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EL HOMBRE FÓSIL

Frank W. Cousins


12—RECAPITULACIÓN

Diferimos de los antiguos sólo en la riqueza del lenguaje con el que podemos adornar la oscuridad que nos envuelve.

Proudhon.


La evidencia sobre la que reposa el estudio del hombre fósil es escasa e insustancial. La precisión con que se puedan datar los fósiles y la forma en que se comparan dichos fósiles entre sí no pueden demandar un apoyo completo. Ni mucho menos. El argumento que se pueda hacer en favor del transformismo (evolución) basándose en la forma de los cráneos aparece carente de ninguna sólida base científica. Genéticamente, no se ha establecido nunca relación alguna entre las diversas especies de Homo, muchas de las cuales no son más que abstracciones. La manipulación de la evidencia para emplearla como apoyo del endeble argumento para la evolución, y la omisión de evidencias contrarias o perjudiciales que servirían para minar dicho argumento, constituyen bases para una grave inquietud.

Se constata que los restos de Castenedolo y de Calaveras proceden del Plioceno, y los restos de Olmo, desde el punto de vista menos generoso, proceden del Pleistoceno tardío. Es evidente que estos hallazgos fósiles de hombres del tipo moderno constituyen la evidencia más antigua que poseemos, y preceden al Homo habilis,1 que en la actualidad es presentado por los antropólogos como el precursor del Homo sapiens.

En base del método de análisis escogido por los evolucionistas, los descubrimientos italianos constituyen por sí mismos evidencia de la coetanidad del hombre de tipo moderno con el Oreopithecus.2 Esta evidencia destruye completamente la idea de una «ascensión desde el simio» y asesta un golpe mortal al dogma evolucionista por lo que respecta al linaje del hombre.

No estoy dispuesto a aceptar los métodos y deducciones de las dataciones estratigráficas como incuestionables, porque dependen del muy dudoso dogma del actualismo propuesto por Charles Lyell en su obra fundamental Principles of Geology, a la que dan crédito la mayoría de los evolucionistas modernos. Lyell emprendió mostrar que el antiguo curso de la naturaleza no era diferente del actual y que los antiguos cambios no difirieron en clase ni en grado de los cambios que ahora actúan. Según él, el presente es la clave del pasado. Ésta es la carga de su argumento, y el Profesor Judd3 ha expuesto de manera clara que ha contribuido enormemente a la aceptación y difusión de la teoría evolucionista en general.

El actualismo y el evolucionismo se dan de la mano, pero la teoría actualista es fácilmente sustituible por la teoría del catastrofismo, donde la historia geológica del mundo es de repetidas revoluciones. En la actualidad, las ideas de la escuela catastrofista son objeto de rechazo, pro no han sido refutadas; la estructura de los estratos de la Tierra y los hechos de la paleobiología se explican más directamente mediante las convulsiones mundiales de Cuvier que por el actualismo de Lyell.4

La geología de Lyell, por ejemplo, no explica la forma en que los fósiles han sido depositados y preservados. Sabemos que un período aluvial tranquilo pocas veces produce fósiles; el material orgánico generalmente se desintegra. El aprisionamiento de formas vivientes que han producido los fósiles tiene que haber sucedido en una época de convulsiones. La teoría de Lyell es también totalmente inadecuada en su tratamiento de la erección de montañas5 y del desencadenamiento de las gigantescas fuerzas cuyos resultados se constatan de manera visible en todas las partes de la Tierra. Entonces, ¿sirven los estratos para verdaderamente «datar» los restos fósiles? Es muy dudoso que tales métodos puedan usarse de manera fiable para efectuar estas dataciones. Pero descartar la datación estratigráfica significa descartar una ciencia «respetada», y la resistencia a tal cosa será naturalmente enorme.

Se dice que el informe del Profesor Issel arroja alguna duda sobre la edad de los restos de Castenedolo.6 Pero esta cuestión queda aclarada por el testimonio del mismo Sergi (LOC. CIT.) y es un placer corregir este grave error. Se admite que es difícil decidir la edad del cráneo de forma precisa, porque se desconoce la historia de los restos mismos y de aquellos restos con los que se comparan. La historia de los depósitos mismos está también envuelta en misterio. He recibido noticias de que un antropólogo británico destacado va a emprender la tarea de investigar la edad del cráneo de Castenedolo (1965). Hasta que se sepa más acerca de ello, carecemos de una evidencia vital para el estudio del hombre fósil. Omitir evidencias constituye un crimen intelectual de graves consecuencias.

El cráneo de Olmo, cuando es considerado en absoluto por los evolucionistas, es rechazado con el débil razonamiento de un análisis de flúor y nitrógeno. Ya hemos expuesto que esta forma de análisis no puede llevar a ninguna verdadera conclusión. Cuando pregunté al Profesor Genna por qué este cráneo encontraba tan poco favor entre los círculos antropológicos, me dijo que era «incierto por su estratigrafía y datación». Cierto, los Profesores Boule y Vallois adoptan una posición muy parecida. Dicen: «Pero hay tanta incertidumbre rodeando su edad geológica que es imposible darle mucho valor». En mi estudio acerca de la cuestión del hombre fósil no puedo pensar en ningún otro cráneo que no se haya visto igualmente rodeado de incertidumbre al principio. Si el cráneo sirve de ayuda para la causa del evolucionismo, hay pocas vacilaciones en utilizarlo para dicho servicio, sin que importen mucho sus credenciales. ¡Recordemos Piltdown! Si se cree que estoy siendo injusto, valdrá la pena recordar al lector que la autenticidad del Gigantopithecus, por ejemplo, descansa sobre tres dientes encontrados por von Koenigswald en farmacias de Cantón y Hong Kong, donde se empleaban para la elaboración de afrodisíacos. El cráneo de Olmo es sin duda alguna una evidencia genuina en la búsqueda de los ancestros del hombre.

En mis investigaciones, he observado que un desagrado acerca de ciertas evidencias era cosa común entre ciertas personas que mantienen unas ciertas filosofías ateas o cristianas —lo que, cuando se reflexiona, no es cosa sorprendente.

El cráneo de Calaveras es también un buen ejemplo de esta reacción emocional. Desde el principio fue objeto del disgusto de un grupo religioso fanático que no podía aceptar al hombre sobre la tierra hace un millón de años. Declararon que era un fraude. En la actualidad, el mismo cráneo es un grave embarazo para los evolucionistas, porque no pueden aceptar al Homo sapiens sobre la tierra antes que los progenitores arbitrariamente seleccionados desde los que se pretende que evolucionó el Homo sapiens. Ellos también lo consideran un fraude. Considero más satisfactorio aceptar que el cráneo de Calaveras es el cráneo de un Homo sapiens descubierto en lo que se considera como un depósito geológico antiguo. Por cuanto nadie ha datado jamás el cráneo mediante un método que pudiera ser considerado verdaderamente científico, y por cuanto la edad del depósito y la coetanidad del cráneo en él hallado no están establecidas, el cráneo sigue siendo un interesante hallazgo procedente de aquel depósito, y es una buena evidencia en la búsqueda del origen del hombre.

Nadie que estudie el argumento evolucionista podrá dejar de observar que la evidencia descansa en la autoridad de un pequeño número de obreros consagrados pero a menudo excesivamente llenos de celo en este campo, y sin embargo la causa que defienden es casi universalmente aceptada de manera incuestionada. Es importante, por ello, recordar al lector que la universalidad per se es sólo una apelación a la autoridad y no a la razón. Ya hace mucho tiempo que Schopenhauer7 expuso que la universalidad de una opinión no constituye ni siquiera una probabilidad de que la opinión sea correcta. Lo que dice acerca de ello es tan apropiado para la antropología que cito a continuación su convincente razonamiento:

«Cuando examinamos este asunto, la pretendida opinión universal es la opinión de dos o tres personas. Y debiéramos quedar convencidos de ello si vemos la manera en que realmente surge esta opinión universal.

    »Hallaríamos que, en primer lugar, son dos o tres las personas que, en primer término, aceptaron esta opinión, o la expusieron y defendieron; y la gente fue tan buena como para creerse que lo habían comprobado realmente. Después, unas personas más, persuadidas de antemano que los primeros hombres tenían la capacidad necesaria, aceptaron la opinión. Estos, a su vez, recibieron la confianza de otros muchos, cuya pereza les sugirió que mejor sería que lo creyesen de una vez, en lugar de tomarse el trabajo de comprobar el asunto por sí mismos. Y es así como creció de día en día la cantidad de estos crédulos y perezosos partidarios, porque apenas llegó esa opinión a tener un cierto apoyo que sus partidarios adicionales atribuyeron esto al hecho de que la opinión sólo hubiese podido ganar a tantos debido a lo convincente de sus argumentos. El resto de la gente se vio a su vez obligada a aceptar lo que estaba aceptado universalmente, a fin de no pasar como personas rebeldes que se resisten a las opiniones aceptadas por todo el mundo.»

Cuando se consideran los fraudes y las tergiversaciones de algunos antropólogos y biólogos, no se puede dejar de pensar que lo anterior va al corazón del problema.

Además, he observado un descuido peculiar en el caso de los antropólogos en el hecho de que están continuamente haciendo deducciones etiológicas a partir de la morfología y de la taxonomía. Dichas deducciones son, por su propia naturaleza, inválidas, y cualquier buen libro de epistemología explicará este punto tan elemental. Consideremos esto sólo un momento: ¿Cómo puede la forma de un hueso fósil dar indicio alguno acerca de la causa que lo produjo? La consideración de la totalidad de la naturaleza queda completada por la morfología que enumera, compara y dispone todas las formas permanentes. Nada tiene que decir acerca de la causa de la aparición de seres individuales, porque esto en el caso de todos es procreación, cuya teoría es una cuestión distinta y no puede ser contravenida por la morfología.

Creo que puedo decir con justicia que he demostrado que se debe tener una sana desconfianza acerca del argumento evolucionista por lo que toca al linaje del hombre. Desearía dejar así acabado mi argumento, porque, en base de los términos que me he propuesto (El Hombre Fósil: Una nueva valoración de la evidencia) no me creo obligado a llegar a una decisión concreta acerca del origen del hombre.

Expresar una creencia personal es invitar a ser desafiado o contrarrestado por la expresión de una creencia de naturaleza opuesta. Sea cual sea la creencia que se exprese, creo que he hecho menos fácil para nadie que pueda desear invocar la evidencia del hombre fósil en apoyo de un argumento en favor de un linaje simio del hombre, pretender que esta particular ascua es la única adecuada para su particular sardina.

Si se me invita a aventurar una opinión ahora que he estudiado los documentos que he tenido a mi disposición, diría sin vacilar que la presentación del argumento en favor de la evolución del hombre sobre la base de los restos fósiles es primordialmente una reelaboración por parte de muchos escritores que aceptan sin sentido crítico las creencias de unos pocos trabajadores en este campo, decididos pero probablemente equivocados.

Si uno quiere tomar como tema más amplio la cuestión del origen del hombre, me parece a mí que la evidencia del registro fósil no es la mejor evidencia disponible, y que en el presente estado de conocimientos tendría que tratarse con una considerable cautela.

Estoy dispuesto a pensar que en base de la mejor evidencia disponible en los campos de la arqueología y de la etnología, se puede mostrar que el hombre es una especie zoológica invasora de no mucha antigüedad, y siempre con una enorme capacidad latente, pero sin antepasados verdaderamente primitivos. Es cosa cierta que, en base del actual plan taxonómico, que encuentra favor en algunos círculos científicos, se puede mostrar que el Homo sapiens tuvo su origen en el Homo sapiens (erectus). Es decir, se pueden dar buenas razones por las que la cuna del hombre en un plan anatómico no fue diferente de la del hombre moderno. Esta es una conclusión que no hace violencia a lo que conocemos acerca de la audacia de la presencia humana.

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1 The Sunday Times, 5 de abril, 1964, Grommeo Hay.

2 Para detalles acerca del Oreopithecus, véase The Sunday Times, 5 y 12 de junio, 1960.

3 Judd. The Coming of Evolution. Cambridge, 1910. Capítulos VI y VII.

4 Véase Spengler, O. The Decline of the West, vol. II, pág. 31, 1939. Véase también Nilsson, H. Synthetische Artbildung, 1953, Lund.

    La imagen que poseemos de la historia de la corteza de la Tierra y de la vida está en la actualidad dominada por las ideas que el pensamiento inglés civilizado ha desarrollado desde la Edad de la Ilustración, procedente de la forma inglesa de vivir—la teoría «flemática», tranquila, de Lyell acerca de la formación de los estratos geológicos, y la obra de Darwin El origen de las especies, son en realidad derivaciones del desarrollo de la misma Inglaterra. En lugar de las incalculables catástrofes y metamorfosis como las que admitían von Buch y Cuvier, aquellos imponen una metódica evolución a lo largo de larguísimos períodos de tiempo, y reconocen como causas sólo causas científicamente calculables y desde luego causas de utilidad mecánica.

    Este tipo «inglés» de causalidad no es sólo superficial, sino también demasiado estrecha. Impone un límite a las posibles relaciones causales, en primer lugar, a aquellas que operan todo su curso sobre la superficie de la tierra; pero esto excluye de inmediato todas las grandes relaciones cósmicas entre los fenómenos vitales de la tierra y los acontecimientos del sistema solar y del universo estelar, y presupone el imposible postulado de que la faz exterior del globo terrestre sea una región totalmente aislada de fenómenos naturales. En segundo lugar, presupone que aquellas relaciones que no sean comprensibles por los medios actualmente dispnibles para la percepción humana, esto es, sensaciones afinadas por instrumentos y pensamiento afinado por teorías, ni siquiera existen.

5 Joly, John. The Surface History of the Earth. Oxford, 1925.

6 Issel, A. «Cenni sulla giacitura dello schlerto umano recentemente scoperto nel pliocene di Castenedolo». Bull. di Paletnologia Italiana, XV, 1889.

7 Schopenhauer, A. The Art of Controversy, Londres, 1926. Stratagem No. 30. On the argumentum verecundiam.



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