Aquí el
Apóstol se detiene un poco. Ello se debe a la presión
del amor de su corazón. «Hermanos, ciertamente el anhelo
de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para
salvación.» Ellos tenían celo por Dios, pero no
según conocimiento. El Apóstol había sentido una
enorme angustia por los perturbadores que trataron de pervertir a los
gálatas. Incluso había deseado que se mutilasen. Pero,
¡cómo se dolía por la masa de judíos
engañados! ¿Nos sentimos nosotros dolidos por las
multitudes que nos rodean? ¿Podemos decir que el deseo de
nuestro corazón y nuestra oración a Dios por ellos es
para salvación?
Versículo
3. «Porque
ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya
propia, no se han sujetado a la justicia de Dios.»
Recordarás que la justicia de Dios se revela en el evangelio
(ver cap. 1:17; 3:21-25). Así, los judíos que
rechazaban el evangelio permanecían necesariamente ignorantes
de aquella justicia. Y así es hasta el día de hoy, que
todos los que rehúsan la revelación de que Dios es
justo y sin embargo el Justificador del impío tienen que, si
desean en absoluto salvarse, intentar establecer su propia justicia,
y así rehusan someterse al hecho de que Dios es justo al
justificar gratuitamente por medio de la redención que es en
Cristo Jesús.
El encuentro del padre con el hijo pródigo en Lucas 15 ilustra
este tema. El pródigo, como el pobre gentil, había
vuelto en sí. Toda la parábola es sumamente destacable:
el pastor había venido a buscar la oveja perdida, y, como
sabemos, murió por ella. El Espíritu Santo ha sido
enviado del cielo y busca lo que se ha perdido. Ahora el padre tiene
su pleno gozo en recibir al hijo perdido. Él, el padre,
acudió a su encuentro.
En el hijo pródigo ha actuado un profundo ejercicio de
conciencia. El sentimiento de que en la casa de su padre había
abundancia y su buena disposición a confesar su pecado son la
marca de la obra del Espíritu en él. Pero por ahora
ignoraba el excelente vestido que le esperaba. Esperaba ser un
siervo, como sucede con cada corazón humano, pero
desconocía totalmente lo que le aguardaba. Tenía sus
harapos, su culpa, su vergüenza. Todo esto lo reconoció
ante su padre. ¿Tenía él acaso un vestido digno
para presentarse a su padre? No tenía nada más que unos
míseros harapos. ¿Acaso le dijo el padre que tenía
que hacerse un vestido, un atavío que le hiciera digno de
estar en su casa? No. El padre tenía un vestido para
él.
¡Ah, contempla el padre! «Y cuando aún estaba lejos,
lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se
echó sobre su cuello, y le besó» (Lc. 15:20).
Así es como Dios sale al encuentro del pecador arrepentido en
sus harapos, sin vestido. El padre dijo: «Sacad el mejor
vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus
pies» (v. 22). Así se llena de gozo el corazón de
Dios al recibir al pecador perdido.
¿Y qué sucede con el hermano mayor? Que prefiere labrarse
una justicia propia. ¡Qué contraste! El pródigo no
tenía vestido para presentarse ante el padre. No tenía
nada sino harapos y pecado. El Padre tenía el mejor vestido,
la justicia de Dios, para el pródigo. Sí, y el anillo
para su mano, amor eterno, y la provisión para el andar,
calzado para sus pies. Todas las cosas eran nuevas, y eran de
Dios.
Israel, como el hermano mayor, no quería aceptar esta
compasión y justicia de Dios. Lo cierto es que la ignoraban.
«Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer
la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios.»
Habían seguido la ley de justicia; habían tratado de
guardar la ley para ser justos. Habían intentado confeccionar
un vestido para presentarse ante Dios, pero ignoraban el mejor
vestido que Dios tenía para darles.
¿Sucede esto contigo? ¿Estás intentando por tus
obras trabajar una justicia que presentar ante Dios? ¿Dices
tú: Acaso no debo tratar de guardar la ley para ser bueno y
apto para la presencia de Dios? ¿No ves tu error? ¿No
estás intentando traer el vestido a Dios? ¿Cuál
es, entonces, el vestido mejor?
Versículo
4. «Porque Cristo
es el fin de la ley, para justicia a todo aquel que cree»
(RVR77). Sí, Cristo es el mejor vestido —el fin de todas
las demandas, y de todos los tipos sacrificiales de la ley. Dios lo
ha hecho a Él justicia nuestra. No necesitamos de otro que
vaya a la presencia de Dios nuestro padre. La justicia
práctica ante los hombres es otra cuestión, pero no es
lo que se está tratando aquí.
Versículo
5. «De la justicia
que es por la ley Moisés escribe así: El hombre que
haga estas cosas, vivirá por ellas.» Pero el
pródigo no había hecho estas cosas. No hemos hecho
estas cosas. Somos culpables, y no tenemos justicia que traer ante
Dios. Pero creyendo a Dios, Él puede contarnos y nos cuenta
como justos, y ello por una obra cumplida, no por nada que tenga que ser hecho.
Cristo no necesita ahora descender del cielo para morir en la cruz.
Él ya ha venido y muerto por nuestros pecados. Él no
necesita ser resucitado de los muertos; ha sido resucitado ya. Todo
está hecho: está consumado.
Así como el padre fue al encuentro del pródigo,
«cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu
corazón … que si confesares con tu boca que Jesús
es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le
levantó de los muertos, serás salvo». Esto es lo
que Israel no estaba dispuesto a hacer. No querían confesar
que aquel mismo Jesús que ellos habían rechazado y
crucificado, Dios lo había hecho Señor y Cristo. Ellos
querían aferrarse a la ley para justicia, y no querían
creer en sus corazones en Cristo como su justicia delante de Dios.
¡Cuántos están haciendo lo mismo hoy!
Buscarán ser justos, pero nunca llegarán a ello. Nunca
conocen la justicia de Dios al justificarlos en el momento en que
creen.
Versículo
11. Ahora el
Apóstol cita de la misma Escritura de ellos como prueba:
«Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no
será avergonzado». Esto demuestra que ha de haber un
tiempo en el que la doctrina de la no-diferencia debería estar
en vigor. «Porque no hay diferencia entre judío y griego
[o, gentil], pues el mismo que es Señor de todos, es rico para
con todos los que le invocan» (Ro. 10:12). «Porque todo
aquel que invocare el nombre del Señor, será
salvo» (Jl. 2:32). ¡Qué realidad más bendita!
Todos, judíos o gentiles, que realmente acudan al
Señor, invocando Su nombre, tienen tanta certidumbre de ser
bienvenidos como lo fue el pródigo.
¿Qué prefieres tú? Si fuese posible,
¿preferirías no haber pecado nunca, y tener así
una justicia apropiada para presentar ante Dios, llevando así
tu propio vestido ante Dios, o, reconociendo todo lo que eres y has
hecho como pecador merecedor del infierno, confesar con tu boca y
creer con tu corazón al Señor Jesús como tu
justicia imperecedera ante Dios? No podemos aborrecernos demasiado,
pero, ¡ah, Su profunda compasión, que Él salga a
nuestro encuentro tal como estamos, y que nos revista del mejor
vestido, que nos ponga el anillo, y nos dé calzado!
¿Cómo se da a conocer la justicia de Dios? Lee los
versículos 14-15 para la respuesta. Es por oír la
palabra, el evangelio de la paz que ha sido enviado. ¡Qué
gratas nuevas! Aquellos que buscaban la justicia por la ley odiaban
estas buenas nuevas y a los predicadores del evangelio. Así es
exactamente hasta el día de hoy de parte de aquellos que dicen
que son judíos y no lo son. ¿No es algo asombroso, que el
hombre odie y rechace su mayor bien, el evangelio de la paz?
Él intentará o esperará algún día
emprender hacer su propia paz con Dios. Pero no tendrá la paz
conseguida por la sangre de Jesús —la paz predicada a los
que están lejos y a los que están cercanos. Sí,
esta paz que se proclama a todos.
Versículo
16. «Mas no todos
obedecieron al evangelio; pues Isaías dice: Señor,
¿quién ha creído a nuestro anuncio?» La
palabra del evangelio fue predicada a todo Israel, pero ellos no
quisieron creerla. Se predica hoy, quiza como nunca antes, a toda la
Cristiandad, pero no quieren creerla. Veremos el resultado final de
todo esto en el próximo capítulo.
Versículo
20. Dios tiene a los
Suyos, a pesar de toda la perversidad humana, sean judíos o
gentiles, como dice Isaías resueltamente: «Fui hallado de
los que no me buscaban; Me manifesté a los que no preguntaban
por mí». Así ha demostrado el Apóstol dos
cosas en base de sus propias escrituras del Antiguo Testamento: que
no hay diferencia, y la soberanía de Dios. Todo aquel,
judío o gentil, que invoque el nombre del Señor,
será salvo —y, oh, qué bendita verdad sustentadora
del alma, Él tendrá misericordia de quien tenga
misericordia. ¿Acaso Israel se había perdido entonces
porque Dios no estaba dispuesto a salvarlos? «Pero acerca de
Israel dice: Todo el día extendí mis manos a un puebo
rebelde y contradictor.» Ellos no querían acudir a
Él. Rehusaron el mejor vestido, el anillo y el calzado. Que no
sea esto cierto de los lectores de estas líneas. El que a
Él viene, de ningún modo lo echará fuera (cp.
Jn. 6:37).