Doce Diálogos Bíblicos ___________ Una Reseña de Doce Doctrinas Bíblicas Básicas___________
Harold P. Barker, con O.
Lambert, C. A.
Miller, P. Brown, |
Temas
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Preguntas por W. E. Powell; Respuestas por H. P. Barker ES
el feliz privilegio de cada
verdadero creyente en Cristo el gozar de paz con Dios. Esto no
significa que cada
creyente goce
de ella, pero sí que es posible para cada uno de nosotros poseer
una paz sólida
y firme con Dios por lo que respecta a nuestros pecados. ¿No es
este
pensamiento suficiente para hacer que nuestros corazones ardan con
fervor para
poseer y gozar de esta gran bendición? Que el Señor nos
ayude en nuestra
consideración de esta cuestión. A veces oímos
acerca de «paz verdadera» y «paz falsa».
¿Qué significan estos términos? Es
de temer que una gran
cantidad de personas en esta ciudad están pasando sus vidas en
una falsa paz, esto es, una paz que surge de
la indiferencia. Habitan en el paraíso de los insensatos, y
viven sin pensar en
sus almas y descuidados de su terrible peligro. Adormecidos con el opio
del
diablo, pasan sus días en medio de un sopor, absortos en sus
negocios, sus
deberes, sus placeres, sus amigos, sus cuitas y sus pecados. La
verdadera paz, la paz
divina, la paz con Dios, es algo muy diferente. Es el resultado no de
la
ignorancia o de la indiferencia, sino de saber
que uno está fuera de peligro. Aquel que tiene paz con Dios
ha afrontado su
propia condición en presencia de Dios. Ha contemplado la
enormidad de sus
pecados y se ha reconocido como un rebelde culpable y merecedor del
infierno.
Ha creído las gratas nuevas acerca de Cristo que murió
por los pecadores, y que
resucitó de los muertos para su justificación. Si
le preguntáis donde
están
sus pecados, puede contestar: «Han desaparecido. Todos fueron
echados sobre
Cristo, y Él hizo expiación por ellos con Su sangre. Hoy
Él está en ¿Puedes
tú hablar de
esta
manera? Este es el lenguaje de aquel que tiene la paz verdadera. ¿Es posible tener
paz respecto a algunas cosas, y no respecto a otras? Creo
que sí. El otro
día yo
estaba visitando a un hombre pobre que, por accidente, había
perdido su
posición. Había quedado hundido en la miseria, y apenas
si sabía de dónde
vendría la siguiente comida. Pero su confianza en la bondad de
Dios se había
mantenido firme. «No me siento inquieto», me dijo:
«Dejo mis problemas en manos
de Dios. Él me ayudará.» Este hombre podía,
de esta manera, tener paz acerca de
sus cuitas y necesidades. Pero
al continuar conversando,
quedó claro el hecho de que en cambio no tenía paz
tocante a sus pecados y a su
estado delante de Dios. Aunque reconocía la bondad de Dios,
lamentaba su propia
falta de bondad, y a veces temía que nunca llegaría al
cielo. No comprendía que
su aceptación por parte de Dios no dependía del estado de
su corazón, por
importante que esto sea en su lugar, sino de la obra que Cristo
llevó a cabo.
De aquí que desconociese la verdadera paz
con Dios. Respecto a sus problemas y cuitas, podía sentirse
calmado y en
paz, esperando que Dios le ayudaría; pero por lo que se
refería a sus pecados y a su estado ante Dios,
estaba
lleno de ansiedad. El
caso de este hombre no es
en absoluto infrecuente. Hay muchos que pueden pasar en paz por las
tormentas
de la vida, con la conciencia en sus corazones de la bondad de Dios,
pero que
nunca han llegado a aprender el secreto de la paz con Dios,
por medio de la muerte y de la resurrección de Cristo. ¿Es la «paz con
Dios»
lo mismo que la certidumbre de la salvación? No.
El hecho es que no se dice
mucho en Pero
la paz con Dios va más
allá de mantener a raya las dudas y los temores mediante la
ayuda de algún
precioso pasaje de las Escrituras. Es el resultado de conocer lo que ha
sido
realizado mediante la muerte y resurrección de Cristo para el
creyente.
Mediante aquella obra han sido quitados todos nuestros pecados; hemos
sido
justificados de toda acusación. En otras palabras,
ha quedado eliminado el
elemento perturbador, y la bendita consecuencia es la paz con Dios. Permitidme
que dé una
ilustración para mayor claridad. Hace algunos meses yo
vivía en una casa
rodeada de pastos en los que había mucho ganado. El camino desde
la casa al
pueblo vecino pasaba por estos pastos. No había otra forma de
llegar allí. Una
tarde estaba yo
dirigiéndome
a pie al pueblo con una señora que tenía mucho miedo a
las vacas. Cuando vio
que nuestro camino pasaba directamente a través de una manada de
estos
animales, se puso muy nerviosa, y quería volverse atrás.
Hice todo lo que pude
para tranquilizarla. Le dije que había pasado por este camino
muchísimas veces,
y que nunca había visto la menor señal de ferocidad en
las vacas; que eran
totalmente inofensivas, y que sería más probable que las
vacas huyeran de ella
que no que Al
volver del pueblo, más
tarde, encontramos que todas las vacas habían sido conducidas a
otra sección de
la finca. No quedaba una sola pezuña, ningún cuerno a la
vista. El
rostro de mi acompañante
se
iluminó con una sonrisa, y exclamó: «¡Oh, las
vacas han desaparecido!» «Sí,»
contesté,
«pero usted
ahora no tendría miedo de pasar por su lado, verdad?» «No,»
dijo la
señora; «Sé que
no me harían daño y que mis temores son insensatos y sin
razón, pero de todos modos me alegra que hayan
desaparecido». Ahora
bien, creo que esto
ilustra la diferencia entre la certidumbre de la salvación y ¿Por qué no
todos
los creyentes gozan de la paz con Dios? Hay multitudes que carecen de paz porque son creyentes incrédulos. Cuando el Señor Jesús alcanzó a los dos caminantes en el camino de Emaús, se encontró con que ellos, aunque eran verdaderos discípulos, estaban llenos de incredulidad. «¡Oh insensatos,» les dijo, «y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!» Muchos
en la actualidad
están
precisamente en la misma condición. Confían en el
Señor Jesús como su Salvador,
y depositan todas sus esperanzas de gloria futura en Su preciosa
sangre, pero
son lentos en creer lo que el evangelio les asegura que es el resultado
de Su
muerte y resurrección. No ven que como consecuencia de Su obra
todos sus
pecados han sido eternamente quitados, y que son con toda justicia
absueltos
por Dios de toda acusación. La
mayoría de nosotros
estamos
familiarizados con la historia de la victoria de David sobre Goliat. Un
israelita, al ver al valeroso joven avanzar hacia el arrogante gigante,
pudiera
haber exclamado: «Confío en este joven. Sé que es
un hombre de Dios, y tengo
toda la confianza de que por medio de él Dios dará hoy la
libertad a Israel.» El
hombre que habla así es
evidentemente un creyente en David. Sus esperanzas de liberación
descansan en
la capacidad de David para vencer a Goliat. Pero
finalmente, cuando los
clamores de triunfo reverberan en el aire, y David vuelve al campamento
con la cabeza
del gigante en sus manos, aquel mismo hombre está sentado en su
tienda con una
mirada de ansiedad en su rostro. ¿Por qué no comparte el
gozo y no se une al
cántico de gratitud? Porque no conoce el significado de estas
aclamaciones. No
se ha dado cuenta de que el gigante ha muerto. En el momento en que
comprenda
no solo que David es un libertador digno de confianza, sino que
realmente ha
cumplido la obra de liberación, y que el enemigo ha
desaparecido, la paz y el
gozo serán su parte. Es
así que muchos
permanecen
privados del goce de La
introspección es otra
causa
de agitación. Una mentalidad mundana es también un gran
obstáculo para el goce
de la paz. ¿Puede llegar a
ser demasiado tarde para que el pecador comience a hacer la paz con
Dios? En cada caso es demasiado
tarde—diecinueve
siglos demasiado tarde. De hecho, es una total imposibilidad absoluta
que un
pecador arregle su situación con Dios. Pero no debe desesperar
por ello, porque
Cristo ha realizado la obra necesaria, y la paz se debe conseguir, no
con que el
pecador haga nada, sino pasando a gozar de los resultados de la obra de
Cristo. Cristo
ha hecho la paz, una
vez por todas, mediante la sangre de Su cruz (Col. 1:20). Él ha
echado los
seguros fundamentos de nuestra bendición. No tenemos parte ni
suerte en la realización
de tal obra. Para
obtener la «paz con
Dios», entonces, que el pecador deje de tratar de hacerla
él, y que se apropie,
por la fe en Cristo, de los resultados de Su muerte y
resurrección. Nunca es
demasiado tarde para esto, mientras haya vida. En el Salmo 119:165
leemos: «Mucha paz tienen los que aman tu ley».
¿Qué significa esto? No
es exactamente la «paz
con
Dios» lo que se menciona aquí. La «ley» en
este pasaje es algo mucho más amplio
que los Diez Mandamientos. Se trata de la revelación de los
caminos de Dios
(hasta allí donde consideró oportuno en darlos a conocer
en aquellos días), e
indicaba el camino de la sabiduría, justicia y paz para el
hombre. Aquellos
cuyos corazones estaban influidos por ella gozaban de la
bendición inseparable
del conocimiento de Dios y de Sus caminos, por parcial que fuese
necesariamente
aquel conocimiento. En
nuestros días, el claro
de
estrellas de los tiempos del Antiguo Testamento ha dado lugar a la
gloriosa luz
de mediodía de la plena revelación de Dios. Dios se ha dado a conocer, y ha dado Su Santo Espíritu
para que guíe
nuestros corazones en las líneas de Su revelación. Si nos
sujetamos a este
bendito Espíritu Santo, y le dejamos que Él dirija
nuestros corazones en lo que
Dios ha revelado para nuestra bendición, nuestra segura
porción será una gran paz, así
como era la porción de los
santos, en tiempos de David, que amaban las cosas de Dios. Y
por ello leemos, en Romanos 8:6,
que «el ocuparse del Espíritu es vida
y paz». Pero
esta paz no se debe
confundir con la paz de Romanos 5:1, que es el resultado de ser
justificados.
En este caso se trata de una paz que es lo contrario a aquel estado de
morbosa
insatisfacción con el yo que con frecuencia es resultado de
ensimismarnos con
nuestra propia frialdad y pecaminosidad. ¿De qué
depende
la «paz con Dios»? Si
nos volvemos a Romanos
4:25, y relacionamos este pasaje con el primer versículo del
siguiente
capítulo, tendremos una respuesta en las mismas palabras de La
paz con Dios sigue
inmediatamente del hecho de que somos justificados, y esto depende,
como hemos
visto, de la muerte y resurrección de Cristo. De esta manera han
quedado
satisfechas las demandas de la justicia divina, y por consiguiente la
paz es
nuestra. ¿Cuál es la
diferencia entre la «paz con Dios» y la «paz de
Dios» de la que leemos en
Filipenses 4:7? La
«paz con Dios»
tiene que
ver con nuestros pecados y con nuestro estado de culpa ante Él,
y es el
resultado de lo que Él nos da a conocer. La
«paz de Dios» tiene
que ver
con las circunstancias de la vida, con las dificultades y las pruebas,
y es el
resultado de presentar nuestras
peticiones ante Él. La ansiedad es algo que
debilita el brillo de muchas vidas cristianas. El creyente tiene la paz
con
Dios respecto a sus pecados, pero para poder pasar por este mundo de
pruebas y
dolor, tiene que cultivar el hábito de presentar todo a Dios en
oración. El
resultado será que su
corazón y su mente serán guardados en paz. La propia paz
de Dios, que sobrepasa
a todo entendimiento, reinará en él. Entonces
aceptará cada circunstancia como
ordenada por Aquel que hace que todo coopere para nuestro bien, y en
lugar de
angustiarnos y de murmurar, gozará de una serena confianza y paz. Esto
es lo que significa el
pasaje en Filipenses 4. ¿Qué
significaba
el Señor Jesús al decir que dejaba Su paz con Sus
discípulos en Juan 14:27? El
concepto es muy parecido al
que acabamos de exponer. Pero las pruebas y las aflicciones de la vida
son
comunes a todos—las padecen tanto los
inconversos como los hijos de Dios, aunque solo los últimos
tienen la «paz de
Dios» para guardar sus corazones en medio de todo ello. Pero
hay ciertas cosas con las
que solo los cristianos tienen que
enfrentarse, como la persecución por causa de Cristo y el
padecer pérdida por
fidelidad a Él. Estas cosas, el resultado del rechazo contra
Cristo aquí y de
Su ausencia, fueron previstas por Él, y Él
advirtió «a los Suyos», a los que
dejaba atrás, de que debían esperar sufrir
oposición, injurias, persecuciones y
calumnias. Pero en medio de todo lo que deberían sufrir por
causa de Su nombre,
gustarían de la dulzura de la paz celestial, Su propia paz. Si
la tierra iba a
ser un lugar de rechazo y dolor para ellos, se les iba a preparar un
lugar en
las «muchas moradas» arriba. Si les iba a dejar un legado
de sufrimiento, esto
iría acompañado de un precioso legado de paz. Se trata de
una paz que el mundo
nunca podrá dar, de una paz que el mundo nunca podrá
arrebatar. Hemos
hablado a menudo de
cuatro clases diferentes de paz. 1.
La paz con Dios,
que tiene que ver con nuestros pecados y estado de
culpa, el resultado de haber sido justificados debido a la muerte y
resurrección de Cristo (Ro. 5:1). 2.
La paz interior,
en contraste con una morbosa insatisfacción con uno
mismo, el resultado de «ocuparse del Espíritu» (Ro.
8:6). Se trata de una paz
que depende no tanto de nuestra fe en
Cristo como de nuestra cotidiana ocupación
con Cristo, por el Espíritu Santo. 3. La paz de Dios,
que guarda los corazones y las mentes de los que
echan sus ansiedades sobre Él en medio de las cotidianas cargas
y perplejidades
de la vida (Fil. 4:7). 4. La paz de Cristo,
la preciosa porción de aquellos que son dejados
aquí para representarle en Su ausencia, y que a menudo tienen
que soportar el
vituperio y la persecución por causa de Su nombre. Doce Diálogos Bíblicos - Harold P. Barker y otros. SEDIN-Servicio
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