El capítulo 6 nos
habló de nuestra liberación; este capítulo 7 nos
da detalles acerca de la misma. No comprenderemos este
capítulo si no vemos este orden, porque la verdad del
capítulo 6 tiene que haber recibido todo su peso antes de que
tratemos de comprender el capítulo 7. El Apóstol acaba
de decir: «Porque el pecado no se enseñoreará de
vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la
gracia». Esta es una declaración de suma importancia, y
el Apóstol procede ahora a explicar cómo hemos (esto
es, para aquellos que están bajo ella) sido liberados. Luego
describe la condición de un alma vivificada y bajo la ley
antes de la liberación. Esto lo hace de una manera muy
completa, y finalmente expone, lleno de gozo, el tema de la
liberación, llevándonos así al capítulo
8.
Versículo
1. Primero,
¿cómo fueron liberados de la ley aquellos que estaban
bajo ella? «¿Acaso ignoráis, hermanos (pues hablo
con los que conocen la ley), que la ley se enseñorea del
hombre entre tanto que éste vive?» Este hecho muestra la
importancia de la verdad ya expuesta —la identificación
con la muerte de Cristo, el considerarnos muertos con Él, y
vivos para Dios. Porque si aquellos que estuvieron una vez vivos bajo
ella lo estuvieran aún, tienen que ser responsables de cumplir
cada una de sus jotas y de sus tildes, o la ley tendrá que
maldecirlos. De modo que el cristianismo, en tal caso,
carecería totalmente de valor. El hombre seguiría
todavía bajo la maldición. La ley tiene dominio sobre
el hombre en tanto que vive. Su responsabilidad respecto de la ley
sólo termina con la muerte. La ley respecto al matrimonio
demuestra esto: sólo la muerte disuelve el vínculo de
responsabilidad. Mientras que un marido vive, la mujer no puede ser
de otro, pues en tal caso, ella sería adúltera. Esto
era evidente de por sí para los que conocían la
ley.
Del mismo modo el creyente no puede, por así decirlo, tener
dos maridos. No puede estar vivo en la carne, casado a la ley (bajo
la ley), y estar también casado con Cristo. Sin duda alguna
los hombres dicen que así ha de ser, que uno ha de tener la
ley y Cristo a la vez, pero nosotros no estamos aquí
explicando lo que los hombres dicen, sino lo que dice la Escritura.
Dios nos dice que no podemos tener a Cristo y la ley. Así como
una esposa sólo queda libre de su antiguo marido por la
muerte, así nosotros sólo podemos quedar libertados del
antiguo marido, del principio de la ley, mediante la muerte. Ahora,
en tanto que es cierto que materialmente no hemos muerto, debemos sin
embargo observar la importancia de la verdad que hemos aprendido en
el capítulo 6, de considerarnos muertos, identificados con
Cristo en la muerte. Sólo que ahora esto se ve en su
relación especial con respecto a la ley.
Versículo
4. «Así
también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a
la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro,
del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto
para Dios.» Así ellos estaban tan muertos a la ley por el
cuerpo de Cristo como si realmente hubiesen muerto. Pasan de su
dominio a otro estado enteramente nuevo. No tienen más que ver
con el marido antiguo, sino que entran a una nueva relación,
casados con un nuevo marido, a uno resucitado de entre los muertos,
Cristo.
Pero, ¿no dirán algunos grandes maestros que estar
muertos a la ley, el no tener ya más que ver con ella, ni ella
contigo, es antinomianismo? Esto, dicen ellos, llevaría a dar
fruto para pecado; sería terrible. Pero, ¿qué es
lo que dice Dios? Él dice que esto es «a fin de que
llevemos fruto para Dios». Esto está en perfecta
armonía con lo que se ha dicho hasta ahora: «Porque el
pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no
estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (6:14). Estar
bajo la ley es estar bajo maldición, porque todos quedan
culpables de manera probada (capítulo 3). Pero ahora somos uno
con el Cristo resucitado, con los pecados perdonados y el pecado
juzgado, para que podamos llevar fruto para Dios.
Versículo
5. «Porque
mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas que
eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para
muerte.» Este versículo determina el carácter de
la enseñanza que sigue. No puedes decir: Cuando
estábamos en la carne, a no ser que hayas sido liberado de tal
estado. No podrías decir: Cuando estábamos en Londres,
excepto que te hayas ido de allí. Es muy importante comprender
esto.
Con frecuencia se pregunta: ¿Es esta parte del capítulo 7
la experiencia propia de un cristiano? Desde luego que no, o no se
diría: «Mientras estábamos en la carne».
Pero, como veremos, es la experiencia por la que han pasado la
mayoría de los cristianos, por no decir que todos.
También se dice que es la experiencia de los inconversos. Pero
tampoco puede ser, porque los tales no pueden decir «Porque
según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios»
(v. 22). Se trata, evidentemente, de la experiencia de un alma
vivificada, nacida de Dios, que posee una nueva naturaleza que se
deleita en la ley de Dios según el hombre interior, pero que
sigue bajo la ley, y que no ha aprendido todavía qué es
la liberación a través de la muerte.
Se puede decir con certidumbre que la experiencia descrita en los
versículos 5-24 es la miserable experiencia de cada persona
nacida de Dios si es puesta bajo la ley. Cuando recordamos
cuántos cristianos se encuentran en esta misma
condición, no es asombroso que haya tantos sufriendo estas
miserias.
Tenemos que comprender las palabras «porque mientras
estábamos en la carne» como significando mientras
estábamos bajo el primer marido, la ley. La ley sólo
puede tener que ver con el hombre mientras éste vive. La ley
contemplaba de tal manera al hombre, y le mandaba y requería
su obediencia, que lo contemplaba como vivo en la carne. Una vez
muerto, cesan todos los mandamientos y requerimientos. No puedes
mandar a un muerto que ame a Dios ni a su prójimo, pero
estando vivo en una naturaleza que sólo puede pecar, el
mandamiento sólo puede ser ocasión de
transgresión. La ley podía exigir justicia, pero como
el hombre no era justo, venía a ser una ministración de
condenación y muerte. La posición cristiana es
ésta: considerarse uno mismo como muerto a la carne y vivo
para Dios —una vida enteramente nueva para Dios.
Toda esta cuestión quedaría enormemente simplificada si
mantuviésemos la distinción entre estas dos cosas: la
vida antigua o vieja naturaleza, llamada la carne (la base sobre la
que el hombre fue puesto a prueba bajo la ley), y la nueva vida, o
nueva naturaleza, que tiene el creyente, la misma vida eterna del
Cristo resucitado. Hemos visto cómo hemos sido liberados de la
esclavitud del pecado al morir a lo uno y estar vivos a lo otro. No
se trata de que el pecado haya quedado erradicado, sino que somos
muertos a él.
Versículo
6. Este mismo principio
de muerte y de vida en resurrección en Cristo se aplica a la
cuestión de la ley. La ley no está muerta ni abolida en
sí misma, sino que nosotros estamos muertos a ella. «Pero
ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que
estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen
nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la
letra.»
La ley producía esta experiencia verdaderamente desgraciada,
pero estamos liberados de la ley. ¿Lo puedes decir de verdad? Es
de suma importancia resolver esta cuestión antes de examinar
la miseria de la que hemos sido liberados. Por la muerte y
resurrección de Cristo no sólo quedamos plenamente
justificados de nuestros pecados, sino que hemos pasado de una
condición de pecado y muerte a una condición
enteramente nueva; sí, hemos pasado a una nueva
creación de vida y justicia. Hemos pasado de aquello que
nosotros éramos a aquello que Cristo es. Estábamos con Adán en
pecado y muerte; ahora estamos unidos, somos uno con Cristo en
resurrección, donde Él está y lo que Él
es. «Pues como él es, así somos nosotros en este
mundo» (1 Jn. 4:17). Su misma vida nos es comunicada. Ser una
nueva creación en Cristo Jesús es una cosa tan real
ahora para la fe como lo será en breve para la vista.
Esta es una plena y completa justificación de los pecados y
del pecado, y una plena y completa liberación respecto a todas
las demandas de la ley. Ha de haber esta completa liberación
para servir en novedad de vida. ¿Has pasado así de la
carne —el estado adánico— a Cristo? ¿Puedes
decir: Sí, ahora todo es Cristo? ¿Dices: La carne sigue
ahí, y es pecado? Es cierto. La ley sigue ahí. Muy
cierto. He pecado. Sí, esto también es cierto.
¿Pero por qué murió Cristo? ¿No fue tanto por
tus pecados como por tu pecado? ¿Estas pecando ahora, o
estás liberado del pecado? Veremos esto más plenamente
expuesto en el capítulo 8. Ahora sólo apremiamos este
punto: Está liberada el alma que puede comprender la terrible
experiencia descrita en lo que sigue.
El fariseo inconverso o engañado no sabe nada de esta amarga
experiencia. Sólo cuando se ha implantado la nueva naturaleza,
santa, y con ella el profundo anhelo del alma por la verdadera
santidad, descubre el alma que no hay poder en la carne para hacer
aquello que anhela. Sí, la ley del pecado y de la muerte es
como un amo de esclavos, y no hay poder para escapar. Cuanto
más tratamos de guardar la ley, que se dirige a los hombres
como vivos en la carne, tanto más profunda es la miseria de
hacer aquellas mismas cosas que aborrece la nueva y santa naturaleza.
Sí, aquello que no daría problemas a ningún
inconverso, o más bien a uno que no ha nacido de Dios, llena
al alma vivificada de un intenso sentimiento de miseria.
¿Te encuentras en este estado? Si estás vivificado y bajo
la ley, de cierto que estarás ahí en uno u otro grado.
¡Oh, cuánta de la agitación y del esfuerzo de
nuestro tiempo es para ahogar esta miseria y ayudarte a olvidarla!
Bien, no desesperes, creemos que cada uno que ha nacido de Dios pasa
por una experiencia así en mayor o menor grado, y a menudo
aquellos que pasan por lo más profundo son aquellos escogidos
para glorificar más a Dios. No dudamos de que se yerra desde
dos lados en la comprensión de este capítulo: desde el
lado de los que lo entienden como la experiencia de un pecador
inconverso, y desde el lado de los que consideran que es la
experiencia propia de un cristiano.
Versículo
7. Si fuésemos
dejados a nosotros mismos, incluso donde hay nueva vida (la
implantación de la nueva naturaleza santa), de natural nos
volveríamos a la ley y nos pondríamos bajo ella.
Así sucede siempre cuando no se conoce al Espíritu
Santo. Es destacable que en estos versículos no se hace
mención del Espíritu Santo ni una sola vez. Como hemos
dicho, son pocos los que no pasan por esta experiencia, y los que han
recibido liberación pueden mirar atrás y ver el gran
provecho que han derivado de este ejercicio del corazón.
La ley no es pecado, pero por ella aprendemos qué es el
pecado. La ley expone la raíz —el pecado— en
nosotros. «Pero yo no conocí el pecado sino por la ley;
porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No
codiciarás.» Cuando se recibió la nueva
naturaleza, se sintió la naturaleza espiritual de la ley. Un
hombre sin la nueva naturaleza diría: La concupiscencia no es
pecado, a no ser que cometas el pecado mismo en transgresión.
Pero cuando la ley toca a la conciencia, detecta la concupiscencia, y
yo digo: Esto es pecado. Sí, la concupiscencia misma es
pecado; esto es, la naturaleza es pecado.
Versículo
8. Esta naturaleza,
siendo pecado como es, toma ocasión por el mandamiento para
producir en mí toda clase de deseo hacia aquello que
está prohibido. «Porque sin la ley el pecado está
muerto.» Estaba inactivo. Prohíbe a un niño que
salga al jardín, y en el acto desea ir, y, si la voluntad
está activa, va al jardín. Ahora bien, no sólo
puede la naturaleza estar inactiva, sino que yo creo que estoy
vivo.
Versículo
9. «Y yo sin la
ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado
revivió y yo morí.» Nunca verás a nadie
antes de ser vivificado que no crea que está vivo, y que puede
obrar y vivir. Sí —dice—, yo creía estar vivo
sin la ley en un tiempo. Pregunta a un hombre natural: ¿Eres
salvo? Él te contestará: No lo sé; espero que
sí. Asisto a mi lugar de culto, y pongo lo mejor de mi parte,
y espero que al final llegaré al cielo. ¡Oh! —dice
él—, estoy vivo. No hay ni un pensamiento en su alma de
que esté perdido. Ni con una palabra confiesa él una
mínima necesidad de un Sustituto en la cruz. Si preguntas,
incluso a profesos cristianos, recibirás esta clase de
respuesta, incluso donde menos te lo esperes.
Ahora bien, en el momento en que un alma ha nacido de Dios, todo esto
cambia. ¿Por qué —pregunta él— tengo una
naturaleza que desea las mismas cosas que Dios prohíbe? Se
vuelve a la palabra de la ley de Dios, y muere a toda esperanza de
ser en la carne aquello que pensaba que era. «Y yo
morí.» Sí, ahora nos encontramos con la dura
realidad de la muerte del viejo «Yo». Anhela él la
santidad y se vuelve a los mandamientos ordenados para vida
—aquellos por los cuales el hombre que los cumpliere
vivirá (Ez. 20:11)— pero descubre que es para muerte.
Descubre que el pecado posee el dominio y que emplea el mandamiento
mismo para matarlo. No olvides que esto es «mientras
estábamos en la carne». ¡Cómo fue barrida de
nosotros la última esperanza de bondad en la carne!
Versículo
12. La ley
procedía de Dios; no era mala ni era pecado; era «santa,
y el mandamiento santo, justo y bueno». No era muerte para
mí, sino que el pecado, para mostrarse pecado, produjo en
mí la muerte. ¡Oh, qué descubrimiento, encontrar
que yo —mi naturaleza— como hijo de Adán era
sólo pecado, y que por el mandamiento este pecado podía
llegar a ser y efectivamente llegó a ser sobremanera
pecaminoso!
Versículo
14. La obra en el alma
va más a fondo aún. «Porque sabemos que la ley es
espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado.» Sí, la
ley demanda la justicia con toda razón. Pero, ¿qué
es lo que descubro en mí? Que «yo soy carnal, vendido al
pecado». ¿Sabes esto? ¿Has aprendido esto como esclavo
impotente del pecado? Esto es todo lo que la carne es —un
esclavo. Aborrezco aquello que hago. Descubro que no tengo poder para
hacer aquello que quiero, en tanto que reconozco que la ley es buena
y sólo exige de mí aquello que es bueno.
Versículo
17. «De manera que
ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en
mí.» Esto es un descubrimiento. Aprendo que hay una
naturaleza todavía en mí, el pecado, pero puedo
contemplarla como distinta de mí mismo, el nuevo
«Yo». Bien, digo yo: ¿Qué hay entonces en
aquella vieja naturaleza, en el viejo «Yo»? No hay ni una
pizca de bien en mí, esto es, en mi carne, mi vieja
naturaleza.
Versículo
18. «Y yo
sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien;
porque el querer el bien está en mí, pero no el
hacerlo.» Esto es muy humillante: descubrir que como hijo de
Adán no tengo poder alguno para hacer el bien, sino todo lo
contrario. «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que
no quiero, eso hago.» Éste es el verdadero
carácter de la vieja naturaleza, incluso cuando la nueva
naturaleza desea hacer el bien y ser santa como nacida de Dios. De
modo que no es la nueva naturaleza, el nuevo «Yo», quien
hace el mal, sino que es la vieja naturaleza la que hace aquello
mismo que condena la nueva naturaleza.
Versículo
20. «Y si hago lo
que no quiero, ya no lo hago yo [no más lo que yo soy, como
nueva creación], sino el pecado que mora en mí.»
Así hay dos principios (dos naturalezas) en el hombre nacido
de Dios. El principio de la vieja naturaleza, de la naturaleza
depravada, es designado como una ley:
Versículo
21. «Encuentro,
pues, esta ley: Que queriendo yo hacer el bien, el mal está
presente en mí» (RVR77). Este es el principio fijo de la
vieja naturaleza: «Que queriendo yo hacer el bien, el mal
está presente en mí». Sí, dirás
tú, esto es precisamente lo que he descubierto para mi gran
dolor; desde luego, esto es lo que me ha llevado casi a la
conclusión de que no puedo haber nacido de Dios en absoluto.
Los que no han nacido de Dios nunca se descubren ni la mitad de malos
que tú encuentras que es tu viejo yo. Pero, ¿no
demuestran las siguientes palabras que tú has nacido de Dios,
que tienes un nuevo «Yo», o nueva naturaleza?
«Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de
Dios.» De cierto que esto demuestra, más allá de
toda duda, que hay dos naturalezas, porque, ¿cómo
podría la vieja naturaleza, que es pecado, deleitarse en la
ley de Dios? De modo que es así: «Porque según el hombre
interior, me deleito en
la ley de Dios». Bien, me dirás tú, esto parece
una contradicción. Esto es precisamente lo que son ambas
naturalezas entre ellas; sí, la vieja naturaleza está
en contraposición directa con aquel hombre interior que se
deleita en la ley de Dios. Dice luego:
Versículo
23. «Pero veo otra
ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que
me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis
miembros.» De modo que negar las dos naturalezas en un hombre
nacido de nuevo es negar la clara enseñanza de la Palabra de
Dios. ¿Acaso no dijo Jesús: «Lo que es nacido de la
carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu,
espíritu es»? (Jn. 3:6). De modo que se trata de un
nacimiento, de una nueva naturaleza, de una nueva creación,
enteramente nuevos, lo que es del Espíritu y que es
espíritu. Lo que es nacido de la carne pecaminosa, de la
naturaleza, es, permanece lo que es —carne, o
pecado.
Aquí aprendemos que si estamos bajo la ley —esto es, que
si estamos sobre la base de la carne, bajo la ley para su mejora,
como miles lo están— descubrimos entonces, en la guerra
de las dos naturalezas, que somos llevados «cautivo[s] a la ley
del pecado que está en [nuestros] miembros». Es una
terrible realidad, pero debemos aprender en la práctica lo
absolutamente mala que es nuestra vieja naturaleza, si no creemos lo
que Dios dice acerca de la misma. Pero si esto es así, uno que
haya nacido de Dios, bajo la ley, y desconociendo la
distinción de las dos naturalezas, tiene que sentirse
sumamente desgraciado si es sincero y anhela fervientemente la
santidad y la rectitud de vida. Esto es precisamente lo que
encontramos.
Versículo
24.
«¡Miserable de mí!» Ahora ya no se trata
más de, ¿quién me ayudará a mejorar la
carne?, sino de: «¿quién me librará de este
cuerpo de muerte?» Sí, el yo, el viejo hombre, el cuerpo
de esta muerte, tienen que ser dejados a un lado. Necesitamos un
libertador, y este libertador es Cristo.
Versículo
25a. «Gracias doy
a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.» Pocas palabras,
pero, ¡ah, qué gloriosa liberación y victoria!
Después de llegar al pleno descubrimiento de mi total
impotencia y de la inmutable maldad de la vieja naturaleza, la mirada
se levanta ahora a Cristo, y el corazón se ensancha en el
pleno gozo de la gratitud. Esta liberación se expone
adicionalmente en el siguiente capítulo.
Hay un error que se comete con frecuencia aquí, contra el que
debemos guardarnos con todo cuidado. A menudo se dice, o se implica,
que lo que hemos visto respecto a la vieja naturaleza, la carne, la
ley de pecado en los miembros, es totalmente cierto de un creyente
antes de conseguir la liberación, pero que después de
esta liberación, es cambiada o erradicada —en todo caso,
sumamente mejorada, santificada de manera repentina o gradual— y
que no queda esta naturaleza mala en los santos libertados o
santificados. ¿Es cierto esto, o no? Dejemos que las palabras
que siguen inmediatamente a continuación, después de nuestra liberación y
acción de gracias, determinen esta cuestión de tanta
importancia.
Versículo
25b. «Así
que, yo mismo con la mente [o, el nuevo hombre] sirvo a la ley de
Dios, mas con la carne [la vieja naturaleza] a la ley del
pecado.» Ahora ya no estamos sobre la base de la carne, como
vivos bajo la ley, intentando mejorar la carne —ya no estamos en
la carne. Pero que esta carne permanece en el creyente queda expuesto
de la manera más explícita posible —en aquella
misma persona que con la nueva mente o naturaleza sirve a la ley de
Dios. Pero la carne y la ley del pecado siguen aún en
mí. Puede que los haya que quieran plantear dudas,
cavilaciones, e incluso que ridiculicen esta verdad, pero es la
verdad de la Escritura, y lo que cada creyente descubre como
verdadero. De modo que necesitamos preservar irreprensibles el
espíritu, el alma y el cuerpo.
Pongamos la vieja naturaleza bajo la ley, tratemos de descubrir
algún bien en ella, e inmediatamente encontraremos que nuestra
experiencia es como se ha descrito en estas páginas.
Otra reflexión, antes de dejar este tema. ¿Cómo es
que tantos cristianos están sumidos en esta experiencia?
Sencillamente porque, aunque han nacido de Dios, son, por
enseñanzas falsas o defectuosas, puestos bajo la ley, sin
haber conocido nunca el verdadero carácter de la
liberación. Pasemos pues a examinar qué es esta
liberación.