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C. Stanley

Romanos

CAPÍTULO 3



El judío tenía mucha ventaja en muchas maneras. Poseía la palabra de Dios (como tú ahora también). ¡Qué ventaja poseer la Palabra inspirada de Dios! Les habían sido confiados los oráculos de Dios.

Versículo 3. Observemos de qué forma tan notable se vuelve a introducir la fe. La justicia de Dios siempre había sido sobre el principio de la fe. «¿Pues qué, si algunos de ellos han sido incrédulos? ¿Su incredulidad habrá hecho nula la fidelidad de Dios?» Sin embargo, el grueso de la nación no había creído, pero la incredulidad e injusticia de ellos no había cambiado a Dios —el permanecía el mismo. Él permanece fiel a los inmutables principios de bien y mal; de otro modo, ¿cómo juzgaría al mundo?

La verdad del desechamiento de la ley como medio de adquirir justicia podría ser retorcida, como lo hacían algunos, que decían que el Apóstol enseñaba que de este modo podíamos hacer males para que viniesen bienes. Esta perversión es enérgicamente condenada, al haber quedado mantenida la justicia de Dios en el juicio de todos los malhechores. El Apóstol apela ahora a las propias escrituras de los judíos, y de las mismas demuestra que todos son culpables: «Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda. No hay quien busque a Dios».

Versículo 19. No podemos negar que estas palabras fueron escritas a los que están bajo la ley. ¡Qué terrible descripción la del hombre bajo la ley! Así queda cerrada toda boca, y todo el mundo queda bajo el juicio de Dios. Sí, se debe observar que no se trata aquí de lo que el hombre es ante sus semejantes, sino de lo que es ante Dios. Y si todos los que están bajo la ley y los que no están bajo la ley son culpables, ¿qué puede hacer la ley por los culpables? Su misma perfección como regla perfecta para el hombre sólo puede condenar al infractor de la ley. Si un hombre tiene pesas falsas en su tienda, ¿qué otra cosa podrá hacer la prueba con las pesas normativas sino condenarle? Las pesas normativas mostrarán hasta qué punto se quedaba corto; pero si se quedaba corto, no podía mostrar que eran pesas justas. La ley hacía precisamente esto, «porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado». Así, por cuanto todos son culpables ante Dios, es evidente «que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él».

Versículo 21. El hombre queda así arrinconado, y así quedan arrinconados todos sus esfuerzos y pretensiones a la justicia mediante las obras de la ley. «Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas.» Esto es algo totalmente novedoso y diferente de todo lo que es del hombre. No se trata de la justicia del hombre, porque no tiene ninguna. ¡Qué verdad ésta, que en todo el mundo nadie había sido hallado justo! No, ni tan solo uno. Aquí tenemos la justicia de Dios, entera y totalmente aparte de la ley —lo que Dios es en Sí mismo y lo que Él es hacia el hombre. Ahora bien, Dios no podía ser justo justificando al hombre mediante la ley, porque la ley no podía hacer más que condenar al hombre; el hombre era culpable. Dios había sido de cierto siempre justo en Sus tratos con el hombre —perfectamente consecuente con Su propia gloria. Pero esta justicia se manifiesta ahora aparte de la ley, aunque testificada por la ley y por los profetas. Ésta es entonces la revelación: «la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios».

¡De qué manera tan concreta la fe de Jesucristo toma ahora el puesto de la ley, y esto con respecto a todos, tanto judíos como gentiles! La justicia de Dios, así, es lo que Él es en Sí mismo y lo que Él es para con nosotros. Todo es absolutamente de parte de Dios. Él de tal manera amó; Él de tal manera dio a Su Hijo amado para que, por medio de Su sacrificio en la cruz, Él pudiera ser eternamente justo al justificarnos, al contarnos como justos.

Versículo 24. «Siendo justificados gratuitamente por su gracia.» Sí, considerados gratuitamente como justos, sin nada de nuestra parte excepto el creerle —e incluso la fe es el don de Dios. Es por Su favor gratuito, por gracia. Pero, ¿cómo es Dios justo al justificarnos gratuitamente por Su favor gratuito «mediante la redención que es en Cristo Jesús»? No se trata meramente —por mucho que es una cosa bendita— de que seamos absueltos de toda acusación de pecado, no se trata meramente de que quedemos protegidos del juicio, como Israel en Egipto, por la sangre del Cordero, sino que somos redimidos —totalmente liberados—: tenemos redención por medio de Su preciosa sangre.

Bien, dirás quizá: Todo esto es de gran bendición, pero, ¿cómo sé yo que tengo parte en la redención? ¿Cómo tengo yo la seguridad de que esto es para mí? Por cuanto Dios es justo al justificarnos gratuitamente por medio de la redención que es en Cristo Jesús, investiguemos qué es la redención y cómo puedes saber que es para ti y que es aplicable a ti.

¿Qué es la redención? La emancipación o redención de todos los esclavos en las Antillas inglesas en el siglo XIX ilustrará lo que es la redención. El gobierno inglés votó una enorme suma de dinero para la completa redención de los esclavos. Fueron, por así decirlo, redimidos para siempre —para siempre emancipados, liberados de la miseria de la esclavitud.

Ahora bien, cuando llegó la proclamación o las buenas nuevas de su redención a las Antillas inglesas, ¿cómo supieron que les era de aplicación a ellos? Supongamos que un anciano esclavo, con muchas cicatrices del látigo y de las cadenas en su cuerpo, hubiera preguntado con estas palabras: «Sí, no me cabe duda de que se han pagado todos estos millones; no abrigo duda alguna acerca de que la proclamación de la redención, de la emancipación, es algo bueno y glorioso, pero, ¿cómo sé que esto se aplica a mí?» ¿Qué habrías respondido tú? No le hubieras dicho algo como: «A ver, ¿no eres tú un esclavo? ¿Acaso estas cicatrices no son prueba de ello? Si fueses un hombre libre, esto no te sería aplicable, pero por cuanto eres un esclavo, es necesariamente de aplicación para ti. La proclamación tiene que ver contigo. Creyendo la proclamación, en este momento quedas, con toda justicia, libre para siempre». ¿No le dirías esto?

Si aceptásemos nuestro verdadero lugar y reconociésemos nuestra verdadera condición como esclavos de nacimiento, concebidos en pecado y formados en iniquidad, entonces se desvanecerían todas las dificultades en cuanto a ver cómo se aplica la redención a nosotros. ¿Has reconocido alguna vez, reconoces ahora, que por naturaleza eras el esclavo del pecado —vendido al pecado? El pobre esclavo antillano quizá pudiera huir de su amo, pero, ¿no te has encontrado totalmente impotente para escapar de Satanás y del pecado? ¿Sufres algunas horribles cicatrices del pecado? Si crees que, malo como eres, Dios te va a ayudar a guardar la ley, y que con ello esperas que al final podrás llegar al cielo, entonces no conoces tu necesidad de redención.

Si el gobierno inglés hizo votar una suma tan grande en el Parlamento, ¿qué hizo Dios votar en los consejos de la eternidad? ¿Acaso se trataba de dar plata u oro por tu redención? Lo que hizo fue dar a Su amado Hijo. Sí, Él es Aquel «a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre». Pobre e impotente esclavo del pecado, esta redención es para ti. Si eres uno así, entonces es para ti. Sí, el esclavo que creía la proclamación quedaba en aquel momento libre para siempre. Y así es en tu caso. Quiera Dios conceder esto a todos los que lean este libro.

Querido joven creyente, es de suma importancia llegar a comprender esto: No sólo quedas justificado gratuitamente (al quedar perdonados todos los pecados, Dios no ve iniquidad), sino que también quedas redimido por la preciosa sangre de Cristo. Sí, has quedado libertado para siempre de aquel estado de esclavitud. Si aquella gran cantidad de oro liberó para siempre a los esclavos, ¿no nos ha liberado, redimido para siempre, la infinita propiciación de Cristo? ¿Admitiremos la sombra de una duda? No: Él se entregó a Sí mismo por nosotros —todo ello en un favor gratuito e inmerecido. Nada hemos hecho nosotros para nuestra redención; todo fue cumplido antes que tuviéramos deseo alguno de redención. Ahora oímos las buenas nuevas que se dirigen a nosotros, pobres esclavos del pecado —creemos, y quedamos libres para siempre.

Gloria eterna, gloria eterna,
Sea al que en esa cruz murió.

Pero ahora debemos profundizar más acerca de cómo la justicia de Dios queda afectada por todo esto.

Versículos 25-26. «A quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.»

Observarás que Dios ha puesto la propiciación de Cristo para exhibir dos cosas. Su justicia tenía que manifestarse en estas dos cosas: El haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados del pasado, y para ser el Justificador de aquel que cree en Jesús.

Aquí querríamos advertir a nuestros lectores en contra de un grave error que a menudo se encuentra con respecto a «los pecados pasados», como si esta expresión hiciera referencia a los pecados cometidos antes de la conversión a Dios —que los pecados cometidos hasta aquel momento son perdonados, o remitidos, mediante la propiciación de Cristo, que Dios sería entonces justo, por la muerte de Cristo, al perdonar de esta manera los pecados pasados antes de la conversión. Este error deja al creyente en una total perplejidad respecto a los pecados cuando son cometidos después de la conversión; lo cierto es que esta perspectiva deja al cristiano en peor condición que al judío, porque el judío tenía otro día de la expiación cada año. Pero si el sacrificio propiciatorio de Cristo sólo cubriese nuestros pecados o expiase los pecados hasta la conversión, entonces no queda sacrificio, ni remedio alguno, para los pecados después de la conversión, porque «ya no queda más sacrificio por los pecados» (He. 10:26). En base de esta perspectiva finita del sacrificio propiciatorio de Cristo, ¿quién podría ser salvo? El sacrificio infinito tiene que haber cubierto todos los pecados de un pecador finito, de principio a fin.

¿Cuál es entonces el significado de este pasaje de la Escritura? Sencillamente, que Dios había pasado por alto, en paciencia, los pecados de todos los creyentes antes que Cristo muriese, y que ahora Él era el Justificador de todos los que creen, contándolos como justos, como si jamás hubiesen pecado.

Pero la pregunta suprema es ésta: ¿Cómo puede Dios ser justo haciendo estas dos cosas? ¿Cómo podía esto ser revelado, declarado, explicado? Sin una respuesta a esta pregunta, ¿cómo podría ningún alma tener paz con Dios?

Si todos eran culpables, ¿cómo podía Dios ser justo al pasar por alto los pecados de los que creyesen, tanto judíos como gentiles? Si se demostraba que todos eran ahora culpables —si se demuestra tu culpabilidad— ¿cómo puede Dios declarar de ti, como de Israel en la antigüedad, que no ha visto ni ve iniquidad en ti? (cp. Nm. 23:21). Es evidente que Él no podría ser justo a causa de nada en nosotros o que nosotros hubiésemos hecho bajo la ley o sin estar bajo la ley. Aquí, la mirada de la fe ha de reposar sólo en la sangre de Jesús, que ha sido puesto «como propiciación por medio de la fe en su sangre». Esto por sí solo explica, declara, la justicia de Dios, tanto respecto a los pecados de los creyentes en el pasado como respecto a los nuestros ahora.

Debemos recordar, sin embargo, que en el propiciatorio del arca, la sangre era puesta delante de la mirada de Dios! «Tomará luego de la sangre del becerro, y la rociará con su dedo hacia el propiciatorio al lado oriental; hacia el propiciatorio esparcirá con su dedo siete veces de aquella sangre» (Lv. 16:14). Esto tenía que repetirse; se tenía que rociar la sangre de un becerro delante de Dios sobre aquel propiciatorio de oro del arca una vez cada año. Y a menudo se tenía que derramar la sangre de otras víctimas. No así con la sangre de Cristo: Su sangre, una vez derramada y rociada, nunca puede volver a ser derramada ni rociada.

¡Oh, mi alma, piensa en lo que aquella sangre es por todos tus pecados delante de la mirada de Dios! La sangre rociada sobre el propiciatorio de oro muestra lo que es la sangre de Cristo, al dar satisfacción, al mantener, al exhibir la justicia de Dios. Sí, Él fue justo al justificar a David mil años antes que la sangre fuese derramada, al igual que Él es justo al justificarnos cientos de años después. Jesús tuvo que sufrir por los unos y los otros.

Así, vemos el gran error de aquellos que dicen: La justicia de Dios es aquello por lo que Él nos hace justos. No, sino que la justicia de Dios es aquello por lo que Él mismo es justo al contarnos a nosotros míseros pecadores como justos. La diferencia es enorme. Si la voz de aquello que se llama a sí misma la iglesia dice una cosa y la Palabra de Dios dice otra, ¿a cuál debemos creer? Indudablemente a esta última.

«A quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.» Medita cada una de estas frases. ¿Acaso no es la justicia de Dios el que Él pueda ser justo? ¿Crees tú en Jesús, que Él ha glorificado de tal manera a Dios mediante Su sacrificio expiatorio que ahora en este tiempo, por medio de aquella muerte, Él puede, con toda justicia, justificar a todos los que creen? ¿Ha sido Dios revelado a tu alma como justo al contarte a ti como justo?

Por cuanto la justicia procede totalmente de Dios por la redención que es en Cristo Jesús, «¿Dónde, pues, está la jactancia?» ¿Podemos jactarnos en base de obras que hayamos cumplido? No, tal idea queda excluida. «¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe». Porque hemos visto que la fe encuentra justicia en Dios. No puedo entonces jactarme de haber sido o de ser justo en mí mismo, por cuanto todos somos probados culpables y sabemos que es así, y que, sobre la base de las obras de la ley, sólo podemos ser condenados. La justificación no puede ser sobre esta base, por mucho que podamos esforzarnos en hacer que sea así.

Por ello, la justificación debe basarse en otro principio que el de las obras. «Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley.» ¿Qué otra cosa podría concluir la Escritura, siendo que todos somos culpables, y que la justificación no es lo que somos para Dios, sino lo que Él es para nosotros y expuesto en Cristo? No mezclemos una cosa y la otra. Deja que tu salvación dependa enteramente del principio de la fe —aquello que Dios es para ti.

Ser justificado por fe es lo que Dios es para nosotros por medio de Cristo. Las obras de la ley son sobre el principio de lo que nosotros somos para Dios. ¡Qué gracia tan maravillosa! Somos justificados por la fe, sin las obras. En esto se mantiene la doctrina de que «no hay diferencia». La misma justicia de Dios está disponible para todos, judíos o gentiles, sobre la base de la fe y por medio de la fe.

Los que mantienen que seguimos estando bajo la ley la invalidan, porque la ley maldice a los que están bajo ella, porque no la guardan. Aquellos que habían estado bajo la ley en el pasado tuvieron que ser redimidos de su maldición mediante la muerte de Jesús. Así, si la Escritura nos volviese a poner otra vez bajo ella, entonces Jesús tendría que volver a morir para redimirnos de su maldición (véase Gá. 3:10-13; 4:4-5). «¿Luego por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley.» Jesús se reveló, a la mirada de la fe, llevando la maldición de la ley quebrantada por aquellos que estaban bajo ella. Si esto no confirma las demandas de la ley de Dios, ¿qué otra cosa podría hacerlo? Pero si volviésemos a ser puestos bajo ella, entonces sus demandas tendrían que volver a ser establecidas, o quedaría invalidada.


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Traducción: Santiago Escuain - © Copyright 2002.
© Copyright SEDIN 2006 para esta presentación electrónica, www.sedin.org. Este texto se puede reproducir libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.

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