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C. Stanley

Romanos

CAPÍTULO 10



Aquí el Apóstol se detiene un poco. Ello se debe a la presión del amor de su corazón. «Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación.» Ellos tenían celo por Dios, pero no según conocimiento. El Apóstol había sentido una enorme angustia por los perturbadores que trataron de pervertir a los gálatas. Incluso había deseado que se mutilasen. Pero, ¡cómo se dolía por la masa de judíos engañados! ¿Nos sentimos nosotros dolidos por las multitudes que nos rodean? ¿Podemos decir que el deseo de nuestro corazón y nuestra oración a Dios por ellos es para salvación?

Versículo 3. «Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios.» Recordarás que la justicia de Dios se revela en el evangelio (ver cap. 1:17; 3:21-25). Así, los judíos que rechazaban el evangelio permanecían necesariamente ignorantes de aquella justicia. Y así es hasta el día de hoy, que todos los que rehúsan la revelación de que Dios es justo y sin embargo el Justificador del impío tienen que, si desean en absoluto salvarse, intentar establecer su propia justicia, y así rehusan someterse al hecho de que Dios es justo al justificar gratuitamente por medio de la redención que es en Cristo Jesús.

El encuentro del padre con el hijo pródigo en Lucas 15 ilustra este tema. El pródigo, como el pobre gentil, había vuelto en sí. Toda la parábola es sumamente destacable: el pastor había venido a buscar la oveja perdida, y, como sabemos, murió por ella. El Espíritu Santo ha sido enviado del cielo y busca lo que se ha perdido. Ahora el padre tiene su pleno gozo en recibir al hijo perdido. Él, el padre, acudió a su encuentro.

En el hijo pródigo ha actuado un profundo ejercicio de conciencia. El sentimiento de que en la casa de su padre había abundancia y su buena disposición a confesar su pecado son la marca de la obra del Espíritu en él. Pero por ahora ignoraba el excelente vestido que le esperaba. Esperaba ser un siervo, como sucede con cada corazón humano, pero desconocía totalmente lo que le aguardaba. Tenía sus harapos, su culpa, su vergüenza. Todo esto lo reconoció ante su padre. ¿Tenía él acaso un vestido digno para presentarse a su padre? No tenía nada más que unos míseros harapos. ¿Acaso le dijo el padre que tenía que hacerse un vestido, un atavío que le hiciera digno de estar en su casa? No. El padre tenía un vestido para él.

¡Ah, contempla el padre! «Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó» (Lc. 15:20). Así es como Dios sale al encuentro del pecador arrepentido en sus harapos, sin vestido. El padre dijo: «Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies» (v. 22). Así se llena de gozo el corazón de Dios al recibir al pecador perdido.

¿Y qué sucede con el hermano mayor? Que prefiere labrarse una justicia propia. ¡Qué contraste! El pródigo no tenía vestido para presentarse ante el padre. No tenía nada sino harapos y pecado. El Padre tenía el mejor vestido, la justicia de Dios, para el pródigo. Sí, y el anillo para su mano, amor eterno, y la provisión para el andar, calzado para sus pies. Todas las cosas eran nuevas, y eran de Dios.

Israel, como el hermano mayor, no quería aceptar esta compasión y justicia de Dios. Lo cierto es que la ignoraban. «Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios.» Habían seguido la ley de justicia; habían tratado de guardar la ley para ser justos. Habían intentado confeccionar un vestido para presentarse ante Dios, pero ignoraban el mejor vestido que Dios tenía para darles.

¿Sucede esto contigo? ¿Estás intentando por tus obras trabajar una justicia que presentar ante Dios? ¿Dices tú: Acaso no debo tratar de guardar la ley para ser bueno y apto para la presencia de Dios? ¿No ves tu error? ¿No estás intentando traer el vestido a Dios? ¿Cuál es, entonces, el vestido mejor?

Versículo 4. «Porque Cristo es el fin de la ley, para justicia a todo aquel que cree» (RVR77). Sí, Cristo es el mejor vestido —el fin de todas las demandas, y de todos los tipos sacrificiales de la ley. Dios lo ha hecho a Él justicia nuestra. No necesitamos de otro que vaya a la presencia de Dios nuestro padre. La justicia práctica ante los hombres es otra cuestión, pero no es lo que se está tratando aquí.

Versículo 5. «De la justicia que es por la ley Moisés escribe así: El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas.» Pero el pródigo no había hecho estas cosas. No hemos hecho estas cosas. Somos culpables, y no tenemos justicia que traer ante Dios. Pero creyendo a Dios, Él puede contarnos y nos cuenta como justos, y ello por una obra cumplida, no por nada que tenga que ser hecho. Cristo no necesita ahora descender del cielo para morir en la cruz. Él ya ha venido y muerto por nuestros pecados. Él no necesita ser resucitado de los muertos; ha sido resucitado ya. Todo está hecho: está consumado.

Así como el padre fue al encuentro del pródigo, «cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón … que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo». Esto es lo que Israel no estaba dispuesto a hacer. No querían confesar que aquel mismo Jesús que ellos habían rechazado y crucificado, Dios lo había hecho Señor y Cristo. Ellos querían aferrarse a la ley para justicia, y no querían creer en sus corazones en Cristo como su justicia delante de Dios. ¡Cuántos están haciendo lo mismo hoy! Buscarán ser justos, pero nunca llegarán a ello. Nunca conocen la justicia de Dios al justificarlos en el momento en que creen.

Versículo 11. Ahora el Apóstol cita de la misma Escritura de ellos como prueba: «Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado». Esto demuestra que ha de haber un tiempo en el que la doctrina de la no-diferencia debería estar en vigor. «Porque no hay diferencia entre judío y griego [o, gentil], pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan» (Ro. 10:12). «Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo» (Jl. 2:32). ¡Qué realidad más bendita! Todos, judíos o gentiles, que realmente acudan al Señor, invocando Su nombre, tienen tanta certidumbre de ser bienvenidos como lo fue el pródigo.

¿Qué prefieres tú? Si fuese posible, ¿preferirías no haber pecado nunca, y tener así una justicia apropiada para presentar ante Dios, llevando así tu propio vestido ante Dios, o, reconociendo todo lo que eres y has hecho como pecador merecedor del infierno, confesar con tu boca y creer con tu corazón al Señor Jesús como tu justicia imperecedera ante Dios? No podemos aborrecernos demasiado, pero, ¡ah, Su profunda compasión, que Él salga a nuestro encuentro tal como estamos, y que nos revista del mejor vestido, que nos ponga el anillo, y nos dé calzado!

¿Cómo se da a conocer la justicia de Dios? Lee los versículos 14-15 para la respuesta. Es por oír la palabra, el evangelio de la paz que ha sido enviado. ¡Qué gratas nuevas! Aquellos que buscaban la justicia por la ley odiaban estas buenas nuevas y a los predicadores del evangelio. Así es exactamente hasta el día de hoy de parte de aquellos que dicen que son judíos y no lo son. ¿No es algo asombroso, que el hombre odie y rechace su mayor bien, el evangelio de la paz? Él intentará o esperará algún día emprender hacer su propia paz con Dios. Pero no tendrá la paz conseguida por la sangre de Jesús —la paz predicada a los que están lejos y a los que están cercanos. Sí, esta paz que se proclama a todos.

Versículo 16. «Mas no todos obedecieron al evangelio; pues Isaías dice: Señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio?» La palabra del evangelio fue predicada a todo Israel, pero ellos no quisieron creerla. Se predica hoy, quiza como nunca antes, a toda la Cristiandad, pero no quieren creerla. Veremos el resultado final de todo esto en el próximo capítulo.

Versículo 20. Dios tiene a los Suyos, a pesar de toda la perversidad humana, sean judíos o gentiles, como dice Isaías resueltamente: «Fui hallado de los que no me buscaban; Me manifesté a los que no preguntaban por mí». Así ha demostrado el Apóstol dos cosas en base de sus propias escrituras del Antiguo Testamento: que no hay diferencia, y la soberanía de Dios. Todo aquel, judío o gentil, que invoque el nombre del Señor, será salvo —y, oh, qué bendita verdad sustentadora del alma, Él tendrá misericordia de quien tenga misericordia. ¿Acaso Israel se había perdido entonces porque Dios no estaba dispuesto a salvarlos? «Pero acerca de Israel dice: Todo el día extendí mis manos a un puebo rebelde y contradictor.» Ellos no querían acudir a Él. Rehusaron el mejor vestido, el anillo y el calzado. Que no sea esto cierto de los lectores de estas líneas. El que a Él viene, de ningún modo lo echará fuera (cp. Jn. 6:37).


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Traducción: Santiago Escuain - © Copyright 2002.
© Copyright SEDIN 2006 para esta presentación electrónica, www.sedin.org. Este texto se puede reproducir libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.

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