Se observará que hay
ahora un cambio en la epístola. Los tres siguientes
capítulos constituyen un paréntesis. La justicia de
Dios ha quedado ahora plenamente revelada y explicada en Sus tratos
tanto con los judíos como con los gentiles, llevándolos
a Sí mismo. Ambos eran igualmente culpables y ahora son los
dos por igual justificados, de modo que no hay condenación ni
separación del amor de Dios en Cristo Jesús
Señor nuestro. Pero, en tal caso, ¿qué hay de
todas las promesas especiales dadas a Israel en los profetas? Este es
el tema que se examina en estos tres capítulos.
¿Acaso el Apóstol, que había expuesto con tanta
claridad esta verdad de que no hay diferencia ahora en los tratos de Dios hacia unos y
otros, había dejado de amar la nación de Israel? No, su
amor hacia ellos era tan intenso que, al igual que Moisés en
la antigüedad, había, por así decirlo, quedado
fuera de sí. Dice Él: «tengo gran tristeza y
continuo dolor en mi corazón. Porque deseara yo mismo ser
anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis
parientes según la carne». En algunos casos, aquel
intenso amor lo llevó más allá de la
conducción del Espíritu Santo (Hch. 20:22; 21:4). El
Señor tuvo paciencia con Su devoto siervo, y lo condujo todo
para bien —al menos para nuestro bien—, aunque Pablo
sufrió encarcelamiento y muerte. ¡Cuánto
debió añadir al dolor de su corazón el ser
aborrecido y perseguido en cada ciudad por aquellos a quien él
amaba tan profundamente! ¡Cuán semejante a su
Señor, a quien tan devotamente sirvió!
Versículo
4. Reconoce él
todos los privilegios nacionales de que gozaban: «Que son
israelitas, de los cuales son la adopción, la gloria, el
pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas; de
quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne,
vino Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los
siglos. Amén». ¡Qué privilegios! Ellos eran
la nación adoptada con la que Dios había habitado en el
tabernáculo. El Dios eterno se había encarnado, tomando
carne de aquella nación. Todo esto se admite abiertamente.
Aquel que es sobre todas las cosas, Dios bendito para siempre, en
cuanto a la carne, el cuerpo, nació de María, del
linaje regio de aquella nación.
Pero ahora se expone otro principio. Es incuestionable que Dios
había establecido una diferencia incluso en el linaje de
Abraham. No todos en el linaje de Abraham fueron escogidos, adoptados
como hijos de la promesa, «sino: En Isaac te será llamada
descendencia». «Los que son hijos según la promesa
son contados como descendientes.» De Abraham surgió una
multitud, pero Ismael fue rechazado, y sólo en Isaac se
encontró el linaje escogido.
Hubo el mismo propósito de Dios en la elección de
Jacob. Le fue dicho a Rebeca: «El mayor servirá al
menor». También Malaquías escribió, cientos
de años después: «A Jacob amé, mas a
Esaú aborrecí». Esta cuestión del favor
libre y soberano de Dios es de gran importancia para la
explicación de Pablo, y nadie que creyese las Escrituras
podría dudar de ello, en los casos a que se hace aquí
referencia, como Dios había dicho a Moisés:
«Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me
compadeceré del que yo me compadezca». Así, es
cosa bien cierta que Dios tenía un derecho soberano a mostrar
misericordia a los gentiles, aquello mismo que tanto ofendía a
los judíos. Es notable observar que aquellos que dicen que son
judíos en la actualidad, o que adoptan el terreno
judío, siempre discuten la gracia soberana de Dios.
Versículo
16. Muchos eruditos
niegan la soberanía divina, pero Dios es más sabio que
los hombres. No debemos olvidar que la cruz demuestra que el hombre
es enemigo de Dios. No tiene deseo alguno, de natural, hacia Dios.
«Así que no depende del que quiere, ni del que corre,
sino de Dios que tiene misericordia.» Esto es muy humillante,
pero es desde luego verdad.
Versículo
17. Faraón es
dado como ejemplo de la maldad del hombre y del justo juicio de Dios
sobre él. ¡Cuánto tiempo Dios soportó con
paciencia su osada incredulidad y rebelión, hasta que, en el
justo gobierno de Dios, fue abandonado, endurecido, a su propia
destrucción! Que cada rebelde contra Dios quede advertido, no
sea que la condenación de Faraón llegue a ser la suya.
Faraón era un blasfemo. Él había dicho:
«¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz y
deje ir a Israel? Yo no conozco a Jehová, ni tampoco
dejaré ir a Israel» (Éx. 5:2).
Que el escarnecedor de nuestro tiempo quede advertido, no sea que su
corazón quede endurecido contra el Señor, y se
precipite a su destrucción eterna. «De manera que de
quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer,
endurece.» Puede que los hombres respondan: «¿Por
qué, pues, inculpa? porque ¿quién ha resistido a
su voluntad?» ¿No resistió Faraón a Dios?
¿No has resistido tú y has rechazado a Dios?
«¿Quién eres tú, para que alterques con
Dios?»
¿Acaso tiene la mera criatura, la cosa formada, derecho a
cuestionar: «¿Por qué me has hecho así?»
No, la pregunta es: ¿Me ha hecho Dios así? No, en
absoluto. ¿Es Él el Autor de la rebelión y del
pecado del hombre? Fíjate, no se trata de una
declaración, sino de una pregunta: «¿O no tiene
potestad el alfarero sobre el barro?» ¿No es Dios soberano?
No dice que Él haya hecho algunos para deshonra. Se revela Su
ira contra toda impiedad, pero, ¿cuánto tiempo ha
soportado con mucha paciencia los vasos de ira preparados para
destrucción? ¿No se preparó Faraón a
sí mismo para destrucción? Y así es con cada
pecador.
Es, sin embargo, muy felizmente cierto que Él prepara de
antemano a los vasos de misericordia para gloria. Por lo que a esto
respecta, todo es un favor soberano, según las riquezas de Su
gloria. «Y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las
mostró para con los vasos de misericordia que él
preparó de antemano para gloria.» El hombre se prepara a
sí mismo para destrucción, como lo estaban haciendo los
judíos. En cambio, Dios prepara los vasos de misericordia para
gloria.
Versículo
24. «A nosotros,
no sólo de los judíos, sino también de los
gentiles», citando luego a Oseas como prueba de ello:
«Llamaré pueblo mío al que no era mi pueblo, Y a
la no amada, amada». Así demuestra mediante el propio
profeta de ellos que se mostraría misericordia a los
gentiles.
Luego cita de Isaías y muestra que es sólo un remanente
de Israel el que será salvo. Sí: «si el
Señor de los ejércitos no nos hubiera dejado
descendencia, como Sodoma habríamos venido a ser, y a Gomorra
seríamos semejantes». Es cosa bien cierta que su rechazo
de Jesús, a quien Dios había hecho Señor y
Cristo, demostraba que su culpa no podía ser mayor. Pero la
perversidad humana fue más allá incluso que el
rechazamiento. Ellos dieron muerte al Justo y al Santo de Dios, e incluso
en ello se aferraban a la ley de justicia.
Versículo
30.
«¿Qué, pues, diremos? Que los gentiles, que no iban
tras la justicia, han alcanzado la justicia, es decir, la justicia
que es por fe; mas Israel, que iba tras una ley de justicia, no la
alcanzó.» Los judíos buscaban justicia mediante el
cumplimiento de la ley, pero nunca la alcanzaron. ¿No es
así hasta el día de hoy? Todos aquellos que toman
terreno judaico y buscan ser justos cumpliendo la ley —no
importa cuál ley—, nunca lo alcanzan. Nunca pueden estar
seguros de que son suficientemente justos para que Dios los
justifique, y por ello nunca alcanzan la paz para con Dios. Cuanta
más religión tiene un inconverso, tanto más
difícil es que le llegue el evangelio. ¿Por qué no
llegaron ellos a la justicia ni a la justificación?
«¿Por qué? Porque iban tras ella no por fe, sino
como por obras de la ley, pues tropezaron en la piedra de
tropiezo.»
¿Cómo llegaron los gentiles a la justicia y a la paz con
Dios? Oyeron las buenas nuevas de misericordia para ellos, mediante
la sangre del Redentor; creyeron a Dios; fueron justificados;
tuvieron, al creer a Dios, paz para con Dios. ¿Y no es
así también ahora? El evangelio es oído por una
persona criada bajo la ley, y que espera que algún día
la habrá cumplido de modo que llegue a ser justa, y luego
espera que en otro mundo, después del día del juicio,
tendrá vida eterna y paz para con Dios. Muchas veces embargada
de tenebrosas dudas —incluso de presagios de ira eterna—
prueba soluciones humanas como un sacerdocio en el que descarga, si
es sincera, las tinieblas de su alma, el peso de sus pecados y el
temor al futuro. ¿Alcanza esta persona una justicia que le hace
apta para la presencia de Dios? Nunca. ¿Servirá
algún otro mecanismo religioso dar esta paz para con Dios? No,
ninguno.
¡Qué diferencia cuando un pobre y culpable pecador,
ignorante y abrumado con su culpa, oye el evangelio y lo cree como
los gentiles de la antigüedad! Ellos no tenían la ley y
no buscaban justicia por las obras de la ley. Oyeron la dulce
historia del amor de Dios por los pecadores como ellos. Oyeron
cómo Dios se había apiadado de ellos —sí,
cómo había entregado a Su Hijo amado para que muriese
por ellos. Él había muerto, el Justo por los injustos,
y Dios lo había resucitado de entre los muertos. Oyeron las
gratas nuevas de perdón de los pecados por medio de Él.
Oyeron, creyeron y fueron justificados de todas las cosas. Tuvieron
paz para con Dios.
¿Has oído, has creído esto? ¿Estás
así justificado? Y si es así, ¿no tienes paz para
con Dios? Nuestro siguiente capítulo expondrá esto de
manera más plena.