Dice el Apóstol:
«Así que, los que somos fuertes debemos soportar las
flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros
mismos.» ¡Cuán tiernos deberíamos ser en
estos días, cuando todos juntamente somos débiles y
flojos!
Versículo
2. «Cada uno de
nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para
edificación.» ¿No es esto verdaderamente hermoso?
¿Dónde lo encontraremos perfectamente ejemplificado?
¡Oh, hay Uno, sí, Uno que es Perfecto! «Porque ni
aun Cristo se agradó a sí mismo.» Ninguna propia
vindicación, «antes bien, como está escrito: Los
vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre mí».
Su mirada estaba fija en el Padre, y Él era la
expresión, la revelación del Padre. Él era Dios
manifestado. Todos los vituperios los sintió como contrarios a
Su Padre. Vituperado, no respondió. No se agradó a
Sí mismo, pero Su inefable deleite fue sobrellevarlo todo y
hacer la voluntad de Aquel que le había enviado.
Versículos
5-6. «Pero
el Dios de la
paciencia y de la
consolación os dé entre vosotros un mismo sentir
según Cristo Jesús, para que unánimes, a una
voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo.» ¡Qué oración! Muy necesaria en
todo tiempo, pero de manera más especial en estos
últimos tiempos de discordia. Él es el original
perfecto, «según Cristo Jesús». Él nos
ha recibido a la gloria de Dios, sí, como objetos de
misericordia según las riquezas de Su gracia. Al recibirnos
unos a otros, nunca olvidemos cómo Él nos ha
recibido.
Luego sigue otra oración: «Y el Dios de esperanza os llene de todo gozo y paz en el
creer, para que abundéis en esperanza por el poder del
Espíritu Santo.» ¡De qué manera más
distintiva se relaciona el estado del alma con la venida del
Señor, aunque no sea éste el tema de esta
epístola! Que lleguemos a conocer a nuestro Padre como el Dios
de paciencia y el Dios de esperanza.
Versículo
14. «Pero estoy
seguro de vosotros, hermanos míos, de que vosotros mismos
estáis llenos de bondad, llenos de todo conocimiento, de tal
manera que podéis amonestaros los unos a los otros.» Se debe observar acerca de este
versículo que no hay pensamiento alguno de ningún
primer obispo de Roma. ¿No es destacable que en la totalidad de
esta inspirada carta a los santos en Roma no haya ni una sola frase
que pueda significar el más mínimo reconocimiento de o
referencia a ninguna persona como un obispo de Roma? Los hermanos
debían amonestarse los unos a los otros, y cada uno era
responsable según la medida de gracia dada, como en el
capítulo 12. El primer obispo de Roma y sus sucesores son una
pura invención de tiempos posteriores.
Si Pedro o cualquier otro hermano hubiera sido obispo de Roma, Pablo
debiera haberle reconocido aquí como tal. En cambio, lo que
hace es declarar su propio apostolado, como ministro de los gentiles
(vv. 16-20). Para Pablo, todo esto era el libre favor de Dios,
«por la gracia que de Dios me es dada para ser ministro de
Jesucristo a los gentiles». El resultado de todo este bendito
favor lo podía ofrecer a Dios, «que los gentiles le sean
ofrenda agradable, santificada por el Espíritu Santo».
Siendo todo del libre favor de Dios, él podía
gloriarse: «Tengo, pues, de qué gloriarme en Cristo
Jesús en lo que a Dios se refiere».
El joven creyente hará bien en ponderar estos preciosos
divinos principios de servicio —cómo los gentiles
habían sido llevados a la obediencia del evangelio, no por
sabiduría o elocuencias humana, sino por el poder del
Espíritu de Dios. ¡Qué misión a los
gentiles!
Observa la verdadera obra de este evangelista. No se trataba de
edificar sobre el fundamento de otro. «Y de esta manera me
esforcé a predicar el evangelio, no donde Cristo ya hubiese
sido nombrado.» Esto es de gran importancia. Piensa en
cómo muchos miles de cristianos nominales se encuentran en
ciudades y pueblos, gentes que nunca han oído el evangelio. En
muchos lugares hay una verdadera sed de la sencilla verdad. Es muy
alentador saber cómo Dios, en Su gracia soberana, está
usando los tratados. Con todo, es grato a Su vista que Sus santos no
sólo esparzan estos tratados con fe, en regiones más
allá, sino también que el evangelista lleve las gratas
nuevas por todas partes.
Puede que alguien diga: No somos evangelistas. No, pero puedes ayudar
al evangelista. Participa manteniéndolo bien provisto de
tratados y libros; unos y otros le ayudan mucho en su bendita obra de
ganar almas para Dios y de edificar a los convertidos. Y
podrás ayudar más, quizá, con oración y
apoyo. Puedes ayudarlo a que se aloje en aquella población
lejana. En una palabra, si nuestros corazones están movidos en
simpatía por Cristo por las valiosas almas, Él
abrirá una manera en que podamos ser colaboradores en esta
obra. Que el Señor nos dé más del anhelo por las
almas que aparece en estos versículos.
Versículos
22-23. «Por esta
causa me he visto impedido muchas veces de ir a vosotros. … y
deseando desde hace muchos años ir a vosotros.»
Aquí se registra un hecho de no poca importancia. El
Espíritu Santo conocía bien la futura arrogancia de la
iglesia profesante, y cómo Roma llegaría a ser la mayor
expresión de estas pretensiones. Por ello, ha excluido
cuidadosamente todo conocimiento de quién predicó por
vez primera a Cristo en Roma. Es evidente, por estas palabras, que el
Apóstol de los Gentiles nunca había estado allí
todavía. Ni hay tampoco un átomo de evidencia de que
Pedro ni ningún otro apóstol estuvieran allí
cuando la iglesia fue fundada; y los hermanos podían
edificarse los unos a los otros.
Esta epístola fue escrita hacia el tiempo en que Pablo
subió a Jerusalén para llevar las contribuciones a los
santos pobres. Esto es poco antes que fuese enviado como preso a Roma
(Hch. 20-21). Él no sabía por qué medios el
Señor lo iba a enviar a Roma. Aprendamos en esto que el
Señor puede cumplir y cumplirá todos Sus
propósitos.
Versículo
29. «Y sé
que cuando vaya a vosotros, llegaré con abundancia de la
bendición del evangelio de Cristo.» Sí, y aunque
le esperaban cadenas y cárceles y el fiero Euroclidón
como compañeros en su viaje a Roma, sin embargo su
Señor no lo defraudó. Fue desde Roma y en Roma que el
Señor le usó para exponer la plenitud del evangelio en
la revelación de la iglesia. Desde allí envió la
preciosa corriente de verdad a los Efesios, a los Filipenses y a los
Colosenses. Así, en las más severas tempestades de la
vida podemos reposar con paciencia, seguros de que Él hace
bien todas las cosas. En los versículos 30-31 vemos como el
Apóstol valoraba en mucho las oraciones de santos que nunca
había visto, y sin embargo el Señor responde aquellas
oraciones a Su propia manera.
En este capítulo él ha hablado de Dios como el Dios de
esperanza y como el Dios de paciencia. «Y el Dios de paz sea con todos vosotros.
Amén.» Así, necesitamos de cierto conocerlo como
el Dios de esperanza, paciencia y paz. ¡Qué importante es
conocerlo así en estos postreros y difíciles
días!