Doce Diálogos Bíblicos ___________ Una Reseña de Doce Doctrinas Bíblicas Básicas___________
Harold P. Barker, con O.
Lambert, C. A.
Miller, P. Brown, |
Temas
|
Preguntas por S. W. Royes; Respuestas por H. P. Barker EL
tema que vamos a tratar
ahora es de la mayor importancia. Podemos confiar en el Señor
Jesús como
nuestro Salvador, y recibir una cierta consolación al pensar en
Su preciosa
sangre y en el poder de la misma para limpiar de todo pecado. Pero
hasta que el
alma conozca lo que es ser justificada,
no puede haber una sólida paz. Por
lo que respecta a los no
creyentes, es imposible exagerar la importancia de este asunto en su
caso.
Porque la justificación está en el umbral de toda
verdadera bendición. Nadie
puede entrar en el cielo excepto los que estén justificados de
su culpa. Por
ello, pido la atención de todos a las preguntas que se
harán y a las respuestas
que se den. ¿A qué clase
de
personas justifica Dios? No
me cabe ninguna duda de que
muchos dirían: «A la buena gente», o «A
aquellos que hacen lo mejor que pueden».
Pero vamos a descartar las opiniones humanas y volveremos a Encontramos
una ilustración
de
esto en el caso de dos hombres que subieron al templo a orar. Uno era
religioso, y su religión afectaba en gran manera su vida y su
conducta. Lo
preservaba de muchas acciones de extorsión, injusticia e
inmoralidad. Dos veces
cada semana observaba un rígido ayuno. Pagaba sus diezmos
puntualmente, y
dedicaba grandes cantidades de dinero al servicio de Dios. El
otro hombre no
pertenecía a
la clase de los religiosos. En realidad, era un pecador, y no lo
ocultaba. Al
entrar en el templo, era bien consciente de que no era apto para estar
allí, y,
parado de lejos, inclinaba la cabeza, evidentemente avergonzado. ¿Cuál
de estos dos
hombres,
pensáis vosotros, era más susceptible de ser justificado?
El Señor Jesús,
refiriéndose a este último, el pecador irreligioso,
impío, dice: «Os digo que éste
descendió a su casa justificado
antes que el otro»
(Lucas 18:14). Sí,
son los culpables, los
pecadores y los viles, los que Dios justifica cuando reconocen su
condición y
se vuelven a Él. Aquellos que se imaginan ser «justos, que
no tienen necesidad
de arrepentimiento», permanecen sin justificación y sin
bendición. ¿Cuál es la
diferencia entre la justificación y el perdón? El
perdón es la
eliminación de
la pena de nuestros pecados; la
justificación es la eliminación de la acusación
misma de culpa que antes teníamos contra nosotros. Comprenderemos
mejor la
diferencia si hacemos una imaginaria visita a un juzgado. Se
está procediendo a
juzgar a dos acusados de robo. El primero tiene muchos testigos para
demostrar
que estaba a muchos kilómetros de distancia cuando se
cometió el delito. Se
demuestra su inocencia de una manera irrefutable. Al absolverlo, el
juez dice: «El
preso puede abandonar este tribunal libre de toda culpa». En
otras palabras,
siendo inocente, queda justificado. Con
el otro, las cosas son
distintas. Pero hay circunstancias atenuantes. Es joven; es su primer
delito, y
parece que fue inducido a cometer el delito contra su mejor criterio.
El juez
dirige una seria advertencia al preso y lo deja en libertad. No se
dicta
ninguna pena, y sale del juzgado libre. En pocas palabras, ha sido perdonado. Pero, aunque está perdonado,
no ha quedado absuelto de los cargos contra él. Ahora
bien, esta
ilustración
nos ayudará a ver la diferencia entre justificación y
perdón. Pero hemos de
recordar que entre los hombres solo los inocentes
pueden ser justificados, mientras que los culpables
pueden ser perdonados. Salomón era consciente de esto al orar en
la dedicación
del templo (1 Reyes 8). En el versículo 32 él ora:
«tú oirás desde el
cielo y actuarás, y juzgarás a tus siervos, condenando al
impío …, y justificando al justo». Luego,
en el
versículo 34 vuelve a orar: «tú oirás en los
cielos, y perdonarás el pecado de tu pueblo
Israel». ¡Considerad esto!
Justificación para el justo y perdón para los que pecan. Pero
la gloria del evangelio
es que muestra como Dios puede hacer lo que es imposible entre los
hombres. Él
puede justificar a los impíos, y ello
incluso sin circunstancias atenuantes.
Él puede tomar un pecador vil y corrompido, y no solo
perdonarlo, sino
absolverlo de toda acusación de una forma tan completa que puede
proclamarse
este reto, que nunca podrá ser contradicho:
«¿Quién acusará a los escogidos de
Dios? Dios es el que justifica» (Ro. 8:13). Si es Dios quien
justifica, ¿por qué se dice que somos justificados por la
fe? La
fe es simplemente el
principio en base al que Dios justifica. Si Dios se declara dispuesto a
justificar a pecadores impíos, es cosa bien razonable que
Él debe declarar el
principio en base al que Él lo hará, y el principio debe
ser tal que deje claro
que todo es de gracia de principio a
fin. Es por esta razón que es «por fe», o porque, en
las palabras de Romanos 3:26,
Dios es el que justifica «al que es de la
fe de Jesús». Así
que es la
«fe», y no las
obras, ni los votos, ni las oraciones, lo que se cuenta por justicia,
pero es Dios quien lo cuenta como tal. Es
totalmente Su acción. Leemos que Cristo
ha «resucitado para nuestra justificación».
¿Qué tiene que ver la resurrección
de Cristo con que nosotros seamos justificados? ¡Tiene
todo que ver! Es el
gozne sobre el que gira toda la cuestión. Supongamos que fuese
declarado
culpable de alguna infracción y condenado a pagar una fuerte
suma de dinero. Al
no poder disponer de tal suma, me vería abocado a cumplir una
sentencia de
cárcel. Pero un amigo interviene y se compromete a pagar mi
multa. Pero hasta
que llegue el dinero, uno de los dos, mi amigo, o yo, ha de quedar
detenido. Mi
amigo, habiendo asumido mis responsabilidades, se queda allí
hasta que pueda
llegar un mensajero del banco con el monto de la multa, y a mí
me dejan salir. Lleno
de ansiedad, me paseo
arriba y abajo dejante del juzgado. Finalmente llega el mensajero del
banco y
entra en el edificio. Al cabo de unos minutos sale mi amigo y se
reúne conmigo.
En el acto cesa mi ansiedad. El hecho de su reaparición
demuestra que las
demandas del tribunal han quedado satisfechas. Ahora estoy
verdaderamente
libre, porque mi sustituto está libre. Apenas
si es necesario mostrar
como se aplica esta sencilla parábola. Tú y yo somos los
infractores, bajo el
juicio de Dios. Cristo se ha ofrecido como nuestro Sustituto, y en la
cruz Él
satisfizo las demandas de la justicia en nuestro favor. Él
pagó
la multa por nosotros. ¿Fue suficiente Su pago?
¿Lo aceptó
Dios como un pleno descargo de todas nuestras responsabilidades? Antes
de
morir, Él clamó: «Consumado es». Él
dio Su todo, Su vida, Su sangre, pero, ¿fue esto
suficiente? Él
salió del
sepulcro en la
mañana del tercer día. La pregunta quedó
contestada. Había sido suficiente. Aquel que
había tomado nuestros pecados
sobre Sí mismo estaba libre. Entonces, ¡también
nosotros
quedamos libres! Así,
la resurrección
de Cristo
está en la base de nuestra justificación. Naturalmente,
cuando digo «nuestra»
me refiero a los «creyentes». Él fue resucitado para
nuestra justificación. En Romanos 3:28 se
dice que «que el hombre es justificado por fe sin las obras de la
ley». ¿Cómo
lo concilia usted con Santiago 2:24, donde leemos que «el hombre
es justificado
por las obras, y no solamente por la fe»? Estos
dos pasajes no necesitan
ser conciliados. A veces los hay que se imaginan que han descubierto
declaraciones contradictorias en las Escrituras, pero la falta
está en sus
propias mentes, no en En
el caso que nos ocupa, la
dificultad se desvanece cuando vemos que en Romanos se está
hablando de la justificación ante Dios,
mientras que
en Santiago el tema es la justificación
ante los hombres. Ambas cosas se ponen en contraste en Romanos 4, y
en el
versículo 2 se expone que la justificación por las obras «no [es] para con Dios». Dios
toma nota de la fe del
creyente, y la cuenta por justicia para el dicho creyente. Pero la fe
es
invisible a los ojos de los hombres. Si ellos nos desafían
respecto a qué razón
tenemos para profesar que hemos sido perdonados y salvados, que somos
hijos de
Dios y herederos juntamente con Cristo, no podemos simplemente
contestar, «Tenemos
fe». Tenemos que justificar la posición que adoptamos con
más que palabras. El
amigo de Job, Zofar, preguntó: «¿Y el hombre que
habla mucho será justificado?»
(Job 11:2). Desde luego que no. No son los que hablan bien, sino los
que andan
bien, los que son justificados a la vista de sus semejantes. No es por
los
labios, sino por la vida; no por palabras, sino por obras, que podemos
convencer a los demás que somos lo que afirmamos ser. Es
acerca de este aspecto de
la verdad que trata Santiago. Pablo también, en algunas de sus
epístolas, de
manera especial en la dirigida a Tito, da mucho peso a la importancia
de las
buenas obras, no como una ayuda a nuestra justificación ante
Dios, sino como
testimonio ante los hombres, y con el fin de que «adornen la
doctrina de Dios
nuestro Salvador». Pero
que nadie comience a
hablar de buenas obras antes de asegurarse de que está
justificado de todas las
cosas por la fe en el Señor Jesucristo. Leemos acerca de
estar «justificados por gracia» (Ro. 3:24),
«justificados por fe» (Ro. 3:28), y
«justificados en Su sangre» (Ro. 5:9). ¿Debemos
concluir que el hombre tiene
que ser justificado tres veces? En
absoluto. Las tres
expresiones comunican diferentes conceptos, pero todas tres se refieren
al
mismo acto. La gracia de Dios es la fuente
de todas nuestras bendiciones; la sangre de Cristo es el canal mediante
el que
nos alcanza, mientras que la fe es sencillamente la apropiación
de todo ello
por nuestra parte. Ilustraré
lo que quiero
decir.
Esta ciudad recibe su suministro de agua del río que procede de
los montes de
más allá. Hay un abundante suministro para todos. Hay
tubos tendidos que van a
las casas de la gente, y cuando alguien quiere agua, todo lo que tiene
que
hacer es abrir el grifo. El
río, que contiene un
suministro inagotable de agua, es como la gracia. La gracia de Dios es
el
manantial y la fuente de toda bendición. En este sentido somos
«justificados
por Su gracia». Los
tubos son el medio por el
que el agua es conducida a nuestras puertas, así como la sangre
de Cristo es el
medio por el que la gracia de Dios es puesta a disposición de
los pecadores. Así,
somos «justificados en Su sangre». ¿Y
qué es
«justificados por fe»?
La fe es acudir con el vaso vacío y abrir
el grifo. Es la apropiación para uno mismo de la
bendición que se origina
en la gracia de Dios, y que es hecha posible para nosotros por la
sangre de
Jesús. Bildad suhita, otro
de los amigos de Job, preguntó: «¿Cómo, pues,
se justificará el hombre para con Dios?»
¿Cómo respondería usted a esta
pregunta? (Job 25:4) Lo
primero es dejar
de justificarse a uno mismo. «Vosotros
sois los que os justificáis a vosotros mismos», dijo
el Señor Jesús a los
fariseos, y en tanto que alguien haga esto, Dios no lo
justificará. Cuando
dejamos de tratar de justificarnos a nosotros mismos, justificamos
entonces
a Dios en Su juicio sobre nosotros debido al
pecado. «Los publicanos justificaron a
Dios», leemos, y esto era precisamente lo contrario a lo que
estaban
haciendo los fariseos. Condenarse uno mismo y justificar a Dios son
así dos
cosas que van juntas. Nos ponemos del lado de Dios contra nosotros
mismos, y
reconocemos la verdad de Su veredicto sobre nosotros como pecadores
culpables,
viles, merecedores del infierno. Este es el primer paso. Además
de esto, tenemos que
apartar la mirada de nosotros mismos y dirigirla a Cristo. Creer
en
Jesús significa quedar justificado de todas las cosas
(Ro.
3:26; Hch. 13:39). Cuando aprendemos lo que Su muerte ha cumplido por
nosotros,
y cómo Su resurrección nos absuelve de todo cargo,
comprendemos lo que es estar
justificados, y el bendito resultado de ello es «la paz con
Dios» (Ro. 5:1). Los cristianos,
¡triste es decirlo!, son a veces muy inconsecuentes en su manera
de vivir. ¿Acaso
estos cristianos siguen siendo personas justificadas? Si
solo aquellos cuya conducta
fuese intachable fuesen los justificados, se tendría que buscar
durante mucho
tiempo antes de descubrir a un hombre justificado. Pero
veamos cómo se designa
a
los cristianos en Corinto. Su conducta distaba de ser perfecta.
Habían merecido
una reprensión pública acerca de cuestiones relacionadas
con los principios morales
más básicos. Sin embargo, y de la manera más
incondicional, el apóstol Pablo
podía decir de ellos: «ya habéis sido lavados, ya
habéis sido santificados, ya habéis sido
justificados» (1 Co.
6:11). Observemos que estas palabras se dirigen a ellos inmediatamente
después
de una ácida reprensión por sus constantes contiendas.
Cierto, se les recuerda
que habían sido lavados, santificados y justificados a fin de
que huyeran de
aquellas cosas de las que habían sido lavados. Pero no se les
dice, a la vista
de su pecado, que tuvieran que volver
a ser lavados otra vez, santificados de nuevo, y vueltos a justificar.
Se
menciona su justificación como algo que había sido
cumplido una vez por todas,
y esta realidad es la base sobre la que puede hacerse un llamamiento a
vivir de
una manera consecuente y piadosa. ¿Cómo puede
uno
saber de cierto que está justificado? Un
pasaje de las Escrituras al
que ya nos hemos referido nos proporciona una respuesta clara y plena.
Volvamos
a Hechos 13:39, y leeremos estas palabras: «en él»
(Jesús) «es justificado todo
aquel que cree». No creo que ninguna de mis palabras lo
podría expresar de una
forma más clara que esta. No
consideremos estas palabras
meramente como un dicho de Pablo. Son palabras de Dios, registradas en
el Libro
de Dios para la bendición de nuestras almas. Ahora
bien, ¿qué es
lo que Dios dice en este
versículo? Que todos los que creen son justificados de todas las
cosas. ¿De quiénes se dice que son
justificados de todas las cosas? De todos aquellos que creen. Ante
esta declaración tan
maravillosamente clara y sencilla, revestida como está de toda
la autoridad del
mismo Dios, dejad que os haga a esta pregunta a cada uno aquí:
«¿Estás tú
justificado de todas las cosas?» Si
tú te encuentras dentro
del
círculo de «todo aquel que cree», puedes con verdad
decir, «Gracias a Dios, lo
estoy». Y
si alguien preguntase
cómo
lo sabes, puedes contestar: «Dios dice que “todo aquel que cree”
está
justificado. Yo soy uno de aquellos de quién Él habla, un
creyente en Jesús, de
modo que estoy justificado». ¡Qué dicha cuando uno
es sencillo y
suficientemente semejante a un niño para tomar a Dios en Su
palabra! ¡Aquí
tenemos un
verdadero
problema! Pero, gracias a Dios, la solución se encuentra en la
cruz de Cristo. Las
exigencias de la justicia quedaron completamente satisfechas con Su
sangre, y
quedó abierta la puerta para que Dios pudiera justificar y
bendecir a pecadores
impíos sin comprometer Su carácter como Dios de santidad
y de verdad. El
propósito de Dios, desde
la
fundación del mundo, era la bendición del hombre, y este
propósito se ha
cumplido, no mediante ninguna mínima cesión en Su juicio
contra el pecado, sino
por la provisión de Uno que pudo llevar aquel juicio en toda su severidad y agotarlo. No
hay nadie que pueda, a la
vista del Calvario, decir que el pecado sea cosa leve a los ojos de
Dios. Él ha
dejado bien claro ante el universo que Él aborrece infinitamente
el mal, y que
no bendice ni puede bendecir a los hombres aparte de la plena
satisfacción de
las exigencias de la justicia. La bendición que Él ofrece
la ofrece con justicia. La obra de Cristo ha
glorificado a Dios de tal manera que Él es justo, así
como lleno de gracia, al
justificar al pecador impío que cree en Jesús
(véase Ro. 3:26). Durante todo el tiempo en que Cristo esté en el trono de Dios. La justificación del creyente durará hasta que Cristo vuelva a la cruz del Calvario y deshaga la obra que Él realizó allí. ¿Y cuándo será esto? ¡Nunca! Aquella obra permanece en toda su inquebrantable eficacia. Aquel que la realizó ha sido levantado del sepulcro y sentado a la diestra de Dios. En tanto que Él esté allí, y en tanto que Su obra retenga su eficacia, durante todo este tiempo el más débil creyente en Él estará «justificado de todas las cosas». Ningún cambio en nosotros, ninguna falta en nuestra conducta, ninguna frialdad de corazón, ningunos sentimientos de desesperación pueden desplazarlo del trono ni detraer del valor de Su obra. Así que, gracias a Dios, no pueden detraer de nuestra justificación. A pesar de nuestros fracasos y de nuestros defectos, estamos tan libres de nuestros pecados ante la mirada de Dios como Cristo mismo. Doce Diálogos Bíblicos - Harold P. Barker y otros. SEDIN-Servicio
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