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«LOS HERMANOS»
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SELECCIONES DE LOS ESCRITOS
DE LOS HERMANOS
Como hay mucha confusión en las mentes de muchos acerca de las enseñanzas de los Hermanos, creemos que lo mejor será dar una selección extractada de sus propios libros, muchos de los cuales han estado circulando durante muchos años. Parecen haber sido escritos acerca de la mayoría de temas relacionados con la Persona, obra y gloria de Cristo; sobre la fe, los deberes y bendición de Su pueblo; desde luego, podemos decir, se han escrito acerca de muchos de los temas en la Palabra de Dios, de Génesis a Apocalipsis, de modo que, en cierto sentido, es inexcusable que haya confusión o ignorancia por lo que a sus enseñanzas respecta. Pero en las selecciones escogidas trataremos de limitarnos a aspectos prácticos, con la esperanza que sean de utilidad para el público general.
A pesar de la oposición de la mayoría de las
denominaciones a lo que designan como predicación «de los
laicos», los Hermanos han defendido la práctica desde el
principio, y han dado ejemplo para bendición de muchas
almas.
«La cuestión no es,» dice el Sr. Darby, «si
todos los laicos están individualmente calificados; sino si
como laicos no están calificados a no ser que sean lo que
comúnmente se llama ordenados. ... Pero me limitaré a
una sencilla cuestión —el aserto de que los laicos no
deberían predicar sin designación episcopal o
análoga. Lo que yo afirmo es que sí tienen derecho; que
así lo hacían según la Escritura —que
estaban justificados en tal actividad; y que los principios de la
Escritura lo demandan, dando aquí por supuesto, naturalmente,
que estén habilitados por Dios; porque la cuestión no
es de la competencia para actuar, sino del derecho a actuar si se
es competente.
»Veamos qué dice la Escritura acerca de la
cuestión. Sólo puede surgir la cuestión acerca
de que puedan hablar en la iglesia o fuera de la
iglesia. Admitido esto, se estará de acuerdo en todos los
casos anómalos. Y en primer lugar, en la iglesia. Y
aquí observaré que las instrucciones en 1 Corintios 14
son totalmente contradictorias con la necesidad de una
ordenación para hablar. Aquí se establece una
limitación, pero no acerca de "ordenación o no
ordenación". Lo que se dice es: "vuestras mujeres callen en
las congregaciones" —instrucción que nunca hubiera podido
darse si hablar hubiera estado limitado a una persona concreta
ordenada, sino que asume una situación bien distinta; y lo que
implica directamente no es que cualquier hombre tenga derecho a
hablar, sino que no se impedía a nadie porque fuese laico. Las
mujeres eran la clase excluida; ahí es donde se
estableció la prohibición. Si los hombres no
tenían el don ministerial, naturalmente que quedarían
callados, si seguían las instrucciones dadas. El
apóstol dice: "cada uno de vosotros tiene salmo, tiene
doctrina, tiene lengua, tiene revelación, tiene
interpretación". ¿Dice acaso que nadie debe hablar sino
quien esté ordenado? No, sino que ¡Hágase todo
para edificación! Éste es el gran secreto, la gran
regla.
»Tenemos así una distinción, no entre los que
están ordenados y los que no, sino de aquellas personas a las
que, por su condición —mujeres— no se les
permite hablar, y al resto sí; y se les instruye acerca
de en qué orden hacerlo, y se expone la razón de la
distinción. Y éste es el plan de Dios de la decencia y
del orden. Porque el resto podían todos hablar, para que todos
pudieran aprender y ser edificados; no que todos pudieran hablar a la
vez, ni todos hablar cada día, sino todos según Dios
los dirigiera, según el orden establecido, y tal como Dios
quisiera darles capacidad, para edificación de la iglesia.
Estoy aplicando esto sencilla y exclusivamente a la
predicación de los laicos, y afirmo que no había
ningún principio reconocido en el sentido de que no pudieran
hacerlo, sino al contrario.
»Alguien interpondrá: "Ya sé que estos eran
tiempos de dones extraordinarios del Espíritu. ...". Pero no
se trata de la prerrogativa de los dones espirituales, sino del
orden; porque las mujeres tenían dones espirituales, como
leemos en otros pasajes, y se dan instrucciones acerca del ejercicio
de los mismos; pero no debían emplearlos en reunión
pública de iglesia, porque esto estaba fuera de orden —no
era decoroso.
»La primera predicación general del evangelio, que el
Señor bendijo más allá de las murallas de
Jerusalén, la efectuaron laicos; o, mejor dicho, la iglesia no
conocía tal distinción. No había entrado
entonces en sus mentes que aquellos que conocían la gloria de
Cristo no pudieran hablar de ella, dónde y cómo Dios
les capacitase. Allí todos los cristianos predicaban —
iban por todas partes anunciando el evangelio (Hch. 8:4). "Y
la mano del Señor estaba con ellos, y gran número
creyó y se convirtió al Señor" (11:21). Pablo
predicaba —sin otra misión que haber visto la gloria del
Señor y Su palabra —y también en una sinagoga, y
se gloría en ello. Y da sus razones para que los cristianos
prediquen en todo lugar: "creí, por lo cual hablé,
nosotros también creemos, por lo cual también
hablamos" (2 Co. 4:13). Apolos predicaba, conociendo sólo el
bautismo de Juan. En Roma, muchos de los hermanos, cobrando
ánimo en el Señor con las prisiones de Pablo,
predicaban la palabra sin temor. Y en la Escritura nunca se menciona
nada de ordenación para predicar el evangelio. Pido a
quienquiera que presente ningún pasaje de la Escritura que de
manera expresa o de principio, prohíba a los laicos predicar,
o que demande una ordenación episcopal u otra
ordenación análoga con este propósito. ...
»El tiempo demanda una decisión; y lo
único que resistirá al mal y al error es la verdad, y
la verdad blandida como una causa común contra el error y la
propia voluntad, por los santos bajo el Espíritu; y entonces
Dios podrá estar enteramente con ellos, en lugar de verse
obligado a retirar la luz de Su rostro de ellos cuando estén
oponiéndose a sus hermanos y rechazándolos, cuando
Él tiene que justificarlos, cuando es según el
orden de Su gloria y reciben toda la bendición en llevarlo a
cabo. ¡Quiera Él por Su Espíritu guiarnos a toda
verdad!»[1]
Mucha de la acritud que el clero ha manifestado ha surgido de la
cuestión de la ordenación. Es el gran fundamento sobre
el que reposa todo el sistema del clericalismo; por tanto, ha de ser
guardado celosamente. Derribemos la ordenación, y el clero se
convierte en hombres como los demás. Entonces sólo
podrían alcanzar su propio nivel moral. Pero hay una
fascinación en el mandato de la ordenación que les da
la sensación de que pertenecen a otra casta, de que son
superiores al resto de los hombres. No deben ser interpelados,
cuestionados ni mandados como otros hombres lo son. Su dignidad ha de
ser mantenida a toda costa. Y tan real es esta fascinación
sobre el corazón humano que raras veces pierde su efecto
incluso después que el cargo es abandonado como
antiescriturario. La sotana, como se ha dicho, puede ser arrollada y
puesta en el bolsillo, pero a menudo se hace visible algún
fleco de la misma.
Esta cuestión es de vital importancia, porque
afecta profundamente a las operaciones del Espíritu, a la
soberanía de Dios y al ministerio de la Palabra, que es
alimento y refrigerio de la vida divina en el alma. Insistir en una
cierta ceremonia por la que uno tiene que pasar antes de ser
reconocido apropiadamente como ministro de Cristo es el gran pecado
de la Cristiandad. Establece la autoridad humana por encima del
llamamiento y dones del Señor ascendido y Cabeza de la
iglesia. «Si alguien poseyera todos los dones del mismo
apóstol Pablo, no se atrevería a enseñar ni a
predicar a Jesucristo, excepto si estuviera licenciado o autorizado
por el hombre; en cambio, si estuviera totalmente privado de dones
espirituales, o incluso de la vida espiritual misma, sin embargo, si
estuviera autorizado, ordenado, licenciado o aprobado por el hombre,
podría enseñar y predicar en aquello que profesa ser la
iglesia de Dios. La autoridad del hombre, sin el don de Cristo, era
plenamente suficiente. El don de Cristo sin la autoridad del hombre
no lo era.»[2]
Es bien cierto que como cristianos nunca podremos apreciar de manera
suficiente la importancia de la responsabilidad individual del siervo
hacia el Maestro mismo. Ha de ser algo muy grave para un siervo del
Señor, que ha recibido de Él el don de
predicación o enseñanza, abandonar el ejercicio de este
don hasta que sea autorizado para ello por el hombre. En ninguna
parte leemos en la Escritura que tales dones necesiten jamás
de la autorización humana. Que el Señor despierte a Su
pueblo de manera más general a su responsabilidad en esta
cuestión, no sea que escondan su talento bajo tierra durante
Su ausencia, y tengan que dar triste cuenta de su negligencia cuando
Él vuelva.
El apóstol Pablo, que es en muchas cosas el hombre modelo de
la dispensación cristiana, lo es de manera especial en la
cuestión de la ordenación. Los había en su
época que quisieron desacreditar su apostolado porque no
había acompañado al Señor Jesús en los
días de su estancia en la tierra. Esto le lleva a vindicar su
llamamiento divino sin designación humana de la manera
más enérgica. Escribiendo a los Gálatas, dice:
«Pablo, apóstol (no de hombres ni por hombre, sino por
Jesucristo y por Dios el Padre que lo resucitó de los muertos)
...». No era de hombres como origen, ni por hombre como medio en
forma alguna, sino «por Jesucristo y por Dios el
Padre».
«Nada habría sido más fácil para Dios que
haber convertido al apóstol en Jerusalén; fue
allí que se desató su primera acción violenta
contra los cristianos. Pero cuando Dios fue a su encuentro, fue lejos
de Jerusalén, cuando estaba llevando a cabo su fiera
persecución contra los santos; y allí, a las afueras de
Damasco, a plena luz del día, el Señor, desde el cielo,
y no visto por los demás, se reveló al atónito
Saulo de Tarso. Fue llamado a ser no sólo santo sino
también apóstol; y para hacer esto tanto más
destacable, cuando fue bautizado, ¿a quién escogió
el Señor como instrumento de su bautismo? A un
discípulo que sólo nos es presentado esta sola vez, un
piadoso anciano que residía en Damasco. Dios tuvo un especial
cuidado en mostrar que el apóstol, designado para un puesto de
la mayor importancia, la función más trascendental de
ningún hombre que sea llamado a servir al Señor
Jesucristo en el evangelio —que San Pablo fue así llamado
sin la intervención, autorización o reconocimiento del
hombre en ninguna forma o manera. Su bautismo no tenía nada
que ver con su condición de apóstol. De inmediato se
dirigió a Arabia, predicando el evangelio, y Dios en el acto
le reconoció como ministro del evangelio, sin interferencia
humana alguna. Este es, de cierto, el verdadero principio del
ministerio, plenamente ilustrado en el llamamiento y la obra de Saulo
de Tarso, a partir de entonces el siervo de Cristo.
»Pero se podría objetar que leemos en el Nuevo Testamento
acerca de separación por parte de los hombres y acerca de la
imposición de manos. Lo reconocemos plenamente. Pero en
algunos casos se trata de alguien que ya había mostrado su
aptitud para la obra, y que es puesto aparte de una manera formal por
autoridad apostólica para un cargo local, y revestido de una
cierta dignidad a los ojos de los santos, quizá porque no
había demasiado don. Porque del anciano se observará
que no se dice que sea un "maestro", sino sencillamente "apto para
enseñar". En Hechos 14:23 leemos, "constituyeron ancianos en
cada iglesia, y habiendo orado con ayunos, los encomendaron al
Señor en quien habían creído". Esto demuestra
que no era la iglesia, sino que ellos —Pablo y
Bernabé— escogieron y ordenaron ancianos en las iglesias.
En ningún caso se invita a la iglesia a que los seleccione. El
hecho es que se confunde la posición de los ancianos con el
ministerio. Los ancianos eran designados por aquellos que
poseían ellos mismos una alta autoridad directamente de parte
de Cristo; pero nunca ha habido nada que tenga que ver con ordenar a
alguien para predicar el evangelio. En las Escrituras, el
Señor, y sólo el Señor, llama a los hombres a
predicar el evangelio. Como Él dice: "No me elegisteis
vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he
puesto para que vayáis y llevéis fruto". Y de Pablo
dice: "instrumento escogido me es éste, para llevar mi nombre
en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel"
(Jn. 15:16; Hch. 9:15).
»En los tiempos apostólicos nunca se vio que se designase
a alguien como maestro, ni como profeta. Pero entre los ancianos
podría haber algunos de ellos como evangelistas, maestros,
etc. Por ello se dice: "Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos
por dignos de doble honor, mayormente los que trabajan en predicar y
enseñar". Los presbíteros o ancianos, que tenían
el papel de gobernar, incluso si no eran maestros, corrían el
peligro de ser despreciados. Debían recibir honra como clase,
especialmente aquellos que trabajaban en predicar y
enseñar.
»El caso de Timoteo es sin duda peculiar. Fue designado mediante
la profecía para una cierta obra muy peculiar —la de ser
guardián de la doctrina. Y el apóstol y los
presbíteros le impusieron las manos, con lo que le fue
comunicado un don espiritual que no poseía antes. Es evidente
que no hay ningún hombre vivo en la actualidad que haya sido
similarmente dotado y llamado a tal tarea. Véase 1 Ti. 1:18;
4:14; 2 Ti. 1:6.
»También se puede decir que, lo mismo
que en el caso del apóstol Pablo, hubo una imposición
de manos, lo cual lo vemos en Hechos 13. ¿Qué muestra
esto? No, desde luego, que fuese un apóstol escogido por el
hombre; porque el Espíritu Santo declara que él era
"apóstol, no de hombres ni por hombre". Lo que
tuvo lugar en Antioquía no fue, en sentido alguno, una
ordenación para que fuese apóstol. Es evidente por
muchas escrituras que había estado predicando años
antes de que le impusiesen las manos, y que era uno de los profetas y
maestros reconocidos en Antioquía. Creo que lo que tenemos
aquí es la separación de Pablo y Bernabé para la
misión especial a la que estaban a punto de ir —plantar
el evangelio en nuevos países. Era pura y simplemente una
encomendación a la gracia de Dios para la nueva tarea a la que
estaban a punto de iniciar. Algo así podría tener lugar
en nuestro tiempo presente. Supongamos que alguien que ha estado
predicando el evangelio en Inglaterra siente en su corazón el
ir a Japón, y sus hermanos piensan que se trata precisamente
del hombre idóneo para esta tarea; podrían, con el fin
de mostrar su concurrencia y simpatía, reunirse para
oración y ayuno, para imponer las manos sobre el hermano que
va allí. Esto, en mi opinión, sería totalmente
escriturario, pero no es ordenar. Lo que creo no escriturario, y
desde luego positivamente pecaminoso, es acreditar a una serie de
hombres que no son ministros de Cristo, y desacreditar a una
serie de hombres que sí son Sus ministros, debido a que
no pasan por esta innovación
tradicional.»[3]
Aunque ya se han hecho observaciones sobre el tema del ministerio, parece que demanda un examen de pasada en relación con las cuestiones vinculadas de la predicación de los laicos y de la ordenación. Además, fue uno de los temas primeros de controversia con los Hermanos. El clero los acusó de negar totalmente el ministerio porque negaban la validez de la ordenación episcopal. Esto los expuso a muchos y acerbos ataques, pero el Señor empleó estas acusaciones para sacar a la luz la verdad acerca de la cuestión del ministerio que parece haber sido pasada por alto desde los días de los apóstoles. Fueron, creemos, los primeros en señalar con claridad la diferencia entre sacerdocio y ministerio. Hasta ahora habían sido objeto de confusión en las mentes de los hombres; pero cuando la distinción quedó aclarada, cayó un torrente de luz sobre el interesante tema del ministerio cristiano.
«La significación de la posición de la
nación judía era muy sencilla. Una ley, para dirigir la
conducta de un pueblo ya constituido como tal delante de Dios; y un
sacerdocio para mantener las relaciones que existían entre
este pueblo y su Dios —relaciones cuyo carácter no les
permitía acercarse a Él sin mediación. La
cuestión no era cómo buscar y llamar a los de fuera;
sino ordenar la relación con Dios de un pueblo ya
reconocido como tal.
»Como ya hemos visto, el cristianismo tiene un carácter
totalmente diferente. Considera a la humanidad como universalmente
perdida, demuestra la realidad de esto, y busca, por medio del poder
de una nueva vida, adoradores en espíritu y en verdad. A la
vez, introduce a los adoradores mismos a la presencia de Dios, que
allí se revela a ellos como su Padre —un Padre que los ha
buscado y salvado. Y esto se hace no por medio de una clase
sacerdotal intermedia que representa a los adoradores, debido a la
incapacidad de estos últimos de acercarse a un Dios terrible y
conocido imperfectamente; sino que los introduce en plena confianza a
un Dios conocido y amado, porque Él los ha amado, buscado y
purificado de todos los pecados de ellos, para que pudieran estar sin
temor ante Él.
»La consecuencia de esta señalada diferencia entre las
relaciones en las que se encuentran judíos y cristianos con
respecto a Dios es, que los judíos tenían un
sacerdocio —y un ministerio— que actuaba aparte del
pueblo; en cambio el cristianismo tiene un ministerio que
encuentra su ejercicio en la revelación activa de aquello que
Dios es —sea en la iglesia o fuera de la misma—, sin
ningún sacerdocio mediador entre Dios y Su pueblo, excepto el
mismo gran Sumo Sacerdote. El sacerdocio cristiano está
compuesto de todos los verdaderos cristianos, que gozan por un igual
del derecho de entrar en el lugar santísimo por el camino
nuevo y vivo que ha sido consagrado para ellos —un sacerdocio,
además, cuyas relaciones son esencialmente celestiales.
»El ministerio, por tanto, es esencial al cristianismo, que es
la actividad del amor de Dios en librar a las almas de la ruina y del
pecado, y de atraerlas a Sí mismo.
»"Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no
tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos
encargó a nosotros la palabra de la reconciliación" (2
Co. 5:19). Estas son las tres cosas que brotan de la venida de Dios
en Cristo. "La reconciliación", el "no tomar en cuenta", y "el
encargo a nosotros de la palabra de la reconciliación". Sin
esto último, la obra de la gracia hubiera quedado imperfecta
en su aplicación; y la coronación de esta gloriosa obra
de la gracia de Dios era encomendar al hombre "la palabra de la
reconciliación", según Su poder y agrado. Así,
había dos elementos contenidos en el ministerio: primero, una
profunda convicción y un sentido poderoso del amor exhibido en
esta obra de reconciliación; en segundo lugar, dones para
declarar a los hombres, según sus necesidades, las riquezas de
esta gracia que animaba los corazones de aquellos que daban
testimonio de la misma. ...
»Así, tenemos estas dos cosas como motivos principales y
fuentes de todo ministerio: el amor producido en el
corazón por la gracia, el amor que impele a la actividad; y la
soberanía de Dios que comunica dones según le
parece bien, y llama a este o a aquel servicio —un llamamiento
que hace del ministerio un asunto de fidelidad y de deber por parte
de aquel que ha sido llamado. Se tiene que observar que estos dos
principios suponen una libertad completa respecto al hombre, que no
puede interferirse ni como fuente ni como autorizador del ministerio,
sin, por una parte, neutralizar el amor como fuente de la actividad,
o, por otra parte, usurpando la autoridad de Dios, que llama y
envía. No hay fuente cristiana de actividad excepto el amor de
Cristo y el llamamiento de Dios.
»Este ministerio de Jesús, esta
energía activa del amor de Dios en la búsqueda de los
perdidos, el testimonio de la obra y victoria del Salvador, el
único que es digno de ser así glorificado, recibe todo
su poder de y tiene como su única fuente en el Espíritu
Santo enviado del cielo. Es el ministerio del Espíritu Santo
en la elección y empleo de Sus siervos. En todo esto, Dios es
soberano. El ejercicio de los dones que Él ha conferido es
regulado por el Espíritu Santo, que actúa de manera
soberana en la iglesia. Las pruebas y los ejemplos de ello se
encuentran en la Palabra. En cuanto a la fuente del ministerio, o a
la autorización para su ejercicio, el hombre, si interfiere,
comete pecado.»[4]
En un artículo que llegamos a conocer hace un cierto tiempo
se decía que uno de los puntos doctrinales de los Hermanos
es:
«Que no es lícito orar por el perdón de nuestros
pecados, porque, si somos verdaderos cristianos, fueron perdonados
hace mil novecientos años en la cruz.»
No se da referencia alguna que justifique esta declaración, y
por tanto no podemos comparar contextos. La cruz, creemos todos, es
la única base del perdón, pero nunca se dice al
creyente que cree en Jesús: «Tus pecados fueron todos
perdonados cuando Cristo derramó Su sangre en la cruz».
El orden divino parece ser que Cristo quitó el pecado
en la cruz, y que nosotros somos perdonados cuando creemos, no
«hace mil novecientos años». «Pero ahora, en la
consumación de los siglos, se presentó una vez para
siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio
el pecado» (He. 9:26). Y al primero de los pecadores que cae
arrepentido a Sus pies, el bendito Señor le dice: «Tus
pecados te son perdonados» (Jn. 7:48). Así, vemos que el
pecado fue quitado en la cruz según las demandas de la gloria
divina, de modo que el Padre queda libre de correr para acoger al
pródigo que regresa, abrazándolo con el beso de
reconciliación, revistiéndolo con la mejor ropa, y
sellándolo con el anillo de Su amor eterno. Al mismo tiempo,
si queremos ver nuestros pecados quitados, tenemos que mirar
atrás a la cruz; en ningún lugar se dice que el
Señor los quite de nuestros corazones; sólo en la cruz.
Aquellos que miran en sus corazones en lugar de a la cruz para ver
sus pecados quitados quedarán amargamente frustrados.
Sólo sabemos que nuestros pecados fueron «quitados»,
«anulados», en la cruz, y son perdonados cuando creemos. La
palabra del Señor es la única base para la total
plenitud de fe. Por correcta que sea nuestra experiencia, no podemos
edificar sobre ella; la Palabra de Dios es el único lugar de
reposo del alma. Las palabras de un himno expresan esta verdad de una
manera muy dulce:
«Mi alma mira atrás (no dentro de sí) para ver
La carga que Tú llevaste,
Cuando colgabas en el madero de maldición,
Porque TODA mi culpa estuvo allí.»
Por lo que respecta a la otra parte de esta doctrina que se
atribuye a los Hermanos, «Que no es lícito orar por el
perdón de nuestros pecados»: Todos sabemos que se ha
hecho mucho uso de esta denuncia. ¡Pero es la sagrada verdad de
Dios la que es hecha objeto de ridículo! En nada muestran
más incompetencia sus críticos a la hora de examinar y
criticar sus escritos que en el tema tan elemental del perdón.
Es evidente que los críticos no tienen un concepto apropiado
de lo completo de la redención o de los privilegios de la
relación del creyente con Dios. Por ello, enseñan que
los cristianos tienen que orar a Dios a diario por el perdón
de sus pecados y acudir a ser limpiados una y otra vez con la sangre
de Jesús, como si pudiésemos ser perdidos y salvados
cada día. «Las palabras del apóstol Juan»,
dice uno de ellos, «se dirigen evidentemente a los
creyentes» (1 Jn. 1:7). «La sangre de Jesucristo su Hijo
nos limpia (no, nos ha limpiado, sino, nos está
actualmente limpiando) de todo pecado.» Los Hermanos como
conjunto se pronunciarían en el sentido de que la doctrina
acabada de describir es totalmente falsa e inconsecuente con el
contexto de 1 Juan 1:7 y con toda la Escritura, especialmente el
evangelio. El apóstol está refiriéndose
aquí a creyentes que están andando en la luz como Dios
está en la luz, no tan sólo en conformidad a ella, sino
en ella. ¿Cómo podría ser esto si sus pecados
no hubieran sido purificados por la sangre de Jesús?
Él no está hablando de una purificación
continua, sino de una purificación absoluta de
todo pecado, lo que es apropiado para la pura luz de la presencia de
Dios.
Los Hermanos, desde luego, no tienen el hábito, al menos en
público, de orar a Dios por el perdón de sus pecados.
No porque lo consideren «ilícito» o porque hubiesen
sido perdonados hace mil novecientos años, ni porque no
pequen, sino porque sería incredulidad, por cuanto no
están en la posición de pecadores ante Dios, sino de
hijos delante del Padre. Cuando un pecador se convierte —nace de
nuevo— cambia de terreno; abandona, y para siempre, el terreno
del hombre natural, y está a partir de entonces sobre el nuevo
terreno de la vida eterna y de la salvación; de modo que
sería una incredulidad de la más inexcusable volver al
viejo terreno, desconociendo la obra en gracia de Dios en el nuevo
nacimiento. «De cierto, de cierto os digo: El que oye mi
palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no
vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a
vida» ... «pues todos sois hijos de Dios por la fe en
Cristo Jesús» (Jn. 5:24; Gá. 3:26). Pero si no
oran como pecadores para ser perdonados, sí confiesan sus
faltas como hijos según la mente del Señor. «Si
confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar
nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Jn. 1:9).
Aquí no se dice que Dios mostrará gracia y
misericordia para perdonarnos si oramos a Él, sino que
Él será fiel y justo para perdonarnos
nuestros pecados si los confesamos. Esto es, Él es fiel y
justo para con Cristo, que murió por nosotros, quitó
nuestros pecados en la cruz, y la sangre del cual está rociada
en el propiciatorio; siempre, por así decirlo, delante de la
mirada de Dios. Ciertamente que, a la luz de este texto, no
podríamos orar a Dios que sea «fiel y justo»;
sabemos que Él ha de serlo siempre respecto a la obra acabada
de Cristo; pero podríamos no confesar plena o libremente
nuestros pecados, y esto en el profundo sentido de lo que somos a la
vista de aquella sangre que fue vertida por ellos, y en la presencia
de Su santidad, los hijos de quien, aunque indignos, siempre somos.
Es mil veces más escrutador para un hijo confesar los detalles
de su falta que meramente pedir —puede que de manera
mecánica— ser perdonado.
Vemos así que la Palabra de Dios es más consecuente que
la teología de los hombres, y tres veces feliz es el cristiano
que se siente feliz de andar a la luz de esta verdad, aunque sea mal
comprendido y se tergiverse su verdadera posición.
Vendrá el día en que el Señor vindicará a
aquellos que, aunque teniendo poca fuerza, han guardado Su palabra y
no han negado Su nombre.
La siguiente cita puede ser aceptada como el testimonio de los
Hermanos en general respecto a 1 Juan 1:7.
«Si se supone que la purificación mediante la sangre de
Jesús, en 1 Juan 1:7, está actualmente en marcha, esto
refutaría el lenguaje del mismo apóstol en Apocalipsis
1:5, donde se nos dice que ya hemos sido purificados por Su sangre, y
esto aparece de manera más notable en cualquier
traducción exacta, como la versión del Deán
Alford: "A Él que nos ama, y que nos lavó de nuestros
pecados en su sangre". Su amor es constante, pero el lavamiento, o
liberación, de nosotros de nuestros pecados es expresado con
un participio de aquel tiempo que expresa una acción simple en
el pasado, excluyendo duración. Juan no podría haber
empleado esta forma si hubiera acudido a diario ante Dios para una
purificación diaria por la sangre de Jesús; porque en
este caso sería correcto emplear no el aoristo, sino el tiempo
imperfecto, que expresa de manera precisa una acción continua
o repetida.
»¿A qué se debe que el apóstol emplee el
presente [en 1 Jn. 1:7]? ¿Hay acaso laxitud en su forma de
expresarse, cuando dice "La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia
de todo pecado"? Al contrario, el tiempo verbal es tan preciso en 1
Juan 1:7 como su empleo de participios distintivos en Apocalipsis
1:5. Un poco de conocimiento es proverbialmente peligroso; y en la
exégesis de la Escritura hay voluminosos comentaristas que
pueden extraviarse, no menos que sus seguidores. Pero
difícilmente conviene a nadie dar una opinión acerca de
esta cuestión a los que desconocen el hecho de que en griego,
como en la mayoría de las lenguas, el presente no se limita en
absoluto a una acción incompleta todavía en curso de
ejecución, porque expresa de manera no menos correcta un
presente absoluto, como en proposiciones generales, declaraciones
doctrinales, apotegmas (aforismos) y descripciones de maneras,
costumbres o asuntos de acaecimiento frecuente. Del mismo modo, en
nuestra lengua diríamos, "el alimento nutre el cuerpo humano,
el veneno mata". La idea que se comunica no es la de la continuidad
del acto, sino la cualidad de cada material, o de sus efectos
opuestos en el hombre. Casi cada capítulo en las
epístolas nos da ejemplos de esto. Tomemos una llana
declaración análoga en 1 Juan 2: "Él es
la propiciación por nuestros pecados". ¿Acaso el presente
significa aquí que Él está realmente ahora
haciendo la expiación por nuestros pecados? Evidentemente no
es así; una interpretación así del presente
anularía claramente la expiación. Aquí se emplea
evidentemente en su sentido absoluto, sin referencia a ningún
momento definido, para expresar la grande y bendita verdad de Su
propiciación. Lo mismo en nuestro texto, el concepto de la
purificación continuada contradiría de manera positiva
la magna doctrina de la Epístola a los Hebreos y del evangelio
en general. Por ello, constituye un error gravísimo ...
»Hemos visto, así, que no se puede
significar la purificación continua mediante la sangre, no
meramente porque no tiene un significado justo en sí mismo,
sino porque se opondría a otras Escrituras que tratan el
efecto sobre el cristiano como completo. La Escritura no puede ser
quebrantada. La Palabra no admite la aplicación repetida de la
sangre de Cristo en ningún otro pasaje, incluso si la Palabra
aquí lo implicase, que no lo hace. Queda, por tanto, que
aceptemos el único sentido posible del presente que nos queda
aquí, esto es, que el apóstol declara, de una manera
absoluta, la purificación de los creyentes por la sangre de
Jesús, expresada (como sucede de forma regular en tales
proposiciones) en el presente, pero de manera abstracta, sin
referencia a un tiempo pasado, presente y futuro, como una de las
principales características de su lugar o posición.
Aquí no es cuestión de este o aquel pecado, cuando tal
pecado es confesado; Su sangre nos purifica de todo pecado. No
tenemos aquí detalles, ni la restauración tras una
falta. Es el valor apropiado y divino de Su sangre. En consecuencia,
si fuese el designio del Espíritu Santo revelar esto de una
manera absoluta, el tiempo presente sería precisamente el
exactamente apropiado para el apóstol, como lo vemos ante
nosotros. El esfuerzo por limitar o incluso aplicar la
expresión "purifica" al sentido continuo del presente
es por tanto mera ignorancia, o peor. La doctrina de esta
cláusula, del contexto y de la Escritura en general, declaran
de forma unánime e inequívoca el uso absoluto del
presente en el verbo final de 1 Juan 1:7».[5]
Mucha de la oscuridad, confusión e incertidumbre que
predominan por la Cristiandad acerca del tema del perdón y de
la certidumbre de la salvación sólo se pueden explicar
—por extraño que parezca— por el rechazo de verdades
que la Escritura enseña, y por causa de las cuales los
críticos denuncian a los Hermanos como herejes. Los maestros
dirigentes de las diversas escuelas de pensamiento protestante
parecen haber pasado totalmente por alto la perfecta provisión
de Dios en la economía de la gracia para cada necesidad de
toda la familia de la fe. Esta provisión está
llanamente revelada por el bendito Señor en Juan 13.
Jesús había tomado ahora Su posición entre Sus
discípulos como uno que se despide, «sabiendo
Jesús que su hora había llegado para que pasase de este
mundo al Padre». Pero Su entrada en la gloria no iba a separar
Su corazón de ellos, ni tampoco iba a privarle de atender a
las necesidades de ellos. Para ilustrar esto, se ciñe para el
servicio, y toma agua para lavar los pies de ellos. El efecto de este
servicio es que el Espíritu Santo, mediante la Palabra, quita
de manera práctica toda la contaminación que recogemos
al caminar por este mundo pecaminoso. Ellos habían sido
regenerados —habían nacido de nuevo: esto nunca
podría repetirse; pero tenían que ser guardados en una
condición de pureza sin mancha apropiada para la presencia de
Dios, y para las relaciones en las que han sido introducidos en su
unidad con Cristo en el cielo. Los sacerdotes que servían a
Dios en el tabernáculo eran lavados enteramente al ser
consagrados. Este lavamiento nunca había de ser repetido.
Luego se lavaban las manos y los pies cada vez que se acercaban a
Dios en el servicio. El cristiano, al haber sido lavado o
bañado, «no necesita sino lavarse los pies, pues
está todo limpio». ¡Qué palabra de los labios
de la verdad y santidad eternas! «Y vosotros limpios
estáis, aunque no todos», porque Él sabía
quien iba a traicionarle. El creyente más débil, o el
cordero más joven en Su rebaño es guardado sin mancha
en la presencia de Dios —donde Su obra consumada los ha
puesto— mediante Su ministerio de gracia en lo alto, y por el
poder del Espíritu Santo que permanece con Su pueblo
aquí. Así, el Señor cuida de los intereses de
ellos en el cielo, y el Espíritu Santo hace lo propio en la
tierra, de modo que están bien cuidados, bien
proveídos. «Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos
para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la
propiciación por nuestros pecados» (1 Jn. 2:1-2). Esta
abogacía se basa en la justicia y en la propiciación, y
el Espíritu Santo siempre actúa en armonía con
la mente y la obra de Cristo.
Esta línea de verdad, tan liberadora y elevadora del alma,
abunda en casi todos los escritos de los Hermanos, especialmente en
los escritos de los primeros de ellos, de modo que se ha
enseñado en público y privado, y se ha extendido
mediante sus libros a lo largo de muchos años. No podemos
dejar de pensar que aquellos que han tratado de ridiculizarlos a los
ojos del público cristiano por no orar por el perdón de
sus pecados «porque fueron perdonados hace mil novecientos
años en la cruz» son culpables de frivolizar, si no de
pecar abiertamente, acerca de las cosas de Dios. Terminemos citando
el siguiente extracto de una de las revistas mensuales de los
Hermanos.
«Jesús asume ahora un nuevo servicio, la
eliminación de las contaminaciones de los Suyos en su andadura
como santos por el mundo. Este es el significado de lo que sigue.
"Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de
los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba
ceñido" (Jn. 13:5). Obsérvese cuidadosamente que
aquí se trata de agua, no de sangre. El lector del Evangelio
de Juan no habrá pasado por alto que da mucha importancia al
"agua", no sólo a la "sangre". Así lo hizo el
Señor al presentar la verdad a los Suyos, y nadie muestra esto
más que Juan. Su primera epístola también
caracteriza al Señor como Aquel que "que vino mediante agua y
sangre; no mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre" (1
Jn. 56): Él nos purifica de nuestros pecados, además de
expiarlos. Él emplea la Palabra para limpiar a aquellos que
han sido lavados de sus pecados en Su sangre. Los apóstoles
Pablo, Pedro y Santiago, insisten en el poder de la Palabra, lo mismo
que Juan. Es desastroso y peligroso en sumo grado descuidar la
purificación por el lavamiento de agua mediante la Palabra. Si
"la sangre" es respecto a Dios, sin embargo para nosotros el "agua"
es con respecto a los santos, para eliminar la impureza en la
práctica, así como para dar una nueva naturaleza, que
juzga el mal según Dios y Su Palabra. De Su costado abierto
salieron sangre y agua (Jn. 19:34).
»Por lo que respecta a esta profunda y bendita
verdad, la Cristiandad permanece, me temo, tan a oscuras como Pedro
cuando rechazó aquella acción del Señor en
gracia. Y Pedro no llegó a comprender la verdad comunicada por
esta tan significativa acción hasta más adelante, esto
es, cuando el Espíritu Santo vino para mostrarles las cosas de
Cristo. En aquella ocasión misma estuvo totalmente errado. Y
así suele suceder con los hombres ahora, aunque se ha otorgado
plenamente la luz divina. Siguen perversamente limitando su
significado a la enseñanza de la humildad. Esto es lo
único que vio Pedro, y de ahí su error; porque
él creyó que era una humillación excesiva por
parte del Señor que le lavase los pies; y, cuando se
sintió alarmado por la advertencia del Señor,
cayó en el error opuesto. Sólo estamos a salvo cuando
nos sujetamos a Su palabra desconfiando de nosotros mismos. ... "El
que está lavado (bañado), no necesita sino lavarse los
pies, pues está todo limpio". El Señor "padeció
una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para
llevarnos a Dios" (1 P. 3:18). Por Su "solo sacrificio" no
sólo somos santificados sino perfeccionados para siempre.
¿Es que un santo no comete faltas después? Es triste
decir que bien puede suceder. ¿Cuál es entonces la
provisión para ello? Es el lavamiento del agua por la palabra
que el Espíritu aplica en respuesta a la abogacía del
Hijo ante el Padre.»[6]
1. The Collected Writings, «Ecclesiastical», vol. I de J. N. Darby. Volver al texto
2. Things New and Old, vol. 18. pág. 262. C. H. Mackintosh. Volver al texto
3. Véase Lectures on the Epistle to the Galatians, págs. 5-11; también Un Cuerpo y Un Espíritu [incluido en el libro La Iglesia de Dios], ambas obras de William Kelly. Volver al texto
4. Véase un valiosísimo tratado de J. N. Darby, «On the Nature, Source, Power and Responsibility of Ministry», The Collected Writings, Ecclesiastical, vol. 1, pág. 315. Será de utilidad para todos los que estén bajo servidumbre por lo que respecta a su servicio público, que consulten esta abierta y libre exposición de la verdad acerca de la libertad y responsabilidad del siervo. Volver al texto
5. Bible Treasury, marzo de 1879. Volver al texto
6. Bible Treasury, enero de 1878. Volver al texto
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