LA ESPERANZA ACTUAL
DE LA IGLESIA
LA ESPERANZA
ACTUAL DE LA IGLESIA
Y PROFECÍAS QUE ESTABLECEN LA VERDAD
DEL REGRESO PERSONAL DEL SALVADOR
* * * *
Once Conferencias pronunciadas en 1840 en la ciudad
de Ginebra por
John Nelson Darby
LA ESPERANZA ACTUAL DE LA IGLESIA
o
PROFECÍAS QUE LA ESTABLECEN
PREFACIO DEL TRADUCTOR
La
Iglesia de Dios: ¿Cuál fue su origen?
¿cuál es su naturaleza, y cuál su destino?
¿Qué propósitos tiene Dios para con ella?
¿Cuál es su relación o distinción con
Israel? ¿Qué hay de la Segunda Venida de Cristo?
¿Qué es la Primera Resurrección? Estos y otros
temas son tratados con profundidad y esmero en esta
serie de
conferencias que fueron pronunciadas por John N. Darby
en 1840, hace
pues ya 150 años, en la ciudad de Ginebra. Las
conferencias
tuvieron un enorme impacto, y el libro producto de las
mismas hizo
época, dirigiendo los pensamientos de muchos creyentes a
las
enseñanzas de la Escritura acerca de la verdadera
naturaleza y
vocación de la Iglesia, y su esperanza. Por fin la
lengua
castellana tiene a su disposición esta obra fundamental,
breve
en extensión, pero con un contenido verdaderamente vital
para
la enseñanza de la verdadera esperanza de la Iglesia.
Estas
conferencias poseen una calidad muy especial, de gran
profundidad doctrinal y práctica a la vez. Este libro es
un
clásico en el estudio de la Iglesia y de su esperanza,
en el
estudio de Israel y su llamamiento y futuro y en el
estudio del papel
y del futuro de las Naciones, exponiendo de una manera
luminosa los
principios de la Palabra de Dios acerca de estas
cuestiones.
Su
resultado es que impulsa al creyente a ajustar su vida a
las
realidades de la vocación con que ha sido llamado.
Presenta
con un peculiar apremio la gran realidad del Dios
soberano de la
historia, del Dios fiel a Sus promesas, del Dios que
mandará a
Jesucristo, como Rey de reyes y Señor de los que
gobiernan,
para recoger a Su Iglesia, juzgar a las naciones, y
recoger y salvar
al remanente de Israel, y a cumplir todas las promesas
dadas a
Abraham, Isaac, Jacob y David.
En
esta obra también se muestra, frente a aquella actitud
que quisiera desprestigiar su estudio, la vital
necesidad de
considerar atentamente la palabra profética, «a la cual
hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que
alumbra
en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero
de la
mañana salga en vuestros corazones» (2 P 1:19), a fin de
mantenernos más y más cerca de Aquel que dijo: «Yo
soy la raíz y el linaje de David, la estrella
resplandeciente
de la mañana ... Ciertamente vengo en breve» (Ap 22:16,
20). Amén; sí, ven, Señor Jesús.
Santiago Escuain
Caldes de Malavella (España)
Otoño de 1990
Índice
PRIMERA CONFERENCIA —
Introducción
SEGUNDA CONFERENCIA — La
Iglesia y
su gloria
TERCERA CONFERENCIA — La
segunda
venida de Cristo
CUARTA CONFERENCIA — La primera
resurrección
QUINTA CONFERENCIA — El
progreso
del mal sobre la tierra
SEXTA CONFERENCIA — Los dos
caracteres del mal
SÉPTIMA CONFERENCIA — El
juicio de las naciones
OCTAVA CONFERENCIA — Las
promesas
de Jehová a Israel
NOVENA CONFERENCIA — La
decadencia
y dispersión de Israel
DÉCIMA CONFERENCIA — La
restauración y bendición terrenal dadas a
Israel
UNDÉCIMA Y ÚLTIMA
CONFERENCIA — Recapitulación y
conclusión
PRIMERA CONFERENCIA
(2
Pedro 1)
Introducción
El
cristiano debe tratar de conocer no sólo la
salvación que es en Cristo, sino también todos los
frutos de esta salvación. No sólo debe asegurarse de
que está en la casa de su Padre, sino también gozar de
los privilegios de la casa.
Dios
«nos llamó por su gloria y excelencia» (2 P
1:3).
Dios
nos da, en la gloria de Cristo y de la Iglesia, un
porvenir
que Él mismo ha llenado con Sus designios, y el estudio
de
esta preciosa verdad ocupa nuestros pensamientos de la
manera
más útil; y desde luego éste es uno de los
objetivos que Él se ha propuesto al comunicarnos la
profecía, la cual nos da, al revelarnos sus intenciones
en
calidad de amigos de Él (Jn 15:15; Ef 1:9), el
participar en
los pensamientos que le ocupan a Él. No podía darnos
Él una prenda más entrañable de Su amor y
confianza (Gn 18:17), ni nada que pudiera tener para
nuestras almas
una eficacia más santificadora. En efecto, si el
carácter de los hombres se manifiesta en los objetivos
que
persiguen, nuestra conducta en el presente estará
marcada por
el porvenir de nuestra esperanza; tendrá necesariamente
su
reflejo y color. Los que sólo ambicionan posición, los
que no sueñan más que en las riquezas, los que buscan
su felicidad en los placeres del mundo, actúan cada uno
de
ellos según lo que tienen en sus corazones; sus vidas
respectivas están gobernadas por los objetos en los que
han
depositado sus afectos. Lo mismo sucede con la Iglesia.
Si los fieles
comprendieran su vocación, la cual es la
participación en una gloria venidera plenamente
celestial,
¿que sucedería? Vivirían aquí abajo como
extranjeros y peregrinos. Al conocer las profecías
tocantes a
esta tierra, comprenderían mejor la naturaleza de las
promesas
dadas a los judíos, las distinguirían de las que nos
atañen a nosotros los cristianos; juzgarían el
espíritu del siglo, y se librarían de las
preocupaciones humanas, y de inquietudes siempre
funestas para la
vida cristiana; aprenderían a apoyarse en Aquel que lo
ha
dispuesto todo, que conoce el fin de las cosas desde el
principio, y
a entregarse totalmente a la esperanza que les ha sido
dada, y a la
observancia de los deberes que se derivan de ella.
Se
dice generalmente que el verdadero empleo de las
profecías es mostrar la divinidad de la Biblia por medio
de
las que ya se han cumplido. Y es verdad que es uno de
los usos que se
pueden hacer, pero no es el objeto especial por el que
fueron dadas.
Han sido dadas no al mundo, sino a la Iglesia, para
comunicarle los
pensamientos de Dios, y para servirle de guía y antorcha
antes
de la llegada de los acontecimientos que anuncian, o
durante el curso
de estos acontecimientos. ¿Que diríamos de alguien que
sólo empleara las confidencias de un entrañable amigo
para convencerse más tarde de que ha dicho la verdad?
¡Ay
de nosotros! ¿Hasta dónde hemos llegado? ¿Hemos
perdido hasta tal punto el sentimiento de nuestros
privilegios y de
la bondad de Dios? Entonces, ¿no hay nada para la
Iglesia en
todas estas santas revelaciones? Porque, desde luego, no
es la
Iglesia la que debe preguntarse si Dios, su amigo
celestial, ha dicho
la verdad.
Pero
aún hay más: la mayoría de las
profecías, y, en cierto sentido, se puede decir que
todas
ellas, se cumplen al final de la dispensación con la que
tenemos que ver; ahora bien, cuando llegue el
cumplimiento de las
mismas será demasiado tarde para convencerse de su
veracidad,
o para emplearlas para convencer a otros; el juicio
abrumador que
caerá sobre los que dudan será su demostración
bien evidente. Tomemos un ejemplo de las predicciones
del
Señor. ¿A qué buen fin serviría la
advertencia del Señor de que huyeran en tal o cual
circunstancia, si no comprendían por adelantado lo que
Él decía, ni creían por adelantado en la
veracidad de Su palabra? Era precisamente este
conocimiento y esta fe
lo que los distinguía de todos sus compatriotas
incrédulos. Y lo mismo sucede con la Iglesia: los
juicios de
Dios caerán sobre las naciones; la Iglesia ha sido
advertida
de ello; gracias a la enseñanza del Espíritu Santo,
ella lo comprende, lo cree, y escapa a las desventuras
que han de
sobrevenir.
Pero
se objetará: éstas son ideas puramente
especulativas. ¡Ardid de Satanás! Si yo,
elevándome por encima del presente, por encima del
sentimiento
de mis necesidades y circunstancias momentáneas; si,
saliendo
del dominio de los seres materiales, me proyecto al
porvenir, a este
campo entregado a la inteligencia humana, todo será vago
y sin
influencias, a no ser que lo llene o bien con mis
pensamientos, o
bien con los pensamientos de Dios. ¡Mis pensamientos!
Mis
pensamientos son mera especulación. Los pensamientos de
Dios:
es la profecía la que los expone y desarrolla; por
cuanto la
profecía es la revelación de los pensamientos y de los
consejos de Dios acerca del porvenir. ¿Quién hay que
tenga el nombre de cristiano y que no se goce de la
perspectiva de
que «la tierra será llena del conocimiento de
Jehová, como las aguas cubren el mar»? Pues bien,
¡he aquí una profecía! Si nos preguntamos: ¿y
cómo se cumplirá?, no es de boca del hombre que debe
salir la respuesta; la palabra de la misma profecía nos
instruye acerca de esta cuestión, y acalla las
imaginaciones y
la vanagloria de nuestros orgullosos corazones.
En
efecto, aunque la comunión de Dios nos solaza y nos
santifica; aunque esta comunión, que debe ser eterna,
nos ha
sido ya dada, Dios ha querido actuar en nuestros
corazones por medio
de esperanzas positivas, y ha sido necesario que nos las
comunicara
para que fueran eficaces, y para que nuestro porvenir no
fuera vago,
ni lleno de fábulas ingeniosamente imaginadas. ¡Ah,
alabado sea el Dios de gracia y de bondad! Nuestro
porvenir no es ni
vago ni lleno de fábulas ingeniosamente imaginadas.
«Porque», dice el Apóstol, queriendo alentar la
piedad, la virtud, el amor fraternal y la caridad en las
almas de los
fieles, y hacer que pudieran en todo momento tener
memoria de estas
cosas, «no os hemos dado a conocer el poder y la venida
de
nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas
artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros
propios ojos su
majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y
gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz
que
decía: Éste es mi Hijo amado, en el cual tengo
complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del
cielo,
cuando estábamos con él en el monte santo. Tenemos
también la palabra profética más segura, a la
cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha
que
alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y
el
lucero de la mañana salga en vuestros corazones;
entendiendo
primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de
interpretación privada, porque nunca la profecía fue
traída por voluntad humana, sino que los santos hombres
de
Dios hablaron, siendo inspirados por el Espíritu Santo»
(2 P 1:16-21).
Al
estudiar los rasgos más generales de la profecía,
examinaremos estos tres grandes temas: la Iglesia,
las
naciones y los judíos.
Al
proseguir este estudio, hallaremos, según la medida de
la luz que nos ha sido dada, un resultado de lo más
grato,
esto es, el pleno desarrollo de las perfecciones de Dios
según
los dos nombres o caracteres bajo los que se ha revelado
en sus
relaciones con nosotros. A los judíos se reveló como
Jehová (Éxodo 6:3); a la Iglesia, como Padre. Como
consecuencia, Jesús es presentado a los judíos en
calidad de Mesías, centro de las promesas y de las
bendiciones
de Jehová hacia su nación; a la Iglesia se aparece como
el Hijo de Dios, reuniendo consigo a sus «muchos»
hermanos,
y compartiendo con nosotros Sus títulos y privilegios.
Somos
«hijos de Dios», «miembros de su familia» y
«coherederos del Primogénito», el cual es la
expresión de toda la gloria de Su Padre. En la
consumación de los siglos, cuando Dios reunirá todas
las cosas en Cristo, entonces se verificará el pleno
sentido
del nombre bajo el que se reveló a Abraham, de aquel
nombre
bajo el que fue adorado por Melquisedec, el tipo de
sacerdote regio,
que será el centro como la certidumbre de la bendición
de la tierra y de los cielos reunidos --del nombre de
«el
Altísimo, poseedor de los cielos y de la tierra».
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Traducido de la quinta edición
francesa
por Santiago Escuain
Publicado por
Verdades Bíblicas
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