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RIQUEZAS INESCRUTABLES

O,
ALGUNAS DE LAS RELACIONES
DE CRISTO
CON SU PUEBLO

*  *  *  *

Edward Dennett

Traducción del inglés:
Santiago Escuain


VIENE DEL CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

CRISTO NUESTRO OBJETO

DESDE el primer momento en que somos despertados por el Espíritu de Dios, Cristo nos es presentado como nuestro objeto. Así, cuando vino el carcelero, en quien el Espíritu Santo había actuado por medio de lo que pudiera haber oído, y por los acontecimientos sobrenaturales de aquella noche tan agitada, y se postró delante de Pablo y Silas, preguntándoles: «Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?», le dijeron: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa» (Hch 16:29-31). Esto está en conformidad con las propias palabras del Señor: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Jn 3:14, 15). La razón es evidente. Cuando al pecador se le hace sentir su culpa, Dios se aparece a su alma con el carácter de un Juez —de un Dios santo, cuyas demandas no ha llegado a cumplir, y bajo cuyo justo juicio se encuentra. Así, su necesidad es encontrar un camino de salida, tanto de este estado como de la condenación bajo la que gime; y por cuanto éste se encuentra sólo en Cristo, Cristo es el primer objeto al que se le dirige la mirada. San Pablo expone esta verdad de una manera plena en la Epístola a los Romanos. Dice él: «Todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús» (Ro 3:23-26). Habiéndosele presentado así a Cristo en toda la eficacia de Su obra expiatoria, y creyendo, recibiendo el testimonio de Dios acerca de Él —acerca de lo que Él es y de lo que Él ha hecho— el pecador (ahora un creyente) queda justificado, absuelto de toda su culpa —de todo aquello que estaba en contra de él— y tiene «paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Ro 5:1). Tiene mucho más, además; pero ahora sólo llamamos la atención al hecho de que, al mirar con fe al objeto expuesto ante su alma en el tiempo de su necesidad, es salvo. ¿Ha terminado entonces con Cristo? ¡Lejos esté de nosotros tal pensamiento! Porque se encontrará, al examinar las Escrituras, que el objeto al que fue dirigida su mirada cuando era un pecador culpable es el objeto que sigue siendo mantenido ante su mirada después que ha sido salvado por la gracia de Dios. Sí, el objeto al que el pecador se vuelve para encontrar alivio de la pesada carga de sus pecados, es aquel que debe llenar su mirada en su caminar como santo, y, desde luego, por toda la eternidad.

Así, nos proponemos recoger unos pocos ejemplos de esto —para mostrar que la mirada del creyente debe estar siempre fijada sobre Cristo; que Él es expuesto ante nosotros como el único objeto que debe llenar nuestra mirada, y absorber nuestras almas.

(1) Así como Él es el objeto de la fe para salvación para el pecador, así Él es el objeto de la vida de la fe para el santo. San Pablo escribe así: «He sido crucificado con Cristo; mas sin embargo vivo; mas no ya yo, sino que Cristo vive en mí: y aquella vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó, y se dio a sí mismo por mí» (Gá 2:20, V.M.). Esto es: tocante sólo a la cláusula que hemos enfatizado, la vida que el apóstol vivía aquí abajo tenía al Hijo de Dios como el objeto de su fe. Correspondiéndose con esto están las palabras del mismo Señor. Cuando los discípulos quedaron sumidos en gran dolor ante la perspectiva de Su inminente separación de ellos, les dijo: «No se turbe vuestro corazón; Creéis en Dios, creed también en mí» (Jn 14:1). Así nos enseña que aunque Él iba a ausentarse pronto de ellos, que ya no le iban a ver más con sus ojos naturales, debían creer en Él, tenerle a Él como el objeto de su fe, así como ya creían en Dios; y con ello les reveló el carácter del lugar al que Él estaba a punto de dirigirse. Era la casa del Padre, una casa de muchas moradas, en la que Él iba a preparar lugar para ellos, en anticipación del momento en que Él volvería a por ellos. Mientras tanto, ellos debían estar ocupados con Él, y tenerle a Él como el objeto de su fe; y ¡qué cosa más grata y bendita levantar nuestras miradas a Cristo —o más bien tener siempre nuestra mirada fija en Él— ¡como ocupado con y por nosotros en la casa del Padre! Las nubes pueden ser muy negras en torno a nuestro camino terrenal, y pueden abundar las dificultades, pero nada puede oscurecerle a Él —a Él en toda la ternura de Su amor, en todo lo que Él es por nosotros delante de Dios— en la contemplación de nuestra fe; y de Su presencia siempre manan luz y gozo y paz.

Pero hay más que esto. No se trata solamente de que Él es el objeto de nuestra fe, sino que nuestra fe es sustentada —vivimos por medio de Él como nuestro objeto. Cristo como nuestro objeto es la vida de nuestra fe. Así Él dijo: «Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por (debido a—, dia) el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí» (Jn 6:57). Ahora bien, comer a Cristo (como se ha mostrado en un capítulo anterior) es simplemente la constante apropiación de Él, en todo lo que Él es, por el ejercicio de la fe; y por ello mismo expresa nuestra entera dependencia de Él como la fuente de la vida; que así como el alimento sustenta y nutre nuestros cuerpos, así Cristo sustenta y nutre nuestras almas. Así Él es el objeto, y nosotros vivimos por el ejercicio de la fe, según aquella palabra en Hebreos: «El justo vivirá por la fe» (He 10:38). Con Él está la fuente de la vida, y la fe es el canal que nos conecta con la fuente, y por medio del cual fluye la vida, en el poder del Espíritu. Por ello vivimos a la vez por la fe en Cristo y en dependencia de Él.

(2) Cristo es también nuestro objeto en el servicio; más aún, toda nuestra vida le tiene a Él como su fin y meta. San Pablo lo expresa así: «Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5:14, 15). Aún más inclusivo (aunque del mismo carácter) es su lenguaje en otra epístola: «Para mí el vivir es Cristo» (Fil 1:21). En este tiempo él estaba encarcelado, y sin embargo estaba tan olvidado de sí mismo que podía alentar la ferviente expectativa y esperanza, de que en nada sería él avergonzado, sino que con todo denuedo, como siempre también ahora, Cristo sería magnificado en su cuerpo, fuera por vida o por muerte; y él da esto como la base de su confianza: «Para mí el vivir es Cristo». Éste era el singular objeto de su vida; en todas sus múltiples actividades, en todo lo que deseaba, en todo lo que hacía, todo tenía que ver con Cristo. Fue así quizá la más cercana aproximación al ejemplo de nuestro bendito Señor que jamás se haya visto en la tierra. Porque Cristo jamás buscó agradarse a Sí mismo, sino que hacía siempre aquello que agradaba al Padre; encontraba Su alimento en hacer la voluntad de Su Padre y en dar fin a Su obra (Jn 4:34; 6:30; 8:29). Esta verdad la expone el apóstol de manera notable en relación con la muerte de Cristo: «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en ofrenda fragante (Ef 5:1, 2). Cierto que Él amó a la Iglesia y que se dio a Sí mismo por ella; pero era Dios que era el objeto delante de Su alma; que era la gloria de Dios la que Él buscaba, y el motivo que le impulsó a Su muerte; porque Él se hizo obediente —obediente ciertamente a Dios—, obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

Así debería ser también con nosotros: Cristo sólo el objeto de nuestras vidas, de nuestros pensamientos, sentimientos, designios, ocupaciones y actividades. Somos de Él, por cuanto Él nos ha redimido con Su propia y preciosa sangre, y por ello nos reclama como Suyos, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que ha muerto por nosotros y resucitado. ¡Qué prueba más escrutadora y práctica que resulta de esto! ¿Tengo este o aquel propósito? ¿Es entonces para Cristo? ¿Deseo alguna cosa? ¿Es para Cristo? ¿Estoy ocupado en mi servicio? ¿Es para Cristo? ¿Puedo mirar alrededor de mi hogar, y decir de esto o aquello que veo, «Es para Cristo»? Así, «para Cristo» nos da un principio que puede ser aplicado a la totalidad de nuestras vidas diarias —un principio que debería reinar supremo, gobernándonos en todas nuestras obras y caminos, un principio que descarte el «yo» —al hombre—, pero que haga de Cristo el todo.

(3) Por otra parte, Cristo nos es presentado como un objeto a ser poseído. Este aspecto nos es revelado en Filipenses 3. En el comienzo del capítulo el apóstol da una lista de las ventajas que tenía como judío —como hombre en la carne— y que constituían la base de su confianza como tal. «Si alguno piensa que tiene de qué confiar en la carne, yo más; circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto a celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible». Así, tenía todo aquello que podía exaltar a un hombre natural a sus propios ojos delante de Dios. Moral, religiosa y eclesiásticamente no carecía de nada, por lo que respecta al juicio de los hombres. Más aún: escribiendo bajo la inspiración del Espíritu de Dios, puede decir que «en cuanto a la justicia que es en la ley» era «irreprensible». Como aquel joven que le preguntó al Señor Jesús: «¿Qué bien haré para tener la vida eterna?» y, cuando le fueron indicados los mandamientos, contestó, «Todo esto lo he guardado desde mi juventud»: lo mismo Saulo; y, con aquel joven, podría haber añadido: «¿Qué más me falta?» (Mt 19:16-20). Pero cuando Saulo, persiguiendo a la iglesia con su celo, estaba de camino a Damasco, el Señor en gloria le confrontó —aquel mismo Jesús a quien Saulo, junto con su nación, había rechazado y echado fuera, pero ahora se le apareció, resucitado de entre los muertos y glorificado; con ello Saulo descubrió el verdadero valor de sus valiosas cosas a la luz de la gloria que resplandecía a su alrededor —vio la absoluta indignidad de las mismas, y por ello pudo llegar a decir por la gracia: «Y ciertamente, aún estimo todas las cosas como pérdida por (debido a —, dia) la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por (debido a —, dia) amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo» (Fil 3:7, 8). Ahora había descubierto el oro fino, y a su lado pudo ver que aquello en lo que se había estado enorgulleciendo era sólo un miserable oropel, y, estimándolo en su verdadero valor, ahora sólo deseaba ganar a Cristo —esto es, tener a Cristo como su ganancia. Todo lo que había sido de tanto valor a sus ojos desapareció, y sólo quedó Cristo; y era Cristo sólo a quien quería ahora poseer, no sólo como su base de confianza delante de Dios, sino también como su posesión eterna. Porque Cristo había ganado su corazón, y el corazón nunca puede hallar reposo hasta que ha alcanzado al objeto de sus afectos.

Pero por cuanto era un Cristo en la gloria a quien había visto y deseado así, era sólo en la gloria que podía ser Él poseído. De ahí que todo el futuro curso del apóstol estuvo gobernado por este hecho. Con el corazón y la mirada fijos en su objeto, dice: «Prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido [si puedo alcanzar la posesión de aquello para lo cual también yo he sido tomado como posesión] por Cristo Jesús». Y en esta energía de su alma —totalmente encendido de fervoroso deseo— añade: «Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento [del llamamiento en lo alto —, tês anô klêseôs) de Dios en Cristo Jesús». Éste era el premio en que tenía ahora puesto su corazón, y, como un corredor, se dirigía lanzado a la carrera hacia la meta, y los varios objetos de la escena que le rodeaba pasaban a su lado sin prestarles atención, o eran vistos sólo oscuramente mientras se apresuraba adelante, porque su mirada estaba fijada en Cristo glorificado, y no podía ver nada más por la gloria de aquella luz.

Éste era el objeto que poseía su corazón, que controlaba y conformaba su vida aquí abajo, y que le llevó incansablemente hacia adelante en la carrera que había emprendido; mientras esperaba al Salvador, al Señor Jesucristo, que cambiaría el vil cuerpo de Su siervo, para que fuera conformado al cuerpo de Su gloria; y entonces Pablo sería semejante a, y estaría con, su Objeto para siempre jamás.

Tal es también el objeto puesto delante de cada creyente. Bien haríamos en examinarnos a la luz de esta Escritura —a la luz de la energía, del ardiente deseo, del afecto concentrado del apóstol. Preguntémonos cada uno de nosotros en presencia de Dios: ¿Posee Cristo nuestros corazones de tal manera que no deseemos ningún otro objeto? ¿Estamos satisfechos con perderlo todo menos a Él? Estimamos nosotros, como Pablo, a todo lo que el hombre natural ama como pérdida por causa de la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús nuestro Señor? Se oye frecuentemente la oración, y puede que nosotros también la pronunciemos, de que nuestros corazones puedan estar puestos en Cristo. Pero Él mismo dijo: «Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Mt 6:21). Si nuestros corazones, por ello, no están en Él y ocupados en Él, es debido a que Él no es suficientemente nuestro tesoro. Entonces, si queremos que nuestros corazones sean apartados de esta escena y de sus objetos, tenemos que comenzar con Cristo; tenemos que reseguir Sus multiformes perfecciones, Sus variadas hermosuras, Su inefable gracia e inmutable amor, y entonces nuestros corazones serán atraídos hacia Él, e, inflamados de santo deseo por Él, Él absorberá nuestros afectos, y nos atraerá plenamente a Él. Con frecuencia cantamos:

«Jesús, Tu suficiente eres
Para la mente y el corazón llenar»,

y nada pudiera ser más cierto; pero la cuestión que nosotros debemos responder, cuando tengamos estas palabras en nuestros labios, es: ¿conocemos esto de una manera práctica? ¿Podemos tomar el terreno de no desear nada fuera de Cristo? Si nos quedáramos sin nada más, ¿podríamos decir: estamos satisfechos con Cristo? Estas son preguntas escrutadoras, pero preguntas que necesitan respuesta. Porque es sólo cuando estemos satisfechos con Cristo, que ningún otro objeto desviará nuestra atención; y entonces anhelaremos el momento en que, como Él, le veremos como Él es, y estaremos para siempre con Él.

«¡Para siempre verlo resplandecer!»
¡Para siempre mío llamarle!
Y ante mí poderlo siempre ver;
Y siempre Su rostro contemplar,
Y como todos los rayos de Su gloria destellan
Mientras que toda Su hermosura Él manifiesta
A todos los santos en gloria!»

(4) Él es también expuesto ante nosotros como el objeto al que tenemos que ser conformados. Esto se implica en lo que acabamos de considerar; pero lo tenemos expuesto de manera distintiva en otro pasaje de las Escrituras. Así, se nos dice que Dios ha predestinado a los suyos «para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Ro 8:29). San Juan alude asimismo a este hecho cuando dice: «Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Jn 3:2). Pero es San Pablo quien expone esta verdad en su forma más definida. Escribiendo a los corintios, y contrastando el ministerio de justicia con el ministerio de condenación, y siendo llevado a declarar el lugar pleno y bienaventurado al que son ahora traídos los creyentes, dice: «Todos nosotros, mirando a cara descubierta [esto es, sin velar] como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Co 3:18). Se refiere él a Éx 34, donde leemos que Moisés se vio obligado a cubrirse de un velo para ocultar la gloria que permanecía en su rostro (después de descender del Monte, donde había estado con el Señor durante cuarenta días y cuarenta noches), debido a que Aarón y todos los hijos de Israel «temían acercarse a él». «Y hasta que Moisés hubo acabado de hablar con ellos, puso un velo sobre su rostro. Y siempre que entraba Moisés en el Tabernáculo, delante de la presencia de Jehová, para hablar con Él, se quitaba el velo, hasta tanto que salía» (vv. 28-34, V.M.). Sólo Moisés entraba, bajo aquella dispensación, con el rostro desvelado delante del Señor; pero ahora todos nosotros —todos los creyentes— con rostro descubierto (sin velo) contemplamos la gloria del Señor, etc.

La verdad, entonces, es que todos los que están en terreno y posición cristiana están en la luz, tal como Dios está en la luz, y que allí ellos contemplan con rostro descubierto la gloria del Señor. Cristo en la gloria es el objeto que ellos contemplan. Esto quedó patente, aunque de una manera extraordinaria, en la muerte de Esteban. «Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios» (Hch 7:55). Esta escena es significativa por el hecho de que ahora los cielos están abiertos para cada creyente, y que por tanto ahora ve, por la fe, a un Cristo glorificado a la diestra de Dios. Porque a la muerte de Cristo el velo fue rasgado, lo que hacía patente el hecho de que la expiación que Él había obrado por Su muerte había sido aceptada por Dios como una respuesta plena y completa a todas las demandas de Su santidad, de manera que Él pudiera ahora manifestarse con toda Su gracia y amor para encontrar al pecador y llevarle, por la fe en Cristo, a Sí mismo, a morar en Su misma presencia inmediata, en el lugar santísimo. Éste es el lugar de cada santo de Dios.

Pero puede que sea necesaria una advertencia. Es indudablemente cierto que este lugar pertenece a cada creyente; pero otra cuestión distinta, y de la mayor importancia, es si lo estamos ocupando o no. Somos traídos a él en conformidad a la eficacia de la obra de Cristo, y por medio de Su muerte y resurrección, y es así nuestro bendito privilegio estar siempre ocupados con Cristo como nuestro objeto. Dios quisiera tenernos ocupados así, porque Él querría que compartiéramos Su mismo deleite, al contemplar el rostro de Aquel que alcanzó Su gloria haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. ¿Estamos nosotros, pues, ocupando el lugar al que hemos sido introducidos por la gracia de nuestro Dios, y teniendo comunión con Él mismo en cuanto al objeto de Su propio corazón? Quizá no haya mayor peligro en el tiempo presente que el de conocer la plena verdad de nuestra posición sin tratar de corresponder con ella en la práctica. Pero si nos jactamos de nuestra posición y descuidamos nuestra condición caemos en los mismos males que caracterizaban a los judíos en los tiempos de nuestro Señor. Por ello, debería ser una cuestión muy solemne a indagar si mantenemos la actitud de Esteban; si nuestros rostros, como el suyo, están siempre dirigidos hacia arriba a la gloria del Señor.

Pero lo maravilloso es que el Cristo que así contemplamos como nuestro objeto es el modelo al que debemos quedar conformados. Dios, según los propósitos de Su infinita gracia, deleitándose en publicar Su aprobación de la obra de Cristo, nos quiere tener tal como es Aquel a quien Él ha glorificado. Y ya ahora podemos decir: «Como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Jn 4:17). Esto es, nuestra aceptación, incluso ahora mientras estamos en esta escena, es tan perfecta como la de Él a la diestra de Dios. Pero vendrá el tiempo en que nosotros seremos transformados a Su propia semejanza, cuando incluso estos pobres cuerpos nuestros serán conformados a la semejanza de Su glorioso cuerpo. ¡Maravillosa gracia! Que nosotros, tales como éramos y tales como somos, podamos levantar nuestros ojos a Cristo en la gloria, y que se nos permita decir: «¡Seremos como Él es!»

¿Cómo entonces —podemos inquirir—, es operado este cambio en nosotros? Esta misma Escritura da la respuesta: «Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Co 3:18). Mientras que por otra parte Cristo en la gloria es el modelo al que debemos ser conformados, contemplándole a Él, por la otra parte hay la instrumentalidad en el poder del Espíritu mediante quien esto es llevado a cabo. ¡Cuán sencillo! Contemplamos y somos cambiados: cambiados en la misma imagen de gloria en gloria —porque es un proceso gradual— como por el Espíritu del Señor. Recibimos la impronta de Aquel a quien miramos; al caer sobre nosotros los rayos de la gloria de Su rostro, estos penetran dentro de nosotros, transformándonos moralmente a semejanza de nuestro Señor.

Aquí reside nuestra responsabilidad. El objeto lo tenemos ante nosotros; estamos ante Él con rostro descubierto, y es sólo el poder divino el que puede amoldarnos a Su semejanza; pero Dios ha querido conectar la actividad de este poder —por medio del Espíritu— con nuestra contemplación. ¿Quién, pues, no estaría siempre con el rostro dirigido hacia arriba, atrapando cada rayo de gloria que cae de tal objeto, con el ardiente deseo de obtener una mayor conformidad a Aquel a quien contemplamos? Éste es el secreto de todo crecimiento en la gracia: la ininterrumpida contemplación de Cristo en el trono del Padre. Pero se debería recordar que es sólo una creciente semejanza la que alcanzamos mediante tal proceso. La plena conformidad espera, como lo enseña San Juan, al momento en que le veremos a Él como Él es. Por lo tanto, no hay perfección aquí, por cuanto la norma de la santidad de Dios es Cristo en la gloria, y Él nunca reposará hasta que hayamos sido perfeccionados en conformidad a ella. ¡Que mantengamos siempre nuestra mirada fija sobre el objeto, para que podamos crecer a diario en semejanza a Aquel a cuya imagen debemos ser conformados!

«Tu gloria ver, y quedar así,
En todo conformado a Ti».

(5) Por cuanto Él es el objeto de Dios, también lo es nuestro; porque nuestra comunión es con el Padre así como con el Hijo (1 Jn 1:3). Cuando Él estuvo aquí sobre la tierra, dos veces vino una voz del cielo diciendo: «Éste es mi Hijo Amado». Él era el pleno deleite de Dios, y Dios reposó en Él con perfecta complacencia. Antes de dejar esta escena, dijo: «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar» (Jn 10:17). Por la obra que Él llevó a cabo en la cruz, glorificando con ella a Dios, incluso con respecto a la cuestión del pecado, y estableciendo el fundamento sobre el que Dios podía con justicia salvar al creyente y reconciliar consigo todas las cosas (Col 1:20), Él estableció un nuevo derecho ante Dios. Por ello dijo, anticipando la cruz: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida le glorificará» (Jn 13:31, 32). Y Dios lo ha hecho, y Cristo, el hombre glorificado, se sienta ahora a Su diestra; porque Dios se regocija de responder así al título que así ha sido adquirido ante Él, y (si podemos emplear reverentemente estas palabras) hacer así patente Su estimación del valor de Su obra. Allí está Él sentado, el objeto del corazón de Dios así como el centro de la gloria, y Dios se goza en Aquel que ha vindicado Su honra, glorificándole en cada atributo de Su carácter, y nos invita a participar con Él en Su propio gozo. A esto es a lo que somos llamados —a compartir con Dios en Sus pensamientos y afectos acerca de Su amado Hijo. Él es suficiente para el corazón de Dios, y ciertamente lo es también para el nuestro; y si Él llena la mirada de Dios, bien puede absorber nuestras miradas.

Nos será bueno considerar este aspecto de la verdad. No se trata sólo de que Cristo sea un Salvador idóneo para todas nuestras necesidades, sino que también Él es idóneo para el corazón de Dios —el Hombre según el corazón de Dios; y Dios quisiera que lo valoráramos según Sus propios pensamientos del valor y gran precio que tiene Él; que entremos en Su aprecio, y que nos regocijemos con Él en ello, por Aquel que todo lo dio para Su gloria. «Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil 2:9-11).

Y así como Él es nuestro objeto ahora, así lo será a través de toda la eternidad. Estaremos para siempre con el Señor. Él mismo estará con nosotros —el Cordero que fue inmolado; luego, como ahora, el Hombre— porque Él nunca se despojará de la humanidad que ha asumido; y luego Él llenará nuestra contemplación y nuestros corazones, de una manera perfecta y completa. ¡Qué estudio infinito, trazar y contemplar Sus variadas y multiformes excelencias! ¡Veremos Su faz, y jamás nos cansaremos de beber en Su hermosura! Oiremos Su voz, y ¡ah!, ¡cómo estaremos pendientes de toda palabra que salga de Su boca! Y todo lo que veamos y oigamos llenará nuestras almas de inefable deleite, y nuestro incesante gozo será postrarnos a Sus pies en adoración y alabanza. ¡Oh, Señor, mientras esperamos este momento, aparta nuestra mirada de todo lo que pudiera oscurecerte de nuestra vista, y atráenos y llévanos a estar plenamente ocupados contigo!

«El Verbo eterno Tú eres, ¡oh Señor!
El unigénito Hijo divinal,
Dios revelado en su inefable amor,
Viniendo aquí del orbe celestial.
Digno, ¡oh Cordero de Dios, eres Tú!
¡Doblaos rodillas al Señor Jesús!

«De Ti expresado en toda perfección
Ya brilla el ser del Padre con virtud;
¡Oh manantial de excelsa bendición,
De la Deidad misma eres plenitud!
Digno, ¡oh Cordero de Dios, eres Tú!
¡Doblaos rodillas al Señor Jesús!

… … … … … … … … …

Del universo en éxtasis de luz
Glorioso sol y el centro ¡oh Redentor!
El tema eterno de loor, fiel Jesús,
De Ti será, ¡oh Amado¡, en tu esplendor.
Digno, ¡oh Cordero de Dios, eres Tú!
¡Doblaos rodillas al Señor Jesús!



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Salvo mención en contrario, todas las citas de la Biblia se hacen de la versión Reina-Valera, revisión 1960.
Otras versiones empleadas:
RV: Versión Reina-Valera, revisión 1909.
V.M.: Versión Moderna de H. B. Pratt, revisión de 1923.


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