad. Puede ministrar a los que están conectados con sectas si los encuentra, porque son miembros del cuerpo de Cristo, pero si desea ser dirigido por el Señor no puede limitarse a una secta. Es un terreno demasiado estrecho. A. H. Rule dijo: «El Señor tiene delante de Sí a toda la iglesia, y si el siervo es responsable ante Él, ¿cómo puede someterse a una secta y ser fiel a la vez a la misma y al Señor? Es imposible. Si un hombre es un Ministro Presbiteriano, está bien claro que no es un Ministro Bautista. Si es un Ministro de cualquier secta, eso le excluye del resto, y su ministerio queda necesariamente confinado a la secta a la que pertenece, o a sus intereses.»

El siervo del Señor no se debe permitir quedar atado y encadenado por una organización denominacional de hechura humana. El apóstol Pablo no se dejó atrapar bajo el poder de ninguna especie de organización de hechura humana. Dijo: «¿Trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo» (Gá. 1:10). También dijo: «El que en el Señor fue llamado siendo esclavo, es liberto del Señor; asimismo el que fue llamado siendo libre, es esclavo de Cristo. Por precio fuisteis comprados; no os hagáis esclavos de los hombres» (1 Co. 7:22-23).

Los siervos de Dios no deben ser asalariados

En conexión con la práctica errónea de escoger un «Pastor» está la de asalariar a dicho hombre. La Biblia en ninguna parte indica tal cosa. Nadie (ni un hombre ni una organización humana) debe asalariar al siervo de Dios, porque está al servicio de un más alto Amo. Como ya hemos visto, puede ser una práctica peligrosa, porque cuando uno recibe su salario de una organización determinada, tiende a hacerse siervo de aquella organización. Naturalmente, las organizaciones eclesiales no consideran asalariados a los clérigos que emplean, pero hay muchas cosas que se podrían citar que mostrarían que en la práctica este arreglo no es desde luego mucho más que eso. Tenemos un ejemplo de ello en una carta que recibimos recientemente de un hombre que incluía una tarjeta de visita que le identificaba como Ministro «jubilado» de una denominación bien conocida. Preguntamos: ¿Retira acaso el Señor a Sus siervos a los 65 años, como lo hacen las varias denominaciones? Cosas como éstas hacen que uno se pregunte si esta falsa posición en la iglesia llega a ser un mero empleo para algunos clérigos.

¿Cómo se debería mantener económicamente a los siervos del Señor?

Se podría hacer esta pregunta: ¿Cómo pues debería mantenerse económicamente a los siervos del Señor? Si no deben recibir un salario, ¿cómo deben ser sustentados? Debemos volver de nuevo a la Palabra de Dios para la respuesta. Encontramos allí que el Apóstol Pablo y otros que servían con él son un ejemplo de cómo los siervos del Señor deben llevar a cabo su servicio para Él. Ellos eran «siervos de Jesucristo», no siervos de una secta o división en la iglesia (Ro. 1:1; Fil. 1:1; 2 P. 1:1; Jud. 1, etc.). Creían que el Señor les había enviado para su obra, y que, si Él los había enviado, también se cuidaría de ellos. «¿Quién fue jamás soldado a sus propias expensas?» (1 Co. 9:7). De modo que ellos «salieron por amor del nombre de Él, sin aceptar nada de los gentiles (de las naciones)», por cuanto confiaban que Dios supliría todas sus necesidades (3 Jn. 7; Fil. 4:19). Actuar de esta manera precisó de parte de ellos del ejercicio de la fe.

En aquellos tempranos días de la iglesia había dos maneras en que los siervos del Señor eran sustentados económicamente. En primer lugar, se sustentaban con el propio trabajo. El apóstol Pablo es un ejemplo de esto. Trabajaba haciendo tiendas mientras servía al Señor (Hch. 18:3). Podía decir: «Vosotros mismos sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido. En todo os he mostrado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir» (Hch. 20:34-35; 18:3). A los tesalonicenses, Pablo dijo: «Ni comimos de balde el pan de nadie, sino que trabajamos con afán y fatiga día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros; no porque no tengamos derecho, sino por daros nosotros mismos un ejemplo para que nos imitéis» (2 Ts. 3:8-9).

En segundo lugar, los siervos del Señor eran sustentados por dones de los santos que deseaban expresar su compañerismo con la obra a que estaban dedicados. Esos dones procedían de dos fuentes: de asambleas locales, como Pablo dijo a los filipenses: «Sin embargo, bien hicisteis en participar conmigo en mi tribulación» (Fil. 4:14-17); y de parte de individuos, como dice a los gálatas: «El que está siendo instruido en la Palabra, haga partícipe de toda cosa buena al que lo instruye» (Gá. 6:6; He. 13:16; 1 Ti. 6:17-19).

Sin embargo, los siervos del Señor tuvieron buen cuidado en no «aceptar nada de los gentiles (de las naciones)» entre las que fueron a predicar la Palabra de Dios (3 Jn. 7). Hicieron esto para refutar todo concepto que el mundo pudiera tener de que el evangelio es algo que uno pueda comprar. Creemos que éste sigue siendo el modelo para los siervos de Dios.

Las organizaciones paraeclesiales:
¿Ayuda u obstáculo para el Evangelio?

William MacDonald ha dicho:

«En años recientes ha habido un estallido organizativo en la Cristiandad de una proporción tal que produce mareos. Cada vez que un creyente tiene una nueva idea para impulsar la causa de Cristo, ¡forma una nueva junta misionera, corporación o institución!

»Un resultado de ello es que maestros y predicadores capaces han sido apartados de sus ministerios primordiales para trabajar como administradores. Si todos los administradores de juntas misioneras estuviesen trabajando en el campo misionero, esto reduciría en gran manera la necesidad de personal que hay allí.

»Otro resultado de la proliferación de organizaciones es que se precisa de enormes cantidades de dinero para estructura, y que por ello no quedan disponibles para la proyección misionera directa. La mayor parte de cada cantidad que se da a muchas organizaciones cristianas se dedica a los gastos de manutención de la organización, en lugar de para el propósito principal para el que la organización existe.»

Recapitulación de los principales
errores del sistema clerical

En las páginas precedentes hemos mostrado de manera concluyente que el concepto del sistema clerical en el que se establece a un llamado «Pastor» o «Ministro» sobre una congregación de cristianos no está sustentado en el Nuevo Testamento. Y no se trata sólo de que no está sustentado en el Nuevo Testamento, sino que es contrario a sus enseñanzas. Los siguientes puntos son una breve recapitulación de los principios que hemos cubierto en las páginas precedentes, y que muestran por qué la posición clerical en la iglesia no es acorde a la Palabra de Dios.

1) Viola el principio del sacerdocio de todos los creyentes. (1 P. 2:5; Ap. 1:6; 5:10; He. 13:15-16).

2) Prohíbe el libre ejercicio de los dones en la asamblea al limitar de manera arbitraria el ministerio a una persona (o varias) que tengan derecho oficial a ello (1 Co. 12 y 14).

3) Donde haya uno o dos hombres primariamente responsables por la enseñanza en la iglesia (local) como sucede en el caso de un llamado «Pastor» o «Ministro», no hay recurso para comprobar y equilibrar la enseñanza. Consiguientemente, existe el peligro de interpretaciones unilaterales, si no de doctrina falsa como tal. En cambio, allí donde el Espíritu Santo tiene libertad para hablar por medio de los varios dones en la asamblea, salen a la luz más facetas de la verdad. Hay también una mayor inmunidad frente al error cuando todos los santos comparan asiduamente Escritura con Escritura (1 Co. 14:26-32).

4) Tiende a promover la apatía entre los congregantes. Por cuanto el sistema no da libertad a las personas a contribuir en el ministerio, a menudo se da una falta de ejercicio en las cosas divinas. Muchos piensan que no deben preocuparse acerca del ministerio, por cuanto la iglesia está pagando a alguien (al clérigo) para que lleve a cabo este servicio para ellos. Por consiguiente, el desarrollo del ejercicio y del crecimiento espiritual en los santos queda dificultado por este arreglo (1 Co. 3:1-4; He. 5:11-14).

5) Favorece que las personas se reúnan en torno a un orador dotado, y esto viola los principios de Dios de que los cristianos deben reunirse por el Espíritu al Nombre del Señor Jesucristo (1 Co. 1:12-13; 3:1-4; Mt. 18:20).

6) Interfiere en la responsabilidad inmediata del siervo para con el Señor en el ejercicio de su don. La persona (el clérigo) resulta responsable ante la organización humana sobre él que le paga el salario. Él es responsable de mantener sus normas y métodos de ministerio y de alcanzar las metas que la organización le haya marcado; así, tiende a ser controlado por la organización (1 Co. 7:22-23; Gá. 1:10).

¿Qué piensan los «pastores» acerca de todo eso?

Quizá alguien vaya a preguntar al «Ministro» o «Pastor» de su denominación acerca de esas cosas, y le dirán que nosotros no tenemos razón. Esto es fácil de comprender. Lo más probable es que no acepte esas verdades porque condenan la misma posición sobre la que se encuentra. Si esas cosas son ciertas (y desde luego lo son), entonces, ¿dónde queda el hombre que ocupa la posición de un «Pastor»? Estar en «el ministerio» es una profesión. ¡Para él, las ramificaciones prácticas de aceptar esta verdad implican que se queda sin trabajo! No estamos con ello insinuando que esté sólo en «el ministerio» para tener un empleo. Puede que lleve a cabo su trabajo y que lo haga al máximo de sus capacidades, pero sigue estando en una posición que no se encuentra en la Palabra de Dios. Si el cristiano promedio quisiera abandonar el orden de hechura humana que se encuentra en las iglesias para practicar el verdadero cristianismo bíblico, no tendría tanto que perder como el clérigo. Si un clérigo quiere ser fiel a la Palabra de Dios, le costará mucho más. Pero si actúa en obediencia al Señor, Dios le compensará con creces, porque Él ha dicho: «Yo honraré a los que me honran» (1 S. 2:30; 2 Cr. 25:9).

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Traducción: © Copyright Santiago Escuain 1998
© Copyright SEDIN 2006 para esta presentación electrónica, www.sedin.org. Este texto se puede reproducir libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.


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