La misteriosa materia de la mente

ARTHUR C. CUSTANCE, M.A., Ph.D.

Miembro de la Afiliación Científica Americana

Miembro de la Asociación Americana de Antropología

Miembro del Real Instituto de Antropología


con una respuesta de

Lee Edward Travis

 

1980

 
Traducción del inglés: Santiago Escuain

Pórtico

Índice


Capítulo 1

 

El problema Mente / Cerebro


Icona


Estudio del problema de la distinción entre mente y cerebro
y los conceptos históricos de la relación entre ambos.


H

ace unos cuarenta años estaba bajando por la calle Yonge en Toronto y me encontré inesperadamente con un viejo amigo que se había acabado de retirar después de practicar la medicina en Ontario, y después en China durante muchos años. Estaba claramente agitado. Fuimos a tomarnos un café, y me relató que había vivido una experiencia tan conmovedora que había necesitado un fin de semana en el campo para recuperarse.

Había crecido en el medio rural de Ontario, el miembro más joven de una familia granjera muy grande y muy unida. Ahora se había retirado a su patria chica y estaba sencillamente paseándose por la calle Yonge, gozando de las viejas escenas y de los sonidos familiares cuando, de repente y de manera totalmente inesperada, se cruzó con una dama que llevaba un perfume de una clase muy especial. Este aroma, aunque llegó a su olfato solo un instante, lo devolvió a un acontecimiento de hacía sesenta años, en su primera adolescencia, y que había tenido olvidado desde hacía muchísimo tiempo.

Se vio de pie en un rellano a medio camino en las escaleras de caracol en la vieja casa de labranza. Era casi hora de cenar. Sus hermanos y hermanas estaban preparando la mesa con mucho ruido de los cubiertos y de los platos, con risas y pasos apresurados. Desde la cocina podía oír a su madre mientras preparaba la comida, y le vino con una claridad increíble el ruido de la leña cuando la echaban dentro de la vieja cocina, y del poner y mover de las ollas y cazuelas. Y él se moría de ganas de ir a formar parte de toda aquella diversión, pero le habían mandado que se quedase en aquel rellano con la cara a la ventana como castigo por alguna fechoría que ahora ya no recordaba. La ventana estaba totalmente cubierta de escarcha, y en su memoria solo quedaban los sonidos y los olores, porque no podía ver nada del exterior. En el alféizar de la ventana había un par de los guantes de su madre, y de ellos se desprendía un perfume casi imperceptible —el mismo perfume que había detectado al cruzarse con la desconocida dama mientras paseaba por la calle Yonge tantos años después.

Este pequeño desencadenante para esta mente desató lo que resultó ser un recuerdo abrumadoramente emocional. Llamado tan de repente al nostálgico pasado, tuvo que retirarse al campo algunos días para recuperarse.

Consideremos las implicaciones de esta experiencia. El perfume, por pasajero que fuera como estímulo físico, había de alguna manera activado su memoria, prendiendo en su cerebro, por así decirlo, como una pantalla de televisión que le había parecido estar contemplando con su mente, cautivado por la vivacidad de la vieja escena familiar, que se le apareció con tan gran detalle. Él no era la pantalla, sino el espectador. Y parecía además ser el operador, capaz de reponer la película e incluso de hacerla pasar a cámara lenta y recuperar detalles que se había perdido en su primera visualización.

Es como si alguna clase de mente autoconsciente estuviese usando y manipulando un sistema de almacenamiento de memoria que había preservado, para su uso posterior a petición, un registro extraordinariamente vívido y completo de una serie compleja de acontecimientos que habían sucedido más de medio siglo antes de volver a ser «traído a la mente».

Cuando nos encontramos, él estaba tratando de encontrar a aquella dama —o más particularmente el perfume—, con la esperanza de poder experimentar algo más y ver qué más se podría recuperar mediante el mismo mecanismo desencadenante para reactivar su capacidad de recuerdo.

Hasta recientemente, una experiencia de esta clase hubiera sido descartada en los círculos científicos como una mera anécdota. Los rígidos controles exigidos para la prueba científica, así como el actual clima de opinión acerca de la relación entre mente y cerebro, no hubieran permitido dar ningún peso a estas pruebas de dualismo. Se ha llegado a considerar que el hombre es esencialmente una máquina electroquímica. Desde tal perspectiva, la mente autoconsciente no es un espectador de la pantalla del cerebro en el sentido que se implica en este relato, sino que la mente es considerada meramente como una extensión del mecanismo del cerebro y totalmente dependiente del mismo. Este punto de vista es, por definición, monista: el cerebro actúa sobre la mente, que es una mera extensión del mismo, pero la mente no tiene capacidad de actuar sobre el cerebro. El dualista, en cambio, adopta la postura de que la interacción es posible en los dos sentidos, con la mente actuando sobre el cerebro, y el cerebro en ciertas formas limitando y canalizando, y por ello actuando sobre la mente.

En este caso, se podría argüir que la mente era verdaderamente un agente independiente activo, explorando el programa que aparecía en pantalla y que estaba almacenado en el cerebro. Además, el individuo mismo experimentaba un intenso deseo de extender la extracción de la memoria e incluso de rellenar los detalles. Estaba pasando «la cinta» una y otra vez, con añadiduras nuevas y a veces con correcciones cada vez que se volvía a pasar. El aroma del perfume ya no era necesario ahora para disparar el recuerdo. La voluntad o la mente autoconsciente había asumido el control. ¿Cómo vamos a evaluar la relación mente/cerebro en una situación así?

Una voluntad propia

En 1961 Wilder Penfield comunicó una espectacular demostración de la realidad de la mente activa o de la voluntad en operación. Observó a la mente actuando con independencia del cerebro bajo condiciones experimentales controladas y reproducibles a voluntad. Su materia experimental era un paciente epiléptico al que se había expuesto el cerebro por medios quirúrgicos en el área temporal de un hemisferio. El «disparador» era la estimulación de la corteza con un solo electrodo con una corriente de 2 voltios y 60 Hz.

En un artículo ahora célebre, Penfield escribía:

Cuando el neurocirujano aplica un electrodo al área motora de la corteza cerebral del paciente y hace que se mueva la mano opuesta, y cuando luego le pregunta al paciente por qué ha movido la mano, la respuesta es: «No lo he hecho yo. Usted me lo ha hecho hacer». ... Se puede decir que el paciente piensa de sí mismo como poseyendo una existencia separada de su cuerpo.

En una ocasión, cuando advertí a un paciente de mi intención de estimular el área motora de la corteza, y le animé a impedir que se le moviera la mano cuando le aplicase el electrodo, la asió con la otra mano y se esforzó por mantenerla quieta. Así se hizo que una mano, bajo el control del hemisferio derecho impulsado por un electrodo, y la otra mano, que él controlaba mediante el hemisferio izquierdo, luchasen la una contra la otra. Detrás de la «acción cerebral» de un hemisferio estaba la mente del paciente. Detrás de la acción del otro hemisferio estaba el electrodo.

Y luego concluía:[1]

Como se puede ver, existen muchos mecanismos demostrables (en el cerebro). Funcionan de forma automática para los propósitos de la mente cuando se los invoca. ... Pero, ¿cuál es la agencia que recurre a estos mecanismos, escogiendo uno en lugar de otro? ¿Se trata de otro mecanismo, o hay en la mente algo de esencia diferente? Decir que estas dos cosas son una y la misma no significa que sea así. Pero sí que bloquea el avance de las investigaciones.

Está claro que el paciente epiléptico de Penfield tenía no solo un cerebro susceptible de una manipulación mecanicista, sino también «una voluntad propia» por la que se podía mandar al área contralateral* que operase de manera distinta.

Aquí nos vemos tentados a recurrir a un modelo dualista, a tener en cuenta no meramente un cerebro físico, sino alguna clase de realidad independiente y posiblemente no física que interactúa con el cerebro, y posiblemente en el cerebro, pero que no es de él. Pero, ¿cómo podemos dar cuenta de la «mente» si no se originó en el mundo físico?

¿Cuál es exactamente la relación entre mente y cerebro? ¿Se trata meramente de una asociación de interacción? ¿Evolucionaron la mente y el cerebro de manera independiente, y luego corrieron un curso paralelo de desarrollo? En tal caso podrían dar una apariencia engañosa de estar relacionados causalmente cuando la relación causal estaría realmente ausente. Este punto de vista se designaría como paralelismo. No es estrictamente una explicación de los hechos, sino que tiene más la naturaleza de una descripción de lo que pudiera estar sucediendo.

¿O tenía razón Berkeley cuando dijo que el cerebro no existe en realidad, que la única realidad es la mente, y que el concepto de cerebro —en verdad de todo el mundo físico— es una creación del pensamiento, un producto de la mente, sin poseer ninguna realidad propia, como tampoco la tiene un sueño? Uno de los grandes clásicos del taoísmo, el libro conocido como Zhuangzi o Chuang Tzu (300 a.C. aproximadamente), se atribuye a un sabio de la dinastía Zhou, llamado Chuang Tzu (Maestro Chuang, o Zhuang). Parece que estaba rememorando al escribir, refiriéndose a sí mismo en tercera persona:[2]

Largo tiempo ha, Chuan Tzu soñó que era una mariposa. Se sentía alborozado como mariposa —bien complacida consigo misma, cumplidos sus objetivos. Nada sabía de Tzu. Pero pronto despertó y encontró que era Tzu. Y no sabía si como Tzu había soñado que era una mariposa, o si como mariposa soñaba que era Tzu.

Esta manera de abordar la realidad siempre involucra ambigüedad. Quizá todos despertaremos un día y nos encontraremos con una clase totalmente diferente de realidad. Esto es idealismo, un punto de vista no demasiado satisfactorio —aunque desde luego es fascinante.

¿O tienen razón los conductistas cuando dicen que sólo existe el cerebro, y que la mente es meramente un epifenómeno de la misma, como la corriente eléctrica producida por el generador? En este caso, la mente no tiene existencia independiente, y la cuestión del origen de la mente queda totalmente subordinada a la cuestión del origen y de la naturaleza del tejido del cerebro. Esto es lo que se designa como conductismo.

El conductismo consiguió aceptación justo al principio del siglo 20 como la única posible opción porque se sostenía que el conocimiento científico (objetivo) era el único verdadero conocimiento que tiene el hombre. El conocimiento científico siempre depende de magnitudes: es cuantificable de una u otra manera. ¿Y quién puede cuantificar la mente?

Paul Weiss dijo:[3]

Quizá nuestro concepto de nuestro sistema nervioso sea igualmente inadecuado e insuficiente, porque en tanto que se recurra solamente al uso de instrumentos eléctricos, solamente se obtienen respuestas eléctricas; si se usan detectores químicos, se obtienen respuestas químicas; y si se determinan valores numéricos y geométricos, se obtienen respuestas numéricas y geométricas. De modo que quizá no hemos encontrado todavía el tipo concreto de instrumentos que nos revele la siguiente incógnita.

Es obvio que ni tan siquiera intentaremos inventar esta clase particular de instrumento de investigación en tanto que aceptemos la perspectiva monista de que la mente es realmente solo el efecto de la operación del cerebro. Y desde luego seguimos atados a las antiguas tradiciones del mecanicismo. No hace mucho tiempo que se citaba esta observación de Lord Adrian: «El propósito último de la investigación del cerebro tiene que ser el de traer la conducta dentro del marco de las ciencias físicas».[4]

Este era el punto de vista (y el objetivo último) de Claude Bernard, el padre de la moderna fisiología. Sostenía él que la causa de todo fenómeno es la materia, y que el determinismo es «el fundamento de todo progreso y crítica en ciencia».[5] Thomas Huxley reflejó esta posición cuando observó que «Los pensamientos son la expresión de cambios moleculares en aquella materia de la vida que es la fuente de nuestros otros fenómenos vitales».[6] Y de nuevo: «La mente es una función de la materia, cuando dicha materia ha alcanzado un cierto grado de organización».[7] Y otra vez más: «El pensamiento es tanto función de la materia como lo es el movimiento».[8]

Este reduccionismo atrae a la mente que busca la imagen más simple y estrictamente más cuantitativa de la realidad. Arthur O. Lovejoy, en su obra La gran cadena del ser,[9] examina la historia de la fascinante búsqueda de conexiones a través del orden natural por el que todas las cosas están relacionadas por derivación, una relación que explica la supuesta progresión lineal de lo más simple a lo más complejo. Como «la naturaleza aborrece el vacío», así el hombre aborrece las discontinuidades. Idealmente, no debiera haber vacíos, ningunos eslabones perdidos —en resumen, ninguna novedad en un sentido estricto. Un simple principio da origen de forma determinista a todas las realidades ramificadas, y cada componente en el sistema evolutivo debe ser susceptible de explicación en términos del resto, y no en base de ningún otro criterio.

Este principio fundamental parece casi imponer el asentimiento de las mentes reflexivas. En el orden natural, cada etapa es meramente un despliegue de las tendencias de las etapas anteriores. Esto ha de ser de esperar no solo en el mundo de lo inanimado sino también en el mundo de lo animado. Cuando el entendimiento sea pleno, no habrá etapas, sino solo una progresión suave y continua.

En la segunda mitad del siglo 19, tres gigantes del mundo científico publicaron un Manifiesto. Se trataba de Carl Ludwig (1816—1895), que enseñó a la mayoría de los grandes fisiólogos del mundo activos en aquel tiempo; Emil du-Bois-Reymand (1818—1896), fundador de la electroquímica; y Hermann von Helmholtz (1812—1894), que no necesita presentación. Lo que sigue es sustancialmente el contenido de su acuerdo: «Todas las actividades de la materia viva, incluyendo la conciencia, se deben explicar en último análisis en términos de física y de química».[10] Es una especie de ideal científico que sigue atrayendo con una fuerza enorme a la mente científica moderna.

Pero en tanto que pueden cumplirse unos ciertos requisitos lógicos en la insistencia en la perspectiva monista que hace de la conciencia una mera derivación del cuerpo material, para muchas personas resulta una explicación insatisfactoria del fenómeno de la conciencia del yo. El problema es encontrar una forma de tratar la mente y el cerebro como un fenómeno unitario pero sin embargo como dos realidades. Una respuesta es la teoría de la identificación.

La teoría de la identificación se ha conocido en dos formas diferentes. Ambas formas se expresan de manera análoga —y muchos consideran que es un argumento débil que parece explicar más de lo que explica en realidad. Santayana y Thomas Huxley propusieron, ambos, que así como el murmullo de un arroyo cantarín es solo consecuencia del agua que corre, así la mente, aunque distinta del cerebro, es sin embargo solo un subproducto del mismo. Así, el cerebro es causa de la mente como el arroyo es causa del murmullo, pero la mente no puede tener ninguna influencia sobre el cerebro, como tampoco el murmullo puede tener ninguna influencia sobre el arroyo. Esto se designó como epifenomenalismo.

Una analogía más reveladora es la que arguye que así como una única línea curva tiene un aspecto cóncavo y convexo a la vez, aunque la línea es única y los dos aspectos son realmente uno, así el cerebro y la mente serían dos aspectos de un único fenómeno. El acontecimiento externo o físico (actividad cerebral) tiene un aspecto interno no físico (actividad mental). Ninguno de los dos es causa del otro, con independencia de nuestras impresiones sobre su correspondencia. Sin embargo, ambos deben darse siempre juntos. Esto se conoce como paralelismo, más específicamente paralelismo de «doble aspecto». Pero la analogía se derrumba en que puede haber ciertamente actividad cerebral sin actividad mental, porque pueden observarse ondas cerebrales en las personas inconscientes.


[1] Penfield, Wilder: en el Simposio de Control de la Mente celebrado en el Centro Médico de la Universidad de California, San Francisco, 1961, citado en Arthur Koestler, Ghost in the Machine, Londres, Hutchinson Publishing Group, 1967, p. 203-204.

* Contralateral: el mismo sitio en el lado opuesto (p.ej., el ojo izquierdo es contralateral respecto del derecho).

[2] Chuang Chou: citado en Edward H. Chafer, Ancient China en la serie de Time-Life: Great Ages of Man, Nueva York, Time-Life Books, 1967, p. 62.

[3] Paul Weiss, en una reseña del artículo de J. R. Smythies: «Some Aspects of Consciousness» en Beyond Reductionism, coordinado por Arthur Koestler y J. R. Smythies, Londres, Hutchinson Publishing Group, 1969, p. 252.

[4] Lord Adrian, editorialista invitado, «The Brain as Physics», Science Journal, vol. 3, no. 3, 5 mayo 1967, p. 3.

[5] Claude Bernard: citado por Seymour S. Kety, «A Biologist Examines the Mind and Behavior», Science, vol. 132, 1960, p. 1863.

[6] Huxley, Thomas, «On the Physical Basis of Life» en Lay Sermons (sin editor), 1870, p. 152.

[7] Huxley, Thomas, «Mr. Darwin's Critics», Contemporary Review, noviembre de 1871, p. 464.

[8] Huxley, «Descartes» en Lay Sermons, (sin editor), 1870, p. 371.

[9] Lovejoy, Arthur O., The Great Chain of Being, New York, Harper and Row, 1960. Publicado en castellano por Icaria Editorial, Barcelona 1983, La gran cadena del ser.

[10] Véase Chauncey D. Leake, «Perspectives in Adaptation: Historical Background» en Handbook of Physiology, Washington, D.C., American Physiology Society, 1964, sección 4, p. 5—6.



1980 publicado por Probe Ministries (Texas) con Zondervan Publishing Co.

1997 primera edición en línea en inglés

2001 2ª edición en línea en inglés – corregida y con formato revisado

Copyright © 1988 Evelyn White. Todos los derechos reservados


Título: La misteriosa materia de la mente
Título original: The Mysterious Matter of Mind
Autor: Arthur C. Custance, Ph. D., con respuesta de Lee Edward Travis
Fuente: The Mysterious Matter of Mindwww.custance.org
Copyright © 1988 Evelyn White. All rights reserved

Copyright © 2008 Santiago Escuain para la traducción. Se reservan todos los derechos.


Traducción del inglés: Santiago Escuain

© Copyright 2008, SEDIN - todos los derechos reservados.

SEDIN-Servicio Evangélico
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