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RIQUEZAS INESCRUTABLES

O,
ALGUNAS DE LAS RELACIONES
DE CRISTO
CON SU PUEBLO

*  *  *  *

Edward Dennett

Traducción del inglés:
Santiago Escuain


VIENE DEL CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CRISTO NUESTRO EJEMPLO

UNA de las verdades con las que estamos más familiarizados es que Cristo, en Su caminar por este mundo, es nuestro ejemplo. Hay varios pasajes de las Escrituras que declaran esto de una manera expresa y que lo destacan; y la verdad misma queda implicada en casi cada libro del Nuevo Testamento. San Pedro, cuando trata de los deberes de los siervos, les señala a Cristo, que, dice él, nos ha dejado un ejemplo, para que sigamos en Sus pisadas (1 P 2:21). De la misma manera, el Apóstol Juan dice: «el que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo» (1 Jn 2:6). También en la Epístola a los Hebreos, después de detallar el largo catálogo de los hombres de fe en la anterior dispensación, el escritor prosigue: «Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios. Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar» (He 12:1-3). El sentido de esta Escritura no es a veces captado por el lector superficial, debido a la inserción de la palabra «nuestra» en la versión Autorizada Inglesa, haciendo del Señor Jesús el Autor y Consumador de nuestra fe. Esto es perderse completamente la enseñanza del Espíritu de Dios. La verdad que nos es expuesta es que el Señor Jesús es un ejemplo completo de la fe; que como hombre Él es nuestro ejemplo en la vida de fe. Esto se vería con más presteza si en lugar de Autor y Consumador, las palabras fueran traducidas, como lo son a veces, como Capitán (arjêgon) y Completador (teleiôtên) de la fe: esto es, que Él es el Caudillo en el camino de la fe, y que Él es el Completador de la misma; que a lo largo de todo el camino, de comienzo a fin, Él es el perfecto ejemplo de la misma, como el Hombre obediente y dependiente. Por ello nuestros ojos deben estar siempre fijados sobre Él; debemos estar mirando a Jesús, para observar Su ejemplo, para poder ser sostenidos en nuestro seguimiento de los mismos pasos. Nuestro mismo Señor presentó frecuentemente esta misma verdad. Está involucrada en todos los pasajes en los que habla del discipulado. Por ejemplo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame» (Mt 16:24). Es cierto que el pensamiento prominente aquí es la condición del discipulado; pero «seguir» no es nada menos que en obediencia a Sus palabras reconociéndole como Señor, y caminando en Sus pasos.

Así, queda abundantemente claro que nuestro bendito Señor, en Su vida aquí abajo como hombre, es nuestro ejemplo; y deseamos considerar esta cuestión, no sólo para apremiar su importancia, sino para mostrar también la base de la misma, y los medios de llevarla a la práctica.

La base de ello reside en lo que Él era como hombre en el mundo. Antes de Su encarnación Él se había presentado a Dios, diciendo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (He 10:7). Y ésta es la nota clave de toda Su vida, viniendo como vino, no para hacer Su propia voluntad, sino la voluntad de Aquel que le envió (Jn 6:38). Y esto lo hizo a la perfección, e ininterrumpidamente, desde Belén hasta el Calvario. Cada pensamiento, cada sentimiento, y cada acción fueron en obediencia a la voluntad de Dios. Por primera vez desde la Caída, Dios halló verdad en lo íntimo de un hombre: en Aquel que respondió a todas Sus demandas, de manera que Dios pudo reposar en Él en perfecta complacencia y amor. Y ¡qué gozo debe haber sido para el corazón de Dios poder mirar a esta escena, donde todos habían fracasado y habían salido del camino, donde no había justo, ni aún uno, y ver a Cristo en medio de dificultades sin parangón, expuesto a toda la malicia de los hombres y de Satanás, y siempre respondiendo, y ello de una manera perfecta, a Sus deseos—contemplarlo glorificando a Dios sobre la tierra en cada circunstancia en la que fue situado, y ello a través de toda Su vida!

«Fuiste entre las tinieblas luz sola,
Fiel donde hubo infidelidad;
Y el nombre honraste del Padre en gloria,
Siempre haciendo Su voluntad.»

En Él, así, al fin, Dios encontró al Hombre que fue, sin excepción alguna, conforme a Su propio corazón, a Aquel que encarnaba la perfección de Sus propios pensamientos, y que se correspondía con el ideal de Su propia mente: al hombre perfecto. En cada circunstancia, por tanto, en lo que era para con Dios y en lo que era para con el hombre; lo que fue en presencia de amigos o de enemigos; fuera en dolor, en persecuciones, o tentaciones; en todas las posibles escenas, fuera en solitario o en público, en todas las cosas, en cada manifestación de Su vida aquí abajo, Él fue nuestro ejemplo; porque todas Sus multiformes experiencias fueron sencillamente ocasiones para el desvelamiento de lo que Él era como el hombre obediente y dependiente; y por ello la revelación de la norma de Dios para todos los que son de Él. Así, si quiero saber qué es lo que Dios desea que yo sea, debo mirar a Cristo, y seguir Sus pisadas en Su camino por el mundo.

Así, aceptando la verdad de que Cristo es nuestro ejemplo, debemos tener mucho cuidado en definir la clase para la que esto está designado. Un error aquí sería de lo más fatal, y lo cierto es que ha sido la causa del naufragio de muchas almas. Los Unitarios, por ejemplo, declaran que todo el deber del hombre reside en la imitación de la vida de Cristo, y, además, mantienen que es el pasaporte a una feliz inmortalidad; y libros como el de Tomás à Kempis Imitación de Cristo operan más o menos en base del mismo principio: que le es posible al hombre natural caminar en los pasos del Señor Jesús. Difícilmente será necesario señalar que estas enseñanzas ignoran toda la cuestión de la relación del hombre con Dios, la cuestión del pecado y la depravación del hombre por la caída de Adán. «Los que están en la carne no pueden agradar a Dios» (Ro 8:8, V.M.) es una declaración que algunos hombres o bien ignoran o bien rechazan, para su propia destrucción. ¡Qué presunción para un pecador bajo condenación, para un pecador enajenado de Dios, cuya misma naturaleza es enemistad contra Él (Ro 8:7): ¡Pretender el poder de seguir en los pasos del Santo de Dios! Ello sólo nos muestra el poder de Satanás para engañar, y para seducir hacia la ruina, cuando tal engaño es abrigado en las mentes de los hombres. Así como engañó a Faraón y a su hueste a pensar que podrían seguir a Israel a través del Mar Rojo, y todos ellos «se hundieron como plomo en las impetuosas aguas», así lleva a los hombres a imaginarse que pueden imitar a Cristo con sus propios esfuerzos, y con ello a producir una justicia adecuada para la presencia de Dios; y así engañados, perecen para siempre. Así, nos conviene indicar muy cuidadosamente los requisitos necesarios para seguir el ejemplo de Cristo.

(1) El más esencial de todos es que debemos tener la misma naturaleza. Es cosa bien cierta —y en verdad es un dogma fundamental del cristianismo— que Cristo se hizo Hombre. «Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a Su Hijo, nacido de mujer», etc. (Gá 4:4). Él nació tan verdaderamente en este mundo como nosotros; pero no se deben olvidar nunca las palabras que el ángel pronunció a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios» (Lc 1:35; véase también Mt 1:18-20). Así, en tanto que Cristo verdaderamente «participó» de carne y de sangre (He 2:14), y fue consiguientemente «verdadero hombre» así como «verdadero Dios», no se podía decir que Él asumiera nuestra naturaleza, que se hiciera hueso de nuestro hueso y carne de nuestra carne. Esto sería en realidad afirmar que Él tuvo una naturaleza pecaminosa, descalificándole para ser el Cordero de Dios —aquel Cordero sin mancha ni contaminación—, y socavar las mismas bases de la expiación y consiguientemente del cristianismo. No: Él fue siempre santo, inocente, sin tacha, separado de los pecadores, mientras que nosotros éramos por naturaleza los hijos de ira.

¿Cómo nos sería posible entonces a nosotros (siendo que en nuestra carne no mora el bien) imitar la vida de Aquel que era absolutamente santo? El leopardo no puede cambiar sus manchas, ni el etíope su piel, ni el hombre natural alterar el carácter de la carne en la que ha nacido. De ahí que la necesidad primaria sea nacer de nuevo; como el mismo Señor lo dijo a Nicodemo: «De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo» (Jn 3:5-7). Así que no podemos seguir a Cristo hasta que hayamos nacido de nuevo por medio de la fe en el Señor Jesús, por el poder del Espíritu Santo, habiendo en consecuencia recibido una nueva naturaleza. Estemos bien claros en este punto, porque hablar de otra manera es sólo engañar a las almas y ponerlas en peligro. Si no hay la misma naturaleza, no puede haber semejanza en la vida. Puede que haya semejanzas exteriores entre una acción de un hombre natural y una acción de Cristo; pero esto no constituye, delante de Dios, una imitación de Su ejemplo. La naturaleza de las dos acciones debe ser la misma en sus motivos, carácter y finalidad. Podemos atar rosas a un zarzal, pero no ha sido esta planta la que las ha producido. De la misma manera, las acciones, para ser semejantes a las de Cristo, deben ser producidas, y sólo pueden ser producidas en aquellos que tienen la misma naturaleza —una naturaleza semejante a la de Él. En otras palabras, tenemos que ser como Cristo (en cuanto a la naturaleza) antes de poder imitarlo.

(2) Pero incluso la posesión de la naturaleza no es suficiente, porque se carece aún del poder. La característica de la nueva naturaleza es debilidad —la misma debilidad. Y por esto puedo haber verdaderamente renacido, ser un hijo de Dios, y sin embargo ser totalmente incapaz de tomar un solo paso tras Cristo. Tenemos un ejemplo de ello en Romanos 7. El que está en el caso que allí se describe dice: «Pues lo que obro, no lo apruebo: porque no lo que quiero es lo que practico; sino lo que odio, eso hago» (Ro 7:15, V.M.). ¡Qué confesión! Y sin embargo nos dice que se deleitaba en la ley de Dios según el hombre interior (Ro 7:22), mostrando que tenía una nueva naturaleza, que había nacido de nuevo. Así, lo que necesitaba era poder. ¿Y dónde podía ser obtenido este poder? El prerrequisito para el mismo era la liberación: el conocimiento de que el pecado había sido juzgado, así como que la culpa de los pecados había sido remitida; que por medio de la muerte y de la resurrección de Cristo él había sido sacado de su condición adámica e introducido a un nuevo lugar en Cristo, por lo que teniendo el Espíritu de Dios morando en él ya no estaba en la carne, sino en el Espíritu (Ro 8:9, V.M.). El Espíritu morando en nosotros es nuestro único poder para la imitación de Cristo. Y lo cierto es que éste era el propio poder de Cristo. Así, leemos que «Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y fue llevado por el Espíritu al desierto»; y luego, que «Jesús volvió en el poder del Espíritu a Galilea» (Lc 4:1-14). Él mismo dijo: «Yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios» (Mt 12:28); y San Pedro, hablando de Él, dice: «Cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10:38). Así, a no ser que tengamos al Espíritu Santo, seguimos careciendo de poder para andar como Cristo anduvo; porque la naturaleza, como ya hemos visto, e incluso la nueva naturaleza por sí misma, no puede seguir en Sus pasos.

(3) Hay otra condición importante. Puede que haya nacido de nuevo y que tenga el Espíritu de Dios, y con todo que no esté imitando a Cristo. Estoy capacitado para hacerlo, pero el Espíritu de Dios no actúa necesariamente por el hecho de que more en mí. En verdad cada creyente lleva consigo un gran estorbo, que es su carne, la vieja naturaleza; porque aunque ha sido juzgada en la muerte de Cristo, y que por ello judicialmente está fuera de la vista de Dios, sigue en nosotros, y está siempre en oposición a los deseos y objetivos del hombre nuevo. Satanás lo sabe, y encuentra en ello el medio, si no estamos vigilantes, de obstaculizar nuestro avance, e incluso de hacernos caer. San Pablo, escribiendo acerca de esto, dice: «Andad según el Espíritu, y no cumpliréis los deseos de la carne. Porque la carne codicia contra el espíritu, y el espíritu contra la carne; pues que éstos son contrarios entre sí; de modo que no podéis hacer» (más bien, «a fin de que no hagáis»—, hina mê ha an thelête tauta poiête) «las cosas que quisiereis» (Gá 5:17, V.M.) Así, la carne y el Espíritu están en perpetua contradicción, y el objetivo de cada uno es estorbar al otro. Cuando la carne desea actuar, el Espíritu encabeza la oposición; y cuando el Espíritu quisiera actuar, la carne estorba —ambas partes buscan anular la voluntad de la otra, para que ni el uno ni la otra obtengan sus deseos. Así, se puede decir que aunque, como ya he dicho, esté capacitado para imitar el ejemplo del Señor Jesús, quedaré efectivamente detenido: esto es lo que sucederá si permito que la carne cumpla su voluntad.

Así, la siguiente condición es que no se le debe permitir a la carne que actúe, sino que debe ser mantenida en el lugar donde Dios la ha puesto: bajo juicio en la muerte de la cruz. Por ello San Pablo dice: «Si vivís según a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Ro 8:13, 14). Y si añadimos a esta otra Escritura, todo la cuestión quedará explicada: «Llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos» (2 Co 4:10). Por ello, la carne, y ciertamente todo lo que es de la mala naturaleza, tiene que ser mantenida bajo el poder de la muerte, bajo la constante aplicación de la cruz, de la muerte de Jesús; y el poder que capacita para ello es el Espíritu de Dios; que nada del yo, de la malvada naturaleza ni de la carne se exprese nunca, sino sólo la vida de Jesús. Porque es sólo cuando el yo es juzgado que podemos presentar la vida de Jesús; y si se manifiesta la menor cosa de la carne, la presentación queda en el acto dañada. Así, la muerte tiene que ser aceptada si queremos imitar a Cristo. Esto es lo que Él mismo dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame» (Mt 16:24). El yo tiene que ser rehusado, y la cruz —la muerte— aceptada, antes que podamos seguir. Que aprendamos esta lección.

(4) La mirada debe estar también sobre Cristo, y sobre Cristo donde Él está. Podríamos ciertamente cumplir todas las condiciones de las que ya he hemos hablado, y sin embargo si la mirada no está fijada en Cristo, habría un fracaso totalmente cierto. Tomemos la conocida ilustración de Pedro caminando sobre el mar como explicación. Cuando vio a Jesús caminando sobre el mar, le dijo: «Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. Y él dijo: Ven. Y descendiendo Pedro de la barca, andaba sobre las aguas para ir a Jesús. Pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo; y comenzando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame!», etc. (Mt 14:25-31). Al principio Pedro anduvo, así como el Señor lo hacía, sobre la mar; pero en el momento en que su mirada se apartó de Cristo y se posó sobre sus propias circunstancias —las dificultades que le rodeaban— comenzó a hundirse.

Y así nos sucede siempre. Nunca podemos caminar en pos de Su ejemplo a no ser que nuestra mirada esté sobre Él. Pero hemos dicho que tiene que ser sobre Él donde Él está ahora, no donde estuvo en el pasado. Pedro, naturalmente, miraba al Cristo viviente delante de sus ojos; pero nosotros debemos mirar a un Cristo viviente donde ahora Él está, en la gloria, a la diestra de Dios. Expliquemos esto. San Pablo dice: «Por tanto, todos nosotros, mirando a cara descubierta [esto es, sin velo] como en un espejo [las palabras «como en un espejo» es mejor omitirlas] la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Co 3:18). Aquí se nos enseña, como hemos visto en el anterior capítulo, que nuestro crecimiento, nuestra gradual transformación a semejanza de Cristo, depende de que nuestros ojos se posen fijos en Él —en la gloria del Señor. Contemplamos por la fe, y los rayos de aquella gloria, cayendo sobre nuestras almas, son empleados por el Espíritu Santo para cambiarnos moralmente a la semejanza de Aquel sobre quien miramos de esta manera. Con esto se conecta otra cosa. Es sólo en tanto que estamos ocupados así que recibimos poder para llevar en el cuerpo la muerte de Jesús (2 Co 4:10). Con ello se ganan dos cosas: una creciente semejanza con Cristo, y la carne mantenida bajo el poder de la muerte. La consecuencia es que Cristo debe ser expresado; o, en otras palabras, que imitamos Su ejemplo. Porque la imitación de Cristo debe venir desde dentro, y no desde fuera. En conformidad con el principio ya expresado, debemos ser semejantes a Cristo antes que podamos imitarle; y de ahí que la cercanía de nuestro andar a Su voluntad dependa del grado de nuestra semejanza a Él.

El acordarnos de esto nos libraría de muchos desalientos y de muchos errores. Porque entonces se vería que andar como Cristo anduvo no es el resultado de ningún esfuerzo que podamos hacer —nunca podemos imitarle con ningún esfuerzo propio— sino que tiene que ser el resultado de lo que somos. Veamos cuán hermosamente quedó esto ejemplificado en el caso de Esteban, cuando sufrió el martirio. «Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios» (Hch 7:55, 56). Ésta era su actitud; pero su testimonio sólo sirvió para encolerizar a sus perseguidores, porque «entonces ellos, dando grandes voces, se taparon los oídos, y arremetieron a una contra él. Y echándole fuera de la ciudad, le apedrearon; ... Y apedreaban a Esteban, mientras él invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Y habiendo dicho esto, durmió» (vv. 57-60). Ahora bien, si comparamos esta escena con la muerte del Señor Jesús tal como la registra San Lucas, encontraremos una notable correspondencia. Él también pronunció dos oraciones. Cuando estaba en la cruz, Él clamó: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»; y también: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23:34, 46). Incluso en la superficie uno no puede dejar de asombrarse ante la similitud de los dos casos. ¿Por qué fue que Esteban siguió tan ajustadamente en los pasos de su Señor? ¿Fue porque había oído que el Señor había pronunciado estas oraciones, y pensó entonces que él copiaría Su ejemplo? Esta habría sido una imitación sin valor, si no totalmente falsa. No, él estaba ocupado contemplando la gloria del Señor, y el efecto de ello fue que él fue cambiado a la misma imagen, y por ello necesariamente se expresó a sí mismo de la misma manera. Y éste es el secreto de toda semejanza con Cristo en nuestro andar. Si la mirada está fijada en Cristo tal como Él era aquí abajo, y decimos: «Él hacía esto» o «Él hacía lo otro», y con ello hacemos lo mismo, con toda seguridad fracasaremos una y otra vez. Pero cuando nuestra mirada se dirige arriba, fija sobre Él donde Él está ahora, llevaremos siempre la muerte de Jesús en nuestro cuerpo, y el Espíritu de Dios, no contristado y sin estorbos, obrará poderosamente dentro de nosotros en poder transformador, y luego nos conducirá necesariamente en pos de los pasos de nuestro Gran Ejemplo, por cuanto Su camino fue el del Hombre Perfecto.

Así sucede incluso en el ámbito natural. Supongamos ahora que un artista desea reproducir una de las más grandes obras maestras. ¿Cómo va a comenzar? ¿Se dirige en el acto a copiar el cuadro? No, en absoluto; su primera tarea será estudiarlo, y obtener la impresión del mismo en su mente; y luego, cuando esté imbuido del espíritu y color de su modelo, lo puede reproducir. Milton escribió en cierta ocasión: «El que quiera escribir un poema heroico debe primero vivir la vida de un héroe». Éste es el verdadero principio para la imitación de Cristo; y de ahí que cuanto más estemos ocupados con Él en la gloria, tanto más fielmente reproduciremos Su vida en nuestro andar y caminos.

Alguno preguntará: «Entonces, ¿no debemos seguir la vida del Señor Jesús aquí abajo?» Desde luego, porque, ¿qué mayor goce puede tener el creyente que seguirle a Él en Su maravillosa senda, estudiar cada detalle registrado, oír cada una de Sus palabras, y observarle en toda posible circunstancia, contemplar cómo se comportó a Sí mismo ante tanto Sus amigos como Sus enemigos, seguir Sus caminos en Sus retiros secretos, en Su compartir con Sus discípulos, especialmente con aquellos a los que Él pudo admitir a una mayor intimidad, seguirle en aquel bendito hogar de Betania —todas estas cosas serán siempre un deleite seguirlas, y reseguirlas, y quizá incluso cuando estemos en la gloria. Pero no es así que recibimos poder para andar en Sus mismas pisadas; ello sólo puede venir de contemplarlo —mirándole por la fe a donde Él está ahora, a la diestra de Dios. Nos alimentaremos de Él (como se explica en otro capítulo) tal como Él estaba aquí, porque el maná es Cristo en Su humillación —Cristo en los desarrollos de Su vida en Su peregrinación en esta escena. Y es cosa muy bendita tener a Cristo en nuestras circunstancias —tener Su gracia, Su gentileza, Su simpatía al seguir Su ejemplo. Pero por bendito que todo esto sea, reiteramos que si quisiéramos andar como Él anduvo, sólo puede ser ocupándonos con Él en la gloria.

Hay sin embargo cosas útiles en la consideración del ejemplo de Cristo que no deben ser pasadas por alto. Su ejemplo es nuestra norma; por ello, nada puede sernos más provechoso que medirnos ante este ejemplo, para poder descubrir nuestros defectos y aprender de nuestros fracasos. Es en base de esto que San Pedro, al exhortar a los siervos a tener paciencia, incluso cuando sufrieran por hacer lo bueno, añade: «Pues para esto fuisteis llamados, porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente; quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados» (1 P 2:21-24). El apóstol presentó así el ejemplo de Cristo como modelo para ellos, para que pudieran ver su fracaso a su luz, y sentirse alentados a andar en los mismos pasos.

El escritor de la Epístola a los Hebreos aduce esto, de manera semejante, como aliento y estímulo a los que pudieran estar sufriendo persecución. Porque después de apremiarles que en la carrera que tienen ante ellos miren fuera de sí mismos a «Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios», les dice, «Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar. Porque aún no habéis resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado» (He 12:2-4). La palabra «considerad», en este pasaje, es de lo más notable; significa hacer una analogía, o una comparación, entre Cristo y vosotros mismos. Puede que te encuentres presionado, casi más allá de toda medida, por tus sufrimientos y persecuciones; pero compara tus circunstancias con las de Él; síguele en Su caminar, y contémplale al final muriendo como un mártir (porque éste es el aspecto de Su muerte que aquí se presenta) por causa de la justicia. No habéis resistido todavía hasta la sangre (como hizo Él); no habéis sido hechos mártires, luchando contra el pecado. Alentaos, fortaleceos, así, con Su ejemplo: aprended de Él a soportar y a ser fieles incluso hasta la muerte.

El Señor mismo dio la misma clase de instrucciones a Sus discípulos. Les recordó que si el mundo les odiaba, le había primero odiado a Él; que «si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra» (Jn 15:18-20). El camino del discípulo tiene que corresponderse con el de su Señor; y por esto es que Su ejemplo debe ser siempre nuestro modelo y norma. Pero añadamos una vez más que en tanto que nunca seguiremos suficiente ni de una forma suficientemente amante el curso de nuestro bendito Señor a través de este mundo, sin embargo, para aprender cuál debe ser nuestra conducta, para detectar nuestros fracasos, y para recibir aliento y consolación, sólo recibiremos capacidad para caminar en Sus pasos fijando nuestras miradas en Él donde Él está ahora. ¡Que Él llene siempre nuestra mirada, para que reflejemos Su semejanza en nuestro andar y en nuestros caminos!

«¡Maestro! no quisiéramos ya más ser
Amados por un mundo que a Ti te odió,
Mas pacientes tus pisadas seguir,
Para conocer tu dolor y gozar;
Querríamos —¡oh, confirma el poder!—
Mansos la hora oscura afrontar,
Por oprobio y desprecio, cual sea el probar,
¡Pues Tú escarnecido fuiste en cruz a morir!»



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Salvo mención en contrario, todas las citas de la Biblia se hacen de la versión Reina-Valera, revisión 1960.
Otras versiones empleadas:
RV: Versión Reina-Valera, revisión 1909.
V.M.: Versión Moderna de H. B. Pratt, revisión de 1923.


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