Debemos recordar que no
estamos aquí tratando la cuestión de la justicia
delante de los hombres. Para este tema debemos acudir a la
epístola de Santiago. Allí encontraremos la
cuestión de la justificación desde un punto de vista
enteramente diferente. Un hombre no se justifica ante sus semejantes
por medio de la fe, sino por las obras que demuestran la realidad de
su fe (véase Stg. 2:18-26).
Ahora se podrá preguntar con razón: Si toda la raza
humana, judíos y gentiles, han sido hallados culpables delante
de Dios, ¿en base de qué principio puede nadie haber
quedado justificado? Evidentemente, bajo el principio de la ley, que
condena a los culpables, no podría haberse justificado a
nadie. Se citan dos casos destacables como prueba de ello. Nadie
menos que Abraham, el mismísimo padre de los judíos, y
David, el dulce cantor de Israel. El uno fue justificado
cuatrocientos treinta años antes de la promulgación de
la ley, y el otro, alrededor de quinientos años
después, y ello cuando había merecido la
maldición de esta ley por una terrible
transgresión.
Si alguien pudo haber sido justificado por las obras, este hubiera
sido Abraham, y si él se presentase ante los hombres, como
sucede en la epístola de Santiago, tenía de qué
gloriarse, «pero no para con Dios». Sigue tratándose
de la solemne cuestión del hombre ante Dios. ¿Qué
dice la Escritura acerca de este hombre, antes que la ley fuese dada
a nadie, ni a él? «Creyó Abraham a Dios, y le fue
contado por justicia.» Esta es la respuesta de la
Escritura y el principio en base del que un hombre puede ser
justificado sin las obras de la ley. Abraham creyó a Dios y
esto (su fe) le fue contado como, no por, justicia.
En este capítulo mucho depende del verdadero sentido de la
palabra en el original, que se traduce en este capítulo como
«contar», «atribuir»,
«inculpar».[1] Significa considerado como tal o valorado así; no es la palabra que se usa para
denotar simplemente imputado o puesto a la cuenta de alguien; dicha palabra se encuentra
sólo dos veces en el Nuevo Testamento. Su primera
aparición es en Romanos 5:13: «Pero no se imputa pecado
no habiendo ley» (RV). No se pone a la cuenta de una persona
como transgresión de la ley cuando no se ha dado una ley que
pudiera ser así transgredida. El segundo lugar en que aparece
es en Filemón 18, donde aparece más plena y
correctamente traducida: «Y si en algo te dañó, o
te debe, ponlo a mi
cuenta»; esto es,
me lo imputas a mí.
Veamos una ilustración acerca de estas dos palabras. Decimos
que alguien ha hecho un ingreso en un banco de una cantidad de $500 a
la cuenta de otra persona; este dinero se pone en la cuenta de dicha
persona. En otro caso, un noble se casa con una mujer pobre. ¿Es
ella considerada como pobre después de esto? Ella no tiene ni
un céntimo que sea suyo de derecho, pero es considerada tan
rica como su marido, judicialmente es contada o considerada
así.
Abraham creyó a Dios y ello le fue contado como justicia. Esto
puede ser también confirmado en Abel. «Por la fe Abel
ofreció a Dios más excelente sacrificio que
Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo,
dando Dios testimonio de sus ofrendas» (He. 11:4). En ambos
casos el principio de fe es el mismo. Abel creyó a Dios y
trajo el sacrificio. Abraham creyó a Dios. Ambos fueron
contados como justos.
Y esto no es bajo el principio de las obras, ni sobre la base de lo
que Abraham o Abel eran para Dios, sino que Dios les contó la
fe como justicia. «Mas al que no obra, sino cree en aquel que
justifica al impío, su fe le es contada por [como] justicia.»
Hace unos días me encontré con un anciano, con el
cabello blanco como la nieve, y le dije: «Ha estado usted
haciendo profesión de Cristo durante muchos años, y sin
embargo no conoce aún que tiene vida eterna. No está
seguro de estar justificado, y, si muere, no tiene la certidumbre de
que partiría para estar con Cristo».
Aquel pobre rostro viejo se ensombreció. Me dijo: «Es
verdad».
Luego le dije: «Permítame que le diga la razón de
esto. Usted nunca ha visto aún el punto de partida de Dios.
Usted ha estado esforzándose todos estos años en ser
piadoso, creyendo que Dios justifica a los piadosos. Usted no ha
creído todavía que Dios justifica a los impíos;
ahí está el punto de partida. La piedad vendrá
después. Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica
al impío, su fe le es contada por justicia.»
Él respondió: «Nunca antes me había dado
cuenta de esto.»
Te pregunto con toda solemnidad: «¿Te has dado alguna vez
verdadera cuenta de esto, y has creído a Dios, que Él
justifica a los impíos? Puede que te hayas esforzado durante
largo tiempo en tomar el puesto de un hombre piadoso ante Dios
mediante ordenanzas humanas y las pretendidas buenas obras,
intentando con todas tus fuerzas torcer este pasaje de la Escritura.
Sí, a menudo se precisa de toda una vida de fracasos para
llevar a un alma a este verdadero punto de partida de la
gracia. Desde luego, para que Dios pueda
justificar al impío, tiene que ser en base de un principio
diferente al de la ley. Es para aquel que no obra, sino que cree.
Versículo
6. Acudamos ahora a la
inspirada explicación de David acerca de esta cuestión.
«Como también David habla de la bienaventuranza del
hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo:
Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos
pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el
Señor no inculpa de pecado.» No se trata de que sean
considerados justos porque nunca hayan pecado, sino que son aquellos
cuyos pecados han sido cubiertos, cuyas iniquidades han sido
perdonadas. Pero no se trata de que sólo sus pecados pasados
hayan sido cubiertos por la muerte expiatoria de Cristo, sino que hay
también esta declaración adicional de infinita gracia y
de perfecta justicia: «Bienaventurado el hombre a quien el
Señor jamás le tomará en cuenta su pecado»
(v. 8, RVA). Esto es desde luego maravilloso, y en perfecta
armonía con toda la Escritura.
Tal es la eficacia de aquel un sacrificio, el valor de la sangre de
Jesús, que limpia de todo pecado. No hay necesidad de
más sacrificio por los pecados; no hay ninguno. Dios no
recuerda más los pecados de aquellos que han sido purificados
(He. 10; 1 Jn. 1:7).
En cuanto a tomar en cuenta la culpa o los pecados, los justificados
son contados como justos —tan justos como si nunca hubieran
pecado, como si nunca pecasen. Por lo que toca a su posición
ante Dios, el pecado no es tomado en cuenta en absoluto a aquel que
es justificado; y así es verdadera y continuamente bendecido.
¿Acaso un amor y una justicia de esta clase, una
salvación eterna así, harán negligente a aquel
que goza de la bendición, y lo llevarán a que diga:
«Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde»?
(Cap. 6:1). Esto lo consideramos más adelante.
Era totalmente imposible que Dios justificase a los impíos
bajo el principio de la ley, pero la propiciación mediante la
sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, explica la justicia de Dios al
no contarle los pecados a aquel que cree.
Se podría preguntar: ¿Se aplica la propiciación a
los pecados futuros así como a los pasados? Esto es
precisamente lo que la Escritura enseña, y, por extraño
que parezca, se nos da a conocer este mismo hecho a fin de que no
pequemos. «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que
no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para
con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la
propiciación por nuestros pecados» (1 Jn. 2:1-2). Y en
otro lugar, hablando de creyentes: «quien llevó él
mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 P.
2:24). Y una vez más: «Habiendo efectuado la
purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo,
se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (He.
1:3). ¡Oh, qué gracia maravillosa, totalmente gratuita!
«Bienaventurado el hombre a quien el Señor jamás
le tomará en cuenta su pecado.» Él no nos los
tomará en cuenta, en justicia no nos los puede tomar en
cuenta.
Lector, ¿crees de veras a Dios? Sí, la pregunta es
ésta, al leer estas páginas acerca de las riquezas de
Su gracia: ¿Creemos a Dios? Recuerda que estamos sólo en
el terreno de entrada, en el comienzo mismo del evangelio de Dios.
¿Viene esta bendición sólo a los que están
bajo la ley, esto es, a los circuncisos, o a los incircuncisos? Era
cosa innegable, y que los judíos en Roma no podían
rechazar, que la fe había sido contada a Abraham como justicia
cuando era incircunciso y mucho antes que fuese dada la ley.
¡Qué abrumador argumento, entonces, que tenía que
ser todo de gracia y no por la ley! Y, observemos, Abraham
recibió la señal de la circuncisión como sello
de la justicia de la fe que tuvo siendo aún incircunciso. Esto
es, la circuncisión fue una señal de su
separación a Dios; él fue la primera persona, el padre
de la circuncisión. Pero la circuncisión misma no tuvo
nada que ver con su justificación; fue primero contado como
justo, totalmente aparte de toda obra o de la
circuncisión.
¿Y no es así con cada creyente? Su separación a
Dios y su vida de santidad son una señal de que
ha sido contado como
justo primero, aparte
de la ley o de las obras. Pero Dios lo llama y lo justifica siendo
todavía impío. Esto es, ahí es donde Dios
comienza con el hombre. ¿Ha comenzado Él así
contigo, o estás tratando de justificarte mediante las obras
cuando consigas ser piadoso?
Ahora se expone otro principio de suma importancia. La
promesa dependía claramente sólo
de Dios, y fue dada a Abraham mucho antes que la ley; por tanto, no
podía ser por medio de la ley, sino por medio de la justicia
de la fe. El pacto del Sinaí estaba en contraste directo con
la promesa; en dicho pacto, la bendición dependía de la
obediencia del hombre, y el hombre fracasó totalmente en la
empresa de guardar el pacto. El hombre podía fracasar bajo un
pacto y así perder todo derecho sobre la base de las obras, y
efectivamente fracasó. Pero Dios no podía fracasar; por
ello, la promesa sigue en pie para todos aquellos que creen:
«Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de que la
promesa sea firme para toda su
descendencia».
Así, Abraham creyó en la promesa de Dios, porque Dios
no podía fallar. «Tampoco dudó, por incredulidad,
de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando
gloria a Dios, plenamente convencido de que era también
poderoso para hacer todo lo que había prometido; por lo cual
también su fe le fue contada por justicia.» «No se
debilitó en la fe al considerar su cuerpo.» Ahora bien,
una confianza como esta en un pacto de obras hubiera sido confianza
en sí mismo, lo que no hubiera sido fe, sino
presunción. Su fe era una confianza sin límites en Dios
solo —en la promesa de Dios. Por ello, la fe le fue contada como
justicia. Él, Abraham, fue justificado por la fe, considerado
justo ante Dios.
Estos comentarios acerca de Abraham fueron escritos para nosotros.
Porque por mucha bendición que conllevó a Abraham creer
la promesa de Dios, hay algo todavía de mayor
bendición, «también con respecto a nosotros a
quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que
levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro,
el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para
nuestra justificación». Abraham creyó la promesa
de Dios. Nosotros creemos a Dios acerca de estas dos realidades
tocantes a Jesús nuestro Señor, y se cumple la promesa.
Somos así contados como justos delante de Dios.
Pero puede que alguno pregunte: ¿Acaso no hay muchos que reposan
la salvación de sus almas en las promesas? Pero,
¿qué diríamos si una esposa descansase en la
promesa anterior de su marido como evidencia de que era su esposa?
¿No sería esto evidencia de que ella dudaba acerca de si
el matrimonio se había celebrado o si era válido, o,
por decir lo mínimo, que no lo comprendía? ¿No es
algo parecido cuando queremos descansar en la promesa? En tal caso,
debe haber alguna duda o malentendido acerca de estos dos hechos
cumplidos que tenemos ante nosotros. Es indudable que hay muchas
preciosas promesas en las que hacemos bien en descansar. ¡Pero
esto no es una promesa acerca del futuro! A nosotros se nos cuenta
como justicia el creer en Aquel que resucitó a Jesús
nuestro Señor de los muertos. Se nos cuenta; esto no es una
promesa. No: si somos creyentes, la justicia de Dios está
sobre nosotros. Somos contados como justos. Por otra parte, la
resurrección de nuestro Señor no es ahora
cuestión de promesa. Dios le ha resucitado de entre los muertos. Si no, no
habría evangelio y estaríamos todavía en
nuestros pecados (véase 1 Co. 15:14-17).
Sigamos pues con atención y observemos el cambio de lenguaje.
No tenemos ante nosotros ahora la perspectiva propiciatoria de la
muerte de Cristo, como en el capítulo 3, versículos
22-26. Allí, aquella muerte en primer término ha
glorificado a Dios. Con la sangre ante Él, se mantiene Su
justicia, establecida sobre Su trono, el propiciatorio, y así
hay misericordia hacia todos sin contravención de la justicia
de Dios. Pero aquí, en el capítulo 4, versículos
24-25, Cristo es el Sustituto de Su pueblo, lo que se corresponde con
el segundo macho cabrío de expiación. Los pecados de
Israel eran traspasados a aquel macho cabrío —puestos
sobre él y llevados fuera. Esto es lo que tenemos aquí:
Él «fue entregado por nuestros delitos, y resucitado para
nuestra justificación» (RV).
¿Fue acaso Él entregado por los pecados de todo el mundo
como Sustituto de todos para quitarlos? En tal caso hubieran sido
quitados, porque Dios ha aceptado al Sustituto. Esto último es
cosa cierta, porque Él lo resucitó de entre los
muertos. Tal postura enseñaría el error fatal de la
redención universal. De ahí la necesidad de observar
que estas palabras están claramente limitadas a los creyentes.
«A los que creemos.» Abraham creyó a Dios, y esto
le fue contado como justicia. Nosotros
creemos a Dios que Él «levantó de los muertos a
Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras
transgresiones, y resucitado para nuestra justificación».
El siguiente capítulo nos muestra también que esto debe
quedar limitado a los creyentes. «Justificados, pues, por la fe,
tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor
Jesucristo.» Por tanto, la aplicación de estas palabras a
todos conlleva la destrucción de su efecto a todos, o
enseñar lo que es falso, que todos vayan a ser salvos, en
directa contradicción a lo que realmente se dice.
Examinemos pues los hechos por su orden. Aquí nos está
hablando Dios. ¿Le creemos, que Él ha levantado a
Jesús de entre los muertos? Esto solo no sería
suficiente, porque los demonios lo saben, y muchos son los
inconversos que no lo dudan. Pero observemos el siguiente hecho:
«el cual fue entregado por nuestras transgresiones». El
término transgresiones es en realidad mejor traducido
«delitos» en la RV (o también «ofensas»);
«transgresión» es traducción de otro
término que denota explícitamente el quebrantamiento de
una ley promulgada y reconocida, como en el versículo 15. Si
se hubiera usado esta palabra en este versículo 25, no hubiera
incluido a los gentiles, que no estaban bajo la ley. El
término «delitos» (RV) u «ofensas» incluye
todos nuestros pecados, tanto bajo la ley como sin la ley.
¿Crees tú que Jesús fue entregado a las crueles
manos de los hombres, clavado en la cruz, y que allí
llevó la ira de Dios debida a tus pecados? Antes de leer otra
línea, te rogamos que respondas a esta pregunta. ¿Puedes
tú mirar y ver al Santo de Dios llevando tus pecados, tan
cierto como si no hubiera otro cuyos pecados Él llevase en
aquella cruz? ¡Qué espectáculo! ¿Es Él
tu Salvador?
Su muerte no sólo procuró el infinito pago que
exigía la infinita justicia, sino que Él fue
«resucitado para nuestra justificación». Así
ha mostrado Dios Su aceptación del rescate —la muerte de
nuestro Sustituto, pero Él nunca hubiera
podido mostrar de una manera más clara nuestra eterna
liberación que resucitando al Sustituto para nuestra
justificación. ¡Oh, qué maravilloso! Él fue
resucitado de entre los muertos, para que, creyendo a Dios,
pudiéramos con justicia ser contados como justos delante de
Dios. Nuestros pecados han sido quitados, y nunca nos serán
contados, como si nunca hubiéramos pecado. Somos justificados
—contados como justos delante de Dios nuestro Padre, por
Él. Así, tenemos algo más que una promesa: todo
es un hecho consumado. Todos nuestros pecados —porque todos ellos eran
igualmente futuros entonces— han sido llevados por Jesús,
que «fue entregado por nuestros delitos» (RV).
Dios lo resucitó para nuestra justificación. Creyendo a
Dios, somos justificados, contados como justos. Observa esto:
«Resucitado para nuestra justificación» no puede
significar que es debido a que fuimos justificados; este pensamiento
echaría la fe totalmente a un lado. Significa para el propósito de nuestra
justificación,
cuando por gracia creemos.
Capítulo 5,
versículo 1.
«Justificados, pues, por la fe,» —contados como justos
por el principio de la fe— «tenemos paz para con Dios por
medio de nuestro Señor Jesucristo.» Muchas almas se
sienten perplejas acerca de si tienen la fe correcta,
«justificados por la fe». Si separamos este
versículo del final del capítulo anterior, nos ocupamos
de la fe como una cuestión abstracta, y hacemos de la fe
aquello que de alguna manera merece la justificación, y pronto
llega a ser una cuestión de examinar nuestros sentimientos. Se
podría decir: ¿Pero acaso no es cierto que «muchos
creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía.
Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a
todos» (Jn. 2:23-24)? Sí, es cierto, pero,
¿qué es lo que creían? Indudablemente creyeron en
Él como el Mesías cuando vieron los milagros que
hacía, pero esto es algo muy distinto de lo que tenemos
aquí ante nosotros.
Bien —dirás tú—, quiero tener paz para con
Dios, pero no estoy seguro de tenerla. ¿Cómo es esto?
Tú respondes: En parte porque me pregunto a mí mismo,
¿Tengo la fe
verdadera? Pero la
realidad es que mis horribles pecados e iniquidades se levantan
delante de mí y me apremian, hasta que estoy casi listo para
la conclusión de que no tengo parte con Cristo. Mi conciencia
también me dice lo mismo.
¿Acaso no fue Jesús, el Santo, el Santísimo,
entregado por estas mismas iniquidades? ¿Crees que Dios lo ha
resucitado de entre los muertos, a Aquel que «fue entregado por
nuestros delitos»? Esto es algo muy distinto de creer al ver
milagros, por importantes que sean en su lugar. Observa que
aquí tenemos una verdadera sustitución —Cristo, el
Sustituto entregado por el creyente. No tenemos que confundir esto
con la propiciación, que fue no sólo por nosotros, sino
también por todo el mundo. Dios queda glorificado respecto al
pecado, de modo que el perdón gratuito se predica a toda
criatura —a todos los hombres.
Contemplemos una imagen o tipo en el Antiguo Testamento acerca de la
propiciación y de la sustitución. Después que la
sangre de uno de los machos cabríos había sido rociada
sobre el propiciatorio de oro delante de Dios, exponiendo la justicia
de Dios satisfecha por la sangre de Jesús ante la mirada de
Dios (esto es la propiciación), entonces viene la
sustitución: «y pondrá Aarón sus dos manos
sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará
sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas
sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así
sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al
desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho
cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de
ellos a tierra inhabitada; y dejará ir el macho cabrío
por el desierto» (Lv. 16:21).
Ahora compara esto con otra escritura que expone la
sustitución: «Mas él herido fue por nuestras
rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz
fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos
nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por
su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de
todos nosotros … habiendo él llevado el pecado de
muchos» (Is. 53:5-12).
Las Escrituras no enseñan que Él llevó los
pecados de todos, sino, como Sustituto, los pecados de muchos, y esto
en contraste con la condenación de los que le rechazan y que
deben por ello ser juzgados. Sí, observa este contraste:
«Y de la manera que está establecido para los hombres que
mueran una sola vez, y después de esto el juicio, así
también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los
pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin
relación con el pecado, para salvar a los que le esperan»
(He. 9:27-28).
Ahora bien, fe no es creer que siento o creer que creo; es creer lo
que Dios ha dicho. Pero, ¿crees que Dios lo ha resucitado como
tu Sustituto de entre los muertos? La primera cuestión
respecto a tus iniquidades es: ¿Fueron transferidas a Cristo,
fueron puestas sobre Él? No los pecados de un año, como
Israel en el día de la expiación, sino todos tus
pecados e iniquidades, incluso antes que nacieses.
¿Asumió Él toda la responsabilidad de los mismos
según las santas demandas de Dios? ¿Vino Él y fue
entregado para este mismo propósito? ¿Fue que Él
estaba llevando la ira de Dios contra tus pecados lo que le hizo
clamar: «Dios mío, Dios mío, por qué me has
desamparado»? ¡Oh, qué amor, amor más
allá de toda posible descripción o pensamiento!
¿Acaso ha fracasado Él? No. Escucha Sus palabras:
«Consumado es». Sí, aquella obra que Él vino
a cumplir ha quedado consumada. Dios ha sido glorificado. Nuestras
iniquidades fueron echadas sobre Él, transferidas a Él,
llevadas por Él; no algunos de nuestros pecados, sino todos
ellos fueron puestos sobre Él. El Señor, Jehová,
cargó en Él el pecado de todos nosotros, y quedó
todo consumado. ¡Oh, alma mía, pondéralo bien:
«Consumado es»! Él ha hecho tu paz con Dios mediante
Su propia sangre. Y ahora, ¿qué es lo que dice?:
«Paz a vosotros»: Paz a ti. ¿Respondes, acaso:
«Pero, ah, mis horribles pecados»? Él contesta:
fueron cargados en mí; paz a ti. Él muestra Sus manos y
Su costado. «Pero yo te he negado …» La respuesta es:
«Paz a ti».
Habiendo Dios juzgado nuestros pecados, todos ellos, sobre Su Hijo,
¿puede Él de nuevo, en justicia, juzgarlos sobre
nosotros? Quizá respondas tú: «No dudo ni por un
momento que Jesús murió en la cruz como mi Sustituto y
que llevó mis pecados en Su propio cuerpo en el madero, pero
no tengo la bendita certidumbre de que soy justificado y de que tengo
paz para con Dios; no experimento la dicha que debería
sentir». Pero, ¿acaso esta escritura, o ninguna otra, nos
dice que somos justificados o que tenemos paz por una experiencia?
¿Nos dice acaso que tenemos que explorar nuestros sentimientos
buscando evidencia de que estamos justificados?
Dios ha hecho una cosa segura para dar a la fe la certidumbre de
nuestra justificación, y esta cosa, que Él ha hecho con
este preciso propósito, ha sido muy pasada por alto. No
sólo Jesús fue entregado por nuestros delitos, sino que
Él fue «resucitado para nuestra
justificación». Sí, Dios lo levantó de
entre los muertos, no debido a que estábamos justificados,
sino con el preciso propósito de que, creyéndole,
fuésemos justificados. Así, si Cristo no ha resucitado,
estamos engañados y seguimos en nuestros pecados (1 Co.
15:17). Pero Él ha resucitado, y para la fe esta
cuestión queda resuelta.
Acaso dirás: ¿Pero no debo yo aceptar la expiación
de mi Sustituto? No, en este caso es Dios que nos ha mostrado que
Él ha aceptado el un sacrificio por nuestros pecados al
levantar a Jesús de entre los muertos y al darle un lugar
más allá de todos los cielos.
Y en cuanto a tus pecados, compañero creyente,
¿dónde están? Han sido transferidos a tu
Sustituto. No podrían estar sobre ti y sobre Él a la
vez. No. ¿Dónde están ahora? ¿Están
ahora sobre Cristo? No. Pero si estuviesen sobre alguien ahora,
tendrían que estar sobre Él, porque Él ha
asumido toda la responsabilidad de ellos ante Su Dios. No
están ahora sobre Él; entonces no pueden estar sobre
ti. ¡Oh, gracia maravillosa! Dios dice que de tus pecados no se
acordará ya más. Si lo hiciera, tendría que
recordarlos como contra Cristo, y esto es imposible.
Cristo está en la presencia de Dios en luz, sin nube que pueda
interponerse. Entonces, de la misma manera estás tu
justificado de todas las cosas —no con la esperanza de serlo.
¿Acaso podría nada tener más certidumbre que este
descansar en las mismas palabras de Dios? ¿Acaso no dio Dios a
Su amado Hijo para este mismo propósito, que pudiésemos
tener una paz despejada, sin nubes, con Él? ¿Por
qué deberíamos dudar de Él?
1«Contado como es la mejor
aproximación al sentido en inglés. Por lo considero
inadecuado, porque entonces se hace de la fe algo con valor positivo,
poseedora del valor de la justicia, en tanto que el sentido es que
fue considerado como justo en virtud de la fe» (Ro. 4:3 JND,
nota al pie).