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RIQUEZAS INESCRUTABLES

O,
ALGUNAS DE LAS RELACIONES
DE CRISTO
CON SU PUEBLO

*  *  *  *

Edward Dennett

Traducción del inglés:
Santiago Escuain


VIENE DEL CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CRISTO NUESTRO ALIMENTO

OTRO carácter en el que Cristo nos es presentado es el de alimento nuestro. Esto estaba prefigurado en la administración levítica, porque los sacerdotes recibieron las más minuciosas y precisas instrucciones con respecto a alimentarse de los sacrificios o de partes de los sacrificios (véase Lv 7). Pero había diferencias. Había ocasiones en que toda la familia sacerdotal era admitida al privilegio (6:18; 7:6, etc.), y es en éstas que vemos de manera especial el privilegio de los creyentes de alimentarse ahora de Cristo. Nuestro mismo Señor se refiere a este tema durante Su vida. «Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo. Entonces los judíos contendían entre sí, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él. Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí», etc. (Jn 6:51-57).

Tenemos en esta Escritura «comer de la carne del Hijo del Hombre, y beber de Su sangre», y «comer» del mismo Cristo; y combinando esto con otras Escrituras, se dice de nosotros —hablando en general— que nos alimentamos de Cristo en tres caracteres: como el Cordero de la Pascua, como el Maná, y como el Trigo Viejo de la tierra; porque apenas si es necesario decir que estas tres cosas son tipos de Cristo. En la Escritura citada del Evangelio de San Juan tenemos a Cristo especialmente como el maná (vv. 32, 33, 48-50, etc.), y una referencia también a Él mismo como el Cordero de la Pascua (comparar el v. 4 con el v. 53, etc.); pero tendremos que dirigirnos a las Epístolas para hallarle en el carácter que se corresponde con el Trigo Viejo de la tierra (Jos 5:11).

(1) Consideraremos a Cristo, primero, como el Cordero de la Pascua, como el alimento de Su pueblo. Si nos remontamos a la historia de Israel, encontraremos que guardaron la Pascua en Egipto (Éx 12), en el desierto (Nm 9) y en la tierra (Jos 5). Así, surge la cuestión: ¿Cómo nos alimentamos de Cristo como el Cordero de la Pascua? Se dice en ocasiones que lo hacemos al principio, cuando, convictos de pecado, tememos la llegada de Dios como Juez; y que tan pronto como tenemos liberación, dejamos de alimentarnos de Él en este carácter. Si es así, ¿por qué Israel guarda la Pascua tanto en el desierto como en la tierra? Creo, por ello, que se puede ver que nunca dejaremos de guardar la Pascua; y aun más, que el lugar en el que así nos alimentamos de Cristo depende del estado de nuestra alma.

Cada creyente sabe lo que es (ha sabido lo que es) alimentarse del cordero asado en Egipto. Despertados por el Espíritu de Dios, alarmados por el inminente juicio, traídos bajo el refugio de la preciosa sangre, ¡cuán anhelantemente nos alimentamos del Cordero que había pasado por el fuego de la santidad de Dios cuando llevó nuestros pecados sobre el madero! Cierto que fue con hierbas amargas que lo comimos, porque entonces teníamos nuestros pecados delante de nosotros, en una medida conforme a Dios; y con los lomos ceñidos, y con los pies calzados, y con el bordón en las manos, porque ya Egipto se había transformado moralmente en un desierto, y estábamos sólo esperando la palabra del Señor para comenzar nuestra peregrinación. Fue un momento para ser muy recordado, porque éste fue el comienzo de los meses —el primer mes del año de nuestra vida espiritual.

Pero en tanto que cada creyente ha pasado por esta experiencia, se debe temer que muchos se alimentan del cordero asado en Egipto durante todas sus vidas. No conociendo la liberación por la muerte y resurrección de Cristo, ni siquiera la paz con Dios como resultado de la sangre protectora, se alimentan de Cristo sólo como Aquel quien por Su muerte cierra el paso a Dios como Juez; y por consiguiente no conocen a Dios como su Dios y Padre en Cristo Jesús. Este estado de alma debe ser censurado y lamentado, porque es el resultado o bien de una mala enseñanza, o de la incredulidad del corazón acerca de la plenitud de la gracia de Dios.

Pasando ahora fuera de Egipto, el siguiente lugar en el que Israel guardó la Pascua fue en el desierto; y allí se les mandó que la guardaran «conforme a todos sus ritos y conforme a todas sus leyes» (Nm 9:3). El desierto es el lugar de cada creyente cuando es contemplado como peregrino. El mundo se ha tornado en desierto para él, y está pasando a través de él (como no perteneciendo a él), porque está esperando el regreso de su Señor. ¿Cómo entonces se alimenta de Cristo en el desierto como el Cordero inmolado? «Es participación por la gracia en el poder de la muerte y de la resurrección de Cristo», por la cual hemos sido sacados del territorio del enemigo —liberados del poder de Satanás y redimidos para Dios. En el desierto nos alimentamos de la Pascua como el memorial de nuestra liberación de Egipto; y en ella vemos a Cristo descendiendo a la muerte, y no sólo llevando todo el juicio que nos era debido—pasando a través de él y agotándolo, sino también afrontando y conquistando todo el poder del enemigo—destruyendo a aquel que tenía el poder de la muerte, y sacándonos así de la casa de servidumbre, y poniéndonos en libertad como hijos, y para el servicio de Dios. En el desierto, por ello, nos alimentamos del Cordero de la Pascua como peregrinos y extranjeros—conociendo la liberación, pero no llegados todavía a la tierra de la que el Señor ha hablado. Por esto, en este carácter no sólo valoramos (según nuestra fe) la preciosa sangre, y nos deleitamos en contemplar su maravillosa eficacia como eximiéndonos para siempre de toda acusación y demanda del enemigo, sino que también nos alimentamos de la muerte de Cristo como tal, debido a nuestra muerte (y resurrección) en Él, por todo lo cual hemos sido introducidos en un nuevo lugar, desde donde podemos mirar hacia atrás a la muerte y al juicio como estando para siempre a nuestras espaldas.

En la tierra la Pascua asumía aún otro carácter, que debería hallar también su correspondencia ahora con el creyente. Es muy evidente que para el israelita tendría una significación mucho más plena cuando hubo atravesado el Jordán que cuando estaba en el desierto. Ahora le sería el memorial no simplemente de la liberación de Egipto y de la servidumbre bajo el poder de Egipto, sino también de una salvación consumada. Porque en verdad su posición en la tierra, en tanto que era para la gloria de la fidelidad y gracia de Dios en la ejecución de todo lo que Él había prometido («No faltó palabra de todas las buenas promesas que Jehová había hecho a la casa de Israel; todo se cumplió». Jos 21:45), era en consecuencia de la sangre derramada. En otras palabras: la sangre del cordero de la Pascua había establecido el fundamento para el cumplimiento de los propósitos de Dios; y de ahí que, para aquellos cuyos ojos estuvieran abiertos, la sangre tendría un valor mucho mayor cuando hubieran cruzado el Jordán que cuando estaban en el desolado y estremecedor desierto.

Y así es ahora, por cuanto poseemos una posición que se corresponde exactamente con estar en la tierra; porque no sólo hemos sido vivificados juntamente con Cristo, sino que también hemos sido resucitados juntamente con Él, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús (Ef 2:6). Éste es el lugar de cada creyente delante de Dios; pero que lo estemos ocupando depende de si conocemos la muerte y la resurrección con, así como en y mediante Cristo; si hemos pasado el Jordán así como el Mar Rojo. Es nuestro privilegio hacerlo; en verdad, no deberíamos contentarnos hasta que, por la gracia de Dios, sepamos lo que es estar sentados en espíritu en los lugares celestiales. Pero si estamos allí, no podemos pasarnos sin la Pascua. Por otra parte, cuanto más plenamente comprendamos el carácter del lugar al que somos llevados, tanto más nos serán desveladas las riquezas de la gracia de Dios, y con tanto más deleite y con un entendimiento ensanchado miraremos hacia atrás a la cruz, y nos alimentaremos de la muerte de Aquel cuya preciosa sangre sola ha hecho posible que tuviéramos lugar en los parajes celestes. Pero nuestra alimentación de Él ahora participará más del carácter de comunión con Dios en la muerte de Su Hijo. Nuestros ojos se abrirán entonces para descubrir no tanto las bendiciones que con ello nos han sido aseguradas, como el hecho de que Dios ha sido plenamente glorificado por aquella muerte en cada atributo de Su carácter. Entonces podremos (si podemos hablar así) festejar con Dios cuando guardemos la Pascua en los lugares celestiales; y el efecto sobre nuestras almas será la adoración y la alabanza; en una palabra, el resultado de alimentarnos del Cordero inmolado, ya sentados en lugares celestiales, será la adoración del más elevado carácter. Porque estamos sentados allí en paz delante de Dios —ya en posesión de nuestro puesto en Su presencia; y es sólo entonces que podemos tener comunión con Sus propios pensamientos, y con Su propio gozo en la muerte de Su Hijo.

Vemos, pues, que nos alimentamos de Cristo como el Cordero de la Pascua en cada etapa de nuestra experiencia; pero el lugar en el que lo hacemos —Egipto, el desierto, o la tierra— dependerá de nuestros estados de alma. Y es indudable que cuando estamos reunidos para anunciar la muerte del Señor hasta que Él venga, se encuentran frecuentemente juntos los que están en el desierto y los que están en la tierra. Con todo, se alimentan semejantemente de la muerte de Cristo, le recuerdan en Su muerte, sea cual sea la diferencia en sus niveles de comprensión, o en sus experiencias y logros. En el cielo mismo, desde luego, contemplaremos aquella muerte con una adoración siempre en aumento; porque la sangre del Cordero será el tema de los santos glorificados a través de toda la eternidad.

(2) Cristo como el Maná es también el alimento de Su pueblo. El maná difiere del cordero asado en que estaba limitado al desierto. No fue sino hasta que Israel hubo pasado el Mar Rojo que les fue dado el maná (véase Éx 16), y éste «cesó al día siguiente, desde que comenzaron a comer del fruto [o, viejo trigo] de la tierra; y los hijos de Israel nunca más tuvieron maná, sino que comieron de los frutos de la tierra de Canaán aquel año» (Jos 5:12). Así, el maná fue el alimento del desierto para Israel, y de manera similar Cristo, como el Maná, es el alimento en el desierto para el creyente. Pero se debe hacer una distinción. Por cuanto la historia de Israel, pasando a través del desierto, atravesando el Jordán y ocupando el país, es tipológica, sólo podían estar en un sitio a la vez. El creyente está a la vez en el desierto y en lugares celestiales. Para el servicio, para la expresión de Cristo aquí abajo, contemplado como peregrino, esperando el regreso de su Señor, está en el desierto; su posición delante de Dios, como unido a un Cristo glorificado, está siempre en los lugares celestiales. Si la ocupa o no, ya es otra cuestión. Por ello, suponiendo que conozca su lugar, necesita del Maná y del Viejo Trigo al mismo tiempo. En otras palabras, le es necesario alimentarse de Cristo en ambos aspectos. No está nunca en Egipto, sea cual sea su experiencia; porque ello sería negar la verdad de su liberación por medio de la muerte y resurrección de Cristo. Un alma vivificada puede estar en Egipto, pero un creyente —significándose por este término a uno que haya sido llevado al verdadero lugar de cristiano por el Espíritu que mora en él— ha roto para siempre con Egipto; porque el mundo se ha convertido para él en un desierto moral; y es estando en el desierto que se alimenta de Cristo como el Maná.

¿Qué es, pues, el Maná para el creyente? Es Cristo en Su encarnación —un Cristo humillado. «Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: No os dio Moisés el pan del cielo, mas mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo.» «Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Éste es el pan que desciende del cielo, para que el que de él come, no muera. Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo» (Jn 6:32, 33, 49-51). Cristo es así el Maná en todo lo que Él era en la carne —en la expresión de lo que Él era como revelador del Padre y como el hombre perfecto. Su gracia, compasión, simpatía, ternura y amor —Su gentileza y humildad de corazón, Su paciencia, persistencia y longanimidad, Su ejemplo, todas estas cosas se encuentran en el Maná que Dios nos ha dado como alimento durante nuestra peregrinación en el desierto.

Él nos es presentado continuamente en el carácter de Maná en aquellas epístolas que tratan especialmente con el sendero del santo en el desierto. «Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios. Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar» (He 12:1-3). Esto es, se nos exhorta a alimentarnos de Cristo como maná para sostenernos en medio de las pruebas, de las dificultades y de las persecuciones que se dan en el desierto. De la misma manera Pedro, que escribe de manera particular «a los expatriados de la dispersión en el Ponto», etc., nos lleva de continuo a Cristo en este aspecto. «Pues, ¿qué gloria es, si pecando sois abofeteados, y lo soportáis? Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios. Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas», etc. (1 P 2:20-24; véase también cap. 3:17, 18). También el apóstol Pablo alimenta a los santos con maná. Por ejemplo, aunque contiene más, lo tenemos en Filipenses 2:5-9: un maná, podríamos decir, del carácter más precioso: «Estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». Pero es en los evangelios que el maná resplandece por todos lados, y donde puede ser recogido para ser empleado según lo requieran las necesidades de cada día. Porque es allí que tenemos la manifestación de aquella vida maravillosa —la vida de Aquel que fue el Hombre Perfecto, y, al mismo tiempo, Dios manifestado en carne.

Sin embargo, se pueden hacer dos observaciones acerca de la recolección y del empleo del maná. Los israelitas salían del campamento para recoger una cierta cantidad cada día (Éx 16:4). Nosotros tenemos que descender con este mismo propósito. Esto es, a no ser que conozcamos nuestro puesto en los lugares celestiales, y que sepamos en verdad lo que es alimentarnos del viejo trigo de la tierra, difícilmente podremos alimentarnos del maná. Esto es notablemente expuesto en el ministerio del apóstol Pablo: él comenzó con Cristo en la gloria. Y así tiene que ser con nosotros. Cuando conozcamos nuestra unión con un Cristo glorificado, nuestro lugar en Él delante de Dios, podremos alimentarnos de Cristo como maná con un deleite más y más intensificado. Históricamente, el maná vino antes del trigo viejo, pero el orden para el creyente debería ser invertido, por la sencilla razón de que Dios así lo ha invertido en la presentación de Cristo a nuestras almas. Nosotros predicamos, como lo hacía Pablo, a un Cristo glorificado; y cuando es así comprendido, es entonces, y no hasta entonces, que podemos encontrar nuestro alimento en un Cristo en su humillación mientras caminamos por el desierto. De ahí la gran pérdida, y consiguiente debilidad, de aquellos a los que nunca se les da a oír de Cristo en la gloria; cuyo único pensamiento de Él es como una vez habiendo morado aquí en la carne, cuando fue hecho en semejanza de hombre.

La segunda observación es la muy evidente y a menudo repetida: que el maná no puede guardarse para su uso. Cada uno tiene que recogerlo cada día para su alimento (Éx 16:16), y si recoge más —a no ser que sea para el Sábado»— se corromperá de cierto. No, queridos amigos, tiene que haber un constante alimentarse de Cristo, cada día, cada hora, y nunca podemos recibir más que lo que exige nuestra necesidad para el momento. Por medio de ello somos mantenidos en continua dependencia, y nuestros ojos son siempre dirigidos a Cristo. «Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí» (Jn 6:57).

(3) Queda por considerar a Cristo como el Viejo Trigo de la tierra. En el pasaje al que se ha hecho ya referencia (Jos 5:10-12) se mencionan juntos la Pascua, el maná y el viejo trigo, y este hecho hace más patente la interpretación. Así, si el Maná es Cristo en Su encarnación, el viejo trigo, por cuanto la tierra es tipo de los lugares celestiales, apunta necesariamente a Cristo en la gloria. Y así lo encontraremos presentado en las epístolas como el sostén y fortaleza de nuestras almas, y por ello presentado como nuestro alimento idóneo, aunque los creyentes puedan ser considerados en las epístolas no, como en Efesios, como sentados en lugares celestiales en Cristo, sino, como en Colosenses y en Filipenses (y desde luego en 2 Corintios), como aquí abajo en la tierra; porque aunque aún se encuentran aquí, están unidos a Él donde Él está.

Tomemos Colosenses en primer lugar: «Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3:1-3). Aquí es cierto que tenemos «las cosas de arriba; pero es evidente que por este término se significa toda la esfera de bendición, cuyo centro es Cristo en la gloria —de hecho, las bendiciones espirituales en lugares celestiales, en cuya posesión somos introducidos, y todo lo cual queda recapitulado en Cristo. Éstas son, por tanto, el «viejo trigo de la tierra», el «fruto de la tierra de Canaán», el alimento y sostén idóneo para los que han muerto y han resucitado con Cristo.

En Filipenses 3 tenemos la misma verdad traída ante nosotros. Porque, ¿qué otra cosa tenemos aquí sino un Cristo glorificado llenando la visión del alma del apóstol, como la porción que llenaba su corazón? Así, si tenemos el maná en el capítulo 2, con toda certeza tenemos el viejo trigo de la tierra en el capítulo 3. Se puede citar otro ejemplo (2 Co 3:18): «Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta, como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor». De ahí, también, el valor de la expectación constante de Cristo. Nos atrae a la persona del Cristo glorificado, liga nuestros corazones a Él, y llena nuestras almas con anhelante deseo de aquel tiempo en que seremos como Él, porque le veremos como Él es (1 Jn 3:2).

Todos estos pasajes, y muchos otros de carácter semejante, nos dirigen a Cristo en la gloria como el viejo trigo de la tierra; pero éste es un alimento del que no podemos privarnos: ningún otro nutrirá ni impartirá tanta fuerza al santo. Es alimento celestial para un pueblo celestial; y es sólo cuando nos alimentamos de él que podemos ser vigorosos en el Señor y en el poder de Su fuerza; es sólo entonces que podemos hacer la guerra contra el enemigo por la posesión (la ocupación) de nuestra heredad; es sólo entonces que somos hechos dispuestos a sufrir cualquier cosa y todo —comunión con los padecimientos de Cristo, siendo hechos semejantes a Él en Su muerte, si en alguna manera llegamos a la resurrección de entre los muertos (Fil 3), cuando seremos glorificados juntamente con Él, que ha sido la fuerza y el sostén de nuestras almas.

Se debería observar, también, que no hay poder para expresar a Cristo en nuestro andar aquí, excepto en cuanto que nos ocupemos con Él en Su gloria.(10) Así, Él debería estar siempre delante de nosotros en este carácter; y lo estará cuando, enseñados por el Espíritu, le podamos decir: «Todos nuestros manantiales, todas las fuentes de nuestro gozo, están en ti». Y Él mismo desea esto: porque Él dijo a Sus discípulos, cuando les hablaba del Espíritu de Verdad que vendría: «Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por esto dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber» (Jn 16:14, 15).

Así, el alimentarse de Cristo, ocuparse de Él, es el Alfa y la Omega de la vida cristiana: ocuparse en Su muerte, aquella muerte que estableció el fundamento no sólo de nuestra propia redención y liberación, sino también el de la reconciliación de todas las cosas; ocupación con Él en Su encarnación, cuando, aunque era Hijo, aprendió obediencia por las cosas que padeció cuando, como el Hombre obediente y dependiente, encontraba Su comida en hacer la voluntad del Padre y en cumplir Su obra, glorificando así a Dios en cada detalle de aquella maravillosa vida; y, por encima de todo, la ocupación con Él en la gloria —como el Hombre glorificado— el centro de todos los consejos de Dios, y el objeto de toda Su complacencia, la porción que da satisfacción a Su corazón. Es así al ocuparnos de Cristo, al alimentarnos de Él, al contemplarlo, que somos llevados, en el poder del Espíritu, en comunión con Dios; hechos aptos para entrar en Sus propios pensamientos, e incluso compartir Sus afectos, por el Bendito que está ahora sentado a Su diestra. ¡Ciertamente, aquí tenemos la fuente de todo crecimiento, fuerza y bendición! Satanás lo sabe, y por ello está incesantemente dedicado a buscar ocuparnos con otras cosas, a apartarnos a un lado hacia fuentes y objetos terrenales. Por ello, nos conviene estar vigilantes, a mantener unos corazones y conciencias en ejercicio, para que podamos detectar en el acto, y juzgar implacablemente, todo aquello que pudiera apartar nuestras almas de la contemplación de Cristo.

¡Bendito Señor Jesús! Manténte tan constantemente delante de nuestras almas, manifestándote en toda tu gracia y belleza ante nuestros corazones, para que, suscitando nuestros afectos, no deseemos tener nada, ver nada y nada conocer más que a Ti; porque en Ti mora toda la plenitud de la Deidad corporalmente, y estamos completos en Ti.

«Pronto mis ojos te verán
Cara a cara arrebatados;
La mitad no se me ha dicho
De tu poder y gracia todos.
Tu belleza, Señor, y gloria,
De tu amor las maravillas,
Serán el tema inagotable
De todos tus santos en el cielo».
 

NOTAS

10. Véase Capítulo X para adicional instrucción acerca de este punto. Volver al texto



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Otras versiones empleadas:
RV: Versión Reina-Valera, revisión 1909.
V.M.: Versión Moderna de H. B. Pratt, revisión de 1923.


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