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RIQUEZAS INESCRUTABLES

O,
ALGUNAS DE LAS RELACIONES
DE CRISTO
CON SU PUEBLO

*  *  *  *

Edward Dennett

Traducción del inglés:
Santiago Escuain


VIENE DEL CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CRISTO NUESTRO SUMO SACERDOTE

EL sacerdocio del Señor Jesucristo fue prefigurado de manera notable en muchos detalles, aunque de otro orden, el de Aarón. Así, en la consagración de este último encontramos que en un punto se le hace diferir de sus hijos. Fueron lavados con agua juntos, y luego, después de revestir a Aarón con las vestiduras sacerdotales, Moisés «derramó el aceite de la unción sobre la cabeza de Aarón, y lo ungió para santificarlo» (Lv 8:6-12). A solas, aparte de sus hijos, es ungido sin sangre, mientras que después, estando junto con sus hijos, el rociamiento con sangre precedió al aceite de la unción (vv. 13-30). La razón de esta diferencia es evidente. Aarón y sus hijos prefiguran a la Iglesia como la familia sacerdotal; pero Aarón por sí es un tipo de Cristo; y por ello su unción sin sangre, para establecer la verdad de que su gran Antitipo era «inocente, incontaminado, separado de los pecadores», y que por ello no necesitaba de la sangre, siendo que Él era sin tacha ni contaminación, que era santo delante de Dios.

Pero en un respecto le era imposible a Aarón prefigurar a Cristo. Habiendo sido lavado con agua, fue hecho una imagen de Su pureza; pero no podía —excepto de manera oficial— prefigurar Su dignidad personal. Por ello, en la epístola a los Hebreos, donde se exhibe de una manera especial el tema del sacerdocio del Señor, lo primero a lo que se dirige nuestra atención es la dignidad de Su persona. La epístola comienza así: «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo» (vv. 1, 2a); y luego tenemos una larga lista detallada de Sus glorias personales. Él es Hijo, Heredero y Creador (v. 2); luego es el resplandor de la gloria y la expresa imagen de Su persona, sustentando todas las cosas con la palabra de Su poder; Aquel que, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se ha sentado a la diestra de la Majestad en las alturas. Comparado con los ángeles, se muestra que ha obtenido por herencia un más excelente nombre que ellos: ser el Hijo, el Primogénito. A Él, como Dios, se le adscribe el trono eterno de justicia; Él es ungido con el aceite de alegría más que a sus compañeros; así se indica Su inmutable divinidad como Creador de todas las cosas, y Su lugar a la diestra de Dios, mientras que espera que Sus enemigos sean puestos por estrado de Sus pies. En el siguiente capítulo es expuesto como Hijo del Hombre —el heredero de todas las cosas; como Jesús hecho un poco menor que los ángeles, a causa del padecimiento de muerte, coronado con gloria y honra; luego, como idóneo para la gloria de Dios, como el Capitán de la salvación de Su pueblo, perfeccionado por aflicciones; habiendo participado de carne y de sangre; hecho en todo semejante a Sus hermanos, para que pudiera ser un misericordioso y fiel Sumo Sacerdote en lo que a Dios se refiere, para hacer la propiciación (jilaskesthai) por los pecados del pueblo.

Así es el maravilloso carácter de la persona de nuestro Sumo Sacerdote: Él es Dios; y Él es hombre; y por ello cuando los ángeles, Moisés, Josué y Aarón son comparados con Él, se desvanecen y desaparecen delante de Su sobrepujante gloria. Y de seguro que con ello se nos comunica una lección. Pensamos mucho en la obra y en el oficio de nuestro Sumo Sacerdote, y es bueno que así lo hagamos; pero lo primero que el Espíritu Santo nos presenta ante nuestra atención es Su persona. Porque lo cierto es que Su idoneidad y capacidad de desempeño de este oficio dependía del carácter de Su persona. Porque si Él no hubiera sido Dios así como hombre, no habría podido hacer propiciación por los pecados del pueblo; y si no hubiera sido hombre así como Dios, no habría podido destruir mediante la muerte al que tenía el poder de la muerte, esto es, al diablo, liberando a los que por temor a la muerte estaban toda su vida sujetos a servidumbre, ni tampoco habría podido ser perfeccionado por aflicciones (He 2). Es así Su persona lo que da seguridad para Su oficio; y por ello el Espíritu de Dios quiere asegurar y consolar nuestros corazones desvelándonos Sus glorias y dignidades distintivas, antes de dirigirnos a las funciones de Su oficio como Sacerdote.

El siguiente punto a considerar es: aquellos para quienes Él actúa como Sacerdote. Aquí es necesario ser rigurosos; primero, por cuanto es una cuestión vital; y segundo, por cuanto hay tanta confusión generalizada acerca de esto. Por ejemplo, ¡muchos de los himnos en himnarios populares hablan como si Él fuera Sacerdote para todos sin excepción! ¿Es cierto? Nada podría estar más alejado de la realidad. La analogía con el sacerdocio judío debiera haber impedido tal error, porque Aarón desempeñaba el oficio de sacerdote no por todos los hombres, sino sólo por el pueblo de Israel, por aquellos que habían sido traídos a una relación distintiva y pública con Dios. Es cierto que entre ellos los había que habían renacido y los que no habían renacido; pero éste no es un extremo a considerar. Todo Israel era un pueblo redimido; todos habían sido sacados de Egipto, y todos habían pasado el Mar Rojo; y por ello todos estaban tipológicamente salvados. Por ello, Israel como tal prefigura a los que ahora son salvos —el pueblo de Dios sobre la tierra; y consiguientemente Cristo sólo desempeña el oficio de Sacerdote para los creyentes, por aquellos que son de Él. Es de hecho por un pueblo redimido, aunque, como aquellos que pasan a través de un desierto, como antaño Israel, son considerados como peregrinos y extranjeros, de camino hacia el reposo de Dios. Así, en el primer capítulo mismo se dice: «habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados (v. 3). Y otra vez, se nos dice que «Porque convenía a Aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos. Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos», etc. (He 2:10, 11). Estos términos, que hemos enfatizado, definen de una manera totalmente distintiva la clase en favor de la que Él actúa; y encontramos también descripciones como éstas: «santos hermanos», «participantes del llamamiento celestial», aquellos «que por él se acercan a Dios» (He 7:25) —esto es, aquellos que se allegan a la presencia de Dios para adorar— aquellos que tienen derecho a pasar dentro del velo rasgado, al lugar santísimo, por la sangre de Jesús (He 10:19-21). Así, Él desempeña Su oficio sólo por los que han sido redimidos, los que han sido santificados por la sangre, cuyos pecados han sido quitados, y que, por tanto, ya no tienen más conciencia de pecados; en una palabra, por los santificados que han sido hechos perfectos para siempre por la sola ofrenda de Cristo (He 10:1-14). Aquí no debemos confundirnos, porque sería sólo engañarnos, y ello de la manera más fatal, si creyéramos, como tantos enseñan, que vamos al sacerdote para obtener el perdón de nuestros pecados. La palabra de Dios nunca nos enseña tal cosa; la verdad es que no vamos al sacerdote en absoluto, sino que nos acercamos a Dios, por medio del sacerdote, sobre la base de que nuestros pecados han sido quitados para siempre.

Podemos ahora examinar Sus especiales capacidades para el oficio. Hemos visto que si Él no hubiera sido Dios y hombre, no habría podido cumplirlas; y ahora nos proponemos observar algunas otras características que se nos exponen en esta epístola. Leemos: «Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón. Así tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec. Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen; y fue declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec» (He 5:4-10).

La idoneidad preeminentemente esencial en esta Escritura es Su designación divina. Nadie toma para sí esta honra, y tampoco lo hizo Cristo. Y este hecho está lleno de consolación para el creyente: que Aquel que actúa como nuestro Sacerdote, Aquel por medio de quien nos allegamos a Dios, ha sido designado por el mismo Dios. Uno, por tanto, que es aceptable: infinitamente aceptable. Ésta es una de las credenciales de Su oficio, y podemos añadir que es una credencial que destruye para siempre las pretensiones de cualquier sacerdocio humano. Es cierto que todos los miembros del pueblo de Dios son sacerdotes: son un sacerdocio santo (1 P 2:5); pero si cualquiera pretende actuar como tal en nombre de otros creyentes, tiene que poder demostrar tal capacidad como un oficio recibido de parte del mismo Dios. El Señor Jesús lo recibió, y ello bajo circunstancias de la mayor solemnidad; porque cuando se contrasta Su sacerdocio con el levítico, el escritor de esta epístola dice: «Porque los otros [sacerdotes] ciertamente sin juramento fueron hechos sacerdotes; pero éste, con el juramento del que le dijo: Juró el Señor, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec» (He 7:21). De hecho, hay tres cosas que aquí se señalan: en cuanto a Su gloria personal, Él era el Hijo de Dios; en Su gloria oficial, Él fue constituido Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec; y el origen de Su oficio estuvo en la voluntad divina.

Pero ahora pasamos a otro orden de capacitación, que Él adquirió en los días de Su carne, cuando aprendió obediencia por las cosas que sufrió. Aunque Él era Hijo de Dios, estuvo aquí abajo como hombre, y de ahí toda esta amarga experiencia a la que se hace alusión, cuando ofreció oraciones y súplicas, con gran clamor y lágrimas, a Aquel que podía librarle. En un capítulo anterior se nos dice que Él sufrió, siendo tentado (cap. 2:18); y de nuevo que fue tentado en todo según nuestra semejanza —pecado aparte (jôris hamartias); pero aquí la referencia es primariamente a Su conflicto en el huerto de Getsemaní, cuando Satanás apremiaba sobre Su alma el poder de la muerte, y cuando en espíritu descendió a las honduras de la muerte; y cuando, en consecuencia, Su angustia era tan grande que Su sudor era como grandes gotas de sangre que caían al suelo (Lc 22:44). Así, Él, como hombre, bebió esta amarga copa, y por ello fue tentado como nosotros —aparte del pecado, y con ello aprendió por Su propia experiencia lo que era sufrir, siendo tentado, para poder socorrer a los que son tentados. Aprendió obediencia por lo que padeció; porque siendo Hijo de Dios no supo lo que era obedecer hasta que tomó sobre Sí la forma de siervo, y, siendo hallado en semejanza de hombre, se humilló a Sí mismo, y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil 2:7, 8). Así, todo lo que Él sufrió, lo sufrió en obediencia: estaba haciendo la voluntad de Dios (He 10), y la hizo a la perfección, según la perfección de los pensamientos de Dios. Por ello, cuando clamó, en Su amargo dolor, a Aquel que podía librarle de la muerte, fue oído a causa de Su temor reverente, o de Su piedad (apo tês eulabeias): Dios respondió al clamor de Aquel que así le glorificó en Su perfecta obediencia.

Pero el punto aquí es que, al pasar a través de este amargo dolor y agonía, en obediencia a la voluntad de Dios, Él fue «perfeccionado». ¿Cómo? No moralmente, por cuanto Él fue siempre perfecto —Aquel en quien Dios tenía toda complacencia; pero Él fue hecho perfecto en cuanto a Su idoneidad para Su oficio, y así vino a ser el Autor de eterna salvación para todos los que le obedecen, constituido por Dios Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec. ¡Qué bienaventuranza saber que Él, por tanto, no es alguien que no pueda compadecerse de nuestras debilidades; que por Sus experiencias aquí abajo Él ha sido capacitado para entrar en y simpatizar con nosotros en nuestras debilidades y dolores, y que consiguientemente Él sabe cómo presentar nuestro caso delante de Dios, discerniendo exactamente lo que necesitamos. Los que están a nuestro alrededor pueden entender mal, y desengañarnos al no mostrarnos sus simpatías; pero Él nunca, porque Él ha caminado la misma senda, y conoce cada paso de nuestro camino. ¡Bendito sea Su Nombre!

Sus otras calificaciones —como la eficacia del sacrificio que ofreció una vez, y la perpetuidad de Su sacerdocio (He 7:23, 24, 26, 27; 9:24-28)— podrán ser tocadas en otro contexto. Lo que se ha considerado ahora es suficiente para ver cuán maravillosamente idóneo es nuestro gran Sumo Sacerdote para el oficio que Él desempeña por nosotros en la presencia de Dios.

Este oficio —la obra de Su sacerdocio— ocupará ahora nuestra atención. Dos o tres observaciones preliminares despejarán el camino a esta parte de nuestro tema. Primero: la escena del ejercicio de Su oficio es el cielo, y no la tierra. Ya hemos observado que, al comienzo de la epístola, se le muestra como sentado a la diestra de la Majestad en las alturas (He 1:3). De nuevo: «Tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre»; y otra vez, «Si estuviese sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote, habiendo aún sacerdotes que presentan las ofrendas según la ley» (He 8:1, 2, 4). Pero a veces se pregunta si Él no hizo propiciación por los pecados del pueblo como Sacerdote. Fue el Sacerdote; pero ello fue sólo por cuanto lo que Él era en Sí mismo no se puede separar de lo que Él hizo. No era parte de las funciones del sacerdote dar muerte a la víctima, y por ello podemos decir que éste no fue un acto sacerdotal de parte de Cristo, aunque Él fue el Sacerdote que lo hizo. Los pasajes anteriormente citados ponen muy en claro que no fue hasta que se sentó en las alturas que verdaderamente dio inicio a la obra de Su sacerdocio.

Segundo, Él es un Sacerdote, como hemos visto, según el orden de Melquisedec. Pero el sacerdocio de Melquisedec tiene relación con el Milenio, como el mismo nombre implica —«cuyo nombre significa primeramente Rey de justicia, y también rey de Salem, esto es, Rey de paz» (He 7:2). Así, no es hasta que nuestro Señor deje Su lugar presente a la diestra de Dios —no, ciertamente, hasta que Él haya venido a por Sus santos, y regrese con ellos, viniendo en su carácter de Rey de paz (el verdadero Salomón), que entrará en las funciones del sacerdocio de Melquisedec. El orden de Su sacerdocio permanece, pero a lo largo del actual intervalo de gracia, durante la actual dispensación, mientras que Él permanece dentro del velo rasgado. Su actual servicio como Sacerdote se corresponde con el de Aarón.

Queda otra observación preliminar. El fundamento de Su sacerdocio es el un sacrificio que Él ha ofrecido. «Habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó», etc. (He 1:3). «No tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo» (He 7:27). «No por la sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención» (He 9:12). Así, su intercesión como sacerdote se basa en la virtud y eficacia eterna de aquella singular ofrenda que Él ofreció en la cruz. Por tanto, como sacerdote nada tiene que ver con nuestros pecados. Éste es un punto tan importante como innegable. Es importante por cuanto destruye toda la base sobre la que descansa el sacerdotalismo humano y eclesiástico. El oficio del sacerdote Romano o Anglicano quedaría descartado si se desligara de la cuestión de los pecados; y sin embargo nada hay más claro, en base de la enseñanza de toda esta epístola a los Hebreos, que el hecho de que Cristo, como Sacerdote, no tiene nada que ver con pecados. Así, Él había purificado nuestros pecados antes de sentarse a la diestra de la Majestad en las alturas. Él hizo propiciación por el pueblo antes de entrar en este oficio (He 2:17). Él obtuvo eterna redención antes de entrar en el Santuario (He 9:12). Él fue ofrecido una vez para llevar los pecados de muchos (He 9:28). Por ello, los que acuden (tienen acceso) a Dios por Él son considerados como ya no teniendo más conciencia de pecados (obsérvese: no de pecado, sino de pecados), como habiendo sido perfeccionados para siempre por Su una ofrenda, como aquellos cuyos pecados e iniquidades ya no son recordados más (He 9:1-18). Ésta es, verdaderamente, una verdad fundamental del cristianismo, que los pecados del creyente quedan desvanecidos para siempre de la mirada de Dios, sobre la base de que Cristo los llevó una vez, sufriendo por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios (1 P 3:18). Habiendo sido expiados en la preciosa sangre de Cristo, no pueden ser nunca más traídos a la memoria; y así somos hechos aptos para entrar a la presencia de Dios, para entrar en el lugar santísimo por medio de la sangre de Jesús, y a estar dentro del velo rasgado como adoradores (He 10:19-22); y es para los tales, y sólo para los tales, que Cristo desempeña el oficio de Su sacerdocio.

Pasando ahora a considerar la obra desempeñada por este oficio, observamos: (1) Que Él está allí delante de Dios en favor nuestro. «Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios» (He 9:24). Él es nuestro Representante delante de Dios. Así fue con Aarón. Y así leemos: «Y tomarás dos piedras de ónice, y grabarás en ellas los nombres de los hijos de Israel; seis de los nombres en una piedra, y los otros seis nombres en la otra piedra, conforme al orden de nacimiento de ellos. ... Y pondrás las dos piedras sobre las hombreras del efod, para piedras memoriales a los hijos de Israel; y Aarón llevará los nombres de ellos delante de Jehová sobre sus dos hombros por memorial». Y tenemos instrucciones similares en cuanto al pectoral. Debía haber doce piedras en él, «y las piedras serán según los nombres de los hijos de Israel. … Y llevará Aarón los nombres de los hijos de Israel en el pectoral del juicio sobre su corazón, cuando entre en el santuario, por memorial delante de Jehová continuamente» (Éx 28:9-29). De la misma manera el Señor Jesús nos lleva en Su corazón y sobre Sus hombros en presencia de Dios —esto es, nos sostiene allí por Su intercesión. El pecho es el emblema de los afectos, y los hombros, de la fuerza; y con ello aprendemos que Él tiene la capacidad —la fuerza— derivada, ciertamente, de la prevalente y siempre permanente eficacia de Su sacrificio —y el corazón para mantenernos delante de Dios; y es por ello que Su intercesión por nosotros es tan eficaz que bien podemos decir:

«Nuestra causa jamás, jamás puede fallar,
Por cuanto Tú intercedes, y de cierto prevalecerás».

Éste no es un consuelo pequeño para nosotros, que estamos viajando por el desierto: mirar arriba y ver a nuestro gran Sumo Sacerdote siempre llevándonos delante de Dios, y recordar en toda nuestra debilidad y frialdad que Su fuerza y Sus afectos están siendo ejercitados por medio de Su intercesión en favor nuestro; y que, por tanto, nuestra causa es presentada ante Dios, no en base de lo que nosotros somos, sino en base de lo que Él es.

¡Qué confianza debiera impartirnos esto! Y así lo hará cuando nuestra mirada no se pose sobre nosotros mismos, sino sobre nuestro Sumo Sacerdote. Así, si un pobre, enfermo y débil creyente fuera a sentirse agitado con dudas, bajo la tentación de Satanás, porque no puede pensar ni orar, que mire arriba, y que recuerde que si no puede orar, Cristo ha asumido su caso, y que, incluso mientras él está dudando, Él está dedicado a interceder en favor suyo. ¡Ah!, es indeciblemente dulce saber que soy llevado sobre el corazón y los hombros de Cristo —un corazón de amor tal que las muchas aguas no lo pueden ahogar, ni apagarlo las avenidas de los ríos, y unos hombros de tal fortaleza que sustenta todas las cosas con la misma palabra de Su poder. Y el mismo hecho de Su presencia delante de Dios en favor nuestro es el testimonio eterno de que nuestros pecados se han desvanecido para siempre.

(2) Es por la acción de Cristo como nuestro Sumo Sacerdote que obtenemos misericordia ante el trono de la gracia, y que hallamos gracia para nuestro auxilio en tiempo oportuno (He 4:16). El Sumo Sacerdote, como hemos señalado, está en relación con un pueblo en el desierto (véase He 3 y 4); y nosotros, por tanto, considerados en relación con el sacerdocio, vamos de camino al reposo de Dios, así como Israel iba de camino a Canaán. Mientras vamos así de peregrinación, Dios emplea Su palabra para juzgar todo aquello en nuestros corazones que pudiera conducirnos fuera del camino de la fe e inducirnos a buscar un lugar de reposo en el desierto. Por ello el apóstol dice: «Procuremos, pues, entrar en aquel reposo, para que ninguno caiga en semejante ejemplo de desobediencia. Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien, todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (He 4:11-13). Esto pudiera acobardarnos —y así sería si fuéramos dejados a nuestros recursos. «Pero hay otro socorro, uno de carácter distinto, para ayudarnos en nuestro cruce del desierto; y es el sacerdocio. … Tenemos un Sumo Sacerdote que ha traspasado los cielos, así como Aarón pasó a través de las sucesivas partes del tabernáculo —Jesús, el Hijo de Dios. Él ha sido tentado en todo según nuestra semejanza, excluyendo el pecado, de modo que puede simpatizar con nuestras debilidades. La palabra trae a la luz las intenciones del corazón, juzga la voluntad, y todo lo que no tiene a Dios como su objetivo y fuente. Entonces, por lo que a la debilidad respecta, tenemos Su simpatía. Cristo, naturalmente, no tuvo deseos malvados. Él fue tentado en todo, pecado aparte. El pecado no tuvo parte en ello en absoluto. Pero yo no deseo simpatía para con el pecado que tengo en mí; lo detesto, deseo mortificarlo —juzgarlo implacablemente. Esto es lo que hace la Palabra. Para mis debilidades y para mis dificultades busco simpatía, y la encuentro en el sacerdocio de Jesús». Así, teniendo un tal Sumo Sacerdote —Uno que también sufrió, siendo tentado, y Uno que por ello se compadece de nuestras debilidades —somos alentados a acudir confiados ante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia, y hallar gracia para el oportuno socorro (eis eukairon boêtheian).

(3) Tenemos acceso a la presencia de Dios en virtud de la eficacia de la sangre de Cristo, y también por Su propia presencia allí como nuestro Sumo Sacerdote (He 10:19-22). Podemos decir más: nuestro puesto es dentro del velo rasgado, en virtud de aquel un sacrificio que ha quitado nuestros pecados para siempre. Y teniendo un Sumo Sacerdote sobre la casa de Dios, podemos acercarnos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, teniendo nuestros corazones purificados de mala conciencia, y nuestros cuerpos lavados con agua limpia (vv. 21, 22). El lugar donde Cristo está es el lugar de adoración, y éste se halla dentro del velo rasgado; pero no podríamos estar allí si no fuera porque Él está allí como Sumo Sacerdote, habiendo obtenido eterna redención.

«Por Él, nuestro Sacrificio y Sacerdote,
Adentro del velo confiados entramos».

(4) Es por medio de Él como nuestro Sacerdote que ascienden a Dios nuestras alabanzas y adoración. «Así que ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre» (He 13:15). ¡Qué indecible misericordia que tengamos tal Sacerdote —Uno que sabe cómo separar lo precioso de lo vil, y que por ello sólo permite que llegue delante de Dios lo que le es aceptable! Así como los sacerdotes de antaño tenían que examinar cada ofrenda que era traída, y rechazar todas las que tuvieran imperfecciones, para que no ardiera sobre el altar nada que no se ajustara a las demandas divinas, así actúa Cristo, como nuestro Sumo Sacerdote, con respecto a nuestros sacrificios y alabanzas. Y ésta no es una consolación pequeña cuando recordamos nuestra ignorancia y debilidad; porque en tanto que nosotros mismos deberíamos poseer un discernimiento sacerdotal, y en tanto que no deberíamos minimizar nuestros fracasos en presentar lo que es apropiado para Dios, es sin embargo un aliento lleno de gracia para nosotros saber que nada llegará delante de Su trono sino lo que es aceptado y ofrecido por nosotros por nuestro gran Sumo Sacerdote. Él sabe cómo aplicar el cuchillo sacerdotal, y echar a un lado todo lo que Dios no puede recibir (véase Lv 1:14-17).

(5) Una vez más, podemos añadir que Su presencia continuada delante de Dios como nuestro Sumo Sacerdote constituye la certidumbre de que seremos traídos a través de todas las dificultades, de que seremos completamente salvados. «Por lo cual también, puede salvar hasta lo sumo» (completamente, exhaustivamente, eis to panteles) «a los que se acercan a Dios por medio de él, viviendo siempre para interceder por ellos» (He 7:25, V.M.). Habiendo muerto una vez, ya no muere más; vive para siempre jamás; y por ello tiene un sacerdocio inmutable. Así, al haber tomado nuestra causa, jamás la dejará; y, consiguientemente, la perpetuidad de Su oficio, y Su ininterrumpida y eficaz intercesión, nos dan una garantía absoluta de que no pereceremos en el desierto; que si Josué no dio reposo a Israel —y queda un reposo para el pueblo de Dios— el Señor Jesús, por medio de Su sacerdocio, por cuanto ha vencido a la muerte y vive para siempre jamás, nos llevará a él con toda seguridad.

Hemos ahora trazado un bosquejo del sacerdocio de Cristo; y ciertamente, al meditar acerca de Él en este carácter y oficio, nuestros corazones quedarán llenos de gratitud y adoración hacia Dios, por cuanto Él, en Su gracia, ha hecho tal maravillosa provisión para nosotros mientras pasó por el desierto. Él dio a Israel un Moisés, un Aarón y un Josué; pero Él nos ha dado a nosotros a Su propio amado Hijo, el Señor Jesús, el resplandor de Su gloria y la expresa imagen de Su sustancia —una certidumbre absoluta e incondicional para nosotros de que nos introducirá en toda la gloria que se ha propuesto y que nos ha asegurado en Cristo.

¿Cuál pues debería ser el efecto en nosotros de contemplar a Cristo como nuestro Sumo Sacerdote? «Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión» (o, confesión). (He 4:14). Una vez más dice: «Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza» (He 10:23); y también habla de Cristo dentro del velo como nuestra Esperanza, como un ancla del alma, segura y firme (He 6:18-20). Así, el efecto de todo ello debería ser el de alentarnos a la confianza —confianza en Él—, al denuedo, y a la perseverancia. Cristo está allí delante de Dios como nuestro Sumo Sacerdote; por ello, mantengámonos firmes, sabiendo que, a pesar de todas nuestras debilidades y flaquezas, y de la fuerza, actividad y hostilidad de nuestros enemigos, seremos llevados a través de todos los peligros del desierto a la posesión y el goce del reposo eterno de Dios.

«Y aunque por un tiempo Él esté
De los ojos humanos oculto,
Su pueblo espera anhelante
A su gran Sumo Sacerdote otra vez ver.
En gloria resplandeciente Él volverá
Y a su pueblo expectante al hogar llevará».


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Salvo mención en contrario, todas las citas de la Biblia se hacen de la versión Reina-Valera, revisión 1960.
Otras versiones empleadas:
RV: Versión Reina-Valera, revisión 1909.
V.M.: Versión Moderna de H. B. Pratt, revisión de 1923.


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