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||||||||||   Apartado 2002 - 08200 SABADELL (Barcelona) ESPAÑA | SPAIN   ||||||||


«LOS HERMANOS»
(Según su designación común)
Su Origen, Desarrollo y Testimonio

UN BREVE BOSQUEJO

Andrew Miller


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SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 6

SELECCIONES DE LOS ESCRITOS
DE LOS HERMANOS

Como hay mucha confusión en las mentes de muchos acerca de las enseñanzas de los Hermanos, creemos que lo mejor será dar una selección extractada de sus propios libros, muchos de los cuales han estado circulando durante muchos años. Parecen haber sido escritos acerca de la mayoría de temas relacionados con la Persona, obra y gloria de Cristo; sobre la fe, los deberes y bendición de Su pueblo; desde luego, podemos decir, se han escrito acerca de muchos de los temas en la Palabra de Dios, de Génesis a Apocalipsis, de modo que, en cierto sentido, es inexcusable que haya confusión o ignorancia por lo que a sus enseñanzas respecta. Pero en las selecciones escogidas trataremos de limitarnos a aspectos prácticos, con la esperanza que sean de utilidad para el público general.

Predicación «de los laicos»

A pesar de la oposición de la mayoría de las denominaciones a lo que designan como predicación «de los laicos», los Hermanos han defendido la práctica desde el principio, y han dado ejemplo para bendición de muchas almas.

«La cuestión no es,» dice el Sr. Darby, «si todos los laicos están individualmente calificados; sino si como laicos no están calificados a no ser que sean lo que comúnmente se llama ordenados. ... Pero me limitaré a una sencilla cuestión —el aserto de que los laicos no deberían predicar sin designación episcopal o análoga. Lo que yo afirmo es que sí tienen derecho; que así lo hacían según la Escritura —que estaban justificados en tal actividad; y que los principios de la Escritura lo demandan, dando aquí por supuesto, naturalmente, que estén habilitados por Dios; porque la cuestión no es de la competencia para actuar, sino del derecho a actuar si se es competente.

»Veamos qué dice la Escritura acerca de la cuestión. Sólo puede surgir la cuestión acerca de que puedan hablar en la iglesia o fuera de la iglesia. Admitido esto, se estará de acuerdo en todos los casos anómalos. Y en primer lugar, en la iglesia. Y aquí observaré que las instrucciones en 1 Corintios 14 son totalmente contradictorias con la necesidad de una ordenación para hablar. Aquí se establece una limitación, pero no acerca de "ordenación o no ordenación". Lo que se dice es: "vuestras mujeres callen en las congregaciones" —instrucción que nunca hubiera podido darse si hablar hubiera estado limitado a una persona concreta ordenada, sino que asume una situación bien distinta; y lo que implica directamente no es que cualquier hombre tenga derecho a hablar, sino que no se impedía a nadie porque fuese laico. Las mujeres eran la clase excluida; ahí es donde se estableció la prohibición. Si los hombres no tenían el don ministerial, naturalmente que quedarían callados, si seguían las instrucciones dadas. El apóstol dice: "cada uno de vosotros tiene salmo, tiene doctrina, tiene lengua, tiene revelación, tiene interpretación". ¿Dice acaso que nadie debe hablar sino quien esté ordenado? No, sino que ¡Hágase todo para edificación! Éste es el gran secreto, la gran regla.

»Tenemos así una distinción, no entre los que están ordenados y los que no, sino de aquellas personas a las que, por su condición —mujeres— no se les permite hablar, y al resto sí; y se les instruye acerca de en qué orden hacerlo, y se expone la razón de la distinción. Y éste es el plan de Dios de la decencia y del orden. Porque el resto podían todos hablar, para que todos pudieran aprender y ser edificados; no que todos pudieran hablar a la vez, ni todos hablar cada día, sino todos según Dios los dirigiera, según el orden establecido, y tal como Dios quisiera darles capacidad, para edificación de la iglesia. Estoy aplicando esto sencilla y exclusivamente a la predicación de los laicos, y afirmo que no había ningún principio reconocido en el sentido de que no pudieran hacerlo, sino al contrario.

»Alguien interpondrá: "Ya sé que estos eran tiempos de dones extraordinarios del Espíritu. ...". Pero no se trata de la prerrogativa de los dones espirituales, sino del orden; porque las mujeres tenían dones espirituales, como leemos en otros pasajes, y se dan instrucciones acerca del ejercicio de los mismos; pero no debían emplearlos en reunión pública de iglesia, porque esto estaba fuera de orden —no era decoroso.

»La primera predicación general del evangelio, que el Señor bendijo más allá de las murallas de Jerusalén, la efectuaron laicos; o, mejor dicho, la iglesia no conocía tal distinción. No había entrado entonces en sus mentes que aquellos que conocían la gloria de Cristo no pudieran hablar de ella, dónde y cómo Dios les capacitase. Allí todos los cristianos predicaban — iban por todas partes anunciando el evangelio (Hch. 8:4). "Y la mano del Señor estaba con ellos, y gran número creyó y se convirtió al Señor" (11:21). Pablo predicaba —sin otra misión que haber visto la gloria del Señor y Su palabra —y también en una sinagoga, y se gloría en ello. Y da sus razones para que los cristianos prediquen en todo lugar: "creí, por lo cual hablé, nosotros también creemos, por lo cual también hablamos" (2 Co. 4:13). Apolos predicaba, conociendo sólo el bautismo de Juan. En Roma, muchos de los hermanos, cobrando ánimo en el Señor con las prisiones de Pablo, predicaban la palabra sin temor. Y en la Escritura nunca se menciona nada de ordenación para predicar el evangelio. Pido a quienquiera que presente ningún pasaje de la Escritura que de manera expresa o de principio, prohíba a los laicos predicar, o que demande una ordenación episcopal u otra ordenación análoga con este propósito. ...

»El tiempo demanda una decisión; y lo único que resistirá al mal y al error es la verdad, y la verdad blandida como una causa común contra el error y la propia voluntad, por los santos bajo el Espíritu; y entonces Dios podrá estar enteramente con ellos, en lugar de verse obligado a retirar la luz de Su rostro de ellos cuando estén oponiéndose a sus hermanos y rechazándolos, cuando Él tiene que justificarlos, cuando es según el orden de Su gloria y reciben toda la bendición en llevarlo a cabo. ¡Quiera Él por Su Espíritu guiarnos a toda verdad!»[1]

Ordenación

Mucha de la acritud que el clero ha manifestado ha surgido de la cuestión de la ordenación. Es el gran fundamento sobre el que reposa todo el sistema del clericalismo; por tanto, ha de ser guardado celosamente. Derribemos la ordenación, y el clero se convierte en hombres como los demás. Entonces sólo podrían alcanzar su propio nivel moral. Pero hay una fascinación en el mandato de la ordenación que les da la sensación de que pertenecen a otra casta, de que son superiores al resto de los hombres. No deben ser interpelados, cuestionados ni mandados como otros hombres lo son. Su dignidad ha de ser mantenida a toda costa. Y tan real es esta fascinación sobre el corazón humano que raras veces pierde su efecto incluso después que el cargo es abandonado como antiescriturario. La sotana, como se ha dicho, puede ser arrollada y puesta en el bolsillo, pero a menudo se hace visible algún fleco de la misma.

Esta cuestión es de vital importancia, porque afecta profundamente a las operaciones del Espíritu, a la soberanía de Dios y al ministerio de la Palabra, que es alimento y refrigerio de la vida divina en el alma. Insistir en una cierta ceremonia por la que uno tiene que pasar antes de ser reconocido apropiadamente como ministro de Cristo es el gran pecado de la Cristiandad. Establece la autoridad humana por encima del llamamiento y dones del Señor ascendido y Cabeza de la iglesia. «Si alguien poseyera todos los dones del mismo apóstol Pablo, no se atrevería a enseñar ni a predicar a Jesucristo, excepto si estuviera licenciado o autorizado por el hombre; en cambio, si estuviera totalmente privado de dones espirituales, o incluso de la vida espiritual misma, sin embargo, si estuviera autorizado, ordenado, licenciado o aprobado por el hombre, podría enseñar y predicar en aquello que profesa ser la iglesia de Dios. La autoridad del hombre, sin el don de Cristo, era plenamente suficiente. El don de Cristo sin la autoridad del hombre no lo era.»[2]

Es bien cierto que como cristianos nunca podremos apreciar de manera suficiente la importancia de la responsabilidad individual del siervo hacia el Maestro mismo. Ha de ser algo muy grave para un siervo del Señor, que ha recibido de Él el don de predicación o enseñanza, abandonar el ejercicio de este don hasta que sea autorizado para ello por el hombre. En ninguna parte leemos en la Escritura que tales dones necesiten jamás de la autorización humana. Que el Señor despierte a Su pueblo de manera más general a su responsabilidad en esta cuestión, no sea que escondan su talento bajo tierra durante Su ausencia, y tengan que dar triste cuenta de su negligencia cuando Él vuelva.

El apóstol Pablo, que es en muchas cosas el hombre modelo de la dispensación cristiana, lo es de manera especial en la cuestión de la ordenación. Los había en su época que quisieron desacreditar su apostolado porque no había acompañado al Señor Jesús en los días de su estancia en la tierra. Esto le lleva a vindicar su llamamiento divino sin designación humana de la manera más enérgica. Escribiendo a los Gálatas, dice: «Pablo, apóstol (no de hombres ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre que lo resucitó de los muertos) ...». No era de hombres como origen, ni por hombre como medio en forma alguna, sino «por Jesucristo y por Dios el Padre».

«Nada habría sido más fácil para Dios que haber convertido al apóstol en Jerusalén; fue allí que se desató su primera acción violenta contra los cristianos. Pero cuando Dios fue a su encuentro, fue lejos de Jerusalén, cuando estaba llevando a cabo su fiera persecución contra los santos; y allí, a las afueras de Damasco, a plena luz del día, el Señor, desde el cielo, y no visto por los demás, se reveló al atónito Saulo de Tarso. Fue llamado a ser no sólo santo sino también apóstol; y para hacer esto tanto más destacable, cuando fue bautizado, ¿a quién escogió el Señor como instrumento de su bautismo? A un discípulo que sólo nos es presentado esta sola vez, un piadoso anciano que residía en Damasco. Dios tuvo un especial cuidado en mostrar que el apóstol, designado para un puesto de la mayor importancia, la función más trascendental de ningún hombre que sea llamado a servir al Señor Jesucristo en el evangelio —que San Pablo fue así llamado sin la intervención, autorización o reconocimiento del hombre en ninguna forma o manera. Su bautismo no tenía nada que ver con su condición de apóstol. De inmediato se dirigió a Arabia, predicando el evangelio, y Dios en el acto le reconoció como ministro del evangelio, sin interferencia humana alguna. Este es, de cierto, el verdadero principio del ministerio, plenamente ilustrado en el llamamiento y la obra de Saulo de Tarso, a partir de entonces el siervo de Cristo.

»Pero se podría objetar que leemos en el Nuevo Testamento acerca de separación por parte de los hombres y acerca de la imposición de manos. Lo reconocemos plenamente. Pero en algunos casos se trata de alguien que ya había mostrado su aptitud para la obra, y que es puesto aparte de una manera formal por autoridad apostólica para un cargo local, y revestido de una cierta dignidad a los ojos de los santos, quizá porque no había demasiado don. Porque del anciano se observará que no se dice que sea un "maestro", sino sencillamente "apto para enseñar". En Hechos 14:23 leemos, "constituyeron ancianos en cada iglesia, y habiendo orado con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían creído". Esto demuestra que no era la iglesia, sino que ellos —Pablo y Bernabé— escogieron y ordenaron ancianos en las iglesias. En ningún caso se invita a la iglesia a que los seleccione. El hecho es que se confunde la posición de los ancianos con el ministerio. Los ancianos eran designados por aquellos que poseían ellos mismos una alta autoridad directamente de parte de Cristo; pero nunca ha habido nada que tenga que ver con ordenar a alguien para predicar el evangelio. En las Escrituras, el Señor, y sólo el Señor, llama a los hombres a predicar el evangelio. Como Él dice: "No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto". Y de Pablo dice: "instrumento escogido me es éste, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel" (Jn. 15:16; Hch. 9:15).

»En los tiempos apostólicos nunca se vio que se designase a alguien como maestro, ni como profeta. Pero entre los ancianos podría haber algunos de ellos como evangelistas, maestros, etc. Por ello se dice: "Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar". Los presbíteros o ancianos, que tenían el papel de gobernar, incluso si no eran maestros, corrían el peligro de ser despreciados. Debían recibir honra como clase, especialmente aquellos que trabajaban en predicar y enseñar.

»El caso de Timoteo es sin duda peculiar. Fue designado mediante la profecía para una cierta obra muy peculiar —la de ser guardián de la doctrina. Y el apóstol y los presbíteros le impusieron las manos, con lo que le fue comunicado un don espiritual que no poseía antes. Es evidente que no hay ningún hombre vivo en la actualidad que haya sido similarmente dotado y llamado a tal tarea. Véase 1 Ti. 1:18; 4:14; 2 Ti. 1:6.

»También se puede decir que, lo mismo que en el caso del apóstol Pablo, hubo una imposición de manos, lo cual lo vemos en Hechos 13. ¿Qué muestra esto? No, desde luego, que fuese un apóstol escogido por el hombre; porque el Espíritu Santo declara que él era "apóstol, no de hombres ni por hombre". Lo que tuvo lugar en Antioquía no fue, en sentido alguno, una ordenación para que fuese apóstol. Es evidente por muchas escrituras que había estado predicando años antes de que le impusiesen las manos, y que era uno de los profetas y maestros reconocidos en Antioquía. Creo que lo que tenemos aquí es la separación de Pablo y Bernabé para la misión especial a la que estaban a punto de ir —plantar el evangelio en nuevos países. Era pura y simplemente una encomendación a la gracia de Dios para la nueva tarea a la que estaban a punto de iniciar. Algo así podría tener lugar en nuestro tiempo presente. Supongamos que alguien que ha estado predicando el evangelio en Inglaterra siente en su corazón el ir a Japón, y sus hermanos piensan que se trata precisamente del hombre idóneo para esta tarea; podrían, con el fin de mostrar su concurrencia y simpatía, reunirse para oración y ayuno, para imponer las manos sobre el hermano que va allí. Esto, en mi opinión, sería totalmente escriturario, pero no es ordenar. Lo que creo no escriturario, y desde luego positivamente pecaminoso, es acreditar a una serie de hombres que no son ministros de Cristo, y desacreditar a una serie de hombres que sí son Sus ministros, debido a que no pasan por esta innovación tradicional.»[3]

El ministerio

Aunque ya se han hecho observaciones sobre el tema del ministerio, parece que demanda un examen de pasada en relación con las cuestiones vinculadas de la predicación de los laicos y de la ordenación. Además, fue uno de los temas primeros de controversia con los Hermanos. El clero los acusó de negar totalmente el ministerio porque negaban la validez de la ordenación episcopal. Esto los expuso a muchos y acerbos ataques, pero el Señor empleó estas acusaciones para sacar a la luz la verdad acerca de la cuestión del ministerio que parece haber sido pasada por alto desde los días de los apóstoles. Fueron, creemos, los primeros en señalar con claridad la diferencia entre sacerdocio y ministerio. Hasta ahora habían sido objeto de confusión en las mentes de los hombres; pero cuando la distinción quedó aclarada, cayó un torrente de luz sobre el interesante tema del ministerio cristiano.

El sacerdocio levítico y el ministerio
del evangelio

«La significación de la posición de la nación judía era muy sencilla. Una ley, para dirigir la conducta de un pueblo ya constituido como tal delante de Dios; y un sacerdocio para mantener las relaciones que existían entre este pueblo y su Dios —relaciones cuyo carácter no les permitía acercarse a Él sin mediación. La cuestión no era cómo buscar y llamar a los de fuera; sino ordenar la relación con Dios de un pueblo ya reconocido como tal.

»Como ya hemos visto, el cristianismo tiene un carácter totalmente diferente. Considera a la humanidad como universalmente perdida, demuestra la realidad de esto, y busca, por medio del poder de una nueva vida, adoradores en espíritu y en verdad. A la vez, introduce a los adoradores mismos a la presencia de Dios, que allí se revela a ellos como su Padre —un Padre que los ha buscado y salvado. Y esto se hace no por medio de una clase sacerdotal intermedia que representa a los adoradores, debido a la incapacidad de estos últimos de acercarse a un Dios terrible y conocido imperfectamente; sino que los introduce en plena confianza a un Dios conocido y amado, porque Él los ha amado, buscado y purificado de todos los pecados de ellos, para que pudieran estar sin temor ante Él.

»La consecuencia de esta señalada diferencia entre las relaciones en las que se encuentran judíos y cristianos con respecto a Dios es, que los judíos tenían un sacerdocio —y un ministerio— que actuaba aparte del pueblo; en cambio el cristianismo tiene un ministerio que encuentra su ejercicio en la revelación activa de aquello que Dios es —sea en la iglesia o fuera de la misma—, sin ningún sacerdocio mediador entre Dios y Su pueblo, excepto el mismo gran Sumo Sacerdote. El sacerdocio cristiano está compuesto de todos los verdaderos cristianos, que gozan por un igual del derecho de entrar en el lugar santísimo por el camino nuevo y vivo que ha sido consagrado para ellos —un sacerdocio, además, cuyas relaciones son esencialmente celestiales.

»El ministerio, por tanto, es esencial al cristianismo, que es la actividad del amor de Dios en librar a las almas de la ruina y del pecado, y de atraerlas a Sí mismo.

La fuente del ministerio

»"Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación" (2 Co. 5:19). Estas son las tres cosas que brotan de la venida de Dios en Cristo. "La reconciliación", el "no tomar en cuenta", y "el encargo a nosotros de la palabra de la reconciliación". Sin esto último, la obra de la gracia hubiera quedado imperfecta en su aplicación; y la coronación de esta gloriosa obra de la gracia de Dios era encomendar al hombre "la palabra de la reconciliación", según Su poder y agrado. Así, había dos elementos contenidos en el ministerio: primero, una profunda convicción y un sentido poderoso del amor exhibido en esta obra de reconciliación; en segundo lugar, dones para declarar a los hombres, según sus necesidades, las riquezas de esta gracia que animaba los corazones de aquellos que daban testimonio de la misma. ...

»Así, tenemos estas dos cosas como motivos principales y fuentes de todo ministerio: el amor producido en el corazón por la gracia, el amor que impele a la actividad; y la soberanía de Dios que comunica dones según le parece bien, y llama a este o a aquel servicio —un llamamiento que hace del ministerio un asunto de fidelidad y de deber por parte de aquel que ha sido llamado. Se tiene que observar que estos dos principios suponen una libertad completa respecto al hombre, que no puede interferirse ni como fuente ni como autorizador del ministerio, sin, por una parte, neutralizar el amor como fuente de la actividad, o, por otra parte, usurpando la autoridad de Dios, que llama y envía. No hay fuente cristiana de actividad excepto el amor de Cristo y el llamamiento de Dios.

»Este ministerio de Jesús, esta energía activa del amor de Dios en la búsqueda de los perdidos, el testimonio de la obra y victoria del Salvador, el único que es digno de ser así glorificado, recibe todo su poder de y tiene como su única fuente en el Espíritu Santo enviado del cielo. Es el ministerio del Espíritu Santo en la elección y empleo de Sus siervos. En todo esto, Dios es soberano. El ejercicio de los dones que Él ha conferido es regulado por el Espíritu Santo, que actúa de manera soberana en la iglesia. Las pruebas y los ejemplos de ello se encuentran en la Palabra. En cuanto a la fuente del ministerio, o a la autorización para su ejercicio, el hombre, si interfiere, comete pecado.»[4]

El perdón de los pecados

En un artículo que llegamos a conocer hace un cierto tiempo se decía que uno de los puntos doctrinales de los Hermanos es:

«Que no es lícito orar por el perdón de nuestros pecados, porque, si somos verdaderos cristianos, fueron perdonados hace mil novecientos años en la cruz.»

No se da referencia alguna que justifique esta declaración, y por tanto no podemos comparar contextos. La cruz, creemos todos, es la única base del perdón, pero nunca se dice al creyente que cree en Jesús: «Tus pecados fueron todos perdonados cuando Cristo derramó Su sangre en la cruz». El orden divino parece ser que Cristo quitó el pecado en la cruz, y que nosotros somos perdonados cuando creemos, no «hace mil novecientos años». «Pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado» (He. 9:26). Y al primero de los pecadores que cae arrepentido a Sus pies, el bendito Señor le dice: «Tus pecados te son perdonados» (Jn. 7:48). Así, vemos que el pecado fue quitado en la cruz según las demandas de la gloria divina, de modo que el Padre queda libre de correr para acoger al pródigo que regresa, abrazándolo con el beso de reconciliación, revistiéndolo con la mejor ropa, y sellándolo con el anillo de Su amor eterno. Al mismo tiempo, si queremos ver nuestros pecados quitados, tenemos que mirar atrás a la cruz; en ningún lugar se dice que el Señor los quite de nuestros corazones; sólo en la cruz. Aquellos que miran en sus corazones en lugar de a la cruz para ver sus pecados quitados quedarán amargamente frustrados. Sólo sabemos que nuestros pecados fueron «quitados», «anulados», en la cruz, y son perdonados cuando creemos. La palabra del Señor es la única base para la total plenitud de fe. Por correcta que sea nuestra experiencia, no podemos edificar sobre ella; la Palabra de Dios es el único lugar de reposo del alma. Las palabras de un himno expresan esta verdad de una manera muy dulce:

«Mi alma mira atrás (no dentro de sí) para ver
La carga que Tú llevaste,
Cuando colgabas en el madero de maldición,
Porque TODA mi culpa estuvo allí.»

Por lo que respecta a la otra parte de esta doctrina que se atribuye a los Hermanos, «Que no es lícito orar por el perdón de nuestros pecados»: Todos sabemos que se ha hecho mucho uso de esta denuncia. ¡Pero es la sagrada verdad de Dios la que es hecha objeto de ridículo! En nada muestran más incompetencia sus críticos a la hora de examinar y criticar sus escritos que en el tema tan elemental del perdón. Es evidente que los críticos no tienen un concepto apropiado de lo completo de la redención o de los privilegios de la relación del creyente con Dios. Por ello, enseñan que los cristianos tienen que orar a Dios a diario por el perdón de sus pecados y acudir a ser limpiados una y otra vez con la sangre de Jesús, como si pudiésemos ser perdidos y salvados cada día. «Las palabras del apóstol Juan», dice uno de ellos, «se dirigen evidentemente a los creyentes» (1 Jn. 1:7). «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia (no, nos ha limpiado, sino, nos está actualmente limpiando) de todo pecado.» Los Hermanos como conjunto se pronunciarían en el sentido de que la doctrina acabada de describir es totalmente falsa e inconsecuente con el contexto de 1 Juan 1:7 y con toda la Escritura, especialmente el evangelio. El apóstol está refiriéndose aquí a creyentes que están andando en la luz como Dios está en la luz, no tan sólo en conformidad a ella, sino en ella. ¿Cómo podría ser esto si sus pecados no hubieran sido purificados por la sangre de Jesús? Él no está hablando de una purificación continua, sino de una purificación absoluta de todo pecado, lo que es apropiado para la pura luz de la presencia de Dios.

Los Hermanos, desde luego, no tienen el hábito, al menos en público, de orar a Dios por el perdón de sus pecados. No porque lo consideren «ilícito» o porque hubiesen sido perdonados hace mil novecientos años, ni porque no pequen, sino porque sería incredulidad, por cuanto no están en la posición de pecadores ante Dios, sino de hijos delante del Padre. Cuando un pecador se convierte —nace de nuevo— cambia de terreno; abandona, y para siempre, el terreno del hombre natural, y está a partir de entonces sobre el nuevo terreno de la vida eterna y de la salvación; de modo que sería una incredulidad de la más inexcusable volver al viejo terreno, desconociendo la obra en gracia de Dios en el nuevo nacimiento. «De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» ... «pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Jn. 5:24; Gá. 3:26). Pero si no oran como pecadores para ser perdonados, sí confiesan sus faltas como hijos según la mente del Señor. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Jn. 1:9). Aquí no se dice que Dios mostrará gracia y misericordia para perdonarnos si oramos a Él, sino que Él será fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados si los confesamos. Esto es, Él es fiel y justo para con Cristo, que murió por nosotros, quitó nuestros pecados en la cruz, y la sangre del cual está rociada en el propiciatorio; siempre, por así decirlo, delante de la mirada de Dios. Ciertamente que, a la luz de este texto, no podríamos orar a Dios que sea «fiel y justo»; sabemos que Él ha de serlo siempre respecto a la obra acabada de Cristo; pero podríamos no confesar plena o libremente nuestros pecados, y esto en el profundo sentido de lo que somos a la vista de aquella sangre que fue vertida por ellos, y en la presencia de Su santidad, los hijos de quien, aunque indignos, siempre somos. Es mil veces más escrutador para un hijo confesar los detalles de su falta que meramente pedir —puede que de manera mecánica— ser perdonado.

Vemos así que la Palabra de Dios es más consecuente que la teología de los hombres, y tres veces feliz es el cristiano que se siente feliz de andar a la luz de esta verdad, aunque sea mal comprendido y se tergiverse su verdadera posición. Vendrá el día en que el Señor vindicará a aquellos que, aunque teniendo poca fuerza, han guardado Su palabra y no han negado Su nombre.

La siguiente cita puede ser aceptada como el testimonio de los Hermanos en general respecto a 1 Juan 1:7.

«Si se supone que la purificación mediante la sangre de Jesús, en 1 Juan 1:7, está actualmente en marcha, esto refutaría el lenguaje del mismo apóstol en Apocalipsis 1:5, donde se nos dice que ya hemos sido purificados por Su sangre, y esto aparece de manera más notable en cualquier traducción exacta, como la versión del Deán Alford: "A Él que nos ama, y que nos lavó de nuestros pecados en su sangre". Su amor es constante, pero el lavamiento, o liberación, de nosotros de nuestros pecados es expresado con un participio de aquel tiempo que expresa una acción simple en el pasado, excluyendo duración. Juan no podría haber empleado esta forma si hubiera acudido a diario ante Dios para una purificación diaria por la sangre de Jesús; porque en este caso sería correcto emplear no el aoristo, sino el tiempo imperfecto, que expresa de manera precisa una acción continua o repetida.

»¿A qué se debe que el apóstol emplee el presente [en 1 Jn. 1:7]? ¿Hay acaso laxitud en su forma de expresarse, cuando dice "La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado"? Al contrario, el tiempo verbal es tan preciso en 1 Juan 1:7 como su empleo de participios distintivos en Apocalipsis 1:5. Un poco de conocimiento es proverbialmente peligroso; y en la exégesis de la Escritura hay voluminosos comentaristas que pueden extraviarse, no menos que sus seguidores. Pero difícilmente conviene a nadie dar una opinión acerca de esta cuestión a los que desconocen el hecho de que en griego, como en la mayoría de las lenguas, el presente no se limita en absoluto a una acción incompleta todavía en curso de ejecución, porque expresa de manera no menos correcta un presente absoluto, como en proposiciones generales, declaraciones doctrinales, apotegmas (aforismos) y descripciones de maneras, costumbres o asuntos de acaecimiento frecuente. Del mismo modo, en nuestra lengua diríamos, "el alimento nutre el cuerpo humano, el veneno mata". La idea que se comunica no es la de la continuidad del acto, sino la cualidad de cada material, o de sus efectos opuestos en el hombre. Casi cada capítulo en las epístolas nos da ejemplos de esto. Tomemos una llana declaración análoga en 1 Juan 2: "Él es la propiciación por nuestros pecados". ¿Acaso el presente significa aquí que Él está realmente ahora haciendo la expiación por nuestros pecados? Evidentemente no es así; una interpretación así del presente anularía claramente la expiación. Aquí se emplea evidentemente en su sentido absoluto, sin referencia a ningún momento definido, para expresar la grande y bendita verdad de Su propiciación. Lo mismo en nuestro texto, el concepto de la purificación continuada contradiría de manera positiva la magna doctrina de la Epístola a los Hebreos y del evangelio en general. Por ello, constituye un error gravísimo ...

»Hemos visto, así, que no se puede significar la purificación continua mediante la sangre, no meramente porque no tiene un significado justo en sí mismo, sino porque se opondría a otras Escrituras que tratan el efecto sobre el cristiano como completo. La Escritura no puede ser quebrantada. La Palabra no admite la aplicación repetida de la sangre de Cristo en ningún otro pasaje, incluso si la Palabra aquí lo implicase, que no lo hace. Queda, por tanto, que aceptemos el único sentido posible del presente que nos queda aquí, esto es, que el apóstol declara, de una manera absoluta, la purificación de los creyentes por la sangre de Jesús, expresada (como sucede de forma regular en tales proposiciones) en el presente, pero de manera abstracta, sin referencia a un tiempo pasado, presente y futuro, como una de las principales características de su lugar o posición. Aquí no es cuestión de este o aquel pecado, cuando tal pecado es confesado; Su sangre nos purifica de todo pecado. No tenemos aquí detalles, ni la restauración tras una falta. Es el valor apropiado y divino de Su sangre. En consecuencia, si fuese el designio del Espíritu Santo revelar esto de una manera absoluta, el tiempo presente sería precisamente el exactamente apropiado para el apóstol, como lo vemos ante nosotros. El esfuerzo por limitar o incluso aplicar la expresión "purifica" al sentido continuo del presente es por tanto mera ignorancia, o peor. La doctrina de esta cláusula, del contexto y de la Escritura en general, declaran de forma unánime e inequívoca el uso absoluto del presente en el verbo final de 1 Juan 1:7».[5]

La provisión de la gracia para
la familia de la fe

Mucha de la oscuridad, confusión e incertidumbre que predominan por la Cristiandad acerca del tema del perdón y de la certidumbre de la salvación sólo se pueden explicar —por extraño que parezca— por el rechazo de verdades que la Escritura enseña, y por causa de las cuales los críticos denuncian a los Hermanos como herejes. Los maestros dirigentes de las diversas escuelas de pensamiento protestante parecen haber pasado totalmente por alto la perfecta provisión de Dios en la economía de la gracia para cada necesidad de toda la familia de la fe. Esta provisión está llanamente revelada por el bendito Señor en Juan 13.

Jesús había tomado ahora Su posición entre Sus discípulos como uno que se despide, «sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre». Pero Su entrada en la gloria no iba a separar Su corazón de ellos, ni tampoco iba a privarle de atender a las necesidades de ellos. Para ilustrar esto, se ciñe para el servicio, y toma agua para lavar los pies de ellos. El efecto de este servicio es que el Espíritu Santo, mediante la Palabra, quita de manera práctica toda la contaminación que recogemos al caminar por este mundo pecaminoso. Ellos habían sido regenerados —habían nacido de nuevo: esto nunca podría repetirse; pero tenían que ser guardados en una condición de pureza sin mancha apropiada para la presencia de Dios, y para las relaciones en las que han sido introducidos en su unidad con Cristo en el cielo. Los sacerdotes que servían a Dios en el tabernáculo eran lavados enteramente al ser consagrados. Este lavamiento nunca había de ser repetido. Luego se lavaban las manos y los pies cada vez que se acercaban a Dios en el servicio. El cristiano, al haber sido lavado o bañado, «no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio». ¡Qué palabra de los labios de la verdad y santidad eternas! «Y vosotros limpios estáis, aunque no todos», porque Él sabía quien iba a traicionarle. El creyente más débil, o el cordero más joven en Su rebaño es guardado sin mancha en la presencia de Dios —donde Su obra consumada los ha puesto— mediante Su ministerio de gracia en lo alto, y por el poder del Espíritu Santo que permanece con Su pueblo aquí. Así, el Señor cuida de los intereses de ellos en el cielo, y el Espíritu Santo hace lo propio en la tierra, de modo que están bien cuidados, bien proveídos. «Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados» (1 Jn. 2:1-2). Esta abogacía se basa en la justicia y en la propiciación, y el Espíritu Santo siempre actúa en armonía con la mente y la obra de Cristo.

Esta línea de verdad, tan liberadora y elevadora del alma, abunda en casi todos los escritos de los Hermanos, especialmente en los escritos de los primeros de ellos, de modo que se ha enseñado en público y privado, y se ha extendido mediante sus libros a lo largo de muchos años. No podemos dejar de pensar que aquellos que han tratado de ridiculizarlos a los ojos del público cristiano por no orar por el perdón de sus pecados «porque fueron perdonados hace mil novecientos años en la cruz» son culpables de frivolizar, si no de pecar abiertamente, acerca de las cosas de Dios. Terminemos citando el siguiente extracto de una de las revistas mensuales de los Hermanos.

«Jesús asume ahora un nuevo servicio, la eliminación de las contaminaciones de los Suyos en su andadura como santos por el mundo. Este es el significado de lo que sigue. "Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido" (Jn. 13:5). Obsérvese cuidadosamente que aquí se trata de agua, no de sangre. El lector del Evangelio de Juan no habrá pasado por alto que da mucha importancia al "agua", no sólo a la "sangre". Así lo hizo el Señor al presentar la verdad a los Suyos, y nadie muestra esto más que Juan. Su primera epístola también caracteriza al Señor como Aquel que "que vino mediante agua y sangre; no mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre" (1 Jn. 56): Él nos purifica de nuestros pecados, además de expiarlos. Él emplea la Palabra para limpiar a aquellos que han sido lavados de sus pecados en Su sangre. Los apóstoles Pablo, Pedro y Santiago, insisten en el poder de la Palabra, lo mismo que Juan. Es desastroso y peligroso en sumo grado descuidar la purificación por el lavamiento de agua mediante la Palabra. Si "la sangre" es respecto a Dios, sin embargo para nosotros el "agua" es con respecto a los santos, para eliminar la impureza en la práctica, así como para dar una nueva naturaleza, que juzga el mal según Dios y Su Palabra. De Su costado abierto salieron sangre y agua (Jn. 19:34).

»Por lo que respecta a esta profunda y bendita verdad, la Cristiandad permanece, me temo, tan a oscuras como Pedro cuando rechazó aquella acción del Señor en gracia. Y Pedro no llegó a comprender la verdad comunicada por esta tan significativa acción hasta más adelante, esto es, cuando el Espíritu Santo vino para mostrarles las cosas de Cristo. En aquella ocasión misma estuvo totalmente errado. Y así suele suceder con los hombres ahora, aunque se ha otorgado plenamente la luz divina. Siguen perversamente limitando su significado a la enseñanza de la humildad. Esto es lo único que vio Pedro, y de ahí su error; porque él creyó que era una humillación excesiva por parte del Señor que le lavase los pies; y, cuando se sintió alarmado por la advertencia del Señor, cayó en el error opuesto. Sólo estamos a salvo cuando nos sujetamos a Su palabra desconfiando de nosotros mismos. ... "El que está lavado (bañado), no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio". El Señor "padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1 P. 3:18). Por Su "solo sacrificio" no sólo somos santificados sino perfeccionados para siempre. ¿Es que un santo no comete faltas después? Es triste decir que bien puede suceder. ¿Cuál es entonces la provisión para ello? Es el lavamiento del agua por la palabra que el Espíritu aplica en respuesta a la abogacía del Hijo ante el Padre.»[6]



Notas

1. The Collected Writings, «Ecclesiastical», vol. I de J. N. Darby. Volver al texto

2. Things New and Old, vol. 18. pág. 262. C. H. Mackintosh. Volver al texto

3. Véase Lectures on the Epistle to the Galatians, págs. 5-11; también Un Cuerpo y Un Espíritu [incluido en el libro La Iglesia de Dios], ambas obras de William Kelly. Volver al texto

4. Véase un valiosísimo tratado de J. N. Darby, «On the Nature, Source, Power and Responsibility of Ministry», The Collected Writings, Ecclesiastical, vol. 1, pág. 315. Será de utilidad para todos los que estén bajo servidumbre por lo que respecta a su servicio público, que consulten esta abierta y libre exposición de la verdad acerca de la libertad y responsabilidad del siervo. Volver al texto

5. Bible Treasury, marzo de 1879. Volver al texto

6. Bible Treasury, enero de 1878. Volver al texto


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Traducción: © Copyright Santiago Escuain 2001 por la traducción.© Copyright SEDIN 2001 para la presentación electrónica. Este texto se puede reproducir libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.

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