EL ORDEN DE DIOS
para los cristianos que se
reúnen
para el Culto y el Ministerio
La respuesta bíblica al orden eclesiástico
tradicional
Por
Bruce Anstey
Vª Sección
La administración
local en la iglesia
—La diferencia entre don y oficio—
Entre los cristianos casi siempre se confunde entre «don» y «oficio». Intentar localizar un
don (como el de pastor) para que funcione como un oficio en la
iglesia es una clara prueba del malentendido que existe acerca de
esta cuestión. Don y cargo son dos cuestiones diferentes en la
Escritura. El don se ejerce en relación con el cuerpo de
Cristo; el oficio es una responsabilidad en relación con
la casa de Dios. El don es para la edificación
mientras que el oficio tiene que ver con la
administración. En tanto que un don es universal
(para todo el cuerpo), el oficio tiene el carácter de cargo
local (esto es, para una asamblea local).
Hay una excepción a esto, que es la del apostolado. El
apostolado es a la vez un oficio y un don. Es el único caso en
la Escritura en el que el oficio es algo universal (Hch. 1:20; 1 P.
5:1). Doce de los discípulos del Señor fueron
designados para el «oficio» de apostolado (Mr. 3:14;
Lc. 6:13; Hch. 1:20). Esto lo hizo el Señor estando aún
en la tierra. Cuando Judas cayó por transgresión, aquel
«oficio» fue tomado por otro (Hch. 1:16-26). Sin
embargo, ellos recibieron el «don» celestial de
apostolado después que el Señor hubiera muerto y tras
Su resurrección hubiese ascendido a Su posición
celestial a la diestra de Dios. Los dones, como hemos mencionado,
descienden de Cristo en el cielo. «Subiendo a lo alto,
llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres ... Y
él mismo dio: unos, los apóstoles ...» (Ef.
4:8-11, RV).
Un individuo que tenga un cargo local (u oficio) en una asamblea
puede que tenga también un don para la enseñanza o
predicación públicas (1 Ti. 5:17), pero cuando a
Escritura trata acerca de los temas de don y de oficio, nunca
confunde entre ambas cosas.
Cuando comprendemos la diferencia entre esas dos cosas como las
distingue la Escritura, podemos ver cuán lejos dista de la
verdad la siguiente declaración: «Él es
el Pastor de una iglesia.» Bajo circunstancias
normales, el siervo del Señor nunca es «el» don
singular en una iglesia local. Tampoco debe restringir el ejercicio
de su don a «una» iglesia local; ni siquiera a una
cierta secta dentro de la iglesia. Su don es para todo el cuerpo de
Cristo. Para ser preciso y ajustarse a las Escrituras, se
debería decir: «Él es un pastor en
la iglesia.»
Ancianos, supervisores (obispos) y guías
Aparte del apostolado, hay sólo dos oficios en la iglesia.
El primero es el de supervisor (obispo) / anciano / guía, y es
el medio normal de guiar a una asamblea en sus responsabilidades
administrativas. El fondo de su trabajo pertenece particularmente al
bienestar espiritual de una asamblea local. Las tres palabras que se
usan en las epístolas para los que funcionan en este oficio
son «ancianos», «supervisores
(obispos)» y «guías». Esas
palabras pueden usarse de manera indistinta para el mismo oficio.
Véase Hechos 20:17 con 28, Tito 1:5 con 7, Primera Pedro
5:1-2.
Ancianos (presbuteroi) describe la
madurez y experiencia que debería pertenecer a aquellos que
ocupan este puesto. Se refiere a los de edad avanzada. Sin embargo,
no todos los hombres de gran edad en una asamblea funcionan
necesariamente en este puesto de liderazgo responsable (1 Ti. 5:1;
Tit. 2:2). Esto se debe a que puede que no todos tengan la
experiencia, el interés o los requisitos morales necesarios (1
Ti. 3:1-7; Tit. 1:6-9).
Obispos o supervisores (episkopoi) describe
la obra que llevan a cabo: pastoreando el rebaño (1 P. 5:2;
Hch. 20:28), velando por las almas (He. 13:17); amonestando (1 Ts.
5:12), etc.
Guías o pastores (hegoumenos) describe
el liderazgo que deben ejercer en la asamblea local.
La Escritura se refiere a los que ocupan este puesto como aquellos
que «os dirigen en el Señor» (1 Ts.
5:12-13, BAS), «vuestros guías» (He.
13:7, BAS), «vuestros pastores» (He. 13:17, 24);
véase también Primera Corintios 16:15-18 y Primera
Timoteo 5:17, «Los ancianos que gobiernan bien
...»). Siempre son designados en plural cuando son
contemplados laborando en su puesto. Pueden ser mencionados en
singular si se hace refiriéndose a su carácter personal
(1 Ti. 3:1-7), pero cuando están llevando a cabo su obra, es
en plural. Esto muestra que no se trata de un ministerio de una sola
persona. Es una salvaguarda divina dada a los ancianos, para que
ninguno entre ellos quiera exaltarse y presidir sobre una asamblea.
Triste es reconocerlo, no se ha prestado atención a este
punto, y en ocasiones los hombres se han levantado para imponer su
dominio (Hch. 20:30). Además, hay versiones que traducen los
versículos anteriormente citados como «que os
presiden en el Señor» (1 Ts. 5:12), y «vuestros pastores» (He. 13:17, 24). Esas traducciones
podrían dar la idea de que esas personas deben presidir por
encima de la grey de Dios, lo que, naturalmente, no es cierto.
Esos versículos deberían ser traducidos: «Los
que os guían en el Señor». Ellos tienen su
lugar entre los otros miembros de la grey. El único lugar
donde vemos a alguien en la Escritura presidiendo sobre una asamblea
local es el caso de Diótrefes: y era un malvado (3 Jn. 9-10).
¡Qué diferente es esto del orden que los hombres han
dispuesto en sus denominaciones! El camino de Dios es tener una
pluralidad de obispos en una iglesia (asamblea) local. (Fil. 1:1;
Hch. 20:28; Tit. 1:5); el camino de los hombres es tener un obispo
sobre muchas iglesias (o asambleas).
«Guiar en el Señor» no se refiere
necesariamente a guiar con la enseñanza o predicación
pública, sino en los asuntos administrativos de la asamblea.
Confundir entre ambas cosas es comprender mal la diferencia entre el
don y el oficio. Sin embargo, deberían ser «aptos para
enseñar» (cp. 1 Ti. 3:2). Eso se refiere a que han de
ser capaces de exponer la Palabra tal como han sido enseñados,
aunque no necesariamente tengan el don de maestro (Tit. 1:9). Puede
que alguno de los que «guían» no
enseñen, pero es bueno y útil cuando pueden hacerlo (1
Ti. 5:17).
Los que están en este puesto de liderazgo responsable son
contemplados en el libro de Apocalipsis bajo las figuras de «estrellas» y «el ángel de la
iglesia» (Ap. 1:20; 2:1, 8, 12; 3:1, 7, 14). Como «estrellas» deben dar testimonio de la verdad de
Dios (los principios de la Palabra) como candeleros en la asamblea
local. Esto muestra que deben estar instruidos en la Palabra (Tit.
1:9). Cuando la asamblea es confrontada con un problema o una
cuestión, deberían poder dar luz de la Palabra de Dios
acerca de qué debería hacer la asamblea. Hechos 15 nos
da una ilustración acerca de su obra. Después de
oír el problema que estaba agobiando a la asamblea, Pedro y
Jacobo, como «estrellas», dieron luz acerca de la
cuestión. Jacobo aplicó un principio de la Palabra de
Dios, y luego dio su juicio acerca de lo que creía que el
Señor quería que hiciesen (Hch. 15:15-21).
Como «el ángel de la iglesia»,
aquellos que están en este puesto de responsabilidad
actúan como mensajeros para comunicar la mente de Dios en la
asamblea en cuanto a actuar. Esto también queda ilustrado en
Hechos 15. Después de haber determinado lo que se creía
que era conforme a la mente del Señor en relación con
el problema, «tomaron el liderazgo» en la asamblea
local para llevar a cabo Sus propósitos. Expusieron sus
conclusiones ante la asamblea a fin de no actuar con independencia de
ellos, que también creían que la conclusión
alcanzada era conforme a la mente del Señor. Esto fue seguido
por una carta enviada a los hermanos en Antioquía,
notificándoles cómo se había resuelto la
cuestión (Hch. 15:22-23).
En algunos respectos, la obra de los pastores y de los ancianos es
similar. Ambos son llamados a pastorear y a alimentar el
rebaño. Pero los dos no son nunca confundidos. El
pastor no localiza su servicio, mientras que el anciano / supervisor
/ guía sí lo localiza.
Diáconos
Mientras que los que están en el oficio de anciano /
supervisor / guía se ocupan del bienestar espiritual de una
asamblea local, los que tienen el oficio de diácono deben
estar ocupados en los cuidados temporales de una asamblea local (Hch.
6:1-6; 1 Ti. 3:8-13). El término «diácono» se
podría traducir «ministro», porque en la Biblia el
ministerio no se
limita sólo a cosas espirituales (Lc. 8:3; Hch. 6:1, RV,
«el ministerio cotidiano», 12:25; 13:5; Ro. 16:1). Los
diáconos ejercen el ministerio en las cosas temporales, pero
su servicio para el Señor no tiene por qué quedar
limitado exclusivamente a esto. Si tienen un don de ministerio de la
Palabra, pueden ejercer este don según el Señor les
quiera dirigir (1 Ti. 3:13). Tanto Esteban como Felipe, que eran
diáconos, tenían también dones para ministrar la
Palabra. Esteban estaba dotado como maestro (Hch. 7), y Felipe estaba
dotado como evangelista (Hch. 8:5-40; 21:8). Las hermanas pueden
también servir como diaconisas. Romanos 16:1 (RVR) dice: «Os recomiendo además nuestra hermana Febe, la cual
es diaconisa de la iglesia en Cencrea.» Sin embargo,
probablemente no tendrían tal puesto en un sentido oficial,
porque Pablo había dicho que los diáconos debían
ser «maridos de una mujer», lo que demuestra que los
diáconos eran hombres (1 Ti. 3:12). Los que estaban en este
oficio debían también exhibir rasgos morales en sus
vidas similares a los requeridos en los ancianos / supervisores /
guías.
La elección de los ancianos
Se podría plantear esta pregunta: «¿Cómo
entraban las personas en esos oficios?» En cada caso que
vemos en las Escrituras con respecto a ellos, eran escogidos.
¡Pero en ningún pasaje de la Escritura leemos que los
ancianos fueran escogidos por la iglesia! Así como hemos
mostrado que no hay una asamblea local en la Biblia que escogiera a
su pastor, tampoco hay una asamblea que escogiera a sus ancianos.
¡Pero, a pesar de ello, en la Cristiandad actual casi cada grupo
eclesiástico escoge a sus ancianos! Preguntamos: ¿de
dónde reciben ellos su autoridad para hacer tal cosa? En
ningún pasaje de las Escrituras vemos que se confíe a
una asamblea una elección tan difícil como la de
escoger a sus ancianos, ello con independencia de la piedad e
inteligencia de los que la constituyan. La Palabra de Dios dice que
eran escogidos por los apóstoles. Dice la Escritura: «Les designaron ancianos en cada iglesia, y habiendo orado
con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían
creído» (Hch. 14:23). En ciertas ocasiones, los
ancianos fueron escogidos por delegados de los apóstoles. Tito
era uno de ellos. Fue enviado por Pablo a la isla de Creta con el
propósito de ordenar ancianos. Incluso entonces, su
comisión era sólo para aquel lugar. No estaba
autorizado para ordenar en ningún otro lugar, a no ser que
fuese encargado por el apóstol (Tit. 1:5).
La sabiduría de Dios se ve aquí en que los ancianos
fuesen escogidos de manera específica para una asamblea. Si se
hubiese dejado a la iglesia la tarea de escogerlos, podrían
haber actuado con prejuicios, escogiendo a líderes que
favoreciesen sus inclinaciones. Al ser una función
apostólica, había menos peligro en este sentido.
En el caso de los diáconos, las iglesias locales los
escogían. Un ejemplo de ello es Hechos 6:1-6. Algunos hombres
fueron escogidos por la iglesia para el oficio de diáconos
(aunque en este capítulo no se les da tal nombre de manera
directa), pero fueron oficialmente designados para tal puesto por
los apóstoles. Una iglesia local puede en la actualidad
escoger a los tales para llevar a cabo los cuidados temporales en la
asamblea, pero con todo no pueden ser constituidos oficialmente para
el oficio de diácono, porque no hay ningún
apóstol ni delegado apostólico para constituirlos.
Inexistencia de apóstoles en la
actualidad para designar ancianos
Todo el valor de la designación de una persona a un oficio
depende de la legitimidad del poder que la designe. Y la Escritura
no admite ningún poder para designar excepto el de un
apóstol o el de un enviado que estuviera delegado por un
apóstol para tal propósito. Pero,
¿dónde existe en la actualidad un delegado así que
pueda presentar unas credenciales adecuadas de poseer una
comisión apostólica para llevar tal designación
a cabo? La Palabra de Dios no indica en ningún lugar que haya
una continuidad de la potestad de ordenación. Por tanto, la
iglesia no tiene en la actualidad la potestad de designar ancianos /
supervisores / guías para su oficio, ni un diácono para
su oficio, sencillamente porque no tenemos ningún
apóstol o delegado apostólico para ello.
Nos damos cuenta de que esto es contrario a las creencias de
algunos cristianos, que creen que hay apóstoles en la tierra
en la actualidad. Pero la Biblia indica que no es así. Dice
que la iglesia está edificada «sobre el fundamento
de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del
ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien
ajustado, va creciendo para ser un santuario sagrado en el
Señor; en quien también vosotros sois juntamente
edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Ef.
2:20-22). En este pasaje de las Escrituras, la formación de la
iglesia es asemejada a la edificación de una casa. Comienza
con la puesta de la principal Piedra del Ángulo (Cristo);
luego se echa el fundamento (los apóstoles y los profetas), y
finalmente el edificio sube de modo que se añade cada
verdadero creyente; hasta que todo el edificio queda completado con
la venida del Señor. Esto muestra que el puesto que ocupan los
apóstoles y profetas en la iglesia es el de el
fundamento. Fueron usados directamente por el Señor para
establecer la iglesia al principio. Las epístolas que
escribieron establecen el orden y la función de la iglesia: en
ellos se ha establecido el fundamento de la iglesia. El
Señor ya no da apóstoles a la iglesia, porque ya no
está echando el fundamento. ¡Ha sido ya echado! De hecho,
el edificio está a punto de quedar finalizado. Estamos
esperando a las últimas personas que hayan de ser salvas, de
modo que las últimas pocas piedras (vivas) sean puestas en su
lugar en el edificio. El ministerio de los apóstoles y
profetas permanece en la iglesia, en sus escritos inspirados; pero a
ellos ya no los tenemos personalmente en la tierra (Ef. 4:11-13).
Tres requisitos para el apostolado
Por cuanto puede que haya algunos que siguen pensando que
podría haber apóstoles sobre la tierra en la
actualidad, presentamos los tres requisitos necesarios para que
alguien pueda ser apóstol. Estos tres requisitos demuestran
que no puede haberlos en la actualidad.
1) Tenían que haber visto al Señor
personalmente (1 Co. 9:1; 2 Co. 12:2).
2) Tenían que ser escogidos y enviados directamente por el
Señor (Lc. 6:13; Jn. 6:70; Hch. 9:15; 22:21).
3) Tenían que ser testigos de Su resurrección (Hch.
1:22; 1 Co. 15:8, 15).
Esas cosas nos muestran que en la actualidad no puede haber
apóstoles sobre la tierra. Cualquier persona que en la
actualidad pretenda ser apóstol sólo puede ser un
impostor (Ap. 2:2; 2 Co. 11:13-15; 2 Ti. 3:13).
W. Kelly dijo:
«Es evidente que no tenemos ni apóstoles
viviendo en la tierra, ni representantes como Tito, encargado por un
apóstol para una tarea casi apostólica. La consecuencia
es que en la actualidad, si uno está sujeto a la Palabra de
Dios, no puede buscar ancianos en su forma oficial precisa. Si
alguien pretende que puede haberlos, sería interesante saber
qué base tiene en las Escrituras. Lo que se ha expuesto es, a
mi juicio, suficiente para refutar tal pretensión. No se puede
tener a nadie designado de manera formal y legítima para tal
oficio a no ser que se tenga una potestad autorizada de manera formal
y legítima por parte del Señor para designarlos. Pero
no se tiene lo que es necesario de manera indispensable para
certificar ancianos. No hay apóstoles ni funcionarios
comisionados por los apóstoles para que actúen en
nombre de ellos; por tanto, todo el sistema de designaciones se
derrumba por la ausencia de una autoridad competente.»
¿Significa esto que usted no cree
en tener ancianos?
Alguien podría preguntar: «¿Significa esto que
usted no cree en tener ancianos?» Aunque no tenemos a nadie
para designar ancianos en la actualidad, no debemos pensar que la
tarea de supervisar no sigue vigente. Dios no deja las asambleas
locales sin guías. El Espíritu Santo sigue suscitando a
hombres para que lleven a cabo esta obra (Hch. 20:28). En una
reunión de cristianos que se congregan en conformidad a la
Escritura, habrá normalmente entre ellos los que lleven a cabo
esta tarea. Serán conocidos por la tarea que
desempeñan; y deben ser reconocidos como tales, aunque no
hayan sido oficialmente designados para este oficio. Debemos «reconocerlos» (1 Ts. 5:12; 1 Co. 16:15), «tenerlos por dignos» (1 Ti. 5:17), «acordarnos» de ellos (He. 13:7), «imitar» su fe (He. 13:7), «obedecerlos» (He. 13:17) y «saludarlos» (He. 13:24). Pero en ninguna parte
de las Escrituras se indica a la iglesia que los ordene,
sencillamente porque la iglesia no tiene potestad para tal cosa.
El Espíritu de Dios ha previsto plenamente el tiempo en que
los apóstoles no estarían en la tierra para designar
ancianos; y nos ha dado unos principios conductores de modo que
pudiéramos conocer a aquellos a los que Él suscita para
llevar a cabo esta tarea en la asamblea local. Había al menos
dos asambleas a las que Pablo escribió que no tenían
ancianos ordenados. Sin embargo, al escribir a las mismas
marcó un principio que ponía aparte a ciertos de ellos
para la obra en aquellas asambleas, y nos da una guía de gran
valor en la actualidad, siendo que no tenemos una designación
oficial de ancianos.
Al escribir a los corintios, les mandó que reconociesen a
los de la casa de Estéfanas, y a otros como ellos, que se
han puesto al servicio de los santos. Dijo que debían
reconocer a los tales como guías, y que debían
someterse a ellos (1 Co. 16:15-18).
Al escribir a los tesalonicenses, Pablo les dijo que reconociesen
a los que trabajaban entre ellos para el bien de la asamblea. Dijo
que serían conocidos por sus labores en medio del
rebaño. Consiguientemente, debían tenerlos en mucha
estima y amor por causa de su obra (1 Ts. 5:12-13).
En palabras de W. Kelly:
«¿Qué, entonces? ¿Acaso no hay
aquellos que sean idóneos para ser ancianos u obispos, si
hubiera apóstoles para constituirlos? ¡Gracias a Dios, no
son pocos! Apenas si se puede contemplar una asamblea de Sus hijos
sin oír de algunos graves ancianos que van tras los
descarriados, que advierten a los desordenados, que consuelan a los
abatidos, que aconsejan, amonestan y guían a las almas.
¿No son esos los hombres que podrían ser ancianos, si
hubiera la potestad para designarlos? ¿Y cuál es el deber
de un cristiano tal como están las cosas ahora, en el uso de
lo que permanece? No digo que se les llame ancianos, pero desde luego
deben ser tenidos en gran estima por causa de su obra, y amarlos y
reconocerlos como aquellos que están sobre el resto de sus
hermanos en el Señor.»
La ordenación
La mayoría de cristianos creen que antes que alguien pueda
ministrar en la iglesia, debe ser ordenado. ¡Sin embargo, no
hay una sola persona en la Biblia que fuese ordenada por los hombres
para predicar el evangelio ni para ministrar la verdad de Dios a la
iglesia! ¡Ni una!
Las llamadas organizaciones eclesiales de las que hemos estado
hablando usan la ordenación como autorización para que
una persona ministre entre ellos, pero la Escritura nunca lo presenta
así. Si un cierto número de cristianos se organizan en
lo que ellos llaman una iglesia, con sus propios credos y reglas de
gobierno, es cosa cierta que nadie estaría libre de ministrar
en su organización sin su autorización.
Difícilmente podría ser de otra manera. A fin de
cuentas, es su sistema. Si alguien quiere ministrar en dicha secta,
tendrá que sujetarse a sus normas. Esto es una prueba evidente
de que esas organizaciones son verdaderamente sectas.
Pero en la Biblia los obreros eran ordenados.
Algunos podrían contestar: «¿Pero no leemos de
personas ordenadas en la Biblia?» Sí, la Biblia nos
dice que Pablo y Bernabé ordenaron ancianos
en cada
ciudad en uno de sus viajes misioneros (Hch. 14:23). Pero nosotros
preguntamos: «¿Se nos puede mostrar un solo ejemplo en la
Escritura en el que Pablo, Bernabé o Tito jamás
ordenaran a un pastor, a un maestro o a un evangelista? O, yendo
más allá, ¿hay algún pasaje de la Escritura
donde se nos muestre la ordenación de un profeta o de un
sacerdote? No tenemos la más ligera insinuación de que
ninguno de ellos fuese ordenado. ¿De dónde saca la gente
esta idea? Repitamos la observación de W. T. P. Wolston:
«La idea está en las cabezas de la gente, pero no en la
Escritura.» Si hubiera sido la voluntad de Dios para la
iglesia, en tal caso nos habría dado instrucciones en Su
Palabra acerca de esto.
Ahora bien, es cierto que hubo hombres dotados que fueron
ordenados, ¡pero no con el propósito de cumplir el
ministerio del don de habían recibido! Los que fueron
ordenados por los apóstoles (o por sus delegados) fueron
escogidos para cumplir el oficio de supervisor / anciano /
guía de una manera oficial. Por cuanto todos los creyentes
tienen un don, esos hombres deben haber poseído un don.
Algunos de ellos pueden incluso haber poseído el don de pastor
o maestro (1 Ti. 5:17); pero, se debe insistir, su
ordenación no se llevaba a cabo para que ejerciesen su don,
sino para que cumpliesen el oficio para el que habían sido
designados.
La imposición de manos
Se puede plantear la pregunta: «¿Y qué de
Hechos 13:1-4, donde se dice: Había entonces en la iglesia
que estaba en Antioquía, profetas y maestros: Bernabé,
Simón el que se llamaba Níger, Lucio de Cirene,
Manaén el que se había criado junto con Herodes el
tetrarca, y Saulo. Mientras estaban éstos celebrando el culto
del Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo:
Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he
llamado. Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos
y los despidieron. Esto parece señalar que es necesario
que es necesaria la ordenación, incluso en el caso de un
apóstol, antes de poder salir a predicar.»
En primer lugar, no hay justificación para decir que esto
fuese una ordenación. No se dice que lo fuese. La palabra
ordenar ni siquiera aparece en este pasaje. Se menciona la
imposición de manos, pero es una suposición pensar
que la ordenación viene por la imposición de manos. Hay
muchas ideas difundidas acerca de cosas divinas que proceden de una
lectura superficial de la Palabra de Dios. Con frecuencia, no se da
el tiempo suficiente para escudriñar las Escrituras con
cuidado y oración antes de llegar a conclusiones. Esta
cuestión de imponer las manos es un ejemplo de lo mismo.
¡En cada caso en el que hay ordenación de ancianos en
la Biblia, no hay mención alguna de que se impusieran las
manos sobre ellos! Es posible que se impusieran las manos sobre
aquellos que eran ordenados, pero la Escritura no lo dice. Desde
luego, los apóstoles (o sus delegados) podrían haber
hecho muchas cosas al ordenar ancianos, pero sería una pura
suposición de nuestra parte decir que lo hicieron. W. Kelly
dijo: «No tengo duda alguna de que el Espíritu de Dios
conocía la superstición que acompañaría a
este acto en años posteriores, de modo que tuvo cuidado en
nunca relacionar la imposición de manos con la
ordenación de ancianos. ... Me mantengo en que en esta misma
cuestión de la ordenación la Cristiandad ha perdido de
vista la mente y la voluntad de Dios; y que, en ignorancia pero no
sin pecado, está luchando en pro de un orden propio, que es
meramente desorden.»
Es evidente, en Hechos 11:25-26 y Hechos 12:25, que Bernabé
y Saulo estaban ya en «el ministerio» antes que los de
Antioquía les impusieran las manos. Pablo no fue ordenado para
el ministerio como apóstol mediante esta imposición de
manos. Él dijo que el Señor lo había constituido
como tal. Escribiendo a Timoteo, le dice: «Doy gracias al
que me revistió de poder, a Cristo Jesús nuestro
Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en
el ministerio» (1 Ti. 1:12). Él no había
recibido su apostolado de manos de los hombres. Escribió
así a los gálatas: «Pablo, apóstol (no
de parte de hombres ni por medio de hombre, sino por Jesucristo y por
medio de Dios el Padre que lo resucitó de los muertos)
...» (Gá. 1:1).
Y, de todos modos, si este suceso en Hechos 13 hubiera sido una
ordenación, ¿quién los habría ordenado?
¿Acaso Simón llamado Níger, Lucio, Manaén,
y quizá otros allá? Esos eran profetas y maestros, que
eran segundos y terceros en la iglesia. ¡Pero los
apóstoles eran primeros! (1 Co. 12:28). Si ordenaron a los
apóstoles, ¡los menores ordenaron a los mayores!
Otro autor ha dicho: «¿Consideró el
Apóstol Pablo que la imposición de manos de otros fuese
una ordenación para su especial oficio? Podemos estar seguros
de que no. Si fuera de otro modo, ¿por qué, cuando estaba
vindicando su condición de apóstol, no se
refirió a esta ocasión y a este acto (1 Co. 9:1; 2 Co.
11:5; 12:12)?»
Hechos 14:26 explica lo que realmente sucedió cuando fueron
impuestas las manos de otros sobre Bernabé y Pablo en
Antioquía. Dice: «De allí navegaron a
Antioquía, desde donde habían sido encomendados a la
gracia de Dios para la obra que habían cumplido.»
Esto muestra que los hermanos en Antioquía les habían
extendido «la diestra de comunión»
(Gá. 2:9). Habían expresado a Bernabé y a Saulo
su pleno compañerismo y apoyo en la obra que estaban a punto
de emprender. Esto puede haber incluido un don práctico de
ayuda financiera para el viaje, aunque la Escritura no lo especifica.
Nada hay en este pasaje de la Escritura en el sentido de que
Bernabé y Saulo fuesen ordenados para tener un lugar entre el
clero.
Más que esto, ¡esta encomienda de Pablo a la gracia de
Dios fue repetida! Se trataba de algo que los hermanos hacían
por los siervos del Señor cada vez que salían a una
nueva obra de expansión del evangelio (Hch. 15:40; Gá.
2:9). Esto demuestra de cierto que no era ordenación, porque
incluso los que creen que ven una ordenación en Hechos 13:1-4
no creen que una persona deba ser vuelta a ordenar cada año o
dos.
Si la ordenación de alguien depende de la validez del poder
que le designa (y la Escritura no admite ninguna potestad designadora
excepto la de un apóstol o de un delegado de un
apóstol), entonces es evidente que los que practican la
ordenación en nuestros días no tienen autoridad de Dios
para tal cosa. Un hermano que en el pasado se había sometido
al sistema humano de ordenación lo expresó de una
manera contundente: «¡Pusieron sus manos vacías
sobre mi cabeza vacía!»
Otros podrían preguntar: «¿Y qué de
Primera Timoteo 4:14, que dice: "No descuides el don que hay en
ti, que te fue dado mediante profecía con la imposición
de las manos del presbiterio (grupo de ancianos)"?» Este
pasaje menciona también la imposición de manos, pero de
nuevo no hay una palabra acerca de la ordenación. Sólo
existe en la imaginación de la gente. En realidad, la
cuestión es bastante sencilla. Timoteo tenía un don del
Señor, y alguien, un profeta o profetisa, anunció que
sería usado por el Señor en el ejercicio del mismo. Los
ancianos reconocieron el don que tenía de parte del
Señor, y le extendieron la diestra de comunión en
compañerismo con él en su obra. Pablo escribió a
Timoteo, exhortándole para que no descuidase el don que
tenía, recordándole que otros (los ancianos) estaban
tras él apoyándole. Esto le debió ser de gran
aliento.
Colecta frente a diezmo
Otra cosa que ha venido a formar parte integral de los servicios
eclesiales denominacionales es el diezmo (dar el diez por ciento de
los ingresos personales). Se trata de algo distintivamente judaico, y
ha sido tomado del orden terrenal de cosas que la epístola a
los Hebreos llama «el campamento» (Lv. 27:30-34;
Nm. 18:21-24; He. 13:13). Pero no tiene lugar en el cristianismo. El
cristianismo opera en base de unos principios totalmente diferentes y
mucho más elevados que el sistema mosaico de la ley. Imponer
tales normas a los hijos de Dios hoy en el cristianismo es comprender
mal la gracia y también comprender mal la distinción
que existe entre el judaísmo y el cristianismo. En Segunda
Corintios 89 tenemos los principios para las aportaciones de los
cristianos. No hay ni una palabra en esos capítulos, ni en
ningún otro lugar del Nuevo Testamento, que mande a los
cristianos que usen el método legalista del diezmo en sus
colectas.
Los principios que gobiernan las aportaciones de los cristianos
son sencillos. Primero debe haber un darnos a nosotros mismos al
Señor y a la voluntad de Dios; luego dar de nuestros bienes
según la medida que poseamos. Dice: «Será
acepta (la ofrenda) según lo que uno tiene, no
según lo que no tiene»
(2 Co. 8:5, 11-12). En el
judaísmo no importaba si alguien estaba bien dispuesto o no:
debía dar su diez por ciento. Era la ley. Este no es el
principio sobre el cual los cristianos deben dar. La
aportación del cristiano es algo que debe proceder del
corazón antes que tenga valor delante de Dios. Si no hay
«la voluntad dispuesta», entonces la aportación
de la persona es algo meramente legal, y no tendrá un
verdadero valor sacrificial.
En esos dos capítulos, el apóstol Pablo desarrolla
el propósito de la aportación cristiana. Muestra que
era:
1) Para expresar compañerismo a los otros
miembros del cuerpo de Cristo (2 Co. 8:4).
2) Para abundar en cada aspecto de la experiencia de Cristo (2 Co.
8:7).
3) Para demostrar la realidad de nuestro amor (2 Co. 8:8, 24).
4) Para imitar a nuestro Señor Jesús (2 Co. 8:9).
5) Para ayudar a suplir las necesidades de los demás (2 Co.
8:13-15).
6) Para que podamos tener la experiencia práctica de Dios
abundando para con nosotros según Su plena suficiencia (2 Co.
9:8-10).
7) Para dar ocasión a otros para que den gracias a Dios (2
Co. 9:11-15).
8) Para que pueda abundar el fruto en nuestra cuenta (Fil. 4:17).
En el orden de Dios se deben hacer colectas sobre una base regular
el primer día de la semana, cuando los santos se
reúnen. La Palabra de Dios dice: «En cuanto a la
colecta para los santos, haced vosotros también de la manera
que ordené en las iglesias de Galacia. Cada primer día
de la semana cada uno de vosotros ponga aparte algo, según
haya prosperado, ...» (1 Co. 16:1-2). Aunque la colecta
mencionada en este versículo se refería a las
necesidades específicas de los santos en Jerusalén, el
principio sigue manteniéndose en la actualidad. Sigue habiendo
necesidades específicas en la iglesia.
La ocasión en que se recoge la colecta debería ser
cuando los santos se reúnen para el partimiento del pan el
primer día de la semana (Hch. 20:7). Hebreos 13:15-16 vincula
el sacrificio de «la comunicación (de los bienes
materiales)», (RV) o «ayuda mutua» (RVR)
con el «sacrificio de alabanza» que se ofrece en
el partimiento del pan.
Lo que es abiertamente espantoso en la Cristiandad actual, y desde
luego es una deshonra para el Señor, es que se induce a los
que no son ni siquiera salvos para que aporten a las colectas. La
impresión que eso deja en las mentes de la gente del mundo es
que pueden hacer algo aceptable para Dios en su estado no regenerado.
Más que esto, les da la impresión de que el
cristianismo es un sistema de toma y daca. Como observó cierta
persona, «vuestro Dios debe ser desde luego muy pobre, porque
siempre os tiene a los cristianos pidiendo dinero.» Sin
embargo, en la Biblia no leemos de colectas en las que participen los
que no eran salvos. El hábito de la iglesia primitiva era
no aceptar colectas públicas. Para guardarse de conceptos que
el mundo pudiera abrigar, los siervos del Señor en la iglesia
primitiva tuvieron buen cuidado en no aceptar «nada» de
aquellos en las naciones que llevaban el evangelio y que no
conocían al Señor (3 Jn. 7). Y éste sigue siendo
el orden de Dios para la iglesia en la actualidad.
La disciplina en la iglesia
Otro punto del gobierno de la iglesia local que parece descuidado
en las llamadas iglesias es el de la disciplina y exclusión de
la comunión. La Biblia indica que las asambleas locales no
deben estar asociadas con ninguna clase de mal, sea éste
moral, doctrinal o eclesiástico. Si alguien cae en tal mal, la
asamblea local es responsable de excluir a tal persona de su
comunión. El apóstol Pablo dijo: «¿No
juzgáis vosotros a los que están dentro? Porque a los
que están fuera, Dios los juzgará. Quitad, pues, a ese
perverso de entre vosotros» (1 Co. 5:12-13).
Esto muestra que la asamblea tiene la responsabilidad de juzgar el
mal en medio de ella cuando se manifiesta.
Hay tres razones principales por las que la asamblea debe excluir
a las personas malas.
1) La gloria del Señor. La asamblea debe
tener cuidado en no permitir que el Nombre del Señor sea
asociado con el mal a los ojos del mundo. Cuando los corintios
actuaron para la gloria del Señor y quitaron de en medio a la
persona que estaba en pecado, el apóstol escribió
encomiándolos, diciendo: «Porque he aquí,
esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios,
¡qué gran diligencia produjo en vosotros, y qué
disculpas, qué indignación, qué temor,
qué ardiente afecto, qué celo, y qué
vindicación!» (2 Co. 7:11). Actuaron con un celo
vehemente y para vindicación de la gloria del Señor.
2) Se debe mantener la santidad en la asamblea. Hay dos
razones para ello. Primero, la asamblea es la morada de Dios. Debe
ser guardada como lugar adecuado para Su santa presencia. «La santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los
siglos y para siempre» (Sal. 93:5, RVR). «No
habitará dentro de mi casa el que comete fraude»
(Sal. 101:7; 1 Co. 3:17; Nm. 5:1-4). Segundo, debido al
carácter contaminador del pecado, a semejanza de la
acción de la levadura. Como hemos mencionado ya antes, la
asociación con el mal contamina. El apóstol Pablo dijo: «¿No sabéis que un poco de levadura hace
fermentar toda la masa? Purificaos, pues, de la vieja levadura, para
que seáis nueva masa» (1 Co. 5:6-8; Gá.
5:9-12). También dijo: «Las malas
compañías corrompen las buenas costumbres»
(1 Co. 15:33). Si la asamblea no quitase el mal de en medio de ella,
antes de mucho tiempo otros serían afectados por ello.
3) La corrección y restauración del ofensor.
Esta acción de asamblea de excluir a alguien de
comunión debería siempre tener a la vista el bien de la
persona errada. Es excluido y privado del ambiente social, para que
se quebrante en arrepentimiento y sea restaurado al Señor (1
Co. 5:11, «no os juntéis con» tal
persona). Cuando la persona se arrepiente y juzga su pecado, la
asamblea debe recibirle de nuevo a la comunión. Con respecto a
la persona que había cometido pecado y que los corintios
habían excluido de entre ellos, el apóstol Pablo dijo: «Le basta a tal persona esta reprensión hecha por
muchos; así que, al contrario, vosotros más bien
debéis perdonarle y consolarle, para que no sea consumido de
demasiada tristeza. Por lo cual os ruego que confirméis el
amor para con él» (2 Co. 2:6-8, RVR).
La asamblea debería considerar siempre esto como el
propio pecado de ella. Su actitud acerca de la
exclusión de quienquiera debería ser la de
lamentación, de reconocimiento de que hemos faltado al no
haber podido prevenirle cuando estaba lanzado hacia el pecado. Esta
era la falta en la que habían incurrido los corintios. Pablo
les dijo: «Y vosotros estáis envanecidos. ¿No
debierais más bien haber hecho duelo, para que fuese quitado
de en medio de vosotros el que cometió tal acción?
(1 Co. 5:2). Cada uno en la asamblea debería escudriñar
su propio corazón, preguntándose: «¿Qué podría haber hecho yo para prevenir
la caída de esta persona?» Debemos ver que hemos tenido
una parte en ello al no haber pastoreado apropiadamente a esta
persona, o al no haber orado suficientemente por esta persona, etc.
Es a esto a lo que se hace referencia al comer de la ofrenda por el
pecado (Lv. 6:26).
Esta clase de cuidado por la gloria del Señor es casi
inexistente en la Cristiandad en la actualidad, y sin embargo es algo
que debería ser practicado por cada asamblea cristiana.
La Recepción una responsabilidad de la asamblea
local
Otra cosa que la iglesia primitiva practicaba y que es casi
inexistente en la Cristiandad en la actualidad, es el cuidado en la
recepción de las personas a la comunión.
Antes de contemplar los principios en la Palabra de Dios que
están involucrados en la recepción, es necesario
comprender que la asamblea local tiene ciertas responsabilidades
acerca de aquellos con los que están en comunión. Como
hemos visto antes, la Biblia indica que la asamblea local debe
mantenerse pura de tres clases de mal porque la asociación con
tales cosas afectará y contaminará a la asamblea como
un todo. Más importante todavía, el Señor habita
en medio de Su pueblo reunido a Su Nombre (Mt. 18:20), y por ello la
asamblea debe mantener el mal fuera de en medio de ella para poder
permanecer como un lugar adecuado para Su presencia. «La
santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para
siempre» (Sal. 93:5, RVR). Las clases de mal que la
asamblea debe mantener fuera de en medio de ella son el mal moral, el
mal doctrinal y el mal eclesiástico.
Los principios de recepción
Ahora bien, a la vista de lo que la Biblia enseña respecto
a la pureza de la asamblea, cuando alguien desea partir el pan a «la mesa del Señor» (1 Co. 10:21), la
asamblea debe tener cuidado en no introducir a la comunión a
alguien que pueda estar involucrado en un mal, sea éste un mal
moral, doctrinal o eclesiástico. El principio es sencillo. Si
una asamblea local es responsable para juzgar el mal en medio de
ella, como hemos mostrado (1 Co. 5:12), entonces sigue naturalmente
que debe ser cuidadosa acerca de qué o a quién
introduce en medio de ella.
En el caso del mal eclesiástico, se precisa de
paciencia y
de discernimiento en cuanto a identificarlo en alguna persona. Es
diferente que alguien esté asociado con error clerical debido
a ignorancia y que alguien esté manteniéndolo y
promoviéndolo de manera activa. Puede darse el caso de que un
creyente que sea desconocedor del orden escriturario de Dios para el
culto y el ministerio cristiano acuda procedente de una
denominación de hechura humana que practique un orden
clerical, y que él quiera partir el pan a la mesa del
Señor. Aunque pueda estar asociado con error
eclesiástico, no está, en aquel momento, en mal
eclesiástico. Y si esta persona es conocida como piadosa en su
vida y sana en doctrina, no debería haber obstáculo
para que pueda partir el pan, aunque no haya roto formalmente sus
vínculos con aquella denominación. Toda la
cuestión se reduce a esto: «¿Cuándo una
asociación eclesiástica en ignorancia llega a ser mal
eclesiástico?» Creemos que la sencilla respuesta es:
«Cuando la voluntad de la persona está activa.»
La determinación de esto último demandará
discernimiento de parte de la asamblea. En tales casos, la asamblea
necesita estar totalmente dependiente del Señor para conocer
Su voluntad en aquel punto. Bajo condiciones normales, los hermanos
deberían permitirle partir el pan, esperando y confiando que
el Señor haya estado obrando en su corazón, y que, tras
haber participado de la Cena del Señor, deje el terreno en que
ha estado hasta entonces y que continúe con los que
están reunidos al nombre del Señor. Este principio se
ve en Segundo Crónicas 30—31. Ezequías permitió
al pueblo de Judá y a algunos de las diez tribus separadas que
participasen de la Pascua y que adorasen al Señor en el centro
divino en Jerusalén. Después, ellos se volvieron a sus
hogares y destruyeron sus ídolos e imágenes (no estamos
con esto insinuando que las denominaciones de cuño humano se
correspondan con la idolatría. Nos estamos refiriendo
sencillamente al principio general). ¡Lo interesante que debe
observarse aquí es que Ezequías no les había
dado la orden para ello! Fue una respuesta de sus corazones, y
surgió sencillamente de haber estado en la presencia del
Señor en Jerusalén. Pero si alguien quiere proseguir
acudiendo a ambos lugares, la asamblea y la denominación, con
regularidad, no se le debería permitir. Como J. N. Darby
observó, una persona así no está actuando de
manera honesta ni con los unos ni con los otros. También
señaló que al ir creciendo la dejadez y la
corrupción en el testimonio cristiano, se haría
más y más difícil practicar este principio. Se
precisa de más discernimiento según la situación
general va volviéndose más y más tenebrosa.
Se ha dicho con acierto que la asamblea local no debe tener una
comunión abierta ni cerrada, sino más bien una
comunión precavida. La asamblea debe recibir a la mesa
del Señor a cada miembro demostrado del cuerpo de Cristo que
no se vea impedido por una disciplina escrituraria. Si fuera de otra
manera, estaría actuando de manera inconsecuente respecto a la
base del un cuerpo sobre la que profesa estar reunido (Ef. 4:4).
Mientras que cada cristiano tiene su puesto a la mesa del
Señor, no necesariamente tiene derecho a estar
allí, porque puede haber perdido este privilegio debido a
estar envuelto en algún mal.
¿Quién decide quien debería estar en
comunión?
Es importante comprender que los hermanos en la asamblea local
no deciden lo que es apropiado para la mesa del Señor y
lo que no. La norma es la Palabra de Dios. Esto se debe a que no se
trata de su mesa: es «la Mesa del Señor». Las
preferencias personales, los gustos y los desagrados de los que
están en la asamblea, no tienen nada que ver con la
recepción. La Palabra de Dios lo decide todo. Cuando no hay
ninguna razón escrituraria por la que una persona deba ser
rehusada, aquella persona es recibida. Si una persona creyente ha
sido bautizada, es sana en la fe y piadosa en su vida, no hay
razón por la que deba ser rechazada. El conocimiento de las
Escrituras no constituye un criterio. Puede que se trate de un
creyente simple, pero la Escritura dice: «Recibid al
débil en la fe, pero no para contender sobre
opiniones» (Ro. 14:1).
Sin embargo, que uno sea sano en la fe y de andar piadoso no puede
a menudo determinarse de manera inmediata. Ello puede ser tanto
más difícil de determinar cuanto mayor sea la
confusión de la que sale una persona en el testimonio
cristiano. Si la cosa es así, entonces la sabiduría
dictará que la asamblea pida a la persona que desea estar en
comunión que espere un tiempo. Esto no significa que la
asamblea está afirmando que aquella persona está
conectada con algún mal. Pudiera ser, pero sencillamente no lo
saben, y deberían esperar hasta que queden satisfechos de que
no lo está, porque en último término son
responsables ante Dios acerca de a quién introducen en
comunión. La Escritura dice: «No impongas con
ligereza las manos a ninguno, ni participes en pecados
ajenos» (1 Ti. 5:22). Aunque la aplicación de este
versículo es más amplia que su aplicación a la
mesa del Señor, da un principio por el que la asamblea puede
guiarse tocante a la recepción. Ello no dará ofensa a
una persona madura y piadosa, porque ciertamente ningún
cristiano piadoso esperaría que la asamblea violase un
principio de las Escrituras. De hecho, debería darle confianza
de que está acudiendo a una comunión en la que hay
interés por la gloria del Señor y por la pureza de la
asamblea.
¿Son suficientes los testimonios personales?
Un principio importante que debe ser comprendido en
relación con esta cuestión es que la asamblea, en su
funcionamiento dirigido por las Escrituras, no hace nada por el
testimonio de un testigo. Las cosas que tengan que ver con la
asamblea deben hacerse según este principio: «Por
boca de dos o de tres testigos se decidirá todo
asunto» (2 Co. 13:1). Comparar también Juan 8:17 y
Deuteronomio 19:15. Por ello mismo, la asamblea no debe recibir
personas sobre la base del propio testimonio de ellas. Y
especialmente por cuanto cada uno tiene la tendencia a dar un buen
testimonio de sí mismo, como dice la Escritura: «Todos los caminos del hombre son limpios en su propia
opinión» (Pr. 16:2). Y otra vez: «El que
habla por su propia cuenta, busca su propia gloria» (Jn.
7:18).
Esa es la razón por la que se debe pedir a una persona que
desee entrar en comunión que espere, especialmente cuando la
asamblea no sabe nada de ella. Una vez la asamblea local ha llegado a
conocer a una persona que desea entrar en comunión, puede
recibirla sobre la base del testimonio de otros.
Este es un principio que aparece por toda la Escritura. Incluso el
Señor Jesucristo, el Señor de la Gloria, se
sometió a este principio cuando se presentó a Israel
como su Mesías. Dijo: «Si yo doy testimonio acerca
de mí mismo, mi testimonio no es verdadero (esto es, no
es válido según la ley)» (Jn. 5:31). Luego
pasó a dar cuatro otros testimonios que certificaban
quién era Él: Juan el bautista, Sus propias obras, Su
Padre, y las Escrituras (Jn. 5:32-39). Aunque tenía muchos
testigos de Su condición de Mesías, el Señor
advirtió a los judíos que llegaría el día
en que ellos, como nación, recibirían a un falso
mesías (el Anticristo) sin testigos para respaldarle. Dijo: «Si otro viene en su propio nombre, a ése
recibiréis» (Jn. 5:43). De este modo, el
Señor denuncia la práctica de recibir a alguien en base
de su propio testimonio.
Los hijos de Israel faltaron en esa misma cuestión cuando
recibieron a los gabaonitas en base del testimonio de ellos mismos
(Jos. 9). Esto está registrado en las Escrituras para
advertirnos del peligro de tales prácticas.
Hechos 9:26-29 nos da un ejemplo del cuidado que la iglesia
primitiva tenía para recibir a alguien en su comunión.
Cuando Saulo de Tarso fue salvado, deseó entrar en
comunión con los santos en Jerusalén, pero fue
rehusado. Aunque todo lo que debió decir a los hermanos en
Jerusalén acerca de su vida personal fuese cierto, sin embargo
no fue recibido en base de su propio testimonio. No fue recibido
hasta que Bernabé tomó a Saulo y lo llevó
consigo a los hermanos, dando testimonio de la fe y del
carácter de Saulo, de modo que hubo el testimonio de dos
hombres. Después de esto, «estaba con ellos en
Jerusalén; y entraba y salía» (Hch. 9:28). Si la
iglesia primitiva no recibió de inmediato a Saulo de Tarso, es
cosa cierta que los cristianos en la actualidad no deberían
esperar ser recibidos de inmediato cuando desean estar en
comunión en una asamblea local.
La prueba de la profesión de una persona
Otro importante principio en la recepción es que hay el
principio de poner a prueba la profesión del que solicita ser
recibido. Si alguien dice que es cristiano, debe demostrarlo
apartándose de todo pecado conocido. Segunda Timoteo 2:19
dice: «Apártese de iniquidad todo aquel que invoca
el nombre de Cristo.» Véase también
Apocalipsis 2:2 y Primera Juan 4:1. Si no se aparta de iniquidad, no
es sincero en su confesión. Esto es de especial importancia en
un tiempo de ruina y de desmoronamiento en el testimonio cristiano,
cuando abundan todas las clases de mala doctrina y práctica.
Un ejemplo de esto se ve tipológicamente en Primero de
Crónicas 12:16-18. David era en aquel tiempo el rey rechazado
de Israel. Componentes de las varias tribus de Israel se dieron
cuenta de su error de rechazarlo, y acudieron, reconociéndolo
como el rey legítimo de Israel. Cuando acudieron los de la
tribu de Benjamín (la tribu del rey Saúl), les puso a
prueba su profesión. Cuando su confesión fue
considerada genuina, y mostraron que de veras estaban del lado de
David, dice: «Y David los recibió.»
Si una persona mantiene mala doctrina, está claro que la
asamblea no debe recibirlo, porque estará en comunión
con la mala enseñanza (cp. 2 Jn. 911; Ro. 16:17-18). No nos
referimos con ello a diferencias que los cristianos puedan mantener
en cuestiones como el bautismo, sino en aquellas cosas que afectan a
los fundamentos de la verdad cristiana. La Escritura dice: «Y el Dios de la paciencia y de la consolación os
dé entre vosotros un mismo sentir según Cristo
Jesús, para que unánimes, a una voz,
glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo. Por tanto, acogeos los unos a los otros, como
también Cristo nos acogió, para gloria de
Dios»
(Ro. 15:5-7). Esto muestra que la asamblea debe
recibir a personas en comunión cuando puedan glorificar a Dios
«unánimes, a una voz». Si se recibiese a alguien
que mantuviese alguna falsa enseñanza, ¿cómo
podría la asamblea «unánimes, a una voz»,
glorificar al Señor? Ellos estarían diciendo una cosa,
y esta persona estaría hablando otra. Sería
confusión. El apóstol Pablo dijo a los corintios: «Os exhorto, hermanos, por el nombre de nuestro
Señor Jesucristo, a que habléis todos una misma cosa, y
que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis
perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo
parecer» (1 Co. 1:10).
Otro tipo del Antiguo Testamento ilustra el cuidado ejercido en la
recepción. Cuando en los días de Nehemías fue
reconstruida la ciudad de Jerusalén, el centro divino sobre la
tierra donde el Señor había puesto Su Nombre,
había un gran peligro de parte de los enemigos que los
rodeaban. Por ello, se dio orden de no abrir las puertas para dejar
entrar a nadie en la ciudad «hasta que caliente el sol
(literalmente: hasta el calor del sol)» (Neh. 7:1-3). Se
aseguraban de que no hubiera ni rastros de oscuridad antes de recibir
a nadie en la ciudad. Hasta entonces, hacían estar a la gente «allí», esperando. Al aumentar las
tinieblas en la Cristiandad en esos últimos días, se
debe ejercer esta clase de cuidado en la recepción.
Véase también Primera Crónicas 9:17-27
(«los porteros»).
Todo esto suena generalmente a cosa muy extraña para la
mayoría de los cristianos, que no conocen nada más que
los métodos denominacionales de comunión abierta. El
énfasis en las iglesias es conseguir tanta gente para el grupo
como sea posible. Se hacen grandes esfuerzos para este fin. Ser
cuidadosos acerca de quién entra en comunión
parecerá probablemente cosa bastante insólita, pero
esto es lo que enseña la Palabra de Dios.
¡Demasiado exclusivos!
Algunos objetan a esas enseñanzas, declarando que es ser
exclusivista. Queremos enfatizar de nuevo que estos principios no son
de nuestra invención, sino que son principios que la Palabra
de Dios enseña. Las asambleas cristianas locales deben ser
exclusivas respecto al pecado, y si no conocen con qué
está conectada una persona, deberían andar con cuidado.
«Pruébese cada uno a sí
mismo»
Otros objetan a esas enseñanzas sobre la base de
Primera
Corintios 11:28, que dice: «Por tanto, pruébese cada
uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la
copa.» Pretenden que la asamblea no debe «probar» a
la persona, sino que ella debe «probarse» a sí
misma, y participar entonces de
la Cena del Señor.
Ahora bien, si el versículo significase tal cosa, entonces
entraría en colisión con el principio que hemos
mencionado: que la asamblea es responsable de juzgar el mal en medio
de ella, y que debe ser cuidadosa, por tanto, acerca de quien entra
en comunión (1 Co. 5:12). Por cuanto la Palabra de Dios no se
contradice, este versículo debe referirse a algo más
que a la recepción a la mesa del Señor. Mirando
más de cerca el contexto del capítulo en el que se
encuentra este versículo, vemos que este versículo
no se refiere a aquellos que desean estar en comunión
con los que están a la mesa del Señor, sino a
aquellos que ya están en comunión. Cada uno en la
comunión tiene la responsabilidad de juzgarse a sí
mismo antes de participar de la Cena. Si no lo hace así, «juicio come y bebe para sí» (1 Co.
11:29). Es algo como la orden que los padres dan a sus hijos antes
que se sienten para comer. Les dicen: «Lavaos las manos antes
de sentaros.» Esto se aplica a los hijos de la familia que
participan constantemente de las comidas de la casa. No se refiere a
los vecinos de la calle. Los que están en la casa y que van a
tomar la comida han de estar limpios cuando acuden a la mesa. Lo
mismo sucede con la asamblea. Es a los que están en
comunión a la mesa del Señor que se dirige la
exhortación de que se prueben a sí mismos antes de
tomar parte en la Cena.
La responsabilidad individual
En tanto que la asamblea local tiene responsabilidad en esta
cuestión, por otra parte la persona que busca la
comunión en una asamblea local tiene también una
responsabilidad. Si desea andar rectamente ante el Señor,
debería tener cuidado en no imponer «con ligereza
las manos a ninguno» (expresión de
compañerismo práctico), y en no participar «en pecados ajenos. Consérvate puro» (1
Ti. 5:22). A la vista de esto, preguntamos: «¿Por
qué alguien iba a entrar en una asamblea de cristianos de los
que no sabe qué es lo que creen o practican allí, e
insistir en poder partir el pan, cuando los principios de
asociación que hemos considerado significan que estará
en comunión con lo que sucede allí? ¿Cómo
sabe que no ha entrado en medio de un grupo de personas que mantienen
doctrinas blasfemas o que llevan a cabo prácticas
horrendas?» Sólo podemos pensar que tal persona no ha
considerado nunca esas cosas, o sencillamente que no las cree. Y
desde luego hay muchos cristianos que creen que pueden asociarse con
lo que deseen y que no son afectados por ello. Pero la Biblia nos
dice que sí somos afectados por aquellos con los que
nos asociamos. «Las malas compañías corrompen
las buenas costumbres» (1 Co. 15:33; 1 Ti. 5:22; Hag.
2:10-14; Dt. 7:1-4; Jos. 23:11-13; 1 R. 11:1-8, etc.). Por esa
razón, una persona que busque la comunión con una
asamblea de cristianos de la que poco o nada sabe debería
tener cuidado. Debe mantenerse puro. Esta es una responsabilidad de
cada cristiano.
Este cuidado se ve en un tipo en el Antiguo Testamento tocante al
culto de Israel, y nos da guía a los cristianos cuando
buscamos hoy el lugar designado por Dios. El Señor dijo: «Cuídate de no ofrecer tus holocaustos en cualquier
lugar que veas; sino ... en el lugar que Jehová
escoja» (Dt. 12:13-14). Traduciendo esto a términos
cristianos significa que uno no debería ir sencillamente a
cualquier lugar para ofrecer su culto. Debe hacerlo sólo en el
lugar donde el Señor quiera que lo haga. A la vista del mal y
del apartamiento de la Palabra de Dios en el testimonio cristiano
actual, y al peligro de ser conducido al error, uno no debería
ofrecer el sacrificio de alabanza en una asamblea de cristianos de la
que no sabe nada. Necesita llegar a conocer algo primero acerca de
aquella compañía de cristianos, antes de desear estar
en comunión con ellos. Si alguien ha encontrado el lugar al
que él cree que el Señor le puede estar guiando, no
debería precipitarse a partir el pan en comunión con
ellos hasta que sepa lo que aquella asamblea mantiene y practica.
Necesita orar acerca de ello y esperar en el Señor hasta que
se sienta satisfecho de que no se está asociando con algo que
es para deshonra del Señor.
Que el lector sea guiado por el Señor en este importante
paso.
Cartas de recomendación
Otra cuestión estrechamente relacionada con la
recepción es el uso de las cartas de recomendación. Se
trata de una carta escrita de una asamblea a otra (y firmada por dos
o tres hermanos), encomendando a una cierta persona o personas a la
comunión de los santos a aquella localidad a la que van de
viaje. De nuevo, esto es algo que por lo general no se practica en
las iglesias en la Cristiandad. Un ejemplo de esta práctica
entre los cristianos primitivos se ve en el caso de Apolos en Hechos
18:24-28. Él era un hombre sumamente dotado, pero necesitaba
una carta de recomendación de los hermanos para ser recibido
por las asambleas en Acaya, que hasta entonces no sabían nada
de él. Esto de nuevo muestra el cuidado que había entre
los cristianos primitivos en cuanto a aquellos con los que estaban en
comunión. Véase también Romanos 16:1 y Segunda
Corintios 3:1-3.
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