El judío
tenía mucha ventaja en muchas maneras. Poseía la
palabra de Dios (como tú ahora también).
¡Qué ventaja poseer la Palabra inspirada de Dios! Les
habían sido confiados los oráculos de Dios.
Versículo
3. Observemos de
qué forma tan notable se vuelve a introducir la fe. La
justicia de Dios siempre había sido sobre el principio de la
fe. «¿Pues qué, si algunos de ellos han sido
incrédulos? ¿Su incredulidad habrá hecho nula la
fidelidad de Dios?» Sin embargo, el grueso de la nación
no había creído, pero la incredulidad e injusticia de
ellos no había cambiado a Dios —el permanecía el
mismo. Él permanece fiel a los inmutables principios de bien y
mal; de otro modo, ¿cómo juzgaría al mundo?
La verdad del desechamiento de la ley como medio de adquirir justicia
podría ser retorcida, como lo hacían algunos, que
decían que el Apóstol enseñaba que de este modo
podíamos hacer males para que viniesen bienes. Esta
perversión es enérgicamente condenada, al haber quedado
mantenida la justicia de Dios en el juicio de todos los malhechores.
El Apóstol apela ahora a las propias escrituras de los
judíos, y de las mismas demuestra que todos son culpables:
«Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay
quien entienda. No hay quien busque a Dios».
Versículo
19. No podemos negar
que estas palabras fueron escritas a los que están bajo la
ley. ¡Qué terrible descripción la del hombre bajo
la ley! Así queda cerrada toda boca, y todo el mundo queda
bajo el juicio de Dios. Sí, se debe observar que no se trata
aquí de lo que el hombre es ante sus semejantes, sino de lo
que es ante Dios. Y si todos los que están bajo la ley y los
que no están bajo la ley son culpables, ¿qué puede
hacer la ley por los culpables? Su misma perfección como regla
perfecta para el hombre sólo puede condenar al infractor de la
ley. Si un hombre tiene pesas falsas en su tienda, ¿qué
otra cosa podrá hacer la prueba con las pesas normativas sino
condenarle? Las pesas normativas mostrarán hasta qué
punto se quedaba corto; pero si se quedaba corto, no podía
mostrar que eran pesas justas. La ley hacía precisamente esto,
«porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado».
Así, por cuanto todos son culpables ante Dios, es evidente
«que por las obras de la ley ningún ser humano
será justificado delante de él».
Versículo
21. El hombre queda
así arrinconado, y así quedan arrinconados todos sus
esfuerzos y pretensiones a la justicia mediante las obras de la ley.
«Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de
Dios, testificada por la ley y por los profetas.» Esto es algo
totalmente novedoso y diferente de todo lo que es del hombre. No se
trata de la justicia del hombre, porque no tiene ninguna.
¡Qué verdad ésta, que en todo el mundo nadie
había sido hallado justo! No, ni tan solo uno. Aquí
tenemos la justicia de Dios, entera y totalmente aparte de la ley
—lo que Dios es en Sí mismo y lo que Él es hacia
el hombre. Ahora bien, Dios no podía ser justo justificando al
hombre mediante la ley, porque la ley no podía hacer
más que condenar al hombre; el hombre era culpable. Dios
había sido de cierto siempre justo en Sus tratos con el hombre
—perfectamente consecuente con Su propia gloria. Pero esta
justicia se manifiesta ahora aparte de la ley, aunque testificada por
la ley y por los profetas. Ésta es entonces la
revelación: «la justicia de Dios por medio de la fe en
Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay
diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de
la gloria de Dios».
¡De qué manera tan concreta la fe de Jesucristo toma
ahora el puesto de la ley, y esto con respecto a todos, tanto
judíos como gentiles! La justicia de Dios, así, es lo
que Él es en Sí mismo y lo que Él es para con
nosotros. Todo es absolutamente de parte de Dios. Él de tal
manera amó; Él de tal manera dio a Su Hijo amado para
que, por medio de Su sacrificio en la cruz, Él pudiera ser
eternamente justo al justificarnos, al contarnos como justos.
Versículo
24. «Siendo
justificados gratuitamente por su gracia.» Sí,
considerados gratuitamente como justos, sin nada de nuestra parte
excepto el creerle —e incluso la fe es el don de Dios. Es por Su
favor gratuito, por gracia. Pero, ¿cómo es Dios justo al
justificarnos gratuitamente por Su favor gratuito «mediante la
redención que es en Cristo Jesús»? No se trata
meramente —por mucho que es una cosa bendita— de que seamos
absueltos de toda acusación de pecado, no se trata meramente
de que quedemos protegidos del juicio, como Israel en Egipto, por la
sangre del Cordero, sino que somos redimidos —totalmente
liberados—: tenemos redención por medio de Su preciosa
sangre.
Bien, dirás quizá: Todo esto es de gran
bendición, pero, ¿cómo sé yo que tengo
parte en la redención? ¿Cómo tengo yo la seguridad
de que esto es para mí? Por cuanto Dios es justo al
justificarnos gratuitamente por medio de la redención que es
en Cristo Jesús, investiguemos qué es la
redención y cómo puedes saber que es para ti y que es
aplicable a ti.
¿Qué es la redención? La emancipación o
redención de todos los esclavos en las Antillas inglesas en el
siglo XIX ilustrará lo que es la redención. El gobierno
inglés votó una enorme suma de dinero para la completa
redención de los esclavos. Fueron, por así decirlo,
redimidos para siempre —para siempre emancipados, liberados de
la miseria de la esclavitud.
Ahora bien, cuando llegó la proclamación o las buenas
nuevas de su redención a las Antillas inglesas,
¿cómo supieron que les era de aplicación a ellos?
Supongamos que un anciano esclavo, con muchas cicatrices del
látigo y de las cadenas en su cuerpo, hubiera preguntado con
estas palabras: «Sí, no me cabe duda de que se han pagado
todos estos millones; no abrigo duda alguna acerca de que la
proclamación de la redención, de la
emancipación, es algo bueno y glorioso, pero,
¿cómo sé que esto se aplica a mí?»
¿Qué habrías respondido tú? No le hubieras
dicho algo como: «A ver, ¿no eres tú un esclavo?
¿Acaso estas cicatrices no son prueba de ello? Si fueses un
hombre libre, esto no te sería aplicable, pero por cuanto eres
un esclavo, es necesariamente de aplicación para ti. La
proclamación tiene que ver contigo. Creyendo la
proclamación, en este momento quedas, con toda justicia, libre
para siempre». ¿No le dirías esto?
Si aceptásemos nuestro verdadero lugar y reconociésemos
nuestra verdadera condición como esclavos de nacimiento,
concebidos en pecado y formados en iniquidad, entonces se
desvanecerían todas las dificultades en cuanto a ver
cómo se aplica la redención a nosotros. ¿Has
reconocido alguna vez, reconoces ahora, que por naturaleza eras el
esclavo del pecado —vendido al pecado? El pobre esclavo
antillano quizá pudiera huir de su amo, pero, ¿no te has
encontrado totalmente impotente para escapar de Satanás y del
pecado? ¿Sufres algunas horribles cicatrices del pecado? Si
crees que, malo como eres, Dios te va a ayudar a guardar la ley, y
que con ello esperas que al final podrás llegar al cielo,
entonces no conoces tu necesidad de redención.
Si el gobierno inglés hizo votar una suma tan grande en el
Parlamento, ¿qué hizo Dios votar en los consejos de la
eternidad? ¿Acaso se trataba de dar plata u oro por tu
redención? Lo que hizo fue dar a Su amado Hijo. Sí,
Él es Aquel «a quien Dios puso como propiciación
por medio de la fe en su sangre». Pobre e impotente esclavo del
pecado, esta redención es para ti. Si eres uno así,
entonces es para ti. Sí, el esclavo que creía la proclamación
quedaba en aquel momento libre para siempre. Y así es en tu
caso. Quiera Dios conceder esto a todos los que lean este libro.
Querido joven creyente, es de suma importancia llegar a comprender
esto: No sólo quedas justificado gratuitamente (al quedar
perdonados todos los pecados, Dios no ve iniquidad), sino que
también quedas redimido por la preciosa sangre de Cristo.
Sí, has quedado libertado para siempre de aquel estado de
esclavitud. Si aquella gran cantidad de oro liberó para
siempre a los esclavos, ¿no nos ha liberado, redimido para
siempre, la infinita propiciación de Cristo? ¿Admitiremos
la sombra de una duda? No: Él se entregó a Sí
mismo por nosotros —todo ello en un favor gratuito e inmerecido.
Nada hemos hecho nosotros para nuestra redención; todo fue
cumplido antes que tuviéramos deseo alguno de
redención. Ahora oímos las buenas nuevas que se dirigen
a nosotros, pobres esclavos del pecado —creemos, y quedamos
libres para siempre.
Gloria eterna,
gloria eterna,
Sea al que en esa cruz murió.
Pero ahora debemos profundizar
más acerca de cómo la justicia de Dios queda afectada
por todo esto.
Versículos
25-26. «A quien
Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre,
para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su
paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este
tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que
justifica al que es de la fe de Jesús.»
Observarás que Dios ha puesto la propiciación de Cristo
para exhibir dos cosas. Su justicia tenía que manifestarse en
estas dos cosas: El haber pasado por alto, en su paciencia, los
pecados del pasado, y para ser el Justificador de aquel que cree en
Jesús.
Aquí querríamos advertir a nuestros lectores en contra
de un grave error que a menudo se encuentra con respecto a «los
pecados pasados», como si esta expresión hiciera
referencia a los pecados cometidos antes de la conversión a
Dios —que los pecados cometidos hasta aquel momento son
perdonados, o remitidos, mediante la propiciación de Cristo,
que Dios sería entonces justo, por la muerte de Cristo, al
perdonar de esta manera los pecados pasados antes de la
conversión. Este error deja al creyente en una total
perplejidad respecto a los pecados cuando son cometidos
después de la conversión; lo cierto es que esta
perspectiva deja al cristiano en peor condición que al
judío, porque el judío tenía otro día de
la expiación cada año. Pero si el sacrificio
propiciatorio de Cristo sólo cubriese nuestros pecados o
expiase los pecados hasta la conversión, entonces no queda
sacrificio, ni remedio alguno, para los pecados después de la
conversión, porque «ya no queda más sacrificio por
los pecados» (He. 10:26). En base de esta perspectiva finita del
sacrificio propiciatorio de Cristo, ¿quién podría
ser salvo? El sacrificio infinito tiene que haber cubierto todos los
pecados de un pecador finito, de principio a fin.
¿Cuál es entonces el significado de este pasaje de la
Escritura? Sencillamente, que Dios había pasado por alto, en
paciencia, los pecados de todos los creyentes antes que Cristo
muriese, y que ahora Él era el Justificador de todos
los que creen, contándolos como justos, como si jamás
hubiesen pecado.
Pero la pregunta suprema es ésta: ¿Cómo puede Dios
ser justo haciendo estas dos cosas? ¿Cómo podía
esto ser revelado, declarado, explicado? Sin una respuesta a esta
pregunta, ¿cómo podría ningún alma tener
paz con Dios?
Si todos eran culpables, ¿cómo podía Dios ser
justo al pasar por alto los pecados de los que creyesen, tanto
judíos como gentiles? Si se demostraba que todos eran
ahora culpables —si se demuestra tu
culpabilidad— ¿cómo puede Dios declarar de ti, como
de Israel en la antigüedad, que no ha visto ni ve iniquidad en
ti? (cp. Nm. 23:21). Es evidente que Él no podría ser
justo a causa de nada en nosotros o que nosotros hubiésemos
hecho bajo la ley o sin estar bajo la ley. Aquí, la mirada de
la fe ha de reposar sólo en la sangre de Jesús, que ha
sido puesto «como propiciación por medio de la fe en su
sangre». Esto por sí solo explica, declara, la justicia
de Dios, tanto respecto a los pecados de los creyentes en el pasado
como respecto a los nuestros ahora.
Debemos recordar, sin embargo, que en el propiciatorio del arca, la
sangre era puesta delante de la mirada de Dios! «Tomará
luego de la sangre del becerro, y la rociará con su dedo hacia
el propiciatorio al lado oriental; hacia el propiciatorio
esparcirá con su dedo siete veces de aquella sangre» (Lv.
16:14). Esto tenía que repetirse; se tenía que rociar
la sangre de un becerro delante de Dios sobre aquel propiciatorio de
oro del arca una vez cada año. Y a menudo se tenía que
derramar la sangre de otras víctimas. No así con la
sangre de Cristo: Su sangre, una vez derramada y rociada, nunca puede
volver a ser derramada ni rociada.
¡Oh, mi alma, piensa en lo que aquella sangre es por todos tus
pecados delante de la mirada de Dios! La sangre rociada sobre el
propiciatorio de oro muestra lo que es la sangre de Cristo, al dar
satisfacción, al mantener, al exhibir la justicia de Dios.
Sí, Él fue justo al justificar a David mil años
antes que la sangre fuese derramada, al igual que Él es justo
al justificarnos cientos de años después. Jesús
tuvo que sufrir por los unos y los otros.
Así, vemos el gran error de aquellos que dicen: La justicia de
Dios es aquello por lo que Él nos hace justos. No, sino que la
justicia de Dios es aquello por lo que Él mismo es justo al
contarnos a nosotros míseros pecadores como justos. La
diferencia es enorme. Si la voz de aquello que se llama a sí
misma la iglesia dice una cosa y la Palabra de Dios dice otra,
¿a cuál debemos creer? Indudablemente a esta
última.
«A quien Dios puso como propiciación por medio de la fe
en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado
por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de
manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el
justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.»
Medita cada una de estas frases. ¿Acaso no es la justicia de
Dios el que Él pueda ser justo? ¿Crees tú en
Jesús, que Él ha glorificado de tal manera a Dios
mediante Su sacrificio expiatorio que ahora en este tiempo, por medio
de aquella muerte, Él puede, con toda justicia, justificar a
todos los que creen? ¿Ha sido Dios revelado a tu alma como
justo al contarte a ti como justo?
Por cuanto la justicia procede totalmente de Dios por la
redención que es en Cristo Jesús,
«¿Dónde, pues, está la jactancia?»
¿Podemos jactarnos en base de obras que hayamos cumplido? No,
tal idea queda excluida. «¿Por cuál ley? ¿Por
la de las obras? No, sino por la ley de la fe». Porque hemos
visto que la fe encuentra justicia en Dios. No puedo entonces
jactarme de haber sido o de ser justo en mí mismo, por cuanto
todos somos probados culpables y sabemos que es así, y que,
sobre la base de las obras de la ley, sólo podemos ser
condenados. La justificación no puede ser sobre esta base, por
mucho que podamos esforzarnos en hacer que sea así.
Por ello, la justificación debe basarse en otro principio que
el de las obras. «Concluimos, pues, que el hombre es justificado
por fe sin las obras de la ley.» ¿Qué otra cosa
podría concluir la Escritura, siendo que todos somos
culpables, y que la justificación no es lo que somos para
Dios, sino lo que Él es para nosotros y expuesto en Cristo? No
mezclemos una cosa y la otra. Deja que tu salvación dependa
enteramente del principio de la fe —aquello que Dios es para
ti.
Ser justificado por fe es lo que Dios es para nosotros por medio de
Cristo. Las obras de la ley son sobre el principio de lo que nosotros
somos para Dios. ¡Qué gracia tan maravillosa! Somos
justificados por la fe, sin las obras. En esto se mantiene la
doctrina de que «no hay diferencia». La misma justicia de
Dios está disponible para todos, judíos o gentiles,
sobre la base de la fe y por medio de la fe.
Los que mantienen que seguimos estando bajo la ley la invalidan,
porque la ley maldice a los que están bajo ella, porque no la
guardan. Aquellos que habían estado bajo la ley en el pasado
tuvieron que ser redimidos de su maldición mediante la muerte
de Jesús. Así, si la Escritura nos volviese a poner
otra vez bajo ella, entonces Jesús tendría que volver a
morir para redimirnos de su maldición (véase Gá.
3:10-13; 4:4-5). «¿Luego por la fe invalidamos la ley? En
ninguna manera, sino que confirmamos la ley.» Jesús se
reveló, a la mirada de la fe, llevando la maldición de
la ley quebrantada por aquellos que estaban bajo ella. Si esto no
confirma las demandas de la ley de Dios, ¿qué otra cosa
podría hacerlo? Pero si volviésemos a ser puestos bajo
ella, entonces sus demandas tendrían que volver a ser
establecidas, o quedaría invalidada.