Versículo
1. «Ahora, pues,
ninguna condenación hay para los que están en Cristo
Jesús.» ¡Qué maravillosa declaración!
No se trata meramente de cuál será la
justificación del creyente cuando sea manifestado ante el
tribunal de Cristo, sino que «ahora» no hay nada para
condenar a aquellos que
están en Cristo Jesús. Si me contemplo a mí
mismo en la carne, es, «¡Miserable de mí!» Si
contemplo lo que soy en Cristo Jesús, no hay ahora
condenación alguna. Estoy muerto a lo que soy como hijo de
Adán; estoy muerto al pecado y muerto a la ley, pero estoy
vivo para Dios en Cristo Jesús. Así, estando en y
siendo para otro, para Cristo Jesús resucitado de entre los
muertos, no es sólo para llevar fruto para Dios, sino que
«Ahora, pues, ninguna condenación hay». ¿Te
aferras a esto? ¿Hay alguna posible condenación para
aquel Cristo resucitado en la gloria de Dios? Entonces, si
estás en Él, ¿cómo puede haber ninguna
condenación para ti?
Las siguientes palabras, «que no andan conforme a la carne, sino
conforme al Espíritu», están omitidas en las
mejores traducciones; pero las encontramos más adelante, como
un resultado, en el versículo 4. Aquí fueron insertadas
en algún tiempo a modo de condición, de
salvaguarda.
Querríamos detenernos un poco y apremiar este primer
versículo como el fundamento mismo de la liberación.
Ningún alma puede conocer la liberación del poder del
pecado si no conoce primero el favor sin nubes de Dios en Cristo.
¡Qué maravilloso, después de un capítulo de
amarga experiencia, después de haber llegado al final absoluto
de toda esperanza de bien en uno mismo, de la vieja naturaleza,
encontrar que como muertos con Cristo y vivos de entre los muertos en
Cristo, estamos en el favor sin nubes de Dios, sin
condenación! ¡Qué paz tan perfecta! Nada puede
perturbar, nada puede condenar. Es Dios quien pronuncia la palabra:
«Ninguna
condenación hay». Querido joven creyente, ¿es
éste el sólido fundamento sobre y en el que
estás afirmado?
Versículo
2. «Porque la ley
del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de
la ley del pecado y de la muerte.» Hemos visto la terrible ley o
poder del pecado; ¿acaso no la hemos también conocido y
sentido? Pero, ¿qué nueva ley, o poder, o principio es
éste? ¿Se trata acaso del poder de mi nueva naturaleza
como nacida de Dios? No; aunque, como tal, me deleitaba en la ley de
Dios, pero esto no me liberaba de la ley del pecado, como hemos
visto. Pero esta ley sí lo hace —la ley del
Espíritu de vida en Cristo Jesús. Se trata de Dios el
Espíritu Santo habitando en nosotros; no es la muerte ahora,
sino el Espíritu de vida.
Como hemos visto en el capítulo 5, tenemos una vida
justificada. En este capítulo encontramos que tenemos poder
—la ley del Espíritu de vida. En otros lugares aprendemos
que la vida que ahora tenemos es eterna. El Espíritu es
eterno; de modo que el poder que tenemos es eterno. Hemos visto que
la carne, o el pecado, sigue en nosotros, pero aquí tenemos
liberación de su poder. Hemos sido liberados de la
ley del pecado y de la muerte, liberados por un poder infinito y
eterno —la ley del Espíritu de vida. No se trata de que
esto me vaya a liberar, sino de que ya me ha liberado.
Tan terrible es nuestra vieja naturaleza depravada, pecaminosa, que,
aunque hayamos nacido de Dios, nos deleitamos en la ley de Dios y
anhelamos guardarla; sin embargo la ley del pecado en mis miembros me
llevaba a la cautividad. ¿No ha sido esto así? Pero ahora
somos liberados de su poder gracias a un poder mayor —la ley del
Espíritu de vida en Cristo Jesús.
Este versículo sumariza la totalidad del capítulo 6. Es
el principio de considerarnos muertos al pecado y vivos para Dios en
Jesucristo, aplicado por el poder del Espíritu. ¡Oh, por
una fe más simple en la Palabra de Dios, sí, y
también en el Espíritu Santo que habita en
nosotros!
Muchos jóvenes lectores pueden tener esta dificultad al pasar
por la experiencia de la absoluta maldad de la carne, como se
describe en el capítulo 7. Puede que digan: Veo que mis
pecados me han sido perdonados, pero he descubierto desde entonces
que la vieja naturaleza es tan totalmente mala que no he encontrado
poder para guardar la ley de Dios, por mucho que haya deseado
hacerlo. He descubierto, para mi sorpresa, una naturaleza mala, una
ley de pecado, que me ha mantenido en cautividad. La ley que anhelaba
guardar sólo podía maldecirme, porque mi misma
naturaleza —el pecado en la carne— sólo hacía
aquello que yo aborrecía y condenaba. ¿Cómo puedes
decirme, entonces, que no hay ninguna condenación? Examinaremos el
siguiente pasaje para una respuesta.
Versículos
3-4. «Porque lo
que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la
carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a
causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la
justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme
a la carne, sino conforme al Espíritu.» Aquí
tenemos lo que la ley no podía hacer, y lo que Dios ha hecho
en cambio. La ley no podía liberar de la culpa ni del poder
del pecado. Era impotente tanto para liberar como para ayudar al
hombre en la carne, porque la carne era pecado, y si actuaba bajo la
ley, sólo podía transgredir, incluso en quien estuviese
vivificado y anhelando liberación.
Consideremos ahora esta cuestión: ¿Es la
liberación un asunto de comprender la verdad o de un mero
conocimiento de la verdad? La liberación de Israel respecto de
Egipto responde a esta pregunta. Lo mismo que un alma vivificada,
ellos creyeron a la palabra de Dios por medio de Moisés y
Aarón (Éx. 3:7-10; 4:31-32), y anhelaban la
liberación (cap. 5:1-3). Ellos, por así decirlo,
pasaron por la experiencia de Romanos 7 en los hornos de ladrillos de
Egipto, y llegaron a sentirse más miserables que nunca, no
liberados en absoluto. ¿Fue entonces un aumento de conocimiento
o de comprensión de la verdad lo que sirvió para
liberarlos? ¿Acaso el conocimiento de las promesas en
Éxodo 6 los liberó? ¿O los liberó el
conocimiento adicional del favor providencial de Dios (caps. 7-11)?
En absoluto. Fueron liberados verdaderamente sobre la base de la
redención, pero ello tuvo lugar por el poder de Dios.
No había poder en la santa ley de Dios para liberar. Su
única prerrogativa era maldecir a los culpables. En Romanos
8:2 tenemos el poder que nos ha liberado de la ley del pecado y de la
muerte. En el versículo 3 tenemos la impotencia de la ley para
liberar a causa de la debilidad de la carne, y entonces cómo
Dios nos ha liberado, y la base sobre la que se lleva a cabo esta
liberación.
¿Cómo puede ser que no haya condenación ninguna
para mí, siendo que la carne es tan absolutamente vil? Esto lo
consiguió «Dios enviando a Su Hijo» para nuestra
liberación. Del mismo modo en que cuando todo había
fallado en liberarles de Egipto, fue traído el cordero y
sacrificado. El israelita, aunque todavía no liberado,
quedó totalmente a cubierto bajo la sangre. De modo que la
base de liberación es que «Dios, enviando a su Hijo en
semejanza de carne de pecado y a causa del pecado [o, un sacrificio
por el pecado], condenó al pecado en la carne». No
sólo fue entregado por nuestras ofensas y resucitado para
nuestra justificación, como ya hemos visto, sino que la muerte
expiatoria del Hijo enviado de Dios fue por el pecado —la raíz misma. Siendo que
tanto los pecados como el pecado han quedado juzgados y condenados,
no queda así nada, nada en absoluto, dejado para condenar.
Es sobre la base de la obra expiatoria del Hijo que el
Espíritu de vida en Cristo Jesús da una completa
liberación. Así como la liberación respecto de
Egipto era ser sacado fuera del lugar o condición de
esclavitud a la condición de libertad, del mismo modo el
creyente es, por el Espíritu de vida, sacado de un lugar o
condición llamado «en la carne», a otro lugar o
condición llamado «en Cristo», habiendo quedado el
pecado perfectamente juzgado en el hecho de que el santo Hijo de Dios
fue hecho pecado por nosotros. Esto fue llevado a cabo no con el fin
de que siguiésemos estando en esclavitud, sino para quedar
libres, liberados, para que se cumpliesen las justas demandas de la
ley en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al
Espíritu.
Israel estaba en esclavitud, y luego fue liberada para servir a
Jehová. Del mismo modo nosotros, después de ser
vivificados, estábamos en esclavitud a la carne, bajo la ley.
Tras haber aprendido la condición absolutamente mala de la
carne y nuestra impotencia acerca de ella, ya no intentamos
más mejorarla. Ya no estamos en ella, sino en Cristo,
liberados por el Espíritu. Ahora debemos andar conforme al
Espíritu, y el Espíritu actuará en nosotros con
poder sobre la base de la obra de Cristo.
Versículo
5. La carne es dejada
de lado por aquellos que no andan «conforme a la carne».
Asumen otra posición, y andan «conforme al
Espíritu». Hay, por así decirlo, dos partes:
«Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la
carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del
Espíritu». Lo uno es muerte; lo otro es vida.
Además, la mentalidad de la carne es enemistad contra Dios.
Porque no se somete a la ley de Dios, ya que ni siquiera puede (v.
7). De esto sigue que los que están sobre esta base de
«en la carne» no pueden agradar a Dios.
¿Has llegado tú, joven lector, a esta conclusión
—que tu vieja naturaleza, la carne, el pecado, es totalmente
incapaz de agradar a Dios? Es una raíz que sólo lleva
mal, por mucho que trates de mejorarla. Es sólo enemistad
contra Dios. No des oído a este abominable sentimiento de que
la concupiscencia no es pecado a no ser que la satisfagas cometiendo
la acción. El pecado es la misma raíz de la
concupiscencia, como vemos en el capítulo 7, versículo
8. No, la raíz misma tiene que ser juzgada, y el infinito
sacrificio fue ofrecido por el pecado. «Al que no conoció pecado,
por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos
justicia de Dios en él» (2 Co. 5:21). Es solo sobre esta
base que somos liberados de la culpa y de la condenación
debida a nuestro pecado, a la carne, y sobre esta base ya no estamos
más en la carne, sino en el Espíritu.
Aquí se plantea una cuestión profundamente interesante
e importante tanto para creyentes jóvenes como maduros.
¿Cuándo y cómo podemos llegar a la
conclusión, saber, que no estamos en la carne, sino en el
Espíritu? Consideremos esto con todo cuidado. En tanto que no
cabe duda alguna acerca del resultado final —«estando
persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena
obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo»
(Fil. 1:6)— hay sin embargo diferentes etapas de la obra de Dios
en el alma, como hemos visto tipificado en la redención de
Israel.
Versículo
9. Este
versículo responderá a nuestra pregunta.
¿Cuándo podemos llegar a la conclusión de que no
estamos en la carne, sino en el Espíritu? «Mas vosotros
no vivís según la carne, sino según el
Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en
vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de
él.» Es cosa evidente que si el Espíritu de Dios
habita en ti, puedes llegar a la conclusión cierta de que no
estás en la carne. ¿Hay, pues, una etapa concreta entre
la vivificación, o nuevo nacimiento, de un alma, y la morada
del Espíritu Santo en nosotros? Sí, bien sea larga o
breve, la Escritura expone esto en cada caso. Consideremos el caso de
Cornelio y de su compañía, así como de los
creyentes bautizados en Samaria, que no recibieron el Espíritu
Santo hasta que los apóstoles descendieron desde
Jerusalén.
Cornelio era evidentemente un alma vivificada, y toda su casa (Hch.
10:2), pero no estaba liberado, y de ahí que estaba en la
carne hasta que la palabra acudió con el poder del
Espíritu Santo y luego el Espíritu Santo mismo (Hch.
10:44). Entonces, la pregunta es ésta:
«¿Habéis recibido el Espíritu Santo?» Si
no, aunque vivificados, seguís estando en la carne, buscando
su mejora —puede que por obras legalistas. De Cornelio no se
puede decir que fuese cristiano hasta que recibió el
Espíritu Santo, y tampoco puedes tú ser considerado
cristiano, en el sentido pleno de la palabra, hasta que hayas
recibido el Espíritu. «Y si alguno no tiene el
Espíritu de Cristo, no es de él.»
Conocimos a un anciano el otro día que nos dijo que
había «estado en Egipto» treinta años.
¿Dónde estás tú, lector &emdash;en
esclavitud o libertado? ¿En la carne o en el Espíritu?
Esta no es una pregunta que pueda trivializarse.
Versículo
10. «Si Cristo
está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a
causa del pecado.» Esto no significa que el pecado haya sido
erradicado, ni que la naturaleza mala haya sido mejorada. Si fuese
verdadera la doctrina de la perfección en la carne, el cuerpo
no podría estar muerto ni podría llegar a morir, porque
la muerte entró por el pecado. Vemos el efecto del pecado, la
muerte, en el cuerpo. «Mas el espíritu vive a causa de la
justicia.» Hay muerte a causa del pecado; hay vida a causa de la
justicia &emdash;no de la nuestra, sino de la justicia de Dios,
cumplida por la muerte de Su Hijo por nosotros.
Versículo
11. «Y si el
Espíritu de aquel que levantó de [entre] los muertos a
Jesús mora en vosotros, el que levantó de [entre] los
muertos a Cristo Jesús vivificará también
vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en
vosotros.» ¿Debe el cuerpo, entonces, permanecer muerto a
causa del pecado? No. ¡Cuán completa es la victoria de
Cristo! Así, la redención de nuestros cuerpos es cosa
cierta. ¿Habita en nosotros el Espíritu de Dios? Entonces
la vivificación de nuestros cuerpos mortales es cosa
segura.
Así, no estamos en la carne, aunque la carne está en
nosotros; pero no somos deudores de ella para vivir según
ella. El fin del pecado, o de la carne, es la muerte. La carne
está siempre lista, como descubrimos para nuestro dolor, para
actuar en el cuerpo. «Mas si por el Espíritu
hacéis morir las obras de la carne [lit., del cuerpo],
viviréis.» Si nuestra vieja naturaleza no quedase
todavía lista para actuar, no necesitaríamos hacer
morir las obras del cuerpo. No es poner a muerte el cuerpo, sino las
obras del cuerpo. Lo capital que debemos observar es que es
por el
Espíritu. Esto
queda plenamente expuesto en Gálatas 5:16-25.
Versículo
14. «Porque todos
los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son
hijos de Dios.» Jesús dijo: «Y el esclavo no queda
en la casa para siempre; el hijo sí queda para siempre»
(Jn. 8:35). No estamos en esclavitud, sino en la maravillosa libertad
y privilegios del Hijo. ¿No fue éste Su primer mensaje a
María, cuando Él resucitó? «Ve a mis
hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a
vuestro Dios» (Jn. 20:17). «Mirad cuál amor nos ha
dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios» (1 Jn.
3:1).
¿Cuál es la prueba de todo esto? «Porque todos los
que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son
hijos de Dios.» También se nos dice: «Pero si sois
guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley»
(Gá. 5:18). De cierto, el Espíritu no nos puede llevar
bajo aquella administración de la ley que ha quedado abolida
(véase 2 Co. 3:7-18). Como hemos estado viendo durante todo
este tiempo, poner o llevar a un creyente bajo la ley es ponerlo bajo
la ministración de muerte y bajo maldición. El
Espíritu siempre nos llevará a contemplar la gloria del
Señor y a ser transformados según esta misma gloria. El
Espíritu da libertad, no esclavitud. ¿Cuál es tu
porción —la libertad de los hijos de Dios, o el yugo del
siervo, del esclavo? Los hijos no dejan de ser hijos para volver a
ser esclavos otra vez.
Versículo
15. «Pues no
habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar
otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu
de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!»
¿Puede un hijo dejar de ser hijo? ¿Acaso puede Cristo, el
Hijo, dejar de ser Hijo? ¿No hemos oído de Su boca que
Dios es nuestro Padre tal como es Su Padre? Esta relación no
puede cambiar jamás, nunca puede dejar de ser. ¡Ah, las
riquezas de Su gracia! Nosotros, que somos conscientes de que
sólo hemos merecido Su ira eterna, somos en cambio
introducidos en una relación inmutable —hijos de Dios, un
espíritu con el Hijo—, no de esclavitud ni temor, sino el
Espíritu de adopción. ¿Clamamos ahora, como
pecadores alejados de Dios: Ten misericordia de nosotros? No, sino,
«Abba, Padre». Observa esto: éste es el especial
testimonio del Espíritu.
Versículos
16-17. «El
Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que
somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos
de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con
él, para que juntamente con él seamos
glorificados.» Sí, las dos magnas realidades de las que
el Espíritu da testimonio son éstas: en este pasaje,
tocante a nuestra condición imperecedera de hijos y herederos;
en Hebreos 10, de que somos hechos perfectos para siempre
(continuamente) por el un sacrificio de Cristo, de manera que Dios no
recordará más nuestros pecados. Nada es negado con
más frecuencia, o al menos de nada se duda más, que de
estas dos benditas realidades.
Sí, es una realidad que si somos creyentes somos hechos
perfectos para siempre (He. 10:14). También es una realidad
que somos coherederos con Cristo. Y si coherederos de toda la gloria
venidera de Jesús, el Hijo del Hombre, no pasemos por alto
estas pocas palabras: «Si es que padecemos juntamente con
él, para que juntamente con él seamos
glorificados». Que éste era el caso se puede constatar en
toda la historia de Hechos. El mundo, especialmente su sector
religioso, aborrecía a los discípulos de Cristo como
aborrecía al Señor. Ellos sufrieron con Él.
¿Cómo es que esto no sucede ahora? Porque ahora el mundo
religioso pretende ser cristiano, y, ¡ay!, nos hundimos mucho a
su nivel. Pero en aquella proporción que seamos guiados por el
Espíritu, desde luego padeceremos el odio del mundo.
¿Conoces tú algo, querido lector, de ser guiado por el
Espíritu, o estás siendo guiado por las organizaciones
y los planes del mundo religioso? Si lo cierto es esto último,
estás contristando al Espíritu, y no puedes
experimentar el gozo de la bendita relación como hijo de Dios
y coheredero con Cristo. Es algo maravilloso tener al Consolador, el
Espíritu Santo, siempre habitando con nosotros, bien capaz de
cuidar de nosotros, y de todos nuestros intereses aquí abajo,
como hijos de Dios. ¡La maravilla de ser guiados en todo momento
por Él!
No podemos llegar a valorar suficientemente ni poner suficiente
énfasis en la obra del Espíritu, tanto si es en
nosotros, versículos 2-13, como si se trata de Su obra por nosotros, versículos 14-27. Luego, al
final del capítulo, encontraremos a Dios por nosotros, en toda
Su eterna y absoluta soberanía —el bendito y definitivo
propósito de Dios, que nosotros seamos también
glorificados juntamente con Cristo. Sí, recordemos que este es
el propósito que Dios tiene a la vista, en todos nuestros
padecimientos y aflicciones. Pero que cada lector sepa que si no
tiene el Espíritu de Cristo, si no está sufriendo con
Cristo, es muy dudoso que sea coheredero de Cristo, guiado por el
Espíritu.
Si rehusas ser guiado por el Espíritu, puede que coseches honores y aplauso del
mundo religioso. Si eres guiado por el Espíritu, serás
ciertamente menospreciado, como Cristo lo fue, y será tu feliz
privilegio padecer con Él. Pero, ¡ah, la gloria
que pronto se revelará en nosotros! ¡Qué
contraste: ser guiados por el Espíritu, o ser guiados por las
modas de este mundo! ¡Cuántos hay que sacrificarán
la eternidad por las modas de este pobre y engañado mundo, y
en ello pretenderán ser cristianos, sí, se creen que lo
son! Si éste fuese el estado de cualquier lector de estas
líneas, quiera Dios emplear estas palabras para despertarlo de
este engañoso sueño. De cierto, todos necesitamos estas
escrutadoras palabras: «Si es que padecemos juntamente con
él, para que juntamente con él seamos
glorificados».
Versículos
18-19. «Pues tengo
por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables
con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. Porque el
anhelo ardiente de la creación es el aguardar la
manifestación de los hijos de Dios.» ¿Quién
ha podido considerar mejor esta cuestión que Pablo? En cada
ciudad le esperaban cadenas y cárceles —una vida de
constante padecimiento con Aquel a quien tanto amaba y servía;
sin embargo, dice: «Pues tengo por cierto que las aflicciones
del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en
nosotros ha de manifestarse». En verdad, «el anhelo
ardiente de la creación es el aguardar la manifestación
de los hijos de Dios». ¡Qué solución para la
complicada paradoja de toda la creación! Cesarán los
gemidos de los campos de batalla; se desvanecerá la miseria,
pobreza y degradación de la multitud; llegarán a su fin
los sufrimientos de la creación.
Versículo
21.
«También la creación misma será liberada de
la servidumbre de la corrupción, a la gloriosa libertad de los
hijos de Dios» (RVR77). ¡Qué día será
éste! Sí, la creación participará de la
gloriosa libertad. Él gustó la muerte para redimir la
creación entera. Este es un grato pensamiento. Si la desgracia
y la muerte han reinado tanto tiempo, y si el pecado del hombre
afectó de tal manera a la creación, también el
resultado de la gloriosa libertad de los hijos de Dios será la
emancipación de la creación.
Versículos
22-23. «Porque
sabemos que toda la creación gime a una, y a una está
con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella, sino que
también nosotros mismos, que tenemos las primicias del
Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros
mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro
cuerpo.» Observemos esto: no es la salvación de nuestras
almas lo que esperamos y aguardamos, sino la redención
del cuerpo. Puede que sea del sepulcro, o puede que seamos
transformados en un momento. Esto tendrá lugar en la venida
del Señor.
Por lo que respecta al cuerpo, incluso nosotros no tenemos alivio del gemir y del
padecer, hasta la venida del Señor. No vemos esto aún,
y por ello aguardamos con esperanza. Es un error fatal suponer que
todo esto significa que no sabemos que tenemos la salvación;
bien al contrario, sabemos que tenemos vida eterna: «El que
cree en el Hijo tiene vida eterna» (Jn. 3:36; cp. 5:24;
6:47). No hay por qué aguardar esto con esperanza. Pero
podemos esperar con paciencia la redención del cuerpo.
Versículos
26-27. «Y de igual
manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues
qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el
Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles.
Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la
intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad
de Dios intercede por los santos.» Esto es de gran
bendición para nosotros. Él sabe todo lo que
atañe no sólo a nosotros, sino a los planes y
propósitos de Dios. Puede que transcurran pocos días o
muchos años hasta la redención del cuerpo. Él
desde luego sabe lo apropiado para nosotros en tales circunstancias.
Dios, que oye, conoce cuál es la intención del
Espíritu. Si no oramos en el Espíritu, de cierto
pediremos cosas bien inconsecuentes con la dispensación o
período en el que vivimos.
Ahora pasamos a la tercera y última sección de nuestro
capítulo.
Versículo
28. Puede que no seamos
siempre capaces de comprender, pero podemos decir: «Y sabemos
que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto
es, a los que conforme a su propósito son llamados».
Sabemos esto porque Dios es totalmente por nosotros. Esto se expone
al final del capítulo para «los que conforme a su
propósito son llamados».
Dios no nos ha llamado debido a nada bueno que hubiera en nosotros.
Observemos con todo cuidado cuál era Su propósito,
porque Su llamamiento es resultado de Su propósito. Este es Su
propósito: «Porque a los que antes conoció,
también los predestinó para que fuesen hechos conformes
a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito
entre muchos hermanos». El conoció anticipadamente a
aquellos que Él iba a llamar, y los predestinó, y los
llamó a este glorioso destino, que fuesen semejantes, esto es,
hechos conformes a la imagen de Su Hijo. ¡Qué
propósito, que Su Hijo fuese el primogénito entre
muchos hermanos! ¡Qué gran privilegio, ser llamados a
compartir este puesto de gloria!
Versículo
30. No alteremos ni una
sola palabra para ajustarnos a los pensamientos o razonamientos del
hombre. «Y a los que predestinó, a éstos
también llamó; y a los que llamó, a éstos
también justificó; y a los que justificó, a
éstos también glorificó.» Aquí todo
procede de Dios, que no puede fallar. Y el orden es como sigue:
predestinados, llamados, justificados, glorificados. De eternidad a
eternidad, ¡qué cadena de oro! ¡Qué
sólido consuelo para los hijos de Dios en sus duras
tentaciones! ¿Nos ha llamado, Él? Entonces esto demuestra
que Él nos ha predestinado, y que nos ha justificado, y que no
dejará de llevarnos a la gloria. La fe descansará de
cierto en Él. La incredulidad permitiría bien dispuesta
que Satanás destruyera esta verdad fundamental mediante
cavilaciones.
Y ahora, «¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por
nosotros, ¿quién contra nosotros?» Sí, si
Dios es por nosotros hasta tal punto, ¿quién es y
qué es que pueda estar contra nosotros? Contemplemos
cómo Dios condesciende a razonar con nosotros.
Versículo
32. «El que no
escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por
todos nosotros, ¿cómo no nos dará también
con él todas las cosas?» ¡Qué pregunta!
Así se manifiesta que todas las cosas tienen que ayudar a bien
para nosotros, por cuanto Dios no escatimó a Su propio Hijo.
¡Qué infinito y eterno amor, entregarlo por todos
nosotros! Podemos esperar todas las cosas según la inmensidad
y carácter de este amor.
Versículo
33. Por cuanto es Dios
en Su justicia quien justifica, como hemos visto en esta
epístola, «Dios es el que justifica», en tal caso,
«¿quién acusará a los escogidos de
Dios?» ¿Quién es el que condenará? Si Dios es
nuestro justificador, ¿puede ninguna criatura condenarnos? Fue
Dios quien mostró Su aceptación de nuestro rescate al
resucitar a Jesús de entre los muertos para nuestra
justificación. Dios lo entregó por todos nosotros, y lo
resucitó de entre los muertos para justificación de
todos nosotros, y Él es la inmutable justicia de todos los
escogidos de Dios. «¿Quién es el que
condenará?» Dios no puede condenarnos sin condenar a
Aquel que fue resucitado de entre los muertos para ser nuestra
justicia. Nuestra justificación no podría ser
más perfecta, porque procede de Dios. Nuestra
justificación, así, es completa y está asegurada
para toda la eternidad.
Queda sólo otra cuestión. ¿Puede ninguna posible
circunstancia alterar el amor de Cristo o el amor de Dios en Cristo
para con nosotros? Ésta es una grave cuestión, porque
muchos dudan del amor de Cristo a no ser que ellos sigan de alguna
manera mereciéndolo. ¿No es un grave error suponer que
jamás merecimos o que jamás podremos merecer este amor?
Pero, ¿acaso el Espíritu de Dios pone ante nosotros
nuestros merecimientos?
Versículos
34-39. ¡Qué
hermoso y sencillo! Él pone a Cristo ante nosotros. Sigamos
este pasaje frase por frase: «Cristo es el que
murió». ¿Murió Él por nosotros porque
merecíamos Su amor? ¿Ha habido jamás un amor como
el Suyo, este amor por nosotros cuando estábamos muertos en
delitos y en pecados? «Más aun, el que también
resucitó». Contémplalo resucitado de entre los
muertos como el comienzo de la nueva creación, con este
propósito expreso —para nuestra
justificación—, y todo ello cuando nosotros
merecíamos ira eterna. «El que además está
a la diestra de Dios.» Aquel que llevó nuestros pecados,
y fue hecho pecado por nosotros, nuestro Representante, está a
la diestra de Dios, como habiendo entrado en posesión de este
puesto por nosotros.
Ahora bien, el enemigo que engañó a Eva desearía
introducirse ahora y decir: Todo esto está muy bien si nunca
pecas después de tu conversión, pero si un cristiano
peca, entonces este pecado seguramente que lo separará del
amor de Cristo. Querido joven creyente, asegúrate de no dejar
bajar tu escudo cuando el diablo te lanza este dardo.
¡Qué preciosa respuesta!: «El que también
intercede por nosotros». Sí, Él está ahora
«viviendo siempre para interceder por ellos» (He. 7:25).
¡De cuántos pecados nos preserva esta intercesión!
Pero, yendo a esta cuestión, si un hijo de Dios, al
descuidarse, peca, ¿seguirá Él intercediendo en Su
infinito e inmutable amor, defendiendo la causa del que así ha
faltado? «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que
no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para
con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la
propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los
nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Jn.
2:1-2). Sí, incluso entonces, en amor inmutable, es el mismo
Jesús, «el que también intercede por
nosotros». Así, todo es de Dios, y no puede fallar.
Leamos ahora toda la lista en estos versículos, y quedemos
persuadidos, con el Apóstol, de que nada «nos
podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús
Señor nuestro». No hay condenación para aquellos
que Dios justifica (aquellos que Él cuenta como justos). No
hay separación del infinito y eterno amor de Dios para con
nosotros en Cristo Jesús Señor nuestro.