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«LOS HERMANOS»
(Según su designación común)
Su Origen, Desarrollo y Testimonio

UN BREVE BOSQUEJO

Andrew Miller


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CAPÍTULO 7

LA POSICIÓN CRISTIANA

La importante cuestión de la posición cristiana surge de natural de la que hemos estado considerando: el perdón de los pecados. A no ser que la conciencia esté purificada de todos los pecados, no podrá haber goce de la presencia divina. Este es el punto de separación entre los Hermanos y sus críticos; y al ser esto el umbral mismo del cristianismo, no debemos maravillarnos de que se considere a los primeros como en error, siendo que los segundos no comprenden su posición como cristianos, o, más bien, la posición cristiana. Se encuentran sobre un terreno distinto y contemplan las cosas divinas desde puntos de vista diferentes. Los pensamientos de los críticos están formados y sus declaraciones gobernadas por la escuela particular de pensamiento teológico en la que han sido instruidos, mientras que los pensamientos y las declaraciones de los Hermanos están gobernados sólo por la Escritura.

Naturalmente, los teólogos dirán que sus diferentes sistemas de teología son deducciones justas e imparciales de la Escritura y que están apoyadas por ella. Bien, supongamos que admitimos esto; pero, ¿cuánto de la verdad de Dios queda fuera en estos cuerpos normalizados de doctrina? ¿Adónde iremos para encontrar la doctrina de la iglesia de Dios como cuerpo y esposa de Cristo? ¿La presencia del Espíritu Santo en la tierra y Sus diversas operaciones? ¿La venida del Señor para recibirnos a Sí mismo? ¿El arrebatamiento de los santos? ¿Las relaciones celestiales del cristiano? ¿La primera resurrección y el reinado milenario de los santos con Cristo por mil años? (1 Co. 12; Ef. 4; Ap. 21; Jn. 14; 15; 16; Jn. 14:1-3; 1 Ts. 4:13-18; 1 Co. 15:51, 52; Ef. 2:4-6; Col. 3:1-4; Ap. 20:5, 6). Estas benditas y preciosas verdades son enseñadas en la Escritura de una manera llana y abundante, y caracterizan la enseñanza y los escritos de los Hermanos. Pero, ¿en qué sistema de teología se van a encontrar?[1]

Sabemos que hay cristianos individuales que en las diversas denominaciones mantienen y enseñan algunas de estas verdades, especialmente en los últimos años; pero nos estamos refiriendo a aquellos sistemas de doctrina que tienen la intención de conducir a los jóvenes en sus estudios, y mediante los que son examinados antes de recibir su licencia, y por los que serán juzgados si nunca después llegan a quedar sujetos a acciones disciplinarias. Deben predicar sólo aquellas doctrinas que quedan dentro de los límites de su sistema si no quieren que se les llame la atención. Así, podemos preguntar: ¿cómo pueden aquellos que han sido instruidos así y que siguen adhiriéndose a su sistema, tener competencia para pesar en las balanzas del santuario las verdades que componen estas enseñanzas, siendo que no las comprenden, sino que meramente las juzgan por medio de su propia teología?

El testimonio de la Escritura

Veremos ahora qué tiene que decir la Palabra de Dios tocante a la cuestión de la posición cristiana en relación con el perdón.

El apóstol Juan dice, en su primera epístola: «Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él. Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad; pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Jn. 1:5-7). En el versículo 7 tenemos los tres grandes rasgos de nuestra posición cristiana, contemplada como hombres que andan aquí abajo. Juan no está describiendo una clase especial entre los fieles, sino a todos los verdaderos cristianos, sea donde sea que se hallen. Andamos en luz como Dios está en luz, donde todo pecado es juzgado según Él con quien estamos en comunión. Luego, algo de lo que el mundo nada sabe, «tenemos comunión unos con otros», esto es, tenemos la misma naturaleza divina, y el mismo Espíritu Santo habita en nosotros; de modo que ha de haber comunión. Esto lo podemos ver cada día y allí donde estemos. Cuando viajamos, puede ser, nos encontramos con un perfecto extraño; cae una palabra —el bendito nombre de Cristo, o aquello que comunica al corazón el sentido de Su gracia, y tenemos comunión con aquella persona, sencillamente porque allí hay vida divina. Esto es sólo natural en la nueva creación de Dios, siendo todos habitados por el mismo Espíritu. Pero además de todo esto, somos purificados de todo pecado —«la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado». Esto no es traído aquí como provisión para nuestras faltas, como algunos dicen, ni para nuestra restauración diaria. El apóstol está refiriéndose a la posición en la que el creyente es situado por la gracia de Dios desde el comienzo de su carrera cristiana, y que permanece sin cambios en toda dicha carrera.

Estamos en luz como Dios está en luz; tenemos comunión unos con otros; y somos limpiados por la sangre de Jesucristo —el poder siempre permanente de la sangre de Jesús que no conoce límite alguno.

«Estos son los tres grandes principios de la posición cristiana. Estamos en la presencia de Dios sin velo. Es algo real, un asunto de vida y andadura. No es lo mismo que andar según la luz; pero es en luz. Es decir, que esta andadura está ante la mirada de Dios, iluminada por la plena revelación de lo que Él es. No se trata de que no haya pecado en nosotros, sino que, andando en luz, estando la voluntad y la conciencia en luz como Dios está en luz, todo aquello que no se corresponde con ello es juzgado. Vivimos y andamos moralmente en la conciencia de la presencia de Dios. Así, andamos en la luz. El gobierno moral de la voluntad es el mismo Dios, Dios conocido. Los pensamientos que inclinan el corazón proceden de Él mismo, y son formados por la revelación de Él mismo. El apóstol expone estas cosas de una manera abstracta; así, dice: "no puede pecar, porque es nacido de Dios" (1 Jn. 3:9); y esto mantiene la regla normal de esta vida; es su naturaleza; es la verdad, en cuanto a que el hombre ha nacido de Dios. No podemos tener otra medida de ello; cualquier otra sería falsa. No sigue de ello, ¡ay!, que seamos siempre consecuentes; pero somos inconsecuentes si no estamos en este estado; entonces no estamos andando según la naturaleza que poseemos; quedamos fuera de nuestra verdadera condición según aquella naturaleza.

»Además, andando en la luz como Dios está en la luz, los creyentes tienen comunión unos con otros. El mundo es egoísta. La carne, las pasiones, buscan su propia gratificación; pero si estoy andando en la luz, el yo no tiene lugar ahí. Gozo de la luz y todo lo que veo en ella con otro, y no hay celos. Si otro posee una cosa carnal, yo me quedo privado de ella. En la luz tenemos una posesión en común de aquello que Él nos da, y gozamos tanto más de ello compartiéndolo juntos. Esta es una piedra de toque de todo lo que es de la carne.

»Sentimos la necesidad que hay de lo último: la sangre que limpia de todo pecado. Mientras andamos en la luz como Dios está en la luz, con una revelación perfecta que nos ha venido de Él mismo, con una naturaleza que le conoce espiritualmente, como el ojo es llevado a apreciar la luz, no podemos decir que no tenemos pecado. La luz misma nos contradiría. Pero podemos decir que la sangre de Jesucristo nos limpia perfectamente de dicho pecado.»[2]

Aquellos que conocen su lugar en asociación con Cristo resucitado de los muertos saben que tienen vida eterna, y esto en resurrección; la muerte, un sepulcro vacío, el mundo, el pecado y Satanás quedan todos detrás del cristiano. El sepulcro de Cristo es el final de cada enemigo. «Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois [no "seréis", sino "sois"] salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (Efesios 2:4-6).

Los resultados de la redención

Antes de dejar la Epístola de Juan, observaremos brevemente la enseñanza de los tres testigos en el capítulo 5. «Este es Jesucristo, que vino mediante agua y sangre; no mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la verdad. Y tres son los que dan testimonio en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre; y estos tres concuerdan.» Juan tiene su mirada en la cruz. Fue del costado traspasado de Jesús que brotaron la sangre y el agua; y aquello de lo que dan testimonio es que Dios nos ha dado vida eterna por la muerte de Su amado Hijo. «Es el juicio de muerte pronunciado y ejecutado (comparar Romanos 8:3) sobre la carne, sobre todo lo que es del viejo hombre, sobre el primer Adán. ¡No que el pecado del primer Adán estuviera en la carne de Cristo, sino que Jesús murió en ella como sacrificio por aquel pecado!» ¡Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas! Aquí tenemos la sangre que expía, el agua que purifica, y el Espíritu que habita en nosotros, dando testimonio de su eficacia. Pertenecemos a la nueva creación de Dios; poseemos vida en resurrección. La sangre de la propiciación nos purifica de todo pecado; el agua de la purificación nos mantiene tan sin mancha como la sangre nos ha limpiado, y el Espíritu Santo es el poder en la aplicación de estas cosas mediante la fe en la Palabra, dándonos el gozo de ambas, y dando testimonio porque Él es verdad.

Aquello respecto a lo que los tres dan testimonio queda clarificado y lleno de interés en la siguiente cita:

«Él vino mediante agua —un poderoso testimonio, al brotar del costado de un Cristo muerto, de que la vida no debe ser buscada en el primer Adán; porque Cristo, como asociado con Él, asumiendo su causa, el Cristo venido en la carne, tenía que morir; si no, hubiera permanecido a solas en Su propia pureza. La vida tiene que ser buscada en el Hijo de Dios resucitado de entre los muertos.

»Pero no fue mediante agua solamente que vino; fue también mediante sangre. La expiación de nuestros pecados fue tan necesaria como la purificación moral de nuestras almas. Y la poseemos en la sangre de un Cristo inmolado. Sólo la muerte podía expiarlos, borrarlos. Y Jesús murió por nosotros. La culpa del creyente ya no existe más ante Dios; Cristo se ha puesto en su lugar. La vida está en las alturas, y nosotros somos resucitados junto con Él, habiendo Dios perdonado todas nuestras ofensas.

»El tercer testigo es el Espíritu —mencionado el primero en el orden de su testimonio en la tierra; el último en su orden histórico. Es en efecto el testimonio del Espíritu, Su presencia en nosotros, lo que nos capacita para apreciar el valor del agua y de la sangre.

»Nunca habríamos comprendido la significación práctica de la muerte de Cristo si el Espíritu Santo no fuese un poder revelador para el nuevo hombre por lo que respecta a su importancia y eficacia. Ahora, el Espíritu Santo ha descendido de un Cristo resucitado y ascendido, y así conocemos que la vida eterna nos es dada en el Hijo de Dios.

»El testimonio de estos tres testigos se une en esta misma verdad, esto es, que la gracia, que el mismo Dios, nos ha dado la vida eterna; y que esta vida está en Su Hijo. El hombre no tenía nada que hacer en todo esto —excepto por sus pecados. La vida eterna es el don de Dios. Y la vida que Él nos da está en Su Hijo. El testimonio es el testimonio de Dios. ¡Qué bendito es tener un testimonio así, y éste de Dios mismo, y en perfecta gracia!»[3]

La verdadera base de la paz

Todo aquel que sea ajeno a una plácida y asentada paz con Dios haría bien en leer los escritos de estos cristianos acerca de esta cuestión. No dan un sonido incierto. Las «dudas y temores» que durante tanto tiempo han acosado y aturdido a incluso los más piadosos entre las denominaciones no se han desvanecido totalmente, aunque en estos últimos años muchos cristianos han encontrado más claridad y certidumbre que anteriormente. Se podrían dar muchos de los más ilustres nombres en eras pasadas que se sintieron frecuentemente inquietos a lo largo de su vida, inseguros acerca de su perdón y aceptación. La verdadera paz era desconocida.

Pero la paz con Dios es la herencia de todos Sus hijos —como legado dejado por Cristo a Sus discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da» (Jn. 14:27). Fue en medio de este mundo con todas sus pruebas y conflictos que Él les dio Su propia paz —la paz que Él mismo tenía con el Padre mientras andaba en este mundo. Pero, ¿por qué será que tan pocos gozan de esta paz con el Padre que Él gozó? ¡Es nuestra! ¡Nos la dejó! No se puede dar otra razón que la incredulidad. No podemos gozar de una bendición antes de creerla. Y Él quería que nosotros gozásemos de esta paz en este mundo y a pesar del mismo, como Él la gozó. Él es también nuestra paz en el cielo, de modo que es perfecta en la luz así como en el mundo.

Ponderemos las siguientes citas acerca de esta cuestión personal de tanta importancia, y el lector podrá juzgar acerca de la enseñanza.

«Nuestra paz no es meramente algo que gozar dentro de nosotros, sino que es Cristo fuera de nosotros: "Porque él es nuestra paz" —una expresión de lo más maravilloso. Y si las almas tan sólo descansasen en esto, ¿habría ansiedad alguna acerca de la plenitud de la paz? Es mi propia culpa si no reposo en ella y gozo de ella. Pero, incluso así, ¿debo dudar de que Cristo sea mi paz? Si dudo, lo estoy deshonrando. Si tuviera yo un avalista de riquezas inagotables, ¿por que iba yo a dudar de mi posición o de mi crédito? No dependería ni de mi riqueza ni de mi pobreza. Todo tiene que ver con los recursos de Aquel que se ha hecho responsable de mí. Así es con Cristo. Él es nuestra paz, y no puede haber posibilidad alguna de que Él pueda faltar. Cuando el corazón confía en esto, ¿cuál es el efecto? Entonces podemos reposar y gozar de la paz. Pero debo empezar creyéndolo. El Señor, en Su gracia, da a Su pueblo en ocasiones arrebatos de gozo; pero el gozo puede fluctuar. La paz es o debiera ser algo permanente, a lo que el cristiano siempre tiene derecho, y ello debido a que Cristo es nuestra paz.»[4]

«Es muy importante tener un conocimiento claro de aquello que constituye el fundamento de la paz del pecador en la presencia de Dios. Son tantas las cosas que se han entremezclado con la obra cumplida por Cristo, que las almas se ven hundidas en la incertidumbre y en la oscuridad en cuanto a su aceptación. No disciernen el carácter absolutamente establecido de la redención por la sangre de Cristo en su aplicación a ellos mismos. Parecen no ser conscientes de que el pleno perdón de sus pecados descansa sobre el simple hecho de haberse cumplido una expiación perfecta, un hecho atestiguado y probado a la vista de toda inteligencia creada mediante la resurrección de entre los muertos de Aquel que es el Garante por el pecador. Ellos saben que no hay otro medio de salvarse que la sangre de la cruz, pero los demonios también saben esto y no les aprovecha para nada. Lo que es tan necesario es saber que somos salvos. El israelita no sabía meramente que la sangre era una salvaguardia, sino que sabía que él estaba a salvo. ¿Y por qué estaba a salvo? ¿Acaso por alguna cosa que él hubiese hecho, o sentido, o pensado? No, en absoluto; lo sabía porque Dios había dicho: "Veré la sangre y pasaré de vosotros". El israelita descansaba en el testimonio de Dios; creía lo que Dios había dicho, porque Dios lo había dicho: "éste atestigua que Dios es veraz" (Juan 3:33).

»Observa, querido lector, que el israelita no descansaba en sus propios pensamientos, ni en sus sentimientos, ni tampoco en sus experiencias relativas a la sangre. Esto habría sido descansar sobre un miserable fundamento de arena. Sus pensamientos y sus sentimientos podían ser profundos o superficiales; pero profundos o superficiales, nada tenían que ver con el fundamento de su paz. Dios no había dicho: "Cuando veáis la sangre y la estiméis como debe ser estimada, yo pasaré de vosotros". Esto habría bastado para hundir al israelita en una profunda desesperación en cuanto a sí mismo, puesto que es imposible para el espíritu humano apreciar en su justo valor la preciosa sangre del Cordero. Lo que le daba la paz era la certidumbre de que la mirada de Jehová reposaba sobre la sangre, y el israelita sabía que Él la apreciaba en todo su valor. ¡"Veré la sangre"! He aquí lo que tranquilizaba su corazón. La sangre estaba afuera, en el dintel de la puerta, y el israelita que estaba dentro no podía verla; pero Dios sí la veía, y esto era plenamente suficiente.

»La aplicación de lo que precede a la paz del pecador es bien sencilla. Habiendo el Señor Jesús derramado su preciosa sangre en expiación perfecta por el pecado, Él ha llevado esta sangre a la presencia de Dios, y allí Él ha hecho la aspersión; y el testimonio de Dios asegura al pecador que cree, que todas las cosas han sido arregladas a su favor y ello no por el aprecio que él tiene de la sangre, sino por la sangre misma: por una sangre que tiene tan grande valor a los ojos de Dios, que, a causa de esa sangre, y de ella solamente, puede perdonar con justicia todo pecado, y recibir al pecador como perfectamente justo en Cristo. ¿Cómo podría gozar el hombre de una paz sólida, si su paz dependiera de la estima que él hiciese de la sangre? La mayor apreciación que el espíritu humano puede hacer del valor de la sangre estará siempre infinitamente por debajo de su valor divino; por lo tanto, si nuestra paz dependiese de nuestra justa apreciación de lo que esta sangre vale, jamás podríamos gozar de una paz firme y segura, y sería lo mismo que si la buscásemos "por las obras de la ley" (Romanos 9:32; Gálatas 2:16; 3:10). Es necesario que haya un fundamento de paz suficiente en la sangre sola, porque de otra manera jamás tendríamos paz. Mezclar con esa sangre el valor que nosotros le concedemos es derribar todo el edificio del cristianismo de una manera tan efectiva como si condujéramos al pecador al pie del monte de Sinaí y lo pusiéramos bajo el pacto de las obras. O bien el sacrificio de Cristo es suficiente, o bien no lo es. Y si lo es, ¿por qué esas dudas y temores? Con las palabras de nuestros labios declaramos que la obra está cumplida, pero las dudas y los temores del corazón dicen que no lo está. Todos aquellos que dudan de su perdón perfecto y eterno niegan, por lo que a ellos se refiere, el cumplimiento y la perfección del sacrificio de Cristo.

»Hay un gran número de personas que retrocederían ante la idea de poner en duda, abierta y deliberadamente, la eficacia del sacrificio de Cristo, y ello no obstante, no gozan de una paz segura. Estas personas dicen estar plenamente convencidas de que la sangre de Cristo es perfectamente suficiente, si sólo pudiesen estar ciertas de tener parte en esa sangre, si sólo tuviesen la fe genuina. Hay muchas preciosas almas en esta triste condición. Se ocupan más de su fe y de sus sentimientos que de la sangre de Cristo y de la palabra de Dios. En otras palabras, miran dentro de ellas mismas en lugar de mirar afuera, a Cristo. Esto no es fe, y, por consiguiente, carecen de paz. El israelita dentro del dintel rociado con la sangre podría enseñar a esas almas una lección muy oportuna. A él no le salvaba el valor que concediese a la sangre, sino simplemente la sangre misma. Sin duda, él apreciaba la sangre a su manera, como es seguro también que pensaría en ella; pero Dios no había dicho: "Cuando vea el aprecio que hacéis de la sangre, pasaré de vosotros"; sino: "Veré la sangre y pasaré de vosotros". LA SANGRE, con todo su valor y su divina eficacia, había sido puesta delante de Israel; y si el pueblo hubiese querido poner algo más al lado de ella, aunque sólo hubiese sido un pedazo de pan sin levadura, para fortalecer el fundamento de su seguridad, habría hecho a Dios mentiroso, y negado la perfecta suficiencia de su remedio.

»Nuestra natural inclinación es la de buscar en nosotros, o en nuestras cosas, algo que pueda constituir, junto con la sangre de Cristo, el fundamento de nuestra paz. Sobre este punto vital se advierte en muchos cristianos una lamentable falta de claridad y de comprensión, como lo demuestran las dudas y los temores en que se ven atormentados un buen número de ellos. Estamos inclinados a mirar los frutos del Espíritu en nosotros, como si fuesen el fundamento de nuestra paz, en vez de mirar a la obra de Cristo por nosotros. Pronto tendremos la oportunidad de considerar cual es el lugar que ocupa la obra del Espíritu Santo en el cristianismo, pero esta obra no nos es presentada nunca en las Escrituras como siendo el fundamento donde se afirma nuestra paz. El Espíritu Santo no ha hecho la paz, es Cristo quien la ha hecho; no se nos dice que el Espíritu Santo es nuestra paz: se nos dice que Cristo es nuestra paz. Dios no envió a predicar "la paz por el Espíritu Santo", sino "la paz por Jesucristo" (cp. Hechos 10:36, Efesios 2:14, 17; Colosenses 1:20). Jamás podremos percibir con suficiente sencillez esta diferencia tan importante. Sólo por la sangre de Cristo obtenemos la paz, la justificación perfecta, y la justicia divina: Él es quien purifica nuestras conciencias, quien nos introduce en el Lugar Santísimo, el que hace que Dios sea justo recibiendo al pecador que cree, y el que nos da derecho a todos los goces, a todos los honores, y a todas las glorias del cielo (véase Romanos 3:24-26; 5:9; Efesios 2:13-18; Colosenses 1:20-22; Hebreos 9:14; 10:19; 1 Pedro 1:19; 2:24; 1 Juan 1:7; Apocalipsis 7:14-17)».[5]

La justicia de la Ley, y la
justicia de Dios

La cuestión que va encabezada por el título que antecede ha dado ocasión de mucha acritud a muchas buenas personas. Pero es difícil para el espectador concebir por qué los cristianos, que creen en la inspiración plenaria de la Escritura, tendrían que contender con tanta tenacidad en favor del término teológico «la justicia de Cristo» en lugar del que la Biblia emplea, «la justicia de Dios». El primero —en el sentido teológico— nunca se emplea en la Escritura, mientras que el segundo es empleado muchas veces. El pasaje que se cita tantas veces, «por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos» (Ro. 5:19), no hace referencia en absoluto a la relación de Cristo con la ley, sino que es la recapitulación de la tendencia innata, del un lado, de la una ofensa de Adán, y del otro, de la obra de Cristo, sin descender a detalles.

En diversos sistemas teológicos se afirma que la base de nuestra justificación es que Cristo guardó la ley por nosotros, a fin de que esto fuese aceptado en lugar de nuestro fracaso. Esto, dice la moderna teología, es la justicia de Cristo que es imputada al creyente para justificación —su vestido de bodas. Sus transgresiones son perdonadas por el derramamiento de la sangre. Lo primero recibe el nombre de la obediencia activa, y lo segundo, la pasiva, de Cristo. Cuando se dice que el Espíritu de Dios usa de manera invariable la expresión justicia de Dios, ellos responden: cierto, pero Jesús es Dios.

Los Hermanos han escrito tanto acerca de esta cuestión, y han expuesto tantas escrituras al desarrollarla, que nos resulta difícil hacer una selección. Pero recomendaríamos a los interesados en la cuestión que consulten las obras originales.[6]

«Creo,» dice el Sr. Darby, «y bendigo a Dios por la verdad, que Cristo es nuestra justicia, y que por Su obediencia somos constituidos justos. Esta es la paz constante de mi alma. Lo importante aquí es el contraste entre la muerte y los padecimientos de Cristo, que han ganado nuestro perdón, y Su obediencia como nuestra justicia por la que somos justificados. ... ¿Qué es, así, la justicia de Dios, y cómo se manifiesta? ¿Cómo participamos de ella? ¿Cómo nos es imputada la justicia? De nosotros se dice que somos la justicia de Dios en Cristo (2 Co. 5:21). El apóstol habla de tener la justicia de Dios (Fil. 3:9). Pero no se dice que la justicia de Dios nos sea imputada. Ni tampoco es la justicia de Cristo una expresión escrituraria, aunque ningún cristiano duda de que Él fue perfectamente justo. Con todo, el Espíritu de Dios es perfecto en sabiduría, y sería cosa asombrosa que aquello que es la base necesaria de nuestra aceptación no quedase claramente descrito en la Escritura. Un pasaje parece expresarlo (Ro. 5:18). Pero el lector podrá ver en la versión Reina-Valera de 1909 que se trata de "una justicia" (así también aparece en el margen de la Versión Autorizada inglesa). No puede caber duda alguna de que esta es la verdadera traducción. Pero la expresión "la justicia de Dios" se usa tantas veces que no es necesario citar los pasajes. Ahora bien, no es en vano que el Espíritu Santo, al tratar esta cuestión tan importante, nunca emplea una expresión, esto es, la justicia de Cristo, y en cambio usa constantemente la otra, esto es, la justicia de Dios. De esta manera es que aprendemos la corriente del pensamiento del Espíritu. La teología emplea siempre aquello que el Espíritu Santo nunca emplea; y en tal caso no sabré qué hacer de aquello que el Espíritu Santo siempre emplea. ...

»El gran mal de todo el sistema teológico es que se trata de una justicia que se exige del hombre como nacido de Adán, aunque otro pueda proveerla. Lo que se provee es la justicia humana. Si Cristo la ha cumplido por mí, sigue siendo lo que yo hubiera debido hacer. Está cumpliendo aquella exigencia que había sobre mí. ... En la doctrina de la Epístola a los Romanos vemos que toda la base de nuestra justificación y de toda bendición reside en la muerte, no en la vida de Cristo sobre la tierra. "A quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, ... con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús" (Ro. 3:25-26). ¿Quién es justo? Dios. Aquí tenemos este principio de toda importancia: la justicia de Dios significa en primer lugar Su propia justicia: que Él es justo. No es del hombre, o siquiera la justicia positiva de algún otro, constituida de alguna cantidad de mérito legal, de la que sea investido. La justicia de la que se habla es del hecho de que Dios es justo, y con todo se declara que Él puede justificar al más grande pecador.

»Pero se dirá aquí que ha de haber una base para esto, que permita que sea justo perdonar y justificar. La justicia tiene un doble sentido. Yo soy justo, digamos, al premiar o al perdonar; pero esto supone un derecho que haga que sea justo que yo lo haga así —un mérito de alguna clase. Si yo he prometido algo, o moralmente se debe algo a la justicia, soy justo al darlo. Así, para que Dios sea justo al perdonar y justificar, tiene que haber algún motivo moral adecuado para ello. En el pecador, desde luego, no lo había. En la sangre de Cristo si lo había. Y Dios, habiéndolo establecido a Él como propiciatorio, la fe en Su sangre vino a ser el camino de la justificación. Esto exhibe la justicia de Dios al perdonar. Así aceptado, estoy ante Dios sobre la base de Su justicia.»

Se ha dicho con frecuencia de los Hermanos que no dan valor a la vida de Cristo; que pasan por encima de ella como si no fuese de valor para el hombre ni de gloria para Dios. Es cierto que no toman la vida de Jesús antes de Su muerte como la base de nuestra justificación, porque Él mismo dice: "De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto" (Jn. 12:24). Pero es falso decir que dejan de lado la vida de Cristo como sin significado para nosotros.

«Aquí, una vez más,» dice el Sr. Kelly, «entendámonos. ¿Acaso negamos por un momento la sujeción del Señor Jesús a la ley de Dios? ¡No lo quiera Dios! Naturalmente que Él cumplió la ley; Él glorificó a Dios en cada forma posible en el cumplimiento de la misma. Este no es un punto de controversia entre cristianos. No es creyente quien suponga que Cristo faltó en cualquier acto de Su vida, que no cumplió de una manera íntegra y bendita con la ley de Dios, o que el resultado pudiera ser de poco valor para Dios o el hombre. ...

»¿Acaso niego yo que el camino, la andadura, la vida de Jesús, la glorificación de Dios en todos Sus caminos, tengan gran valor para nosotros? ¡No lo quiera Dios! Tenemos a Jesús íntegramente, y no en parte; tenemos a Jesús en todo lugar. No estoy contendiendo ahora en absoluto en contra de la preciosa verdad de que siendo Cristo nuestra aceptación, tenemos a Cristo como un todo. Tenemos Su obediencia ininterrumpida toda Su vida entera, y el grato aroma de la misma para Dios forma parte de la bendición que pertenece a cada hijo de Dios. Creo en ella, me regocijo en ella, doy gracias a Dios por ella, confío yo, de manera continua. Pero la cuestión que contemplamos es otra muy distinta. Dios emplea para Su propia gloria, y para nuestras almas, todo lo que Jesús hizo y padeció.

»La verdadera cuestión es: ¿cuál es la justicia de Dios? Esta cuestión tiene que resolverse no por opiniones, sentimientos, imaginaciones, tradiciones —no por lo que se predique o reciba, sino por lo que está escrito: por la Palabra de Dios. Aquí tenemos la respuesta de Dios. "Ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios" (Ro. 3:21). No puede darse un lenguaje más absoluto y preciso. Lo que el Espíritu Santo emplea es una expresión que pone la ley totalmente a un lado, por lo que respecta a la justicia divina. El Espíritu Santo ha estado hablando acerca de la ley, y de la ley condenando al hombre. Ha expuesto que la ley exigía justicia, pero que no podía encontrarla. Este es otro orden de justicia —no del hombre, sino de Dios—, y además totalmente aparte de la ley en cualquier forma. ¡Qué momento más adecuado para decirlo, si esta hubiera sido la buena nueva de Dios, que Jesús vino a obedecer la ley por nosotros, y que Dios toma esto como Su justicia para que cada hombre pueda estar en ella! ¿Y por qué no se dice así, entonces? Porque no es la base, ni el carácter ni la naturaleza de la justicia de Dios. Esta justicia es totalmente aparte de la ley.

»Por tanto, esto es lo que aquí se dice: "Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas". Observemos la gran exactitud del lenguaje. La ley y los profetas no manifestaron la justicia de Dios; sin embargo, la ley de varias maneras señalaba a otra clase de justicia que iba a venir; los profetas la expusieron aún de manera más clara por lo que al lenguaje respecta. La ley dio tipos, los profetas asumieron que la justicia de Jehová iba a venir. Pero ahora el evangelio nos manifiesta que ha venido —la justicia divina es una realidad revelada. ... La redención es el justo fundamento. La sangre de Cristo merece de parte de Dios que el creyente sea justificado, y Dios mismo es justo al justificarlo.

»No es la justicia de Dios aparte de Jesús; es la justicia de Dios aparte de la ley. Él ha establecido a Cristo como propiciatorio. Cristo llegó a ser el verdadero propiciatorio. Dios lo entregó a Él en sacrificio por el pecado, para que por la ofrenda de Su cuerpo hecha una vez para siempre, cada alma que cree en Él pudiera ser santificada: más aún que esto, "porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados" (He. 10:14). Esto ha sido efectuado en Su muerte. Él vino no meramente a cumplir la ley, sino toda la voluntad de Dios, por la cual voluntad somos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo una vez para siempre.

»Aquí tenemos entonces la justicia de Dios desarrollada en la forma más simple y clara. Significa que Dios es justo, y que justifica en virtud de Cristo. Él es justo, porque el pecado ha sido afrontado en la cruz: el pecado ha sido juzgado por parte de Dios; Cristo sufrió e hizo expiación por el pecado. Más aún: el Señor Jesús ha exaltado a Dios hasta tal punto, y tanto ha glorificado Su carácter, que hay ahora una deuda positiva del otro lado. En lugar de estar la obligación, por así decirlo, totalmente del lado del hombre, Dios se ha interpuesto ahora, y, habiendo sido exaltado de tal manera en el Hombre Cristo Jesús, en Su muerte, es ahora positivamente justo cuando justifica el alma que cree en Jesús. Por consiguiente, es la justicia de Dios; porque Dios está así mostrándose justo respecto a los derechos de Cristo.»

Sometimiento a la Palabra de Dios

La gran causa de desacuerdo entre los Hermanos y las denominaciones acerca de las doctrinas principales del cristianismo surge de la diferencia en sus normas. Los unos y las otras profesan ser guiados por la Escritura, pero los primeros se sujetan a la desnuda simplicidad y autoridad de la Palabra de Dios, y las segundas a doctrinas deducidas de la misma, y, creen ellos, en conformidad a ella. Los unos pueden ser tan sinceros como los otros, pero sus normas de referencia no son las mismas. Por ello, nunca pueden estar de acuerdo ni ver las cosas bajo la misma luz. Los unos tienen que considerar a los otros como estando en un error. La cuestión es: ¿Quién tiene la verdadera regla? «Todas las expresiones humanas de la verdad», dicen los Hermanos, «han de ser inferiores a la Escritura, incluso cuando son derivadas de ella, pero suponiendo que todo lo que pertenece a sus credos sea correcto, es como un árbol hecho en lugar de un árbol en crecimiento. La Palabra da verdad en sus operaciones vivientes. La da en relación con Dios, en relación con el hombre, con la conciencia, con la vida divina, y es por ello algo totalmente distinto.»

En toda esta controversia se da de parte de los críticos de los Hermanos un evidentemente alejamiento respecto a la llana Palabra de Dios. Cuando se ven los resultados de una sujeción total a la Palabra de Dios, hay vacilaciones, una indisposición a someterse a las justas conclusiones de la verdad. Hay muchos cristianos en las denominaciones que creen que los Hermanos tienen la razón por lo que respecta a la Escritura, pero unirse con ellos significaría perder una posición en la sociedad, que todavía no están dispuestos a abandonar. Sin embargo, la conciencia puede sentirse agitada; pero la mente, razonando, dice: ¿estaría bien abandonar una escena de utilidad como la que tengo? ¿Podría hacer el mismo bien uniéndome a los Hermanos, siendo que en todas partes se habla en contra de ellos? Estos razonamientos tienen más poder sobre algunos, por el poder de Satanás, que la llana Palabra de Dios. Pero los tales olvidan que «el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros» (1 S. 15:22). Y, como dice el profeta: «dejad de hacer lo malo» (Is. 1:16). Este ha de ser el primer paso cuando nos encontramos en una posición falsa. Luego se dará luz para lo segundo cuando se haya dado el primer paso en fe: «Aprended a hacer el bien» (v. 17). Luego el apóstol dice: «Aborreced lo malo, seguid lo bueno» (Ro. 12:9). Aquí el lenguaje es mucho más enérgico que en los profetas, porque es Cristo el que está en cuestión. No debemos sólo cesar del mal, sino aborrecerlo; y no debemos meramente oír y aprender, sino también seguir lo bueno.

No hay necesidad de vacilaciones respecto a nuestro camino cuando hayamos descubierto que nuestra posición es falsa. La Palabra de Dios es llana: «Dejad de hacer lo malo». Pero no hay muchos «vencedores» —no muchos que estén dispuestos a vencer las dificultades familiares, congregacionales y del círculo social. Esta es la verdadera razón por la que muchos se mantienen alejados de los Hermanos e intentan encontrar algún error en su doctrina o inconsecuencia en su andar, que les justifique en no tener nada que ver con ellos. Para algunos la dificultad reside en el mundo, porque se trata de un abandono del mundo religioso así como del social. Una honda sima, profunda y ancha, separa el terreno divino del humano. Cruzarlo significa abandonar tras nosotros el mundo y la religión que aprueba. Lo uno está al lado celestial del sepulcro de Cristo, lo otro está en el lado terrenal. Y excepto que se tome el paso en el poder de una fe que cuenta con el Dios vivo, nunca se tomaría. Pero el cristiano acostumbrado a andar en comunión con Dios buscará en Su Palabra la guía para todo. No tiene nada más con que contar. Las enseñanzas de los hombres le pueden servir de instrucción, pero la fe sólo puede descansar en la Palabra de Dios. Tanto si se trata de una cuestión de doctrina o de práctica, de servicio o de culto, ha de acudir a la Palabra, y si no puede encontrar allí direcciones para lo que se propone, tiene que detenerse hasta que las encuentre. «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (2 Ti. 3:16, 17). Si la obra a la que estamos dedicados, o que nos proponemos, es buena, encontraremos instrucciones para nuestra guía en la Palabra de Dios.

»Respecto a la autoridad de la Palabra, es del mayor interés ver que, en la consagración de los sacerdotes,[7] así como en toda la gama de los sacrificios, somos traídos de inmediato bajo la autoridad de la Palabra de Dios. "Y dijo Moisés a la congregación: Esto es lo que Jehová ha mandado hacer" (Lv. 8:5). Y de nuevo, "Moisés dijo: Esto es lo que mandó Jehová; hacedlo, y la gloria de Jehová se os aparecerá" (Lv. 9:6). Que estas palabras penetren en vuestros oídos. Que sean ponderadas con cuidado y oración. Son palabras sin precio. "Esto es lo que mandó Jehová." No dice: "Esto es lo conveniente, razonable o apropiado". Tampoco dice: "Esto es lo que ha sido dispuesto por la voz de los padres, el decreto de los ancianos o la opinión de los doctores". Moisés no sabía nada de estas fuentes de autoridad. Para él había una santa, exaltada y suprema fuente de autoridad, y era la Palabra de Jehová, y él quería llevar a cada miembro de la congregación a un contacto directo con aquella fuente bendita. Esto daba certidumbre al corazón y estabilidad a todos los pensamientos. No quedaba lugar para la tradición, con su incierto sonido, ni para el hombre con sus dudosas controversias. Todo estaba claro, era concluyente y lleno de autoridad. Jehová había hablado; y todo lo que era necesario era oír lo que Él había dicho y obedecerlo. Ni la tradición ni la conveniencia tienen lugar alguno en el corazón de aquel que ha aprendido a apreciar, a reverenciar, y a obedecer la Palabra de Dios.

»¿Y cuál iba a ser el resultado de esta estricta adhesión a la Palabra de Dios? Ciertamente que un resultado verdaderamente bendito. "La gloria de Jehová se os aparecerá". Si la Palabra hubiera sido desechada, la gloria no habría aparecido. Las dos cosas estaban íntimamente relacionadas. La más ligera desviación del "Así ha dicho Jehová" habría impedido que los rayos de la divina gloria se apareciesen a la congregación de Israel. Si se hubiera dado la introducción de un solo rito o ceremonia no mandados por la Palabra, o si se hubiera dado la omisión de cualquier cosa que la Palabra mandase, Jehová no hubiera manifestado Su gloria. Él no podía sancionar, con la gloria de Su presencia, el descuido ni el rechazo de Su Palabra. Él puede sobrellevar la ignorancia y la flaqueza, pero no puede dar aprobación al descuido ni a la desobediencia.

»¡Oh, que esto se considerase más solemnemente en este tiempo de tradición y de conveniencia. Yo querría, con el afecto más fervoroso, y con el profundo sentimiento de responsabilidad personal ante mi lector, exhortarle a que diese diligente atención a la importancia de una estrecha —casi he dicho que severa— adhesión y reverente sujeción a la Palabra de Dios. Que todo lo juzgue por esta regla, y rechace todo lo que no llegue a su altura; que pese todo en esta balanza y que eche a un lado todo lo que no llegue a todo su peso; que todo lo mida por esta regla y rechace toda desviación. Si tan sólo pudiera ser el medio de despertar a un alma al sentido justo del lugar que le pertenece a la Palabra de Dios, sentiría que no he escrito mi libro por nada o en vano.

»Lector, deténte, y hazte, en la presencia del Escudriñador de los corazones esta llana y aguzada pregunta: "¿Estoy autorizando con mi presencia, o adoptando con mi práctica, ningún apartamiento, o descuido, de la Palabra de Dios?" Haz de esto una cuestión personal y solemne delante de Dios. Cerciórate de esto: es de la mayor importancia. Si descubres que has estado en absoluto conectado o involucrado en algo que no lleva el sello claro de la aprobación divina, recházalo en el acto y para siempre. Sí, recházalo, aunque vaya revestido de los imponentes ropajes de la antigüedad, aunque esté acreditado por la voz de la tradición, y aunque presente el más poderoso argumento de la conveniencia. Si no puedes decir, con referencia a todo aquello con que estás relacionado: "Esto es lo que el Señor ha mandado", entonces échalo de ti sin vacilaciones, apártate de ello para siempre. Recuerda estas palabras: "De la manera que hoy se ha hecho, mandó hacer Jehová". Sí, recuerda "de la manera" que "mandó hacer" el Señor; cuídate de relacionar esto con tus caminos y asociaciones, y que nunca se separe de ellos.»



Notas

1. Cuando este libro fue originalmente escrito, alrededor de 1878, estas verdades eran mayormente desconocidas en la mayoría de las denominaciones. Ahora, por la misericordia de Dios, algunas de ellas, como la venida del Señor, son bien conocidas y fielmente predicadas en muchos lugares. Volver al texto

2. J. N. Darby, Synopsis of the Books of the Bible, vol. 5, pág. 456. Volver al texto

3. J. N. Darby, Synopsis of the Books of the Bible, vol. 5, pág. 426. Volver al texto

4. Lectures on Ephesians, por W. Kelly, pág. 103. Volver al texto

5. Notas sobre Éxodo, por C. H. Mackintosh, pág. 129 (antigua edición). Volver al texto

6. A Treatise on the Righteousnes of God, por J. N. Darby; The Righteousness of God; What is it:, por W. K. Broom; The Brethren and their Reviewers, por J. N. Darby; Lectures on Ephesians, por W. Kelly, pág. 104. Volver al texto

7. Notas sobre Levítico, por C. H. Mackintosh, pág. 148 (edición en inglés). Volver al texto


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Traducción: © Copyright Santiago Escuain 2001 por la traducción.© Copyright SEDIN 2001 para la presentación electrónica. Este texto se puede reproducir libremente para fines no comerciales y citando la procedencia y dirección de SEDIN, así como esta nota en su integridad.

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