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C. Stanley

Romanos

CAPÍTULO 9



Se observará que hay ahora un cambio en la epístola. Los tres siguientes capítulos constituyen un paréntesis. La justicia de Dios ha quedado ahora plenamente revelada y explicada en Sus tratos tanto con los judíos como con los gentiles, llevándolos a Sí mismo. Ambos eran igualmente culpables y ahora son los dos por igual justificados, de modo que no hay condenación ni separación del amor de Dios en Cristo Jesús Señor nuestro. Pero, en tal caso, ¿qué hay de todas las promesas especiales dadas a Israel en los profetas? Este es el tema que se examina en estos tres capítulos.

¿Acaso el Apóstol, que había expuesto con tanta claridad esta verdad de que no hay diferencia ahora en los tratos de Dios hacia unos y otros, había dejado de amar la nación de Israel? No, su amor hacia ellos era tan intenso que, al igual que Moisés en la antigüedad, había, por así decirlo, quedado fuera de sí. Dice Él: «tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la carne». En algunos casos, aquel intenso amor lo llevó más allá de la conducción del Espíritu Santo (Hch. 20:22; 21:4). El Señor tuvo paciencia con Su devoto siervo, y lo condujo todo para bien —al menos para nuestro bien—, aunque Pablo sufrió encarcelamiento y muerte. ¡Cuánto debió añadir al dolor de su corazón el ser aborrecido y perseguido en cada ciudad por aquellos a quien él amaba tan profundamente! ¡Cuán semejante a su Señor, a quien tan devotamente sirvió!

Versículo 4. Reconoce él todos los privilegios nacionales de que gozaban: «Que son israelitas, de los cuales son la adopción, la gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas; de quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén». ¡Qué privilegios! Ellos eran la nación adoptada con la que Dios había habitado en el tabernáculo. El Dios eterno se había encarnado, tomando carne de aquella nación. Todo esto se admite abiertamente. Aquel que es sobre todas las cosas, Dios bendito para siempre, en cuanto a la carne, el cuerpo, nació de María, del linaje regio de aquella nación.

Pero ahora se expone otro principio. Es incuestionable que Dios había establecido una diferencia incluso en el linaje de Abraham. No todos en el linaje de Abraham fueron escogidos, adoptados como hijos de la promesa, «sino: En Isaac te será llamada descendencia». «Los que son hijos según la promesa son contados como descendientes.» De Abraham surgió una multitud, pero Ismael fue rechazado, y sólo en Isaac se encontró el linaje escogido.

Hubo el mismo propósito de Dios en la elección de Jacob. Le fue dicho a Rebeca: «El mayor servirá al menor». También Malaquías escribió, cientos de años después: «A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí». Esta cuestión del favor libre y soberano de Dios es de gran importancia para la explicación de Pablo, y nadie que creyese las Escrituras podría dudar de ello, en los casos a que se hace aquí referencia, como Dios había dicho a Moisés: «Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca». Así, es cosa bien cierta que Dios tenía un derecho soberano a mostrar misericordia a los gentiles, aquello mismo que tanto ofendía a los judíos. Es notable observar que aquellos que dicen que son judíos en la actualidad, o que adoptan el terreno judío, siempre discuten la gracia soberana de Dios.

Versículo 16. Muchos eruditos niegan la soberanía divina, pero Dios es más sabio que los hombres. No debemos olvidar que la cruz demuestra que el hombre es enemigo de Dios. No tiene deseo alguno, de natural, hacia Dios. «Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia.» Esto es muy humillante, pero es desde luego verdad.

Versículo 17. Faraón es dado como ejemplo de la maldad del hombre y del justo juicio de Dios sobre él. ¡Cuánto tiempo Dios soportó con paciencia su osada incredulidad y rebelión, hasta que, en el justo gobierno de Dios, fue abandonado, endurecido, a su propia destrucción! Que cada rebelde contra Dios quede advertido, no sea que la condenación de Faraón llegue a ser la suya. Faraón era un blasfemo. Él había dicho: «¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel» (Éx. 5:2).

Que el escarnecedor de nuestro tiempo quede advertido, no sea que su corazón quede endurecido contra el Señor, y se precipite a su destrucción eterna. «De manera que de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece.» Puede que los hombres respondan: «¿Por qué, pues, inculpa? porque ¿quién ha resistido a su voluntad?» ¿No resistió Faraón a Dios? ¿No has resistido tú y has rechazado a Dios? «¿Quién eres tú, para que alterques con Dios?»

¿Acaso tiene la mera criatura, la cosa formada, derecho a cuestionar: «¿Por qué me has hecho así?» No, la pregunta es: ¿Me ha hecho Dios así? No, en absoluto. ¿Es Él el Autor de la rebelión y del pecado del hombre? Fíjate, no se trata de una declaración, sino de una pregunta: «¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro?» ¿No es Dios soberano? No dice que Él haya hecho algunos para deshonra. Se revela Su ira contra toda impiedad, pero, ¿cuánto tiempo ha soportado con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción? ¿No se preparó Faraón a sí mismo para destrucción? Y así es con cada pecador.

Es, sin embargo, muy felizmente cierto que Él prepara de antemano a los vasos de misericordia para gloria. Por lo que a esto respecta, todo es un favor soberano, según las riquezas de Su gloria. «Y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria.» El hombre se prepara a sí mismo para destrucción, como lo estaban haciendo los judíos. En cambio, Dios prepara los vasos de misericordia para gloria.

Versículo 24. «A nosotros, no sólo de los judíos, sino también de los gentiles», citando luego a Oseas como prueba de ello: «Llamaré pueblo mío al que no era mi pueblo, Y a la no amada, amada». Así demuestra mediante el propio profeta de ellos que se mostraría misericordia a los gentiles.

Luego cita de Isaías y muestra que es sólo un remanente de Israel el que será salvo. Sí: «si el Señor de los ejércitos no nos hubiera dejado descendencia, como Sodoma habríamos venido a ser, y a Gomorra seríamos semejantes». Es cosa bien cierta que su rechazo de Jesús, a quien Dios había hecho Señor y Cristo, demostraba que su culpa no podía ser mayor. Pero la perversidad humana fue más allá incluso que el rechazamiento. Ellos dieron muerte al Justo y al Santo de Dios, e incluso en ello se aferraban a la ley de justicia.

Versículo 30. «¿Qué, pues, diremos? Que los gentiles, que no iban tras la justicia, han alcanzado la justicia, es decir, la justicia que es por fe; mas Israel, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó.» Los judíos buscaban justicia mediante el cumplimiento de la ley, pero nunca la alcanzaron. ¿No es así hasta el día de hoy? Todos aquellos que toman terreno judaico y buscan ser justos cumpliendo la ley —no importa cuál ley—, nunca lo alcanzan. Nunca pueden estar seguros de que son suficientemente justos para que Dios los justifique, y por ello nunca alcanzan la paz para con Dios. Cuanta más religión tiene un inconverso, tanto más difícil es que le llegue el evangelio. ¿Por qué no llegaron ellos a la justicia ni a la justificación? «¿Por qué? Porque iban tras ella no por fe, sino como por obras de la ley, pues tropezaron en la piedra de tropiezo.»

¿Cómo llegaron los gentiles a la justicia y a la paz con Dios? Oyeron las buenas nuevas de misericordia para ellos, mediante la sangre del Redentor; creyeron a Dios; fueron justificados; tuvieron, al creer a Dios, paz para con Dios. ¿Y no es así también ahora? El evangelio es oído por una persona criada bajo la ley, y que espera que algún día la habrá cumplido de modo que llegue a ser justa, y luego espera que en otro mundo, después del día del juicio, tendrá vida eterna y paz para con Dios. Muchas veces embargada de tenebrosas dudas —incluso de presagios de ira eterna— prueba soluciones humanas como un sacerdocio en el que descarga, si es sincera, las tinieblas de su alma, el peso de sus pecados y el temor al futuro. ¿Alcanza esta persona una justicia que le hace apta para la presencia de Dios? Nunca. ¿Servirá algún otro mecanismo religioso dar esta paz para con Dios? No, ninguno.

¡Qué diferencia cuando un pobre y culpable pecador, ignorante y abrumado con su culpa, oye el evangelio y lo cree como los gentiles de la antigüedad! Ellos no tenían la ley y no buscaban justicia por las obras de la ley. Oyeron la dulce historia del amor de Dios por los pecadores como ellos. Oyeron cómo Dios se había apiadado de ellos —sí, cómo había entregado a Su Hijo amado para que muriese por ellos. Él había muerto, el Justo por los injustos, y Dios lo había resucitado de entre los muertos. Oyeron las gratas nuevas de perdón de los pecados por medio de Él. Oyeron, creyeron y fueron justificados de todas las cosas. Tuvieron paz para con Dios.

¿Has oído, has creído esto? ¿Estás así justificado? Y si es así, ¿no tienes paz para con Dios? Nuestro siguiente capítulo expondrá esto de manera más plena.


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Traducción: Santiago Escuain - © Copyright 2002.
© Copyright SEDIN 2006 para esta presentación electrónica, www.sedin.org. Este texto se puede reproducir libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.

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