Doce Diálogos Bíblicos ___________ Una Reseña de Doce Doctrinas Bíblicas Básicas___________
Harold P. Barker, con O.
Lambert, C. A.
Miller, P. Brown, |
Temas
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Preguntas por E. C. Mais; Respuestas por H. P. Barker LA importancia del tema que vamos ahora a considerar se puede deducir del hecho de que se habla tanto del mismo en la Biblia. A
veces los hombres dividen
las verdades de la revelación divina en «esenciales»
y «no esenciales». Por
estos términos designan aquellas verdades que son esenciales
para la salvación
y las que no lo son. Pero esta es una manera muy egoísta de
considerar las
cosas. Desde luego, el hecho de que Dios nos haya dado una
comunicación acerca
de cualquier asunto demuestra que Él considera la
cuestión como esencial para
Su propia gloria y para nuestra bendición. Desde luego, no
podemos permitirnos
ser indiferentes a ninguna verdad divina, tanto si nos damos cuenta
inmediatamente
de la importancia que tiene para nosotros como si no. Y desde luego la
santificación es una cuestión que no podemos descuidar
sin llegar a ser grandes
perdedores. ¿Qué significa
ser santificado? El
significado de la palabra
es ser separado o puesto aparte para un propósito. Hay un
versículo en el Salmo
4 que comunica este pensamiento: «Jehová
ha hecho apartar al piadoso para sí» (v. 3, V.M.). Es
importante que tengamos
esto presente, porque muchos contemplan la santificación como un
proceso de
mejora por el que las personas son gradualmente hechas más
santas, y hechas
aptas para habitar en el cielo. Un
examen de los pasajes de la
Escritura que hablan de esta cuestión demostrará la
falsedad de esta idea. Por
ejemplo, en Deuteronomio 15:19 encontramos que se santificaban becerros
y
ovejas. Desde luego, esto no puede significar que fuesen mejorados y
hechos más
santos; significa sencillamente que eran apartados para un
propósito. En Isaías 66:17 se dice de los malvados que se han santificado para hacer el mal. Es decir, se han puesto aparte para cumplir sus malvados propósitos. En
Juan 17:19 el Señor
Jesús
dice: «por ellos yo me santifico a mí
mismo». No es posible que Él
tuviera que ser mejorado y hecho santo, porque Él fue siempre
perfecto e
intachablemente santo. Pero por causa de los «Suyos»
Él estaba a punto de apartarse de la tierra, y
de las cosas
en medio de las que había venido, e iba a regresar al cielo.
Él iba así a ponerse aparte a Sí
mismo, para servir a
Su pueblo como su Abogado e Intercesor. Estos
pasajes
exponen
claramente
el verdadero significado de la santificación. ¿Quiénes son
los
santificados? Queda
claro
en
el Nuevo
Testamento que todos los verdaderos creyentes en Cristo son
santificados. Junto
con el perdón de los pecados va la «herencia entre los
santificados» (Hechos
26:18). Escribiendo
a
los
creyentes en
Corinto, el apóstol dice: «Habéis sido lavados … habéis sido santificados» (1 Corintios
6:11). La
palabra «santo»
significa
simplemente una persona santificada; y este era el nombre usual por el
que todo
se conocía al pueblo de Dios en aquellos primeros tiempos. Eran
llamados
«discípulos», «hermanos»,
«cristianos», «amigos»,
«creyentes», pero el nombre
más comúnmente usado era el de «santos». Y
este nombre no se aplicaba meramente
a ciertos hombres santos y devotos, sino a todos
los verdaderos cristianos. En
la actualidad la palabra
casi ha caído en desuso, y si sucede que decimos que hemos ido a
visitar a
algunos de los «santos», ¡nos miran como si
hubiéramos estado comunicándonos con
los espíritus de los muertos! La verdad es que Pedro y Pablo no eran santos debido a su celo, santidad y devoción. Eran santos porque habían sido purificados de sus pecados por la preciosa sangre de Cristo, y esto es lo que ha constituido a cada verdadero creyente en santo, o «persona santificada». ¿Deben incluso
los creyentes llenos de imperfecciones considerarse como santificados? Si
solo los que se han librado
de sus imperfecciones fuesen santificados, tendríamos que andar
buscando largo
tiempo antes que los encontrásemos. Incluso los mejores entre
nosotros están
llenos de imperfección, y los que viven en una comunión
más estrecha con Dios
sienten sus imperfecciones con mayor intensidad. Pero
la
santificación
no
depende de lo que seamos en nosotros mismos. Cada cristiano tiene en
sí lo que
la Escritura designa como «la carne»; y «la
carne», sea en un santo o en un
pecador no convertido, es desesperada e irremediablemente mala. Es
evidente,
entonces, que lo que constituye nuestra santificación no es
ninguna mejora de
«la carne». Y
en 1 Corintios 1:2
vemos que es en Cristo Jesús que
somos santificados, no en nosotros mismos. Y en el versículo 30
del mismo
capítulo se nos dice que Cristo Jesús
(no un estado más santo o más perfecto) «nos ha
sido hecho por Dios sabiduría,
justificación, santificación y
redención». Debo
explicar
aquí
que los
cristianos deben aprender a pensar de sí mismos de dos formas
totalmente
diferentes. Primero, tal como somos realmente aquí en este
mundo, con «la
carne» todavía en nosotros, con tentaciones y pruebas en
torno a nosotros, y
con nuestros cuerpos todavía llevando la semejanza de
Adán. Como tales, nuestra historia
acabará cuando
abandonemos este mundo. Segundo, como somos en
Cristo, de pie sobre todo el valor de Su obra consumada, y puestos
ante
Dios para gozar de Su favor, sin una mancha, defecto ni
imperfección. Esto
último es lo que seremos realmente en
el cielo, pero Dios nos ve ya así en
Cristo, y la fe cuenta las cosas como Él las cuenta. Como
hombres
en
«la
carne»,
hijos de Adán, Dios no puede agradarse de nosotros. Él ha
declarado que el
hombre según este orden no podrá ser de Su agrado. Sus
propósitos de gracia y
bendición han de ser asegurados mediante Otro, es decir, Cristo,
y, como nueva
creación según el orden de Cristo,
Dios puede agradarse en nosotros. De ahí se desprende que
nuestra santificación
(o ser puestos aparte para el beneplácito de Dios) ha de ser en Cristo. Ningunas imperfecciones en
nosotros pueden jamás afectar nuestra posición en Él, ni tocar lo que tenemos en Él. Puede
que
no
sea fácil para
nuestras almas comprender esto en el acto. Pero es tan importante que
le he
dedicado un buen espacio de tiempo, y pido a todos los presentes que lo
consideren cuidadosamente. ¿Cuándo es
santificado un creyente? La
Escritura habla de nuestra
santificación en relación con más de un
período de tiempo. (1)
Antes que el mundo fuese,
en la mente y en el propósito de Dios. (2)
En la cruz, cuando
Jesús
murió, hace diecinueve siglos. (3)
Cuando el Evangelio es
aplicado por el Espíritu Santo con poder, y lo recibimos. Será
bueno
usar
una
sencilla
ilustración para exponer cómo esto puede ser así. Un
lunes por la mañana una
señora está haciendo unas compras en uno de los grandes
almacenes en la Calle
del Puerto. Mientras está haciendo sus compras, un sombrero muy
atractivo llama
su atención. Ella piensa: «¡Qué sombrero
más encantador!», y descubre
desilusionada que no tiene suficiente dinero para comprarlo en el
momento. Pero
toma nota mental de aquel sombrero, y decide adquirirlo lo más
pronto posible. El
martes la señora
está de
nuevo en El
miércoles, la
señora envía
a su criada. La criada entra en la tienda, expone su encargo, menciona
el
nombre de su señora, y vuelve con la bolsa que contiene el
sombrero. Ahora
preguntaré,
¿cuándo fue que
aquella señora
santificó, o apartó, aquel sombrero para su propio uso? El
lunes, por lo que respecta
a su mente y propósito; el martes, al asegurarlo mediante el
pago del precio;
el miércoles, al enviar a su criada a buscarlo, por medio de la
cual el
sombrero pasó efectivamente de la
tienda a la casa de la señora. Ahora
bien,
esta
ilustración
servirá
al menos para clarificar cuándo
fuimos santificados o puestos aparte por Dios para Sus propios
propósitos. Primero,
hace
largo
tiempo en
la eternidad pasada, Dios nos predestinó para que
fuésemos Sus hijos. Por así
decirlo, Él dijo: «Serán Míos para deleite
de Mi corazón y para que los
bendigan Mis manos». De modo que en Su propósito Dios nos
apartó, o santificó,
antes que el mundo fuese (véase Ro. 8:29, 30; Ef. 1:4;
2 Ts. 2:13). Luego,
cuando
Jesús
murió,
quedó
pagado el precio de nuestra redención. Cada obstáculo que
el pecado había
levantado para que fuésemos de Dios para toda la eternidad
quedó eliminado, y
abierto el camino para el cumplimiento de Su propósito en
gracia. Fuimos así
puestos aparte mediante el pago del inmenso precio por el que Él
nos compró y
nos hizo Suyos (véase 1 Co. 6:29). De modo que
además de ser santificados
por el propósito y la voluntad de Dios, «somos
santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez
para
siempre» (He. 10:10). Finalmente,
cuando,
por
la
operación
del Espíritu Santo, nuestros corazones son abiertos para recibir
el evangelio,
somos efectiva y personalmente traídos a Él. Somos
separados de nuestros
pecados; ya no formamos parte de este mundo que está
precipitándose al juicio.
Somos efectivamente apartados para Dios. Este aspecto de nuestra
santificación
se expresa en 2 Tesalonicenses 2:13: «que Dios os haya
escogido desde el
principio para salvación, mediante la santificación
por
el
Espíritu
y la fe en la verdad, a lo cual os llamó
mediante nuestro
evangelio». ¿No
existe un
proceso de santificación que vaya en progreso de día en
día en la vida del
creyente? Desde luego
que sí. No hemos tocado todavía
este
lado práctico del tema, porque quería que todos
comprendieran claramente lo que
es ser santificados una vez para siempre
por el propósito de Dios, por la obra de Cristo y por la
operación del Espíritu
Santo. Pero
el
aspecto
práctico de
la
santificación es también de inmensa importancia. En
1 Tesalonicenses 5:23
el apóstol ora que el Dios de paz santifique plenamente a los
creyentes a los
que él escribe. ¿Qué quiere decir con ello? Volvamos
de
nuevo
a la
ilustración de la señora y su sombrero. Después
que lo ha comprado, y que la
criada lo ha ido a buscar, ¿se acaba ahí la historia? En
absoluto. Ahora que ha
llegado a ser posesión efectiva de la propiedad de la
señora, es apartado de
día en día para su propio uso; es decir, lo lleva. Nadie
más lo usa. Es
apartado para el uso exclusivo de su propietaria. Ahora bien, Dios, tras haber propuesto nuestra bendición, y habiendo muerto Cristo para conseguirla, y habiendo el Espíritu Santo obrado eficazmente en nosotros de modo que hemos sido llevados a Dios—¿es esto el final de todo? En absoluto. El Espíritu Santo sigue realizando Su obra en nosotros, separándonos más y más de las cosas de este mundo, separándonos de los deseos de la carne, de los malos caminos en los que antes anduvimos, y promoviendo de esta manera nuestra santificación práctica. Pero
esto
no
se lleva a cabo,
tengamos esto en cuenta, mediante la gradual erradicación de
nuestra naturaleza
pecaminosa, o la mejora de la carne, sino siendo conducidos al bendito
secreto
de la libertad respecto al amargo yugo del pecado, de la victoria sobre
el
poder del mal interior, y del gozo en el Espíritu Santo. Al
adherirse más y más
nuestros corazones a Cristo, nos apartamos con creciente aborrecimiento
de todo
lo que pertenece al yo, y el resultado es que en nuestro andar y
caminos somos
«santidad al Señor», verdaderamente separados para
Él. ¿Qué es lo que
Dios usa para promover nuestra santificación práctica? Él puede obrar, e indudablemente lo hace, por medio de muchas cosas. La aplicación de la verdad a nuestras almas es uno de los medios más eficaces. Cuando el Señor Jesús estaba orando por nosotros, en Juan 17, Él dijo: «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad». Espero que todos aquellos que hace poco se han convertido llegarán a ser diligentes estudiantes del Libro de Dios. Si no os alimentáis de la sincera leche de la Palabra, vuestras almas desfallecerán. Al leer, Dios lo bendecirá en vosotros, y ello tendrá un efecto separador y santificador sobre vosotros. Al familiarizaros más con sus maravillosas verdades, podréis discernir mejor lo que es de Dios y lo que es del mundo, de la carne y del diablo. Muchas cosas en las que ahora no veis ningún mal serán puestas a descubierto por la verdad que aprenderéis, y de esta manera seréis separados de las mismas. Aprenderéis que vuestro Señor y Salvador no tiene lugar en la tierra, que está rechazado aquí, y que ha sido echado del mundo. Decidme, ¿acaso el pensamiento de esto no os separará, en corazón y alma, de la escena donde Él fue rechazado? Otra
cosa
que
Dios usa es la ira y persecución de los
inicuos. De
esto tenemos un ejemplo en Juan 9. El ciego había sido sanado
por Jesús, y
había confesado abiertamente Su nombre. Esto fue demasiado para
los dirigentes
judíos. Era intolerable que nadie se manifestase a favor de
Aquel a quien ellos
odiaban. De modo que, tras injuriar al hombre que le había
confesado, le expulsaron. ¿No
pensáis
que
su
acción
debió tener un poderosísimo efecto sobre aquel hombre,
separando su corazón del
sistema de cosas en medio del que se había criado, y fijando sus
afectos en
Cristo? Estoy seguro de que su excomunión por parte de los
dirigentes
religiosos de su tiempo fue una gran ayuda para su santificación. «Bienaventurados
seréis»
dijo
el
Señor
Jesús, «cuando los hombres os aborrezcan, y
cuando os aparten de sí, y os vituperen, y
desechen vuestro
nombre como malo, por causa del Hijo del Hombre» (Lc. 6:22). ¿Por qué es
necesario que seamos santificados? Para
que
seamos
preparados de
manera práctica para el propósito de Dios, y
útiles para el uso del Señor.
Veamos lo que se dice en 2 Timoteo 2:21 acerca del vaso
«útil al Señor, y
dispuesto para toda buena obra». ¿No
hace
esto
vibrar una
cuerda de deseo en tu corazón, querido hermano en la fe?
¿No deseas
ardientemente ser un vaso útil para el Señor? Tú puedes ser uno, pero para que puedas ser útil para
el Señor, tienes
que separarte de manera práctica de todo lo que no es de
Él, tu corazón
destetado del mundo, tu alma emancipada de la esclavitud del pecado y
de Usted estaba
hablando ahora mismo de los medios que Dios usa para nuestra
santificación
práctica. ¿No es la aflicción uno de ellos? Sí,
Dios
tiene
que
disciplinarnos y hacernos pasar por la tribulación, pero es
siempre para
nuestro bien, para que lo que es de Dios en nosotros pueda ser
desarrollado, y
para que podamos ser crecientemente preparados para el agrado de Dios. La
palabra
«tribulación»
procede del latín tribulum, que era
una especie de triple azote que usaban los romanos para batir el grano.
El tribulum separaba el grano de la
cáscara, y esto es lo que la tribulación hace por
nosotros. Hay mucha «cáscara»
de la que tenemos que ser liberados. De ahí la disciplina que
Dios aplica a Sus
hijos. Él nos purifica para que podamos dar más fruto. ¿No es la esperanza
de la venida del Señor otro medio de la santificación
práctica? Ciertamente.
Leemos
que
«todo aquel que tiene esta esperanza en
él,
se purifica a sí mismo, así como él es puro»
(1 Juan
3:3). Es
fácil ver que así
es. Si
esperamos el regreso del Señor en cualquier momento, tendremos
cuidado acerca
de lo que hacemos y decimos. No querremos que Él llegue y nos
encuentre leyendo
libros dudosos o en medio de malas compañías, o sentados
en lugares de
diversión mundana, o diciendo algo que no querríamos que
Él oyera. El
pensamiento de Su venida, si lo mantenemos presente en nuestras mentes,
y lo
abrigamos como esperanza en nuestros corazones, tendrá un
marcado efecto sobre
nosotros, y nos purificará de lo que no es de Él, y nos
santificará, o separará
más y más para Él. La palabra
«santificar», ¿significa «separar» en
todos los casos? No
digo que las dos palabras
se puedan emplear siempre de manera indistinta, pero, por lo general,
sí se
puede. Desde luego, el sentido usual de la palabra tal como se emplea
en las
Escrituras es «poner aparte» para algún
propósito divino. Doce Diálogos Bíblicos - Harold P. Barker y otros. SEDIN-Servicio
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