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EL ORDEN DE DIOS
para los cristianos que se reúnen
para el Culto y el Ministerio

La respuesta bíblica al orden eclesiástico tradicional

Por Bruce Anstey



Vª Sección

La administración local en la iglesia
—La diferencia entre don y oficio—


Entre los cristianos casi siempre se confunde entre «don» y «oficio». Intentar localizar un don (como el de pastor) para que funcione como un oficio en la iglesia es una clara prueba del malentendido que existe acerca de esta cuestión. Don y cargo son dos cuestiones diferentes en la Escritura. El don se ejerce en relación con el cuerpo de Cristo; el oficio es una responsabilidad en relación con la casa de Dios. El don es para la edificación mientras que el oficio tiene que ver con la administración. En tanto que un don es universal (para todo el cuerpo), el oficio tiene el carácter de cargo local (esto es, para una asamblea local).

Hay una excepción a esto, que es la del apostolado. El apostolado es a la vez un oficio y un don. Es el único caso en la Escritura en el que el oficio es algo universal (Hch. 1:20; 1 P. 5:1). Doce de los discípulos del Señor fueron designados para el «oficio» de apostolado (Mr. 3:14; Lc. 6:13; Hch. 1:20). Esto lo hizo el Señor estando aún en la tierra. Cuando Judas cayó por transgresión, aquel «oficio» fue tomado por otro (Hch. 1:16-26). Sin embargo, ellos recibieron el «don» celestial de apostolado después que el Señor hubiera muerto y tras Su resurrección hubiese ascendido a Su posición celestial a la diestra de Dios. Los dones, como hemos mencionado, descienden de Cristo en el cielo. «Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres ... Y él mismo dio: unos, los apóstoles ...» (Ef. 4:8-11, RV).

Un individuo que tenga un cargo local (u oficio) en una asamblea puede que tenga también un don para la enseñanza o predicación públicas (1 Ti. 5:17), pero cuando a Escritura trata acerca de los temas de don y de oficio, nunca confunde entre ambas cosas.

Cuando comprendemos la diferencia entre esas dos cosas como las distingue la Escritura, podemos ver cuán lejos dista de la verdad la siguiente declaración: «Él es el Pastor de una iglesia.» Bajo circunstancias normales, el siervo del Señor nunca es «el» don singular en una iglesia local. Tampoco debe restringir el ejercicio de su don a «una» iglesia local; ni siquiera a una cierta secta dentro de la iglesia. Su don es para todo el cuerpo de Cristo. Para ser preciso y ajustarse a las Escrituras, se debería decir: «Él es un pastor en la iglesia.»

Ancianos, supervisores (obispos) y guías

Aparte del apostolado, hay sólo dos oficios en la iglesia. El primero es el de supervisor (obispo) / anciano / guía, y es el medio normal de guiar a una asamblea en sus responsabilidades administrativas. El fondo de su trabajo pertenece particularmente al bienestar espiritual de una asamblea local. Las tres palabras que se usan en las epístolas para los que funcionan en este oficio son «ancianos», «supervisores (obispos)» y «guías». Esas palabras pueden usarse de manera indistinta para el mismo oficio. Véase Hechos 20:17 con 28, Tito 1:5 con 7, Primera Pedro 5:1-2.

Ancianos (presbuteroi) describe la madurez y experiencia que debería pertenecer a aquellos que ocupan este puesto. Se refiere a los de edad avanzada. Sin embargo, no todos los hombres de gran edad en una asamblea funcionan necesariamente en este puesto de liderazgo responsable (1 Ti. 5:1; Tit. 2:2). Esto se debe a que puede que no todos tengan la experiencia, el interés o los requisitos morales necesarios (1 Ti. 3:1-7; Tit. 1:6-9).

Obispos o supervisores (episkopoi) describe la obra que llevan a cabo: pastoreando el rebaño (1 P. 5:2; Hch. 20:28), velando por las almas (He. 13:17); amonestando (1 Ts. 5:12), etc.

Guías o pastores (hegoumenos) describe el liderazgo que deben ejercer en la asamblea local.

La Escritura se refiere a los que ocupan este puesto como aquellos que «os dirigen en el Señor» (1 Ts. 5:12-13, BAS), «vuestros guías» (He. 13:7, BAS), «vuestros pastores» (He. 13:17, 24); véase también Primera Corintios 16:15-18 y Primera Timoteo 5:17, «Los ancianos que gobiernan bien ...»). Siempre son designados en plural cuando son contemplados laborando en su puesto. Pueden ser mencionados en singular si se hace refiriéndose a su carácter personal (1 Ti. 3:1-7), pero cuando están llevando a cabo su obra, es en plural. Esto muestra que no se trata de un ministerio de una sola persona. Es una salvaguarda divina dada a los ancianos, para que ninguno entre ellos quiera exaltarse y presidir sobre una asamblea. Triste es reconocerlo, no se ha prestado atención a este punto, y en ocasiones los hombres se han levantado para imponer su dominio (Hch. 20:30). Además, hay versiones que traducen los versículos anteriormente citados como «que os presiden en el Señor» (1 Ts. 5:12), y «vuestros pastores» (He. 13:17, 24). Esas traducciones podrían dar la idea de que esas personas deben presidir por encima de la grey de Dios, lo que, naturalmente, no es cierto. Esos versículos deberían ser traducidos: «Los que os guían en el Señor». Ellos tienen su lugar entre los otros miembros de la grey. El único lugar donde vemos a alguien en la Escritura presidiendo sobre una asamblea local es el caso de Diótrefes: y era un malvado (3 Jn. 9-10).

¡Qué diferente es esto del orden que los hombres han dispuesto en sus denominaciones! El camino de Dios es tener una pluralidad de obispos en una iglesia (asamblea) local. (Fil. 1:1; Hch. 20:28; Tit. 1:5); el camino de los hombres es tener un obispo sobre muchas iglesias (o asambleas).

«Guiar en el Señor» no se refiere necesariamente a guiar con la enseñanza o predicación pública, sino en los asuntos administrativos de la asamblea. Confundir entre ambas cosas es comprender mal la diferencia entre el don y el oficio. Sin embargo, deberían ser «aptos para enseñar» (cp. 1 Ti. 3:2). Eso se refiere a que han de ser capaces de exponer la Palabra tal como han sido enseñados, aunque no necesariamente tengan el don de maestro (Tit. 1:9). Puede que alguno de los que «guían» no enseñen, pero es bueno y útil cuando pueden hacerlo (1 Ti. 5:17).

Los que están en este puesto de liderazgo responsable son contemplados en el libro de Apocalipsis bajo las figuras de «estrellas» y «el ángel de la iglesia» (Ap. 1:20; 2:1, 8, 12; 3:1, 7, 14). Como «estrellas» deben dar testimonio de la verdad de Dios (los principios de la Palabra) como candeleros en la asamblea local. Esto muestra que deben estar instruidos en la Palabra (Tit. 1:9). Cuando la asamblea es confrontada con un problema o una cuestión, deberían poder dar luz de la Palabra de Dios acerca de qué debería hacer la asamblea. Hechos 15 nos da una ilustración acerca de su obra. Después de oír el problema que estaba agobiando a la asamblea, Pedro y Jacobo, como «estrellas», dieron luz acerca de la cuestión. Jacobo aplicó un principio de la Palabra de Dios, y luego dio su juicio acerca de lo que creía que el Señor quería que hiciesen (Hch. 15:15-21).

Como «el ángel de la iglesia», aquellos que están en este puesto de responsabilidad actúan como mensajeros para comunicar la mente de Dios en la asamblea en cuanto a actuar. Esto también queda ilustrado en Hechos 15. Después de haber determinado lo que se creía que era conforme a la mente del Señor en relación con el problema, «tomaron el liderazgo» en la asamblea local para llevar a cabo Sus propósitos. Expusieron sus conclusiones ante la asamblea a fin de no actuar con independencia de ellos, que también creían que la conclusión alcanzada era conforme a la mente del Señor. Esto fue seguido por una carta enviada a los hermanos en Antioquía, notificándoles cómo se había resuelto la cuestión (Hch. 15:22-23).

En algunos respectos, la obra de los pastores y de los ancianos es similar. Ambos son llamados a pastorear y a alimentar el rebaño. Pero los dos no son nunca confundidos. El pastor no localiza su servicio, mientras que el anciano / supervisor / guía sí lo localiza.

Diáconos

Mientras que los que están en el oficio de anciano / supervisor / guía se ocupan del bienestar espiritual de una asamblea local, los que tienen el oficio de diácono deben estar ocupados en los cuidados temporales de una asamblea local (Hch. 6:1-6; 1 Ti. 3:8-13). El término «diácono» se podría traducir «ministro», porque en la Biblia el ministerio no se limita sólo a cosas espirituales (Lc. 8:3; Hch. 6:1, RV, «el ministerio cotidiano», 12:25; 13:5; Ro. 16:1). Los diáconos ejercen el ministerio en las cosas temporales, pero su servicio para el Señor no tiene por qué quedar limitado exclusivamente a esto. Si tienen un don de ministerio de la Palabra, pueden ejercer este don según el Señor les quiera dirigir (1 Ti. 3:13). Tanto Esteban como Felipe, que eran diáconos, tenían también dones para ministrar la Palabra. Esteban estaba dotado como maestro (Hch. 7), y Felipe estaba dotado como evangelista (Hch. 8:5-40; 21:8). Las hermanas pueden también servir como diaconisas. Romanos 16:1 (RVR) dice: «Os recomiendo además nuestra hermana Febe, la cual es diaconisa de la iglesia en Cencrea.» Sin embargo, probablemente no tendrían tal puesto en un sentido oficial, porque Pablo había dicho que los diáconos debían ser «maridos de una mujer», lo que demuestra que los diáconos eran hombres (1 Ti. 3:12). Los que estaban en este oficio debían también exhibir rasgos morales en sus vidas similares a los requeridos en los ancianos / supervisores / guías.

La elección de los ancianos

Se podría plantear esta pregunta: «¿Cómo entraban las personas en esos oficios?» En cada caso que vemos en las Escrituras con respecto a ellos, eran escogidos. ¡Pero en ningún pasaje de la Escritura leemos que los ancianos fueran escogidos por la iglesia! Así como hemos mostrado que no hay una asamblea local en la Biblia que escogiera a su pastor, tampoco hay una asamblea que escogiera a sus ancianos. ¡Pero, a pesar de ello, en la Cristiandad actual casi cada grupo eclesiástico escoge a sus ancianos! Preguntamos: ¿de dónde reciben ellos su autoridad para hacer tal cosa? En ningún pasaje de las Escrituras vemos que se confíe a una asamblea una elección tan difícil como la de escoger a sus ancianos, ello con independencia de la piedad e inteligencia de los que la constituyan. La Palabra de Dios dice que eran escogidos por los apóstoles. Dice la Escritura: «Les designaron ancianos en cada iglesia, y habiendo orado con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían creído» (Hch. 14:23). En ciertas ocasiones, los ancianos fueron escogidos por delegados de los apóstoles. Tito era uno de ellos. Fue enviado por Pablo a la isla de Creta con el propósito de ordenar ancianos. Incluso entonces, su comisión era sólo para aquel lugar. No estaba autorizado para ordenar en ningún otro lugar, a no ser que fuese encargado por el apóstol (Tit. 1:5).

La sabiduría de Dios se ve aquí en que los ancianos fuesen escogidos de manera específica para una asamblea. Si se hubiese dejado a la iglesia la tarea de escogerlos, podrían haber actuado con prejuicios, escogiendo a líderes que favoreciesen sus inclinaciones. Al ser una función apostólica, había menos peligro en este sentido.

En el caso de los diáconos, las iglesias locales los escogían. Un ejemplo de ello es Hechos 6:1-6. Algunos hombres fueron escogidos por la iglesia para el oficio de diáconos (aunque en este capítulo no se les da tal nombre de manera directa), pero fueron oficialmente designados para tal puesto por los apóstoles. Una iglesia local puede en la actualidad escoger a los tales para llevar a cabo los cuidados temporales en la asamblea, pero con todo no pueden ser constituidos oficialmente para el oficio de diácono, porque no hay ningún apóstol ni delegado apostólico para constituirlos.

Inexistencia de apóstoles en la
actualidad para designar ancianos

Todo el valor de la designación de una persona a un oficio depende de la legitimidad del poder que la designe. Y la Escritura no admite ningún poder para designar excepto el de un apóstol o el de un enviado que estuviera delegado por un apóstol para tal propósito. Pero, ¿dónde existe en la actualidad un delegado así que pueda presentar unas credenciales adecuadas de poseer una comisión apostólica para llevar tal designación a cabo? La Palabra de Dios no indica en ningún lugar que haya una continuidad de la potestad de ordenación. Por tanto, la iglesia no tiene en la actualidad la potestad de designar ancianos / supervisores / guías para su oficio, ni un diácono para su oficio, sencillamente porque no tenemos ningún apóstol o delegado apostólico para ello.

Nos damos cuenta de que esto es contrario a las creencias de algunos cristianos, que creen que hay apóstoles en la tierra en la actualidad. Pero la Biblia indica que no es así. Dice que la iglesia está edificada «sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien ajustado, va creciendo para ser un santuario sagrado en el Señor; en quien también vosotros sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Ef. 2:20-22). En este pasaje de las Escrituras, la formación de la iglesia es asemejada a la edificación de una casa. Comienza con la puesta de la principal Piedra del Ángulo (Cristo); luego se echa el fundamento (los apóstoles y los profetas), y finalmente el edificio sube de modo que se añade cada verdadero creyente; hasta que todo el edificio queda completado con la venida del Señor. Esto muestra que el puesto que ocupan los apóstoles y profetas en la iglesia es el de el fundamento. Fueron usados directamente por el Señor para establecer la iglesia al principio. Las epístolas que escribieron establecen el orden y la función de la iglesia: en ellos se ha establecido el fundamento de la iglesia. El Señor ya no da apóstoles a la iglesia, porque ya no está echando el fundamento. ¡Ha sido ya echado! De hecho, el edificio está a punto de quedar finalizado. Estamos esperando a las últimas personas que hayan de ser salvas, de modo que las últimas pocas piedras (vivas) sean puestas en su lugar en el edificio. El ministerio de los apóstoles y profetas permanece en la iglesia, en sus escritos inspirados; pero a ellos ya no los tenemos personalmente en la tierra (Ef. 4:11-13).

Tres requisitos para el apostolado

Por cuanto puede que haya algunos que siguen pensando que podría haber apóstoles sobre la tierra en la actualidad, presentamos los tres requisitos necesarios para que alguien pueda ser apóstol. Estos tres requisitos demuestran que no puede haberlos en la actualidad.

1) Tenían que haber visto al Señor personalmente (1 Co. 9:1; 2 Co. 12:2).

2) Tenían que ser escogidos y enviados directamente por el Señor (Lc. 6:13; Jn. 6:70; Hch. 9:15; 22:21).

3) Tenían que ser testigos de Su resurrección (Hch. 1:22; 1 Co. 15:8, 15).

Esas cosas nos muestran que en la actualidad no puede haber apóstoles sobre la tierra. Cualquier persona que en la actualidad pretenda ser apóstol sólo puede ser un impostor (Ap. 2:2; 2 Co. 11:13-15; 2 Ti. 3:13).

W. Kelly dijo:

«Es evidente que no tenemos ni apóstoles viviendo en la tierra, ni representantes como Tito, encargado por un apóstol para una tarea casi apostólica. La consecuencia es que en la actualidad, si uno está sujeto a la Palabra de Dios, no puede buscar ancianos en su forma oficial precisa. Si alguien pretende que puede haberlos, sería interesante saber qué base tiene en las Escrituras. Lo que se ha expuesto es, a mi juicio, suficiente para refutar tal pretensión. No se puede tener a nadie designado de manera formal y legítima para tal oficio a no ser que se tenga una potestad autorizada de manera formal y legítima por parte del Señor para designarlos. Pero no se tiene lo que es necesario de manera indispensable para certificar ancianos. No hay apóstoles ni funcionarios comisionados por los apóstoles para que actúen en nombre de ellos; por tanto, todo el sistema de designaciones se derrumba por la ausencia de una autoridad competente.»

¿Significa esto que usted no cree
en tener ancianos?

Alguien podría preguntar: «¿Significa esto que usted no cree en tener ancianos?» Aunque no tenemos a nadie para designar ancianos en la actualidad, no debemos pensar que la tarea de supervisar no sigue vigente. Dios no deja las asambleas locales sin guías. El Espíritu Santo sigue suscitando a hombres para que lleven a cabo esta obra (Hch. 20:28). En una reunión de cristianos que se congregan en conformidad a la Escritura, habrá normalmente entre ellos los que lleven a cabo esta tarea. Serán conocidos por la tarea que desempeñan; y deben ser reconocidos como tales, aunque no hayan sido oficialmente designados para este oficio. Debemos «reconocerlos» (1 Ts. 5:12; 1 Co. 16:15), «tenerlos por dignos» (1 Ti. 5:17), «acordarnos» de ellos (He. 13:7), «imitar» su fe (He. 13:7), «obedecerlos» (He. 13:17) y «saludarlos» (He. 13:24). Pero en ninguna parte de las Escrituras se indica a la iglesia que los ordene, sencillamente porque la iglesia no tiene potestad para tal cosa.

El Espíritu de Dios ha previsto plenamente el tiempo en que los apóstoles no estarían en la tierra para designar ancianos; y nos ha dado unos principios conductores de modo que pudiéramos conocer a aquellos a los que Él suscita para llevar a cabo esta tarea en la asamblea local. Había al menos dos asambleas a las que Pablo escribió que no tenían ancianos ordenados. Sin embargo, al escribir a las mismas marcó un principio que ponía aparte a ciertos de ellos para la obra en aquellas asambleas, y nos da una guía de gran valor en la actualidad, siendo que no tenemos una designación oficial de ancianos.

Al escribir a los corintios, les mandó que reconociesen a los de la casa de Estéfanas, y a otros como ellos, que se han puesto al servicio de los santos. Dijo que debían reconocer a los tales como guías, y que debían someterse a ellos (1 Co. 16:15-18).

Al escribir a los tesalonicenses, Pablo les dijo que reconociesen a los que trabajaban entre ellos para el bien de la asamblea. Dijo que serían conocidos por sus labores en medio del rebaño. Consiguientemente, debían tenerlos en mucha estima y amor por causa de su obra (1 Ts. 5:12-13).

En palabras de W. Kelly:

«¿Qué, entonces? ¿Acaso no hay aquellos que sean idóneos para ser ancianos u obispos, si hubiera apóstoles para constituirlos? ¡Gracias a Dios, no son pocos! Apenas si se puede contemplar una asamblea de Sus hijos sin oír de algunos graves ancianos que van tras los descarriados, que advierten a los desordenados, que consuelan a los abatidos, que aconsejan, amonestan y guían a las almas. ¿No son esos los hombres que podrían ser ancianos, si hubiera la potestad para designarlos? ¿Y cuál es el deber de un cristiano tal como están las cosas ahora, en el uso de lo que permanece? No digo que se les llame ancianos, pero desde luego deben ser tenidos en gran estima por causa de su obra, y amarlos y reconocerlos como aquellos que están sobre el resto de sus hermanos en el Señor.»

La ordenación

La mayoría de cristianos creen que antes que alguien pueda ministrar en la iglesia, debe ser ordenado. ¡Sin embargo, no hay una sola persona en la Biblia que fuese ordenada por los hombres para predicar el evangelio ni para ministrar la verdad de Dios a la iglesia! ¡Ni una!

Las llamadas organizaciones eclesiales de las que hemos estado hablando usan la ordenación como autorización para que una persona ministre entre ellos, pero la Escritura nunca lo presenta así. Si un cierto número de cristianos se organizan en lo que ellos llaman una iglesia, con sus propios credos y reglas de gobierno, es cosa cierta que nadie estaría libre de ministrar en su organización sin su autorización. Difícilmente podría ser de otra manera. A fin de cuentas, es su sistema. Si alguien quiere ministrar en dicha secta, tendrá que sujetarse a sus normas. Esto es una prueba evidente de que esas organizaciones son verdaderamente sectas.

Pero en la Biblia los obreros eran ordenados.

Algunos podrían contestar: «¿Pero no leemos de personas ordenadas en la Biblia?» Sí, la Biblia nos dice que Pablo y Bernabé ordenaron ancianos en cada ciudad en uno de sus viajes misioneros (Hch. 14:23). Pero nosotros preguntamos: «¿Se nos puede mostrar un solo ejemplo en la Escritura en el que Pablo, Bernabé o Tito jamás ordenaran a un pastor, a un maestro o a un evangelista? O, yendo más allá, ¿hay algún pasaje de la Escritura donde se nos muestre la ordenación de un profeta o de un sacerdote? No tenemos la más ligera insinuación de que ninguno de ellos fuese ordenado. ¿De dónde saca la gente esta idea? Repitamos la observación de W. T. P. Wolston: «La idea está en las cabezas de la gente, pero no en la Escritura.» Si hubiera sido la voluntad de Dios para la iglesia, en tal caso nos habría dado instrucciones en Su Palabra acerca de esto.

Ahora bien, es cierto que hubo hombres dotados que fueron ordenados, ¡pero no con el propósito de cumplir el ministerio del don de habían recibido! Los que fueron ordenados por los apóstoles (o por sus delegados) fueron escogidos para cumplir el oficio de supervisor / anciano / guía de una manera oficial. Por cuanto todos los creyentes tienen un don, esos hombres deben haber poseído un don. Algunos de ellos pueden incluso haber poseído el don de pastor o maestro (1 Ti. 5:17); pero, se debe insistir, su ordenación no se llevaba a cabo para que ejerciesen su don, sino para que cumpliesen el oficio para el que habían sido designados.

La imposición de manos

Se puede plantear la pregunta: «¿Y qué de Hechos 13:1-4, donde se dice: Había entonces en la iglesia que estaba en Antioquía, profetas y maestros: Bernabé, Simón el que se llamaba Níger, Lucio de Cirene, Manaén el que se había criado junto con Herodes el tetrarca, y Saulo. Mientras estaban éstos celebrando el culto del Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado. Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron. Esto parece señalar que es necesario que es necesaria la ordenación, incluso en el caso de un apóstol, antes de poder salir a predicar.»

En primer lugar, no hay justificación para decir que esto fuese una ordenación. No se dice que lo fuese. La palabra ordenar ni siquiera aparece en este pasaje. Se menciona la imposición de manos, pero es una suposición pensar que la ordenación viene por la imposición de manos. Hay muchas ideas difundidas acerca de cosas divinas que proceden de una lectura superficial de la Palabra de Dios. Con frecuencia, no se da el tiempo suficiente para escudriñar las Escrituras con cuidado y oración antes de llegar a conclusiones. Esta cuestión de imponer las manos es un ejemplo de lo mismo. ¡En cada caso en el que hay ordenación de ancianos en la Biblia, no hay mención alguna de que se impusieran las manos sobre ellos! Es posible que se impusieran las manos sobre aquellos que eran ordenados, pero la Escritura no lo dice. Desde luego, los apóstoles (o sus delegados) podrían haber hecho muchas cosas al ordenar ancianos, pero sería una pura suposición de nuestra parte decir que lo hicieron. W. Kelly dijo: «No tengo duda alguna de que el Espíritu de Dios conocía la superstición que acompañaría a este acto en años posteriores, de modo que tuvo cuidado en nunca relacionar la imposición de manos con la ordenación de ancianos. ... Me mantengo en que en esta misma cuestión de la ordenación la Cristiandad ha perdido de vista la mente y la voluntad de Dios; y que, en ignorancia pero no sin pecado, está luchando en pro de un orden propio, que es meramente desorden.»

Es evidente, en Hechos 11:25-26 y Hechos 12:25, que Bernabé y Saulo estaban ya en «el ministerio» antes que los de Antioquía les impusieran las manos. Pablo no fue ordenado para el ministerio como apóstol mediante esta imposición de manos. Él dijo que el Señor lo había constituido como tal. Escribiendo a Timoteo, le dice: «Doy gracias al que me revistió de poder, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio» (1 Ti. 1:12). Él no había recibido su apostolado de manos de los hombres. Escribió así a los gálatas: «Pablo, apóstol (no de parte de hombres ni por medio de hombre, sino por Jesucristo y por medio de Dios el Padre que lo resucitó de los muertos) ...» (Gá. 1:1).

Y, de todos modos, si este suceso en Hechos 13 hubiera sido una ordenación, ¿quién los habría ordenado? ¿Acaso Simón llamado Níger, Lucio, Manaén, y quizá otros allá? Esos eran profetas y maestros, que eran segundos y terceros en la iglesia. ¡Pero los apóstoles eran primeros! (1 Co. 12:28). Si ordenaron a los apóstoles, ¡los menores ordenaron a los mayores!

Otro autor ha dicho: «¿Consideró el Apóstol Pablo que la imposición de manos de otros fuese una ordenación para su especial oficio? Podemos estar seguros de que no. Si fuera de otro modo, ¿por qué, cuando estaba vindicando su condición de apóstol, no se refirió a esta ocasión y a este acto (1 Co. 9:1; 2 Co. 11:5; 12:12)?»

Hechos 14:26 explica lo que realmente sucedió cuando fueron impuestas las manos de otros sobre Bernabé y Pablo en Antioquía. Dice: «De allí navegaron a Antioquía, desde donde habían sido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido.» Esto muestra que los hermanos en Antioquía les habían extendido «la diestra de comunión» (Gá. 2:9). Habían expresado a Bernabé y a Saulo su pleno compañerismo y apoyo en la obra que estaban a punto de emprender. Esto puede haber incluido un don práctico de ayuda financiera para el viaje, aunque la Escritura no lo especifica. Nada hay en este pasaje de la Escritura en el sentido de que Bernabé y Saulo fuesen ordenados para tener un lugar entre el clero.

Más que esto, ¡esta encomienda de Pablo a la gracia de Dios fue repetida! Se trataba de algo que los hermanos hacían por los siervos del Señor cada vez que salían a una nueva obra de expansión del evangelio (Hch. 15:40; Gá. 2:9). Esto demuestra de cierto que no era ordenación, porque incluso los que creen que ven una ordenación en Hechos 13:1-4 no creen que una persona deba ser vuelta a ordenar cada año o dos.

Si la ordenación de alguien depende de la validez del poder que le designa (y la Escritura no admite ninguna potestad designadora excepto la de un apóstol o de un delegado de un apóstol), entonces es evidente que los que practican la ordenación en nuestros días no tienen autoridad de Dios para tal cosa. Un hermano que en el pasado se había sometido al sistema humano de ordenación lo expresó de una manera contundente: «¡Pusieron sus manos vacías sobre mi cabeza vacía!»

Otros podrían preguntar: «¿Y qué de Primera Timoteo 4:14, que dice: "No descuides el don que hay en ti, que te fue dado mediante profecía con la imposición de las manos del presbiterio (grupo de ancianos)"?» Este pasaje menciona también la imposición de manos, pero de nuevo no hay una palabra acerca de la ordenación. Sólo existe en la imaginación de la gente. En realidad, la cuestión es bastante sencilla. Timoteo tenía un don del Señor, y alguien, un profeta o profetisa, anunció que sería usado por el Señor en el ejercicio del mismo. Los ancianos reconocieron el don que tenía de parte del Señor, y le extendieron la diestra de comunión en compañerismo con él en su obra. Pablo escribió a Timoteo, exhortándole para que no descuidase el don que tenía, recordándole que otros (los ancianos) estaban tras él apoyándole. Esto le debió ser de gran aliento.

Colecta frente a diezmo

Otra cosa que ha venido a formar parte integral de los servicios eclesiales denominacionales es el diezmo (dar el diez por ciento de los ingresos personales). Se trata de algo distintivamente judaico, y ha sido tomado del orden terrenal de cosas que la epístola a los Hebreos llama «el campamento» (Lv. 27:30-34; Nm. 18:21-24; He. 13:13). Pero no tiene lugar en el cristianismo. El cristianismo opera en base de unos principios totalmente diferentes y mucho más elevados que el sistema mosaico de la ley. Imponer tales normas a los hijos de Dios hoy en el cristianismo es comprender mal la gracia y también comprender mal la distinción que existe entre el judaísmo y el cristianismo. En Segunda Corintios 89 tenemos los principios para las aportaciones de los cristianos. No hay ni una palabra en esos capítulos, ni en ningún otro lugar del Nuevo Testamento, que mande a los cristianos que usen el método legalista del diezmo en sus colectas.

Los principios que gobiernan las aportaciones de los cristianos son sencillos. Primero debe haber un darnos a nosotros mismos al Señor y a la voluntad de Dios; luego dar de nuestros bienes según la medida que poseamos. Dice: «Será acepta (la ofrenda) según lo que uno tiene, no según lo que no tiene» (2 Co. 8:5, 11-12). En el judaísmo no importaba si alguien estaba bien dispuesto o no: debía dar su diez por ciento. Era la ley. Este no es el principio sobre el cual los cristianos deben dar. La aportación del cristiano es algo que debe proceder del corazón antes que tenga valor delante de Dios. Si no hay «la voluntad dispuesta», entonces la aportación de la persona es algo meramente legal, y no tendrá un verdadero valor sacrificial.

En esos dos capítulos, el apóstol Pablo desarrolla el propósito de la aportación cristiana. Muestra que era:

1) Para expresar compañerismo a los otros miembros del cuerpo de Cristo (2 Co. 8:4).

2) Para abundar en cada aspecto de la experiencia de Cristo (2 Co. 8:7).

3) Para demostrar la realidad de nuestro amor (2 Co. 8:8, 24).

4) Para imitar a nuestro Señor Jesús (2 Co. 8:9).

5) Para ayudar a suplir las necesidades de los demás (2 Co. 8:13-15).

6) Para que podamos tener la experiencia práctica de Dios abundando para con nosotros según Su plena suficiencia (2 Co. 9:8-10).

7) Para dar ocasión a otros para que den gracias a Dios (2 Co. 9:11-15).

8) Para que pueda abundar el fruto en nuestra cuenta (Fil. 4:17).

En el orden de Dios se deben hacer colectas sobre una base regular el primer día de la semana, cuando los santos se reúnen. La Palabra de Dios dice: «En cuanto a la colecta para los santos, haced vosotros también de la manera que ordené en las iglesias de Galacia. Cada primer día de la semana cada uno de vosotros ponga aparte algo, según haya prosperado, ...» (1 Co. 16:1-2). Aunque la colecta mencionada en este versículo se refería a las necesidades específicas de los santos en Jerusalén, el principio sigue manteniéndose en la actualidad. Sigue habiendo necesidades específicas en la iglesia.

La ocasión en que se recoge la colecta debería ser cuando los santos se reúnen para el partimiento del pan el primer día de la semana (Hch. 20:7). Hebreos 13:15-16 vincula el sacrificio de «la comunicación (de los bienes materiales)», (RV) o «ayuda mutua» (RVR) con el «sacrificio de alabanza» que se ofrece en el partimiento del pan.

Lo que es abiertamente espantoso en la Cristiandad actual, y desde luego es una deshonra para el Señor, es que se induce a los que no son ni siquiera salvos para que aporten a las colectas. La impresión que eso deja en las mentes de la gente del mundo es que pueden hacer algo aceptable para Dios en su estado no regenerado. Más que esto, les da la impresión de que el cristianismo es un sistema de toma y daca. Como observó cierta persona, «vuestro Dios debe ser desde luego muy pobre, porque siempre os tiene a los cristianos pidiendo dinero.» Sin embargo, en la Biblia no leemos de colectas en las que participen los que no eran salvos. El hábito de la iglesia primitiva era no aceptar colectas públicas. Para guardarse de conceptos que el mundo pudiera abrigar, los siervos del Señor en la iglesia primitiva tuvieron buen cuidado en no aceptar «nada» de aquellos en las naciones que llevaban el evangelio y que no conocían al Señor (3 Jn. 7). Y éste sigue siendo el orden de Dios para la iglesia en la actualidad.

La disciplina en la iglesia

Otro punto del gobierno de la iglesia local que parece descuidado en las llamadas iglesias es el de la disciplina y exclusión de la comunión. La Biblia indica que las asambleas locales no deben estar asociadas con ninguna clase de mal, sea éste moral, doctrinal o eclesiástico. Si alguien cae en tal mal, la asamblea local es responsable de excluir a tal persona de su comunión. El apóstol Pablo dijo: «¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? Porque a los que están fuera, Dios los juzgará. Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros» (1 Co. 5:12-13).

Esto muestra que la asamblea tiene la responsabilidad de juzgar el mal en medio de ella cuando se manifiesta.

Hay tres razones principales por las que la asamblea debe excluir a las personas malas.

1) La gloria del Señor. La asamblea debe tener cuidado en no permitir que el Nombre del Señor sea asociado con el mal a los ojos del mundo. Cuando los corintios actuaron para la gloria del Señor y quitaron de en medio a la persona que estaba en pecado, el apóstol escribió encomiándolos, diciendo: «Porque he aquí, esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué gran diligencia produjo en vosotros, y qué disculpas, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, y qué vindicación!» (2 Co. 7:11). Actuaron con un celo vehemente y para vindicación de la gloria del Señor.

2) Se debe mantener la santidad en la asamblea. Hay dos razones para ello. Primero, la asamblea es la morada de Dios. Debe ser guardada como lugar adecuado para Su santa presencia. «La santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre» (Sal. 93:5, RVR). «No habitará dentro de mi casa el que comete fraude» (Sal. 101:7; 1 Co. 3:17; Nm. 5:1-4). Segundo, debido al carácter contaminador del pecado, a semejanza de la acción de la levadura. Como hemos mencionado ya antes, la asociación con el mal contamina. El apóstol Pablo dijo: «¿No sabéis que un poco de levadura hace fermentar toda la masa? Purificaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa» (1 Co. 5:6-8; Gá. 5:9-12). También dijo: «Las malas compañías corrompen las buenas costumbres» (1 Co. 15:33). Si la asamblea no quitase el mal de en medio de ella, antes de mucho tiempo otros serían afectados por ello.

3) La corrección y restauración del ofensor. Esta acción de asamblea de excluir a alguien de comunión debería siempre tener a la vista el bien de la persona errada. Es excluido y privado del ambiente social, para que se quebrante en arrepentimiento y sea restaurado al Señor (1 Co. 5:11, «no os juntéis con» tal persona). Cuando la persona se arrepiente y juzga su pecado, la asamblea debe recibirle de nuevo a la comunión. Con respecto a la persona que había cometido pecado y que los corintios habían excluido de entre ellos, el apóstol Pablo dijo: «Le basta a tal persona esta reprensión hecha por muchos; así que, al contrario, vosotros más bien debéis perdonarle y consolarle, para que no sea consumido de demasiada tristeza. Por lo cual os ruego que confirméis el amor para con él» (2 Co. 2:6-8, RVR).

La asamblea debería considerar siempre esto como el propio pecado de ella. Su actitud acerca de la exclusión de quienquiera debería ser la de lamentación, de reconocimiento de que hemos faltado al no haber podido prevenirle cuando estaba lanzado hacia el pecado. Esta era la falta en la que habían incurrido los corintios. Pablo les dijo: «Y vosotros estáis envanecidos. ¿No debierais más bien haber hecho duelo, para que fuese quitado de en medio de vosotros el que cometió tal acción? (1 Co. 5:2). Cada uno en la asamblea debería escudriñar su propio corazón, preguntándose: «¿Qué podría haber hecho yo para prevenir la caída de esta persona?» Debemos ver que hemos tenido una parte en ello al no haber pastoreado apropiadamente a esta persona, o al no haber orado suficientemente por esta persona, etc. Es a esto a lo que se hace referencia al comer de la ofrenda por el pecado (Lv. 6:26).

Esta clase de cuidado por la gloria del Señor es casi inexistente en la Cristiandad en la actualidad, y sin embargo es algo que debería ser practicado por cada asamblea cristiana.

La Recepción una responsabilidad de la asamblea local

Otra cosa que la iglesia primitiva practicaba y que es casi inexistente en la Cristiandad en la actualidad, es el cuidado en la recepción de las personas a la comunión.

Antes de contemplar los principios en la Palabra de Dios que están involucrados en la recepción, es necesario comprender que la asamblea local tiene ciertas responsabilidades acerca de aquellos con los que están en comunión. Como hemos visto antes, la Biblia indica que la asamblea local debe mantenerse pura de tres clases de mal porque la asociación con tales cosas afectará y contaminará a la asamblea como un todo. Más importante todavía, el Señor habita en medio de Su pueblo reunido a Su Nombre (Mt. 18:20), y por ello la asamblea debe mantener el mal fuera de en medio de ella para poder permanecer como un lugar adecuado para Su presencia. «La santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre» (Sal. 93:5, RVR). Las clases de mal que la asamblea debe mantener fuera de en medio de ella son el mal moral, el mal doctrinal y el mal eclesiástico.

Los principios de recepción

Ahora bien, a la vista de lo que la Biblia enseña respecto a la pureza de la asamblea, cuando alguien desea partir el pan a «la mesa del Señor» (1 Co. 10:21), la asamblea debe tener cuidado en no introducir a la comunión a alguien que pueda estar involucrado en un mal, sea éste un mal moral, doctrinal o eclesiástico. El principio es sencillo. Si una asamblea local es responsable para juzgar el mal en medio de ella, como hemos mostrado (1 Co. 5:12), entonces sigue naturalmente que debe ser cuidadosa acerca de qué o a quién introduce en medio de ella.

En el caso del mal eclesiástico, se precisa de paciencia y de discernimiento en cuanto a identificarlo en alguna persona. Es diferente que alguien esté asociado con error clerical debido a ignorancia y que alguien esté manteniéndolo y promoviéndolo de manera activa. Puede darse el caso de que un creyente que sea desconocedor del orden escriturario de Dios para el culto y el ministerio cristiano acuda procedente de una denominación de hechura humana que practique un orden clerical, y que él quiera partir el pan a la mesa del Señor. Aunque pueda estar asociado con error eclesiástico, no está, en aquel momento, en mal eclesiástico. Y si esta persona es conocida como piadosa en su vida y sana en doctrina, no debería haber obstáculo para que pueda partir el pan, aunque no haya roto formalmente sus vínculos con aquella denominación. Toda la cuestión se reduce a esto: «¿Cuándo una asociación eclesiástica en ignorancia llega a ser mal eclesiástico?» Creemos que la sencilla respuesta es: «Cuando la voluntad de la persona está activa.» La determinación de esto último demandará discernimiento de parte de la asamblea. En tales casos, la asamblea necesita estar totalmente dependiente del Señor para conocer Su voluntad en aquel punto. Bajo condiciones normales, los hermanos deberían permitirle partir el pan, esperando y confiando que el Señor haya estado obrando en su corazón, y que, tras haber participado de la Cena del Señor, deje el terreno en que ha estado hasta entonces y que continúe con los que están reunidos al nombre del Señor. Este principio se ve en Segundo Crónicas 30—31. Ezequías permitió al pueblo de Judá y a algunos de las diez tribus separadas que participasen de la Pascua y que adorasen al Señor en el centro divino en Jerusalén. Después, ellos se volvieron a sus hogares y destruyeron sus ídolos e imágenes (no estamos con esto insinuando que las denominaciones de cuño humano se correspondan con la idolatría. Nos estamos refiriendo sencillamente al principio general). ¡Lo interesante que debe observarse aquí es que Ezequías no les había dado la orden para ello! Fue una respuesta de sus corazones, y surgió sencillamente de haber estado en la presencia del Señor en Jerusalén. Pero si alguien quiere proseguir acudiendo a ambos lugares, la asamblea y la denominación, con regularidad, no se le debería permitir. Como J. N. Darby observó, una persona así no está actuando de manera honesta ni con los unos ni con los otros. También señaló que al ir creciendo la dejadez y la corrupción en el testimonio cristiano, se haría más y más difícil practicar este principio. Se precisa de más discernimiento según la situación general va volviéndose más y más tenebrosa.

Se ha dicho con acierto que la asamblea local no debe tener una comunión abierta ni cerrada, sino más bien una comunión precavida. La asamblea debe recibir a la mesa del Señor a cada miembro demostrado del cuerpo de Cristo que no se vea impedido por una disciplina escrituraria. Si fuera de otra manera, estaría actuando de manera inconsecuente respecto a la base del un cuerpo sobre la que profesa estar reunido (Ef. 4:4).

Mientras que cada cristiano tiene su puesto a la mesa del Señor, no necesariamente tiene derecho a estar allí, porque puede haber perdido este privilegio debido a estar envuelto en algún mal.

¿Quién decide quien debería estar en comunión?

Es importante comprender que los hermanos en la asamblea local no deciden lo que es apropiado para la mesa del Señor y lo que no. La norma es la Palabra de Dios. Esto se debe a que no se trata de su mesa: es «la Mesa del Señor». Las preferencias personales, los gustos y los desagrados de los que están en la asamblea, no tienen nada que ver con la recepción. La Palabra de Dios lo decide todo. Cuando no hay ninguna razón escrituraria por la que una persona deba ser rehusada, aquella persona es recibida. Si una persona creyente ha sido bautizada, es sana en la fe y piadosa en su vida, no hay razón por la que deba ser rechazada. El conocimiento de las Escrituras no constituye un criterio. Puede que se trate de un creyente simple, pero la Escritura dice: «Recibid al débil en la fe, pero no para contender sobre opiniones» (Ro. 14:1).

Sin embargo, que uno sea sano en la fe y de andar piadoso no puede a menudo determinarse de manera inmediata. Ello puede ser tanto más difícil de determinar cuanto mayor sea la confusión de la que sale una persona en el testimonio cristiano. Si la cosa es así, entonces la sabiduría dictará que la asamblea pida a la persona que desea estar en comunión que espere un tiempo. Esto no significa que la asamblea está afirmando que aquella persona está conectada con algún mal. Pudiera ser, pero sencillamente no lo saben, y deberían esperar hasta que queden satisfechos de que no lo está, porque en último término son responsables ante Dios acerca de a quién introducen en comunión. La Escritura dice: «No impongas con ligereza las manos a ninguno, ni participes en pecados ajenos» (1 Ti. 5:22). Aunque la aplicación de este versículo es más amplia que su aplicación a la mesa del Señor, da un principio por el que la asamblea puede guiarse tocante a la recepción. Ello no dará ofensa a una persona madura y piadosa, porque ciertamente ningún cristiano piadoso esperaría que la asamblea violase un principio de las Escrituras. De hecho, debería darle confianza de que está acudiendo a una comunión en la que hay interés por la gloria del Señor y por la pureza de la asamblea.

¿Son suficientes los testimonios personales?

Un principio importante que debe ser comprendido en relación con esta cuestión es que la asamblea, en su funcionamiento dirigido por las Escrituras, no hace nada por el testimonio de un testigo. Las cosas que tengan que ver con la asamblea deben hacerse según este principio: «Por boca de dos o de tres testigos se decidirá todo asunto» (2 Co. 13:1). Comparar también Juan 8:17 y Deuteronomio 19:15. Por ello mismo, la asamblea no debe recibir personas sobre la base del propio testimonio de ellas. Y especialmente por cuanto cada uno tiene la tendencia a dar un buen testimonio de sí mismo, como dice la Escritura: «Todos los caminos del hombre son limpios en su propia opinión» (Pr. 16:2). Y otra vez: «El que habla por su propia cuenta, busca su propia gloria» (Jn. 7:18).

Esa es la razón por la que se debe pedir a una persona que desee entrar en comunión que espere, especialmente cuando la asamblea no sabe nada de ella. Una vez la asamblea local ha llegado a conocer a una persona que desea entrar en comunión, puede recibirla sobre la base del testimonio de otros.

Este es un principio que aparece por toda la Escritura. Incluso el Señor Jesucristo, el Señor de la Gloria, se sometió a este principio cuando se presentó a Israel como su Mesías. Dijo: «Si yo doy testimonio acerca de mí mismo, mi testimonio no es verdadero (esto es, no es válido según la ley)» (Jn. 5:31). Luego pasó a dar cuatro otros testimonios que certificaban quién era Él: Juan el bautista, Sus propias obras, Su Padre, y las Escrituras (Jn. 5:32-39). Aunque tenía muchos testigos de Su condición de Mesías, el Señor advirtió a los judíos que llegaría el día en que ellos, como nación, recibirían a un falso mesías (el Anticristo) sin testigos para respaldarle. Dijo: «Si otro viene en su propio nombre, a ése recibiréis» (Jn. 5:43). De este modo, el Señor denuncia la práctica de recibir a alguien en base de su propio testimonio.

Los hijos de Israel faltaron en esa misma cuestión cuando recibieron a los gabaonitas en base del testimonio de ellos mismos (Jos. 9). Esto está registrado en las Escrituras para advertirnos del peligro de tales prácticas.

Hechos 9:26-29 nos da un ejemplo del cuidado que la iglesia primitiva tenía para recibir a alguien en su comunión. Cuando Saulo de Tarso fue salvado, deseó entrar en comunión con los santos en Jerusalén, pero fue rehusado. Aunque todo lo que debió decir a los hermanos en Jerusalén acerca de su vida personal fuese cierto, sin embargo no fue recibido en base de su propio testimonio. No fue recibido hasta que Bernabé tomó a Saulo y lo llevó consigo a los hermanos, dando testimonio de la fe y del carácter de Saulo, de modo que hubo el testimonio de dos hombres. Después de esto, «estaba con ellos en Jerusalén; y entraba y salía» (Hch. 9:28). Si la iglesia primitiva no recibió de inmediato a Saulo de Tarso, es cosa cierta que los cristianos en la actualidad no deberían esperar ser recibidos de inmediato cuando desean estar en comunión en una asamblea local.

La prueba de la profesión de una persona

Otro importante principio en la recepción es que hay el principio de poner a prueba la profesión del que solicita ser recibido. Si alguien dice que es cristiano, debe demostrarlo apartándose de todo pecado conocido. Segunda Timoteo 2:19 dice: «Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo.» Véase también Apocalipsis 2:2 y Primera Juan 4:1. Si no se aparta de iniquidad, no es sincero en su confesión. Esto es de especial importancia en un tiempo de ruina y de desmoronamiento en el testimonio cristiano, cuando abundan todas las clases de mala doctrina y práctica. Un ejemplo de esto se ve tipológicamente en Primero de Crónicas 12:16-18. David era en aquel tiempo el rey rechazado de Israel. Componentes de las varias tribus de Israel se dieron cuenta de su error de rechazarlo, y acudieron, reconociéndolo como el rey legítimo de Israel. Cuando acudieron los de la tribu de Benjamín (la tribu del rey Saúl), les puso a prueba su profesión. Cuando su confesión fue considerada genuina, y mostraron que de veras estaban del lado de David, dice: «Y David los recibió.»

Si una persona mantiene mala doctrina, está claro que la asamblea no debe recibirlo, porque estará en comunión con la mala enseñanza (cp. 2 Jn. 911; Ro. 16:17-18). No nos referimos con ello a diferencias que los cristianos puedan mantener en cuestiones como el bautismo, sino en aquellas cosas que afectan a los fundamentos de la verdad cristiana. La Escritura dice: «Y el Dios de la paciencia y de la consolación os dé entre vosotros un mismo sentir según Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, acogeos los unos a los otros, como también Cristo nos acogió, para gloria de Dios» (Ro. 15:5-7). Esto muestra que la asamblea debe recibir a personas en comunión cuando puedan glorificar a Dios «unánimes, a una voz». Si se recibiese a alguien que mantuviese alguna falsa enseñanza, ¿cómo podría la asamblea «unánimes, a una voz», glorificar al Señor? Ellos estarían diciendo una cosa, y esta persona estaría hablando otra. Sería confusión. El apóstol Pablo dijo a los corintios: «Os exhorto, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer» (1 Co. 1:10).

Otro tipo del Antiguo Testamento ilustra el cuidado ejercido en la recepción. Cuando en los días de Nehemías fue reconstruida la ciudad de Jerusalén, el centro divino sobre la tierra donde el Señor había puesto Su Nombre, había un gran peligro de parte de los enemigos que los rodeaban. Por ello, se dio orden de no abrir las puertas para dejar entrar a nadie en la ciudad «hasta que caliente el sol (literalmente: hasta el calor del sol)» (Neh. 7:1-3). Se aseguraban de que no hubiera ni rastros de oscuridad antes de recibir a nadie en la ciudad. Hasta entonces, hacían estar a la gente «allí», esperando. Al aumentar las tinieblas en la Cristiandad en esos últimos días, se debe ejercer esta clase de cuidado en la recepción. Véase también Primera Crónicas 9:17-27 («los porteros»).

Todo esto suena generalmente a cosa muy extraña para la mayoría de los cristianos, que no conocen nada más que los métodos denominacionales de comunión abierta. El énfasis en las iglesias es conseguir tanta gente para el grupo como sea posible. Se hacen grandes esfuerzos para este fin. Ser cuidadosos acerca de quién entra en comunión parecerá probablemente cosa bastante insólita, pero esto es lo que enseña la Palabra de Dios.

¡Demasiado exclusivos!

Algunos objetan a esas enseñanzas, declarando que es ser exclusivista. Queremos enfatizar de nuevo que estos principios no son de nuestra invención, sino que son principios que la Palabra de Dios enseña. Las asambleas cristianas locales deben ser exclusivas respecto al pecado, y si no conocen con qué está conectada una persona, deberían andar con cuidado.

«Pruébese cada uno a sí mismo»

Otros objetan a esas enseñanzas sobre la base de Primera Corintios 11:28, que dice: «Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa.» Pretenden que la asamblea no debe «probar» a la persona, sino que ella debe «probarse» a sí misma, y participar entonces de la Cena del Señor.

Ahora bien, si el versículo significase tal cosa, entonces entraría en colisión con el principio que hemos mencionado: que la asamblea es responsable de juzgar el mal en medio de ella, y que debe ser cuidadosa, por tanto, acerca de quien entra en comunión (1 Co. 5:12). Por cuanto la Palabra de Dios no se contradice, este versículo debe referirse a algo más que a la recepción a la mesa del Señor. Mirando más de cerca el contexto del capítulo en el que se encuentra este versículo, vemos que este versículo no se refiere a aquellos que desean estar en comunión con los que están a la mesa del Señor, sino a aquellos que ya están en comunión. Cada uno en la comunión tiene la responsabilidad de juzgarse a sí mismo antes de participar de la Cena. Si no lo hace así, «juicio come y bebe para sí» (1 Co. 11:29). Es algo como la orden que los padres dan a sus hijos antes que se sienten para comer. Les dicen: «Lavaos las manos antes de sentaros.» Esto se aplica a los hijos de la familia que participan constantemente de las comidas de la casa. No se refiere a los vecinos de la calle. Los que están en la casa y que van a tomar la comida han de estar limpios cuando acuden a la mesa. Lo mismo sucede con la asamblea. Es a los que están en comunión a la mesa del Señor que se dirige la exhortación de que se prueben a sí mismos antes de tomar parte en la Cena.

La responsabilidad individual

En tanto que la asamblea local tiene responsabilidad en esta cuestión, por otra parte la persona que busca la comunión en una asamblea local tiene también una responsabilidad. Si desea andar rectamente ante el Señor, debería tener cuidado en no imponer «con ligereza las manos a ninguno» (expresión de compañerismo práctico), y en no participar «en pecados ajenos. Consérvate puro» (1 Ti. 5:22). A la vista de esto, preguntamos: «¿Por qué alguien iba a entrar en una asamblea de cristianos de los que no sabe qué es lo que creen o practican allí, e insistir en poder partir el pan, cuando los principios de asociación que hemos considerado significan que estará en comunión con lo que sucede allí? ¿Cómo sabe que no ha entrado en medio de un grupo de personas que mantienen doctrinas blasfemas o que llevan a cabo prácticas horrendas?» Sólo podemos pensar que tal persona no ha considerado nunca esas cosas, o sencillamente que no las cree. Y desde luego hay muchos cristianos que creen que pueden asociarse con lo que deseen y que no son afectados por ello. Pero la Biblia nos dice que sí somos afectados por aquellos con los que nos asociamos. «Las malas compañías corrompen las buenas costumbres» (1 Co. 15:33; 1 Ti. 5:22; Hag. 2:10-14; Dt. 7:1-4; Jos. 23:11-13; 1 R. 11:1-8, etc.). Por esa razón, una persona que busque la comunión con una asamblea de cristianos de la que poco o nada sabe debería tener cuidado. Debe mantenerse puro. Esta es una responsabilidad de cada cristiano.

Este cuidado se ve en un tipo en el Antiguo Testamento tocante al culto de Israel, y nos da guía a los cristianos cuando buscamos hoy el lugar designado por Dios. El Señor dijo: «Cuídate de no ofrecer tus holocaustos en cualquier lugar que veas; sino ... en el lugar que Jehová escoja» (Dt. 12:13-14). Traduciendo esto a términos cristianos significa que uno no debería ir sencillamente a cualquier lugar para ofrecer su culto. Debe hacerlo sólo en el lugar donde el Señor quiera que lo haga. A la vista del mal y del apartamiento de la Palabra de Dios en el testimonio cristiano actual, y al peligro de ser conducido al error, uno no debería ofrecer el sacrificio de alabanza en una asamblea de cristianos de la que no sabe nada. Necesita llegar a conocer algo primero acerca de aquella compañía de cristianos, antes de desear estar en comunión con ellos. Si alguien ha encontrado el lugar al que él cree que el Señor le puede estar guiando, no debería precipitarse a partir el pan en comunión con ellos hasta que sepa lo que aquella asamblea mantiene y practica. Necesita orar acerca de ello y esperar en el Señor hasta que se sienta satisfecho de que no se está asociando con algo que es para deshonra del Señor.

Que el lector sea guiado por el Señor en este importante paso.

Cartas de recomendación

Otra cuestión estrechamente relacionada con la recepción es el uso de las cartas de recomendación. Se trata de una carta escrita de una asamblea a otra (y firmada por dos o tres hermanos), encomendando a una cierta persona o personas a la comunión de los santos a aquella localidad a la que van de viaje. De nuevo, esto es algo que por lo general no se practica en las iglesias en la Cristiandad. Un ejemplo de esta práctica entre los cristianos primitivos se ve en el caso de Apolos en Hechos 18:24-28. Él era un hombre sumamente dotado, pero necesitaba una carta de recomendación de los hermanos para ser recibido por las asambleas en Acaya, que hasta entonces no sabían nada de él. Esto de nuevo muestra el cuidado que había entre los cristianos primitivos en cuanto a aquellos con los que estaban en comunión. Véase también Romanos 16:1 y Segunda Corintios 3:1-3.

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Traducción: © Copyright Santiago Escuain 1998
© Copyright SEDIN 2006 para esta presentación electrónica, www.sedin.org. Este texto se puede reproducir libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.


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